la historia como alegato para sobrevivir -...
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La historia como alegato para sobrevivir
en la sociedad política: letrados y analfabetas en los pueblos de indios de la ciudad de México
Andrés Lira
INIRODICCION
i\ principios de los 1960. José Miranda (19()3-1%7) cuestionaba la historio-
grafía hispanoamericana. Formado en el estudio del derecho y de la ciencia po-
lítica, sil punto de partida fue la historia de las instituciones. Al ocuparse de
éstas rompi(3 los estrechos límites en los (jue hasta entonces se habían mante-
nido los historiadores (|ue trabajaban sobre disposiciones jurídicas y doctrinas
políticas.
Fuentes ricas, en \ erdad: pero Miranda procuró, al lado de esas evidencias,
la casuística (|ue nutría normas y doctrinas. Llegó así a concretar temas de his-
toria social; en particular, la exigencia de una historia social de la historiografía,
(jue \iene a la medida y, espero, al gusto de este simposio sobre la memoria y
el olvido.*
De aciuellos planteamientos mirandianos quisiera recoger ahora uno como
introducción a nuestro tema:
En la época colonial, los historiadores se limitaron a abordar los cambios institucio-
nales indígenas desde una posición (|ue cabría llamar externa o europea; desde el
ángulo de la acción o política de los dominadores (...)
En la época posterior a la independencia, los historiadores desplazaron muy
poco la posición de abordaje, que siguió siendo externa, aunque nacional: conside-
* \cr "Epílogo tardío", p. 4().
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rando a las comunidades indígenas como elementos marginales o extraños, las estu-
diaron únicamente en sus relaciones con el Kstado t|ue las cobija; y por consiguien-
te, ios problemas que en lo tocante a ellas tratarán casi exclusivamente serán los de
su actitud -levantisca o sumisa- frente al cuerpo político general (...) 1 ^a acción gu-
bernamental y administrativa tropezará acá y allá con las agrupaciones indígenas, y
esos tropiezos serán las únicas cosas referentes a los indios que reseñen las historias
nacionales de países que tienen en su seno den.sos contingentes cobrizos.'
Miranda proponía el trabajo conjimto de antropólogos, etnólogos e historia-
dores para calar y explicar esas realidades.- Kn nuestros días podríamos citar
algunos trabajos (jiic parecen encaminarse en esa dirección, como los referentes
a los movimientos agrarios y las rebeliones campesinas. Pero el historiador-ave-
zado preferentemente en el manejo de testimonios escritos, por más que ahora
se beneficie académicamente de la llamada historia oral- encontrará cjue los
documentos son, en su enorme mayoría, obra de designios de la política estatal;
que cuando éstos se encuentran en los archivos pi'iblicos es, por lo general, de-
bido a í|ue la acción del Estado y de los hombres empeñados a encaramarse en
él los ha lle\ ado allí. La historiografía nacional cjue de allí puede sacarse es,
consecuentemente, biografía del Estado; obra más para letrados, llámense po-
líticos, publicistas o críticos. Así, cuando las sociedades ágrafas responden a las
disposiciones del Instado y designios de los políticos y se docimienta su actitud,
es porque se ofrecen como tropiezos a la historia e ideales políticos de los hom-
bres de letras, de los urbanos, ciudadanos y civilizadores cpie escriben desde y
para la ciudad y, preferentemente, para las casas de gobierno.
Esas realidades ágrafas no se entregan espontáneamente en dociunentos.
A las fuentes formales hay cpie preguntarles trasponiendo la fachada cjue
ofrecen al Elstado y a su actuación, para sacar en claro lo c]iie ocurre en el inte-
rior de ellas.
' José Miranda. "Importancia de los cambios experimentados por los pueblos indígenas desde la con- quista", en Vi/t/i coloniíily iit/wes de lii imle¡)eti(lenii/i. presentaci(')n de (iiullermo Palacios. Bernardo (jarcia Martínez y .Andrés Lira. México, Secretaría de Kducación Pública, 1972 (Scpsetentas. .SO), p. iZAl, p. J2-.Xí.
^ (;fr- Ittem.. .í.i-42. así como otros trabajos de Miranda reunidos en esa antología.
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I Pero bien visto, el hecho evidente de una historia y de una historiografía
poh'tica aplastantes, que ahogan las manifestaciones de los pueblos indígenas, es un problema que el historiador debe explorar. En los párrafos que siguen
me propongo exponer algunas de las manifestaciones de ese problema, reco- rriendo el material que he explorado en los archivos de la ciudad de México para seguir los barrios y a los pueblos indígenas que formaron las parcialidades de indios de San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco. Estas comunidades resistieron los designios de la política liberal con la que se inició y continúa nuestra historia nacional y a la que ha correspondido la historiografía en obras menores y monumentales. A la postre, esas comimidades fueron destruidas; pero quedan de ellas rastros materiales y rescoldos de luchas ingratas que son, aún hoy, vigencias sociales y recuerdos complicados -a cjuerer, o no- con esa historia e historiografía políticas.
LAS COMUNIDADES DE INDÍGENAS COMO EMPRESA POLÍTICA
V HACENDARÍA EN EL ESTADO COLONIAL
La idea de las dos repúblicas, la de indios y la de españoles, se materializó con to- dos sus obstáculos y posibilidades en la traza urbana de la ciudad de México. Las trece cuadras, alineadas a cordel por orden de Cortés para asiento de casas pú- blicas, religiosas y solares de españoles, se desbordaron pronto en el mismo siglo XVI; pero la cohesión y organización de los barrios y pueblos de indios de las llamadas parcialidades de Tlatelolco. al norte, y de lénochtitlan, al nororiente, oriente y sur de la traza española, se mantuvo. Es más: sus tierras de uso y disfru- te familiar-chinampas, huertas, parcelas-y, sobre todo, de uso común -como las ciénegas y los terrenos eriazos de la caza y recolección- fueron protegidos por las autoridades novohispanas con gran celo y, cabe decirlo, eficacia.
En ello había motivos de orden político y hacendarlo. Por una parte, la ubicación de los indígenas en sus pueblos, dentro de sus tierras y bajo el mando inmediato de sus gobernadores, topiles y mandones, fue el medio para contro-
lados y extraer de ellos el tributo, exigir sen icios y prestaciones, así como de asegurar el orden del culto religioso (formalmente, hasta 1772 se mantuvo la división entre parroquias de indios y parroquias de españoles, por más que esta
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separación se desvirtuó desde antes y, también, se mantuvo en muchos senti-
dos después de ese año). Por otra parte, la integridad de la propiedad de las tierras de los indígenas
permitía asegurar el pago de tributos y, lo que fue haciéndose cada vez más importante para la Real Hacienda -siempre urgida de plata-, la contribución de un real y medio que, a la comunidad de su pueblo, pagaba anualmente cada
tributario. Pero, además, las tierras que los indígenas arrendaban a los ganaderos y labradores de la ciudad de México rendían pingües rentas. Si bien éstas se consideraban (al igual que el real y medio de comunidad) como beneficio de los pueblos organizados bajo la administración de las "cajas de comunidad" (que llegaron a ser trece en las parcialidades de San Juan y Santiago), lo cierto es (|ue la Real Hacienda las percibía y las incorporaba a su sector de "ajenos" (como bienes cjue no pertenecían al patrimonio real), para "cuidar de su protec- ción y aumento", colocándolas a censo o a rédito.
Esa administración, que hacía rendir en operaciones de crédito la plata pro- veniente de las aportaciones a las comunidades de indios y las rentas de sus tierras de comunidad, ftic muy fructífera. Se cuidó con especial esmero en el siglo XVII y se perfeccionó a partir de 1760, cuando se introdujeron los criterios administrativos de los propios y arbitrios de las villas de españoles en los pue- blos de indios. La fiscalización más eficiente, que se impuso desde la época de Carlos III, encaminó por vías más rígidas y lucrativas las propiedades y rentas de las comunidades de indios, y éstas hicieron aportaciones de importancia a las empresas financieras organizadas desde la metrópoli, cuyo ejemplo más sobre- saliente fue la fundación del Banco Nacional de San (]arlos, nutrido en parte muy considerable por las aportaciones de las cajas de comunidades indígenas de Nueva España (sólo las parcialidades de lenochtidan y Tlatelolco aporta- ron, en la emisión original de acciones, 20 mil pesos). Hecho que Antonio Álzate deploraba cuando decía, no sin razón, que a los indígenas se les privaba del uso directo de sus tierras para ponerlas en arrendamiento y que si, como ocurría, en las gacetas se publicaba el aumento de los réditos de sus capitales, lo cierto es que los pueblos no veían un real ni pro\ echo alguno de ellos.
Pero, en verdad, esa actividad financiera impuesta vino a reforzar el orden de los barrios y pueblos. En estos se distribuían los productos que les dejaba
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I llegar la Real Hacienda de la siguiente manera: gastos ordinarios, c|ue compren-
dían los del culto religioso, contando los de reparación de sus templos, misas de
precepto, sacramentos y, sobre todo, gastos para las fiestas de sus santos patro-
nos; para escuelas de primeras letras, sueldo del preceptor de la de niños y de
la "amiga", o escuela de niñas, donde no se enseñaba necesariamente a leer, es-
cribir y contar. Los gastos extraordinarios consistían en ayudas para los habitan-
tes de los pueblos y barrios más necesitados, atención médica y medicinas,
auxilio en caso de epidemias y, también, en caso de cjue se perdieran las cose-
chas, o para la compra de instrumentos de labranza o de medios para fomentar
las industrias a las que se dedicaban los indígenas beneficiarios de cada caja de
comunidad.
No estamos en condiciones de apreciar la efectividad de las cajas de comu-
nidad en beneficio de los pueblos y barrios; la crítica de Álzate y otras manifes-
taciones de inconformidad muestran, sin embargo, la injusticia en la distribu-
ción de réditos y rentas. Lo que sí podemos asegurar es que a partir de 1776 se
fueron estableciendo las escuelas de primeras letras y que el orden administra-
tivo en el que estaba interesado el gobierno novohispano fue, quiérase (]uc no,
un instrumento activo y favorable a los indígenas en sus disputas con el Ayun-
tamiento de la ciudad de México, pues éste siempre andaba reclamando -no
sin razón- ejidos en tierras de barrios indígenas aledaños.'
Ese orden de las "parcialidades, sus barrios y pueblos anexos" fue, además,
instrumento de cohesión cuando, a partir de 1812, al abolirse la separación entre
indígenas y españoles, los barrios y pueblos de indígenas lo reclamaron para
evitar que sus bienes pasaran al ayuntamiento de la ciudad de México o al de
la Villa de Guadalupe. Ese envolvente administrativo se recuperó después, en
la época nacional, para mantener el orden y perduró, no sin altibajos y cues-
tionamientos, hasta 1867.
Mientras que autoridades y críticos bordaban sobre la con\ eniencia o incon-
veniencia del sistema, los hombres ilustrados de una y otra parte deploraban
' I ,(i (|ue a(|uí dis') está diKumentado en mi libro Comumdades indigeiiiis fíenle ii ¡a Ciudad de Méxko. San
Juan Tenorhtillan y Santiago ¡latelolrn, sns puehloí y Immiis, IHI2-IVI'i. México, El ('olcf;io de México-E I Colegio de Michoatán, CONACM. l')8,): reimpreso por Kl Coleniíj de México, IW.S.
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al unísono la forma en que los indígenas disponían de los recursos monetarios
que les legaban como rentas; los gastos excesivos en la conser\'ación de los tem-
plos, los derroches en fiestas religiosas repugnaban al criterio utilitario de ilus-
trados y liberales.
(Cierto es que las escuelas se consideraban útiles; pero el rendimiento de
éstas como instituciones educativas en los pueblos y barrios de indios era bajo
o nulo. Así, es inconcebible a nuestros ojos, como lo fue también para muchos
críticos del siglo XIX, el hecho de (|ue pueblos que tu\ ieron escuela por muchos
años fueran pueblos de analfabetas. Pero, eso sí, ay de (juien se atreviera a qui-
tar una escuela de un barrio o pueblo de indios diciendo cjue no aprovechaba
el gasto hecho para sostenerla y para pagar al preceptor; tenía que enfrentar los
reclamos de los principales y de los vecinos que alegaban la necesidad de edu-
car a los niños y a los jóvenes. Educación, dicho sea de paso, que según muchos
maestros les daba nada a los padres, pues éstos preferían llevar a los niños a tra-
bajar en los cultivos y en la recolección y no había modo de darles a entender
los beneficios de la instrucción.
CU DADANO.S V PROPIETARIOS. 1812 ... 1868
Tales hechos tuvieron que ser considerados una y otra vez por las autoridades
nacionales. Siguiendo el camino trazado por las (]ortes españolas intentaron,
en 1824 y reforzando los medios en 1828, repartir las tierras de comunidad en-
tre los pueblos que componían las parcialidades de indios. Algunas se entrega-
ron a los jefes de familia; otras cjuedaron como tierras de los pueblos; pero, de
cualquier manera, no se logró el cometido, que era dar a cada uno un patrimo-
nio para que \ i\ iera con decoro y promoviera los intereses particulares que se
suponían en el ciudadano probo del ideal liberal. En 1831 las autoridades de la
República declararon nulas las ventas (|ue, alegando la propiedad de las tierras
resultante del reparto, habían ido a parar a manos de ávidos especuladores de
la ciudad con grave perjuicio para los pueblos y barrios. Cierto es que en Santa
Ana Zacatlamanco y en Ixtacalco (pueblos chinamperos en los que se vio siem-
pre el buen sentido y la habilidad para defenderse frente a la ciudad), los bene-
ficiados con el reparto mantuv ieron, bajo la figura de ima asociación libre de
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I participantes o accionistas, sus tierras de comunidad, que siguieron rentando, y continuaron invirtiendo sus productos en el gasto de culto religioso, escuelas, socorros y defensa judicial ante los tribunales; es decir, el viejo orden de la ad- ministración de las parcialidades de indios. En otros pueblos y barrios fue tal la cantidad y la calidad de cjuejas y disgustos ocasionados por los repartos que, en 1835, cuando se organizó el régimen de la república central, se restableció esa administración. Ésta funcionó, no sin muchos altibajos y cuestionamientos, has- ta 1856 y en los años sucesivos, pues se usó para instrumentar la desamortiza- ción de los bienes de las comunidades y la aprovechó el imperio de Maximi- liano para llevarla a cabo pacíficamente, asegurando a los pueblos y barrios no ya la renta de sus tierras -pues éstas se habían adjudicado en propiedad a los arrendatarios conforme a la ley del 25 de junio de 1856-, sino el pago regular de los réditos de sus capitales, resultantes de la desamortización. Estos intereses se siguieron in\ irtiendo, como las rentas, en gastos de culto, en escuelas y socorro a los necesitados, asegurando así la tranquilidad en los barrios y pueblos de in- dios aledaños a la capital.
De aquella documentación en la que se registra el problema más evidente para el Estado (las cuestiones de propiedad de la tierra que implicaban las de la tranquilidad o intranquilidad), apenas es posible sacar en claro algunas noti- cias sobre lo que pasaba en los pueblos y barrios. Sabemos que éstos se organi- zaban para seguir pleitos contra los ayuntamientos de la ciudad de México y de la Villa de Guadalupe en el momento en cjue trataban de ocupar, como propios municipales, los bienes de las comunidades que caían en su jurisdicción y consideraban suyos. También, en las cuentas rendidas en los años cuarenta y
cincuenta por los administradores de las parcialidades o por los apoderados de los pueblos, es posible advertir aspectos tan interesantes como la cohesión y organización que ofrecían los pueblos chinamperos del sur (especialmente la Magdalena Mixiuca y Mexicalcingo), mientras que en el norte, en los barrios de la parcialidad de Santiago Tlatelolco, se advierte la pobreza, la dispersión y la discordia, aunque, eso sí, se acusa igualmente la distancia social y la oposición a la ciudad. En el barrio de San Juan (Tepetitlan), más integrado que otros a la capital, los repartos anuales y socorros individuales predominan sobre cualquier otro tipo de gasto de la comunidad.
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De cualquier manera, puede decirse (¡ue hasta 1868, año en c|ue por decreto del 20 de marzo los capitales resultantes de la desamortización pasaron a la Bene- ficencia Pública Municipal, los pueblos dispusieron de sus intereses y guardaron su entidad administrativa y coherencia social y cultural frente a la ciudad.
A partir de entonces, pueblos y barrios de indios tuvieron que irse confor- mando -no sin muchas señales de oposición- a la sociedad política que se les impuso por la vía de la administración citadina, de la instrucción pública mu- nicipal y de la historia oficial.
SOCIEDAD E HISTORIA NACIONAL... 1910
Criando el gobierno de la República empezó a tenerlas todas consigo, no hubo ya contemplaciones para con los indios (¡uejosos y levantiscos. El traspaso de los capitales de las parcialidades de indios de la capital a la Beneficencia Públi- ca Municipal fue la acción correspondiente a la represión de comuneros de pue- blos más alejados y menos controlados. Administrativa y militarmente, la polí- tica del Estado para con los indígenas se fue haciendo más severa a medida que transcurría el último tercio del siglo XIX.
Este recrudecimiento provocó manifestaciones de protesta. Las más conoci- das -por documentadas con mayor frecuencia- fueron las relacionadas con la tierra. En los alrededores de la ciudad de México esta lucha ocurrió; pero hubo en realidad pocas posibilidades de éxito por ese lado para los pueblos y barrios de indios que sufrieron la expansión de la ciudad (baste recordar el aumento en la superficie, de 8.5 kilómetros cuadrados a 40, y en la población, de 200 mil a 471 mil habitantes entre 1858 y 1910).
Otro aspecto de la protesta contra la nueva sociedad política fue el que se dio contra la acción directa del Ayuntamiento en sus escuelas, pues al perder los medios para mantenedas fue el cuerpo municipal quien dispuso dónde debían situarse y quiénes debían enseñar en ellas. Así, los de Santiago Tlatelolco alegaron que su escuela, cerrada por falta de recursos, debía situarse en la plaza de su barrio y no en el lugar en el que pretendían las autoridades municipales, pues si bien era cierto que la mayoría de los niños y niñas que asistían a ella procedían de barrios lejanos, los vecinos de cada uno de ellos los \ cían y cuida-
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ban en el camino, ya que eran parientes o conocidos. Los de la Concepción
requipeuhca, barrio \ecino pero rival de los de Santiago, protestaron en 1872
cuando la escuela se llevó a otro barrio, a sólo unas cuadras del suyo, en la ciu-
dad. Alegaban que los preceptores impuestos por el Ayuntamiento no (¡uerían
atenderlos a ellos, por no quererse separar de "una sociedad más elevada".
Al lado de esos cambios de lugar -de los cuales sólo hemos puesto unos
ejemplos-, se hizo evidente también la protesta contra la imposición de precep-
tores. A partir de 1872, durante los gobiernos de Sebastián Lerdo de Tejada,
Porfirio Díaz y Manuel González, fueron removidos de sus puestos algunos
maestros nativos de los barrios y pueblos y los cjue, sin sedo, daban muestras de
arraigo y de compromiso con los \ecinos. F'ara sustituirlos se echó mano de los
titulados en la Escuela Normal (fundada en 1882, pero precedida por la Escuela
Secundaria para Señoritas y Preceptores).
La razón alegada por el Ayuntamiento era (]ue los titulados tenían la capaci-
dad profesional de la que carecían los antiguos profesores. Pero lo cierto es que
en el fondo había otra de orden político, ya que los profesores nativos o arraigados
en los pueblos y barrios participaban en las protestas contra las medidas que el
cuerpo capitular iba tomando para favorecer la expansión de la ciudad, o simple-
mente las resistían para mantener la cohesión que presentaban frente a ésta.
En 1873, por ejemplo, pese a las protestas que los vecinos de la Magdalena
Mixiuca elevaron contra el presidente de la Repiiblica, fue cesado de su cargo
de preceptor de la escuela del pueblo (los de la ciudad siempre dijeron "ba-
rrio") t""rancisc() Cañas. Chañas era nativo de Mixiuca e hijo de una de las fami-
lias más prósperas del pueblo, y había ocupado el puesto desde 1853. El año en
que lo cesaron atendía la escuela de niños y su hermana Cecilia atendía la de
niñas. El profesor nombrado por el Ayuntamiento se quejó de la resistencia
de los vecinos y de la mala conducta de los niños; los vecinos, por su parte, se
quejaron del profesor diciendo que, por no vivir en el pueblo, sólo asistía unos
días a la semana y que castigaba cruelmente a los niños, ya que ni los conocía
ni los quería. Estas (juejas se mantuvieron hasta mucho después; en 1887 acu-
dieron alegando esas razones para que se nombrara a la maestra Isidra Luna,
profesora titulada y nativa del pueblo, pero, como era de temerse, sus peticio-
nes no fueron acogidas.
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I>as autoridades querían personal dócil y formado en la nueva preceptiva.
Lo muestra el hecho de (jue aquel Francisco Cañas fuera rechazado, en los años
posteriores a su separación de la escuela de su pueblo, cuando pedía empleo en
otras escuelas de pueblos indígenas, alegando su conocimiento de las costum-
bres y lengua de indios, que desconocían los profesores impuestos por el
municipio.
La oposición entre profesores y profesoras egresados de la Escuela Normal
y los barrios y pueblos de indígenas era, como puede entenderse claramente,
recíproca. Acjuellos se quejaban de las distancias que tenían que recorrer, de
lo mal provisto de las escuelas, de la inseguridad y del ningún empeño que los
padres ponían para f|ue sus hijos se instruyeran. l>os naturales de los pueblos
advertían que, aun en el caso de que se obligara a los profesores a residir entre
ellos, lo que éstos pudieran enseñarles no tendría provecho, pues eran otras las
costumbres y otro el destino que los jóvenes tenían en la comunidad. El ejem-
plo que mejor ilustra esta protesta es el de la Magdalena de las Salinas, pueblo
de la extinguida (así se le llamaba hacía mucho) parcialidad de Santiago, situado
entre la ciudad de México y la Villa de Cíuadaliipe. En los años ochenta se noti-
ficó a los vecinos que la escuela se pondría a cargo de una profesora titulada.
Éstos protestaron formalmente y hasta en la prensa, alegando que una profesora
sólo podría dar una educación afeminada, (]uc al enfrentarse a los jóvenes del
pueblo tendría que despreciarlos por su pobreza, etcétera. Los argumentos
"antifeministas" -como diríamos hoy- eran el envolvente de un rechazo a la
imposición del .ayuntamiento de la ciudad de México y el afán de conservar a
un profesor que ya había arraigado en el pueblo.
Pero lo cierto es que esas quejas y protestas, siempre desoídas por las auto-
ridades, fueron desapareciendo, al menos en el papel, a finales de los años
ochenta. Los pueblos parecen conformarse durante los últimos diez años
del siglo pasado y primera decena del presente con las imposiciones del
ayimtamiento y de la política general del Estado. Pero ello fue situación tran-
sitoria; como veremos, apenas lo permitió la oportunidad, después de 1910
reavivaron sus demandas aprov echando -a cjucrer o no- los elementos que la
imposición de esta política les había dado: la legalidad liberal y la historiografía
nacionalista.
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LEGALIDAD E HlSTORIOGR/\FL\
Las obras de historiografía nacional legitiman, como descripción y explicación de cambios -ya que en las permanencias apenas reparan-, el triunfo de un modelo de sociedad política: la sociedad individualista y el Estado nacional de derecho. Sobre las razones que concurren en esc complejo hemos anotado algo en la introducción (esas historias que escriben por y para los contendientes en la organización del nuevo Estado).
En ellas se afirma al Estado como única autoridad y, consecuentemente, la disolución de las corporaciones. El gobernado ideal es el individuo activo (el paterfawilms del moderno derecho ci\ il, el homo econoinirus emprendedor), el ciudadano probo (jue buscando su provecho logrará conjugar con el suyo el interés de toda la sociedad. El gobierno ideal es el que permite que los ciuda- danos actúen de esa manera y, dado el caso, podrá y deberá procurarlo (ya a mediados del siglo, en 1853, apareció la Secretaría de Eomento, que luego, en el régimen de Porfirio Díaz, será pieza angular de la política estatal), removien- do los obstáculos que los grupos tradicionales (comiuiidades) puedan ofrecer a los ciudadanos activos.
Tal es el modelo que inspira la legislación dictada desde los tiempos del primer régimen constitucional conocido en México, el de la monarquía españo- la de 1812, hasta el más señalado por los historiadores del siglo pasado, el de 18,S7, pasando por los altibajos políticos y constituciones que lo precedieron.
Al lado de esto se procura la legitimidad del Estado y de los grupos que lo encabezan. El medio es la recuperación y la narración de la historia nacional
como empresa del liberalismo triunfante. La historiografía elaborada sobre esos supuestos es la de la patria mexicana, que afirma su soberanía nacional en el glorioso año de 1867. Su manifestación monumental y más acabada es México a través íie los siglos (1884-1889), y en ella se nutrirán los apologistas y los críticos del régimen de Díaz. Todos ellos aceptan los predicados nacionalistas y, con más o menos reparos, los dogmas liberales.
Los lugares comunes y símbolos legitimadores de esa obra son, en líneas muy esquemáticas, los siguientes:
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r exaltación y glorificación ácXpasado indígena frente al dominio español (la
grandiosidad de la historia antigua, de las ruinas y testimonios arqueo-
lógicos es ponderada al lado de la recuperación de figuras de peso como
Cuauhtémoc, defensor del Imperio azteca o mexica, para subrayar la injus-
ticia y la crueldad de los españoles);
2° el antihispanismo, al lado del anti-extranjerismo, especialmente contra
Francia, que subraya la recuperación de la soberanía nacional;
3° reprobación de quienes se han hecho aliados de esos extranjeros y de la
tradición que entorpeció el camino de la soberanía nacional: los conserva-
dores y la Iglesia como corporación (de otras corporaciones, como las comu-
nidades de indígenas, a las (]ue no cubre un membrete político, no se hace
mayor caso);
4° exaltación de los reformistas -anticorporativistas- como héroes nacionales
que han hecho posible la unidad y la marcha de la patria mexicana; e
5° idea expresada más bien por los beneficiarios y divulgadores de la obra,
México como un país mestizo, en el que las viejas razas en pugna, la es-
pañola y la indígena, se han fundido y han olvidado ya la lucha destructora.
Para algunos de esos beneficiarios y divulgadores, como Justo Sierra y, so-
bre todo, Andrés Molina Enríquez (muy inspirado en Sierra), el avance de
los mestizos en el poder es el síntoma de madurez e integración de la na-
ción mexicana.
Pues bien, de la legalidad de esos símbolos historiográficos -tan históricos
como la historiografía misma-, muy ajenos a las comimidades de los pueblos y
barrios de indios, echaron mano los personeros de éstos para aprovechar la co-
yuntura que se presentó después de 1910.
Tomemos un caso ilustrativo -cjue por ahora tenemos más documentado-,
el de la Magdalena Mixiuca, cuya fuerte tradición se encubre con esos símbolos
haciéndolos parte de su memoria defensiva en la sociedad política del México
revolucionario.
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LA HISTORIA t;OMO ALKGATO
Juan Nepomuceno Pardavé, Pedro Plata, Bernardino Flores y demás firmantes, to-
dos vecinos cjuc formamos con nuestros hijos y demás parientes el barrio llamado
de la Magdalena Mixihuca, fundado desde tiempo inmemorial en el Imperio Azte-
ca, según lo acredita el nombre, ante usted con todo respeto decimos: que como
tales vecinos y consecuentes de nuestros progenitores fundadores de nuestro Ba-
rrio, somos dueños legítimos de unos predios que formaron nuestros egidos [sic] y
cjue consumando un abuzo [sic] pretendieron vender, como ac|uí demostramos..."*
Era el inicio de un escrito presentado por los personeros de la Magdalena
Mixiuca, el 10 de octubre de 1914, a la Dirección Agraria de la Secretaría de
Fomento, pues el titular de ésta, Pastor Rouaix, había hecho a la prensa declara-
ciones alentadoras para los pueblos despojados de sus tierras.
Lo que debemos resaltar aqiu' es la profundidad histórica que los persone-
ros de Mixiuca le deben a su barrio cuando hablan del Imperio azteca, término
popularizado en el siglo XIX, partiendo de la historiografía del X\'III (Clavijero)
y que no aparece sino después de esa literatura. También, su ajuste legal a las
disposiciones del Porfiriato, y a las de los primeros años de la Revolución,
las cuales hablaban de los ejidos de los pueblos indios, siguiendo el artículo 8
de la ley del 25 de junio de 1856. Hasta entonces, ni los de Mixiuca ni los de
otros barrios de indígenas de la capital habían hablado de ejidos. Ksto hubiera
sido echarse la soga al cuello, ya que los barrios y pueblos aledaños a la ciudad
habían sido llamados ajuicio varias veces en los siglos anteriores, precisamente
por ocupar los ejidos de ésta como tierras de sus comunidades.
En fin, finezas terminológicas pero indicativas de la adaptación que esos
barrios, extraños y opuestos a la ciudad y su cultura, usaban para oponerse a
ella a través de la nueva legalidad. La pugna de 1914 era la misma de muchos
años antes: un pueblo chinampero en contra de la ciudad que lo había despo-
seído de sus tierras de comunidad, sólo que los medios instrumentados por los
citadinos podían emplearse contra ella y contra éstos.
■* .Archivo Histórico ile la (Jiidüd de México, Piinliili/iiiiies. \(il. II, c\p. 69.
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Esto se revela con más claridad cuando atendemos la relación de los hechos
que hicieron los de Mixiuca. Para delimitar sus tierras no emplearon las viejas
denominaciones ("pedazos de ciénega", "caballerías de tierra"), acudieron a
la denominación de "potreros" (como tales las vieron desde el X\'III los arren-
datarios y luego adjudicatarios de la época de la Reforma) c indicaron las me-
didas exactas, dando la superficie estimada por el perito del Ayuntamiento de
la ciudad de México en el momento de realizar la escritura pública, por medio
de la cual se les arrebató el título de propiedad. Era un total de 3,638,916
metros y 14 centímetros cuadrados, sobre los cuales relataban lo siguiente:
Dueños de estos egidos, el Ayuntamiento de la capital, mediante un pleito (]ue
hace un siglo resolvió la administración de justicia, obtuvo con nuestros antepasados
Lina transacción: dimos permiso para que pastaran ganados del Rastro de la ciudad
[(jue hasta bien avanzado el siglo XX estuvo cerca, en San Antonio Abad], a cambio
de la buñiga y de una suma (jue anualmente se nos daba para la fiesta de nuestro
pueblo. Más tarde se dieron las leyes de Reforma, que no fueron para robarse los in-
tereses de los pueblos, sino para garantizarlos. Y en virtud de estas leyes, el Ayun-
tamiento se llamó nuestro administrador, sin que sufriéramos mientras vivió el Sr.
Presidente D. Benito Juárez, absolutamente nada. Pero muerto el gran reformista,
su consecuente Isir, por sucesor, como se ve también arriba] el Señor Lerdo fue
quien se preocupó por la administración de nuestros egidos y el Ayuntamiento de
la capital, violando las disposiciones del 20 de marzo de 1868, por las cuales era
nuestro administrador, se quiso convertir en PROPIETARIO, el año de 187.S, y trató
de despojarnos de nuestros egidos contra nuestro consentimiento, vendiendo por
medio de lo c|ue llamó "su Comisión de Hacienda" nuestras propiedades a un ex-
tranjero francés llamado Juan Verges y Lobo...
Hasta aquí la cita, que ilustra clarísimamente el manejo de la historiografía
oficial. Juárez, el gran reformista, aparece como respetuoso de los derechos del
pueblo y del decreto del 20 de marzo de 186H, dictado bajo su gobierno por el
gobernador del Distrito Federal, para arrebatar a los pueblos y barrios los pocos
derechos que les quedaban como resultado de la desamortización. Sebastián
Lerdo de Tejada (quien ciertamente reforzó y llevó a sus i'iltimas consecuencias
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esa política contraria a las comunidades) aparece como el malo (papel cjue no le
quedaba mal en esa época de antirreleccionismo furibundo). Aparece también
el villano, un extranjero francés, Juan Verdes y l^obo, t|ue líneas más adelante
resulta ser español.
Pero lo más importante de esta relación es (jue los de Mixiuca ocultaron una
historia bien sabida por ellos: sus tierras de comunidad -no ejidos, como decían
para aprovechar las disposiciones de las leyes de 1909 y 1912- habían sido
dadas en arrendamiento como potreros a Juan Nepomuceno Luna (arrendatario
también de las tierras de Ixtacalco) desde los años cuarenta del siglo Xl\; en
consecuencia con lo dispuesto por la ley del 25 de junio de 1856, se le habían
adjudicado en ese año. Pero como no pagó puntualmente los intereses ni redi-
mió el capital reconocido como precio de las tierras a favor de pueblos afecta-
dos por la desamortización, se le quitaron las tierras y el Ayuntamiento de la
ciudad de México, de acuerdo con disposiciones posteriores (|ue lo hicieron
titular de esos derechos, las vendió en remate a los postores que se presentaron
en 1873 y en los años sucesivos.
Ahora bien, como las leyes de 1909 y 1912 y las declaraciones (que pronto
se harían ley) hablaban de las tierras de los pueblos despojados de sus ejidos en
contravención a la ley del 25 de junio de 1856 (cuyo artículo 8 exigía el respeto
a los ejidos y demás propiedades raíces necesarias para su organización y subsis-
tencia) y de la necesidad de repartir entre los vecinos tierras de ejidos y dema-
sías, los de Mixiuca hablaban de la recuperación y reparto de sus ejidos.
No cabe, pues, mejor ejemplo de la relación amañada para poner al día un
pleito y una demanda que en realidad venían de mucho tiempo atrás.
Pero dejemos esto, pues si aquí advertimos cómo la historia se puede con-
vertir en alegato, también podemos advertir cómo el alegato se con\ ierte en
historia.
EL ALECi.VrO COMO HISTORIA
Durante el mes de marzo de 1916 los de Mixiuca se prepararon para enfrentar
a poderosos enemigos que les disputaban sus tierras. Uno era Francisco Barro-
so, otro Luis (jarcia Pimentel y el principal de ellos, Félix (huevas. Kstos habían
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adquirido las tierras y habían ya fraccionado buena parte de ellas para venderlas
como lotes urbanos. Pero, de parte de los de Mixiuca, estaba la ley del 6 de enero de 1915, ()ue habían invocado ya otros pueblos aledaños a la capital una vez que se restableció en esta el gobierno de Carranza. Además, en 1917, esa ley se consideró complementaria del nuevo artículo 27 constitucional.
La oportunidad parecía favorecerles y se habían preparado bien desde el año anterior, agrupando y mandando imprimir los Títtilus prinápales del nombre
y ejidos del Barrio de la Magdalena ¡Mexihuca, antes Barrio y Hermita de Lloalatzingo Anepantla, en la imprenta de la Moderna Librería Religiosa de José L. \allejo, a la que mandaron también la constancia del cotejo de autentificación que, por vía de jurisdicción volimtaria, siguieron en el Juzgado Tercero de lo Civil del Distrito Federal. Kl juez lo firmó el 11 de mayo de 1916. De esto resultó un folleto de 60 páginas que empezó a circular cuando el proceso estaba ya muy adelantado.
No hay espacio ni tiempo para hacer una descripción pormenorizada de este interesante documento, en el (]uc se transcriben testimonios de diversas épo- cas. Los primeros que se insertan son los que resultaron de un amparo en la posesión pedido por el barrio en 1708, que se concedió, y al que siguieron todas las diligencias para asegurarlo, las cuales se prolongaron muchos años después. El amparo se pidió contra un arrendatario c|ue ocupaba dos pedazos de ciénega del pueblo y que impedía a los indígenas el corte de zacate (actividad que los caracterizó, al igual que a sus vecinos, hasta bien entrado el siglo XIX). Estas diligencias se complementaron, aparte de con las declaraciones de testigos e inspecciones de rigor, con la descripción de un "Mapa Antiguo" o pintura del pueblo, hecha ya entre 1729 y 1736, y también con la presentación de man- damientos de amparo logrados por los indígenas en el siglo X\I, uno del virrey Antonio de Mendoza, de 1542, y otro del \ irrey Luis de Velasco, de 1562, con- firmatorio del de Mendoza, y al cual se le hace aparecer como Merced.
P^sas diligencias están copiadas en 1772. A continuación sigue la transcrip- ción de otra copia de los mismos documentos hecha en el siglo XIX, en 1844 y 1845 -a juzgar por los sellos que se describen al margen- Pero, a partir de esta copia, aparecen ya testimonios históricos -digámoslo así- deliberadamente fa- bricados. Son declaraciones de testigos muy viejos (uno dice tener más de
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noventa años), que recuerdan en 1743 (año en el que se les hace aparecer) la tradición de los mayores, guardianes de la memoria de los antepasados, en quienes se ponen propósitos tales como fundar un pueblo con sus tierras para que sus descendientes tuvieran en dónde vivir y recursos para sustentarse. A éste, que se llama "Escrito intitulado", por no tener título, sif^ue otro, "Pueblo de Mexican en 1566". Es una relación muy clara y amañada de los derechos del pueblo, según la cual una hija de Moctezimia -nacida en el pueblo y a cuyo nacimiento acudieron principales hasta de Texcoco- suplicó a Hernán Cortés que hiciera merced a ese pueblo tan querido por ella, y éste le concedió "siete caballerías de tierra". Más que el "Flscrito intitulado", en éste aparecen ya noti- cias históricas, nombres de personajes, anacronismos y términos nahuas muy elaborados. Es im documento falso, como el anterior, pero ambos fueron elabo- rados en la época en la que los "tiempos inmemoriales" eran requisito muy importante para asegurar los derechos. Lo que se advierte aquí es la continui- dad de la defensa que los de Mixiuca venían haciendo contra la ciudad y contra los pretendientes de los derechos sobre sus tierras.
En la actualidad los vecinos de Mixiuca, bien informados y comprometidos en la defensa de lo que queda de su pueblo (una manzana y dos ciudades perdi- das cerca de la capilla, sede de una vicaría fija desde 1945 y parroquia desde 1953), los datos que mejor recuerdan son esas precisiones históricas, surgidas al calor de pleitos seculares. Entre éstas está la afirmación de su origen anterior a la llegada de los mexicas, pues según la tradición éstos les cambiaron el nombre por haber parido allí unas mujeres mexicas cuando peregrinaban. La placa con la que conmemoraron los 450 años de la erección de su templo cristiano dice: "1528/ El Pueblo de Lloalatzingo Anepantla/ Mixiuca para los aztecas/ El 15 de sept. De 1528/ Dedica su capilla a Sta. Ma. Magdalena/1978".
Lo que hay de "verdad" tras esto es mucho; el erudito lo deslindará como "mentira", porque ya entrados en la discusión la historia se hace alegato y, tam- bién, el alegato se hace historia.
Siguiendo con la relación de los hechos tal y como los hemos documentado nosotros, valiéndonos de los testimonios formales que obran en archivos y bi- bliotecas, vemos que en 1917 el gobernador del Distrito Federal, como jefe de
la Comisión Local Agraria, decidió a favor de los de Mixiuca, y la resolución
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restitutoria se publicó en el Diario (Jftdalc\ 2?> de af;;ostü de ese año. Para tomar esa decisión se consideraron auténticos los documentos -por más que eran co- pias-, pues en ellos aparecían personajes y hechos mencionados en otros testi- monios originales, como las actas de cabildo de la ciudad de México.
Ksto dio pie a que Félix Cuevas, el principal afectado por la resolución, im- pugnara ante la (Comisión Nacional Agraria -que necesariamente tenía que revisar la de la local-, valiéndose de un dictamen del erudito in\estigador del Archivo General de la Nación, Francisco Fernández del Castillo. lanto su im- pugnación como el dictamen fueron impresos en un folleto."'
Para nosotros es interesante resaltar, auncjue sea de pasada, las conclusiones de Fernández del Castillo, quien no se conformó con impugnar paso a paso los documentos presentados por los de Mixiuca. Señaló su falsedad abimdando en detalles, fechas, personajes, vocablos y hasta llegó a distorsionar la calidad formal de algunos de los testimonios. Acudió a los planos del Valle de México de Humboldt, a la Tira de la Peregrinación y al famoso "Mapa" atribuido a Alonso de Santa Cruz, de mediados del siglo XVI, para mostrar que el preten- dido pueblo de Mixiuca no existía en la época de la Conquista ni en los años posteriores a ésta, pues las aguas del Lago de 'léxcoco ocupaban el espacio en que se situaba el barrio, y que el que aparece en la Tira de la Peregrinación era otro Mixiuca.
No se tomó la molestia de indagar en el Archivo General de la Nación -don- de hizo investigaciones muy eruditas y reconocidas-; allí hubiera encontrado el barrio de Mixiuca en listas de tributario y en otros testimonios muy evidentes.
Pero es que su indagación -erudita, cierto- estaba guiada por un hecho de conciencia, como lo muestra el que, no conforme con la letradísima y aplastan- te crítica que hizo a los títulos de Mixiuca, consideró necesario dar su parecer
^ Estudio presentadn a lii Comisión Sadoniil Xgruriii por el Si: Don Félix Cuelas en defensa de sus inlereses que
se encuentran afectados por ¡a solicitud de restitución de ejidos de los vecinos del harria de ¡a Magdalena Mixdiucan.
Distrito Federal figurando como anexo una memoria histórica por el Sr Don Francisco Fernández del Castillo, que
cornpnieha la falsedad de los llamados títulos presentado por dichos vecinos con los cuales pretenden fundar la resti-
tución, diciembre de 1917, Hp. Graue (el texto de Cuevas y el de Fernández del Castillo, que éste intitula Informe.... tienen paginación independiente. Este ejemplar se encuentra en la Biblioteca Manuel Oro/co y Berra del Departamento de Investigaciones Históricas del i\All.)
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sobre el comportamiento de los indígenas en ese y otros casos semejantes, para
ilustrar lo ocurrido allí:
Por lo <|ue a este asunto se refiere, creo (]ue estos terrenos pertenecían a la (Ciudad
como ejidos, pero por su situación y lejanía están desviados de los centros principa-
les y por lo mismo no estaban atendidos debidamente por los Ayuntamientos, y es
probable que los cpie los cuidaban, tanto para impedir (pie fueran ocupados como
para evitar cpie se ensolvaran los "apantles", al ver que nadie hacía caso de ellos,
empezaron a disfrutarlos; como nadie los reclamaba y sin duda con la ayuda de al-
giln naguatato hicieron la mistificación y para ello recurrieron a un sistema muy co-
mún y t|ue siempre les ha dado muy buenos resultados: simulaban un arrendamien-
to y por algún motivo demandaban al arrendatario, éste confesaba cpie realmente
era incjuilino y cpie le constaba (|ue las tierras pertenecían al (¡ue llamaban como
pueblo; venía la información de testigos de los mismos usurpadores y como en los
juzgados ni les importaba si lo (pie decían con respecto a la propiedad era o no cierto
(...) se fallaba ordenando el hnzum'icmo. fio///í'//c/oo/posrsió// ii los fokoídueños,, como
si realmente lo fueran y quedaba el antecedente de la propiedad, y siguiendo ese procedi-
miento repetidas \ eces, quedaban ya tantas constancias como documentos justificativos,
alegando que se habían perdido los títulos originales'.'
Y todavía fue más lejos, pues lueíi;o de haber iinpufínado así la formalidad y
el contenido de todos los títulos presentados por los de Mixiiica (recordemos
que el primer documento presentado era la copia de un mandamiento de am-
paro contra un arrendatario en 1708), juzgó necesario alertar a las autoridades
agrarias contra las mañas y procedimientos de los indígenas, recalcando en el
parágrafo final de su texto cómo éstos habían dado en falsificar títulos, llevarlos
al Archivo General de la Nación para que los custodiaran allí y dándolos en do-
nación, pidiendo una copia autorizada por el Archi\ o, con lo cual lograban dar
forma de auténticos a documentos falsos. Lo mismo hacían cuando protocoliza-
ban éstos en las notarías y pedían testimonio público notarial.^
'' Fernández del Castillo; ofi. ril.. p. .VS-.16.
"CtV./r/f/;/.. p. 40.
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El caso es que la Comisión Nacional Agraria, apoyándose en tan erudita in- formación y en sus implicaciones, advirtió que la Magdalena Mixiuca era parte de la ciudad de México y que como tal no podía intentar reivindicación alguna de derechos si no era a través del Ayuntamiento de la ciudad (lo que era echar al pueblo en manos de su secular enemigo). Pero en esa resolución, publicada en el Diario Ofuial úc\ 11 de junio de 1918, se agregaba un razonamiento más: que si alguna vez Mixiuca tuvo entidad propia de pueblo o comunidad agraria, ésta había desaparecido al mezclarse los indígenas con la sociedad mestiza de la ciudad y al incorporarse el pueblo al cuerpo de ésta.
En los años posteriores, el gobierno presidido por Alvaro Obregón alentó las demandas de los de Mixiuca; se habló de lo industriosos y activos que eran los habitantes del pueblo, donde todavía se hablaba el mexicano; se dijo que se les iba a dotar de nuevos instrumentos agrícolas y que allí nacería un nuevo Xochimilco.
No fue así. A finales de los años veinte se entubó el Canal de la Viga, princi- pal venero para el mantenimiento de las chinampas del pueblo, que también se beneficiaba con las aguas del Río de la Piedad. Pero los vecinos se empeñaron en mantenerlas y, hasta los años cincuenta, pudieron hacerlo valiéndose de bombas en pozos artesianos.
Luego vendría el final de las chinampas. Sus tierras se repartieron en lotes para fincar habitaciones, constituyéndose un "ejido urbano"; pero el recuerdo de las chinampas, de las familias propietarias y la obstinación en el reclamo de los potreros se mantiene.
Actualmente los vecinos originarios guardan recuerdo de los límites del pue- blo, de una vida cotidiana de chinamperos que desapareció ya bien entrado el siglo XX. En esos recuerdos, el dato más acusado es la lucha para mantenerse en las tierras de sus antepasados. Esto se recuerda con más insistencia los días de la Magdalena (1 ° de julio), durante la celebración de la fiesta del pueblo y du- rante la peregrinación que hacen en diciembre a la Villa de Guadalupe (cada pueblo o barrio tiene su fecha para acudir a la Villa), llevando su imagen y los "papeles del pleito" para mostrarlos a la Virgen de Guadalupe.
Entonces recuerdan pormenores de la lucha por mantener las tierras que han ido ocupando fraccionamientos, conjuntos habitacionales y la "Ciudad
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Deportiva". Salen a relucir los hechos, incontrovertibles, por estar documen-
tados en sus Títulos Principales.
Al historiador, más o menos escéptico y quisquilloso ante esas evidencias
documentales, no le queda más que aceptar un hecho evidente: cuando ios
pueblos ágrafos han tenido que enfrentarse a la sociedad letrada, acaban por
dar a la letra más valor que sus atacantes y contradictores, pues se han visto
obligados a tomar de éstos los elementos para sobrevivir, haciéndolos parte muy
principal y clara de su historia. .Sólo así se conserva lo (|ue la sociedad letrada y
urbanizante (también se dice civilizadora) se ha empeñado en destruir.
EPÍLOGO 'l'ARDÍO
Este trabajo se presentó en el Segundo Simposio de Historia de las Mentalida-
des: La Memoria y elOlv'ido, organizado por el Instituto Nacional de Antropolo-
gía e Historia en octubre de 19H3, y apareció en la memoria respectiva en 198.S.
Para la presente publicación se han hecho mínimos cambios, como invertir el
orden del título y algunas correcciones. Creemos que para el propósito de este
nimiero de Istor viene bien un texto que nos hace ver la historia como opor-
tuna reinvención, y a la historiografía, como argumento letrado del coloquio y
del monólogo político.
Debemos señalar, sin embargo, c|ue la situación historiográfica (|iie describió
José Miranda a principios de los años sesenta del pasado siglo XX ha cambiado
para bien. Basta recordar los nombres de Dorothy Tanck de Estrada, Teresa
Rojas Rabiela, Margarita Menegus, Romana Ealcón, Antonio Escobar Ohms-
tede, Bernardo García Martínez y Jean Meyer -por mencionar algunos- para
que vengan a la mente títulos de libros y artículos importantes y, lo cjuc es más
alentador, el trabajo de generaciones jóvenes que, con su guía, enriquecen el
conocimiento de la historia de los pueblos indígenas de nuestro país, fj
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