la formación de la doctrina política del carlismo - dialnet · i.a formaciÓn de la doctrina...

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LA FORMACIÓN DE LA DOCTRINA POLÍTICA DEL CARLISMO Sufriría una equivocación considerable quien pen- sara en el Carlismo concibiéndolo como algo acabado, completo y uniforme desde su aparición. Como en to- dos los fenómenos históricos, el tiempo hizo su obra, y prescindir de esta consideración sería cometer un error grave en el comienzo mismo del estudio, que haría de todo punto imposible su entendimiento. El problema es, a poco que se profundice, bastante más complejo de lo que hacen suponer todas las sínte- sis fáciles y excesivamente simplistas —bordeando el tópico— que se le han dado. Por de pronto, la cuestión encierra tres aspectos diferentes, claramente distintos, que hay que deslindar en el campo de lo teórico, aunque en la realidad sean inseparables, y hasta aconsejable el no prescindir de ninguno de ellos al analizar los res- tantes. Hay un aspecto histórico, un problema jurí- dico y una .cuestión ideológica. Desde el punto de vista histórico se puede observar ostensiblemente la falta de estadios científicos que per- mitan apreciar en toda six amplitud la influencia del Carlismo en la historia española: del xix. En general, sucede algo parecido a lo que hasta primeros de siglo ocurría con nuestra historia del .Siglo de Oro: que se 43

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LA FORMACIÓN DE LA DOCTRINAPOLÍTICA DEL CARLISMO

Sufriría una equivocación considerable quien pen-sara en el Carlismo concibiéndolo como algo acabado,completo y uniforme desde su aparición. Como en to-dos los fenómenos históricos, el tiempo hizo su obra,y prescindir de esta consideración sería cometer unerror grave en el comienzo mismo del estudio, que haríade todo punto imposible su entendimiento.

El problema es, a poco que se profundice, bastantemás complejo de lo que hacen suponer todas las sínte-sis fáciles y excesivamente simplistas —bordeando eltópico— que se le han dado. Por de pronto, la cuestiónencierra tres aspectos diferentes, claramente distintos,que hay que deslindar en el campo de lo teórico, aunqueen la realidad sean inseparables, y hasta aconsejable elno prescindir de ninguno de ellos al analizar los res-tantes. Hay un aspecto histórico, un problema jurí-dico y una .cuestión ideológica.

Desde el punto de vista histórico se puede observarostensiblemente la falta de estadios científicos que per-mitan apreciar en toda six amplitud la influencia delCarlismo en la historia española: del xix. En general,sucede algo parecido a lo que hasta primeros de sigloocurría con nuestra historia del .Siglo de Oro: que se

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FEDERICO SUAREZ VERDAGTJER

partía de una visión unilateral y tácitamente admitida.por la mayor parte sin sospechar la posibilidad de quefuera defectuosa, haciendo encajar en este molde, aviva fuerza si era necesario, todos los hechos. Fueronprecisos muchos esfuerzos para romper las. estrechu-ras, inmóviles ya de tantos años y tanta herrumbre, dela concepción al uso y demostrar —documentalmentey sin lugar a dudas— que la famosa historia de intole-rancia y crueldad era, realmente, pura leyenda negra.

Hay que confesar que, de análoga manera, se ha ve-nido procediendo con la historia del ochocientos espa-ñol. Todavía habría que realizar muchas investigacio-nes, no ya para derrocar una visión liberal, sino parapoder esbozar los fundamentos indispensables que nospermitan saber hasta qué punto el movimiento que le-vantó bandera por Don Carlos María Isidro de Bor-bón influyó en el desarrollo de los hechos y si realmen-te tuvo alcance y trascendencia.

El estudio del problema jurídico, de lo que a lamuerte de Fernando VII se llamó pleito dinástico, estámás que iniciado, pero existen serios reparos que opo-ner a lo que hasta ahora se ha hecho, el principal delos cuales es la. dudosa objetividad de quienes escribie-ron. La literatura sobre esta cuestión es, en efecto^abundante, quizás demasiado abundante. Durante laguerra de los Siete años, cuando vivía Don Carlosy la ya entonces Isabel II era menor de edad, fue-ron muchos los folletos, libros y artículos que sepublicaron por ambas partes alegando todas las ra-zones posibles, desde el Derecho hasta la convenien-cia e incluso apelando al sentimiento, muy explica-ble esto último en una época en que ya alboreaba elromanticismo. Pero todos eran un poco jueces y par-

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tes a la vez en el mismo asunto, y a unos y otros fal-taba la perspectiva necesaria para enjuiciar con des-apasionamiento un problema en el que se jugaban mu-chos intereses. Ahora, a la vuelta de los años, todavíainspiran prevención los escritos con que se defendieronlos derechos del Infante; lógicamente, y por el mismomotivo, deben también inspirarlos los del bando opuesto.La cuestión, sin embargo, no es tanto de Historia comode Derecho Político.

Por lo que respecta a la cuestión ideológica, convie-ne aclarar que, en principio, nunca se ha discutido.Unos hablan de Tradición y Revolución, de España yAntiespaña, de lo nacional y lo extraño; otros escribenReacción y Progreso, Absolutismo y Liberalismo; am-bos, en diferentes términos, coinciden en expresar lomismo y al hacerlo queda fuera de toda duda la exis-tencia de las ideologías perfectamente delimitadas.

Esta contraposición de ideas existe ya a la muertede Fernando VII, y aun antes. En realidad, y esto seha escrito ya repetidas veces, es una prolongación dela vieja pugna entre lo medieval y lo moderno, tomandoambos conceptos en su sentido fundamental y doctri-nario, de ninguna manera —claro está—• en .lo anec-dótico. Pero esta visión es muy reciente, relativamentehablando. El problema que a este respecto se plantea,tomado desde el ángulo del Carlismo, no es el de laexistencia de una ideología, sino el de la conciencia, quelos defensores de Don Carlos —y luego del Tradiciona-lismo como bandera política—• tenían de ella. Porqueno es difícil ver, después de muchos años, los carac-teres y las raíces de una tendencia que en su actuación,más que en la exposición doctrinal, da elementos dejuicio sobradamente manifiestos para calificarla, má-

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FEDERICO STTÁKEZ VE"RBAG"üER

xime cuando a mayor abundamiento se opone a otraidea contemporánea que le es contraria; no es tareatan sencilla, sin embargo, para los que inician una co-rriente o un sistema, el apreciar desde el principio todolo que en realidad tiene de trascendente, esto es, el cua-lificar su importancia e incluso el fijar de manera aca-bada su contenido. '

LAS PREMISAS IDEOLÓGICAS DE LA GUERRA

DE LA INDEPENDENCIA.

Es irremediable el tomar el hilo de cualquier ma-nifestación histórica un poco ah ovo, dado que en lo hu-mano no cabe la generación espontánea y se construyesiempre sobre algo ya existente. El elemento tiempo, porotra parte, transcurre invariablemente dejando su hue-lla, y la evolución —que tantas prevenciones ha desper-tado desde que los positivistas le dieron un valor ab-.soluto—• es un factor del que no se puede prescindir,bien que se le coloque en su lugar y no se le dé másalcance del que realmente tiene.

Europa, desde la Reforma, quedó dividida espiri-tualmente en dos campos.irreconciliables. Uno de ellos,el heterodoxo precisamente, fue deduciendo las conse-cuencias que se derivaban de los principios que lo ori-ginaron, primero en un plano puramente intelectual•—antes fue en el religioso—, luego en el político. Eítriunfo de lo moderno, que en su notable libro situabaPaul Hazard en los quince últimos años del XVII yprimeros del XVIII, se significó precisamente por laaplicación de los principios generadores de la nuevatendencia a los valores que constituían los fiindamcn-

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tos de la vida política y social de Europa. La Revolu-ción francesa fue el triunfo, en lo político, de las ideasnuevas, que hasta entonces no habían trascendido deun plano puramente intelectual.

En términos generales, la evolución espiritual deEspaña a partir de Carlos II no es esencialmente dis-tinta. La influencia francesa que desde Felipe V sedeja sentir en no pequeña medida produjo, en la claseelevada y directora de la Península, un clima muy se-mejante al que en Francia hizo posible la Revolución.Hubo tan sólo una diferencia, y quizá sea ella la queexplique la desasosegada historia española del ocho-cientos : y es que las nuevas ideas —las ideas avanzardas— no llegaron a calar entonces más allá de la super-ficie. Es perfectamente explicable porque, hasta el úl-timo Austria, la unidad de España en la defensa de launiversalidad católica y del antiguo orden cristiano fuecompleta, sin discrepancias, 3̂ la fusión del pueblo conla nobleza y de todos con el Rey, unánime y sin res-quicios ; esto, en los años en que los f ranceses se alia-ban con los protestantes en una guerra de religión ose buscaba por sus reyes un modus vivendi que hicieracompatible la vida en la nación de hugonotes y católi-cos a base de derechos semejantes.

Al sobrevenir la invasión francesa de Napoleónfue cuando en el panorama político español se dio elpaso que años antes había dado Francia cuando alejecutar a Luis XVI abolió el antiguo régimen. El pe-ríodo que comprende los años 1808 a 1814 es de unaimportancia decisiva en la historia de España y no ex-clusiv.amente a causa de la Guerra de la Independencia.

Que la guerra contra los soldados franceses de Na-poleón fue un movimiento de honda entraña popular

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es un hecho que nadie pone en duda. Cuando el 2 deMayo se inició la lucha contra las fuerzas de Murat,fue el pueblo quien se lanzó a ella, y la poca resisten-cia organizada que se hizo estuvo a cargo de oficia-les. La declaración de guerra partió, no de la Junta deGobierno que quedó al frente del Estado al partir aFrancia el Rey, sino del Alcalde de Móstoles que, si bienera una autoridad, no era la más calificada para em-presa de tamaña envergadura.

Sucesivamente se fue encendiendo toda la Penínsu-la ; pero tampoco nació el alzamiento en las provinciasespañolas por voluntad o esfuerzo de las autoridades,sino por el pueblo, de modo generalmente anónimo.Salvo raras excepciones, la clase culta que por ocuparpuestos de responsabilidad debiera haber actuado deconductora de la muchedumbre, originando y encau-zando el movimiento popular, se mostró o afrancesadao tan débil e irresoluta que, en realidad, fue uno de losprimeros adversarios de aquella especie de guerra san-ta. De aquí el que en no pocos lugares fueran igno-miniosa y violentamente depuestos de sus cargos. Delos cuatro ministros que formaron la Junta que encar-naba la Autoridad del Estado tras la marcha de losReyes, Azanza, O'Farril y Piñuela —ministros de Ha-cienda, Guerra y Justicia, respectivamente—•, forma-ron parte luego en el Ministerio del Rey José, y esto dauna idea de la proporción en que las autoridades de-fraudaron al pueblo.

Con la quiebra del poder central se desarticuló todoel org'anismo político. De la misma manera que la re-sistencia, una nueva organización muy dentro del ca-rácter peninsular nació con las Juntas Provinciales.Fue precisamente de estas Juntas de donde salieron

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no pocos diputados doceañistas, ya que en ellasentraron a formar parte, de entre los patriotas, losmás significados como "intelectuales".

Era lógico. Las Juntas Provinciales, desde el pri-mer momento, se encargaron de dirigir la guerra con-tra el invasor en todos los aspectos, y era natural quecuando se convocaron las Cortes fueran a ellas en cali-dad de diputados quienes, por una parte, eran califica-dos patriotas que desde los comienzos de la guerrahabían llevado en algún modo tareas de responsabili-dad y, por otra, poseían una cultura y unos conoci-mientos que les habilitaban para la labor directiva queen las Cortes debían realizar.

.Sin embargo, la formación intelectual de los dipu-tados de Cádiz pertenecía .a una época en que las teo-rías de Rousseau y los enciclopedistas habían arraiga-do fuertemente en las mentalidades del occidente eu-ropeo; la reciente Constitución francesa constituía unameta de indudable atractivo para los doceañistas, se-gún se demostró en la que radactaron en aquella le-gislatura a pesar de la oposición de algunos diputadosy el silencio o abstención de otros que carecieron de ca-rácter o argumentos para oponerse.

Esto fue lo notable: porque la Contitución de 1812derrocaba todo aquello que el pueblo estaba defendien-do a costa de su sangre. El nombre de Fernando VIIfue como la invocación de toda aquella gente sencilla,y si llegó al Deseado fue precisamente porque encar-naba todo el sistema de ideas e instituciones bajo elcual habían vivido ellos, sus padres, sus antepasados...Que la idea de la realeza, el respetuoso cariño al Reyy a la Monarquía, estaba hondamente enraizado en las•masas del pueblo se aprecia a poco que se recorra la

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historia de la Guerra de la Independencia; y, sin em-bargo, los diputados de Cádiz, representantes de lanación, al proclamar la soberanía nacional despojabanal Rey de su carácter y de su derecho: el serlo por lagracia de Dios. Tampoco es cosa que se ponga en telade juicio la religiosidad del pueblo; y con todo, cono-cida es la política antirreligiosa y anticlerical de losdoceaííistas.

No parece, en consecuencia, ilógico que el recibi-miento que se hizo a Fernando VII a su vuelta del cau-tiverio fuera apoteósico en las ciudades, villas y pue-blos por donde pasó. Ni lo es tampoco el que, vistas lastendencias y la labor que desarrollaron las Cortes deCádiz —una visión de todo lo cual se puede encontrar enla Historia de los Heterodoxos, de Menéndez Pela-yo, por lo que huelga hacer aquí comentarios— se de-cidiera una nada despreciable representación de dipu-tados a elevar a la Católica Majestad de Fernando VIIel llamado Manifiesto de los Persas, que a pesar de laironía con que corrientemente se le trata merece al-guna particular consideración.

E L AÍÍANJFIESTO DE , LOS PERSAS.

Quizá un poco demasiado a la ligera se ha tacha-do de absolutista el famoso Manifiesto. El error sedebe a una imprecisión de la terminología, ya que a lapalabra absolutismo se le da habitualmente una exce-siva amplitud y un sentido demasiado vago, corrien-'teniente como sinónimo de arbitrariedad y opresión.

Contra lo que a primera vista parece, no se tratade una invitación hecha al Rey para que gobierne se-

I.A "FOIOiACTÓX »E I*A DOCTRINA POLÍTICA 1>KI. CARLISMO

gún el patrón borbónico absolutista, sino más bien deuna serie de consideraciones en favor de la antiguaMonarquía española contra el régimen de democraciaa la francesa que los doceañistas habían establecido.Es curioso observar que el mismo Manifiesto se pro-nuncia por la Monarquía absoluta, pero definiendo pre-viamente lo que por tal se entendía: "La monarquíaabsoluta es una obra de la razón y de la inteligencia:está subordinada a la ley divina, a la justicia y a lasreglas fundamentales del Estado... Así que el sobera-no absoluto no tiene facultad de usar sin razón de suautoridad (derecho que no quiso tener el mismoDios)... Pero los que declaman contra el gobierno mo-nárquico confunden el poder absoluto con el arbitra-rio..." ( i) .

El largo documento comprende varias cuestionesrigurosamente ordenadas, dirigidas todas ellas a pe-

(i) Aunque es obvio aclarar el diferente sentido con que corrien-temente se emplea la palabra absolutismo y el que se le da en el docu-mento, creemos oportuno completar la cita porque no estará de mástenerlo en cuenta a lo'largo del presente trabajo: "Pero los que decla-man contra el gobierno monárquico, confunden el poder absoluto conel arbitrario; sin reflexionar que no hay Estado (sin exceptuar las mis-mas repúblicas) don-de en el constitutivo de la soberanía no se halleun poder absoluto, ha única diferencia que hay entre el poder de un. JRey, y el de una república, es, que aquél puede ser limitado, y el de !ésta no puede serlo: llamándose absoluto- en razón de. la ftiersa con que \puede executar la ley que constituye el interés de las sociedades civiles, jEn un gobierno absoluto las personas son libres, la propiedad de losbienes es tan legítima e inviolable, que subsiste aun contra el mismo so-berano que aprueba el ser competido anta los tribu-nales, y que su mismoConsejo decida sobre las pretensiones que tienen contra él sus vasallos.El Soberano no puede disponer de la vida, de sus subditos, sino confor-marse con el orden de justicia establecido en su Estado. Hay entre elPríncipe y el pueblo ciertas convenciones que se renuevan con juramentaen la consagración de cada Rey; hay leyes y quanto se hace contra, susdisposiciones es nulo en derecho."

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dir en la forma más respetuosa las modificaciones que,a su leal entender, creían los diputados que suscribíanel documento ser necesarias después de la anormali-dad política de los últimos años.

El autor del Manifiesto parece ser D. BernardoMozo de Rosales, diputado a Cortes por Sevilla. Es >élquien encabeza las firmas y a quien Macanaz comu-nicó, de real orden, el agrado con que el Monarca ha-bía recibido la representación y la disposición de que,para conocimiento de todos, se publicase.

Tiene una primera parte en la que enjuicia la laborde las Júntaselas opiniones acerca de la convocatoriade las Cortes y el decreto que, después de examinartan opuestos pareceres corno se dieron, dictó la JuntaCentral a fines de enero de 1810 de manera que que-daban a salvo las prerrogativas y los derechos del Rey."En todo este plan se distó mucho de fixar un gobier-no popular o democrático." Las razones que la Juntatuvo para disponer las cosas de una manera tan dis-tinta a como después tuvieron realidad eran ignora-das por el autor del Manifiesto, que se extiende en con-sideraciones acerca de los inconvenientes de la demo-cracia y da por supuesto que ésas serían, sin duda, lascausas del matiz acusadamente tradicional que revis-tieron los puntos del decreto.

El resultado no fue como se esperaba. Los france-ses llegaron a Sevilla y los patriotas que pudieron serefugiaron en Cádiz. El decreto de la Junta Centralquedó en nada y en lugar de unas Cortes ordinarias alviejo estilo tradicional, "Cortes que celebradas de estemodo en oportuno tiempo hubieran acaso sido el iris ,de la felicidad de España", surgieron las Cortes ex-

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traordinarias en aquellas anómalas circunstancias y deuna forma un tanto irregular.

El examen de la labor de las Cortes de Cádiz esla parte que más extensión ocupa en el Manifiesto. Esuna crítica profunda que comprende desde cuestionesgenerales hasta puntos concretos, incluyendo los pro-blemas referentes a representación, soberanía, atribu-ciones, etc. La parte más notable del documento es, in-dudablemente, ésta; y no por el valor que pueda tenerla opinión de un contemporáneo de distinto matizpolítico, sino porque presupone una posición políticadefinida, un punto de apoyo doctrinal. No es, en con-secuencia, una crítica ligera y negativa, de despecha-dos e iracundos contradictores; es una exposición se-rena y maciza de los defectos de un sistema juzgadosa la luz de otro perfectamente delimitado y preciso.Mozo de Rosales, o quienes fueran los autores, de-mostraron tener ideas claras. Su posición podría sermás o menos discutible, pero no cabe duda que pisabanterreno firme.

No nos detendremos en exponer punto por puntolas argumentaciones del Manifiesto porque, ademásde juzgarlo inútil, sería una tarea inacabable, pero síserá necesario recoger algunas observaciones que ayu-den a fijar el pensamiento político de una parte nodespreciable del país al regreso de Fernando VII.

La conciencia de la labor innovadora de los doce-añistas y de la falta de base española que se aprecia-ba a lo largo y a lo ancho de la Constitución estabaperfectamente clara en las mentes de los diputados noliberales y así se trasluce en más de un lugar del Ma-nifiesto. Primero son unas palabras al enjuiciar, enconjunto, la gestión legislativa de las Cortes de Cádiz :

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"Hablábase de nuevo sistema y de una transforma-ción general, hasta en los nombres, que nunca habíaninfluido en la substancia y que no concordaban con eldefinido, un grupo de leyes hechas sin examen, sin con-sultar el interés y costumbre del pueblo para quien sehacían y las más respirando la propia táctica francesaqu,e tanto odio les había causado..." Más explícitamen-te acusa de afrancesados •—en punto a las ideas— a losde Cádiz cuando, después de haber examinado sus másimportantes decisiones, afirma categóricamente: "Peromientras tenían a menos seguir los pasos de los anti-guos españoles, no se desdeñaron de imitar ciegamen-te los de la revolución francesa. Véanse para prueba losdecretos de la Asamblea Nacional de Francia despuésque por sí, contra los objetos de su reunión y expresa vo-luntad del Rey, se erigió en cuerpo constituyente." Elcotejo entre la Constitución española de 1812 y la quenació en Francia de la Revolución es definitivo. Tra-ducción literal incluso de algunos capítulos.

El principio de representación era también un temaacerca del cual los diputados del Manifiesto teníanconceptos muy claros. Si el decreto de enero de 181 o,emanado de la Junta Central, les satisfizo hasta cier-to punto, fue porque veían en él fielmente observadaslas leyes, y de acuerdo con las costumbres y fueros delpaís. Para ellos era fundamental que los diputados—o procuradores— fuesen real y verdaderamente re-presentantes de una ciudad o provincia, con poderesespecíficos para su gestión, nombrados por sus nom-bres por quien pudieran hacerlo. En lugar de esto seencontraron con que en las Cortes de Cádiz, "olvidadoel decreto de la Junta Central y las leyes, fueros y cos-tumbres de España, los más de los que se decían re-

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presentantes de las provincias habían asistido al Con-greso sin poder especial ni general de ellas: por consi-guiente no habían merecido la confianza del pueblo acuyo nombre hablaban, pues sólo se formaron en Cá-diz unas listas o padrones (no exactos) de los de aqueldomicilio, y emigrados que casualmente o por preme-ditación se hallaban en aquel puerto; y según la pro-vincia a que pertenecían los fueron sacando para di-putados a Cortes por ella".

Esto, a los ojos de aquellos hombres del antiguorégimen, era intolerable. Se sentían estrechamente uni-dos al pueblo que hacía la guerra o sufría las vejacionesdel invasor, a todos los que no habían podido trasla-darse al único punto de la Península libre de francesesy padecían en sus personas y en sus haciendas la opre-sión de los libres y democráticos soldados del Empe-rador. ¿Cómo iban los doceaíiistas a representar alpueblo si pensaban de forma diametralmente opuesta?

La libertad también la entendían de diferente ma-nera, y al tratar de algunos artículos de la Constitu-ción la protesta indignada les surge tan espontáneaque todos los apostrofes les parecen pocos. Al hablar,por ejemplo, del artículo 100, en el que se fijaban lospoderes con que los nuevos diputados debían acudir, seestablecía que podían "acordar y resolver cuanto en-tendiesen conducente al bien general de la nación, enuso de las facultades que la Constitución determina ydentro de los límites que la misma prescribe, sin poderderogar, alterar o variar algunos de sus artículos bajoningún pretexto". Y comentaban: "¿Y esto se llamalibertad?... ¿Unos emigrados sin representación legí-tima han de atribuirse autoridad para sellar los labiosa la nación entera, cuando junta en Cortes va a tra-

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tar de lo que más le interesa? ¿Cuándo jamás se pusotal coartación a las Cortes de España, cuyo primerencargo era la concurrencia con plenos poderes? Estees, pues, uno de los mayores vicios de la llamada Cons-titución, y que más descubre el empeño de la innova-ción contra la repugnancia general que preveían susautores."

Sucesivamente se va discurriendo en el Manifiestopor las medidas innovadoras de los constitucionales yrealzando los errores y las ilegalidades en ellas conte-nidas. La última parte del escrito es como una conse-cuencia: la exposición de los puntos de vista de losque hasta ahora vienen siendo motejados de absolu-tistas, en el sentido que anteriormente hemos conveni-do ser el habitual. Y es en verdad curioso el hecho deque en esta parte, Mozo de Rosales y los que como élpensaban, sorprenden al declararse partidarios de re-formas que ningún Bortón del xv.ni hubiera acep-tado.

Este deseo de introducir modificaciones en el me-canismo político español era más general de lo que co-rrientemente se supone. En gran manera había con-tribuido a formar este ambiente reformista el vergon-zoso reinado de Carlos IV, con la escandalosa privan-za de Godoy y el insufrible oprobio que representabapara la Monarquía. La abdicación de Carlos IV enFernando VII satisfizo el ánimo de todos porque es-peraban una rectificación y una marcha distinta de losnegocios públicos a la que se había llevado durante elreinado de su padre. Cuando en 1814 volvió el Desea-do del destierro estaba aún totalmente, inédito, y nohabía ninguna razón para no esperar de él el cambio

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LA FORMACIÓN DE LA DOCTRINA POLÍTICA DEL CARLISMO

de rumbo ,y la dignificación de la Monarquía que todosanhelaban.

Fue en punto a las reformas políticas donde tomócuerpo la división ideológica que se introdujo en Es-paña con la venida de los Borbones. Los patriotas deCádiz eran, con todo su patriotismo, hijos directos dela Revolución Francesa y modificaron el organismopolítico de acuerdo con su ideología. La literatura pro-pagandística de los de Cádiz es buena prueba de estemodo sui generis de entender el patriotismo. Los doce-afíistas sentían por el pasado de España una curiosamezcla de vergüenza, odio y desprecio, fruto del con-vencimiento de las ideas enciclopedistas. Tenían de lapatria un concepto ideal; todos los errores de los cons-titucionales hay que buscarlos en esta carencia de vi-sión de una España concreta, que había existido conunos caracteres determinados; el mito roussoniano dela bondad natural del hombre está informando, en susraíces, toda la estructura legislativa de Cádiz.

Los diputados no liberales, en cambio, partían de unabase más real. No tomaban en consideración al hom-bre, sino al español (2), y de aquí el que toda la laborde los liberales les supiera a hueca, a falsa. Por estarazón, el Manifiesto de los Persas es, en primer lugar,,una protesta contra el fraude que los doceañistas co-metieron con el pueblo español al tener en cuenta ideasqite nunca cuadraron a los peninsulares (recuérdeseque la guerra contra Francia revolucionaria tomó un

(2) "Si, pues, había Constitución meditada y rectificada por siglosy su observancia causó la felicidad del Reyno, era consiguiente que lasleyes de España recopilasen las atribuciones de estas Cortes, las funcionesde la Soberanía, la forma de la ley, para que tuviera vigor y ser prove-chosas, y la clase de gobierno que por resultado creían ser la más con-veniente al carácter español."

'FEDERICO SUÁREZ VERDA(íUER

carácter eminentemente popular) y pasando por altotodas las circunstancias específicas de leyes, fueros,costumbres, historia y tradición que constituían, pre-cisamente, los cimientos de todo sistema que se pre-tendiera construir.

De aquí también el carácter eminentemente espa-ñol que inspiraba las reformas que los manifestantespedían. Porque mientras los doceafíistas buscaron lasolución fuera, copiando la Constitución francesa dela Revolución, aquí se buscó el remedio de la postra-ción a que los Borbones habían llevado' la Monarquíaen la constitución política que los reyes castellanos ha-bían elaborado junto con las antiguas Cortes.

De manera respetuosa, pero sobremanera clara, sevan especificando en el Manifiesto las reformas quese veían necesarias. Y es realmente interesante el ex-ponerlas porque quizá haya que buscar en este largoy macizo documento el punto de partida de lo que lue-go fue doctrina política del Carlismo.

Una premisa esencial, más aun, la síntesis de todoel pensamiento político que se pretendía introducir, erala desaparición del Gobierno arbitrario del Monarcay su sustitución por el conjunto del Rey con las Cortes.Los textos son muy explícitos, fijando los deberes delRey, los derechos "de la nación junta en Cortes", susfacultades, las limitaciones del poder real. El Rey nopodía gobernar según su capricho, tenía el deber de"hacer justicia, sacrificarse por el bien público, obser-var las condiciones del pacto, las franquezas y liber-tades otorgadas a los pueblos, guardar las leyes fun-damentales, no alterarlas, ni quebrantarlas, y, en fin,gobernar y regir con acuerdo y consejo de la nación".

El mal estado a que se había llegado por el olvido

LA FORMACIÓN I)K JA DOCTRINA POLÍTICA DEL CARLISMO

en que se habían tenido las leyes fundamentales lo acha-ca el Manifiesto al despotismo ministerial, introducidoen España con la venida de Carlos I. Con alguna fre-cuencia se celebraron aún Cortes a lo largo de los si-glos xvi y xvii, cada vez más raramente; pero tangrave como este defecto era el hecho de que, a medi-da que transcurría el tiempo, el modo de gobernar delos Austrias se hacía más personal y las Cortes des-empeñaban un papel aun más nulo; difícilmente se hu-biera podido reconocer en las del siglo XVII el caráctery la eficaz participación en el Gobierno de las que secelebraban antes o en el comienzo del siglo xvi. Sumisión ya no era la de colaborar.

Por lo demás, el programa —llamémosle así—• dereformas que presentaba el Manifiesto era de una en-vergadura semejante al que los diputados de Cádiz in-tentaron poner en vigor. Convocatoria de nuevas Cor-tes en la forma que habían razonado, remediar losefectos del despotismo ministerial.-, corregir los defec-tos de la administración de justicia; arreglo igual decontribuciones para los vasallos, libertad y seguridadde las personas, cumplimiento de las leyes dictadas pol-los Reyes con las Cortes, funcionamiento de los jue-ces y Tribunales con arreglo a ellas, rendición de cuen-tas por parte de todos los que habían manejado fondospúblicos durante la guerra, completar los efectivos delejército y equiparlos, premiar a quienes hubieran "con-tribuido a libertar a España de la opresión del tirano",precaver la seguridad nacional procediendo contra losque hubieren cometido delitos contra la integridad na-cional, investigación de los fines por los que se habíaprocurado dejar indefensa la nación "sigilando el ver-dadero estado de sus fuerzas", etc. Y, para que ningún

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FEDERICO SUAHEZ VEEBAGtTER

aspecto escapara a ia reforma, terminaba sugiriendo aiRey la celebración de un Concilio "que arreglase lasmaterias eclesiásticas y preservase intacto entre nos-otros esa nave que no han de poder trastornar todas lasfurias del abismo".

LOS SiCALISTAS EN LAS POSTRIMERÍAS BEL ANTIGUO

RÉGIMEN.

Leyendo con algún detenimiento la larga exposi-ción doctrinal del Manifiesto de los Persas y las con-clusiones cuya realización se pedía al Rey, asombraque Fernando VII pudiera expresar en su Real ordende 12 de mayo el agrado con que lo había acogido.Dando por sentado —y la cosa no resulta demasiadodifícil— que Fernando VII jamás pensó en reformasque coartaran su real poder, resulta hasta cierto puntoinexplicable tanto su alabanza de las personas que ha-bían redactado el documento como de las ideas en élcontenidas.

Entre la redacción del Manifiesto —12 de abrilde 1814— y la orden para su publicación —12 demayo— existe otro documento, famoso por cierto, queinteresa recoger, por cuanto puede dar alguna luz acer-ca de las disposiciones políticas del Rey a su vuelta deldestierro.

Se trata del Decreto de Valencia de 4 de mayo,consecuencia de las conversaciones celebradas por elRey con sus consejeros y personajes representativosen Daroca y Segorbc •—en su viaje desde Zaragoza aValencia— y del Manifiesto de los Persas. El Decreto,,salvo su parte final, no es tan abominable ni tan abso-

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lutista. Condenaba y anulaba todo lo elaborado en Cá-diz por los liberales, siguiendo en este punto la partenegativa del Manifiesto; pero recogía también su partepositiva y, tras de una rotunda afirmación de su abo-rrecimiento del despotismo, Fernando VII prometía"Cortes legítimamente congregadas compuestas por•unos y otros" (españoles y americanos), garantizabala libertad individual y leyes justas para la tranquili-dad y orden públicos; libertad de imprenta "dentro delos límites que la sana razón soberana e independienteprescribe a todos para que no degenere en licencia", yademás aseguraba que "las leyes que en lo sucesivohayan de servir de norma para las acciones de sus sub-ditos serán establecidas con acuerdo de las Cortes".

Estas promesas, escritas en el Decreto juzgadocomo ün oprobio por los autores liberales del pasadosiglo, eran, como puede verse, bastante razonables. Nolo era tanto la disposición final, por la que se declarabareo de lesa majestad quien osara contradecirle y labo-rara eri pro de las ideas liberales, y se le imponía, ya deantemano, la pena capital, cualquiera que fuese la for-ma de su actividad contra las disposiciones contenidasen el Decreto.

Sucedió que de todo lo que el Rey declaraba hizo,desde el primer momento de su aparición, caso omiso,salvo la derogación de lo legislado en Cádiz y la apli-cación de la última cláusula. Las causas exactas deeste absurdo modo de proceder son de difícil averigua-ción, pero a juzgar por lo que fue todo el reinado deFernando VII no puede dejarse de pensar en la doblezy falta de criterio que se observa en todo su gobierno.

Quizá pudiera también atribuirse, en alguna parteal menos, a los hombres que le rodeaban. De manera

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muy precisa el campo político español estaba, según sededuce de lo hasta aquí escrito, delimitado en dos gru-pos : el de los liberales, que hacían tabla rasa del pasadoy comenzaban a vivir desde la declaración francesa delos Derechos del Hombre, y el de los realistas, sobrelos que pesaba un acusado sentido de la tradición y quese remontaban en sus soluciones a una época anterioral advenimiento de los Austrias. Ambas posiciones es-taban de acuerdo tan sólo en un punto: en la imposi-bilidad de que siguiera el despotismo del setecientos,por muy ilustrado o muy ministerial que fuese. No pa-rece exagerado admitir que entre los dos sistemas seincluían todos los españoles, por lo que el número delos que no sentían ninguna preocupación o ideal polí-tico —por incapaces, despreocupados o cínicos— eramuy escaso.

El Rey inició la vida giibernamental rodeado derealistas; esto no obstante, poco pudieron hacer porcuanto los cargos cambiaban frecuentemente y los se-cretarios eran, cada vez, menos realistas y más fer-nandinos. La célebre camarilla fue, de hecho, suficien-te por sí sola para destruir hasta la intención de re-formas, si es que alguna vez la tuvo el Monarca.

La protesta liberal se inició en seguida, y para ellono faltó motivo ni ocasión. Mina fue el primero, y elmismo año de la vuelta del Rey, en 1814, intentó apo-derarse de Pamplona, en la que estaba desterrado;Porlier se sublevó al año siguiente, en La Coruña; en1816, se descubrió en Madrid la llamada conspiracióndel triángulo; en 1817 fueron los generales Lacy yMiláns del Bosch quienes fracasaron en Cataluña. Enninguna de ellas —ya quedó apuntado en otro traba-

LA FORMACIÓN I)K LA DOCTRINA POLÍTICA BEL CARUS.\íO

J° (3)— encontraron los sublevados ei más mínimoambiente, por lo que el fracaso fue rotundo. Hay quededucir, pues, forzosamente que el ambiente liberal eraaún, por aquel entonces, nulo, y que menos existiríaen 1812 cuando el Deseado era el ídolo de las multi-tudes que peleaban contra los franceses.

No se registra, en cambio, durante estos seis afiosque median desde la vuelta del Rey hasta la implanta-ción del constitucionalismo en 1820, ninguna mani-festación realista contra Fernando VIL Acaso puedaexplicarse por el carácter eminentemente legitimista ylegalista que, ya se vio, informaba su pensamiento po-lítico. La soberanía real era un punto firme e inconmo-vible y, en último extremo, el Rey había prometido enel Decreto de Valencia las reformas por todos ellospedidas y deseadas y lo consideraron razón sufi-ciente para, fiados en la real palabra, esperar sin im-paciencias.

El desengaño vino en 1820, cuando el Rey se in-clinó por los constitucionales después del levantamientoen Cabezas de San Juan y la proclamación en La Co-ruña, Vigo, Zaragoza, Barcelona, Tarragona, Gerona,Mataró y Pamplona de la Constitución de 1812. Fueun hecho a primera vista sorprendente el que despuésde los fracasos anteriores los liberales lograran la acep-tación de su sistema por el mismo Fernando VII quetan sin escrúpulos les había perseguido, aunque en rea-lidad no es difícil explicarlo porque había causas so-bradas para que se produjera.

No nos entretendremos demasiado en exponerlas,ya que se han repetido hasta la saciedad. En primer

(3) La intervención extranjera en los comiensos del régimen liberalespañol. REVISTA DE ESTUDIOS POLÍTICOS, núm. 14; 1944.

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término, la política persecutoria de Fernando VII creómártires de una causa, lo cual, convenientemente uti-lizado, le dio cierto ambiente de simpatía y populari-dad, toda vez que en la represión hubo más arbitrarie-dades que justicia y comprensión. En segando lugar, elDeseado defraudó a todos —-salvo a los fernandinos,identificados con su voluntad—, pueblo inclusive, porcuanto sólo se acordó de las prometidas reformas cuan-do veía inminente el triunfo liberal, después de los su-cesos de Cabezas de San Juan y la proclamación cons-titucional de algunas ciudades. Por parte de los libe-rales hubo también factores de indudable efecto. Lalabor de zapa de las Sociedades secretas, de la masone-ría especialmente; la ayuda económica que, principal-mente por este conducto y debido al carácter interna-cional de estas asociaciones, recibieron con notable ge-nerosidad ; la guerra en América y la circunstancia con-creta de fuerzas que iban a embarcar, lo que dio a losliberales el apoyo de los sublevados americanos.

Tal como se conocen los hechos, llaman la atenciónalgunos caracteres sobre los cítales no se ha hecho de-masiado hincapié, y que quizá pudieran ser intere-santes.

Los pronunciamientos abortados o fracasados dela llamada primera época absolutista los iniciaron hom-bres revestidos de cierta autoridad y, en consecuencia,de prestigio. Espoz y Mina, aunque desterrado en Pam-plona, era mariscal; Diez de Porlier era brigadier;Lacy era teniente general, y general también era Mi-láns del Bosch; Richard, uno de los principales jefesde la "conspiración del triángulo", era comisario deGuerra. Es decir, fueron sublevaciones organizadasdesde arriba, sin participación del pueblo, pues no pue-

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1A FORMACIÓN DE IA DOCTRINA POLÍTICA KKI, CARLISMO

-de tomarse en cuenta el que, en la de Cataluña, hubierecomprometidos comerciantes y empleados junto con iosjefes militares. Y de acuerdo con esta composición di-rectiva, otro carácter también peculiar: en ninguna deellas —salvo la del triángulo, probablemente— se in-tentó captar o emplear al pueblo, sino que se procedióa utilizar a fuerzas militares, para lo que hasta ciertopunto era una probabilidad de éxito el que los inicia-dores y comprometidos fuesen soldados de-prestigio,de una graduación elevada, o con mando de fuerzas.No cabe duda de que a formar cierto ambiente liberalcontribuyó la situación de la postguerra, precaria ydifícil, agravada además por el desgobierno. Pero noes admisible que fuera ésta la causa de las sublevacio-nes, ya que la de Mina fue en 1814, cuando no habíamás razón que la derogación de lo hecho en Cádiz.Fueron, pues, motivos más ideales que reales los quelas provocaron. Es innegable que las últimas pudieronobedecer, o al menos apelar, al desgobierno, pero el mó-vil fundamental, único en realidad, fue el cambio derégimen, la introducción del patrón francés constitu-cional.

Casi coincidiendo con el triunfo liberal surgieronlas protestas realistas, pero con características total-mente opuestas a las señaladas. A mediados del 1820se registraba en Álava una partida realista que acla-maba al Rey absoluto; poco después, es en la provinciade Avila donde varios grupos armados —mal armadosgeneralmente— actúan en el campo como guerrilleros.Luego, en Burgos, una partida más numerosa recorrelas tierras comarcanas e incluso libran combate confuerzas regulares del Gobierno. Se extiende la protes-ta y van surgiendo partidas realistas en los montes de

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Asturias, en Hieres, Pola y otros pueblos llegando aGalicia, donde la insurrección cuenta nada menos quecon un jefe que era teniente coronel. A primeros de1821 —abril—, un movimiento realista se suscita enSalvatierra de Álava, y después de extenderse a Ofía-te y Mondrag'ón, entra en la provincia de Vizxaya porElorrio, llega a Durango y amenaza marchar sobreBilbao. Fue necesaria la mayor actividad de los jefespolíticos de Álava y Vizcaya, de los Ayuntamientosde Vitoria y Bilbao y la movilización de las Miliciasy del capitán general de las Provincias Vascongadas.para dominarlo. El parte de los constitucionales aludea la victoria lograda con efectivos inferiores sobre dos-cientos realistas, a cuya retaguardia había otros tres-cientos "que no entraron en combate por estar sin ar-mas" (4).

A simple vista se disting-uen las circunstancias enque se desenvuelve la resistencia realista, que reviste:notable semejanza, en cuanto al estilo, con el levanta-miento nacional contra Napoleón. Los caracteres con-trarios a los pronunciamientos liberales están asimis-mo patentes. Porlier se sublevó en La Corufía, Richardtramó su conjura en Madrid, el coronel Vidal (1819),en Valencia; más adelante, ya en la segunda época ab-solutista de Fernando Vil, los grandes núcleos de po-blación —Gibraltar, Cádiz, Málaga, Zaragoza, etc.—serán centros de conspiraciones liberales, esto es, enciudades donde había logias bajo cuya tutela y ayudase organizaban.

(4) Relación de lo ocurrido en Bilbao del 21 al 26 de abril de 1821con motivo de los movimientos suscitados en Salvatierra de Álava contra*el sistema constitucional. Archivo Municipal de Bilbao. Sección 2.a, leg. 532,,aútn. 9.

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LA FORMACIÓX DE LA DOCTRINA POLÍTICA BEL CARLISMO

Las partidas realistas son populares en el sentidode estar integradas por gente del pueblo, del campo:Ariñez (Álava), Salvatierra, Mieres, Turón... Nacenen las provincias, nunca en las ciudades. Sus organi-zadores son anónimos, y cuando no lo son, la humildadde su nombre y de su origen son prueba de su espon-taneidad y convencimiento: un tal Morales dirige lasde Avila, un doctor Luzuriaga "y el escribano Pinedo"son los iniciadores y los jefes del movimiento nacidoen Salvatierra de Álava. Es raro —en estos levanta-mientos iniciales— encontrar personajes de la catego-ría del teniente coronel Castro, que se pone al frentede los realistas gallegos. Los hombres representativosvienen luego, cuando no se trata ya de algo esporádico,sino de un movimiento extendido y de más cuerpo. Talocurrió en el año 1822, y aun antes, a fines de 1821,cuando se constituye en Navarra una Junta Guberna-tiva y se incorporan al movimiento realista los genera-les Eguía, Quesada, Eróles, etc.

El movimiento realista tuvo pronto sus organismosen las Juntas: la de Navarra, la de Bayona, las de Ala-va y Vizcaya, la de Cervera, Sigüenza, Aragón... Alconstituirse en Seo de Urgel una Regencia Suprema deEspaña durante la cautividad de Fernando VII la di-rección del levantamiento —ya general—• quedó hastacierto punto unificada. La Regencia la formaban unmilitar, el general Barón de Eróles; un eclesiástico, elObispo de Mallorca D. Jaime Creus, y un político, donBernardo Mozo de Rosales, Marqués de Mataflorida,el mismo del Manifiesto de los Persas. No es de extra-ñar, en consecuencia, que el Manifiesto que publicó laRegencia, como el que suscribió el Barón de Erólescomo general de los Ejércitos de la Fe en el Principado,

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sigan la pauta doctrinal que se trazó en el de losPersas.

Analizando los dos documentos, el de la Regenciay el de Eróles, se aprecia una sutil variación, aunquese carece de razones para hablar de divergencias, almenos en los textos. El Manifiesto de la Regencia eraun documento oficial para el país, y tenía mucho deocasional y justificativo. Trataba, sobre todo, no dehacer una exposición doctrinaria, sino de mostrar lasfunestas consecuencias de la anarquía constitucionaly justificar su propia existencia, haciendo un llama-miento a la fidelidad de los españoles al Rey. Tienemucho de bando y muy poco de aquel carácter pro-fundo que fue la esencia del de los Persas. En cam-bio, el Manifiesto que publicó el Barón de Eróles esmucho más explícito. No se dirigía al país, sino a vo-luntarios realistas; no tenía nada que justificar, y sí,en cambio, mucho que afirmar, por cuanto era lógicoque los voluntarios supiesen por qué combatían. .

Acaso no esté de más la consideración de que elhecho de que la Regencia tuviera necesidad de actuaren nombre y defensa del Rey —y no se pierda de vistaque la legitimidad del poder fue algo fundamental ymuy arraigado en las masas realistas— le obligaba,hasta cierto punto, a tomar precauciones y no dar piea que Fernando VII la desautorizara públicamente,cosa más fácil de lo que puede pensarse dado el carác-ter versátil y caprichoso del Deseado, corrientementetraducido en arbitrariedades. Pero conviene no dejartampoco de lado el que la Regencia pudiera, en aquelentonces, no querer ir tan lejos como en el Manifiestode los Persas. Al menos, Mozo de Rosales —comoEguía— parecía en esta época lo suficientemente afec-

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LA FORMACIÓN DE LA DOCTRINA POLÍTICA DEL CARLISMO

to a Fernando VII para no aceptar la posición tajantedel Barón de Eróles, y en este caso —a nuestro pare-cer el más probable— el Manifiesto del hidalgo cata-lán debe ser considerado como el jalón doctrinal rea-lista que continúa la dirección política iniciada en 1814con el de los Persas. Respecto de éste, en un punto pue-de considerarse como más hecha la doctrina política,y es en la clara manifestación de los deseos foralesque animaban a los voluntarios catalanes y que el Ba-rón recoge. Por lo demás, el núcleo doctrinario es idén-tico, sobre todo en lo referente a leyes fundamentalespor encima del. Rey, una constitución política basadaen la tradición y elaborada con participación del pue-blo al modo de "nuestros mayores" (5).

Tras la intervención de las fuerzas francesas al.mando del Duque de Angulema, Fernando VII se violibre de la pesadilla constitucional y, como nueve añosantes, firmó un Decreto (1 de octubre de 1823, enPuerto de Santa María) en el que declaraba nulas ysin valor alguno cuantas disposiciones habían dado losgobiernos liberales en el llamado trienio constitucio-nal. Pero esta vez ya no hablaba de Cortes, ni de Go-bierno compartido con las representaciones del pueblo,ni de leyes fundamentales que están sobre el mismo

(5) "También nosotros queremos una Constitución, queremos unaley estable por la que se gobierne el Estado... Para formarla no iremosen busca de teorías marcadas con la sangre y el desengaño de cuantospueblos las han aplicado, sino que recurriremos a los fueros de nuestrosmayores, y el pueblo español, congregado como ellos, se dará leyes jus-tas y acomodadas a. nuestros tiempos y costumbres bajo la sombra deotro árbol de Guernica.—El nombre español recobrará su antigua vir-tud y esplendor, y todos viviremos esclavos, no de una facción desorga-nizadora, sí sólo de la ley que establezcamos. El Rey, padre de sus pue-blos, jurará, como entonces, nuestros fueros, y nosotros le acataremosdebidamente."

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Rey. Tanto el decreto como los manifiestos y procla-mas de la Junta Provisional y de la Regencia tienenmucho más de piezas oratorias que de proyectos parael futuro.

Desde este momento es ya posible distinguir dosdirecciones realistas, más divergentes e inconciliablesa medida que transcurrieron los años. Jamás se ha du-dado del eficaz realismo de D. Tadeo Calomarde, perofue él precisamente quien aplastó más de un movimien-to revolucionario realista, y valga la expresión.

Un año después de la reposición de Fernando VII,el mariscal Capapé se declaró en Zaragoza contra lanueva política del Rey; descubierta la conspiración,el mariscal realista fue detenido. Al año siguiente esBessiéres quien se pronuncia, fracasando. En los pri-meros meses de 1827 se inicia el levantamiento rea-lista de Cataluña que se llamó "deis Malcontents", delos descontentos. Prescindiendo de las confusas ex-plicaciones que se han venido dando acerca de su ori-gen y carácter, la guerra "deis Malcontents" dejó tam-bién en proclamas y manifiestos algunos datos intere-santes en orden al contenido ideológico, si bien hay quetener en cuenta que este movimiento de 1827 se conoceaún muy insuficientemente y, en consecuencia, no sepuede medir su alcance, al menos con probabilidadesde éxito.

Hay en las proclamas de los sublevados algunascircunstancias que llaman la atención. El movimien-to realista tuvo, es innegable, una amplia resonanciay fueron muchas las comarcas que llegaron a dominar,especialmente en Cataluña, viéndose secundados enotros puntos. Pero se observa en los documentos ofi-ciales un carácter vago, que no existió en los movi-

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LA I'BRMACIÓJÍ BE LA DOCTRINA POLÍTICA DEL CARLISMO

mientes anteriores. La proclama de D. Agustín Sa-peres, "coronel comandante general de la vanguardia",fechada en Manresa el 25 de agosto del 27, no espe-cifica motivos, pero habla de estrechar los vínculos defraternidad para desengañar a los "fanáticos, políti-cos y carbonarios"; el Manifiesto de Retís —13 sep-tiembre— declaraba como razón del alzamiento "soste-ner y defender los dulces y sagrados nombres de Re-ligión, Rey e Inquisición y arrollar y exterminar a...masones, carbonarios y comuneros...". Desconcertantetambién es el Manifiesto de Manresa —29 de agosto—,donde se aprecia la parte que tuvo en la sublevación dela ciudad la dignidad colectiva herida a consecuenciade unas palabras pronunciadas por el Teniente CoronelMayor del Regimiento a unos oficiales (6).

Realmente, la lectura del Manifiesto hace sonreíry la impresión que queda tras de ella es la de pensarque la absurda ingenuidad de quienes lo redactaron eraincapaz de dirigir o coordinar un movimiento o una in-surrección. Parece, pues, que los autores de cuantosmanifiestos y proclamas publicaron por aquel enton-ces los "Malcontents" no eran directores de movimien-

(6) "Los intrépidos realistas de Manresa no podían aguantar pormás tiempo el verse presa de unos hombres sedientos de sangre de sussemejantes. Las voces de saqueo y mortandad que había ya algunos díasque se proferían imprudentemente por algunos individuos del regimientosegundo de línea, que estaba de guarnición en la ciudad, apoyados sinduda por su teniente coronel mayor, quien pocos días antes convocó ala oficialidad haciéndole un exhorto en estos viles y horrendos términos:Señores oficiales: Ustedes tal ves no conocen del todo el genio de-pravado de esta ciudad. Esta ciudad es la más indigna, la más cruel 3salvaje que se conoce. Por mi parte, sienta que quedase una sola casacuando la incendiaron; pero si yo la vuelvo a ver arder, seré el prime-ro que le pondré fuego en sus cuatro ángulos; y así, unián, señores ofi-ciales, que en esto consiste nuestra, victoria, y lograremos burlar a, los

habitantes de esta cuidad."

FEDERICO SUÁREZ VERDAGÜER

to, sino figuras muy secundarias y un tanto simplesque, con indudable buena fe, y movidos de su realis-mo sincero, actuaban al dictado de otros de más ca-beza y menos valor. Así lo hizo saber a todos el capi-tán D. Narciso Abres, que acusó claramente a los Obis-pos del Principado de haberles comprometido en laaventura y abandonado lueg'o en la estacada, aludien-do asimismo a la traición del general Romagosa que,comprometido también, se pasó a los gubernamentales..

Como se verá, dadas las noticias que de la guerrade los "Malcontents" se conocen hasta ahora, lo mis-mo pudo ser una utilización del sentimiento realistade gran número de españoles para la consecución de-fines particulares, que un movimiento perfectamenteorganizado y dirigido a deponer a Fernando VII yproclamar a su hermano Don Carlos María Isidro.Porque el valor documental más importante del le-vantamiento de los ''Malcontents" —desde el punto devista en que está orientado este trabajo— es la refe-rencia explícita, en el Manifiesto de Abres (22 sep-tiembre), de la intención de elevar al Infante al tronocomo .remedio contra los avances del liberalismo y el.malestar por esta causa ocasionado.

LOS MOTIVOS POLÍTICOS DEL ALZAMIENTO DE 1833.

En el tiempo que media entre los "Malcontents" yla muerte del Rey es cuando se va perfilando, cadavez con rasgos más nítidos y precisos, el contorno delvasto movimiento que irrumpió poderosamente en lavida política del siglo xix a fines de 1833.

La escisión entre los realistas que comienza a per-

LA FORMACIÓN DE LA DOCTRINA POLÍTICA DEL CARLISMO

cibirse, débilmente aun, durante el trienio constitucio-nal, se vuelve definitiva a raíz de la fracasada sub-levación de 1827. Realistas eran los fernandinos y rea-listas los que, por creer que aquel camino de reformasque se preconizó en 1814 era de difícil andar con Fer-nando VII, pusieron la esperanza para hacer viablela vuelta a una Monarquía del corte castellano tradi-cional en un cambio de Rey, toda vez que no era sóloun sistema •—el liberalismo— quien se oponía a ello,sino también, y con idéntico empeño, el mismo Mo-narca.

Que una buena parte de los realistas se agruparanen torno a Don Carlos no era, hasta la promulgaciónde la Pragmática, cosa que sorprendiera a nadie —niaun a Fernando VII—•, puesto que según la Ley deSucesión vigente era el heredero de la Corona. La de^rogación de esta Ley y su sustitución por la antiguade Las Partidas enfrentó a carlistas y fernandinos,engrosados estos últimos por los liberales que, vieron^a partir de este momento, la posibilidad de instaurar susistema con la sucesión de la Infanta Isabel.

Con todo, y a pesar del carácter legal con que serevistió a la promulgación de la Pragmática, la situa-ción política española era tal durante la enfermedaddel Rey en 1832 que de haber fallecido entonces, DonCarlos hubiera empuñado el cetro sin oposición, sal-vo, naturalmente, la que hubieran podido presentar losliberales; si bien, a juzgar por los hechos, hubiera sidomínima y sin fuerza. Esta es, al menos, la opinión ge-neral de los historiadores, y no hay razones, por ahora,para suponer lo contrario. Se admite, pues, general-mente, que la casi totalidad del país estaba por DonCarlos a fines de 1832.

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FEDEMCO SUÁKEZ VERDAGUER

Durante el último año del reinado de Fernando VIIel panorama político sufrió una transformación —me-recedora ciertamente de un detenido estudio— cuyoresultado fue que a la muerte del Rey el acceso delInfante a la Corona no fuese tan fácil como un añoantes. Hubo lina proclamación de Don Carlos, perotambién la hubo de Doña Isabel; la diversidad desem-bocó en una guerra civil cuyos caracteres son distin-tos de los que se observaron en los levantamientos rea-listas anteriores, aunque guardan en muchos aspectosla semejanza substancial indispensable para que sepueda afirmar la continuidad y asegurar la filiación.

, Como los del trienio constitucional o el de 1827, elalzamiento de 1833 í u e eminentemente popular, en elsentido que anteriormente quedó fijado. En ningunaciudad pudo prosperar la proclamación de Don Carlos,pero la gente del pueblo, del campo, se pronunció porél y llenó de hombres su ejército y de recursos su ha-cienda.

Pero el movimiento de 1833 presentaba en primer,plano una cuestión de derecho de que los anterioreshabían carecido, a menos que, apurando mucho, sequiera ver en las repetidas alusiones a leyes fundamen-tales de la Monarquía que estaban sobre el mismo Reyuna manifestación de la ilegalidad con que actuó eldespotismo ilustrado y el mismo Fernando VII, lo cuales difícil de demostrar, ya que el grito ¡Viva Fernan-do Vil! era invariable en todos ellos.

Tanta importancia tuvo el restablecimiento del an-tiguo orden de suceder legislado en Las Partidas queel problema hereditario constituyó, no sólo la rotundae inconciliable división de los realistas, sino la uni-dad de los que siguieron a Don Carlos, siendo además

LA FORMACIÓN DE LA DOCTRINA POLÍTICA DEL CARLISMO

la razón suficiente del alzamiento y dejando en unlugar secundario toda otra consideración política.

No cabe duda de que hubo en esta circunstancia nopoco del espíritu legalista que vio, sobre todo, la jus-ticia y el derecho; pero no se puede dudar, máxime te-niendo a la vista documentos oficiales, de que tambiéncupo una parte no pequeña y desde luego nada despre-ciable al prestigio que tenía Don Carlos y a la popu-laridad que gozaba entre todos.

Sobre Don Carlos no hay demasiada conformidaden los juicios. Desde el retrato que de él hizo PérezCaldos hasta la opinión que merece a los autores de laHistoria del Tradicionalisnw español, hay parecerespara todos los gustos. No obstante, hay cualidades ge-neralmente reconocidas que pueden servir para ex-plicar, al menos en cierta medida, la devoción que inspi-raba al pueblo; indiscutible es su religiosidad, sóliday consecuente; indiscutible también la dignidad desu vida pública y privada, Ja buena fe con que obra-ba siempre, el carácter sencillo de su trato, la fir-meza tenaz —terquedad la llamaba Pérez Galdós—con que defendía las cosas que creía estaban fuera dediscusión. El amor que profesaba a su hermano el Reyes también reconocido por todos. Con frecuencia seha hablado de su exageración en materia religiosa ytal vez la expresión no sea del todo exacta; mejor ca-bría decir que, en este punto, su concepto de la reli-giosidad estaba deformado (7). Tampoco puede du-

(7) He aquí algunos pormenores recogidos de Rodezno (La Prin-cesa de Be.ira y los hijos de Don Carlos, Madrid, 1938, 2.a edición, pá-ginas 109 y 110) : "Era muy dado a hacer novenas, ayunaba con frecuen-cia, leía la vida del Santo del día y tenía por costumbre confesar y co-mulgar los días que había de celebrar Consejo de Ministros, cuyas de-liberaciones no tenía inconveniente en interrumpir para recibir a algún

FEDERICO SUAREZ VERDAGUEK.

darse de que esta deformación le llevó, en muchas oca-siones, a fiarlo todo de la Providencia, descuidandotomar las medidas prácticas y reales que a voces pe-dían los muchos problemas planteados. En punto a in-teligencia o capacidad para el gobierno, es difícil pro-nunciarse con algún fundamento en tanto no se es-tudie la vida política del gobierno y corte de Don Car-los ; a lo que parece, por lo que hasta ahora se sabe, nodebía ser nada que llamara la atención.

Tenía, pues, el Infante una personalidad muy hu-mana, con sus virtudes y defectos, pero con la modali-dad de que todo cuanto de él dependía estaba dentro dela más recta moral, siendo sus defectos o de educación•—el caso de su deformación religiosa— o de natura-leza —el no ser una inteligencia privilegiada-;—, y enambos casos fuera de su alcance el corregirlos. Era.realmente, un hombre de buena voluntad. Y como estoestaba patente a los ojos de todos, el contraste del In-fante con el Rey era violento, y las virtudes de Don,Carlos se agrandaban ante la cobardía, la vida licen-ciosa y la vulgaridad de Fernando VII. No es de ex-trañar, en consecuencia, que el pueblo sintiese una

cortesano que le trajera alguna estampa bendecida por algún Prelado o.alguna reliquia... En las marchas por los campos y pueblos de Navarrallevaba siempre un gentilhombre encargado de transportar las medallas,estampas, crucifijos, reliquias y breviarios que para su uso se hacíacolocar en las casas donde se alojaba... Como en Madrid, años después,Sor Patrocinio, hubo en Kstella una monja iluminada y favorecida conraras revelaciones y sueños, en los que veía a Don Carlos conducido porel Aiigcl Custodio al trono de Fernando el Santo. Besaba el Rey continción las misivas prometedoras de la monja, llenas de fe candida yenternecedora, y en una ocasión, cuando la situación era de lo más crí-tica por las desavenencias entre el Cuartel General y la Corte, entrabaalborozado en el cuarto de la Princesa de Beira para decirle: MaríaTeresa, tengo muy buenas noticias; escribe la tnonjiía que antes de dos-meses estaremos en Madrid."

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como veneración por el Infante, sobre todo teniendo encuenta la religiosidad de la gente campesina y el con-cepto que tenían de la realeza.

En los documentos del alzamiento de 1833 es fá-cil comprobar esta faina de Don Carlos. La proclama-de la Diputación de Vizcaya (5 de octubre) hablabadel "legítimo soberano el magnánimo y virtuoso DonCarlos M.!1 Isidro de Borbón"; la de Verástegui (7 deoctubre) decía "Príncipe excelso, cuya vida pública yprivada suministra sobrados antecedentes para espe-rar días de ventura y de felicidad", calificándolo másadelante de "Príncipe esclarecido, modelo de todas lasvirtudes"; Merino, en su proclama de 23 de octubre,aludía al "Príncipe español, perseguido y expatriado,que une a sus virtudes el legítimo e indisputable dere-cho a la Corona de Kspaña".

Más difícil es apreciar la importancia que para elpueblo tenía la cuestión de derecho. Lógicamente cabepensar que un pleito dinástico no es algo que pueda serfácilmente entendido por las clases populares, y menostodavía que, sin serlo, o siéndolo sólo a medias, entu-siasme a la población rural y la mueva a lanzarse a unaguerra civil. Sin embargo, un observador de las condi-ciones de C. F. Henningsen afirma rotundamente locontrario: "Además de estos males y de la experien-cia que han tenido del dominio de los patriotas bajo elGobierno de las Cortes, el pueblo sabe bien que, segúnlas leyes de España, ninguna mujer puede empuñar elcetro y encuentran que es un insulto a la dignidad es-pañola el ser gobernados por una mujer." Hasta quépunto se puede conceder un crédito absoluto a esta no-ticia del capitán inglés es imposible saberlo aún, pero

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de todas maneras y cualquiera que sea el que se le dé.,es dato que. merece ser recogido.

En cambio, en los medios cultos del país el proble-ma hereditario fue de una trascendencia capital. Dela pasión con que una y otra parte defendieron sus pun-tos de vista da una idea la abundantísima literaturaque unas veces con carácter puramente informativo,doctrinal o histórico, y otras como manifestación po-lémica y de combate, apareció durante aquellos prime-ros años que siguieron al alzamiento.

Sin embargo, no es la literatura privada la quemás interesa tener en cuenta ahora, sino la oficial.La convicción que Don Carlos tenía de sus derechosa la Corona era inconmovible, y en los mismos térmi-nos contundentes se expresó con ocasión de la jura deDoña Isabel que cuando a la muerte de Fernando VIIdirigió sus primeros manifiestos encabezados: "Car-los V...", y firmados: "Yo el Rey." Era como una con-vicción religiosa y como un hecho que, una vez existente,no tenía más remedio que aceptar. Con la misma fuer-za parece que lo sentían sus adeptos, lo que supone unindudable reconocimiento de la Ley Sucesoria de 1713,y el ningún caso que hicieron de la publicación de laPragmática.

En este punto se unen, en los manifiestos y procla-mas del alzamiento, la cuestión jurídica con la doctri-na política. "Nunca sufrieron los españoles que se vio-laran sus leyes fundamentales si no eran derogadas omodificadas por unánime sentimiento, y especialmentela de sucesión a la,corona..." Así encabeza Merino suCircular de 24 de octubre de 1833. La vieja doctrina po-lítica del Manifiesto de los Persas sobre la existenciade leyes fundamentales que están sobre el Rey, que íue-

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ron promulgadas conjuntamente por el Rey con lasCortes, se remozaba de nuevo a raíz de la violación deuna ley fundamental. Los partidarios de Don Carlosvieron una injusticia manifiesta en la promulgación dela Pragmática, entre otras razones porque el Monarcahabía obrado, en materia de tanta trascendencia, sinconcurso del pueblo en Cortes; tampoco existían moti-vos de un razonable interés nacional que justificara lamedida, y por si esto fuera "poco, Merino hacía notaren su citado documento que a nadie se ocultaban "losmedios que se han empleado de muy pocos años a estaparte para derogar la ley, pero todos contra lo que lamisma ley dispone, y otras que tratan sobre el asuntono menos terminantemente". También la proclama deVerástegui se refería a que los liberales "a favor deuna artera, pero refinada intriga:.., se habían ingeridohasta en el mismo trono del monarca, y violando elpoder legislativo, aquella ley fundamental y primordialde sucesión... había excluido de la inmediata sucesión ala corona al legítimo heredero y digno sucesor...". Enel mismo sentido se expresa la proclama de la Diputa-ción de Vizcaya.

Aparece en estos documentos otro de los caracte-res peculiares de la ideología carlista: la conciencia deuna misión muy concreta que trascendía del problemamás o menos actual. Los diputados realistas que sus-cribieron el Manifiesto de los Persas habían aludidoexplícitamente al carácter forastero, anticatólico y an-tiespañol del sistema liberal implantado, un poco dicta-torialmente, en Cádiz. En su Manifiesto, el Barón deEróles ponía crudamente al descubierto la cuestión dela propaganda revolucionaria en párrafos hasta elo-

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•cuentes (8), y en los que se publicaron durante el le-vantamiento de los "Malcontents" se especifica la ac-ción contra carbonarios, sectarios jacobinos, masones,comuneros y revolucionarios. Más claramente da ideadel peligro contra el que luchaban una proclama clan-destina, aparecida aun en la vida de P'ernando VII, yredactada en términos vibrantes, en la que se referíaa la "facción demagógica venida desde las ciases inmun-das de París para sumergirnos en el abismo del ateís-mo y la herejía". La proclama de la Diputación de Viz-caya comenzaba: "Una facción antirreligiosa y anti-monárquica se ha apoderado del mando durante la lar-g"a enfermedad de nuestro difunto Rey y trata de iradquiriendo ascendiente para exponeros sin defensaa los ataques de la Revolución y de la anarquía quecombatimos en 1823. Sus partidarios... quieren hacera España cómplice de sus abominables maquinacionesque la propaganda revolucionaria inventa para destruir•el orden social en Europa", y raro es el manifiesto, pro-clama o circular en que más o menos abiertamente dejade aludirse al fondo revolucionario del liberalismo es-pañol.

No extraña, por tanto, que ante la general preven-

(8) "Ellos nos han ofrecido la felicidad en falsas teorías que sólonos lian traído la desunión y la miseria; han proclamado la libertad conpalabras, ejerciendo la tiranía con los hechos; han asegurado que respe-tarían la propiedad a todos los españoles, y no hemos visto más queusurpaciones y despojos; han ofrecido el respeto a las leyes y han sidolos primeros en violarlas después de establecidas; han declarado invio-lable la persona del Rey, y han permitido y tal vez provocado que loapedreasen y llenasen de insultos....; finalmente, han ofrecido1 reiteradosderechos a la seguridad. individual, y se han visto allanadas las casasde unos ciudadanos virtuosos, arrancados del seno de sus familias paradeportarlos a islas y países remotos, sin otra averiguación que los- ala-ridos de los comuneros, y hemos visto ensangrentado el martirio y sa-crificada la víctima en la mansión sagrada por las leyes."

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ción de la gran masa del pueblo ante las ideas innovado-ras, María Cristina, que había buscado el apoyo de losliberales, intentase contrarrestar los efectos que sus ac-tos políticos, ya de carácter indudablemente extremistaa los ojos del país, inspirando el célebre —aunque in-útil— Manifiesto de 4 de octubre que dio Cea Bermú-dez a la nación con vistas a que repercutiera en las po-tencias extranjeras. El Manifiesto era una verdaderadeclaración de principios: la Religión 3* la Monarquíaserían respetadas y mantenidas en todo su vigor y pu-reza; asumía el deber de conservar intacta la autori-dad real (¿la soberanía real?) y el mantenimiento dela forma y leyes fundamentales de la. Monarquía, sin•admitir inno-Jaciones peligrosas. Es decir, se ponía asalvo todo el sistema político y social bajo el que duran-te siglos habían vivido los españoles.

Si fue o no sincero el Manifiesto es difícil de averi-guar, al menos por ahora. Si lo fue no cabe duda deque prometió mucho más de lo que podía cumplir, comose comprueba por los hechos que inmediatamente co-menzaron a sucederse; pero no es probable que la Re-gente, ni los hombres políticos que la rodeaban, deja-sen de tener conciencia de lo difícil que iba a ser elmantenimiento de la situación anterior dando belige-rancia a los innovadores, máxime contando con las ex-periencias pasadas, que el mismo Fernando VII —que,al fin y a la postre, era el Rey para unos y otros—fue incapaz de evitar.

Quizás más en la realidad estuvieron los políticosque rodearon a Don Carlos. Pero es curioso observarque el levantamiento de 1833 se hizo con independen-cia del Consejo —pues de alguna manera hay que de-signar a los realistas que se desterraron a Portugal con

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Don Carlos— que asesoraba al discutido Infante, queno tuvo participación alguna en las proclamas y mani-fiestos de sus fieles, ni, en consecuencia, pudo inspirarel contenido político e ideológico que se observa enellos. En otras palabras: conocemos la postura políticae ideológica del pueblo'y de sus inmediatos jefes, cau-dillos o como quiera que se les llame; mas tan intere-sante como este conocimiento •—con serlo mucho— esel saber ía mentalidad y la posición de los consejerosde Don Carlos, de los que pudiéramos llamar los hom-bres políticos del Carlismo. No cabe duda que fueronellos quienes inspiraron los manifiestos, circulares y de-más documentos que firmó el parcialmente proclamadoRey, pero se da la circunstancia de que estos documen-tos son —y tenían que serlo forzosamente— muy ac-tuales, muy de acuerdo con las necesidades concretasdel momento, y no explayan un programa ni una doc-trina política meditada y acabadamente construida.

Es esta otra de las semejanzas del levantamientocarlista con el alzamiento contra los invasores de i8o8>que nos es permitido fijar.' La dirección intelectualy política de la Guerra de la Independencia no la die-ron las masas, realistas y profundamente religiosas yaferradas al sistema tradicional, sino los intelectuales,.los políticos de las Juntas, de la Regencia, de las Cor-tes. Prueba de ello es que el período 1808-1814, en vezde significar una rectificación de los errores políticos-de despotismo ilustrado del xvin en la forma que Ios-realistas expusieron recogiendo el espíritu que anima-ba a la masa de combatientes contra Napoleón, derivó-en sentido contrario, recogiendo e implantando el sis-tema liberal francés contra el cual se combatía.

El alzamiento carlista tuvo un matiz muy definido,,

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pero al mismo tiempo un tanto vago, un poco imprecisoy general. El problema consiste en estudiar la formaen que los hombres políticos del Carlismo respondierona las claras directrices que el pueblo señalaba y hastaqué punto, al recogerlas, supieron formar un cuerpodoctrinal ideológico y político.

FEDERICO SUÁREZ VERDAGUER.