la fortaleza

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1 © Alvaro Salazar Safe Creative: 1304194970583 La fortaleza Desde hacía ya cuatro meses le venían llamando con cierta regularidad para trabajar en la misma empresa de jardinería, lo cual solo podía significar que estaban contentos con él. Además, estaba a punto de cambiar de vivienda; W, su com- pañero de cuarto, había encontrado una buena oportunidad en uno de esos pueblos de la periferia bien comunicados y, aunque el alquiler que tendrían que abonar sería algo más alto que el que pagaban actualmente, convinieron en que no deberían desaprovechar la ocasión y que se mudarían cuando se librara la habitación que alquilarían, cuestión de días. Y, por si fuera poco, una chica del centro se interesaba por él, y aunque no podía decir que le gustara del todo, era oriunda del país y eso era lo que en realidad contaba.

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Sí. La vida, por fin, parecía sonreírle. Le venían llamando del trabajo con cierta regularidad, compartiría una nueva habitación mucho mejor que la actual y una chica del centro parecía interesarse por él. Y, sin embargo, en los descampados por donde él transita existen muchas esquinas, y la vida traicionera...

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Page 1: La fortaleza

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© Alvaro Salazar

Safe Creative: 1304194970583

La fortaleza

Desde hacía ya cuatro meses le venían llamando con cierta

regularidad para trabajar en la misma empresa de jardinería,

lo cual solo podía significar que estaban contentos con él.

Además, estaba a punto de cambiar de vivienda; W, su com-

pañero de cuarto, había encontrado una buena oportunidad

en uno de esos pueblos de la periferia bien comunicados y,

aunque el alquiler que tendrían que abonar sería algo más

alto que el que pagaban actualmente, convinieron en que no

deberían desaprovechar la ocasión y que se mudarían cuando

se librara la habitación que alquilarían, cuestión de días. Y,

por si fuera poco, una chica del centro se interesaba por él, y

aunque no podía decir que le gustara del todo, era oriunda del

país y eso era lo que en realidad contaba.

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Sí, la vida parecía venirle, por fin, de cara. Y lucía un día

luminoso con un enorme sol en el cielo azul de la primavera.

De manera que no llevaba mal la espera ante la puerta de la

urbanización. Y no como el capataz, que estaba a punto de

perder los nervios. ¿Qué se creerán, murmuraba furioso entre

dientes, que podemos esperar todo el santo día a que les de

la puta gana de abrir la maldita puerta? Pero, por fin, el portón

comenzó a abrirse –era una de esas puertas correderas forja-

das en hierro que, contrariamente a lo que pudiera parecer, se

deslizan con suavidad y en silencio, como si pesaran tanto

como una pluma–.

Y la furgoneta entró en la urbanización. Y, como no vie-

ron a nadie frente a la garita, tiró hacia adelante bajo la mirada

omnipresente de las cámaras de video vigilancia que se iban

alternando, a ambos lados de la carretera, sujetas a las faro-

las. Pronto tuvieron a la vista las primeras casas –serían cin-

co–, y las praderas entre esas cinco casas, y los jardines y las

piscinas de esas mismas casas ceñidas por los setos, y el

serpentear de los caminos que permitían acceder a cada una

de esas cinco casas. Y, al fondo, vieron la arboleda y, tras

ella, invisible desde donde se encontraban, estaría el lago y el

campo de golf. Y, por supuesto, con vistas al lago estarían los

chalets más exclusivos. Todo verdísimo a la vista.

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Al rato, apareció un vehículo blanco y se detuvo frente a

la furgoneta. El hombre que lo conducía descendió del vehícu-

lo y, tras identificarse como el encargado de mantenimiento de

la urbanización, intercambió unas palabras con el capataz.

Luego, regresó al volante de su vehículo para abrir la marcha

que habría de conducirles, poco después, ante un edificio de

una sola planta que se había mantenido oculto tras los árboles

de mediano tamaño que la circundaban. Era un barrancón de

servicio.

Se pusieron el uniforme verde de trabajo con el nombre

de la empresa de jardinería en letras blancas a la espalda y,

tras recibir las pertinentes indicaciones de boca del capataz

previamente acordadas por éste con el jefe de mantenimiento

de la urbanización, regresaron a la furgoneta dispuestos ya

para la labor. La furgoneta le dejó, a él y a su compañero de

brigada, junto a una pradera que se extendía en suave cuesta

hacia poniente presidida por un chalet cuya cubierta de teja a

dos aguas sobresalía por encima del seto de arizónicas que

recorría su perímetro. Su compañero segaría la pradera. Él se

ocuparía de podar los setos y los arbustos.

A pesar de que el sol llevaba tiempo apretando de firme,

ya solo le quedaban por podar los setos más altos. Si no ba-

jaba el ritmo, cuando pararan para comer ya habría terminado

el trabajo. No hay duda de que estarán contentos conmigo y

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que volverán a llamarme, se dijo. Y pensó que, si seguía así,

trabajando con ahínco, tal vez le dieran labores de mayor res-

ponsabilidad y mejor remuneradas y, así, podría tener un

cuarto propio y comprar ropa nueva; y, quién sabe, a lo mejor

entonces otras chicas se interesaran por él. Y, extrayendo la

empuñadura adicional de la pértiga que le permitiría alcanzar

las ramas más altas, se aproximó al seto dispuesto a terminar

de podarlo. Entonces, desde tan cerca, pudo apreciar la am-

plitud del cuidado césped al otro lado del seto, y la piscina

azul turquesa, y el largo porche que recorría toda la fachada

de la casa y que, gracias a la orientación sur, gozaría de

abundante sol durante gran parte del día. Y vio que la puerta

de acceso al jardín estaba abierta.

Pensó en cerrarla. Luego pensó que lo mejor era dejarla

tal y como estaba y dar aviso. Pero no hizo ni lo uno, ni lo

otro. Y entró al jardín.

Recorrió su perímetro sin apartarse del seto, sin ninguna

intención todavía, solamente se aproximaba a la fachada de la

casa. Y cualquiera que le viese entonces, lo habría tomado

por un merodeador. De pronto, por una de las puertas de la

casa, apareció una mujer joven, y sus miradas se cruzaron y

aún tuvo tiempo de fijarse en su camisa blanca y en su ajus-

tado pantalón vaquero y en su talle elegante y en su pelo ru-

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bio, en lo guapa que era. Un segundo después, el grito de la

mujer taladraba sus tímpanos.

Y el corazón le dio un vuelco y, espantado, se giró y

echó a correr hacia la puerta y salió al exterior perseguido por

las voces de la mujer. El pánico nublaba su mente y el co-

razón no dejaba de latirle como si fuera un martillo pilón. Sin

dejar de correr, se dirigió a una zona frondosa. Se detuvo a

tomar aire y se llevó ambas manos a la cara; le hubiera gus-

tado poder cambiar su rostro por otro diferente; de esta forma,

podría salir de entre los arbustos con su corta-ramas en la

mano y su uniforme de jardinero a interesarse por la razón de

tanto grito y, por supuesto, se prestaría a colaborar en la cap-

tura del ladrón. Pero el ladrón era él. Y la única idea que le

vino entonces a la mente fue la de escapar; abandonar la ur-

banización, llegar al pueblo, coger el primer tren que saliera

hacia la ciudad y, una vez en ella, ya tendría tiempo de consi-

derar, con calma, la situación en la que se había metido. La

idea le cruzó como un relámpago y ni tan siquiera la valoró.

Pero era lo único que tenía. Y la siguió.

Alcanzó la línea de sombra de unos árboles y continuó

por ella al tiempo que intentaba determinar la dirección que

pudiera conducirle a la puerta de la urbanización. Pero enton-

ces supuso que estaría vigilada, y se dijo que le sería más

fácil salir de allí trepando la valla por algún rincón apartado.

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En aquel momento, con la decisión de escapar ya tomada, le

pareció que volvía a pensar con claridad: alcanzaría el arbola-

do que tenía ante él y se movería a su amparo; si mantenía

una misma dirección terminaría por llegar a la valla; buscaría

un buen lugar, esperaría el momento adecuado y ya, por fin,

la escalaría.

Cuando llegó a los pinos, el sonido de los silbatos tala-

draba el aire. Corría y, de vez en vez, se volvía para compro-

bar si le seguían. No vio a nadie Y, si no hubiese sido por el

sonido de los silbatos, incluso habría podido fabricarse la fan-

tasía de que no le buscaban; al fin y al cabo, ¿qué ha ocurri-

do?: nada, no ha ocurrido nada, y él, ¿quién era él?: nadie, un

simple operario sin cabeza; desde luego, bien podrían dejarlo

correr. Pero el sonido de los silbatos indicaba que no era así.

Venían a por él. Desde lo alto de la colina, pudo ver a dos

todoterreno recorrer las calles que tenía ante sí. Y, repentina-

mente, cayó en la cuenta de que una legión de cámaras vela-

ba por la paz del recinto, lo había podido comprobar esa mis-

ma mañana al entrar en la urbanización. Entonces no le pre-

ocuparon. Y, sin embargo, las cosas habían cambiado: por la

mañana era un simple jardinero y ahora era un delincuente.

Un delincuente, murmuro para sí, y pensó en sus compañe-

ros, en lo que ellos pensarían de él; y sintió una gran desola-

ción.

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He de mantener la cabeza fría, se dijo. Si me acerco

ahora a la valla, pensó, me verán con sus cámaras y no tar-

dan en caer sobre mí; no, se dijo, no debo abandonar la pro-

tección del arbolado. Y entonces pensó en que, a lo peor,

mandaban tras él a los perros y el vello de sus brazos co-

menzó a erizársele con solo imaginar que hacia frente al ata-

que de un perro que azuzaban contra él. Estaba claro que el

pánico estaba agazapado en su cabeza y que, si no le ponía

freno, acabaría por jugarle una mala pasada. Debía esforzar-

se por mantener la cabeza fría. Y, en eso, vio dos grandes

piedras bajo un pino algo mayor que el resto y se fijó en el

hueco que dejaban entre sí esas dos piedras –le recordaba a

una madriguera de conejos– y pensó que podría ocultarse en

su interior hasta ver como se sucedían los acontecimientos.

Se acurrucó entre esas dos piedras y, aunque la anchu-

ra del hueco y lo irregular del suelo no le permitían mantener

una misma postura sin que comenzara a dolerle alguna parte

del cuerpo, se dijo que podía aguantar allí escondido el tiempo

que fuera necesario. Pero, al rato, se debatía entre el impulso

de ponerse en movimiento y mitigar, de esta forma, la angus-

tia que le invadía, y la certidumbre de que le convenía aguar-

dar a que las cosas se calmaran y que, finalmente, dejaran de

buscarle. Y estaba librando la enésima batalla entre su impul-

so y su entendimiento, sabiendo que debía decantarse a favor

de este último, cuando oyó un ruido de pasos que se acerca-

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ban amortiguados por el césped y las agujas caídas de los

pinos. Tanto se habían acercado esos pasos que su dueño

estaba ya junto a una de las piedras que le servían de refugio.

Y, en eso, escuchó ruido de agua y sintió que algunas gotas

de esa agua le salpicaban. El hombre estaba meando contra

la piedra.

Y algo vería, pues su rostro se asomó por la entrada del

hueco y dio una voz cuyo significado no pudo entender. Y,

para evitar que pudiera dar más voces, se impulsó hacia de-

lante y golpeó al hombre en las rodillas con su cabeza y lo

derribó. Y vio que el hombre se llevaba la mano a la empuña-

dura de la pistola que tenía en la cintura. Y se giró, cogió una

de las piedras que había retirado para agrandar el hueco que

le había servido de cobijo, y le golpeó en la cabeza con ella:

una, dos, y, por fin, una tercera vez. El hombre estaba en el

suelo, inconsciente, y un hilillo de sangre le corría por la fren-

te. Él se agachó, cogió la pistola que se encontraba a medio

sacar de la funda, y se fue alejando con ella en la mano.

Nunca había tenido una pistola en sus manos y se sor-

prendió de lo poco que pesaba aquella y de lo fácil que resul-

taba empuñarla con una sola mano. No cabía duda que su

mente se enredaba ya con ideas extrañas de las que ningún

bien podría esperarse. Y su cuerpo tenía ya voluntad propia y

tiraba de él.

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Y oyó un estampido y, seguido, otro más. Sintió un vio-

lento empujón en el pecho que lo lanzaba hacia atrás. Intentó

gritar, pero no pudo. Tenía la garganta llena de liquido espeso

y caliente y le costaba un gran esfuerzo meter aire en sus

pulmones. Al rato, vio una cabeza con una visera azul y un

rostro con unas gafas oscuras y dos brazos extendidos hacia

él y una pistola apuntándole. Y sintió una enorme pena por sí

mismo mientras luchaba por meter nuevo aire en sus pulmo-

nes. Y aún tuvo tiempo de pensar que, unas horas antes, la

vida le sonreía y que, en un instante, todo se había echado a

perder. Y entendió que no podría salir de la urbanización, ni

como había entrado: un honrado trabajador, ni como el mal-

hechor en que se había convertido. Entonces le vino un vomi-

to de sangre y, para no verla, la aspiró y se la trago mezclada

con sus lagrimas.