la gran georgina, mi dislexia y loconcio

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Capítulo cuatro Al siguiente día, en la escuela, Leoncio me contó que había estado investigando en el Internet sobre la dislexia, y que no exis- tían · médicos que pudieran operarme el cerebro para curarme. De cualquier forma, me explicó que yo no tenía nada grave en la cabeza. Dijo que su papá y él habían hablado con un médico mexicano por la computadora, y que les había asegurado que solamente con las terapias y con esfuerzo de mi parte, yo mejoraría tanto, pero tanto, que podría ganar el campeonato mundial de lectura y escritura. r

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Final de la obra.

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Page 1: La gran Georgina, mi dislexia y Loconcio

Capítulo cuatro

Al siguiente día, en la escuela, Leoncio me contó que había estado investigando en el Internet sobre la dislexia, y que no exis­tían · médicos que pudieran operarme el cerebro para curarme. De cualquier forma, me explicó que yo no tenía nada grave en la cabeza. Dijo que su papá y él habían hablado con un médico mexicano por la computadora, y que les había asegurado que solamente con las terapias y con esfuerzo de mi parte, yo mejoraría tanto, pero tanto, que podría ganar el campeonato mundial de lectura y escritura.

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A pesar de que eso debió haberme ani­mado, yo seguía algo triste y pensativa por la conversación que había tenido la tarde anterior con Georgina. Por eso, le conté a Leoncio sobre mi terapista y su club.

A él le pareció extraño que ella hubiera 62 podido reunir a toda esa gente que hac~a

cosas tan "extraordinarias". -María Joaquina, yo creo que algo apesta

en ese club. -¿Tú crees, Leo? -Pero claro. ¿Por qué no te dejaron entrar

ni siquiera para ver? ¿Por qué? ¿Y si se reúnen para convocar a los espíritus del más allá y son ellos quienes les ayudan a hacer todas esas cosas maravillosas? ¿Y si en ese salón misterioso hay una puerta intergaláctica de comunicación con extraterrestres?

Finalmente, los dos decidimos que Leo iría conmigo al Centro de terapias y haría otra de sus famosas investigaciones, con cámaras fotográficas y termómetros, para comprobar la presencia de personajes para normales.

Como mi amigo vivía cerca del Centro, su mamá le dio permiso de acompañarme.

En cuanto llegamos, nos encontr;:tmos con Georgina en la recepción.

- ¿Quiquiqui quién es el nininiño con el que que vivivienes, María Joaquina?

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-Es mi amigo y se llama Leoncio. -¡Corrección! Me llamo Loconcio y

debes tenerme mucho cuidado, porque a veces me vuelvo completamente loco.

-Oye, qué gracioso eres y me encanta ¿ómo hablas.

-Georgina, Leoncio habla así porque 63

es colombiano. -Entonces tienes que enseñarme a

"' hablar como colombiano uno de estos días, Loconcio.

Mientras yo me iba a la terapia con la doctora Juanita, Leo se quedó conversando con Georgina. Cuando volví a buscarlos, ella estaba muy entretenida escuchando el relato de una película de espíritus oscuros, que mi amigo le estaba contando.

-Oye, María Joaquina, tu amigo cuenta unas historias de miedo que son realmen­te miedosísimas. Mira, me dejó con la piel de gallina. Ahora es mi turno de contarles una historia un poquito aterradora que le quiero dedicar a María J oaquina. Se llama Corazón de sal.

Los tres fuimos a su oficina para estar más cómodos. Nos sentamos en el piso y Georgina empezó con el relato.

Se trataba de un pequeño pueblo ubi­cado en la punta de una montaña. Por mucho tiempo, la gente se había dedicado

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a extraer sal de una cueva que tenían cerca. La molían, la empacaban y bajaban a ven­derla en las poblaciones cercanas.

Pero un día, cuando fueron a la cueva a tomar la sal de las paredes y del suelo como hacían siempre, sucedió algo espantoso.

64 Apareció un enorme monstruo hecho com-, pletamente de sal, una sal blanca y pulida como hielo. Caminaba como robot y era tan pesado, que sus pasos hicieron que retumbara todo el pueblo.

Con una voz muy potente, el hombre de salles dijo a todos que desde ese día en adelante no podrían tomar ni un granito más de sal de esa cueva. Y, además, les quedaba totalmente prohibido ponerles sal a sus alimentos. Los desobedientes serían castigados sin piedad.

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Una abuelita se atrevió a preguntarle por qué les hacía todo eso. Él le respondió que hasta que el pueblo no tuviera un rey de sangre noble y alma valiente, no habría sal para nadie. · Algunos no creyeron en las amenazas

y, a la hora del almuerzo, le colocaron sal 65

a sus huevos fritos, carnes y pollos, como de costumbre. Apenas los alimentos con­dimentados tocaron sus bocas, apareció sobre ellos el espíritu del hombre de sal, en forma de una pequeña nube de granos blancos que se merieron por sus fosas nasales y recorrieron sus venas hasta llegar a sus corazones y convertirlos en bloques de sal.

Las personas con el corazón de sal andaban por las calles como zombis, y no tenían expresión en el rostro. No lloraban ni reían ni tenían ganas de hacer nada. Solo caminaban y caminaban dando vuel­tas con la lengua blanca y reseca.

Por supuesto que, en adelante, nadie se atrevió a usar ni siquiera un granito de sal. Desde entonces, la vida se hizo bastan­te desabrida.

Muchos jóvenes del pueblo trataron de buscarle solución al problema. A uno se le ocurrió llevar baldes de agua caliente a la cueva. Pensó que si aquel monstruo

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despiadado era de sal, podrían derretirlo fácilmente tirándole líquido hirviendo. Sin embargo, el plan no funcionó.

El hombre sí se derritió con el agua, pero cuando estaba desparramado en el suelo, salió mucho polvo blanco de las

66" paredes de la cueva y la figura del mons­truo se formó de nuevo. Y todavía peor:' en castigo, prohibió que los niños y niñas se rieran en voz alta. Si no, tendrían un pueblo lleno de pequeños con corazones de sal.

Por mucho tiempo, la gente aceptó las imposiciones del hombre de la cueva. Hasta que los mayores se reunieron y deci­dieron que la única solución era encontrar rápidamente un rey para el pueblo; un rey de sangre noble y alma valiente, tal y como había pedido el monstruo.

Un grupo de muchachas y muchachos salieron a recorrer el mundo para buscar a un príncipe que quisiera ser el rey de su pueblo. Por desgracia, el encargo resultó muy difícil. Los príncipes y princesas de sangre noble querían ser reyes de gran-

. des reinos, gobernar en palacios lujosos y tener súbditos que pudieran pagarles con muchos impuestos. Nadie quería· un pueblo donde la única riqueza de la gente fueran las bolsas de sal.

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Por última vez salieron los jóvenes por el mundo en busca de un rey. Lamentablemeñte, no hallaron a nadie de sangre noble y alma valiente. Sin embargo, uno de los jóvenes que estaba en la búsqueda, se enamoró de una linda muchacha campesina llamada María Joaquina, que se dedicaba a sembrar ' 67

papas, cosechadas y venderlas en un mer-cado. Hacía su trabajo tan bien (sus papás se derretían en la boca de lo sabrosas que eran), que vendía mucho y ella misma se llamaba "la reina de la papa".

Esta muchacha y el joven del pueblo se miraron a los ojos y descubrieron, en el fondo de sus miradas, que eran el uno para el otro. Se querían tanto, pero tanto, que él le decía: "Tú eres mi reina", y ella le respondía: "Y tú eres mi rey". Volvieron al pueblo y se casaron.

Un día, la joven madre se cansó de tener que preparar sus deliciosas papas recién cosechadas sin ponerles nada de sal. Las papas fritas sin sal no son lo mismo. El puré de papas sin sal no sabe a puré de papas. Las papas hervidas con queso sin sal son realmente muy aburridas. Por eso, la gente de ese pueblo casi no compraba las papas que ella sembraba.

La joven estaba harta y quería ser, nuevamente, la reina de la papa. Además,

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pensaba que había que hacer algo por toda esa gente que deambulaba por las calles con el corazón convertido en sal. Y ya era hora de que los niños pudieran reír a carcajadas, con todo el volumen que quisieran.

Una mañana, le dijo a su esposo que iría a presentarse ante el monstruo de la cueva. El joven le explicó que el hombre de sal exigía un rey o una reina que tuviera sangre noble. Eso quería decir que sus padres y sus abuelos deberían haber sido reyes también. Reyes de verdad. Eso era lo que significaba ser de sangre noble.

Para no preocupado, Joaquina decidió ir sola a la cueva, al atardecer, cuando nadie pudiera verla. De todas maneras, alguien la vio entrar y le avisó a su esposo y a la gente del pueblo. Todos acudieron a la cueva.

María Joaquina había entrado y llamado con voz decidida al monstruo.

-Señor hombre de sal, aquí está la reina de este pueblo.

El monstruo salió, con sus pasos poten­tes que hicieron temblar todo el pueblo. Joaquina se sostuvo de una roca, pero no tuvo miedo. Apenas la miró con sus ojos blancos, el hombre de sal dudó que aquella muchacha de ropas humildes,

sombrerito desgastado y trenzas llenas de tierra, pudiera ser una reina.

d . 7 -¿Estás segura e que eres una rema. -preguntó-. Si me mientes, juro que ten-drás para siempre la lengua, los ojos y las manos convertidas en sal.

-Estoy segura; yo soy una reina -dijo Joaquina con la cabeza en alto.

El hombre miró dentro de los ojos de la muchacha buscando aunque sea una pequeña duda, pero no la encontró. Se agachó para colocar su gran cabeza junto a la de ella y, ni siquiera por eso, la mucha­cha campesina se movió de su sitio~

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-¿Me juras que tienes sangre noble y que tus padres fueron reyes también?

-Te lo juro. Cada mañana, mi abuelo le decía a la abuelita que ella era su reina. Ella le respondía que él era su rey. Después de varios años, cada mañana, mi padre le decía a mamá que ella era su reina. Mamá le respondía también: "Tú eres mi rey". '

Toda la gente del pueblo y el esposo de la joven, que escuchaban desde la entrada de la cueva, creyeron que J oaquina no tendría escapatoria, y que el monstruo cumpliría sus amenazas. El esposo estuvo a punto de entrar y ofrecer que fuera él quien recibiera el castigo.

Pero el monstruo, que podía ver dentro del corazón de la gente, se dio cuenta de que Joaquina de verdad creía y sentía que era una reina, más noble y valiente que cualquiera. Y estuvo seguro de que nadie en el mundo la convencería de que no pertenecía a la realeza. Eso la convertía en una reina de verdad. Fue cuando no tuvo más remedio que derretirse y desaparecer para siempre.

El pueblo volvió a ser el de antes. Para festejar, dieron un banquete de papas fritas bien saladitas, puré de papa, sopa de papa y papas hervidas con un delicio­so queso salado. Desde entonces, María

Joaquina no solo fue la reina de la papa y de su familia, sino del pueblo.

Así terminó el cuento de Georgina. Me apuré en salir de la oficina porque era hora de que Vanesa viniera por mí. Me imaginé que Leo se iría con nosotras. Me equivo­qué, porque mi amigo me dijo que se que­daba, ya que Georgina lo había invitado a ser parte del club. En el oído, Leoncio me dijo que aprovecharía para realizar su investigación.

Me fui con mi hermana en el bus. Ella iba escuchando su música y yo iba mor­diéndome los puños de lo molesta que estaba. Me parecía el colmo que Georgina invitara al club a Leoncio, a quien apenas conocía, y no a mí, que era su amiga. Era el colmo ... era una injusticia ... era ... era el . colmo. Sí, era un colmo del tamaño del Himalaya.

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Capítulo cinco

Al siguiente día, llegué a la escuela con curiosidad de saber cómo le había ido a Leoncio en su investigación -sobre el club de Georgina.

-Para decirte la verdad, María}oaquina, no detecté la existencia de ningún ser paranormal. Lo único que sucedió fue que me divertí muchísimo. ¡Nunca me había divertido tanto! Una de las chicas nos enseñó a fabricar carros con tablas de madera, llantas de triciclos viejos y fierros oxidados. Después, fuimos a una calle empinada, nos colocamos unos cascos y

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nos lanzamos en nuestros carritos. Sentí un vacío en el estómago por tanta velo­cidad. Fue mejor que una montaña rusa. ¡Súper uau!

-Leo, pero ¿aprovechaste para pedirle a Georgina que me dejara ser parte del club?

-Sí, se lo pedí, pero me explicó que sol9 los seres "extraordinarios" como yo podía­mos ser parte de su grupo. ¡Qué pena por . h. 1 u, e ma.

Al decir "extraordinarios", Leoncio alzó un poco la cabeza y me miró de arriba abajo, como si se sintiera muy importante. Fue la primera vez, desde que lo conozco, que Leoncio me cayó mal; verdaderamente, me pareció un chico muy chancho. Me cayó tan mal, que se me subió el malhumor al cerebro y me puse a pensar en cómo podía vengarme de él.

Justo ese día, la profe le hizo a Leoncio una pregunta de Historia y él no supo la respuesta. Entonces, se me hizo un die en la parte malvada de mi cabeza y le dije en secreto a Benjamín, el más molestoso de la clase: "En lugar de 'Loconcio', a Leoncio deberíamos decirle 'T ontoncio'".

A Benjamín le encantó la idea y s~ las contó a los demás. Se pasaron todo el día llamando a Leo por el nuevo apodo. "Tontoncio, ¿quieres jugar fútbol?".

"Tontoncio, ¿quieres que te enseñe las . 1 7" cmco voca es ..

De todas formas, mi venganza no fun­cionó porque a Leoncio le causó risa el nuevo apodo y él mismo decidió llamarse "Tontoncio", y empezó a actuar como un verdadero tonto de remate y a burlarse de sí mismo. Creo que nunca se había reído tanto en la vida.

Al ver que mi venganza no había tenido efecto (ya he dicho que es muy difícil ser una buena vengadora), me sentí más molesta todavía. Después, le conté a mi amiga Mari­cela todo lo que había pasado.

-María Joaquina, Leoncio siempre dice que tú eres su mejor amiga y te quie­re mucho. No creo que te haya querido molestar. Me parece que solamente le faltó · explicarle bien a Georgina que tú eres, de verdad, una niña extraordinaria. Eres muy divertida y eres la mejor amiga que conoz­co. Si yo conociera a la famosa Georgina, se lo explicaría mejor.

A mí se me ocurrió que Maricela me acompañara al Centro de terapias para que lograra que me dejaran ingresar al club. A ella le pareció una buena idea.

Justo cuando estábamos a dos cuadras para llegar, nos encontramos con un perri­to que aullaba con tristeza detrás de un

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árbol. Nos pareció que tenía una pata rota. Maricda corrió a cargarlo. El perrito la miró con ojitos húmedos; Maricela lo aca­rició y el animalito pareció aliviarse. Tuvi­mos que llevarlo con nosotras al Centro.

Casi cuando íbamos a llegar, nos encon­tramos con otro perro callejero que estaba tan flaco, pero tan flaco, que parecía sola­mente un esqueleto de perro. Parecido al esqueleto que hay en el laboratorio de la 'escuela. Maricela casi lloró de la pena y, claro, lo tomó en el otro brazo que le que­daba libre. El animalito la miraba con cara de enamorado.

Apenas entramos, nos encontramos con Georgina en la recepción. Mientras yo iba a la terapia con la doctora Juanita, las dos se quedaron atendiendo a los perros.

Cuando salí, Maricela y Georgina se veían muy contentas. Trataban -de ense­ñarles a los perritos a sentarse y a parar­se, cuando ellas tronaran los dedos. Los perritos movían sus colas y no dejaban de mirarlas.

Dejamos a los animales en d patio y las tres fuimos a la oficina de Georgina para mi terapia con ella. La pasamos muy bien, porque mi terapista había llevado un canarito amarillo que metía el pico en una caja y sacaba papelitos doblados. En cada papel estaba escrito el nombre de un animal.

Cuando era el turno de cada una, debía leer mentalmente el papel que le pasaba el pajarito y actuar, sin hablar, para que las

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otras adivinaran de qué animal se trataba. Además, luego debíamos correr a la piza­rra y escribir el nombre que le pondríamos a ese animal, si fuera nuestra mascota.

En uno de los papeles, a mí me tocó la palabra "mariposa". Yo escribí que si tuviera de mascota a una mariposa, me gus­taría que se llamara María Calorina, Alitas Lindas o Milagrito. A mis dos amigas les gustaron esos nombres.

El tiempo de la terapia se nos pasó volando y llegó Vanesa a recogerme. Natu­ralmente, yo pensé que Maricela se iría con nosotras; pero no. Me dijo que Georgina la había invitado a ser parte del club, porque le había parecido la niña que más amaba a los perros en todo el mundo.

Enseguida, sentí que el malhumor se me subía a la cabeza de nuevo. Georgina acababa de conocer a Maricela y la invita­ba al club. Era el colmo ... era una injusti­cia. Era realmente el colmo. El colmo de los colmos. Ese sí era un colmo del tama­ño del océano Atlántico. Entonces tomé la decisión de hacerle la ley del hielo a la pesada de mi terapista.

Maricela se sentía avergonzada y me dijo que, si yo quería, rechazaría la invi­tación y se iría conmigo. Ella no quería molestarme.

-No, Maricela. Se trata de un club súper uau. Y tú eres la niña más extraordinaria que conozco. De verdad. Tengo que reco­nocer que te mereces estar allí.

De todas maneras, mi amiga me pro­metió que aprovecharía para hablar con Georgina sobre mí.

Me fui con mi hermana a casa. Como me sentía triste y molesta, miré con muy mala cara a Vanesa; con la misma cara de brava que ella me mira siempre. Creo que eso la sorprendió.

-¿Te pasa algo, enana? -¡Más enano será tu cerebro! Déjame

en paz -le respondí. Creo que me estaba convirtiendo en

una doble de Vanesa. ¡Qué terrible! En ese momento me di cuenta de que si Vanesa se comportaba de forma tan grosera conmi­go, era porque vivía molesta por algo. (Mi tía Tina me dice que disculpe a mi herma-

d " na por ser tan pesa a, porque son cosas de adolescentes". ¿Cuáles serán las cosas de adolescentes que molestan tanto a Vane? Tendré que esperar a que yo sea adolescen­te para saberlo o tendré que preguntárselo a mi tía Tina cuando la vea.)

Al siguiente día, Maricela me contó que, según Georgina, yo aún no podía ser parte de su club. Tal vez me aceptaría en el futuro.

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Mi amiga me dijo que, de cualquier mane­ra, todas las tardes que fuera, le insistiría para que me aceptara.

Yo estaba tan disgustada, que le dije que ya no importaba; que igual ya no me interesaba formar parte del famoso club y que yo sola podía encontrar cosas mucho más divertidas que hacer sin gente tan chancha.

Maricela se había divertido mucho con Georgina y los demás. Habían salido al parque y recogido a tres perros callejeros (contando los que ya habíamos llevado antes, llegaron a cinco). Maricela les enseñó a todos los chicos a bañar a los animales con cariño para que no se molestaran. Luego, les corta­ron los pelos de formas tan súper uau, que parecían perros finos con "pedigrí".

Después, la doctora Juanita llevó a todos los chicos a los restaurantes más lujosos de la zona. Allí les regalaron los huesos que habían dejado los clientes, y con ellos les dieron un gran banquete a los cinco perros. Por último, llevaron a los animales a donde una señora amiga de la doctora, que adora a los perros y tiene un lugar para cuidarlos, y a donde la gente puede ir para adoptarlos.

A mí me pareció que nunca había vísto a Maricela tan feliz. Estaba tan conten­ta que no pudo guardar el secreto de la

existencia del club y se lo contó a todos en el grado. Leoncio se animó también a contar las cosas divertidas que hacían en el Centro por las tardes.

Muchos de nuestros compañeros se inte­resaron en ser parte de aquel club tan recontra súper uau. En las siguientes tar- 81

des, fueron a hablar con Georgina. Maricela me contó que Susana, la mejor

estudiante de nuestro grado, no había sido aceptada. Eso me sorprendió. Tampoco recibieron a Benjamín, que yo pensaba que era el niño más extraordinariamente moles­toso de todo el planeta. Al que sí aceptaron fue a Sebastián, el niño que tenía--el pro­blema con los mocos que siempre se aso­maban por su nariz. Lo aceptaron porque era el mejor lanzador de bolitas de papel con la boca.

-Es increíble -me contó Maricela-. Se mete un pedazo de papel en la boca. Con la lengua lo convierte en bola; después res­pira hondo y la lanza con los labios como si fuera una bala.

A mí, la verdad, eso no me pareció nada extraordinario. De cualquier forma, cuan­do todos se enteraron de que Sebastián había sido admitido, lo miraban de mane­ra diferente, con una especie de respeto. Y Sebas se veía más alto y erguido.

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En cuanto a mí, me sentía molesta con todos y con todo. Asistía a las terapias con Georgina, pero participaba en sus juegos de mala gana y no le dirigía la palabra. Una mañana, el perro de mi vecina, J ásper, se acercó a ladrarme nuevamente. Yo estaba

82 tan brava que corrí a agarrarlo; y si él no se hubiese escapado, creo que habría sido yo la que lo hubiera mordido.

También a Leoncio decidí aplicarle la famosa ley del hielo; así que no le dirigía ni el saludo, y evitaba mirarlo. Cuando me decía algo, lo dejaba con la boca abier­ta y me daba media vuelta. Me sucedió lo que ya dije: me había convertido en mi hermana Vanesa.

Un jueves en la tarde, yo ya estaba en casa cuando tocaron la puerta. Por la ven­tana pude ver que se trataba de Leoncio, que traía un paquetito en la mano. Dudé por un momento en recibirlo. ¿Qué que­rría? Por fin, abrí la puerta.

-¿Qué se te perdió por acá, niño "extraor­dinario"? -le pregunté.

-Vine a traerte un regalo, María Joaqui­na. No estés molesta conmigo. Te extraño muchísimo. La escuela no es lo mismo al no tenerte como amiga. Toma. Hoy, en el club, Carola preparó una torta de

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chocolate. Dijo que era la torta más deli­ciosa de todo el universo. Nos dijo que ni en París vendían una torta tan sabrosa. Todos la ayudamos a cocinarla. Al final, repartieron un pedazo para cada uno. Yo no probé el mío porque quería traértelo. Pruébalo, pruébalo. .

El famoso postre estaba empacado en una bolsa de plástico, que abrí con cuida­do para que no se cayera. Como todavía estaba resentida con Leo, pensé en recha­zar el regalo. Pero esa torta de chocolate, aunque un poco aplastada, se veía real­mente deliciosa, negrita y jugosa. Se me llenó de saliva toda la boca y, de inmedia­to, le di un gran mordisco.

Enseguida, tuve que dejar de masticar. ¡Aquella cosa estaba horrible! Parecía un pastel de tierra amarga. ¡Puaj! Recontra puaj . Me tragué, sin masticar, el pedazo que tenía en la boca. ¡Súper puaj!

-¿Qué pasa, china? ¿Te gustó? -¿Que si me gustó? Pruébala tú. Leoncio probó un pedacito y enseguida

fue al baño a escupir. Regresó a la sala, muerto de risa.

-Oye, ¿no me dijiste que era el pastel más delicioso del mundo? -dije, molesta.

-Bueno, Carola dice que ella es la mejor pastelera del planeta. A veces hace cosas

muy ricas y a veces, no tanto. De todas maneras, nos divertimos mucho haciendo la torta y quedamos embarrados de choco­late hasta por detrás de las orejas. Mira.

-Leo, ¿es verdad que una de los chicas silba como pájaro y, cuando la escuchan, todas las aves se le acercan?

-Es verdad. Aunque a veces no puede silbar. No le sale ni un pequeño pito. Otras veces silba, pero no parece un pája­ro sino una alarma descompuesta y no se le acercan ni los ratones. A veces sí es verdad que silba como un ave, y es mara­villoso ver a los pájaros que se acercan y se paran en su hombro y en su c; beza y se quedan tranquilitos .

-¿Y el niño que camina en una cuerda floja?

-Su tío es el dueño del circo. Es ver­dad que puede cruzar la cuerda floja . .El problema es que le dan miedo las alturas. Por eso, su tío le pone la cuerda a solo un metro del piso. Claro que cada vez se atreve a caminar con la cuerda un poco más arriba y más arriba. Algún día será un gran acróbata. Él lo sabe y dice que está buscando desde ya un nombre artístico. Me cae muy bien.

-Leo, nunca me contaste cuáles son las cosas extraordinarias que tú haces.

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-Yo le dije a Georgina que soy el chico más loco del planeta y que tengo el nom­bre más original.

- ¿Eso nada más? Pero tú no eres un loco de verdad. Solo juegas a que lo eres. Y "L . , oconcto no es tu nombre, sino un

86 apodo que yo te puse debido a mi dislexia .. -Yo sé, yo sé. Pero soy el niño más

divertido. Además, soy el único niño del planeta al que no le gusta el fútbol. Eso es especial.

-¿Y por qué Georgina no me quiere aceptar en el club? ¿Es porque soy una niña muy boba y aburrida? ¿No es verdad?

-Creo que todavía no entiendes. Algunos de los chicos del club pueden hacer, de ver­dad, cosas extraordinarias. Otros, no. La mayoría solo hacemos cosas divertidas. Pero todos nos creemos personas extraor­dinarias y sentimos que lo que hacemos es especial. ¿Entiendes?

-Mmmm ... no sé. -¿Te acuerdas del cuento de Georgina

sobre el monstruo de sal y la reina de las papas? Piensa: ¿era la campesina una reina verdadera?

-No, pero ella creía que lo era y nadie la podía convencer de lo contrario.

Creo que estoy entendiendo, Leoncio. Por eso la María Joaquina del cuento se

convirtió realmente en una reina. ¿Por eso Georgina me dedicó esa historia? ¿Para que entendiera por qué no me dejaba entrar al club?

-¡Exactamente! Todos sabemos que tú eres una persona maravillosa. La única que no lo sabes eres tú. Y al club solo pue­den entrar los chicos y chicas que sienten que son extraordinarios.

-¿De verdad soy maravillosa y extraor­dinaria?

-Si no lo fueras, no serías mi mejor amiga. ¿Quién es la única niña de la escuela que no se asusta cuando vemos películas de terror? ¡Eres tú! ¿Quién ayuda a todos en el grado cuando lo nece­sitan? ¡Tú! ¿Quién me colocó el apodo de "Loconcio", que es el mejor apodo de este mundo? ¡Tú!

Me parece que, en ese momento, a mí se me pasó absolutamente todo ese malhu­mor que vivía dentro de mi cabeza como una rata negra. Creo que Leoncio convir­tió mi corazón en un panal de abejas felices.

-Oye, Leo. Hay unas cosas extraordina­rias que yo hago y que no te he mostrado.

Entonces, le enseñé las figuritas de origa­mi que tenía guardadas en un cajón.

-Mira, adivina qué animal es este.

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Leoncio observó mi figurita de papeL -Está clarísimo que es un saltamontes. -No. Es un elefante. ¿O sea que no soy

tan extraordinaria? -Claro que sí lo eres. Has creado un

animal androide, con el cuerpo de salta-88 montes y la cabeza de elefante. ¡Súper uau!

-¡Es cierto! Es un animal rarísimo. Luego revisamos mis otras figuritas

" d 'd , d an rot es , con cuerpos e ratón y cabe-zas de dinosaurio o con cuerpos de rana y cabezas de osito panda.

A mi casa llegó también Maricela. Esta­ba feliz. Sus papás, por fin, le habían permitido adoptar a un perrito callejero. Venía para que yo le ayudara a buscarle un nombre especiaL

-No hay nadie mejor que tú en el mundo para colocar nombres, amiga.

-Oye, es verdad. Yo soy la mejor del universo escogiendo nombres y apodos. ¡No hay nadie como yo!

Al siguiente día, apenas llegué al Centro, le enseñé a Georgina mis figuritas de ori­gami. ¡Le fascinaron! Además, me puse

· goma en las manos y le mostré que yo era la mejor del mundo sacando la cap~ de pegamento casi entera.

-Oye, María Joaquina, creo que en tu vida anterior fuiste una culebra, porque

parece que estuvieras cambiando de pieL ¡Es extraordinario!

Además, le llevé por escrito todos los nombres que yo había inventado para las mascotas de mis amigos.

- Eres la mejor inventora de nombres del planeta. Menos mal que eres mi amiga, porque mi gata acaba de tener seis gatitos y no se me ocurrían nombres especiales para ponerles.

-¿Entonces me dejas ser parte de tu club? -Claro que sí. Es más: eres tan, tan,

tan extraordinaria, que te voy a nombrar vicepresidenta.

Esa tarde, luego de las terapias, los chi­cos organizaron una gran fiesta de bien­venida para mí en el club. Federico tocó su guitarra y Nena, una niña tartamuda, cantó sin tartamudear ni siquiera . un poco. Georgina había preparado un baile especial, que bailó con los demás frente a mí. Maricela llevó a su perrito nuevo, que lleva el nombre que yo le puse: Tostadito. Carola cocinó un pastel que esta vez sí fue el pastel más sabroso de toda la historia de todos los pasteles.

Me divierto muchísimo en el club. He aprendido cosas como pasar de un árbol a otro colgada de las ramas como un moni­to, bajar escaleras en una patineta, hacer

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perfumes con olor a mandarina, pintar cuadros con los dedos de los pies, bailar al ritmo del heavy metal, hablar con los perritos en su idioma ...

Ahora, cuando en la escuela Benjamín rne dice que soy una boba, no me pongo triste sino que me da mucha risa. Estoy 91

segura de que él no podría hacer ningu-na de las cosas especiales que yo hago. Inclusive me río yo misma de las barbari­dades que digo, a veces, cuando leo, o de las locuras que escribo cuando me equivo-co con las letras.

Gracias a la doctora J uanita y a mi terapista, mejoré muchísimo mi· lectura y mi escritura. De todas maneras, hasta hoy tengo que buscar el "punto maldito" para recordar cuál es mi lado izquierdo. Y siempre me tengo que concentrar un poco para saber si la barriga de la letra "b" está a la derecha o a la izquierda, y si la cabeza de la "s" debe mirar para adelante o para atrás. Sin embargo, aprendí a poner por escrito las historias. Y me encanta leer los libros que me compra la tía Tina. He puesto por escrito muchos de los cuentos de Georgina y también he escrito los míos propios. Me gustan las historias que sean muy graciosas, pero también escribo rela­tos sobre perros para Maricela, y de terror

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para Leo. Algunas noches, voy al cuarto de mis papás y les leo mis cuentos. Ellos se divierten mucho y mi papi siempre dice que soy una chica muy "creativa", y que seguramente seré una gran escritora.

Una vez le mostré mis historias escritas a la profe Chavita y le gustaron tanto, que las pegó en la cartelera más grande del patio del colegio. En el recreo, inclu­so los chicos más grandes se acercaban a leerlas.

Pero hace unos meses, sucedió algo muy triste en el club. Georgina tuvo que mar­charse. Su mamá, la doctora Juanita, le pidió que viajara a España a obtener un posgrado, para poder ayudar mejor a los niños con problemas de aprendizaje. "Siempre hay que estar al día con los nue­vos avances de la ciencia", le dijo a su hija.

A mí me pareció que, si Georgina se iba, sería como si me abriesen el pecho con un cuchillo de carnicero para arrancarme el corazón y ponerme, en su lugar, una roca de sal, como en el cuento. Planeé muchas cosas. Inclusive, decirles a mis papás que tenía que irme a España con Georgina, porque allá había un doctor que podía insertarme un nanorrobot por hi oreja para borrarme la dislexia en un segundo. Además, mi mamá tenía una hermana que

se había casado con un señor español que medía tres metros, y yo podría vivir con ello .

Georgina también estaba triste por tener que irse, pero me dijo que era importante que yo me quedara en el Centro. Duran­te el tiempo en que ella estuviera fuera yo debía encargarme de la presidencia del club. Para empezar, mi trabajo sería lograr que todos los chicos nuevos que entra­ran al Centro comprendieran que podían superar sus problemas de aprendizaje y, además, tenían que reconocer las caracte­rísticas que los hacían extraordinarios. Si las dos nos íbamos, ella no sabí'! qué podía pasar con su club.

Georgina me contó que había soñado que, sin nosotras, una chica muy pesada iba a convertirse en presidenta y solo les ense­ñaría a los demás que había que pintarse el cabello de rubio para transformarse en un ser extraordinario.

Ahora, Georgina está en España. Antes de irse, hizo una ceremonia muy seria y ele­gante (fue vestida con saco y corbata) para

" d d" nombrarme su presi enta encarga a . Todos la fuimos a despedir al aeropuerto, tratando de sonreír mucho para que ella no se pusiera triste. Pero fueron unas son­risas torcidas que tapaban las lágrimas que querían salirse de los ojos.

Page 21: La gran Georgina, mi dislexia y Loconcio

La pobre Georgina está muy ocupada en la universidad española. Dice que le gustan mucho las clases, pero hay algunas tan aburridas, que cuando tiene que res­ponderle a su profesor se vuelve tartamu­da nuevamente.

94 Nos hablamos por Internet una ve~ a la semana, y yo le cuento todo lo que hacemos en el club. A veces, Georgina me regaña porque le parece que debería haber más niños nuevos. Lo que pasa es que no es muy fácil que la gente reconozca que es extraordinaria.

Hoy llegó al Centro, por primera vez, una niña que se llama Luz Marina. Me recuerda mucho a mí misma. Tiene dislexia y se ve triste porque piensa que es una enfer­medad grave y que seguro tiene unos gusa­nos "dislexiquitos" en su cabeza, que se comerán poco a poco su cerebro. Además, la recoge un hermano mayor, con los pelos parados y pintados de azul, que siempre le d . "M , d" tce: uevete, tara a .

Mañana, Leoncio y yo haremos que Luz Marina se entere de la existencia de un club al que solo pueden ingresar las personas más extraordinarias del planeta.