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La figura de Francis Scott Fitzgerald(1890-1940), el escritor másbrillante de la llamada «generaciónperdida», parece extraída de suspropias novelas, que retrataroncomo ningunas otras la «época deljazz» y la profunda crisis de valoresexperimentada por la sociedadnorteamericana a lo largo de losaños veinte, que culminó con elcrack económico de 1929.Ambientada en la Universidad dePrinceton durante los añosanteriores a la entrada de losEstados Unidos en la Gran Guerra,

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A este lado del paraíso (1920) -novela que alcanzó desde suaparición un éxito fulgurante-presenta ya las obsesiones, loscaracteres y las situaciones quehabrían de nutrir las narracionesposteriores de Fitzgerald: el hombreen busca de su propia personalidad,el mundo convencional y brillante delos ricos, la inexorable demolición delos valores ilusorios.

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Francis Scott Fitzgerald

A este lado delparaíso

ePUB v1.1Oxobuco 01.02.13

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Título original: This Side of ParadiseFrancis Scott Fitzgerald, 1920.Traducción: Juan Benet Goitia

Editor original: Oxobuco (v1.1)ePub base v2.1

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A Sigourney Fay

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«¡A este lado del paraíso…! Pococonsuelo da el saber.»

RUPERT BROOKE

«Experiencia es el nombre que muchosdan a sus errores.»

ÓSCAR WILDE

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Libro PrimeroEl ególatra romántico

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1. Amory, Hijo de Beatrice

De su madre, Amory Blaine habíaheredado todas las características que,con excepción de unas pocasinoperantes y pasajeras, hicieron de éluna persona de valía. Su padre, hombreinarticulado y poco eficaz, que gustabade Byron y tenía la costumbre dedormitar sobre los volúmenes abiertosde la Enciclopedia Británica, seenriqueció a los treinta años gracias a la

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muerte de sus dos hermanos mayores,afortunados agentes de la Bolsa deChicago; en su primera explosión devanidad, creyéndose el dueño delmundo, se fue a Bar Harbor, dondeconoció a Beatrice O’Hara. Fruto de talencuentro, Stephen Blaine legó a laposteridad toda su altura —un pocomenos de un metro ochenta— y sutendencia a vacilar en los momentoscruciales, dos abstracciones que sehicieron carne en su hijo Amory.Durante años revoloteó alrededor de lafamilia: un personaje indeciso, una caradifuminada bajo un pelo gris mortecino,siempre pendiente de su mujer y

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atormentado por la idea de que no sabíani era capaz de comprenderla…

¡En cambio, Beatrice Blaine!¡Aquélla sí que era una mujer! Unasviejas fotografías tomadas en la finca desus padres en Lake Geneva, Wisconsin,o en el Colegio del Sagrado Corazón deRoma —una extravagancia educativaque en la época de su juventud era unprivilegio exclusivo para los hijos depadres excepcionalmente acaudalados—ponían de manifiesto la exquisitadelicadeza de sus rasgos, el arte sencilloy consumado de su atuendo. Tuvo unaeducación esmerada; su juventudtranscurrió entre las glorias del

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Renacimiento; estaba versada en todaslas comidillas de las familias romanasde alcurnia y era conocida, como unajoven americana fabulosamente rica, delcardenal Vitori, de la reina Margherita yde otras personalidades más sutiles delas que uno habría oído hablar de habertenido más mundo.

En Inglaterra la apartaron del vino yle enseñaron a beber whisky con soda; ysu escasa conversación se amplió —enmás de un sentido— durante un inviernoen Viena. En suma, Beatrice O’Haraasimiló esa clase de educación que yano se da; una tutela observada por unbuen número de personas y sobre cosas

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que, aun siendo menospreciables,resultan encantadoras; una cultura ricaen todas las artes y tradiciones,desprovista de ideas, que florece en elúltimo día, cuando el jardinero mayorcorta las rosas superfluas para obtenerun capullo perfecto.

En uno de los momentos menostrascendentales de su ajetreadaexistencia, regresó a sus tierras deAmérica, se encontró con StephenBlaine y se casó con él, tan sólo porquese sentía llena de laxitud y un tantotriste. A su único hijo lo llevó en elvientre durante una temporadamemorable por la monotonía

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abrumadora de su existencia y lo dio aluz en un día de la primavera del 96.

Cuando Amory tenía cinco años, erapara ella un compañero inapreciable. Unchico de pelo castaño, de ojos muybonitos —que aún habían de agrandarse—, una imaginación muy fértil y uncierto gusto por los trajes de fantasía.Entre sus cuatro y diez años recorrió elpaís con su madre, en el vagónparticular de su abuelo, desdeCoronado, donde su madre se aburriótanto que tuvo que recurrir a unadepresión nerviosa en un hotel de moda,hasta Méjico, donde su agotamientollegó a ser casi epidémico. Estas

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dolencias la divertían y más tardeformaron una parte inseparable de suambiente, y en especial después deingerir unos cuantos y sorprendentesestimulantes.

Así, mientras otros chicos más omenos afortunados tenían que desafiar latutela de sus niñeras en la playa deNewport y eran zurrados o castigadospor leer cosas como Atrévete y hazlo oFrank en el Mississippi, Amory sededicaba a morder a los complacientesbotones del Waldorf mientras recibía desu madre —al tiempo que en él sedesarrollaba un natural horror a lamúsica sinfónica y a la de cámara— una

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educación selecta y esmerada.—Amory.—Sí, Beatrice. (Un nombre tan

increíble para llamar a una madre; peroella se lo exigía.)

—Querido, no creas que te vas alevantar de la cama todavía. Siempre hesospechado que levantarse temprano dejoven deshace los nervios. Clothilde teestá preparando el desayuno.

—Bueno.—Hoy me siento muy vieja, Amory

—y al suspirar su cara se convertía enun camafeo de sentimientos, su voz sehacía delicadamente modulada y susmanos, tan gráciles como las de la

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Bernhardt—. Tengo los nervios depunta, de punta. Nos tenemos que irmañana de este lugar horrible en buscade un poco de sol.

Los ojos verdes y penetrantes deAmory, a través de su pelo enmarañado,observaban a su madre. A tan tempranaedad ya no se hacía ilusiones respecto aella.

—Amory.—Sí, sí.—Me gustaría que tomaras un baño

hirviendo; lo más caliente que puedasaguantar, para calmar tus nervios.Puedes leer en la bañera, si quieres.

Antes de cumplir los diez años su

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madre lo había alimentado con trozos deFêtes galantes, y a los once ya eracapaz de hablar corrientemente y conreminiscencias de Brahms, Mozart yBeethoven. Una tarde, estando solo enun hotel de Hot Springs, se le ocurrióprobar el cordial de albaricoques de sumadre y, habiéndole encontrado el gusto,se emborrachó. Le divirtió al principio,hasta que, llevado de su exaltación,probó un cigarrillo y sucumbió a unareacción vulgar, propia de genteordinaria. Y aunque el incidentehorrorizó a Beatrice, en secreto ledivertía y llegó a ser, como diría unageneración posterior, una más de «sus

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cosas».—Este hijo mío —le oyó decir un

día, en una habitación repleta de atónitasy admiradas damas— está amanerado,pero es encantador. Muy delicado; encasa somos todos muy delicados de«aquí» —y su mano indicaba su bonitopecho; bajando el tono hasta el susurroles contó el incidente del cordial con elque se regocijaron mucho, porque eramuy buena raconteuse—, si bien esamisma noche muchas cerraduras seecharon para evitar las posiblesincursiones de Bobby o de Bárbara…

Las peregrinaciones familiares sehacían en toda regla: dos sirvientes, el

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vagón particular, el propio Mr. Blainecuando estaba en familia, e incluso unmédico. Cuando Amory tuvo la tosferina, cuatro especialistas seobservaban con recíproco fastidio,reclinados sobre su lecho. Y cuandosufrió la escarlatina, el número deasistentes, incluyendo médicos yenfermeras, subió a catorce. Pero comola hierba mala nunca muere, salióadelante.

Los Blaine no echaban raíces enparte alguna. Eran sencillamente losBlaine de Lake Geneva; tenían bastantesparientes que podían pasar por amigos yun buen número de acomodos entre

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Pasadena y Cape Cod. Pero Beatricecada día se inclinaba más por las nuevasamistades porque necesitaba repetir susrelatos —la historia de su juventud, desus achaques, de sus años en elextranjero— a intervalos regulares detiempo. Como los sueños freudianos,había que echarlos fuera para dar paz asus nervios. Sin embargo, Beatrice eramordaz para con las mujeresamericanas, y en especial con respecto alas gentes de paso que venían del Oeste.

—Tienen acento, querido, tienenacento —decía a Amory—; ni siquieraes acento del Sur o de Boston, o de unaciudad cualquiera sino, simplemente,

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acento —y se ponía soñadora—. Seagarran a ese acento masticado deLondres, que no les va y que sólo puedeser usado por quien sabe hacerlo.Hablan como lo haría un mayordomoinglés que se ha pasado muchos años enla compañía de ópera de Chicago —asíllegaba hasta la incoherencia— y encuanto suponen —siempre llega esemomento en la vida de una mujer delOeste— que su marido ha alcanzadocierta prosperidad, se creen en laobligación de tener acento, querido,para impresionarme con él…

Convencida de que su cuerpo era unmanojo de achaques —eso era muy

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importante en su vida—, consideraba asu alma tan enferma como él. Había sidocatólica; pero tras descubrir que lossacerdotes eran más solícitos con ellacuando se hallaba en trance de perder orecuperar la fe en la Santa MadreIglesia, sabía mantener una atractivaambigüedad. A menudo deploraba lamentalidad burguesa del cleroamericano y estaba segura de que, dehaber seguido viviendo a la sombra delas grandes catedrales europeas, suespíritu seguiría luciendo en el poderosoaltar de Roma. Pero con todo lossacerdotes constituían, después de losmédicos, su deporte favorito.

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—Ay, eminencia —le decía alobispo Winston—, no quiero hablar demí. Me imagino perfectamente el tropelde mujeres histéricas que llaman a supuerta para pedirle que sea «simpático»con ellas… —y tras una interrupciónpor parte del obispo—, pero mi estadode ánimo no es muy distinto.

Solamente a obispos y altasjerarquías de la Iglesia había confesadosu romance clerical. Cuando volvió a supaís, vivía en Ashville un joven pagano,a lo Swjnburne, por cuyos apasionadosbesos y amena conversación habíademostrado una decidida inclinación; ysin ambages discutieron los pros y los

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contras del asunto. Entretanto ella habíadecidido casarse por razones deprestigio; y el joven pagano de Ashville,tras una crisis espiritual, tomó estadoreligioso para convertirse en monseñorDarcy.

—Por cierto que sí, señora Blaine,un compañero encantador; el brazoderecho del cardenal.

—Amory debería visitarle —suspiróla bella dama—; monseñor Darcy lecomprenderá como me comprendió a mí.

Al cumplir los trece años, Amory,alto y esbelto, era la reproducciónexacta de los rasgos celtas de su madre.En varias ocasiones disfrutó de un

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profesor particular, en la idea de que sueducación progresara y en cada lugar«reemprender la tarea donde había sidodejada»; pero como ningún profesorpudo saber nunca dónde había sidodejada, su cabeza se conservaba enperfectas condiciones. Qué habría sidode él, de haber llevado esa vida unosaños más, es difícil decirlo. Embarcadouna vez con rumbo a Italia, a las cuatrohoras de estar en alta mar reventó suapéndice, probablemente por culpa detantas comidas en la cama; tras una seriede delirantes telegramas entre Europa yAmérica, y para asombro de lospasajeros, el trasatlántico viró

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lentamente su rumbo hacia Nueva York,para depositar a Amory en el muelle. Sedirá con razón que eso no era vida, peroera magnífico.

Tras la operación Beatrice se sintióafectada de una depresión nerviosa, conun sospechoso tufillo a deliriumtremens, y Amory se quedó a vivir losdos años siguientes en Minneapolis, encasa de sus tíos. Allí es donde lesorprenden por primera vez los airescrudos y vulgares de la civilizaciónoccidental que le cogen en camiseta, porasí decirlo.

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Un beso para Amory

Torció la boca al leer el mensaje:

Vamos a celebrar una fiesta de trineos elpróximo jueves 17 de diciembre ymucho me agradaría contar con suasistencia.

Siempre suya,Myra St. Claire

Se ruega contestar.

Durante sus primeros dos meses enMinneapolis había tratado con todas susfuerzas de ocultar «a los chicos de la

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clase» por qué se sentía infinitamentesuperior a todos ellos, a pesar de que talconvicción era un castillo de arena. Lohabía demostrado un día en la clase defrancés (asistía al curso superior defrancés) para sonrojo de Mr. Reardon,cuyo acento Amory corrigiódespectivamente ante la delicia de todala clase. Mr. Reardon, que diez añosantes había estado unas semanas enParís, se tomaba la revancha con losverbos, en cuanto abría el libro. En otraocasión Amory quiso hacer unaexhibición de historia, pero conresultados desastrosos, porque a lasemana siguiente los chicos —de su

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misma edad— se decían unos a otros,con acento petulante:

—Oh, sí, yo creo —sabes— que larevolución americana fue más que nadauna cuestión de la clase media.

—Washington era de gente bien, degente bien, creo yo.

Con gracia, Amory trató derehabilitarse con nuevas elucubracionessobre el mismo tema. Dos años anteshabía comenzado una historia de losEstados Unidos que, aunque no pasó dela guerra de la Independencia, su madreencontraba encantadora.

Estando siempre en desventaja enlos ejercicios físicos, tan pronto como

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descubrió que eran piedra de toque paraalcanzar en la escuela poder ypopularidad empezó a hacer furiosos ypersistentes esfuerzos por descollar enlos deportes de invierno; con lostobillos inflamados y doloridos —apesar de todo— todas las tardespatinaba con denuedo en la pista deLorelie, pensando en cuándo sería capazde llevar el palo de hockey sin que se leenredara entre los patines.

La invitación a la fiesta de laseñorita Myra St. Claire se pasó lamañana en el bolsillo de su abrigo, encompañía de un cacahuete. Por la tardela sacó a la luz con un suspiro y, tras

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algunas consideraciones y una primeraredacción sobre la tapa del Cursopreliminar de Latín, de Collar y Daniel,escribió su contestación:

Mi querida señorita St. Claire:Su invitación realmente encantadora

para la tarde del próximo jueves larecibí esta mañana realmente encantado.Así pues me sentiré entusiasmado depresentarle mis respetos el próximojueves por la tarde.

Sinceramente,Amory Blaine

Aquel jueves, por consiguiente,

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estuvo paseando por las resbaladizas ypaleadas aceras hasta que llegó a la casade Myra a eso de las cinco y media, conun retraso que su madre, sin duda, habríaaplaudido. Esperó en la entrada con losojos indolentemente semicerradosmientras planeaba con detalle sullegada: cruzaría el salón, sin prisa,hacia la señora St. Claire para saludarlacon la más correcta entonación:

—Mi querida señora St. Claire,lamento enormemente llegar tan tarde,pero mi doncella… —aquí se detuvo arecapacitar—, pero mi tío y yodebíamos visitar a un amigo… Sí, heconocido a su encantadora hija en la

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academia de baile.Luego estrecharía las manos

(haciendo uso de aquella sutilreverencia semiextranjera) a todas lasdamiselas almidonadas, mientraslanzaba un saludo al grupo decaballeretes, reunidos en un corro paradarse mutua protección.

Un mayordomo (uno de los tres deMinneapolis) abrió la puerta. Amory alentrar se quitó el gabán y la gorra. Lesorprendió ligeramente no oír elcuchicheo de la habitación contigua, ypensó que la fiesta debía ser un tantoseria. Le pareció bien, como le habíaparecido bien el mayordomo.

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—La señorita Myra —dijo.Para su asombro, el mayordomo hizo

una horrible mueca.—Ah, sí —dijo— está aquí. —No

se daba cuenta de que su incapacidadpara hablar cockney estaba arruinandosu futuro. Amory le observó con desdén.

—Pero —continuó el mayordomo,levantando innecesariamente la voz— esla única que queda en casa. Se ha idotoda la gente.

Amory quedó horrorizado yboquiabierto.

—¿Cómo?—Estuvo esperando a Amory

Blaine. Es usted, ¿no? Su madre ha

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dicho que si usted aparecía a las cinco ymedia les siguieran en el Packard.

El desconsuelo de Amory quedócristalizado con la aparición de Myra,envuelta hasta las orejas en un abrigo depolo, la expresión de mal humor y unavoz que a duras penas podía sercomplaciente.

—Qué hay, Amory.—Qué hay, Myra. —Con eso había

descrito su estado de ánimo.—Bueno, al fin has llegado.—Bueno, ya te contaré. Supongo que

no te has enterado del accidente decoche —empezó a fantasear.

Los ojos de Myra se abrieron del

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todo.—¿De quién?—Bueno —continuó

desesperadamente—; mi tío, mi tía y yo.—¿Se ha matado alguien?Amory se detuvo e hizo un gesto.—¿Tu tío? —una alarma.—No, no, solamente un caballo; una

especie de caballo gris.El mayordomo de opereta se rió a

hurtadillas.—Seguro que han destrozado el

motor —Amory le habría aplicadotormento, sin el menor escrúpulo.

—Bueno, vamos —dijo Myra confrialdad—. Ya comprendes, Amory, los

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trineos estaban pedidos para las cinco ytodo el mundo estaba aquí, así que nopodíamos esperar…

—Bueno, yo no tengo la culpa,¿verdad?

—Mamá dijo que te esperara hastalas cinco y media. Cogeremos el trineoantes de que llegue al Minnehaha Club,Amory.

El frágil equilibrio de Amory sevino abajo. Se imaginó al alegre gruporepicando por las calles nevadas, laaparición de la limousine, la horriblellegada de Myra y él ante todo elpúblico, ante sesenta ojos cargados dereproches… y sus disculpas, verdaderas

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esta vez. Suspiró en voz alta.—¿Qué hay? —preguntó Myra.—Nada, estaba bostezando. ¿Crees

realmente que podremos alcanzarlesantes de que lleguen allí? —Secretamente estaba alimentando ladébil esperanza de dirigirsedirectamente al Minnehaha Club paraque el grupo les encontrara allí, ante elfuego, en aburrida soledad pero conmejor presencia de ánimo.

—Claro que sí, ¿verdad, Mike? Lesalcanzaremos. De prisa.

Empezó a recuperar su sangre fría.En cuanto subieron al coche se dedicó aponer en práctica —dorando la pildora

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— un plan de combate que le habíancolgado en la academia de baile, «unchico terriblemente guapo», «con ciertoaire inglés».

—Myra —bajando la voz yescogiendo las palabras con tiento—, tepido mil perdones. ¿Serás capaz deperdonarme?

Ella miró con gravedad aquellosprofundos ojos verdes, aquella bocaque, para sus ilusiones juveniles,suponía la quintaesencia del romance.Por supuesto, Myra podía perdonarlecon mucha facilidad.

—Claro que sí.Él la contempló de nuevo y bajó los

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ojos, mostrando sus pestañas.—Soy incorregible —dijo con

tristeza—, soy diferente a los demás. Nosé por qué tengo que dar estos faux pas.Porque no me preocupo por mí,supongo. —Luego, brutalmente—: Heestado fumando demasiado. He cogidoel vicio del tabaco.

Myra se imaginaba lasdesenfrenadas noches del tabaco, unpálido Amory que se tambaleaba porculpa de unos pulmones inundados denicotina. Dio un suspiro.

—Oh, Amory, no fumes. Vas adestrozar tu crecimiento.

—Qué importa —insistió

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dramáticamente—. He cogido el vicio.Estoy haciendo muchas cosas que si mifamilia supiera… —se detuvo para dartiempo a que ella imaginara los másnegros horrores—. La semana pasada fuia ver una revista.

Myra estaba rendida, y él volvióhacia ella sus verdes ojos.

—Eres la única chica de la ciudadque me gusta de verdad —dijo en unalarde de sentimientos—. Eres muy«simpática».

Myra no estaba segura de serlo; peroaquella palabra le sonaba muy bien.

Había oscurecido, y en una bruscavuelta del coche ella se echó encima de

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él; sus manos se tocaron.—Tienes que dejar de fumar, Amory

—le dijo—. Ya lo sabes.El movió la cabeza.—Qué importa eso a nadie…Myra vaciló.—Me importa a mí.Algo se agitó en el interior de

Amory.—¡A ti sí que te importa! Lo que a ti

te importa es Froggy Parker, todo elmundo lo sabe.

—No es verdad —muy suavemente.Un silencio mientras Amory se

estremecía. Había algo fascinante enMyra, encerrada en la intimidad del

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coche y al abrigo del aire frío y oscuro.Myra, un pequeño paquete de ropa, unasguedejas de pelo dorado que sedesenroscaban bajo el gorro de lana.

—Yo también me he enamorado…—se detuvo porque oyó a lo lejos lasrisas de los jóvenes y, escudriñando lacalle iluminada a través del cristalempañado, llegó a divisar la oscurasilueta de los trineos. Tenía que actuarcon rapidez. Se volvió con violencia ydecisión y apretó la mano de Myra, supulgar, para ser exactos.

—Dile que vaya derecho alMinnehaha. Tengo que hablar contigo.Necesito hablar contigo.

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Myra alcanzó a ver los trineos, tuvouna fugaz visión de su madre y —adióslas buenas costumbres— contempló losojos que estaban a su lado.

—Tome la primera bocacalle,Richard, y vaya derecho al MinnehahaClub —dijo por el telefonillo. Amoryreclinó la espalda contra losalmohadones con un suspiro de alivio.

«Ya la puedo besar —pensaba—.Apuesto a que la puedo besar».

El cielo estaba casi cristalino, unpoco brumoso, y toda la fría nochevibraba de rica tensión. Desde laescalinata del club se extendían loscaminos, pliegues oscuros sobre la

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blanca sábana. Grandes montones denieve se acumulaban a los lados, comoel rastro de gigantescos topos. Por uninstante se detuvieron en los escalones,contemplando una luna blanca en fiestas.

—Ante una luna pálida como esa —Amory hizo un gesto lleno de vaguedad— la gente se vuelve más misteriosa.Pareces una bruja cuando te quitas elgorro, ese pelo enredado —ella quisoarreglarse el pelo—. Pero déjalo, estámuy bien así.

Subieron la escalinata y Myradirigió sus pasos a la habitación que élsoñara, un fuego acogedor ante unprofundo sofá. Unos años más tarde

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aquel rincón había de ser para Amory lacuna y el escenario de muchas crisissentimentales. Por un momentoestuvieron charlando acerca de trineos.

—Siempre hay un grupo de tímidos—comentó él—, sentados en la cola deltrineo para espiarse, cuchichear y darseempujones. Y nunca falta tampoco esachica bizca y rara —hizo una imitaciónterrible— que está siempre dando gritosa su carabina.

—Qué divertido eres —se admiróMyra.

—¿Qué quieres decir con eso? —dijo Amory, preocupado de nuevo delterreno que pisaba.

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—Nada, que siempre estás diciendocosas divertidas. ¿No quieres venirmañana a esquiar con Marylyn yconmigo?

—No me gustan las chicas durante eldía —dijo secamente; pensando quehabía sido un tanto rudo, añadió—: Perotú sí que me gustas. —Se aclaró la voz—: Primero me gustas tú, segundo tú ytercero tú.

Los ojos de Myra se volvieronsoñadores. ¡Lo que iba a contar aMarylyn! El estar aquí, en el sofá, conaquel chico encantador, el fuego, lasensación de estar solos en todo eledificio.

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Myra capituló. El ambiente era muyapropiado para ello.

—Y a mí me gustas primero tú hastaveinticinco —confesó ella, con voztemblorosa—; y Froggy Parker elveintiséis.

Froggy no tenía idea de que habíaperdido veinticinco puestos en una hora.

En cambio, Amory, sobre la marcha,se inclinó con decisión y la besó en lamejilla. Nunca hasta entonces habíabesado a una muchacha y paladeó loslabios con curiosidad, como paradegustar una fruta desconocida. Loslabios de los dos se rozaron, comoflores campesinas mecidas por el viento.

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—Somos terribles —Myra suspirócon ternura. Deslizó su mano entre lasde él y apoyó su cabeza en su hombro.Una repentina repugnancia se apoderóde Amory; disgusto y hastío por todo elincidente. Deseó frenéticamente estarmuy lejos, no volver a ver a Myra, novolver a besar nunca más; atento a susdos caras, a sus dos manos entrelazadas,deseó escabullirse fuera de su cuerpopara esconderse en cualquier lugarseguro y oculto, en el más apartadorincón de su mente.

—Bésame otra vez —la voz de ellaparecía llegar desde un extenso vacío.

—No quiero —se oyó decir a sí

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mismo. Hubo otra pausa—. ¡No quiero!—repitió apasionadamente.

Myra se incorporó, las mejillasencendidas, la vanidad herida. La nucale temblaba nerviosamente.

—¡Te odio! —gritó—. ¡No teatrevas a dirigirme otra vez la palabra!

—¿Cómo? —tartamudeó Amory.—Le voy a decir a mamá que me has

besado. ¡Se lo diré! Se lo voy a decir.¡Y no me dejará más salir contigo!

Amory se incorporó paracontemplarla indefenso, como si setratara de un animal de cuya presenciaen la tierra no se hubiera percatadohasta ese momento:

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La puerta se abrió inopinadamente yla madre de Myra apareció en el umbral.

—¡Vaya! —empezó, ajustándose losimpertinentes—. Me dijo el conserjeque estaban aquí arriba. ¿Cómo estás,Amory?

Amory observó a Myra mientrasesperaba el estallido, pero no ocurriónada. Los pucheros se evaporaron,empalideció el rojo y la voz de Myraera tan plácida como un lago de veranocuando contestó a su madre.

—Salimos tan tarde, mamá, quepensé que era mejor…

De abajo llegaban los gritos y risas—mientras Amory seguía a madre e hija

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bajando las escaleras— mezclados conel insulso aroma de los bizcochos y elchocolate caliente. El sonido delgramófono era acompañado por lasvoces de muchas chicas que tarareabanla canción, cuando sintió nacer yextenderse por encima de él un pálidofulgor.

Casey Jones subió a la cabaña,Casey Jones, con las órdenes en la

mano.Casey Jones, subió a la cabañapara marchar hacia la tierra de

promisión.

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Instantáneas del jovenególatra

Casi dos años estuvo Amory enMinneapolis. Durante el primer inviernousaba mocasines que en un principio sepusieron amarillos pero que sucesivasaplicaciones de polvo y grasa losdevolvieron a su natural tono, un pardoverdoso y mate; vestía un cortobalandrán gris y una gorra roja detobogán. Su perro, el «Conde delMonte», se comió la gorra roja, y su tíole tuvo que regalar una gris que letapaba toda la cara. Lo malo era que, al

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respirar a través de ella, se le helaba elaliento; un día con aquella maldita gorrase le helaron las mejillas. Se lasrestregó con nieve, pero siguieronconservando un tono azul oscuro.

El «Conde del Monte» se comió tambiénuna caja de añil que por el momento nole hizo mucho daño. Posteriormente, sinembargo, perdió sus facultadesmentales; correteaba locamente por lascalles, se golpeaba contra las vallas, serevolcaba en las zanjas y así siguió,llevando una vida un tanto excéntrica,hasta que Amory le perdió de vista.

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Amory se lamentaba al acostarse.—Pobre «Conde» —lloraba—,

¡pobrecillo «Conde»!Pero a los pocos meses empezó a

sospechar que el «Conde» había sido unredomado actor.

Amory y Frog Parker consideraban quela mejor frase de la literatura seencontraba en el acto III de ArsenioLupin.

Todas las matinées de los miércolesy los sábados acudían a su butaca deprimera fila. La frase era la siguiente:

«Si uno no puede llegar a ser un gran

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artista o un general, lo mejor es ser ungran criminal».

Amory se enamoró de nuevo y escribióeste poema:

Marylyn y Sallylas chicas para mí.Marylyn a Sally es superioren tierno y profundo amor.

Le preocupaba si McGovern, deMinnesota, sería el primero o el segundoen el «americano cien por cien»; cómohacer juegos de manos y cartas, las

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corbatas camaleónicas, cómo nacían losniños y, en fin, si Brown «Tres-Dedos»era realmente mejor pitcher que ChristieMathewson.

Entre otras cosas leyó: Por el honordel colegio, Mujercitas (dos veces), Laley de todos, Safo, El peligroso DanMcGrew, El camino real (tres veces),La caída de la casa Usher, Tressemanas, Mary Ware, la compañera delpequeño coronel, Gungha Din, LaRevista Policiaca y Jim-Jam Jems.

Había hecho suyas las ideas deHenty sobre la historia y le encantabanlas novelas policiacas de Mary RobertsRinehart.

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El colegio echó a perder su francés y leinculcó una cierta aversión a los autoresclásicos. Sus profesores le tenían por unchico holgazán, inadaptado y de unainteligencia superficial.Coleccionaba los rizos de las cabellerasde muchas chicas y usaba los anillos dealgunas de ellas. La manía de morderlosy deformarlos le impidió tener másanillos, aparte de que provocaba lasospecha y la envidia del siguienteusuario.

Durante los meses de verano Amory y

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Frog Parker iban todas las semanas a lafunción de teatro. A la salida paseabanpor las avenidas Hennepin y Nicollet, através de la alegre muchedumbre,soñando en el aire embalsamado de lasnoches de agosto. Todavía nocomprendía Amory cómo la gente no sedaba cuenta de que era un jovendestinado a la gloria; y cuando de entrela multitud se volvían a mirarle unosojos ambiguos, adoptaba la másromántica de las expresiones paracaminar por encima de las burbujas quepavimentan el camino de losadolescentes.Siempre, cuando se acostaba, oía voces:

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voces indefinidas, apagadas,fascinadoras, que venían del otro ladode la ventana para sumirle en uno de sussueños favoritos: llegar a ser un granjugador o el general más joven delmundo, condecorado por su acción en lainvasión japonesa. Siempre se trataba delo que llegaría a ser, nunca de lo queera. Este era otro rasgo característico deAmory.

El código del joven ególatra

En el momento de volver a Lake Geneva

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su aspecto era tímido pero alumbrado deun fuego interior: llevaba sus primerospantalones largos, una corbata acordeóncolor púrpura en uno de esos cuellos decamisa altos, redondos, con los bordesunidos; unos calcetines de color púrpuray un pañuelo con un ribete tambiénpúrpura que asomaba del bolsillosuperior. Pero sobre todo habíaformulado ya su primera filosofía, estoes, unas reglas de conducta que, a faltade otro nombre, constituían una especiede aristocrática egolatría.

Se había convencido de que susintereses le llevaban a asociarse concierto voluble personaje llamado —al

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objeto de identificar su pasado con él—Amory Blaine. Amory se tenía por unjoven afortunado, capaz de extendersehasta el infinito tanto por el bien comopor el mal. No se consideraba un«carácter fuerte», pero confiaba en sufacilidad (porque aprendía las cosas deprisa) y en su gran inteligencia (porquehabía leído un montón de libracos). Sesentía orgulloso de su incapacidad parallegar a ser un genio de la mecánica o dela ciencia, pero no estaba dispuesto arenunciar a cualesquiera otras glorias.

Físicamente. Amory tenía la certezaabsoluta de que era extraordinariamentehermoso. Lo era. Se tenía por un atleta

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de infinitas posibilidades y por unbailarín consumado.

Socialmente. En este campo, suscondiciones eran, quizás, máspeligrosas. Había otorgadogratuitamente a su persona encanto,amabilidad, magnetismo, equilibrio, elpoder de dominar a todos los varonescontemporáneos suyos y el don defascinar a todas las mujeres.

Mentalmente. Una superioridadabsoluta fuera de toda discusión.

Pero aquí es necesario poner lascosas en claro. Amory tenía unaconciencia puritana. Y aunque no sesometiera a ella —más tarde en su vida

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llegó a acallarla por completo—, a losquince años le inducía a considerarsecomo un chico peor que los demás…,carente de escrúpulos…, deseoso detener influencia a cualquier precio,incluso para el mal…; un tanto frío ycarente de afecto, capaz de llegar a lacrueldad…; un voluble sentido delhonor…, un feroz egoísmo…, un extrañoy furtivo interés en todo lo relativo alsexo.

Además, una singular vena débilatravesaba toda su personalidad…, unafrase violenta en labios de un chicomayor (los mayores en general ledetestaban) era bastante para alterar

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todo su equilibrio y sumirle en unahuraña animosidad, en una tímidaestupidez… esclavo de su propiavanidad, aunque se sentía capaz decierta audacia y valor, no tenía coraje niperseverancia ni dignidad.

Esa vanidad, matizada de sospechasya que no de conocimientos; una imagende la gente como autómatas sujetos a suvoluntad; el anhelo de ganar al mayornúmero posible de compañeros y dealcanzar una indefinida cumbre…constituían todo el equipaje con queAmory se embarcó en la adolescencia.

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Preparativos para la granaventura

El tren se detuvo con languidez estivalen Lake Geneva cuando Amory divisó asu madre esperando en el andén, subidaal electromóvil. Era un electromóvil demodelo antiguo, pintado de gris. Laprimera visión que tuvo de ella, erguiday esbelta, aquel rostro donde secombinaban la belleza y dignidad parafundirse en una soñadora sonrisa, lellenó de un súbito orgullo. Tan prontocomo, tras un frío beso, subió alelectromóvil sintió miedo de haber

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perdido el necesario encanto paraequipararse con ella.

—Querido, qué alto estás… Mira aver si viene algo por detrás.

Mirando a derecha e izquierda, sedeslizó prudentemente a cuatrokilómetros por hora, encareciendo aAmory que actuara de vigía; en un crucefrecuentado le obligó a descender paracorrer por delante y señalar supresencia, como si fuera un policía detráfico. Beatrice conducía, lo que sedice, prudentemente.

—Estás muy alto… pero muy guapo.Ya has pasado la edad del pavo,dieciséis años. A lo mejor es a los

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catorce o quince. Ya no me acuerdo.Pero ya la has pasado.

—No me avergüences —murmuróAmory.

—Pero, querido, ¡qué traje más raro!Parece que eres de un equipo, ¿verdad?La ropa interior, ¿también es de colorpúrpura?

Amory gruñó desabridamente.—Tienes que ir a Brooks por algún

buen traje. Ah, tenemos que hablarseriamente esta noche; o mejor, mañanapor la noche. Quiero que hablemos de tucorazón; probablemente has descuidadotu corazón sin darte cuenta.

Amory cavilaba sobre lo superficial

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que era la capa que abrigaba a sugeneración. Dejando aparte una pasajeratimidez, sintió que el cinismo quecaracterizaba sus relaciones con sumadre seguía intacto. Durante losprimeros días vagabundeó por losjardines, a lo largo de la costa, en unestado de extrema soledad,contentándose con el letárgico consuelode fumar Bulls en el garaje, en compañíade uno de los choferes.

Las veinticuatro hectáreas de lafinca estaban sembradas de antiguas yrecientes casas veraniegas; muchasfuentes y bancos blancos saltaban depronto a la vista tras el colgante follaje

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de los escondrijos; existía una granfamilia de gatos blancos, siempre enaumento, que deambulaban entre losmacizos de flores y por las noches, derepente, aparecían sus siluetas sobre lososcuros troncos. En uno de aquellossenderos umbrosos Beatrice, al fin,apresó a Amory, una vez que Mr. Blaine,como de costumbre, se había retirado alcaer la tarde a su biblioteca. Trasreprocharle que tratara de evitarla, tuvocon él un largo tête-à-tête al claro deluna. Pero él a duras penas podíasentirse a gusto con aquella belleza —progenitura de la suya—, las formasexquisitas de su cuello y sus hombros,

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las gracias de una mujer afortunada ensus treinta años.

—Amory, querido —musitó conternura—; qué época más ingrata yextraña desde que te fuiste.

—¿Por qué, Beatrice?—Cuando tuve mi última crisis —se

refería a ello como a algo irresistible eindomable— los médicos me confesaronque si un hombre hubiera bebido de laforma que yo lo hice —su voz adquirióel acento de las confidencias— estaríaahora deshecho físicamente, en latumba. Hace mucho que estaría en latumba.

Amory respingó; se imaginaba cómo

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habría sonado aquello a Froggy Parker.—Sí —continuó Beatrice, con tono

de tragedia—, tenía sueños, visionesmaravillosas —se apretó los ojos conlas palmas de las manos—. He vistoríos de bronce corriendo entre riberasde mármol y grandes pájaros quevolaban a mucha altura; pájarosmulticolores, de plumaje brillante. Heescuchado músicas muy extrañas y elfulgor de las trompetas de losbárbaros… ¿Qué?

Amory se reía a hurtadillas.—¿Qué decías, Amory?—Nada, nada. Continúa, Beatrice.—Eso es todo; me ha ocurrido

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muchas veces: jardines de llamativoscolores junto a los cuales este teparecería gris; lunas que giraban y sebalanceaban, más pálidas que las lunasde invierno, más doradas que las lunasde las eras.

—Y ahora, ¿cómo te sientesBeatrice?

—Perfectamente, como nunca. Perono me entienden. No puedo explicarlo,Amory…, pero no me entienden.

Amory se había emocionado. Rodeóa su madre con su brazo, acariciando sucabeza contra el hombro de ella.

—Pobre Beatrice, pobre Beatrice.—Pero hablame de ti Amory.

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¿También para ti han sido terribles estosdos años?

Amory pensó primero en mentir,pero decidió no hacerlo.

—No, Beatrice. Me he divertidomucho. Me he adaptado a la burguesía.Me he convertido en una persona normal—se sorprendió de confesar semejantecosa y se imaginó la mueca de Froggy—. Beatrice —dijo de improviso—, megustaría ir al colegio. Todo el mundo enMinneapolis va interno al colegio.

Beatrice mostró una cierta alarma.—Sólo tienes quince años.—Pero todo el mundo va al colegio

a los quince años; y yo quiero ir,

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Beatrice.Por indicación de Beatrice el asunto

fue demorado el resto del paseo; perouna semana más tarde le sorprendióagradablemente al decirle:

—Amory, he decidido hacer lo quequieres. Si todavía lo deseas, puedes iral colegio.

—¿De verdad?—Al St. Regis, en Connecticut.Amory tuvo una repentina emoción.—Ya está todo arreglado —continuó

Beatrice—. Es mejor que vayas.Hubiera preferido llevarte a Eton ydespués al Christ Church, en Oxford,pero es casi imposible en estos tiempos.

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Y decidiremos la cuestión de launiversidad más adelante.

—¿Qué vas a hacer tú, Beatrice?—Dios sabe. Parece que mi destino

es malgastar mi tiempo en este país. Noes que lamente ser americana, eso espropio de gente vulgar; creo que nosestamos convirtiendo en una grannación, pero —aquí suspiró— sientoque mi vida debería haber transcurridoen una civilización más vieja y madura,en una tierra de praderas y sombrasotoñales.

Amory no contestó; su madrecontinuó:

—Es una pena que no conozcas el

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extranjero; pero como eres hombre esmejor que te eduques aquí, al amparodel águila acechante…, ¿es ese eltérmino correcto?

Amory lo confirmó. Decididamentesu madre no habría apreciado lainvasión japonesa.

—¿Cuándo iré al colegio?—El mes que viene. Primero irás

hacia el Este, para tus exámenes. Ydespués tendrás una semana devacaciones para hacer una visita, en elHudson arriba.

—¿A quién?—A monseñor Darcy, Amory.

Quiere verte. Estuvo en Harrow y Yale y

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después se hizo católico. Quiero quehable contigo porque te puede ayudarmucho —apretó su pelo castaño concariño—: Amory querido, Amoryquerido…

—Beatrice querida…

A primeros de septiembre Amory,provisto de «seis mudas de ropa interiorde verano, seis mudas de ropa interiorde invierno, un jersey, una camiseta delana, un abrigo, etc.», salió para NuevaInglaterra, el país de los colegios.

Allí se encuentran Andover y Exeter,con sus recuerdos de la Nueva Inglaterra

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muerta, colegios amplios comodemocracias; St. Mark, Groton, St.Regis con su gente de Boston y losKnickerbocker de Nueva York; St. Paul,con sus grandes canchas; Pomfret y St.George, para la gente próspera y bienvestida; Taft y Hotchkiss, que preparan alos ricos del Medio Oeste para sutriunfo en Yale; Pawling, Westminster,Choate, Kent y un centenar más; todosdispuestos a desbastar, año tras año, almismo tipo acomodado, convencional ypresumido; de estimular sus aptitudesmentales mediante exámenes de ingresoy vagos propósitos expuestos encentenares de folletos: «A fin de

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comunicarle la educación mental, moraly física que corresponde al caballerocristiano; al objeto de adaptar al jovenpara enfrentarse con los problemas desu tiempo y de su generación yproporcionarle, al mismo tiempo, unasólida formación en las artes y lasciencias».

En St. Regis permaneció tres días yllevó a cabo sus exámenes de ingresocon altiva confianza. Después fue aNueva York, de paso para su famosavisita. La metrópoli, apenas entrevista,le produjo poca impresión, a no ser porla sensación de limpieza que le dieronlos rascacielos blancos desde el

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vaporcito del Hudson, una mañana muytemprano. Por otra parte, su menteestaba tan ocupada por los sueños deproezas atléticas en el colegio que nopodía por menos de considerar esavisita como un engorroso preámbulo a lagran aventura. Sin embargo no fue así.

La casa de monseñor Darcy era unaantigua y confusa residencia situada enlo alto de una colina que dominaba elrío, donde su propietario vivía —cuando no tenía que viajar a todas laspartes del mundo católico— como unEstuardo en el exilio, esperando en todomomento ser llamado a gobernar sutierra. Monseñor tenía entonces cuarenta

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y cuatro años, era una personabulliciosa, que rebosaba salud, con unabrillante y contagiosa personalidad.Cuando entraba en una habitación,vestido de púrpura de pies a cabeza,parecía un crepúsculo de Turner y atraíaatención y respeto. Había escrito dosnovelas: la primera, violentamenteanticatólica, un poco antes de suconversión, seguida de otra cinco añosmás tarde, en la que había transformadotodos sus hábiles argumentos contra loscatólicos en —más hábiles todavía—sátiras contra los episcopalianos. Eramuy ceremonioso, con grandes dotesdramáticas: amaba a Dios lo bastante

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como para seguir célibe y se llevababien con sus vecinos.

Los niños le adoraban porque erauno más entre ellos; los jóvenesdisfrutaban de su compañía, porquesiendo uno de ellos, de nada seescandalizaba. De haber nacido en supaís y en su siglo podría haber sido unRichelieu; pero en verdad se trataba deun hombre muy honesto, muy religioso(aunque no beato), que envolvía engrandes misterios sus desgastadasinfluencias y que —aunque no disfrutarade ella— sabía apreciar la vida en todasu extensión.

Desde el primer momento él y

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Amory se entendieron a la perfección. Ala media hora de conversación entreaquel prelado jovial y brillante, capazde deslumbrar la concurrencia de unbaile de embajada, y aquel joven atento,de ojos verdes, en sus primerospantalones largos, ambos seconsideraban como padre e hijo.

—Hijo mío, te he estado esperandodurante años. Siéntate ahí que tenemospara rato.

—Vengo del colegio. St. Regis, yasabe usted.

—Me lo dijo tu madre, ¡qué mujernotable! Coge un cigarrillo, estoy segurode que fumas. Bueno, si te pareces a mí,

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no te gustarán las ciencias ni lasmatemáticas…

—No me gustan nada. Ni el inglés,ni la historia…

—Naturalmente. El colegio no tegustará al principio. Pero me alegro deque vayas a St. Regis.

—¿Por qué?—Es un colegio para caballeros; no

te infectarás de democracia tan pronto.Ya tendrás de eso en la universidad,para dar y tomar.

—Me gustaría ir a Princeton —dijoAmory—. No sé por qué pero me pareceque todos los de Harvard son un poconiñas, como yo lo era antes; y todos los

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de Yale llevan jerseys azules y fuman enpipa.

Monseñor sonrió.—Yo soy uno de ellos, ya lo sabes.—Pero usted es distinto. Los de

Princeton son todos unos vagos, guaposy aristocráticos como un día deprimavera. Harvard tiene un tufo ainterior…

—Eso es.Los dos se dejaban deslizar hacia

una intimidad de la que nunca habían deliberarse.

—Yo era partidario del príncipeCharlie —informó Amory.

—Naturalmente, y de Aníbal. —Sí, y

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también de la Confederación del Sur. Encambio, no estaba demasiado seguroacerca de los patriotas irlandeses (setemía que ser irlandés era algo vulgar),pero monseñor le aseguró que Irlandaera una causa perdida pero romántica yque los irlandeses, gente encantadora,constituirían uno de sus principalesapegos.

Tras una densa hora, con unoscuantos cigarrillos más, en la cual supomonseñor para su sorpresa, ya que nopara su horror, que Amory había sidoeducado en el seno de la religióncatólica, le anunció que esperaba a otrovisitante. No era otro que el honorable

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Thornton Hancock, de Boston, exministro en La Haya, autor de unaerudita historia de la Edad Media yúltimo vastago de una distinguida,patriótica y brillante familia.

—Viene aquí a descansar —dijomonseñor en tono confidencial, como siAmory fuera un contemporáneo suyo—.Yo soy como un sedante para las fatigasdel agnosticismo y creo ser la únicapersona que sabe que esa vieja y seriacabeza ha naufragado y busca ansiosauna tabla firme —como la de la Iglesia— a la que agarrarse.

Aquel primer almuerzo fue uno delos acontecimientos memorables de la

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juventud de Amory. Estaba radiante y lededicó todo su peculiar encanto.Monseñor, a fuerza de preguntas ysugerencias, supo sacarle lo mejor quellevaba dentro, y Amory conversó coningenio y agudeza acerca de milimpulsos y deseos, anticipaciones,esperanzas y temores. El y monseñorllevaron el peso de la charla, mientras elanciano —con su mentalidad menosreceptiva y complaciente pero no másfría— parecía contento con escuchar yrecibir el cálido resplandor queemanaba de los otros dos. Monseñorsiempre había hecho, a mucha gente, elefecto de un rayo de sol, y —aunque más

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en su juventud que en su madurez— lomismo le ocurría a Amory, que nunca semostró tan espontáneo como en aquellaocasión.

«Un chico brillante —pensóThornton Hancock, que había conocidola crema de dos continentes y habíatenido ocasión de hablar con Parnell,Gladstone y Bísmarck, para añadir mástarde a monseñor—: pero no se deberíaconfiar su educación ni a una escuela nia un colegio».

Sin embargo, durante los cuatro añosque siguieron, la mejor parte delintelecto de Amory estuvo concentradasobre temas mundanos y sobre las

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triquiñuelas del sistema universitario yde la sociedad americana representadapor los tés de Baltimore y las canchasde golf de Hot Springs.

… En suma, una semanamaravillosa, testigo de la consagraciónde la mente de Amory, de laconfirmación de un centenar de susteorías y de la cristalización de suapetito de vivir en mil habitacionesdiferentes. No es que la conversaciónfuera un tanto académica —¡no, porDios! Amory sólo tenía una idea muyvaga de quién era Bernard Shaw—, peromonseñor supo representar tanto al«amado vagabundo» como a «sir

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Nigel», cuidando de que Amory sesintiera siempre a sus anchas.

Pero ya estaban sonando los clarinesque anunciaban la primera escaramuzade Amory con su propia generación.

—No te duela marcharte. Entre gentecomo nosotros —dijo monseñor—nuestro lugar está precisamente dondeno estamos.

—Qué lástima…—Nada de lástima. No hay en el

mundo persona imprescindible para ti opara mí.

—Bueno…—Adiós.

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El ególatra abatido

Los dos años de St. Regis, con sus altosy bajos de fracasos y triunfos,significaron en la vida de Amory lopoco que todo colegio preparatorio,aplastado bajo el peso de lasuniversidades, supone para la vidaamericana en general. En América noexiste un Eton donde se cimente laconciencia de la clase gobernante; enlugar de eso no hay más que colegioslimpios, insulsos e inocuos.

Al principio todo le fue mal; erauniversalmente detestado y consideradoal mismo tiempo despreciable y

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arrogante. Jugaba al fútbol intensamente,simultáneamente impulsado por unabrillante audacia y una tendencia arehuir el peligro en cuanto un mínimo depudor lo permitiera. En una ocasión enque era preso de un terror pánico,rehusó luchar con un chico de su tamaño,ante un coro de insultos. Sin embargo,una semana más tarde se enfrascó en unalucha con otro mucho mayor, de la quesalió machacado pero orgulloso de símismo.

Era rencoroso con toda clase deautoridad, lo que, combinado con lapereza y el desinterés por el trabajo,exasperaba a sus profesores. Fue

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perdiendo el humor y se tenía a sí mismopor un paria; andaba enfurruñado por losrincones y se dedicaba a leer después dela queda. Con miedo a quedarse solo, sehizo unos cuantos amigos, que, como noeran la crema del colegio, los utilizabatan sólo como espejos de sí mismos,para adoptar ante ellos —lo que eraesencial para él— sus posturas desiempre. Era desesperadamentedesgraciado, se encontrabaintolerablemente solo.

Pero también tenía algunosconsuelos. Cuando se hallabadeprimido, su vanidad era lo último enirse a pique; era una gran satisfacción

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oírle decir a «Wookey-wookey» —elviejo portero sordo— que él era elchico más guapo que había visto en suvida. E igualmente le había complacidoconvertirse en el hombre más joven yrápido del equipo de fútbol, o que eldoctor Dougall asegurase, al término deuna acalorada conferencia, que si se lopropusiera podría obtener las mejoresnotas de la clase.

Abatido, aislado y enemistado consus compañeros y profesores,transcurrió su primer curso. Pero enNavidad regresó a Minneapolis, loslabios crispados e incomprensiblementecontento.

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—Al principio lo extrañaba todo —le dijo a Froggy Parker con airespaternales—, pero enseguida meimpuse. El más rápido del equipo.Deberías ir a un colegio, Froggy. Es unagran cosa.

Incidente con elbienintencionado profesor

La última noche que pasaba en laescuela al final de su primer curso, Mr.Margotson, el profesor encargado,ordenó a Amory que se personara en su

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habitación. Amory sospechó que levenía una reprimenda y se propusorecibirla cortésmente porque el tal Mr.Margotson siempre había demostradouna buena disposición para con él. Tosióunas cuantas veces y le miróafablemente, consciente de que pisabaun terreno delicado.

—Amory —empezó—, te hemandado llamar para una cuestiónpersonal.

—Sí, señor.—Te he venido observando todo el

curso y… yo te aprecio. Creo que hay enti condiciones para… para llegar a seruna gran persona.

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—Sí, señor —Amory logrópronunciar. Le repugnaba la gente que letrataba como a una calamidad.

—Pero he observado —continuó elprofesor, impasiblemente— que notienes muchos amigos entre tuscompañeros.

—No, señor —Amory humedeciósus labios.

—Ah, creía que no ibas a entenderde qué se trata…, lo que ellos piensan.Te lo voy a decir, porque yo creo quecuando un joven conoce sus dificultadesestá mejor capacitado para…resolverlas, para llegar a ser lo que losdemás esperan de él. —Carraspeó de

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nuevo con delicada reticencia y continuó—: Los chicos piensan que eres…demasiado novato…

Amory no pudo aguantar más. Selevantó del asiento controlando su voz aduras penas.

—¡Ya lo sé! ¿Cree usted que no losé? —levantó la voz—. Sé de sobra lóque piensan. No es necesario que ustedme lo repita —se detuvo—. Ya estoy…,tengo que volver…, espero no habersido demasiado violento.

Abandonó la habitaciónapresuradamente. En el aire fresco de lanoche, al volver hacia su cuarto, seregocijaba de haber rechazado aquella

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ayuda.—¡Maldito viejo! —gritaba

ferozmente—. ¡Cómo si yo no losupiera!

Con todo, decidió que aquelloconstituía una excelente excusa para novolver aquella noche al estudio; así que,tranquilamente, se metió en la cama,mordisqueó unos nabiscos y terminó deleer La compañía blanca.

Incidente con la jovenmaravillosa

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Su buena estrella brilló nuevamente enaquel febrero. Nueva York resplandecíaen el aniversario de Washington con elesplendor de un acontecimiento largotiempo esperado.

Aquella blancura contra el cielo azuloscuro había dejado una impresión querivalizaba con la de las ciudadessoñadas de Arabia. Pero esta vez llegó averla con luz eléctrica; el romance fluíadesde los luminosos de Broadway hastalos ojos de las mujeres del Astor, dondeél y el joven Paskert, otro de St. Regis,habían ido a cenar. Cuando atravesaronel patio de butacas, saludados por losnerviosos y brillantes acordes de los

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violines desafinados y la fragancia,pesada y sensual, de tanta pintura ypolvos, sintió que se movía en unaesfera de epicúreas delicias. Todo leencantaba. La obra era El pequeñomillonario, con George M. Cohan, yactuaba una asombrosa morenita, cuyadanza le dejó sentado, extasiado yabsorto.

Oh, tú, mujer maravillosa,qué maravillosa mujer.

Cantó el tenor y Amory —en secretopero apasionadamente— asintió.

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Tus palabras encantadorasme subyugan…

Los violines crecieron y tremolaronen las últimas notas, la morena se abatióen la escena como una mariposa, y unaexplosión de aplausos llenó la sala. ¡Ay,caer enamorado de tal manera, con lalánguida y mágica melodía de esacanción!

La escena final tenía lugar en unaterraza; los violoncelos suspiraban a unaluna musical mientras se sucedían en laescena las ligeras aventuras de una fácily burbujeante comedia. Amory estabasobre ascuas; no deseaba otra cosa que

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llegar a ser un habitual de las terrazas,encontrar una chica como aquella —omejor, aquella misma, el pelo bañadodel dorado resplandor de la luna—, altiempo que tras ellos un camareroexótico servía el vino. Cuando cayó eltelón por última vez dio un suspiro tanlargo que el público a su alrededor sévolvió a mirarle y decir en alta voz:

—¡Qué joven tan notable!Fue lo que le sacó de su

ensimismamiento para preguntarse sirealmente había de parecer interesante ala gente de Nueva York.

Paskert y él se dirigieron sinpronunciar palabra hacia el hotel. El

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primero rompió el silencio; su inciertavoz de quince años turbó con susacentos melancólicos las meditacionesde Amory.

—Me casaría con esa mujer estamisma noche.

No había necesidad de preguntar aquién se refería.

—Me sentiría orgulloso de llevarlaa casa y presentarla a mi familia.

Amory, evidentemente, estabaimpresionado. Le habría gustado decirloen lugar de Paskert. Porque parecíanpalabras maduras.

—Pienso en esas actrices. ¿Serántodas malas chicas?

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—No, señor, ni por asomo —respondió con énfasis el joven mundano—. Me atrevo a afirmar que esa chica esoro puro.

Pasearon mezclándose con lamuchedumbre de Broadway, soñandocon la música que remolineaba a lapuerta de los cafés. Dentro y fuerallameaban caras nuevas como miríadasde luces, pálidas y encendidas, fatigadaspero sostenidas por su propiaexcitación. Amory las contemplabafascinado. Ya estaba planeando su vida.Viviría en Nueva York, conocido entodos los cafés y restaurantes,elegantemente vestido desde la tarde

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hasta la madrugada, para dormir durantelas largas y aburridas horas de lamañana.

—Sí, señor, me casaría con esamujer esta misma noche.

En tono heroico

Octubre de aquel segundo y último añoen St. Regis fue un hito en la vida deAmory. El partido con Groton se jugódesde las tres de una tarde chispeante yalegre hasta un enervado y otoñalcrepúsculo. Amory, de medio centro,

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exhortando a sus compañeros consalvaje desesperación, ensayandoimposibles maniobras, gritando órdenescon una voz que había quedado reducidaa un áspero y violento rugido, sabía contodo sacarle el jugo a aquelensangrentado vendaje alrededor de sucabeza y al esforzado y gloriosoheroísmo de tantos miembros y cuerposdoloridos que se zambullían paragolpearse entre sí. Durante unos minutosel coraje corrió como el vino en unatarde de noviembre, sintiendo en suinterior al eterno héroe, el pirata sobrela proa de la galera nórdica, Rolland uHoracio, sir Nigel o Ted Coy, arañado y

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hecho jirones pero volviendo siempre ala brecha para rechazar la horda,mientras a lo lejos una tormenta deentusiasmo… hasta que, magullado ydeshecho, pero siempre esquivo,después de dar toda la vuelta a la línearegateando y cambiando el paso y conlos brazos extendidos…, cayó tras lameta del Groton con dos hombresagarrados a sus piernas, en el únicotanto del partido.

La filosofía del trepador

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Con el orgullo que el éxito y el sextocurso le otorgaban, Amory contemplabacon cínico asombro su situación del añoanterior. Había cambiado todo lo queAmory Blaine podía cambiar. Amorymás Beatrice más dos años enMinneapolis eran todos sus ingredientescuando llegó a St. Regis. Así como losaños de Minneapolis no le cubrieron deuna capa lo bastante espesa como paraque el componente «Amory másBeatrice» pasara inadvertido a losinquisitivos ojos del colegio, en cambioSt. Regis, tras despojarle dolorosamentede su Beatrice, había comenzado arevestirle de su nueva, más normal y

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fundamental apariencia. Sin embargo,tanto Amory como St. Regis no sepercataban del hecho de que este nuevoAmory fundamental apenas habíacambiado. Aquellas cualidades quetanto le habían hecho sufrir, susfrivolidades, su tendencia alamaneramiento, su pereza y su afición ahacer el payaso, se tomaban ahora comocosa natural; excentricidades de un grandefensa, de un brillante actor, delredactor del St. Regis Tattler; no podíapor menos de extrañarle cómo algunosjovencitos impresionables imitabanahora las mismas vanidades que pocotiempo atrás habían sido sus

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despreciables flaquezas.Tras la temporada de fútbol se dejó

llevar hacia una soñadora alegría. Lanoche del baile de despedida logróescabullirse para meterse temprano en lacama por el placer de escuchar lamúsica de los violines que llegaba a suventana a través del césped. Consumíalas noches soñando con secretos cafésde Montmartre, donde mujeresmarfileñas descubrían los secretos dediplomáticos y soldados de fortuna,mientras la orquesta atacaba valseshúngaros y el aire exótico se enrarecíade intrigas, claro de luna y aventuras.Durante la primavera leyó L’Allegro,

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por obligación, y se sintió transportadoa las más líricas expresiones sobre lascosas de Arcadia y las flautas de Pan.Corrió la cama para ser despertado porel primer sol de la mañana; se vestía alpunto y se balanceaba en el rústicocolumpio que colgaba de un manzanovecino al pabellón de sexto curso. Secolumpiaba con ahínco para subir cadavez más alto, hasta sentir que sebalanceaba sobre el vacío, una tierraencantada poblada de sátiros flautistas yninfas con las caras y melenas que habíaencontrado en las calles de Eastchester.Cuando el columpio alcanzaba su puntoculminante, Arcadia se situaba sobre la

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cima de cierta colina donde la oscuracarretera se perdía de vista hastareducirse a un punto dorado.

Toda aquella primavera, al principiode sus dieciocho años, leyó mucho: Elcaballero de Indiana, Las nuevasnoches de Arabia, La moral de MarcusOrdeyne, El hombre, que fue Jueves —que le gustó, pero que no comprendió—,Stover en Yale —que se convirtió enalgo así como su libro de cabecera—,Dombey e hijo —porque pensaba que yaera hora de leer cosas buenas—; todoRobert Chambers, David GrahamPhillips y E. Phillips Oppenheim y unospocos fragmentos de Tennyson y

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Kipling. De entre sus deberes, solamenteL’Allegro y los sólidos de Geometría —por su rígida claridad— lograrondespertar su lánguido interés.

A medida que se acercaba juniosentía más necesidad de conversación y,para su sorpresa, encontró en Rahill, elpresidente del sexto curso, uncompañero de meditaciones. A lo largode muchas charlas por la carretera,tumbados boca abajo en el borde delcampo de béisbol o ya de noche,mientras sus cigarrillos brillaban en laoscuridad, desmenuzaban todas lascuestiones relativas al colegio y forjarony desarrollaron el modelo del trepador.

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—¿Tienes tabaco? —murmuróRahill una noche, asomando la cabezapor la puerta cinco minutos después dela queda.

—Claro.—Allá voy.—Coge un par de almohadas y

échate en el antepecho de la ventana.Amory se sentó en la cama y

encendió un cigarrillo mientras Rahill seacomodaba para la conversación. Eltema favorito de Rahill era el futuro desus compañeros de sexto curso, y Amoryno se cansaba de comentarlo parahalagarle.

—¿Ted Converse? Muy fácil. No

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aprobará el examen y se pasará elverano dando clase en Harstrum; entraráen Sheff con cuatro suspensos yabandonará en la mitad del primercurso. Se volverá al Oeste paradivertirse durante un año o así hasta quesu padre le meta en el negocio depinturas. Se casará y tendrá cuatro hijos,todos de cabeza dura. Pensará que St.Regis arruinó su vida y enviará a loshijos a la escuela de Portland. Morirá alos cuarenta y un años de ataxialocomotora, y su mujer hará donación ala iglesia presbiteriana, de una pilabautismal, o como se llame eso, con sunombre grabado…

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—Basta ya, Amory. Demasiadosiniestro. ¿Qué tienes que decir acercade ti?

—Yo soy de clase superior. Tútambién. Somos filósofos.

—Yo no.—Claro que sí. Tienes muy buena

cabeza.Amory sabía que todo lo abstracto

—teoría o generalizaciones— dejabaindiferente a Rahill, al que sólointeresaban los detalles concretos.

—Qué voy a tener —insistió Rahill—. Siempre me dejo influir por la gentesin sacar nada de provecho. Soy la presade mis amigos, les hago los deberes, les

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saco de apuros, les visito en verano yllevo a pasear a sus hermanas pequeñas.Me tengo que tragar todo su egoísmo, yencima creen que me pagan votándomepara presidente y diciendo que yo soy«el gran hombre» de St. Regis. Tengoganas de irme a un sitio donde me dejentranquilo y mandar todo esto a paseo. Yaestoy harto de hacerme el servicial contoda esta pobre gente.

—Es que tú no eres un gomoso —dijo Amory de repente.

—¿Un qué?—Un gomoso o un trepador.—¿Qué demonio es eso?—Bueno…, es algo que… son

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muchas cosas. Tú no lo eres ni yotampoco, pero yo lo soy más que tú.

—¿Y quién lo es? ¿Cómo se es eso?Amory reflexionó.—Bueno… Me parece que para

serlo hay que peinarse el cabello haciaatrás, con mucha agua y gomina.

—¿Cómo Carstairs?—Claro. Ese sí que es un trepador.Durante dos días buscaron la

definición exacta. El gomoso era hombrelimpio y de buen aire; tenía talento —talento social—, esto es, que sabía usarde su manga ancha para trepar, seradmirado y conocido, y no meterse enlíos. Vestía bien, era muy pulcro y su

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cabello, invariablemente corto,engominado con brillantina, se peinabahacia atrás con una raya en medio, aldictado de la moda. Aparte de eso, losgomosos de aquel año habían adoptado,como símbolo de su especie, el uso degafas con montura de carey, con lo queera tan fácil reconocerlos que Rahill yAmory no perdieron ni uno. Estabandifundidos por todo el colegio y,siempre más avisados y astutos que elresto de sus compañeros, dirigían suspequeños grupos disimulando suhabilidad.

A Amory le fue muy útil aquellaclasificación hasta su segundo año,

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cuando la denominación, al convertirseen una mera cualidad, se hizo tanconfusa e indeterminada que fue precisointroducir muchas subdivisiones. Elideal secreto de Amory reunía todas lascualidades del trepadorcomplementadas, además, con el valor yun enorme talento; y como también seconsideraba un excéntrico, se sentíairreconciliable con el gomosopropiamente dicho.

Aquella fue una primera y sinceraruptura con la hipocresía que dominabalas tradiciones del colegio. El gomoso otrepador, como individuo predestinadopara el éxito, difería intrínsecamente del

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conocido «gran hombre».

El gomoso o trepador

1. Un agudo sentido de los valoressociales.

2. Viste bien. Pretende que elvestido es cosa superficial, pero sabemuy bien que no es así.

3. Entra en acción cuando sabe queva a triunfar y brillar.

4. Va a la universidad y triunfa,sobre todo en asuntos mundanos.

5. Cabello relamido y engominado.

El gran hombre

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1. Inclinado a la estupidez, esinconsciente de los valores sociales.

2. Cree que el vestido es cosasuperficial y tiende a descuidarlo.

3. Entra en acción cuando se lo dictael deber.

4. Va a la universidad, pero su futuroes cada día más problemático. Se sienteperdido fuera de su círculo y vadiciendo que, después de todo, sus añosde colegio fueron los más felices.Vuelve allí a pronunciar discursos sobrelo que hacen los chicos de St. Regis.

5. Cabello no engominado.

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Amory se decidió por Princeton, apesar de que iba a ser el únicoprocedente de St. Regis. Por lo quecontaba la gente en Minneapolis y loschicos de St. Regis, «listos para lastibias y calaveras», Yale seguía teniendosu atractivo, pero a la postre Princetonle sedujo con su atmósfera de brillantescolores y la atrayente reputación delclub más agradable de América.Abrumado por la amenaza de losexámenes, los días del colegio seperdieron en el pasado. Años después,cuando volvió a St. Regis, parecía haberolvidado sus éxitos del sexto curso y serecordaba a sí mismo como aquel chico

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inadaptado que escapaba por lospasillos, perseguido por unoscompañeros furiosos, embriagados desentido común.

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2. Agujas y gárgolas

Al principio Amory sólo advirtió laintensidad del sol esmaltando losamplios y verdes prados y centelleandoen las ventanas emplomadas, bañandolas puntas de las agujas y las almenas delos muros. Poco a poco se fue dandocuenta de que caminaba por la plaza dela Universidad, inconsciente de sumaleta, prodigando una cierta tendenciaa mirar de frente cuando adelantaba a

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alguien. En algunas ocasiones habríajurado que la gente se volvía a mirarlecon desprecio. Se preguntaba si habríaalgo raro en sus ropas, y deseó haberseafeitado aquella mañana en el tren. Sesentía inútilmente rígido y torpe entretanto joven de franelas claras y cabezadescubierta que, a juzgar por el savoirfaire con que paseaban, debían ser todosveteranos.

El número 12 de University Placeera una amplia y desvencijadaresidencia que parecía deshabitada,aunque de sobra sabía que allí se habíande alojar una docena de novatos. Trasuna breve escaramuza con la portera,

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salió a dar una vuelta; pero no habíarecorrido una manzana cuando se diocuenta de que era el único en toda laciudad que llevaba sombrero. Volvióapresuradamente al número 12, dejo suderby y, con la cabeza descubierta,deambuló por la Nassau Street paradetenerse en un escaparate a examinarun despliegue de fotografías atléticas,entre las cuales había una ampliación deAllenby, el capitán de fútbol; atraído porel letrero de la confitería se detuvo anteel escaparate del «Jigger Shop». Lepareció tan familiar que entró y tomóasiento en un alto taburete.

—Un helado de chocolate —le pidió

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a un camarero de color.—¿Una taza de doble chocolate? ¿Y

nada más?—Bueno, sí.—¿Un buñuelo?—Bueno.Se comió cuatro buñuelos —que

encontró sabrosos— con otra doble tazaque le devolvió los ánimos. Tras unasumaria inspección de las fundas de losasientos, de los banderines y fotos de lasGibson que decoraban las paredes, salióa pasear de nuevo por Nassau Street conlas manos en los bolsillos. Poco a pocofue aprendiendo a distinguir entreveteranos y novatos, aunque las gorras

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de estos últimos no se prodigaron hastael siguiente lunes. Los que parecíansentirse como en su casa de una manerademasiado manifiesta y nerviosa, erannovatos; cada tren aportaba un nuevocontingente que era inmediatamenteabsorbido por aquella muchedumbre decabezas descubiertas, calzados blancosy cargada de libros, cuya funciónparecía ser deambular sin sentido arribay abajo, entre grandes nubes de humo depipas recién estrenadas. Hacia elmediodía Amory sentía que los reciénllegados le tomaban ya por veterano, asíque se dedicó a observarlos conregocijada socarronería y censura, pues

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no otra cosa merecían sus expresionesfaciales.

A eso de las cinco sintió lanecesidad de oír su propia voz y volvióa su casa para ver si había llegadoalguien. Tras subir los destartaladospeldaños lanzó hacia su cuarto unamirada llena de resignación, perdidatoda esperanza de intentar unadecoración ajena a banderines decolegio y fotografías de tigres. Alguienllamó a su puerta.

—Adelante.Una cara muy delgada, unos ojos

grises y una sonrisa llena de humor,apareció en el umbral.

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—¿Tienes un martillo?—No, lo siento. A lo mejor tiene uno

la señora Twelve, o quien sea.El desconocido se introdujo en el

cuarto.—¿También habitas en este asilo?Amory asintió.—Inmunda pocilga; para lo mucho

que pagamos.Amory hubo de confesar que así era.—He pensado instalarme en el

campus —dijo—, pero parece que haytan pocos de primero que estánperdidos. Habrá que pensar en qué sepuede hacer.

El joven de los ojos grises decidió

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presentarse.—Mi nombre es Holiday.—El mío es Blaine.Se dieron la mano, llevándola muy

abajo, como estaba de moda. Amoryhizo una mueca.

—¿Dónde hiciste elpreuniversitario?

—En Andover. ¿Y tú?—En St. Regis.—¿Sí, eh? Yo tengo un primo allí.Tras agotar el tema de su primo.

Holiday le dijo que esperaba a suhermano para cenar a las seis.

—Ven con nosotros a tomar unbocado.

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—De acuerdo.En el Kenilworth conoció a Burne

Holiday —el de los ojos grises sellamaba Kerry—, y durante toda unainsulsa cena, un caldo ligero y unaslegumbres anémicas, se dedicaron aobservar a otros novatos, que en grupospequeños parecían mucho másintimidados que en grupos grandes.

—He oído decir que la cantina es unasco —dijo Amory.

—Parece que aunque no se coma hayque pagar.

—Qué crimen.—Qué opresión.—Aquí en Princéton hay que

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tolerarlo todo el primer año. Es como unasqueroso colegio preparatorio.

Amory asintió.—Pero vale la pena —insistió—. Yo

no iría a Yale ni por un millón.—Yo tampoco.—¿Te vas a dedicar a algo? —

preguntó Amory al hermano mayor.—Yo no. Burne piensa entrar en el

«Prince», ya sabes, el DailyPrincetonian.

—Sí, ya sé.—Y tú, ¿a qué te vas a dedicar?—A que me den patadas en el

equipo de novatos.—¿Jugabas en St. Regis?

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—Alguna vez —dijo Amory consuficiencia—, pero ahora estoydemasiado delgado.

—No pareces tan delgado.—El otoño pasado me encontraba

mucho más fuerte.—Ya.Después de cenar se fueron al cine,

donde Amory quedó asombrado de loschillidos, gritos y comentarios procacesde la concurrencia.

—Yu-juuu.—¡Ay, cielito, qué fuerte y qué

grande eres! Pero ¡qué amable!—¡Pégale!—¡Pégale más!

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—Bésala, bésala de una vez.—Aaaay.Un grupo empezó a silbar En el mar

y todo el auditorio lo coreóruidosamente. Le siguió unaindescifrable canción que concluyó conun gran pateo y un interminable eincoherente estrambote:

Ay-ay-ay,la niña en una fábricade mermelada trabaja,y eso está muy bien,aunque a mí no me engaña,porque de sobra séque no es mermelada

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lo que hace por la noche,ay-ay-ay.

A la salida, Amory, entre miradascuriosas e impersonales, decidió que legustaría disfrutar del cine como aquellaprimera fila de veteranos, los brazoscruzados bajo la nuca, los gaélicos ycáusticos comentarios con esa mezcla deingenio crítico e inocente diversión.

—¿Quieren un helado? Quierodecir… ¿un jigger? —preguntó Kerry.

—Bueno.Comieron en abundancia y, dando un

paseo, volvieron al número 12.—Qué noche espléndida.

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—Una maravilla.—¿Van a deshacer las maletas?—Creo que sí. Vamos, Burne.Amory prefirió sentarse un rato en

los escalones del portal y les despidiócon un gesto.

Los grandes tapices del arboladohabían oscurecido hasta una formafantasmal con el último ribete delcrepúsculo. Una luna temprana bañabala bóveda de un azul pálido, y al tejer delos hilos de araña de sus rayos seextendía por doquier una canción deinsinuante tristeza, infinitamentetránsfuga, infinitamente pesarosa.

Recordó que un alumno de finales de

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siglo contaba una de las proezas deBooth Tarkington: a primeras horas de lanoche y en el centro del campus se poníaa cantar a las estrellas con voz de tenorpara despertar en los durmientesemociones muy varias. Más allá de lasilueta en sombras de la plaza apareció,rompiendo las tinieblas, una falangevestida de blanco, figuras que desfilaban—camisas blancas y pantalones blancos— cantando cogidos del brazo, lascabezas hacia atrás.

Al volver, al volver,al volver a Nassau Hall,al volver, al volver

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al mejor lugar de todos,al volver, al volverde la superficie del globo,mis huellas borraréal volver a Nassau Hall.

Amory cerró los ojos al acercarse laespectral procesión. La canción tenía untono tan alto que nadie podía dar la nota,excepto los tenores que llevaban lamelodía en triunfo para, una vez pasadoel momento difícil, devolverla alfantástico coro. Amory abrió los ojostemiendo que aquella imagen viniera adestruir la rica ilusión de armonía.

Suspiró con ansiedad. A la cabeza

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del pequeño pelotón marchaba Allenby,el capitán de fútbol, esbelto ydesafiante, consciente de que una vezmás las esperanzas del colegiodescansaban sobre sus hombros, sobreaquellos ochenta kilos que, vestidos arayas azules y granates, alcanzarían lavictoria.

Fascinado, Amory observaba cadafila de brazos entrelazados cuandopasaban a su altura, caras impersonalesque emergían de camisas de polo, lamezcolanza de voces en un himno detriunfo, hasta que la procesión atravesóCambell Arch en sombras y las voces seperdieron en dirección a oriente.

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Pasaban los minutos, y Amorycontinuaba sentado tranquilamente.Odiaba la ordenanza que no permitía alos novatos salir después de la queda,porque le apetecía divagar por lassombrías y perfumadas sendas, dondeWitherspoon parecía criar como unaoscura madre a sus hijos de la Ática,Whig y Clío donde la negra serpientegótica de los Pequeños se enroscaba aCuyler y Patton que, a su vez, hacíanentrega del misterio a los plácidosribazos que bordeaban el lago.

Princeton se iba filtrando poco a poco

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en su conciencia: West y Reunión, con elaroma del setenta y tantos; el Pabellón79, arrogante, de ladrillo rojo; Upper yLower Pyne, como dos aristocráticasdamas isabelinas disgustadas de tenerque vivir entre tenderos, y, coronándolotodo, ascendiendo con azulino impulso,las soñadoras agujas de las torres deHolder y Cleveland.

Desde el primer momento habíaamado Princeton: su lánguida belleza, suoculto significado, sus multitudesdeportivas, frescas y alegres y, bajotodo aquello, los ásperos vientos de unalucha sin tregua entre las clases. Desdeel día en que unos atónitos y exhaustos

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novatos se congregaron en el gimnasiopara elegir como presidente a cualquierade la Hill School, a una celebridad deLawrenceville como vicepresidente ypara secretario a un campeón de hockeyde St. Paul, hasta el fin del primer año,ni por un momento cedió la lucha, eseimplacable sistema social, eseinconfesado y rara vez admitido culto alfantoche del «gran tipo».

Eran, en primer lugar, los colegios; yAmory, el único de St. Regis, observabacómo los grupos se formaban, ampliabany reformaban; los de St. Paul, de Hill yde Pomfret, que a la hora de comer sereservaban sus mesas con gran tacto, se

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vestían en sus propios rincones delgimnasio y, casi inconscientemente, a sualrededor levantaban una barrera con laque los socialmente ambiciosos,siempre escasos, se protegían delamistoso acoso de los estudiantes degrado superior. Desde aquel momentoAmory comprendió que las barrerassociales no son sino distincionesartificiosas que los fuertes establecenpara proteger a sus débiles y defendersede los más fuertes.

Decidido a convertirse en uno de losídolos de la clase, empezó a entrenarseen el equipo juvenil; pero a la segundasemana, cuando jugaba de defensa y su

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nombre comenzaba a aparecer en lascolumnas del Princetonian, se lesionóla rodilla tan seriamente que quedó fuerade juego para el resto de la temporada.Esto le obligó a retirarse y reconsiderarsu situación.

En el «12 Univee» se alojabatambién una docena de extrañasincógnitas. Tres o cuatro impersonales ymedrosos jovencillos de Lawrenceville,dos bárbaros que procedían de uncolegio de Nueva York (Kerry Holidaylos había bautizado «los plebeyosborrachos»), un joven judío también deNueva York y los dos Holiday, porquienes enseguida cobró un gran afecto.

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Se rumoreaba que los Holiday eranmellizos, pero, en verdad, el de pelooscuro, Kerry, era un año mayor que elrubio, Burne. Kerry era alto, con ojosgrises llenos de humor, y siempre conuna atractiva y espontánea sonrisa;pronto llegó a ser el cabecilla de lacasa, poniendo coto a la excesivacuriosidad, castigando la insolencia,pero siempre con fino y satírico humor.Amory colmaba la mesa de su futuraamistad con todas sus ideas acerca de loque el colegio era y debía ser ysignificar. Kerry, poco inclinado atomarse las cosas demasiado en serio, lereñía cariñosamente por su excesiva e

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inoportuna curiosidad acerca de losmisterios del sistema social, pero sedivertía con él y le resultaba interesante.

Burne, rubio, silencioso y atento,surgía siempre en la casa como unaajetreada aparición; volvía silenciosopor la noche para desaparecer a lamañana siguiente muy temprano areanudar su trabajo en la biblioteca —sepreparaba para el Princetonian—, enfuriosa competencia con otros cuarentapara conseguir el ansiado primer puesto.En diciembre cayó con difteria y perdióla oposición; pero cuando volvió enfebrero se dedicó de nuevo a ella sin elmenor desfallecimiento. En

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consecuencia, el trato de Amory con élse limitaba a unas pocas charlas debreves minutos, al entrar y salir de labiblioteca, y nunca llegó a saber qué eralo que tanto le preocupaba ni quéescondía su persona.

Amory estaba muy lejos de sentirsecontento. Había perdido la posiciónganada en St. Regis, donde habíallegado a ser conocido y admirado; noobstante, Princeton era para él unestímulo porque, tan pronto como ledejaran meter baza, había allí un montónde cosas capaces de despertar alMaquiavelo que llevaba dentro. Losclubes aristocráticos, sobre los cuales

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había tratado de obtener datos el veranoanterior, excitaban su curiosidad: Ivy,suficiente y aristocrático; Cottage, unimpresionante muestrario de elegantesaventureros y conquistadores; Tiger Inn,ancho de hombros, atlético, regido porla mejor disciplina a las reglascolegiales; Cap and Gown,antialcohólico, con ribetes religiosospero políticamente muy fuerte; elexuberante Colonial, el literarioQuadrangle y una docena de otros, demuy distinto carácter y condición.

De cualquier cosa que servía parahacer destacar a un alumno reciente bajouna luz particular se decía de ella que la

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estaban «quemando». Las películasprovocaban siempre comentariossarcásticos, pero quien los hacía lasestaba quemando; hablar de los clubesera quemarlos, y ser partidarioentusiasta de cualquier cosa, fiestas otertulias, era quemarlas. En resumen,que no se toleraba el ser vehemente; y elhombre de mayor influencia era aquelque no se comprometía con nadie ni connada hasta que, con las elecciones delprimer curso, quedaban todosencerrados en sus casilleros para elresto de su carrera.

Amory comprendió pronto quecolaborar en el Nassau Literary

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Magazine no le supondría nunca grancosa y en cambio sacaría gran provechosi lograba, formar parte de la redaccióndel Princetonian. Su vago propósito dealcanzar la inmortalidad actuando en laEnglish Dramatic Association se vinoabajo cuando se dio cuenta de que losmejores talentos se habían concentradoen el Triangle Club, una organización decomedias musicales que todos los añoshacía una tournée por Navidad. En elentretanto, sintiéndose extrañamentesolo e inquieto, alimentado por nuevasambiciones y deseos, dejó pasar elprimer curso anhelando mayores éxitosiniciales y cavilando con Kerry acerca

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de las razones por las cuales no habíansido aceptados desde el primer momentocomo la élite de la clase.

Muchas tardes, recostados en laventana de su casa, contemplaban a suscompañeros que entraban y salían de lacantina, los pequeños satélites quemerodeaban alrededor de los poderosos,aquellos estudiosos solitarios y huraños,apresurados y cabizbajos, que parecíanenvidiar la feliz seguridad de losgrandes grupos.

—Lo que ocurre es quepertenecemos a la maldita clase media—se quejaba un día a Kerry, estirado enel sofá, consumiendo un paquete de

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Fátimas con contemplativa precisión.—¿Y por qué no? Hemos venido a

Princeton para sentirnos iguales a losdemás; y aparte de eso se viste mejor, sesiente uno con mayor confianza, lo pasauno en grande.

—No es que me preocupe esteespectacular sistema de castas —admitió Amory—. Es más, me gustatener un montón de gente por encima demí, pero, demonio, Kerry, cómo megustaría ser uno de ellos.

—Tú no eres por ahora, Amory, másque un cochino burgués.

Amory no respondió sino quepermaneció en silencio durante un rato.

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—No será por mucho tiempo —dijofinalmente—. Pero me horroriza tenerque trabajar para conseguir algo. Esosiempre deja huellas, ya sabes.

—Honrosas cicatrices —de repenteKerry estiró la cabeza hacia la calle—.Allá va Langueduc, mira a quién separece. Y detrás Humbird.

Amory se incorporó rápidamente yfue hacia la ventana.

—Humbird parece derrotado —dijodespués de analizar a los dos fenómenos—, pero ese Langueduc… es muy tosco,¿no te parece? No me gusta esa gente.Todos los diamantes parecen grandesantes de ser tallados.

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—Bueno —dijo Kerry un pocodesanimado—, tú eres un genio de laliteratura. Ya es bastante.

—Dudo mucho que llegue a serlo —Amory se contuvo—. A veces piensoque sí. Eso suena a rayos y pienso queno se lo puedo decir a nadie más que ati.

—Pues adelante. Déjate crecer unasmelenas y escribe en la Lit poemascomo ese D'Invilliers.

Amory, indolentemente, alcanzó unmontón de revistas de la mesa.

—¿Has leído sus últimos intentos?—No pierdo uno. Son muy notables.Amory hojeó un número.

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—Aquí está —dijo sorprendido—.Es un novato, ¿no?

—Sí.—Escucha esto, ¡Dios mío!

Habla una sirvienta:El oscuro terciopelo arrastra sus

pliegues por el díay blancas velas, encerradas en

candelabros de plata,agitan sus delicadas llamas como

sombras al viento.Pía, Pompía…, venid…, salid

fuera.

—Diablo, ¿qué quiere decir todo

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eso?—Es una escena en la despensa.

Los pies muy tiesos, como unacigüeña en vuelo,

yace sobre su lecho, sobre lasblancas sábanas;

sus manos aprietan su blandopecho, como un santo.

Bella Cunizza, sal, ¡sal a la luz!

—Diablo, Kerry, ¿qué es todo eso?Te juro que no he entendido nada, y yotambién soy del oficio.

—Es un poco artificioso, nada más—dijo Kerry—. Todo lo que hay que

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hacer es pensar en carrozas fúnebres yleche agria mientras lo lees. Y no es tandulzón como otras cosas suyas.

Amory dejó la revista sobre la mesa.—Me parece que estoy en las nubes

—suspiró—. Ya sé que no soy uno detantos, pero me asquean los que tampocolo son. Me tengo que decidir entrecultivar mi espíritu para llegar a ser ungran dramaturgo o darme de bruces conel Golden Treasury para llegar a ser untrepador de Princeton.

—¿Y por qué lo tienes que decidirahora? —sugirió Kerry—. Es mejordejarse llevar, como yo. Yo llegaré muyalto, a remolque de Burne.

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—No puedo seguir a la deriva,necesito interesarme en algo. Megustaría tener en mis manos las cuerdasdel cotarro, aunque sea en provecho deotro; ser el presidente del Princetoniano el director del Triangle. Quiero seradmirado, Kerry.

—Piensas demasiado en ti mismo.Amory se sentó.—No. También pienso en ti.

Tenemos que salir de aquí y mezclarnoscon los demás, ahora que se puede serun snob. Me gustaría traer una chica ypasearla delante de todo el curso enjunio, pero no lo haré hasta que mesienta a mis anchas. Y presentarla a

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todas esas ratas de biblioteca, al capitándel equipo y toda esa morralla.

—Amory —dijo Kerry—, estásmetido en un círculo vicioso. Si quieresde verdad llegar a ser famoso, sal de él.Y si no, tómatelo con calma —bostezó—. Vamos, hay que despejar lahabitación de este humazo. Vamos a verel partido de entrenamiento.

Amory fue aceptando poco a poco esepunto de vista; decidió comenzar sucarrera en el próximo otoño y,entretanto, le bastaba con ver cómo sedivertía Kerry en la casa del número 12.

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Un día llenaron la cama del jovenjudío con tarta de limón; todas lasnoches cortaban el gas de la casasoplando por la espita del cuarto deAmory, ante el asombro de Mrs. Twelvey del fontanero local; trasladaron losefectos personales de los «plebeyosborrachos» —fotografías, libros,muebles— al cuarto de baño, paraconfusión de la pareja que logródescubrirlos, entre nebulosas, a la vueltade una farra en Trenton; pero sesintieron muy decepcionados cuando losplebeyos borrachos lo tomaron a broma.Después de cenar, hasta la madrugada,jugaban a los dados, a la veintiuna y al

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cara o cruz; y con ocasión delcumpleaños de un inquilino leconvencieron para que comprarachampán suficiente para celebrarloruidosamente. Kerry y Amory, poraccidente, echaron escaleras abajo alque daba la fiesta, que habíapermanecido sereno, y la semanasiguiente, avergonzados y penitentes, sela pasaron llamando a la puerta de laenfermería.

—Dime, ¿quiénes son todas esasmujeres? —le preguntó Kerry un día,asombrado del volumen de sucorrespondencia—. He estado mirandolos sellos… Farmington, Dobbs,

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Westover y Dana Hall. ¿Qué significatodo eso?

Amory sonrió complacido.—Todas de St. Paul y Minneapolis

—las fue nombrando una a una—: Esaes de Marylyn De Witt, muy mona, tienecoche propio, y es un gran partido; éstaes de Sally Weatherby, se está poniendomuy gorda esa chica; y ésta, de Myra St.Claire, muy ardiente, se deja besar muyfácilmente…

—Pero ¿cómo te las arreglas? —preguntó Kerry—. Yo he probado todaslas formas y ni siquiera se asustan de mí.

—Porque tú eres un «buen chico» —sugirió Amory.

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—Así es. Las mamas creen que nohay nada que temer conmigo. De verdad,es una lata. En cuanto le cojo a una lamano, se ríe de mí y me la deja como siya no formara parte de ella. Tan prontocomo cojo la mano a una mujer, se lasarregla para desconectarla del resto delcuerpo.

—Enfádate —sugirió Amory—.Diles que eres un salvaje y que tienenque ayudarte a corregirte; vete a casafurioso y vuelve al cabo de mediahora… para asustarlas.

—No hay manera. El año pasado leenvié a una chica de St. Timothy unacarta muy tierna. Hasta me puse un poco

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pesado y le escribí: «¡Dios mío, cómo tequiero!» Pero ella recortó el «Diosmío» con unas tijeras de uñas y enseñóel resto de la carta a todo el colegio. Asíno hay manera. Mientras siga siendo el«buen Kerry» no hay nada que hacer.

Amory sonrió y trató de imaginarse así mismo como el «buen Amory». Le fuecompletamente imposible.

Febrero había desatado su furia deagua y nieve; ya había pasado aquellaturbulenta mitad del primer curso, y lavida en el número 12 seguía siendointeresante aunque no tenía objetodefinido. Una vez al día Amory bajabaal «Joe» a tomar un bocadillo, un plato

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de maíz tostado con patatas a la Juliana,acompañado por lo general de Kerry yde Alec Connage. Este último era untrepador de Hotchkiss, que vivía en lahabitación de al lado y disfrutaba de lamisma forzosa soledad, porque todo sucurso había ido a Yale. «Joe» era unsitio sucio y sin gracia, pero tenía laventaja, muy apreciada por Amory, queallí se podía abrir una cuenta sin límites.Su padre había estado jugando convalores mineros y, a consecuencia deello, la pensión que le enviaba, aunqueamplia, no era todo lo que él deseara.

«Joe» además tenía la ventaja deprotegerle de la curiosidad de las clases

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altas, por lo que casi todas las tardes, aeso de las cuatro, Amory iba allí encompañía de un amigo o de un libro ahacer experimentos con su capacidad dedigestión. Un día de marzo, con el localcompletamente lleno, fue a sentarse en laúltima mesa, junto a un novato que seocultaba ladinamente tras un libro. Sesaludaron fríamente, y durante veinteminutos Amory permaneció comiendobuñuelos y leyendo La profesión deMrs. Warren (había descubierto porcasualidad a Shaw, el trimestre anterior,husmeando en la biblioteca). El otro,mientras tanto, atento a su volumen, sehabía echado al cuerpo tres chocolates

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con leche.Poco a poco el libro de su

compañero de mesa fue atrayendo lasmiradas de Amory. Al revés leyó elnombre del autor y el título del libro:Marpessa, de Stephen Phillips, que nole dijo nada porque sus conocimientosde métrica se limitaban a los clásicosdominicales, como Vuelve al jardín,Maude, y a algunas muestras deShakespeare y Milton que últimamentele habían obligado a tragar.

Decidido a entablar conversacióncon su vis-a-vis, simuló cierto interéspor su propio libro hasta que, como sifuera espontáneo, exclamó en alta voz:

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—¡Ah, qué bueno!El otro le miró, y Amory sintió una

falsa turbación.—¿Se refiere usted a sus buñuelos?—No —respondió Amory—. Me

refería a Bernard Shaw —y le volvió ellibro a modo de explicación.

—No conozco a Shaw. Hace tiempoque quiero leerlo. —El joven hizo unapausa y continuó—: ¿Conoce usted aStephen Phillips, si es que le gusta lapoesía?

—Sí, por cierto que me gusta —afirmó Amory con mucha frescura—,aunque es poco lo que conozco dePhillips. —(Nunca había oído hablar de

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otro Phillips que de David Graham.)—A mí me parece un poeta

excelente. Dentro del estilo Victoriano,naturalmente —y así se embarcaron enuna conversación sobre poesía, en elcurso de la cual se presentaron a símismos.

Resultó que el compañero de Amoryno era otro que aquel «terribleintelectual, Thomas Parke D'Invilliers»,que firmaba sus apasionados poemas deamor en la Lit. Tendría unos diecinueveaños; caído de hombros, pálidos ojosazules, carecía —como bien podíaasegurarlo Amory, por su aspectogeneral— de una idea clara de los

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valores sociales y de todas aquellascosas que tanto le interesaban a él. Perole apasionaban los libros, lo que desdehacía tiempo andaba buscando Amory;si no fuera porque aquel grupo de St.Paul de la mesa vecina le tomasetambién a él por un pájaro raro, seproponía disfrutar enormemente deaquel encuentro. Pero no parecían haberreparado en ellos; así que, dejándosellevar, discutieron acerca de docenas delibros: libros que habían leído y nohabían leído, sobre los que habían leídoy de los que habían oído hablar,repitiendo listas de títulos con la solturade un dependiente de Brentano.

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D'Invilliers estaba embriagado y casiconvencido. Con bastante resignación sehabía hecho a la idea de que la mitad dePrinceton estaba formada de fariseos, yla otra mitad, de sabihondos, por lo queencontrar a una persona que sabía citar aKeats sin trabucarse, y aun sincomprometerse, le parecía un regalo.

—¿Has leído a Oscar Wilde? —preguntó.

—No. ¿Quién lo ha escrito?—Es un escritor, ¿no lo conoces?—Sí, claro —una tenue cuerda vibró

en la memoria de Amory—. Había unacomedia cómica, Patience, escrita sobreél, ¿no?

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—Sí, él mismo. Acabo de leer unlibro suyo, El retrato de Dorian Gray yme gustaría que lo leyeses. Ya veráscómo te gusta. Te lo puedo prestar siquieres.

—Claro que sí, muchas gracias.—¿Quieres subir a mi habitación?

Tengo unos cuantos libros.Amory vaciló; observó el grupo de

St. Paul —uno de ellos, el soberbio yexquisito Humbird— y calculó lasconsecuencias que le acarrearía la nuevaamistad. No había alcanzado aún esesaber para hacerse con amigos ydesprenderse de ellos —no estaba lobastante curtido para eso—; así que

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calibró las indudables ventajas yatractivos de Thomas Parke D'Invilliersen contraste con la amenaza latente enlas frías miradas tras las gafas de careyque —así se lo imaginaba— leobservaban desde la otra mesa.

—Sí, te acompaño.Así fue como conoció a Dorian

Gray, Dolores místicos y sombríos y Labella sin piedad; durante un mes nopensó en otras cosas. El mundoempalideció para hacerse másinteresante, y, con ardor, volvió a mirara Princeton con ojos saturados de OscarWilde y de Swinburne —o de FingalO'Flahertie y Algernon Charles, como

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les llamaban ellos, con preciosistafamiliaridad—. Todas las noches leíaenormemente —Shaw, Chesterton,Barrie, Pinero, Yeats, Synge, ErnestDowson, Arthur Symons, Keats,Sudermann, Roben Hugh Benson, lasóperas del Savoy—: mezcla heteróclita,porque de repente había comprendidoque no había leído nada durante años.

Tom D'Invilliers antes que un amigofue una oportunidad. Amoryacostumbraba visitarle una vez porsemana, y juntos pintaron con purpurinael techo de su habitación. Decoraron lasparedes con imitaciones de tapicescomprados en una subasta, altos

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candelabros y llamativas cortinas.Amory le apreciaba porque erainteligente y aficionado a la literatura,sin afectación ni afeminamiento. Dehecho, era Amory el que presumía y atoda costa trataba de convertir el menorcomentario en uno de esos epigramas tanfáciles de hacer, si uno se conforma conhacer epigramas. El número 12 tambiénse divertía. Kerry leyó Dorian Gray ysimulaba ser un «lord Henry» que seguíaa Amory llamándole «Dorian» por todaspartes, insinuando siempre perversasocurrencias y alentándole a adoptar unapostura de aburrimiento. Cuando llegó ahacerlo en la cantina, para sorpresa de

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los otros comensales, Amory se sintiótan terriblemente avergonzado que sepropuso no hacer, en adelante,epigramas más que delante deD'Invilliers o del espejo.

Un día Tom y Amory trataban derecitar sus propios poemas y otros delord Dunsany, con música del gramófonode Kerry.

—¡Canta! —gritó Tom—. Norecites, ¡canta!

Amory, que estaba ensayando,parecía enojado y se disculpópretendiendo que necesitaba un discocon menos piano. Kerry se tiraba por elsuelo entre incontenibles carcajadas.

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—¡Pon Corazones y flores! —gritaba—. ¡Dios mío! Me parece quevoy a reventar.

—Apaga ese maldito gramófono —gritó Amory, la cara roja—. No creasque estoy haciendo una exhibición.

Por aquel tiempo Amory trataba, condelicadeza, de excitar el talento socialde D'Invilliers; le parecía que, siendomás normal que él mismo, le había debastar un pelo mejor atusado, unaconversación más limitada y unsombrero pardo oscuro para hacer de élun hombre perfectamente adaptado. Perola predicación de los cuellosLivingstone y las corbatas oscuras

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cayeron en terreno yermo; D'Invilliers seresentía de aquellos esfuerzos, por loque Amory se limitó a llamarle una vezpor semana y a llevarle de vez encuando al número 12, visitas queprovocaron ciertas suspicacias entre suscompañeros, que les llamaban «doctorJohnson y Boswell».

Alec Connage, otro asiduo, leapreciaba de una manera un tanto vagaporque le asustaba como intelectual.Kerry, que de todas aquellasconversaciones supo sacar lo que habíade más sólido, respetable y profundo, sedivertía enormemente y le obligaba arecitar mientras descansaba en el sofá

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de Amory, escuchando con los ojoscerrados.

¿Dormida o despierta? Porque su cuello,tras el beso, muestra la purpúrea manchapor donde la dolorida sangre vacila ysale;tan limpia para ser mancha, el dulceaguijón…

—Qué bueno —decía Kerrysuavemente—. Al buen Holiday le gustaeso. Debe ser un gran poeta, supongo.

Tom, encantado con la audiencia, seextendía por los Poemas y Baladas,hasta que Kerry y Amory llegaron a

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conocerlos tan bien como él.Amory se dedicó a escribir poesía

las tardes de primavera, en los jardinesde las fincas próximas a Princeton,mientras los cisnes en los lagosartificiales hacían real la atmósferapoética, y unas lentas nubes navegabanarmoniosas por encima de los sauces.Mayo llegó muy pronto; e incapaz desoportar las cuatro paredes de su cuarto,vagabundeaba por los campos a todashoras, bajo la lluvia y la luz de lasestrellas.

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Un húmedo intermediosimbólico

Por las noches caía una cortina deniebla. Venía rodando desde la luna; y,apiñada en agujas y torres, cuandodescendía debajo de ellas surgían lassoñadoras puntas en altiva aspiraciónhacia el cielo. Las figuras que punteabanel día como hormigas se desvanecíanahora, aquí y allá, como sombríosespectros. Los salones y claustrosgóticos parecían infinitamente másmisteriosos cuando surgían de lastinieblas, esmaltados por una miríada de

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pálidos cuadrados de luz amarilla.Desde algún lugar remoto una campanadio el cuarto de hora, y Amory se detuvojunto al reloj de sol y se extendió en lahierba húmeda. La llovizna empapabasus ojos y amainaba el paso del tiempo,un tiempo que, habiéndose deslizadoinsidiosamente en las perezosas tardesde abril, parecía tan intangible en loscrepúsculos de primavera. Tarde trastarde el canto de los estudiantes habíallenado el campus con melancólicabelleza; y, rompiendo la cascara de sumentalidad estudiantil, sentía ahora unaprofunda y reverente devoción haciaaquellas sombrías paredes y agujas

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góticas que simbolizaban todo el acervode edades perdidas.

Aquella torre que desde su ventanaveía cómo se levantaba y remataba enuna aguja que aún aspiraba a mayoraltura con la punta del mástil apenasvisible en el cielo mañanero, le dio laprimera impresión de la intrascendenciay fugacidad de las figuras del campus,excepto como recipiendarias de laherencia apostólica. Le gustaba suponerque la arquitectura gótica, con su ímpetuascensional, era particularmenteapropiada a las universidades, lo quellegó a convertirse en idea personalsuya. Las mansas y verdes veredas, los

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tranquilos pabellones, donde seguíaencendida la tardía luz de un estudio,embargaban su imaginación y la castidadde la aguja se convertía en un símbolode aquella idea.

—Maldita sea —murmuró en vozalta, mojando sus manos en la hierba ypasándolas por el pelo—. El año queviene voy a trabajar.

Pero sabía de sobra que el mismoespíritu de agujas y torres que ahora letransportaba hacia una ensoñadoracomplacencia, en su día volvería aintimidarle. Y se daba cuenta de suspropias inconsecuencias. El esfuerzo nohabría de servir sino para poner de

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manifiesto su impotencia y suincapacidad.

Toda la Universidad soñabadespierta. Sintió una nerviosa excitaciónque bien podía ser el lento latido de sucorazón: era una corriente cuyas fugacesarrugas, antes de arrojar la piedra, sedesvanecen en el mismo momento delevantar la mano. No había dado nada,nada había recibido.

Un novato retrasado, suimpermeable crujiendo ruidosamente,chapoteó a lo largo de la senda. Desdealgún lugar, bajo una ventana invisible,una voz lanzó la pregunta inevitable:«¿Por qué no te arrancas la cabeza?» Y

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un centenar de pequeños sonidos quepululaban en la penumbra le devolvierona la realidad.

—¡Dios mío! —gritó de repente yescuchó el sonido de su voz en el airetranquilo. Rompió a llover. Durante unminuto permaneció inmóvil, con lasmanos crispadas. Se incorporó de unsalto y se palpó la ropa.

—Estoy completamente empapado—dijo en voz alta dirigiéndose al relojde sol.

Historia

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La guerra mundial estalló el veranosiguiente a su primer curso. Aparte uninterés puramente deportivo en elavance alemán hacia París, el asunto nollegó a inquietarle ni a interesarle. Conla actitud de quien presencia unmelodrama, confiaba en que la guerrasería larga y sangrienta, pues de otraforma se sentiría tan defraudado como elairado espectador de un combate famosoen el que los contendientes rehusanenzarzarse.

Esta fue su actitud.

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¡Ja, ja, Hortense!

—¡Vamos, mulas!—¡A moverse!—¡Eh, mulas! A ver si dejan de

hacer el idiota y mueven un poco lascaderas.

—¡Vamos, mulas!El director de escena fumaba

desconsolado, y el presidente delTriangle Club, el ceño fruncido por laansiedad, prodigaba furiosasexplosiones de autoridad y arrebatos decansancio temperamental, hasta que cayóen gran desmayo, imaginando cómodemonios iba a poder hacer la tournée

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de Navidad.—Bueno, bueno. Vamos ahora con la

canción del pirata.Las mulas echaron una última

chupada a sus cigarrillos y se colocaronen sus puestos; la primera actriz seadelantó al escenario, pies y manos congestos afectados; el director de escenapalmeó, pateó, silbó y aulló hasta queiniciaron la danza.

El Triangle Club era un enorme ehirviente hormiguero. Todos los añosrepresentaba una comedia musical,viajando con actores, coro, orquesta yescenarios en las vacaciones deNavidad. Tanto la letra como la música

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eran obra de los estudiantes, y el clubera una de las instituciones de mayorinfluencia; cada año aspiraban a formarparte de él unas trescientas personas.

Amory, tras una fácil victoria en elconcurso organizado por elPricentonian, ocupó la vacante delpapel de «Boiling Oil, un tenientepirata». Durante la última semana, todaslas noches desde las dos de la tardehasta las ocho de la mañana, ensayaban¡Ja, ja, Hortense! en el casino, conayuda de mucho café cargado ydormitando en los descansos. Un lugarsingular, aquel casino. Era un granauditorio, como un granero, lleno de

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estudiantes disfrazados de piratas, demujeres o de niños. El escenario semontaba en medio de gran violencia; elluminotécnico ensayaba lanzandodiabólicos haces de luz a unos ojosirritados, y por encima de todo, elsoniquete constante de la orquesta o elalegre bum-bum de la canción delTriangle. El autor de la letra permanecíaen un rincón, mordiendo un lápiz, conveinte minutos para meditar un ripio; elgerente del negocio discutía con elsecretario acerca del dinero que sepodía gastar en «aquellos malditostrajes de lecheras»; y el viejo exalumno, presidente que fue en el 98,

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encaramado en un palco, considerabacuánto más simple era todo aquello ensu tiempo.

De qué manera se lograba producirla revista del Triangle resultaba unmisterio, un turbulento misterio,cualquiera que fuese el servicio que unoprestara y que había de permitirle, en sudía, usar un pequeño triángulo de oro enla cadena del reloj. ¡Ja, ja, Hortense! seescribió media docena de veces, pornueve colaboradores distintos, cuyosnombres figuraban en todos losprogramas. Todas las revistas delTriangle pretendían ser «algo totalmentediferente, no la simple comedia

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musical»; pero cuando los nueveautores, el presidente, el director deescena y el comité de la facultad ladaban por terminada, lo que allíaparecía era la eterna comedia musicaldel Triangle, con sus chistes familiares yel gran actor que era despedido o caíaenfermo antes del viaje y el hombre debarba poblada y negra que formabaparte del ballet y al que «no le daba lagana de afeitarse dos veces al día, ¡quédemonio!»

Había en ¡Ja, ja, Hortense! unpasaje muy original. Es una creenciatradicional en Princeton quedondequiera que uno de Yale, miembro

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de la muy conocida asociación«Calaveras y Huesos», oye unareferencia burlesca a su sagradainstitución, se ve obligado a abandonarel lugar. También es una creencia quelos miembros de esa asociaciónacostumbran triunfar en su madurez,amasando fortunas o votos o cupones ocualquier cosa que decidan amasar. Asípues, para cada representación de ¡Ja,ja, Hortense! se reservaban mediadocena de butacas que debían serocupadas por los seis vagabundos depeor cariz que se pudieran encontrar enla localidad, tras una ligera adaptación apeor por el experto en maquillajes. En

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aquella escena en que «Firebrand, eljefe pirata» señalaba su negra bandera ydecía: «Soy uno de Yale, reparad en mishuesos y calavera», los seis vagabundostenían instrucciones de abandonar lasala con miradas de profundamelancolía y herida dignidad. Seasegura, aunque nunca llegó a probarse,que en una ocasión los seis vagabundosfueron seguidos por uno verdadero.

Durante las vacacionesrepresentaban la comedia para loselegantes de ocho ciudades. A Amory legustaron, sobre todo, Louisville yMemphis; allí sabían recibir a losforasteros: les proporcionaron un

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extraordinario ponche e hicieron gala deun asombroso ramillete de bellezas.Chicago le gustó también por ciertoentusiasmo que hacía olvidar su ingratoacento; sin embargo, era una ciudad deYale, y como el Yale Glee Club eraesperado la siguiente semana, para elTriangle sólo hubo división deopiniones. En Baltimore, Princeton sesentía como en casa y toda la expediciónse enamoró. Se registró a lo largo detodo el recorrido un alto consumo debebidas fuertes e, invariablemente, unhombre bien tomado subía al escenarioporque su particular interpretación de unpasaje requería su colaboración. Usaban

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tres vagones privados, pero solamentese podía dormir en uno, llamado el«vagón del ganado», donde viajabantodos los músicos de viento de laorquesta. La gente se sentía tanapresurada que apenas tenían tiempo deaburrirse; pero cuando llegaron aFiladelfia, casi al término de lasvacaciones, encontraron un grandescanso al abandonar aquel ambientecargado de flores y pinturas grasientas, ylas mulas se despojaron al fin de suscorsés con dolores abdominales ysuspiros de alivio.

Cuando llegó la desbandada, Amoryescribió apresuradamente a

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Minneapolis, porque la prima de SallyWeatherby, Isabelle Borgé, iba a pasarel invierno allí mientras sus padresviajaban por el extranjero. Se acordabade Isabelle, una criatura con la que aveces había jugado cuando llegó porprimera vez a Minneapolis. Ella sehabía ido a vivir a Baltimore donde, alparecer, se había hecho con un pasado.

Amory galopaba, confiado, nerviosoy lleno de júbilo. Escabullirse aMinneapolis para ver a una chica quehabía conocido de niño le parecía lacosa más interesante y romántica; asíque sin el menor escrúpulo telegrafió asu madre que no le esperase… y subió

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al tren para pensar en sí mismo durantetreinta y seis horas.

«Caricias»

En el transcurso del viaje con los delTriangle, Amory había entrado enconstante contacto con ese extrañofenómeno tan generalizado en losEstados Unidos que es el juego de lascaricias.

Ninguna de las madres victorianas—y casi todas las madres eranvictorianas— tenía la menor idea de la

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facilidad con que sus hijas se habíanacostumbrado a ser besadas. «Lassirvientas son de tal condición» —decíala señora Huston-Carmelite a su muysolicitada hija—: «se dejan besarprimero y después oyen las propuestasmatrimoniales».

Pero la hija moderna entra enrelaciones cada seis meses entre susdieciocho y veintidós años; inclusodurante su compromiso con el jovenHambell, de Cambell y Hambell —quien pomposamente se considera a símismo como su primer amor—, y entrepequeños devaneos, la hija moderna(seleccionada por el sistema de cambio

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de parejas que favorece lasupervivencia del más apto) se lasarregla para no desperdiciar una seriede sentimentales besos a la luz de laluna, a la luz del fuego o en las mismastinieblas.

Amory había visto cómo las mujeresde su edad hacían cosas que ni siquieraen la imaginación había juzgadoposibles: tomar un bocado, a las tres dela madrugada, después del baile, encafés de mala nota, y hablar de lo divinoy de lo humano con un aire mitadmodesto, mitad burlón, pero con una talexcitación que para Amory era síntomareal de su decadencia moral. Y hasta que

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lo vio, en las ciudades entre Nueva Yorky Chicago, no había comprendido loextendido que estaba, como unagigantesca conjura juvenil.

Una tarde en el Plaza, el crepúsculoinvernal aletea fuera, viene de másarriba un repique apagado… Se paseany dan vueltas por el vestíbulo, se tomanotro cóctel elegantemente vestidos…,esperan. Se abren las puertas, y tresbultos envueltos en pieles entran conafectación. Después, es el teatro, y mástarde, una mesa en el Midnight Frolic —naturalmente, con su madre, que sólosirve para hacerlo todo más secreto ysugerente, sentada en mesa aparte y

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pensando que, después de todo, talesdiversiones no son tan malas como ellahabía pensado, un tanto aburridas nadamás—. Pero la hija moderna se haenamorado de nuevo —qué raro, ¿no?—, y aunque en el taxi había sitio desobra para todos, la hija moderna y eljoven de Williams se sienten demasiadoapretados y necesitan ir en coche aparte.¡Vaya! ¿Te das cuenta de qué coloradaviene la hija moderna por llegar sieteminutos tarde? Pero la hija modernasabe salir siempre del paso.

La «nena» se convierte poco a pocoen la «coqueta», la «coqueta» seconvierte en la «vamp». La «nena» tiene

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cada tarde cinco o seis llamadas depretendientes. Si por un extrañoaccidente sólo tiene dos, la cosaempieza a ponerse fea para el que notiene cita para ese día; y en el intervalode dos bailes una docena de hombres larodea. Trata de encontrar a la hijamoderna entre dos bailes, anda, trata deencontrarla…

Siempre la misma muchacha… en lomás profundo de un ambiente de músicade jungla y cuestiones sobre el códigomoral. A Amory le parecía fascinanteque a cualquier joven moderna que lepresentaran antes de las ocho se la podíabesar antes de las doce.

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—¿Qué demonios hacemos aquí? —le preguntó a la chica de las peinetasverdes una noche, en la limousine de unamigo, a la puerta del Country Club deLouisville.

—Yo qué sé. Tengo el demonio en elcuerpo.

—Vamos a ser sinceros, no nosvolveremos a ver. Quería estar aquícontigo porque me has parecido la másbonita de todas. A ti te da lo mismo quenos volvamos a ver o no ¿verdad?

—No. ¿Es eso lo que dices a todaslas chicas? ¿Qué he hecho yo paramerecer tal honor?

—¿Así que ni estabas cansada de

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bailar ni querías un cigarrillo ni todoeso que dijiste? Lo único que querías…

—Vamos para adentro —interrumpióella—, si tanto te gusta analizar. Nohablemos más de eso.

Cuando se puso de moda aquel tipode jersey de punto, sin mangas, Amoryen un arranque de inspiración lo bautizócomo «camisa de besuqueo». El nombreviajó de costa a costa en labios deconquistadores e hijas modernas.

Descriptivo

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Amory había cumplido los dieciochoaños, medía algo menos de un metroochenta y era excepcionalmentehermoso. Tenía una cara juvenil, con unaexpresión ingenua contrastada por suspenetrantes ojos verdes, orlados delargas pestañas oscuras. En cierto modocarecía de ese intenso magnetismo queacompaña siempre a la belleza delhombre o la mujer; su personalidadradicaba sobre todo en algo mental, y noestaba en su poder abrirle o cerrarle elpaso como si se tratara de un grifo. Perola gente no olvidaba su rostro.

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Isabelle

Se quedó inmóvil en lo alto de laescalera. Esas sensaciones atribuidas alos nadadores sobre los trampolines, alas primeras actrices la noche de suestreno o a los robustos y curtidoscapitanes el día de su partido final, seacumulaban dentro de ella. Tendría quehaber bajado entre un redoble detambores o una discordante mezcolanzade temas de Thais y Carmen. Nuncahabía estado tan intrigada por su propiaaparición, nunca se había sentido tansatisfecha. Hacía seis meses que teníadieciséis años.

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—¿Isabelle? —llamó su prima Sallydesde el umbral del vestuario.

—Estoy lista —sintió un nudo en lagarganta.

—He tenido que enviar a casa porotro par de zapatos. Estaré en un minuto.

Isabelle se dirigió al vestuario paraun último toque ante el espejo, pero algola empujó a permanecer allí y aobservar la amplia escalera delMinnehaha Club. Giraba tentadoramente,y, en el salón de abajo, alcanzó a verdos pares de pies masculinos. Calzadoscon escarpines negros, no daban elmenor signo de identidad; pero ella seimaginó con anhelo que uno de los pares

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pertenecía a Amory Blaine. El joven, alque todavía no había visto, había jugadoun importante papel aquel día, el primerdía de su llegada. Al venir de laestación —en medio de una lluvia depreguntas, comentarios, revelaciones yexageraciones— Sally le había dicho:

—Te acuerdas de Amory Blaine,claro. Está loco por verte. Ha llegado dePrinceton a pasar un día y va a veniresta noche. Ha oído hablar mucho de ti;dice que se acuerda de tus ojos.

Todo eso le complacía. Eso venía aponer las cosas en su sitio, aunque ellaera muy capaz de representar suspropios romances con o sin propaganda

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previa. Pero a continuación delagradable cosquilleo producido por laanticipación tuvo una sensacióndeprimente que le llevó a preguntar:

—¿Qué será lo que ha oído acercade mí? ¿Qué clase de cosas?

Sally sonrió. Al lado de su prima sesentía casi como un empresario deespectáculos.

—Sabe de sobra quién eres, loguapa que eres y todo eso —se detuvo—, y supongo que sabe que te hanbesado.

Bajo el abrigo de piel el pequeñopuño de Isabelle se crispó. Aunqueacostumbrada ya a que en todas partes le

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siguiera su desesperante pasado, nuncadejaba de producirle el mismoresentimiento, a pesar de que en unaciudad desconocida una reputación asítenía sus ventajas. ¿Así que laconsideraba una chica alegre? Pues ibana ver.

Isabelle contemplaba desde laventana cómo caía la nieve fuera en lahelada mañana. Esto era mucho más fríoque Baltimore, tanto, que no se le podíacomparar; el cristal estaba helado, enlas esquinas del marco se acumulaba lanieve. Pero su mente seguía dandovueltas a un único objeto. ¿Iría élvestido como aquel muchacho que

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paseaba tranquilamente, en mocasines yprendas de invierno, a lo largo deaquella ruidosa calle comercial? ¿Quéera del Oeste? Pero él no podía ser así;estaba en Princeton, en segundo curso oalgo así, aunque en realidad ella no teníamuy clara idea de él. Había conservadoen su álbum de fotos una antiguainstantánea suya, y aún le seguíaimpresionando con aquellos hermososojos que sin duda se habrían agrandado.Sin saber cómo, en el mes pasado,cuando se decidió su visita invernal aSally, había adquirido las proporcionesde un adversario de consideración. Losniños, los más astutos fabricantes de

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luchas, trazan sus campañas con granrapidez, y Sally había interpretado congran acierto la tonada que convenía altemperamento excitable de Isabelle.Isabelle durante algún tiempo habíademostrado ser capaz de fuertes, aunquepasajeras, emociones…

Se dirigieron a un amplio edificio depiedra blanca, en la trasera de la callenevada. La señora Weatherby les recibiócalurosamente y todos los pequeñosprimos salieron de los rincones dondediscretamente se habían refugiado.Isabelle los fue saludando con tacto. Ensus buenos momentos sabía hacerseamiga de todos, excepto de las chicas

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mayores que ella y algunas señoras.Hizo el impacto previsto. La mediadocena de muchachas que conocióaquella mañana salió bastante bienimpresionada tanto de su personalidadabierta como de su reputación. AmoryBlaine estaba en el ánimo de todas. Untanto desenfadado en cuestionesamorosas, ni era ni dejaba de serapreciado. En un momento u otro todaslas muchachas parecían haber tenido unaaventura con él, pero ninguna parecíadispuesta a suministrar información. Elvenía sólo por ella… Sally lo habíahecho público a todo el mundo; así que,tan pronto como pusieron los ojos sobre

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Isabelle, se confabularon para venderleel favor. Isabelle estaba en secretoresuelta a que le gustase Amory, aunquefuese a la fuerza, porque se lo debía aSally. No podía sentirse defraudada,porque Sally lo había pintado con tanbrillantes colores —tenía muy buenaspecto, «un aire distinguido, cuandoquería»—, era original e inconstante—que reunía todas las condiciones paraarrastrarla a un romance que ella, por suedad y por su medio, tanto deseaba. Sepreguntaba si aquellos zapatos quemarcaban un foxtrot alrededor de lablanda alfombra del salón serían lossuyos.

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Todas las impresiones e ideas deIsabelle eran muy caleidoscópicas.Tenía en su haber esa curiosa mezcla detalento artístico y social que sólo seencuentra en dos clases de mujeres, lasactrices y las damas de sociedad. Sueducación o, mejor dicho, suamaneramiento lo había absorbido delos jóvenes que la habían rodeado; sutacto era instintivo y su capacidad paraaventuras amorosas estaba solamentelimitada al número de llamadastelefónicas posibles. La aventuraparecía ofrecerse en sus grandes ojososcuros y brillaba a través de su intensomagnetismo.

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Así que esperaba al borde delúltimo escalón mientras llegabanaquellas chinelas. Ya estaba impacientecuando salió Sally del vestuario,resplandeciente en su habitual buenhumor; y juntas descendieron al salón deabajo, mientras la mente de Isabelle seconcentraba en dos pensamientos: estabacontenta porque esa noche tenía buencolor y le preocupaba saber si Amorybailaba bien.

Abajo, en el gran salón del club, seencontró pronto rodeada de todas lasmuchachas que había conocido almediodía, hasta que, mientras la voz deSally repetía una serie de nombres, se

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encontró en medio de un sexteto dehombres, en blanco y negro, muyerguidos, figuras vagamente familiares.El nombre de Blaine figuraba entreellos, pero en el primer instante no logródistinguirlo. Siguió un momento muyconfuso y juvenil, lleno de topetazos yvueltas, en virtud del cual cada uno seencontró hablando con la persona quemenos le interesaba. Con una hábilmaniobra arrastró a Froggy Parker, enprimero de Harvard y con quien habíajugado alguna vez al aro, para sentarseen los peldaños de la escalera. Todo loque ella necesitaba era una referenciacómica al pasado. El número de cosas

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que Isabelle podía hacer con un solotema era notable; primero, lo repetíaembargada por el entusiasmo, con tonode contralto y acento del Sur; luego,parecía contemplarlo a distancia con unasonrisa, una sonrisa maravillosa; y porfin desarrollaba ciertas variacionessobre el mismo tema, regodeándose enuna especie de jugueteo mental, sin dejarde respetar la forma nominal deldiálogo. Froggy estaba fascinado ycompletamente ajeno a que todo aquellono era por él sino por aquellos ojosverdes que brillaban bajo un pelocuidadosamente atusado con agua unpoco a su izquierda, porque Isabelle

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había descubierto a Amory. Como laactriz que, incluso cuando más aturdidase halla por su propio y conscientemagnetismo, sabe calibrar al público deprimera fila, Isabelle había percibido asu antagonista. En primer lugar, tenía elpelo castaño; un sentimiento decontrariedad le hizo saber que habíaesperado de él un pelo oscuro, laesbeltez de un anuncio de fijador… Encuanto al resto, bastante buen color y unperfil recto y romántico; el corte de untraje ajustado y una de esas camisas deseda fruncida, que hacen las delicias delas mujeres, pero de las que los hombresempiezan a cansarse.

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Durante todo el examen Amory laobservó con calma.

—¿No crees tú? —le preguntó derepente, volviendo hacia él su inocentemirada.

Hubo un pequeño tumulto y Sally seabrió camino hacia su mesa. Amoryforcejeó para sentarse junto a Isabelle yle susurró al oído:

—Ya sabes que eres mi pareja. Noshan destinado el uno para el otro.

Isabelle abrió la boca; era unmétodo infalible. Pero en verdad sintiócomo si su papel de primera actriz sehubiera convertido en el de unasegundona… No debía perder la

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iniciativa. Toda la mesa bullía de risas,y en la confusión por coger sitio algunosojos curiosos se volvieron hacia ella,sentada en la cabecera. Todo ello leproducía un placer inmenso; FroggyParker, ofuscado por su radiante cutis,olvidó arrimar la silla a Isabelle y cayóen postrada confusión. Amory se sentóal otro lado, rebosando confianza yvanidad, contemplándola con sinceraadmiración. Tanto él como Froggyempezaron sin rodeos:

—He oído hablar de ti desde queusabas trenzas.

—Qué divertido, aquel mediodía…Ambos se detuvieron. Isabelle se

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volvió hacia Amory con timidez. Pararespuesta bastaba su semblante pero sedecidió a hablar:

—¿Qué? ¿Quién te habló de mí?—Todo el mundo; todo el tiempo

que has estado fuera —ella se sonrojóun poco. A su derecha Froggy estaba yahors du combat aunque él no se dabacuenta de ello.

—Te voy a decir por qué me heacordado de ti durante estos años —continuó Amory. Ella se inclinóligeramente hacia él y para observar asícon disimulo los apios que teníaenfrente. Froggy suspiró; conocía muybien a Amory y sabía que había nacido

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para manejar situaciones como esa. Sevolvió hacia Sally para preguntarle siiba a volver a la escuela el próximoaño. Amory replicó con fuego graneado:

—Ya he dado con el adjetivo que teva. —Ese era uno de sus arranquesfavoritos; rara vez tenía ese adjetivo enla mente, pero así provocaba lacuriosidad; y si se le ponía entre laespada y la pared, siempre sabíaencontrar un cumplido.

—¿Y cuál es? —la expresión deIsabelle era un estudio en curiosidadabsorta.

Amory movió la cabeza.—Todavía no te tengo la suficiente

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confianza.—¿Y me lo dirás después? —

susurró ella.Amory asintió.—Nos sentaremos fuera.Isabelle asintió.—¿Te ha dicho alguien que tienes

unos ojos muy penetrantes? —preguntóella.

Amory trató de hacerlos máspenetrantes todavía. Se imaginó, pero noestaba seguro, que la punta de su pie lehabía tocado por debajo de la mesa.Aunque también podía ser la pata de lamesa. Era difícil asegurarlo. Aun así, seestremeció. Se preguntaba si sería

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difícil buscar refugio en el saloncito dearriba.

Los niños en el bosque

Isabelle y Amory, cada cual a su manera,no eran dos niños inocentes, perotampoco unos desvergonzados. Contodo, la afición pura era lo que menosvalor tenía en el juego que habíaniniciado, un juego que había de ser —para ella y durante muchos años— suprincipal tema de estudio. Los dos lohabían comenzado por las mismas

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razones, buenas promesas y untemperamento excitable; el resto eraconsecuencia de la lectura de unascuantas novelas baratas y de charlas devestuario con jóvenes de más edad.Isabelle ya sabía andar con un paso muyestudiado a los nueve años y medio,cuando sus ojos, amplios y luminosos,parecían anunciar la niña ingenua.Amory no era tan artificioso. Si se poníaun disfraz era para podérselo quitar aldía siguiente y, además, no parecíadiscutir el derecho de ella a usar uno:Ella, por su parte, no parecíaimpresionada por su estudiada pose deaburrimiento. Había vivido en una gran

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ciudad y en cierto modo tenía más horasde vuelo que él, pero aceptó su pose,una de las doce posibles convencionesen esta clase de asuntos. Comprendía élque gozaba de sus favores porque lahabían aleccionado para ello; pero, porno ser otra cosa que la mejoroportunidad de la noche, tenía quemejorar su actuación si no quería perderla iniciativa. Por todo eso ambosjugaban con una astucia tan descomunalque habría horrorizado a todos susantepasados.

Después de la cena empezó elbaile… dulcemente. ¿Dulcemente? Losjóvenes se cambiaban a Isabelle cada

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cuatro pasos para reñir después por losrincones:

—¡Me la podías haber dejado unpoco más!

—Te digo que ella no quería; me lodijo en el baile anterior.

Era verdad, así lo dijo a todos altiempo que les daba la mano con unapretón que quería significar: «Biensabes, Amory, que esta noche sólocontigo he estado bailando de verdad».

Pero el tiempo pasaba; al cabo dedos horas, incluso los beaux menossutiles se habían decidido a concentrarsus seudo-apasionadas miradas en otraparte, porque cuando dieron las once

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Isabelle y Amory estaban sentados en lapoltrona del saloncito de lectura delpiso de arriba. Ella presentía queformaban una buena pareja y parecíasentirse a sus anchas en aquelaislamiento, mientras la genteremolineaba y cuchicheaba por alláabajo.

Los que pasaban frente a la puertamiraban con envidia, y las chicas reían,fruncían el ceño y tomaban nota para elfuturo.

Ya habían alcanzado por fin unescalón definido. Se habían contadotodo lo que había ocurrido desde laúltima vez que se vieron, y ella tuvo que

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escuchar casi todo ló que había oídoantes acerca de él. Que estaba ensegundo, en la redacción delPrincetonian, que esperaba llegar a serpronto presidente. Ella le dijo quemuchos jóvenes con quienes salía enBaltimore eran «terribles», que a vecesiban borrachos a los bailes; tenían unosveintes años o cosa así y conducían unosfascinantes Stutzes rojos. A la mitad deellos les habían expulsado de varioscolegios y universidades, y algunosostentaban unos nombres tan atléticosque no pudo por menos de mirarles conadmiración. En realidad, la intimidad deIsabelle con la Universidad apenas

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había empezado; tan sólo mantenía unareverencial amistad con un grupo dejóvenes que pensaban: «Es una monada,vale la pena seguirla de cerca». EIsabelle ensartó una retahila de nombrescon tal desparpajo que habríaasombrado a un noble vienes. El lepreguntó si tenía mucho amor propio.Replicó ella que era distinto el amorpropio de la confianza en sí mismo; quele encantaban los hombres con granconfianza en sí mismos.

—Y Froggy, ¿es muy amigo tuyo? —preguntó.

—Bastante. ¿Por qué?—Baila muy mal. Baila como si

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llevara la chica a la espalda en lugar dellevarla en los brazos —ella rió lagracia.

—Eres terrible para definir a lagente.

Amory lo negó con pesadumbrepero, no obstante, definió a unas cuantaspersonas. Luego hablaron de manos.

—Tienes unas manos muy delicadas—dijo ella—. Como si tocaras el piano.¿Tocas el piano?

Dije antes que habían alcanzado unescalón definido; quiá, lo que habíanalcanzado era un escalón muy crítico.Amory se había quedado aquel día solopara verla, y su tren salía a las doce y

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media de la noche. Sus maletas leesperaban en la estación, y su relojempezaba a pesarle en el bolsillo.

—Isabelle —dijo de repente—quiero decirte algo.

Habían estado charlando de cosassuperficiales, «sobre esa expresión tandivertida de tus ojos», e Isabellecomprendió por el cambio de tono quealgo se avecinaba; incluso había estadoimaginando cuánto tardaría en llegar.Amory se inclinó y apagó la luz deforma que quedaron en una oscuridadsólo mitigada por el resplandor rojodebajo de la puerta del salón de lectura.Entonces empezó:

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—No sé si te imaginas lo que yo…te quiero decir. Diablo, Isabelle, suena afrase hecha pero te aseguro que no lo es.

—Ya lo sé —dijo suavementeIsabelle.

—Tal vez no nos volvamos a vercomo ahora. He tenido siempre malasuerte —estaba separado de ella yapoyado en el otro brazo del sillón, perosus ojos brillaban en la penumbra.

—Claro que me volverás a ver, tonto—y en la última palabra puso el énfasisjusto para atraerle. El continuó conacento ronco:

—Me he enamorado de muchasmujeres y supongo que tú también… de

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hombres, claro; pero, sinceramente, tú…—se interrumpió de súbito y se inclinóhacia ella, la barbilla apoyada en susmanos—. Bueno, siempre pasa lomismo; tú seguirás tu camino y yo elmío.

Hubo un silencio. Isabelle estabamuy inquieta; hizo con su pañuelo unapelota y a la pálida luz que la envolvíalo arrojó deliberadamente contra lapuerta. Sus manos se tocaron por uninstante pero no llegaron a hablar. Lossilencios se hacía más frecuentes ydeliciosos. Había subido otra parejadescarriada que aporreaba el piano dela habitación de al lado. Tras la

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obligada introducción de escalas yejercicios, uno de ellos arrancó con Losniños en el bosque, y una delicada vozde tenor introdujo las palabras en elsalón:

Dame, dame ya tu manopara que sepa que vamosa la tierra del ensueño.

Isabelle la canturreó suavemente, ycuando sintió la mano de Amory entrelas suyas se puso a temblar.

—Isabelle —susurró—. Ya sabesque estoy loco por ti y tengo esperanzasde interesarte un poco.

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—Sí.—¿Te importa mucho? ¿No prefieres

a otro?—No —apenas podía oírla aunque

estaba tan próximo a ella que sentía surespiración en su mejilla.

—Isabelle, tengo que volver alcolegio y no volveré en seis meses. ¿Porqué no podemos…? Me gustaría tantotener un recuerdo tuyo…

—Cierra la puerta… —su voz eratan queda que él se preguntó si habíallegado a hablar. Al empujar suavementela puerta, la música pareció vacilar.

Bajo esa brillante luna

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dame un beso de buenas noches.

Qué canción tan maravillosa,pensaba ella. Todo parecía maravillosoaquella noche, y, sobre todo, laromántica escena del salón, con lasmanos entrelazadas aproximando elinevitable espejismo. Su vida futuraparecía una interminable sucesión deescenas como ésta: bajo la luz de la lunay de las pálidas estrellas, en los asientosde cálidas limousines y en bajos ycómodos roadsters parados en unaarboleda protectora… sólo elacompañante podía cambiar y ésteparecía encantador. El tomó su mano con

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suavidad y, con un repentino movimientopara llevarla a los labios, le besó lapalma.

—¡Isabelle! —el susurro se mezclócon la música; ambos parecían flotarmuy juntos. Su respiración se aceleró.

—¿Te puedo besar, Isabelle?Con los labios entreabiertos volvió

su cabeza hacia él, en la oscuridad. Deimproviso un clamor de voces, el sonidode unos pasos que subieron hasta ellos.Como una centella, Amory encendió laluz, y, cuando se abrió la puerta yentraron tres muchachos —el violento ybailarín Froggy entre ellos—, leencontraron hojeando las revistas de la

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mesa mientras Isabelle, inmóvil, serenay desenvuelta, les recibía con unaamable sonrisa. Pero su corazón latíaagitadamente, resentido de todo lo quele habían arrebatado.

Todo había pasado, no había duda.Hubo un clamor de voces quereclamaban un baile; una mirada secruzó entre ellos —desesperada la de él,apenada la de ella—, y la nochecontinuó entre reconfortantes beaux ymuchos más cambios de pareja.

A las doce menos cuarto se despidióde ella, gravemente, en medio de uncorro reunido para desearle buen viaje.Por un instante él llegó a perder su

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presencia de ánimo, y ella se sintió algoaturdida cuando una voz oculta gritó:

—¡Sácala afuera, Amory! —al tomarsu mano él la apretó un poco y ella ledevolvió el apretón como había hechocon otras veinte manos aquella mismanoche, y eso fue todo.

A las dos de la madrugada, de vueltaa casa de los Weatherby, Sally lepreguntó si ella y Amory habían podidoestar un «rato» en el salón. En sus ojosbrillaba la luz de una idealista, losvirginales sueños de una Santa Juana.

—No —contestó—, ya no estoy paraesas cosas. El me lo pidió, pero le dijeque no.

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En cuanto se metió en la camaempezó a imaginar qué sería lo que lediría en la carta urgente del díasiguiente. Tenía una boca tan atractiva…¿Sería posible que un día…?

—«Catorce ángeles velaban sobreellos» —canturreó Sally en lahabitación de al lado, con acentosomnoliento.

—Maldita sea —murmuró Isabelle,haciendo una gran pelota con laalmohada y explorando cautelosamentelas frías sábanas—, maldita sea.

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Carnaval

Por fin Amory había llegado arriba, pormedio del Princetonian. Los pequeñossnobs, termómetros del éxito queestaban siempre a punto, le recibieroncon efusión porque se aproximaban laselecciones para los clubs; a él y a Tomles visitaban grupos de alumnossuperiores que entraban torpemente, sebalanceaban en el borde de los mueblesy hablaban de todo menos de aquelloque les llevaba allí. A Amory ledivertían aquellas miradas llenas deintriga; y cuando los visitantesrepresentaban un club que para él no

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tenía el menor interés, se permitía ellujo de escandalizarlos con comentariosheterodoxos.

—Dejadme pensar. ¿Qué clubrepresentáis vosotros? —preguntó unanoche a una asombrada delegación.

Con los visitantes de Ivy, Cottage yTiger Inn se hacía el «chico ingenuo,agradable y sano» que estaba a susanchas y no tenía la menor idea delobjeto de la visita.

Aquella mañana fatal, a primeros demarzo, cuando todo el campus setransformó en el patio de un manicomio,se refugió en compañía de Alec Connagepara observar desde allí, asombrado, la

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histeria de sus compañeros de clase.Muchos grupos volubles iban de un

club a otro; amistades de tres días atrásaseguraban entre lágrimas que debíanpertenecer al mismo club, que nadadebía separarles; se producíanaparatosas manifestaciones de rencor yenvidia, largo tiempo ocultas, en cuantoel favorito recordaba agravios de primeraño. Hombres desconocidos eranelevados a un alto rango en cuantorecibían ciertas ofertas muy codiciadas;otros que se consideraban «muypreparados» se encontraban, a causa deinesperados enemigos, aislados yabandonados y hablaban con furor de

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dejar el colegio.Entre los de su clase, Amory vio

cómo se eliminaba a unos por usarsombrero verde, a otros «porque vestíancomo maniquíes», a los de más alláporque se habían emborrachado unanoche «y no como un caballero, Diosmío», y en fin por cualquier otra secretae insondable razón sólo conocida porlos poseedores de las bolas negras.

La orgía social culminó en una fiestagigantesca en el Nassau Inn, dondecorrió el ponche preparado en inmensasperolas, y todo el salón se convirtió enun desfile delirante, agitado y gritón devoces y caras.

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—Eh, Dibby, ¡felicidades!—Enhorabuena, Tom, me han dicho

que sacaste un buen paquete en el Cap.—Eh, Kerry…—Eh, Kerry, he oído que te vas con

los gorilas del Tiger.—Bueno, a mí no me gusta el

Cottage, ese paraíso de conquistadores.—Dicen que Overton se desmayó

cuando le eligieron para el Ivy. ¿Quéfirmó el primer día? ¡Ni hablar! Creoque se fue a Murray-Dodge en bicicleta,creyendo que se trataba de un error…

—¿Cómo lograste entrar en el Cap,viejo golfo?

—¡Felicidades!

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—¡Felicidades! He oído que tuvistemuchos votos.

Cuando cerraron el bar la fiesta sedisolvió en pequeños grupos quedeambularon, cantando, por el campusnevado, desolados porque todo —esfuerzo y vanidad— había terminado ypodían hacer lo que les viniera en ganaen los próximos dos años.

Años después Amory pensaba que laprimavera de su segundo año fue eltiempo más feliz de su vida. Sus ideasiban acordes con su vida; no deseabamás que soñar, divagar y disfrutar demedia docena de nuevas amistades, enlas tardes de abril.

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Una mañana entró Alec Connage ensu habitación para despertarle; la luz delsol brillaba en la ventana para mayorgloria de Campbell Hall.

—Despierta, pecador, y reúne todastus piezas. Tienes que estar enfrente delRenwick dentro de media hora. Tenemosun coche —cogió la bandeja de suescritorio y la depositó cuidadosamente,con toda su carga, sobre la cama.

—¿De dónde habéis sacado elcoche?

—Bonita confianza; déjate depreguntas o no vienes.

—Me parece que voy a seguirdurmiendo —dijo Amory con calma,

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volviendo a acomodarse y buscando uncigarrillo junto a la cama.

—¿Durmiendo?—¿Por qué no? Tengo una clase a

las once y media.—¡Maldito amargado! Pero si no

quieres venir a la costa…Amory saltó de la cama,

desparramando por el suelo toda lacarga de la bandeja. La costa… no lahabía visto hacía años, desde lasperegrinaciones con su madre.

—¿Quiénes vamos? —preguntó altiempo que se embutía en las sandalias.

—Dick Humbird, Kerry Holiday,Jesse Ferrenby y…, unos cinco o seis.

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¡Pero date prisa!A los diez minutos Amory estaba

devorando su maíz en el Renwick, y aeso de las nueve y media salíanalegremente de la ciudad, rumbo a lasarenas de Deal Beach.

—Mira —dijo Kerry—, el coche escomo si fuera nuestro. La verdad es queunos desconocidos lo robaron en AsburyPark, lo abandonaron en Princeton y sefueron al Oeste. A este despiadadoHumbird le han dado permiso en laalcaldía para ir a devolverlo.

—¿Lleva alguien dinero? —preguntóFerrenby, sentado en el asientodelantero.

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Se levantó un unísono coro negativo.—Esto se empieza a poner

interesante.—¿Dinero? ¿Qué dinero? Podemos

vender el coche.—O reclamar la tarifa de

recuperación, o algo así.—¿De dónde vamos a sacar para

comer?—Sinceramente —dijo Kerry,

mirándole con severidad—, ¿es que vasa poner en duda los recursos de Kerrypara tres cochinos días? Hay gente queha vivido del aire durante años. Lee larevista de los Boy Scouts.

—Tres días —musitó Amory—, y yo

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que tenía clase.—Uno de ellos cae en Sabbath.—Es lo mismo. Sólo puedo perder

seis clases y aún me queda mes y medio.—¡Arrojadlo fuera!—Es mucha vuelta.—Amory, la estás quemando, para

acuñar una frase nueva.—Vale más que te calles, Amory.Amory se resignó para enfrascarse

en la contemplación del paisaje.Swinburne parecía el más adecuado almomento:

Pasaron las ruinas, las lluvias deinvierno,

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la estación de las nieves ypecados,

el día que separa a la amada delamado,

la noche que avanza sobre lo quedeja el día,

la memoria que guarda un dolorperdonado.

Mueren los hielos y las floresnacen;

capullo a capullo la primavera seinicia,

los arroyos se ceban con flores…

—¿Qué te pasa, Amory? Amory estáhaciendo poesía, pensando en pájaros y

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flores. Lo puedo leer en sus ojos.—No es verdad —mintió él—;

estaba pensando en el Princetonian.Tendría que estar allí esta noche; peroespero poder llamar por teléfono.

—Estos hombres importantes… —dijo Kerry, respetuosamente.

Amory se sonrojó, y le pareció queFerrenby, uno de los opositoresderrotados, estaba molesto. Por supuestoque Kerry sólo estaba bromeando, peroél tampoco tenía que haber mencionadoel Princetonian.

Era un día apacible; así que se ibanacercando a la costa, con una brisamarina, empezó a imaginarse el océano,

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las largas y llanas playas y los tejadosrojos por encima del mar. Atravesaronde prisa la pequeña ciudad y de repentedespertó su conciencia con un pujantepeán de emoción…

—¡Ay, Dios, míralo! —gritó.—¿El qué?—Dejadme salir, de prisa… ¡No lo

he visto en ocho años! ¡Por favor, sedamables, parad el coche!

—¡Qué hombre más raro! —señalóAlec.

—A mí me parece un pocoexcéntrico.

El automóvil se detuvo ante un pretily Amory echó a correr hacia el paseo.

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Al principio sólo vio que el mar eraazul, que era enorme, que bramaba ybramaba…, todas esas trivialidades queinspira el océano, pero de haber dichoalguien que sólo eran trivialidades, lehabrían mirado asombrado.

—Ahora a comer —ordenó Kerry,uniéndose al grupo—. Vamos, Amory,déjate de eso y seamos prácticos.Primero intentaremos en el mejor hotel—continuó— y luego ya veremos.

Anduvieron por el paseo hasta elhotel de más imponente aspecto y,entrando en el comedor, tomaron asientoen una mesa.

—Ocho Bronx —ordenó Alec—, y

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un sandwich grande con julianas. Lacomida para uno; póngalo por ahí.

Amory apenas comió porque habíaencontrado un asiento desde dondepodía ver el mar y sentir su balanceo.Cuando terminaron el pequeñoalmuerzo, se pusieron a fumartranquilamente.

—La cuenta, por favor.Uno de ellos la hojeó.—Ocho veinticinco.—Demasiado caro. Le daremos dos

dólares y otro para el camarero. Kerry,recoge el dinero.

Cuando se acercó el camarero,Kerry le dio solamente un dólar, puso

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dos dólares sobre la cuenta y se volvió.Displicentemente se dirigieron hacia lapuerta, seguidos del recelosoGanimedes.

—Debe haber un error.Kerry tomó la nota y la examinó

cuidadosamente.—No hay el menor error —dijo con

seguridad, mientras movía la cabeza yrompía la nota en cuatro pedazos queentregó al camarero, tan confundido quepermaneció inmóvil, sin un gesto,viéndoles salir.

—¿No nos seguirán?—No —dijo Kerry—; de entrada

creerá que venimos con el hijo del

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dueño o algo así; luego volverá acomprobar la nota, llamará al encargadoy mientras tanto…

Dejaron el coche en Asbury ytomaron el tranvía hasta Allenhurst paraechar un vistazo a la multitud, en buscade bellezas. A las cuatro tomaron unosrefrescos en un café, donde pagaron unafracción todavía menor del total delcoste. Nadie les siguió, gracias en partea su aspecto y a su savoir faire.

—Mira, Amory, nosotros somosmarxistas socialistas —explicó Kerry—. No creemos en la propiedad y lotenemos que demostrar.

—Ya llegará la noche.

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—Espera y confía en Holiday.Hacia las cinco y media estaban

alegres y, cogidos del brazo,deambularon arriba y abajo del paseoentonando un monótono estribillo sobrelas tristes olas del mar. Kerry divisóentre la multitud una cara que le llamó laatención y salió corriendo parareaparecer un momento después con unade las jóvenes menos agraciadas queAmory había visto nunca. Una bocadelgada que iba de oreja a oreja, susdientes presentaban un único y sólidofrente, y unos ojos bizcos que mirabandesconsolados a los bultos de la nariz.

—Su nombre es Kaluka, la reina de

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Hawai. Permítame presentarle a losseñores Connage, Sloane, Humbird,Ferrenby y Blaine.

La joven hizo unas cuantasreverencias; pobre criatura; Amorypensaba que nadie le había hecho casoen su vida y posiblemente era mediotonta. Mientras les fue acompañando(Kerry la invitó a cenar) no dijo nadaque pudiera desmentirlo.

—La señorita prefiere los platos desu tierra —dijo Alec al camarero, contono grave—, pero se conformará concualquier cosa fuerte.

Durante la cena se dirigía a ella conlas más respetuosas palabras mientras

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Kerry, al otro lado, le hacía una cómicaescena de amor, a la que ella respondíacon risitas y guiños. Amory secontentaba con observar la comedia,admirado del tacto de Kerry, capaz detransformar el incidente más insulso enuna aventura de grandes proporciones.Todos parecían contagiados del mismoespíritu y era un recreo estar entre ellos.Amory, por lo general, estaba a gustocon los hombres individualmente, perolos temía cuando estaban en grupo, amenos que el grupo se formaraalrededor de él. Se preguntaba cuántorentaba cada uno al grupo, pues habíaentre ellos una especie de contribución

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espiritual. Alec y Kerry eran la vida delgrupo, pero no su centro. En cierto modoel tranquilo Humbird y Sloane, con suimpaciente altivez, formaban el centro.

Dick Humbird le había parecido aAmory, desde el primer año, el tipoperfecto del aristócrata. Era esbelto yproporcionado, pelo negro y rizado,rasgos rectos y bastante moreno. Todo loque decía parecía apropiado. Tenía granvalor, bastante buena cabeza y unsentido del honor con un encanto ynoblesse oblige tan especiales que no sepodía confundir con la rectitud. Podíaser disipado sin desintegrarse, y lasaventuras más bohemias no eran capaces

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de «quemarlo». La gente se vestía comoél, trataba de hablar como él. ParaAmory se le podía poner el mundoencima que no iba a cambiar por eso…

Se diferenciaba de aquel tipoatlético salido de la clase media en quenunca transpiraba. Cierta gente no puedefamiliarizarse con un chofer si no esmarcando las diferencias. Humbirdpodía desayunarse en el Sherry con unnegro y sentirse perfectamente a gusto.No era un snob, aunque sólo conocía ala mitad de su clase. Sus amigos ibandesde lo más alto hasta lo más bajo,pero resultaba imposible «cultivar» suamistad. Los criados le adoraban, le

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trataban como a un dios. Personificabael ejemplo eterno de lo que debe ser laclase alta.

—Parece uno de esos retratos delIlustrated London News de oficialesingleses muertos en acción —dijoAmory a Alec.

—Bien —respondió Alec—, siquieres saber la cruel verdad te diré quesu padre era un almacenero que se hizorico como agente de fincas en Tacoma yse estableció en Nueva York hace diezaños.

Amory sintió una curiosa sensaciónde naufragio.

Aquella excursión era posible

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gracias a la emancipación de la clasetras las elecciones de los clubs, comopara llevar a cabo un último ydesesperado esfuerzo de conocerse a símismos, de permanecer juntos y lucharcontra el espíritu opresor de los clubs.Habían salido para suspender laconvencional disciplina.

Después de la cena vieron a Kalukajunto al pretil y volvieron paseandohasta la playa de Asbury. El marvespertino era una sensación nuevaporque, desaparecidos su color y sumadurez, no quedaba sino aquellasombría desolación de las tristes sagasnoruegas; Amory pensaba en Kipling:

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Playas de Lukanon antes de quelleguen los cazadores.

Era como una música infinitamentetriste.

A las diez no tenían un céntimo.Habían cenado abundantemente con susúltimos once centavos y, cantando,deambularon por los casinos y arqueríasiluminadas del paseo, deteniéndose aescuchar con devoción los conciertos debanda. En una plaza Kerry organizó unacolecta para los huérfanos de guerrafranceses que rindió un dólar y veintecentavos, con el que compraron un pocode brandy para caso de frío por la

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noche. Terminaron el día en un cinedonde una antigua comedia les provocóestrepitosas carcajadas, para asombro ymolestia del resto del auditorio. Suentrada fue un prodigio de estrategia; amedida que uno entraba señalaba al quevenía detrás. El último, Sloane, declinótoda responsabilidad sobre el hecho tanpronto como todos se distribuyeron porla sala; y cuando el airado portero seabalanzó hacia dentro, entró élindolentemente.

Se congregaron en el casino para verel modo de pasar la noche. Kerry obtuvopermiso del sereno para dormir en laterraza; y, habiendo recogido un buen

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montón de esteras para utilizarlas comocolchones y mantas, estuvieron hablandohasta media noche hasta que cayeron enun profundo sueño, a pesar de losesfuerzos de Amory para permanecerdespierto y contemplar la maravillosapuesta de la luna sobre el mar.

Así continuaron durante dos días,paseando por la costa, en tranvía,bicicleta o a pie, a lo largo de aquelmultitudinario paseo; comiendo a vecesentre gente rica, cenando las mas vecesfrugalmente a expensas de un candidohotelero. Se hicieron ocho fotos en unatienda de revelado al minuto. Kerryinsistió en hacer una agrupándoles como

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un equipo de fútbol, con las chaquetasvueltas del revés, como una banda delEast Side, y él sentado en el centrosobre una luna de cartón. Tal vez elfotógrafo la conserva aún, porque ellosno fueron por ella. Hacía un tiempoperfecto, volvieron a dormir al fresco, yAmory volvió a caer dormido contra suvoluntad.

Amaneció un domingo estólido yrespetable; hasta el mar parecía gruñir yrezongar; así que volvieron a Princetonen los Ford de los granjeros quepasaron, y se separaron todosacatarrados pero sin mayoresconsecuencias.

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Desde hacía tiempo, Amorydescuidaba su trabajo todavía más queel año anterior, no a propósito sinoempujado por una muchedumbre deintereses diferentes. La Geometríaanalítica y los melancólicos hexámetrosde Corneille y Racine no le seducíancomo antes; e incluso la psicología, dela que tanto había esperado, demostróser un objeto obtuso, saturado dereacciones musculares y frasesbiológicas antes que un análisis de lapersonalidad y de la influencia. Era unaclase de mediodía que siempre lesorprendía dormitando. Habiendodescubierto que el «objetivo y subjetivo,

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señor», respondía a casi todas laspreguntas, usaba la frase en tantasocasiones que se convirtió en un juegode la clase cuando, a cualquier preguntaque se le hacía, era despertado porFerrenby o Sloane para mascullarla.

Hacían excursiones muy a menudo aOrange y a la costa, y más raramente aFiladelfia y Nueva York; una nochesacaron a catorce camareras del Child'sy las pasearon en la segunda planta delautobús por toda la Quinta Avenida.Perdían más clases de lo que estabapermitido, lo que les suponía unaasignatura adicional para el siguientecurso; pero la primavera era una cosa

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demasiado singular para dejar que algointerfiriese sus brillantes correrías. Enmayo Amory fue elegido para el comitéde promoción de segundo; y tras unalarga discusión nocturna con Alec parahacer una lista de los candidatos alconsejo superior, pusieron sus propiosnombres a la cabeza de ella. Se dabapor descontado que ese consejo secomponía de los dieciocho veteranosmás representativos; y a la vista de queAlec dirigía el equipo de fútbol yAmory tenía habilidades de desbancar aBurne Holiday como presidente delPrincetonian, tal encabezamientoparecía ampliamente justificado. Aunque

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parezca extraño, colocaron a D'Invillierentre las posibilidades, una suposiciónque un año antes habría dejadoboquiabierta a toda la clase.

Durante toda la primavera Amoryhabía mantenido una interminablecorrespondencia con Isabelle Borgé,salpicada de violentas explosiones ycasi toda ella avivada por sus intentospara encontrar nuevas palabras de amor.Había descubierto que Isabelle eragrave y discretamente seca en sus cartas,pero esperaba —contra toda esperanza— que seguiría siendo una flor lobastante exótica como para llenar losgrandes espacios de la primavera de

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igual manera que había llenado elsaloncillo del Minnehaha Club. A lolargo de mayo le escribía por las nochesdocumentos de treinta páginas que leenviaba en voluminosos sobres, con laetiqueta «Parte primera», «Partesegunda»…

—Ay, Alec, me parece que estoyharto del colegio.

—Me parece que yo también, a mimanera.

—Lo que yo quisiera es una casa decampo, un país cálido y una mujer y algoque hacer para no pudrirme.

—Yo también.—Me gustaría dejar esto.

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—¿Qué dice tu novia?—¡Ah! —Amory balbuceó con

horror—. Ella no piensa en casarse…por ahora. Me refiero al futuro.

—Mi novia sí lo piensa. Pensamoscasarnos.

—¿De verdad?—Sí. Pero no lo digas a nadie, por

favor. Es posible que el año que vieneno vuelva.

—¡Pero si sólo tienes veinte años!¿Vas a dejar el colegio?

—¿No decías tú lo mismo hace unmomento?

—Sí —Amory se interrumpió—, essólo un deseo. No puedo pensar en

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abandonar el colegio. Es que me sientotriste en estas noches espléndidas.Siento que no volverán otra vez y que nopuedo saborear todo lo que tienen. Megustaría que mi novia viviera aquí. Perocasarme… de ninguna manera.Especialmente ahora que mi padre diceque el dinero no entra en casa comoantes.

—¡Qué manera de desperdiciar estasnoches! —exclamó Alec.

Pero Amory suspiraba yaprovechaba las noches. Tenía unafotografía de Isabelle, enmarcada en unviejo reloj; y casi todas las noches a lasocho apagaba todas las luces excepto la

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del escritorio y, sentado ante la ventanaabierta y con la fotografía delante, leescribía sus apasionadas cartas.

… es tan difícil escribir todo lo quesiento cuando estoy pensando en ti; tehas convertido en un sueño que ya nopuedo trasladar al papel. ¡Tu últimacarta era maravillosa! La leí seis veces,sobre todo la última parte; pero a vecesme gustaría que fueras más sincera y medijeras lo que realmente piensas de mí.Aunque tu última carta es demasiadobonita para ser verdad, ¡no voy a poderesperar hasta junio! Tienes que hacer lo

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posible para venir al fin de curso. Va aestar muy bien, y quiero estar contigo enel final de este año maravilloso. Amenudo pienso en lo que me dijisteaquella noche, sin saber muy bien lo quequisiste decir. De no haber sido tú…Pero, ya ves, la primera vez, la primeravez que te vi pensé que eras muyvoluble; eres tan popular y admirada queno puedo creer que me prefieras a todos.

Isabelle querida, esta noche esmaravillosa. Alguien está tocando Lunade amor con una mandolina al otro ladodel campus y parece que la música tetrae hasta mi ventana. Ahora estátocando Adiós muchachos,

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compañeros… que me viene comoanillo al dedo. También yo he acabadocon todo. He decidido no volver aprobar un cóctel y sé que nunca másvolveré a enamorarme —ya no puedo—,porque has venido a formar una partemuy importante de mis días y de misnoches para poder pensar en otra mujer.No quiero parecer blasé porque no eseso. Lo que ocurre es que estoyenamorado. Isabelle querida (ya nopuedo llamarte Isabelle a secas y metemo que voy a soltar el «querida»delante de tu familia el próximo junio),tienes que hacer lo posible para venir alfin del curso, y luego yo iré a tu casa a

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pasar un día, y todo será perfecto…

Y así sucesivamente, con una eternamonotonía que a ambos parecíainfinitamente encantadora, infinitamentenueva, se iban llenando páginas ypáginas.

Junio llegó con unos días tan calientes ypesados que no dejaban pensar ni en losexámenes; se reunían por las noches enel patio del Cottage, para hablar detemas muy amplios, hasta que las curvasdel terreno hacia Stony Brook se

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envolvían de un vaho azulino, las lilasparecían blancas alrededor de las pistasde tenis, y las palabras dejaban paso alos silenciosos cigarrillos. Y a lo largode un Prospect desierto y de McCosh,llevando siempre una canción tras ellos,llegaban hasta la cálida alegría deNassau Street.

Tom D'Invilliers y Amory paseabanaquellos días hasta muy tarde. La fiebredel juego se había extendido por todo elsegundo curso, y se pasaban las nochesencorvados sobre los dados. Más de unavez salieron de la habitación de Sloanepara ver cómo caía el rocío y cómo lasestrellas se desvanecían en el cielo.

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—Vamos a dar un paseo en bicicleta—sugirió Amory.

—De acuerdo. No estoy cansado ycasi es la última noche del año; el lunesempieza el final de curso.

Encontraron dos bicicletas enHolden Court y pasearon por elLawrence Road hasta las tres y media.

—¿Qué vas a hacer este verano,Amory?

—No me preguntes, lo mismo desiempre. Uno o dos meses en LakeGeneva —ya sabes que te espero allí enjulio— y luego iré a Minneapolis, locual significa bailes de verano,besuqueos, un aburrimiento; pero Tom,

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dime —añadió de repente—, este año,¿no ha sido una delicia?

—No —dijo Tom con énfasis, unnuevo Tom vestido por Brooks y calzadoen Franks—, he ganado este partido,pero no pienso jugar el siguiente. A ti teva muy bien, tú eres como una pelota degoma y estás bien en cualquier sitio,pero yo ya estoy harto de tener queadaptarme a las majaderías de esterincón del mundo. Tengo ganas de irme aun sitio donde no se excluya a la gentepor el color de su corbata o por el cortede su traje.

—No puedes, Tom —argüía Amorymientras pedaleaban en la noche—, a

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dondequiera que vayas aplicarásinconscientemente esos clichés de«tiene» o «le falta». Para bien o paramal, te hemos marcado para siempre; yaeres un tipo de Princeton.

—Bien, entonces —se quejó Tom, ysu voz rota se levantaba con una queja—¿para qué he de volver? Ya he aprendidotodo lo que Princeton me puede enseñar.Dos años más de puras pedanterías ymentiras en el club no me van a servirde nada. Sólo van a servir paradesorganizarme más, para hacerme másadocenado. Ya ahora me siento tan sinhuesos que no sé cómo me voy a librarde ello.

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—Lo que pasa es que no quieresdarte cuenta de lo que te ocurre, Tom —le interrumpió Amory—. Acabas deabrir los ojos, de manera violenta, a unmundo de trepadores. Pero Princetoninvariablemente proporciona, al hombreprudente, un cierto sentido social.

—Y tú consideras que me hasproporcionado eso, ¿no? —le preguntóburlonamente, mirándole en lapenumbra. Amory sonrió.

—¿Y no es así?—A veces —dijo pausadamente—

pienso que tú eres mi ángel malo. Yopodía haber sido un buen poeta.

—Vamos, eso es bastante difícil. Tú

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elegiste venir a un colegio del Este. Oviniste a sabiendas de la condicióntrepadora de la gente, o viniste a ciegas—como Marty Kaye—, cosa que túmismo repugnas.

—Sí —convino—, tienes razón. Mehabría repugnado. No obstante, resultaduro convertirse en un cínico a losveinte años.

—Yo nací cínico —murmuró Amory—. Soy un idealista cínico. —Se detuvoa pensar si aquello significaba algo.

Cuando alcanzaron la dormidaescuela de Lawrenceville, volvieronpara atrás.

—Ha sido un buen paseo, ¿no? —

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dijo Tom.—Sí, un buen final, un final

completo; todo parece bueno esta noche.¡Y ahora un cálido y lánguido veranocon Isabelle!

—¡Tú y tu Isabelle! Me juego lo quesea a que es una tonta… Vamos a recitaralgo.

Amory declamó la Oda a unruiseñor a los matorrales por quepasaban.

—Nunca llegaré a ser un poeta —dijo Amory al terminar—. No soybastante sensual; sólo me parecen bellasunas pocas cosas obvias: mujeres,tardes de primavera, música de noche,

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el mar; no soy capaz de comprendercosas más sutiles como «las trompetasque tocan a plata». Podré llegar a ser unintelectual, pero nunca escribiré más quepoesía mediocre.

Cuando llegaron a Princeton el solestaba dibujando mapas en el cielo; seapresuraron a tomar una ducha comosustitutivo del sueño. Al mediodía lascalles se hallaban invadidas deabigarrados alumnos, con sus bandas ysus coros, y en las tiendas de campañahabía grandes corros bajo losestandartes naranja y negro quetremolaban y ondeaban al viento. Amoryse quedó mirando largo rato una casa

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con el número 69: allí unos pocoshombres encanecidos hablabantranquilamente mientras los jóvenescorrían, formando un contraste de lavida.

Bajo el farol

De repente, al final de junio, los ojosesmeralda de la tragedia se clavaronfijamente en Amory. La noche siguientea su paseo a Lawrenceville un grupomarchó a Nueva York en busca deaventura para volver a Princeton, en dos

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coches, alrededor de medianoche. Habíasido una excursión alegre, y allí estabanrepresentados muy diferentes estados deembriaguez. Amory iba en el coche deatrás; se habían equivocado decarretera, habían perdido el camino yapretaban el paso para alcanzar a losotros.

Era una noche clara, y la alegría dela carretera se subió a la cabeza deAmory. El fantasma de las dos estrofasde un poema se estaba formando en sumente:

Y así el coche gris se arrastraba en laoscuridad de la noche sin agitar ningún

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signo de vida a su paso… Como ante eltiburón los tranquilos senderos delocéano en brillantes, sublimes yestrelladas corrientes, así los árbolesbañados en la luna, divididos —dos ados—, mientras aletean los pájaros de lanoche gritando en el aire…Un momento en un albergue de lámparasy sombras, un albergue amarillo bajouna luna amarilla. Y después el silencio,mientras el crescendo de la risa sedesvanece… El coche asciende denuevo hacia los vientos de junio; lassombras se suavizan cuando la distanciacrece hasta aplastar las de coloramarillo en el azul…

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Un frenazo les sacó de sus asientos,y Amory, aturdido, miró a ver quépasaba. Una mujer de pie en la carreterahablaba con Alec que estaba al volante.Más tarde había de recordar laimpresión de arpía que le produjo suviejo kimono, y el sonido hueco y rotode una voz que decía:

—Ustedes son de Princeton, ¿no?—Sí.—Uno de ustedes se ha matado ahí

mismo y otros dos están muriéndose.—¡Dios mío!—¡Miren! —señaló con el dedo.

Miraron con horror. Bajo la luz de unposte de carretera yacía una forma boca

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abajo en medio de un creciente círculode sangre.

Saltaron del coche. Amory pensabaen aquella nuca, aquel pelo, aquelpelo… hasta que le dieron la vuelta.

—Es Dick, ¡Dick Humbird!—¡Cristo!—¡Vean si está vivo!La voz insistente de aquella bruja

rompió en una especie de triunfalgraznido:

—Está completamente muerto. Elcoche volcó. Esos dos, a los que nopasó nada, se llevaron a los otros; perocon éste no hay nada que hacer.

Amory echó a correr hacia la casa, y

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el resto le siguió con aquella masaamorfa que dejaron en un sillón de aquelhumilde porche.

Sloane, con el hombro abierto, sehallaba en otro sillón. Estaba delirandoy llamaba a alguien para una clase dequímica a las ocho y diez.

—No recuerdo lo que ocurrió —dijoFerrenby, con voz apagada—. Dick ibaconduciendo y no quería soltar elvolante; le dijimos que había bebidodemasiado, y entonces vino aquellamaldita curva… ¡Dios mío! —Se arrojóal suelo boca abajo y rompió a llorar.

El doctor había llegado y Amorysalió al porche donde alguien le entregó

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una sábana que echó encima delcadáver. Con repentina firmeza levantóuna de sus manos y la dejó caer inerte.La frente estaba fría, pero la cara noestaba falta de expresión. Miró loscordones de sus zapatos, los cordonesque Dick había atado aquella mismamañana. El que los había atado eraahora esta pesada y blanca masa. Todolo que quedaba del encanto y lapersonalidad de aquel Dick Humbirdque había conocido…, ay, erademasiado horrible, poco aristocrático yterrenal. Toda tragedia tiene ese caráctergrotesco, escuálido… tan inútil, tanfútil, como cuando mueren los animales.

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Amory se acordó de un gato que yacíahorriblemente mutilado, en algunacallejuela de su infancia.

—Alguien tiene que ir a Princetoncon Ferrenby.

Amory dio unos pasos fuera de lapuerta y se estremeció al sentir el últimoviento de la noche —un viento queagitaba un guardabarros suelto deaquella masa de metal retorcido paraproducir un débil y quejumbrosolamento.

¡Crescendo!

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El día siguiente, gracias a un destinomisericordioso, pasó en un instante.Cuando Amory se quedaba solo, suspensamientos volvían inevitablemente ala estampa de aquella boca roja quebostezaba incongruente en una carablanca; pero con esfuerzo y resoluciónfue sepultando aquella memoria con laexcitación del día hasta que la apartófríamente de su conciencia. Isabelle y sumadre llegaron a la ciudad a las cuatropara pasear sonrientes por la ProspectAvenue, en medio de la alegremuchedumbre, y tomar el té en elCottage. Los clubs celebraban esa nochesu cena anual, así que a las siete la dejó

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en manos de uno de primero para citarsecon ella en el gimnasio a eso de lasonce, la hora en que los demás alumnoseran admitidos en el baile de los deprimero. Ella daba de sí todo lo que élhabía esperado ansioso y dispuesto ahacer de aquella noche el centro detodos sus sueños. A las nueve todos losalumnos veteranos salieron a la puertade los clubs para presenciar el desfilede antorchas de los de primero; Amoryse preguntaba si a causa de aquellosgrupos uniformados, recortados contralas oscuras fachadas y bajo elresplandor de las antorchas, sería unanoche tan brillante, a los ojos atentos y

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jubilosos de los novatos, como a él lehabía parecido el año pasado.

El día siguiente fue otro torbellino.Fueron seis a la mesa, en un reservadodel club; Isabelle y Amory no hacíansino contemplarse tiernamente, porencima del pollo asado, seguros de quesu amor iba a ser eterno. En la fiesta defin de curso bailaron hasta las cinco dela mañana, y para cambiar la pareja deIsabelle se rompía la barrera con unalegre desenfado que se fue haciendomás entusiástico a medida que avanzabala hora y el vino, almacenado en losbolsillos de los abrigos en el ropero,aplazaba para otro día la llegada del

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aburrimiento. La barrera es una masa dehombres muy homogénea que se mueveanimada de una sola alma. Una morenabelleza está bailando hasta que unahogado suspiro provoca un murmullodel que surge uno, mejor peinado quelos demás, que se adelanta y se atreve ahacer el cambio de pareja. En cambio,cuando aparece galopando esa joven deun metro ochenta (la trajo Kaye a lafiesta, y toda la noche ha estado tratandode presentarla a todo el mundo), labarrera se retrae, los grupos miran haciaotra parte, parecen muy interesados entodos los rincones del salón, porqueaparece Kaye, agitado y sudoroso,

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dando codazos a la multitud en busca decaras familiares.

—Te digo que tengo la chica másbonita…

—Lo siento, Kaye, pero estoy muyocupado ahora. Tengo que cambiar conese amigo.

—Entonces, ¿al siguiente?—Bueno, ya te digo que tengo que

cambiar. Dile que me busque cuandotenga un baile libre.

Amory creyó soñar cuando Isabellesugirió dejar el baile y dar un paseo enel coche. Durante una hora de delicias,que pasó en un instante, pasearon por lassilenciosas carreteras alrededor de

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Princeton, con los sentimientos a flor depiel, hablando con tímida excitación.Amory se sentía muy inocente y no hizointentos de besarla.

Al día siguiente recorrieron Jersey,almorzaron en Nueva York, y por latarde se fueron a ver un drama de tesiscon el cual Isabelle lloró durante todo elsegundo acto, con gran embarazo deAmory, que, no obstante, se sentía llenode una gran ternura al verla así. Tentadode inclinarse sobre ella para sorber suslágrimas, le apretó delicadamente sumano, que ella dejó entre las suyas alamparo de la oscuridad.

A las seis llegaron a la residencia de

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verano de los Borgé en Long Island, yAmory corrió escaleras arriba a fin devestirse para cenar. Consideraba,mientras se colocaba los gemelos, queestaba disfrutando de la vida comoprobablemente nunca volvería a hacerlo.Todo parecía nimbado del halo de supropia juventud. Había llegado aPrinceton, codo con codo con lo mejorde su generación. Estaba enamorado yera correspondido. Encendió todas lasluces y se contempló en el espejotratando de descubrir en su cara aquellascualidades que tan claramente ledistinguían del resto de la gente, quehacían de él un hombre decidido, capaz

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de ejercer una influencia susceptible deimponer a su voluntad. Muy pocas cosasde su vida las cambiaría por otras…Sólo Oxford podía haber sido un campomás vasto.

Se admiraba en silencio. ¡Qué buenaire tenía y qué bien le sentaba elsmoking! Salió al pasillo y esperó en elarranque de la escalera al oír unos pasosque se acercaban. Era Isabelle, quedesde la punta de sus zapatos doradoshasta el resplandor de su pelo no lehabía parecido nunca tan bella.

—¡Isabelle! —gritó, casiinvoluntariamente, ofreciéndole susbrazos. Y como en los libros de cuentos

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ella corrió hacia él para concentrar enaquel medio minuto, cuando sus labiosse encontraron por primera vez, laculminación de su vanidad, la cumbre desu juvenil egolatría.

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3. El ególatra medita

—¡Ay! ¡Suéltame!El dejó caer sus brazos.—¿Qué te pasa?—Tu gemelo… me ha hecho daño…

Mira —se miraba el escote donde unapequeña mancha azul, del tamaño de unguisante, contrastaba con la blancura desu piel.

—Isabelle —se reprochó a sí mismo—, soy un salvaje. De verdad, perdona.

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No tenía que haberte estrechado tanto.Ella le miró con impaciencia.—Amory, ya sé que no lo hiciste a

propósito; no es para tanto; pero ¿quévamos a hacer?

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó—. Ah, el cardenal; ya verás cómodesaparece en un momento.

—Nada de eso —dijo ella, tras unareconcentrada observación—. Todavíasigue ahí, se parece a Oíd Nick. Ay,Amory, ¿qué vamos a hacer? Está justodonde más se ve.

—Frótatelo —sugirió él,conteniendo la risa que se le venía a loslabios.

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Se lo frotó con la yema de los dedoshasta que una lágrima asomó en elrabillo del ojo y se deslizó por sumejilla.

—Ay, Amory —dijo, condesesperación, elevando hacia él unaexpresión patética—. Se me irritará todoel cuello si sigo frotando. ¿Qué podemoshacer?

Le vino una cita a la memoria que nopudo dejar de repetirla en voz alta:

Todos los perfumes de Arabia nolavarán esta mano.

Ella se le quedó mirando; sus

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lágrimas brillaban en sus ojos como elhielo.

—No eres muy amable.Amory lo interpretó mal.—Isabelle, querida, yo creo que…—¡No me toques! —gritó ella—.

¡No, tengo ya bastante para que estés ahíriéndote de mí!

Volvió a meter la pata.—Es que tiene gracia, Isabelle;

como el otro día decíamos que elsentido del humor es lo que…

Ella le miraba con algo que no eratanto una sonrisa como la huella triste ydébil de una sonrisa, en la comisura dela boca.

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—¡Ay, cállate! —gritó de repente yechó a correr hacia su habitación.Amory se quedó quieto, lleno deremordimiento y confusión.

—¡Qué asco!Isabelle reapareció con una estola

sobre los hombros, y bajaron lasescaleras en un silencio que se prolongódurante la cena.

—Isabelle —empezó a tantearla encuanto subieron al coche, en dirección albaile del Greenwich Country Club—, sisigues enfadada yo voy a estarlo dentrode un minuto. Déjame darte un beso yhacer las paces.

Isabelle meditaba cabizbaja.

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—No me gusta que se rían de mí —dijo al fin.

—No volveré a reírme. Ya no merío, ¿no lo ves?

—Pero te reiste antes.—Vamos, no quieras ser tan

femenina.Ella torció el gesto.—Seré lo que quiera.Amory apenas podía contenerse. Se

dio cuenta entonces de que no teníaverdadero afecto por Isabelle y que lemolestaba su frialdad. Deseaba besarla,besarla mucho porque así podría irse aldía siguiente sin mayorespreocupaciones. Por el contrario, si no

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lograba besarla le seguiríapreocupando… Podría empañarvagamente la imagen de sí mismo comoun conquistador que no iba a quedaraureolado con una segunda intentona, un«ruego» a un luchador tan implacablecomo Isabelle.

Quizá ella lo sospechaba. Decualquier forma Amory veía cómoaquella noche —que debía habersupuesto la consumación de su romance— se deslizaba bajo enjambres demariposas nocturnas en la acerbafragancia de los setos, pero sin aquellaspalabras entrecortadas, sin los brevessuspiros…

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En la despensa, mientras tomaban unpoco de ginger ale y fiambre, Amoryanunció su decisión.

—Me voy mañana por la mañana.—¿Por qué?—¿Por qué no? —contraatacó él.—No tienes necesidad de ello.—De todas formas me voy.—Bueno, si te empeñas en seguir

haciendo ridiculeces…—No lo tomes así —objetó él.—Todo porque no te he dejado

besarme. Tú crees que…—No es eso, Isabelle —interrumpió

él—, tú sabes muy bien que no es eso.Incluso suponiendo que lo fuera… creo

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que hemos llegado a un punto en quetenemos que besarnos… o… o nada. Noes lo mismo que si me lo prohibieraspor razones morales.

Ella vaciló.—Realmente no sé qué pensar de ti

—empezó con un tímido y perversoesfuerzo de conciliación—. Eres tanraro.

—¿Cómo?—Creía que tenías mucha confianza

en ti mismo y todo eso; ¿recuerdas queel otro día me dijiste que podías hacertodo lo que quisieras, conseguir todo loque te diera la gana?

Amory enrojeció. Le había dicho un

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montón de cosas.—Sí.—Pues esta noche no pareces tener

tanta confianza. A lo mejor es que eresmuy vanidoso.

—No, no lo soy —dudó él—. EnPrinceton…

—¡Tú y tú Princeton! ¡Te crees queel mundo se acaba ahí! Es posible queseas el mejor escritor del Princetonian,que los de primero crean que eres muyimportante…

—Tú no entiendes…—Ya lo creo que lo entiendo —

interrumpió ella—, porque siempreestás hablando de ti mismo y a mí me

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gustaba antes. Pero ahora ya no.—¿He hablado de mí esta noche?—Por eso mismo —insistió Isabelle

—, por eso te has enfadado esta noche.No hacías más que estar sentado ymirarme a los ojos. Y además no megusta tener siempre que pensar lo quetengo que decir, por miedo a tus críticas.

—¿Así que te obligo a pensar? —repitió Amory con un dejo de vanidad.

—Me pones nerviosa —dijo ellacon énfasis—; en cuanto te pones aanalizar la menor emoción, dejo desentirla.

—Lo sé —Amory lo admitió ysacudió la cabeza con desconsuelo.

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—Vamos —ella se incorporó.Él se levantó distraídamente y

llegaron hasta el pie de la escalera.—¿Qué tren puedo coger?—Si de verdad tienes que irte, hay

uno que pasa a las nueve y once.—Sí, de verdad que me tengo que ir.

Buenas noches.—Buenas noches.Subieron la escalera y, al volverse

hacia su cuarto, Amory creyó advertir enla cara de ella una desmayada sombrade disgusto. Se tumbó a oscuraspensando —cuánto de aquella repentinainfelicidad no era más que orgulloherido— si, después de todo, no estaría

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él temperamentalmente incapacitadopara el romance.

Se despertó con una alegre oleadade lucidez. La brisa mañanera agitabalas cretonas de las ventanas, y se sintióindolentemente extrañado de noencontrarse en su habitación dePrinceton, con la foto del equipo encimade la mesa y el emblema del Triangle enla otra pared. El reloj de pared del salóndio las ocho, y el recuerdo de la nocheanterior acudió a su memoria. Se vistióde un salto para salir de la casa sin ver aIsabelle. Lo que antes parecía unincidente lleno de melancolía era ahoraun fatigante engorro. A la media, vestido

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y sentado a la ventana, sentía su corazónmucho más desgarrado que lo que habíapodido imaginar. ¡Qué ironía, qué burlala de aquella mañana brillante ysoleada, saturada del aroma del jardín!Al oír en la terraza la voz de la señoraBorgé se preguntó por dónde andaríaIsabelle.

Llamaron a su puerta.—El coche estará a las nueve menos

diez, señor.Volvió de nuevo a su contemplación

del jardín, repitiéndose una y otra vez,mecánicamente, un verso de Browning,que en una ocasión había citado en unacarta a Isabelle:

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Cada vida incompleta, ya lo ves,cuelga tranquila, rota y

remendada.Ni suspiramos hondo, ni reímos

alto,ni —hambrientos, hartos,

desesperados—hemos sido felices.

Pero su vida no sería incompleta.Tuvo un sombrío consuelo al pensar queella nunca podría ser más que lo que élhabía visto en ella; que esa era laculminación de su vida; que nadie laharía pensar como lo había hecho él.Pero como eso era justamente lo que

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ella le había reprochado, Amory sesintió de repente cansado de pensar, ¡detanto pensar!

—Maldita sea —dijo con amargura—, ¡ha echado a perder mi año!

El superhombre se descuida

Un ventoso día de septiembre, regresóAmory a Princeton para sumarse a lasudorosa multitud de suspendidos quellenaba las calles. Parecía el colmo dela estupidez comenzar sus estudiossuperiores malgastando todas las

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mañanas cuatro horas en un aulaatiborrada de la escuela de preparación,sorbiendo todo el infinito aburrimientode las secciones cónicas. Mr. Rooney,alcahuete de los torpes, dirigía la clasefumando innumerables Pall Mall altiempo que dibujaba los diagramas ydesarrollaba sus ecuaciones desde lasseis de la mañana hasta el mediodía.

—Vamos a ver, Langueduc,utilizando esta fórmula, ¿dónde se sitúael punto A?

Langueduc empieza a desplegar sumetro noventa de carne de fútbol y tratade concentrarse.

—Esto…, bueno…, yo qué sé, Mr.

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Rooney.—Eso es, no se puede usar esa

fórmula. Eso es lo que queríademostrarle.

—Naturalmente, naturalmente.—¿Comprende usted por qué?—Seguro, apuesto a que sí.—Si no lo sabe, dígamelo. Para eso

estoy aquí.—Mr. Rooney, si no le importa, haga

el favor de repetirlo.—Encantado. Tenemos el punto A…El aula era un estudio en estupidez:

entre dos grandes pilas de papeles, Mr.Rooney, en mangas de camisa; yalrededor de él, recostados en sus sillas,

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una docena de hombres: Fred Sloane, elbateador, que necesariamente había deser elegible; «Slim» Langueduc, quepodría vencer a Yale aquel otoño conque sólo aprobara la mitad del curso;McDowell, un chico alegre de segundoque consideraba muy deportiva aquellapreparación entre tan eminentes atletas.

—Esos pobres que no tienen uncéntimo para pagarse una claseparticular y tienen que estudiar todo elverano, qué pena me dan —un díaconfesó a Amory, con un tono decamaradería y el cigarrillo colgandoentre sus pálidos labios—. Vaya unalata, con todo lo que se puede hacer en

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Nueva York en verano. Pero supongoque no saben lo que se pierden. —Adoptaba tal aire de «tú y yo» queAmory estuvo a punto de echarle por laventana cuando dijo eso. En febrero sumadre preguntaría por qué no habíapodido entrar en un club, y le subiría lapensión… ¡Pobre idiota!

A través del humo y de aquel airesolemne y densa formalidad que llenabala habitación, llegaba la inevitablepetición.

—No lo he comprendido. ¿Quiererepetirlo, Mr. Rooney?

La mayor parte de ellos eran tantontos u holgazanes que no podían

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admitir que no lo comprendían sin más.A Amory le parecía imposible estudiarlas secciones cónicas: su tranquila yprometedora seguridad, al respirar porlos fétidos discursos de Mr. Rooney,transformaba sus ecuaciones eninsolubles jeroglíficos. La última nochehizo un esfuerzo final, con la ayuda de laproverbial toalla empapada, y sedispuso a presentarse a los exámenesañorando los perdidos colores y apetitosde la pasada primavera. Con ladeserción de Isabelle la idea de sutriunfo universitario había perdidogarra, y ahora consideraba conecuanimidad aquel posible fracaso que

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podría acarrear su sustitución en elequipo del Princetonian y eldesvanecimiento de toda esperanza paraformar parte del Consejo Superior.

Siempre le quedaba su suerte.Bostezó, escribió su nombre en el

sobre del ejercicio y abandonó el aula.—Si no apruebas —dijo Alec, el

recién llegado, sentado en el antepechode la ventana, meditando sobre ladecoración de la pared—, eres la mayorcalamidad del mundo. Tu cotización sevendrá abajo como un ascensor, tanto enel club como en el campus.

—Al infierno. ¿Me quieres abrir laherida?

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—Porque lo mereces. Se deberíaprohibir que fuera presidente delPrincetonian cualquiera que se atreva aarriesgar lo que tú has arriesgado.

—Anda, cambia de tema —protestóAmory—. Calla y es pera. Ya estoyharto de la gente que me pregunta cómome va, como si yo fuera una patataengordada para un concurso deproductos de la huerta.

Una tarde, una semana después,Amory se detuvo, camino del Renwick,bajo la luz de su propia ventana.

—Eh, Tom, ¿ha llegado algo?La cabeza de Alec surgió contra el

cuadrado de luz amarilla.

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—Sí, la papeleta está aquí.Su corazón se puso a latir con

violencia.—¿De qué color es, azul o rosa?—No lo sé. Mejor es que subas.Subió a la habitación, y se dirigía a

la mesa cuando se dio cuenta de quehabía otras personas.

—Qué hay, Kerry —estuvo muyeducado—. Ah, estos hombres dePrinceton. —Todos parecían del mejorhumor. Cogió el sobre con el membrete:«Registro», y lo sopesó nerviosamente.

—Aquí hay todo un pedazo de papel.—Ábrelo, Amory.—Para hacer un poco de drama os

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diré que si el papel es azul mi nombreserá borrado de la redacción del Princey mi corta carrera habrá concluido.

Se detuvo y por primera vez se fijóen los ojos de Ferrenby que leexaminaban con una ávida mirada.Amory le devolvió el saludo concortesía.

—Observen mi cara, caballeros,para saber lo que son las emocionesprimitivas.

Desgarró el sobre y puso la papeletaa la luz.

—¿Qué es?—¿Azul o rosa?—Dilo de una vez.

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—Somos todo oídos, Amory.—Sonríe, jura, haz algo.Hubo una pausa…, transcurrió una

multitud de segundos…, volvió amirarla y dejó transcurrir otra multitud.

—Más azul que el cielo, caballeros.

Consecuencias de una acción

Todo lo que hizo Amory desde aquellosprimeros días de septiembre hasta lasiguiente primavera fue taninconsecuente y carente de propósitoque no vale la pena dejar constancia de

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ello. Desde un principio lamentó todo loque había perdido. Buscaba las razonespor las cuales se había venido abajo sufilosofía del éxito.

—Tu propia holgazanería —dijoAlec más tarde.

—No, es algo más profundo.Empiezo a pensar que estaba decidido aperder esa oportunidad.

—En el club están contra ti, yasabes. Toda persona que no triunfadebilita a la comunidad.

—Me horroriza esa manera de verlas cosas.

—Podrías intentarlo de nuevo, conun pequeño esfuerzo.

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—No, he terminado; por lo que serefiere a llegar al poder en el colegio,he terminado.

—Amory, a mí lo que sinceramenteme irrita no es que no puedas llegar apresidente del Prince o al ConsejoSuperior, sino que no hicieras nada porpasar el examen.

—A mí no —dijo Amorytranquilamente—; me pone enfermo todoeso tan concreto. Toda mi pereza estabaen armonía con mi sistema, pero mefaltó la suerte.

—Te falló el sistema, querrás decir.—Puede ser.—¿Y qué vas a hacer? ¿Adoptar uno

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mejor o seguir vagabundeando dos añosmás, en plan de vieja gloria?

—Todavía no lo sé…—Amory, tienes que decidirte.—Puede ser.El punto de vista de Amory, aunque

peligroso, no estaba lejos de la verdad.Sus reacciones para con el medioambiente podían resumirse en lassiguientes tablas, empezando por susprimeros años:

1. El Amory fundamental.2. Amory más Beatrice.3. Amory más Beatrice más

Minneapolis.St. Regis deshizo todo aquello para

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volver a empezar de nuevo:4. Amory más St. Regis.5. Amory más St. Regis más

Princeton.Aquí es donde más se había

aproximado al éxito, por la vía delconformismo. El Amory fundamental,indolente, imaginativo y rebelde habíaquedado casi sepultado. Al conformarsehabía triunfado, pero su imaginaciónestaba lejos de sentirse satisfecha con supropio éxito; por lo que, de forma casiindiferente y accidental, habíadesbaratado todo lo conseguido, paraconvertirse de nuevo en él.

6. Amory fundamental.

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Finanzas

El día de Acción de Gracias, apacible ydiscretamente falleció su padre. Laincongruencia de aquella muerte con losencantos de Lake Geneva o la actitudreticente y digna de su madre le divertía,y asistió al funeral con alegre tolerancia.Pensaba que el entierro era preferible ala cremación y sonrió ante elprocedimiento elegido en su niñez,oxidación lenta en la copa de un árbol.El día siguiente a la ceremonia seentretenía en el sofá de la biblioteca,ensayando actitudes mortuorias ytratando de saber si le encontrarían,

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cuando le llegara su hora, con las manospiadosamente cruzadas sobre el pecho(monseñor Darcy había patrocinado esapostura como la más distinguida) o conlas manos cruzadas bajo la nuca, con ungesto más pagano y byroniano.

Mucho más que el abandono de supadre de las cosas mundanas despertó lacuriosidad de Amory una conversacióntripartita entre Beatrice, Mr. Barton —de la firma Barton and Krogman, susabogados— y él mismo, que tuvo lugaralgunos días después del funeral. Porprimera vez tuvo conocimiento real delas finanzas de la familia paracomprender la inmensidad de la fortuna

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que había estado en manos de su padre.Se cogió un legajo con el número 1906 yse lo leyó con cuidado. El gasto total deaquel año había sido superior a losciento diez mil dólares. De ellos,cuarenta mil constituían la dotación deBeatrice, cuyo asiento estaba todo élcontabilizado con el encabezamiento:«Créditos, cheques y letras de cambio ala orden de Beatrice Blaine». El restoestaba minuciosamente contabilizado;los impuestos y mejoras de la finca deLake Geneva ascendían a casi nueve mildólares; los gastos de casa, incluyendoel eléctrico de Beatrice y un cochefrancés, comprado aquel año, superaban

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los treinta y cinco mil dólares. Todo lodemás había sido esmeradamenteanotado, e invariablemente los asientosdel debe superaban a los del haber.Amory quedó conmovido al descubrir,en el volumen correspondiente a 1912,la disminución del número deobligaciones y el gran descenso de larenta. Ello no se acusaba en la cuenta deBeatrice, pero parecía evidente que elaño anterior su padre había jugado alpetróleo con poca fortuna. Se habíaquemado poco petróleo, pero en cambioStephen Blaine había salido bastantechamuscado. El siguiente año y elsiguiente y el siguiente evidenciaban

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similares descensos, hasta que Beatrice,por vez primera, empezó a hacer uso desu propio dinero para el gasto de lacasa. Aun así, la cuenta del médico en elaño 1913 había superado los nueve mildólares.

Acerca del verdadero estado decosas Mr. Barton se mostró en extremovago y confuso. Existían recientesinversiones cuyos beneficios resultabanproblemáticos, y no tenía la menor ideasobre ciertas especulaciones ytransferencias sobre las que no habíasido consultado.

Varios meses después Beatriceescribió a Amory dándole cuenta de la

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verdadera situación. Lo que quedaba delas fortunas de los Blaine y los O’Harase reducía a la finca de Lake Geneva yalrededor de medio millón de dólares,en acciones que producían un prudenteseis por ciento. Beatrice le escribió que,tan pronto como pudiera transferirlo,colocaría el dinero en obligaciones deferrocarriles y tranvías.

Estoy convencida —escribió aAmory— de que si podemos estarseguros de algo, es de que la gente no seestará quieta. Ese Ford ha sacado elmejor provecho de esa idea. Así pues hedado instrucciones a Mr. Barton de

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dedicarse al North Pacific y a esascompañías Rapid Transit, como llaman alos tranvías. Nunca me perdonaré por nohaber comprado Bethlehem Steel. Heoído historias fascinantes acerca de él.Te tienes que aficionar a las finanzas,Amory; estoy segura de que será turevelación. Se empieza de recadero y nose sabe dónde se termina. Estoy segurade que de haber nacido hombre mehabría gustado manejar dinero; se haconvertido en mi pasión senil. Antes deseguir adelante quiero decirte que unatal señora Bispam, una señora muysimpática que conocí el otro día en unté, me dijo que su hijo —que está en

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Yale— le escribió diciendo que todoslos chicos usan en invierno la ropainterior de verano y que en los días másfríos van con la cabeza mojada y zapatosligeros. No sé, Amory, si en Princetonhacéis lo mismo, pero no quiero quehagas tonterías. No solamente se puedecoger una pulmonía o una parálisisinfantil, sino toda clase de infeccionespulmonares a las que tan predispuestoestás tú. No puedes jugar con tu salud, losé por mí misma. No quiero parecer tanridícula como otras madres, pero insistoen que uses las botas; aunque recuerdouna Navidad que las usabasconstantemente, con los cordones sueltos

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y un ruido muy curioso que hacían alandar, y no querías atártelos porque esono se llevaba. Pero en las Navidadessiguientes por mucho que te pedí queusaras los chanclos no lo hiciste. Casitienes veinte años, querido, y yo nopuedo estar constantemente a tu ladopara vigilar lo que haces.

Me ha salido una carta muy práctica.Te advertía en la última que la falta dedinero para hacer lo que se quiere lehace a uno prosaico y doméstico, peratodavía nos puede quedar mucho si nohacemos demasiadas extravagancias.Cuídate mucho, querido, y trata deescribirme por lo menos una vez a la

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semana, porque en cuanto no sé de tiempiezo a imaginarme las cosas másterribles.

Con amor,Tu madre

Primera aparición deltérmino «personaje»

Monseñor Darcy invitó a Amory a pasaruna semana de Navidades en el palacioStüart sobre el río Hudson, dondehablaron mucho alrededor del fuego.Monseñor había engordado un tanto, y su

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personalidad había crecido con ello, porlo que Amory sentía un gran descanso yseguridad al sentarse en el bajo ymullido sillón y unirse a él en la maduradelectación de un buen cigarro.

—Me siento con muchos deseos deabandonar el colegio, monseñor…

—¿Por qué?—Toda mi carrera se ha esfumado;

usted pensará que es ridículo y todo eso,pero…

—Nada de ridículo, me parece muygrave. Quiero que me lo cuentes todo.Todo lo que has hecho desde que nosvimos por última vez.

Amory lo contó; abordó todo, hasta

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la destrucción de sus métodos egoístas,y al cabo de media hora su voz ya notenía aquel tono de indiferencia.

—¿Qué vas a hacer si dejas launiversidad? —preguntó monseñor.

—No lo sé. Me gustaría viajar, perocon esta guerra interminable no se puedehacer nada. En cualquier caso, a mimadre no le va a gustar que no megradúe. No sé qué hacer. Kerry Holidayme dice que vaya con él a incorporarmea la escuadrilla Lafayette.

—Sabes de sobra que eso no teapetece.

—A veces sí; anoche me hubieraido.

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—Bueno, tendrías que estar muchomás cansado de la vida de lo que creoque estás. Te conozco.

—Creo que sí —confesó Amory condesgana—. Me parecía una soluciónfácil para todo… cuando pienso en otroaño interminable e inútil…

—Ya lo sé, pero, para decirte laverdad, no me preocupas demasiado.Me parece que progresas como esdebido.

—No —rechazó Amory—. En unaño he perdido la mitad de mipersonalidad.

—Ni por asomo —refunfuñómonseñor—. Querrás decir que has

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perdido la mitad de tu vanidad, eso estodo.

—¡Bueno! De cualquier modo mesiento como si estuviera todavía en elquinto curso de St. Regis.

—No —monseñor sacudió la cabeza—, aquello fue una desgracia, lo deahora es una bendición. Lo que hayas deconseguir no te vendrá por los caminosque esperabas el año pasado.

—¿Y qué peor puede haber que miactual falta de espíritu?

—Quizá en sí mismo… Pero piensaque estás en pleno desarrollo. Hastenido tiempo para pensar y echar por laborda todo tu viejo equipaje cargado de

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éxito, superhombre y todo eso. La gentecomo nosotros no vive de teorías comotú hacías. Hemos de hacer una cosa, y sinos dejan una hora al día para pensarlapodemos lograr maravillas; pero encuanto se mezcla ese afán de dominio,estamos perdidos, nos convertimos enborricos.

—Pero, monseñor, es que yo notengo nada que hacer.

—Amory, entre nosotros te diré queyo he aprendido a hacerlo hace muypoco. Puedo hacer un sinfín de cosasantes que la primera que tengo quehacer, con la cual tropiezo una y otra vezcomo tú has tropezado con las

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matemáticas este otoño.—¿Y por qué hemos de hacer una

cosa antes que otra? Me parece que eslo último para lo que estoy capacitado.

—Tenemos que hacerlo porque nosomos personalidades, sino personajes.

—Eso está bien. ¿Cuál es ladiferencia?

—Una personalidad es lo que túquerías ser, lo que, por lo que me dices,son Kerry y Sloane. La personalidad esalgo casi exclusivamente físico, rebaja ala gente —yo la he visto desaparecer enuna larga enfermedad—. Cuando unapersonalidad actúa, desprecia siemprela «primera cosa» por hacer. En cambio,

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el personaje se concentra, no se puededivorciar de lo que hace. Es como unabarra de la que cuelgan muchas cosas,cosas brillantes a veces como lasnuestras que el personaje utiliza conmentalidad calculadora.

—Algunas de mis más brillantesposesiones se cayeron cuando más lasnecesitaba —dijo Amory, conservandoel símil con amargura.

—Así es; y cuando sientas que todotu pomposo prestigio, tu talento y todoeso se ha venido al suelo, no tendrásnecesidad de preocuparte por ellos;entonces podrás manejarlos a tu antojo.

—Sí, pero por otra parte he perdido

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todas mis posesiones, estoy indefenso.—Totalmente.—Verdaderamente es una gran cosa.—Tienes un buen arranque, una cosa

que por constitución ni Kerry ni Sloanetendrán nunca. Te despojaron de tres ocuatro ornamentos, y en un rapto derabia echaste por la borda todos losdemás. Ahora tienes que recoger algunosy examinar con cuidado cuáles son losmejores. Pero, recuerda, hay que hacerla «primera cosa».

—¡Cómo me reconforta hablar conSu Reverencia!

Así siguieron hablando, casi siempresobre ellos mismos y a veces sobre

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filosofía y religión o sobre la vida, parauno un juego, para el otro un misterio. Elreligioso parecía anticipar lospensamientos de Amory antes incluso deque se aclararan en su mente, taníntimamente se hallaban unidas susinteligencias tanto en la forma como enel fondo.

—¿Por qué haré tantas listas? —lepreguntó Amory una noche—. Todaclase de listas.

—Porque eres un medievalista —contestó monseñor—. Lo somos los dos.La manía clasificadora, la manía deencontrar el tipo.

—Es el deseo de conseguir algo

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definido.—He ahí el núcleo de la filosofía

escolástica.—Cuando llegué aquí empezaba a

pensar que me estaba convírtiendo en unexcéntrico. Supongo que era una pose.

—No te preocupes de eso. Quizá lamayor pose es simular que no se tienepose. La pose…

—¿Sí?—Tienes que hacer la «primera

cosa»Tras regresar a la universidad

Amory recibió varias cartas demonseñor que le proporcionaron másalimento para su egolatría.

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Mucho me temo que en nuestrasúltimas entrevistas te he dado demasiadaconfianza en tu inevitable seguridad,pero has de recordar que lo hiceesperando mucho de tu esfuerzo y no enla estúpida convicción de que triunfarássin necesidad de luchar. Hay ciertosmatices en tu carácter que los das porconseguidos, aunque debes cuidar de noconfesarlos a los demás. Eres pocosentimental, casi incapaz para el afecto,astuto sin ser hábil y vano sin serorgulloso.

No pienses que no vales nada; muy amenudo en la vida estarás en tus peoresmomentos cuando creas que estás en los

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mejores; y no te preocupes de perder la«personalidad», como insistes enllamarlo; a los quince resplandecíascomo una mañana, a los veinte empiezasa sentir la melancólica claridad de laluna, y cuando llegues a mi edadirradiarás como yo el calor dorado delas cuatro de la tarde.

Si has de escribirme, que sea demanera natural. Tu última carta, unadisertación sobre arquitectura, eraterrible, tan pedante que pensé quevivías en un completo vacío intelectual yemocional; y ten cuidado al clasificar ala gente en tipos definidos; comprobarásque durante toda tu juventud se las

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arreglarán para saltar de una clase aotra; y, al colocar con arrogancia unaetiqueta a cada uno que encuentras, nohaces más que meter en una caja desorpresas un muñeco que luego ha desaltar para reírse de ti en cuanto entre enese contacto antagónico que te depararáel mundo. La idealización de un hombrecomo Leonardo da Vinci ha de ser parati un faro mucho más valioso en elmomento presente.

Estás sujeto a ir de aquí para allá,como me sucedió a mí de joven, peroconserva la lucidez de tu mente; y tantosi los locos como los sabios se dedicana criticar, no te sientas demasiado

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culpable de ello.Me dices que solamente las

convenciones te mantienen en pie anteeste «problema femenino»; pero es másque eso, Amory; es el miedo a que unavez que empieces no sólo no podrásdetenerte, sino que correrás con lamayor violencia, y sé lo que me digo; escon ese semimilagroso sexto sentido conel que detectarás el mal, con esesemiconsciente temor de Dios que alojasen el corazón.

Cualquiera que sea el oficio queelijas —religión, arquitectura, literatura— estoy seguro de que te encontrarásmucho más resguardado al abrigo de la

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Iglesia; pero no quiero arriesgar miinfluencia contigo, porque estoypersuadido de que «el negro abismo deRoma» bosteza dentro de ti. Escríbemepronto.

Con afectuosos recuerdos

Thayer Darcy

Durante este período, hasta laslecturas de Amory fueron más escasas,visitando las callejuelas laterales ypolvorientas de la literatura: Huysmans,Walter Pater, Théophile Gautier y lashistorias más picantes de Rabelais,Bocaccio, Petronio y Suetonio. Una

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semana, llevado de la curiosidad, sededicó a inspeccionar las bibliotecas desus compañeros; la de Sloane era una delas más típicas: la serie de Kipling, O.Henry, John Fox junior y RichardHarding Davis; Lo que toda mujermadura debe saber, El encanto delYukon, un ejemplar dedicado de JamesWhitcomb Riley, un montón de libros detexto destrozados y llenos deanotaciones y, finalmente, para su gransorpresa, uno de sus propios y últimosdescubrimientos, los poemas completosde Rupert Brooke.

Junto a Tom D'Invilliers se dedicabaa buscar entre las lumbreras de

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Princeton a uno que pudiera continuar laGran Tradición Poética Americana.

La masa de principiantes era muchomás interesante aquel año que lo habíasido todo el Princeton fariseo de dosaños antes. Las cosas se habían animadode manera sorprendente aun a costa deuna gran parte del encanto espontáneodel primer año. Pero en el viejoPrinceton nunca habrían descubierto a unTanaduke Wylie. Tanaduke estaba ensegundo, una curiosidad insaciable y unamanera de decir: «¡La tierra giraalrededor de las siniestras lunas de lasgeneraciones preconcebidas!», que atodos les hacía pensar que, aunque el

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sentido no estaba demasiado claro, noera cosa de poner en duda lasexpresiones de un alma superior. Por tallo tenían Tom y Amory. Con todasolemnidad les confesó que suinteligencia era igual que la de Shelley,por lo que influyeron para publicar suverso y prosa poética superlibres en laNassau Literary Magazine. Pero elgenio de Tanaduke se teñía con el colorde su tiempo, por lo que se entregó a lavida bohemia para descontento de losotros dos. En lugar de «lunas deturbulentos mediodías» hablaba ahorade Greenwich Village; y en lugar de las«niñas de sueño» a lo Shelley que tanto

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había esperado y querido, frecuentaba aciertas musas de invierno, no demasiadoacadémicas, encerradas entre la calleCuarenta y Dos y Broadway. Así quedejaron a Tanaduke con sus futuristas,donde tanto él como sus corbatasllameantes habían de encontrarse muchomejor. Tom, en el último momento, leaconsejó que dejara de escribir durantedos años y leyera cuatro veces seguidasa Alexander Pope; pero ante laadvertencia de Amory de que Pope paraTanaduke era igual que un opíparobanquete para un enfermo de úlcerasestomacales, se retiraron entre grandesrisas para echar a cara o cruz si aquel

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genio era demasiado grande odemasiado mezquino para ellos dos.

Amory evitaba despectivamente esospopulares profesores que todas lasnoches, entre copitas de chartreuse,regalan con fáciles epigramas a susadmiradores. Le molestaba ademas eseaire de incertidumbre sobre cualquiertema que siempre va unido a untemperamento pedante; sus propiasopiniones tomaron forma en una sátiraen miniatura, titulada «En el salón delectura», que tras convencer a Tom sepublicó en la Nassau.

Buenos días, insensato…

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Tres veces por semananos coges indefensos con tu

discursopara despedazar nuestras almas

sedientascon los tímidos síes de tu

filosofía.Aquí estamos tus cien borregos.Cantad, jugad, moveos… Vamos a

dormir…Dicen que eres sabio;el otro día nos aporreabascon un compendio deducidode un olvidado códice.Has rastreado toda una erapara llenarte las narices de polvo

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y levantarte a publicarlocon un gigantesco rebuzno…

A mi derecha tengo un vecino,hombre muy brillante, un «asno

ladino»que todo te lo pregunta… Ahí

está;con aire muy serio y mano

inquietate viene a decir en este momentoque ha pasado la noche despiertorumiando tu libro.Te pondrás como unas pascuas,él simulará precocidad,y, pedantes los dos,

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alegres y burlones,al trabajo correréis…

He recibido hoy, señor,una composición mía que(gracias a los comentarios que al

margenhabéis escrito)me hace saber que me permitodesafiar las más altas reglasde la críticacon ingenio barato y descuidado.¿Está seguro de esoy de que no es autoridad Shaw?En cambio lo que envía El Asno

Ladino

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es lo mejor del arte más fino.

Cuando Shakespeare se recita,sobre una silla dormita;pero un difunto y apolillado

maestroencanta a nuestro gran presumido.Llega un radical que sorprende¿al ateo ortodoxo?Al sentido común representa,boquiabierto, ante el auditorio.Y a veces hasta en la capillabrilla su tolerancia,su amplia y resplandeciente visión

de la verdad(incluyendo a Kant y al general

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Booth),y así de sorpresa en sorpresa viveel hueco y tímido afirmativo…

Ha sonado la hora… Saliendo delrecreo

cien benditos muchachoscon los pies te quitan una palabraque late en los ruidosos

pasillos…Y olvida en esta tierra mezquinael poderoso bostezo que te dio a

luz.

En abril Kerry Holiday abandonó elcolegio y se embarcó hacia Francia para

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enrolarse en la escuadrilla Lafayette. Laenvidia y admiración de Amory ante estegesto quedaron mitigadas por unaexperiencia personal a la que nuncallegó a dar el valor que tenía, pero que,sin embargo, le persiguió y le obsesionódurante los tres años siguientes.

El demonio

A la medianoche salieron del Healy ymarcharon en taxi hacia el Bistolary.Iban Fred Sloane y Amory acompañadosde Axia Marlowe y Phoebe Column, dos

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chicas del espectáculo del SummerGarden. La noche era tan joven que sesentían ridículos de tanto exceso deenergía, y entraron en el café comodanzantes dionisíacos.

—¡Una mesa para cuatro en el centrode la pista! —gritó Phoebe—. ¡De prisa,querido, dígales que ya estamos aquí!

—Dígales que toquen Admiration —pidió Sloane—. Ir pidiendo mientrasPhoebe y yo echamos un baile —y semetieron entre la muchedumbre. Axia yAmory, conocidos sólo de una hora,siguieron a un camarero hacia una mesaque les convenía; se sentaron a mirar lagente.

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—¡Allí está Findle Marbotson, el deNew Haven! —gritó ella por encima delbullicio—: ¡Eh, Findle, hu, hu!

—¡Hola, Axia! —gritó él saludando—. Ven a nuestra mesa.

—¡No! —susurró Amory.—No puedo, Findle; estoy

acompañada. ¡Llámame mañana a eso dela una!

Findle, un hombre vulgar y corriente,respondió incoherentemente y se volvióhacia su brillante rubia, a la qué tratabade arrastrar a bailar.

—Vaya un loco —comentó Amory.—Ah, es muy simpático. Aquí está

nuestro viejo camarero. Pídeme un

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daiquiri doble.—Que sean cuatro.La muchedumbre giraba, cambiaba y

vacilaba. Casi todos los hombresprocedían de los colegios, con unaspocas muestras de la resaca deBroadway, mientras que había dosclases de mujeres. La más alta, lacorista. En conjunto era unaaglomeración muy típica, y la fiesta tantípica como cualquier otra. Tres cuartaspartes de la gente era inofensiva,estaban allí sólo por ostentación,terminaban la noche en la puerta del caféa tiempo de coger el tren de las cinco dela mañana para Yale o Princeton; la otra

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cuarta parte continuaba hasta las horasinciertas, para llenarse de polvo extrañoen extraños lugares. Estaba previsto quela fiesta de ellos fuera de la claseinofensiva. Fred Sloane y PhoebeColumn eran viejos amigos. Axia yAmory lo eran muy recientes. Pero lascosas más extrañas se cuecen en mediode la noche, y lo inesperado, que acechaen los cafés —el hogar de todo loprosaico e inevitable—, se preparabapara echarle a perder su pálido romancede Broadway. La forma en que ocurriófue tan inexplicablemente terrible, tanincreíble que nunca llegó a pensar enella como una experiencia sino como la

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escena de una sombría tragedia,representada tras un velo, quesignificaba algo definido que él yasabía.

Hacia la una se fueron al Maxim y alas dos estaban en Deviniere. Sloanehabía estado bebiendo sin parar y seencontraba en un estado de inestableentusiasmo, pero Amory habíapermanecido aburridamente sobrio;todavía no habían tenido que recurrir auno de esos antiguos y corrompidossuministradores de champán quenormalmente asisten a lostrasnochadores de Nueva York.

Habían terminado de bailar y

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volvían hacia sus asientos, cuandoAmory se percató de que una persona enuna mesa vecina le miraba fijamente. Sevolvió a mirarle un hombre de edadmedia con un traje oscuro, sentado soloy un poco aparte de su mesa, que lesestaba examinando con gran atención. Ala mirada de Amory sonrió débilmente,y Amory se volvió hacia Fred queestaba sentado:

—¿Quién es ese pálido que nos estámirando? —se quejó con indignación.

—¿Dónde? —preguntó Sloane—.¡Lo echaremos de aquí! —se levantóbalanceándose, agarrado a su silla—.¿Dónde está?

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Axia y Phoebe cuchicheaban entre síy, antes de que Amory se diera cuenta,se dirigieron hacia la puerta.

—¿Dónde vamos ahora?—Vamos a mi casa —sugirió

Phoebe—; tengo allí coñac y seltz ypodemos estar a gusto.

Amory lo pensó rápidamente. Nohabía bebido y decidió que de seguir asípodía acompañarles con ciertadiscreción. Era además, quizas, lo mejorque podía hacer para vigilar a Sloane,que no estaba en situación de cuidar desí mismo. Así que cogió a Axia delbrazo, y todos apretados en un taxicallejearon un rato hasta llegar a un alto

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edificio de apartamentos, de piedrablanca… Nunca había de olvidaraquella calle… Era una calle ancha,flanqueada a ambos lados por edificiosaltos, de piedra blanca, salpicados deventanas oscuras, que se prolongabanhasta donde alcanzaba su vista, bañadosen el resplandor de una luna que losenvolvía en una palidez caliza. Era fácilimaginarse cada uno con su ascensor,con un portero negro y su casillero; cadauno con sus ocho plantas y susapartamentos de tres o cuatrohabitaciones. El alegre salón de Phoebele dio cierto alivio, y se tumbó en elsofá mientras las mujeres preparaban

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algo de comer.—Phoebe es una gran chica —le

confió Sloane sotto voce.—Sólo estaré aquí media hora —

dijo Amory con insistencia. Sepreguntaba si parecería un pocopuntilloso.

—Al demonio contigo —protestóSloane—. Ahora estamos aquí, déjameen paz…

—No me gusta este sitio —insistióAmory—. Y no tengo ganas de comernada.

Phoebe apareció con unossandwiches, una botella de coñac, unsifón y cuatro vasos.

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—Anda, Amory, sirve —dijo ella—;vamos a beber a la salud de Fred, quetiene un perfil muy distinguido.

—Sí —dijo Axia al entrar—, y a lade Amory. Me gusta Amory. —Se sentójunto a él y apoyó sobre su hombro sucabeza dorada.

—Serviré yo —dijo Sloane—.¿Quieres sifón, Phoebe?

Llenaron la bandeja de vasos.—Vamos, aquí viene.Amory vaciló, el vaso en la mano.Durante un minuto le invadió la

tentación como una brisa cálida; suimaginación se hizo fuego y cogió elvaso de la mano de Phoebe. Eso fue

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todo, pues en el mismo instante en quetomó la decisión vio, a unos pocosmetros delante de él, el hombre del café,y, con su salto de asombro, el vaso cayóde su mano levantada. Estaba mediosentado, medio reclinado sobre una pilade almohadones en el diván del rincón.Su cara parecía del mismo color de ceraque en el café; no era ese color pasado ytorpe de la muerte —se diría más bienuna suerte de viril palidez— ni el de unhombre enfermo, sino el de uno sano queha trabajado en una mina o ha hechoturnos de noche en un ambiente malsano.Amory le miró con tanta atención quedespués sería capaz de dibujarle en sus

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menores detalles. La suya era lo que sedice una boca franca, y sus ojos,tranquilos y grises, se movíanlentamente de un grupo a otro con lasombra de una interrogante. Amory sefijó en sus manos; no eran delicadaspero parecían versátiles, tenues,fuertes… manos nerviosas queacariciaban los almohadones y semovían constantemente, abriéndose ycerrándose. Y de repente, observó suspies y, por un golpe de sangre en lacabeza, comprendió que estabahorrorizado. Los pies erancompletamente deformes… con unasuerte de deformidad que más sintió que

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percibió… como la debilidad en unamujer robusta, como la sangre sobre elraso; una de esas incongruencias quehacen tan incomprensible a un objetofútil. No usaba zapatos sino una especiede babuchas afiladas, como zapatos quese usaban en el siglo XIV, con las puntasretorcidas. Eran oscuros, y sus dedosparecían llenarlos hasta la punta… Eranindescriptiblemente terribles.

Debió decir algo o mirar algoporque la voz de Axia llegó desde elvacío con una extraña ternura:

—¡Pero mirad a Amory! El pobreAmory está enfermo… La cabeza, ¿te davueltas?

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—¡Mirad ese hombre! —gritóAmory, señalando al diván del rincón.

—¿Te refieres a la piel de cebra? —rió Axia—. ¡Huy! A Amory le da miedola cebra.

Sloane rió tontamente.—¿Te da miedo la cebra, Amory?Hubo un silencio… El hombre

miraba a Amory con sorna… hasta que asus oídos llegaron débilmente las voceshumanas:

—Yo pensaba que no habías bebido,querido —señaló Axia sardónicamente,pero era un alivio oír su voz; todo eldiván parecía vivo, animado como lasolas de calor sobre el asfalto, como un

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hervidero de gusanos…—¡Ven acá, ven acá! —Axia le

cogió del brazo—. Amory, querido, note vayas a marchar… ¡Amory! —Yaestaba cerca de la puerta.

—Vamos, Amory, quédate connosotros.

—¿Te encuentras mal?—Siéntate un segundo.—Toma un poco de agua.—Toma un poco de coñac…El ascensor estaba cerca; el chico

negro, medio dormido, como un pálidobronce… La voz de Axia flotaba por elpasillo. Aquellos pies…, aquellospies…

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Cuando descendieron en el ascensor,en la luz enfermiza del suelo delvestíbulo, volvieron a aparecer los pies.

En la calleja

Al final de la larga calle surgió la luna,a la que Amory volvió la espalda. Unosquince pasos más lejos sonaron laspisadas. Era como un lento gotear conuna ligera insistencia en el momento dela caída. La sombra de Amory seextendía unos tres metros por delante deél, donde seguramente estaban aquellos

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zapatos. Con un instinto infantil Amoryse apretó contra la azul penumbra de losblancos edificios, escudriñando laclaridad de la luna durante amargossegundos y corriendo a trechos,tropezando torpemente. Hasta que derepente se detuvo; era precisodominarse, pensó. Se pasó la lengua porunos labios resecos.

Si pudiera encontrar a alguien…Pero ¿es que quedaba alguien en elmundo, o descansaban ya todos enaquellos edificios blancos? ¿O es quetambién ellos eran perseguidos a la luzde la luna? Si encontrara uno quepudiese escuchar y comprender todo ese

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delirio… Pero de repente el delirio sehizo más próximo y una nube negraocultó la luna. Cuando el pálidoresplandor volvió a iluminar lascornisas, estaba tan próximo a él queAmory creía escuchar su tranquilarespiración. Entonces se dio cuenta deque las pisadas no estaban detrás, nuncalo habían estado, y de que en lugar dehuir de ellas las estaba siguiendo.Empezó a correr ciegamente, el corazónlatiendo furiosamente, las manoscrispadas. Muy lejos apareció un bultonegro que pronto tomó forma humana.Pero Amory ya estaba más allá; dejó lacalle y tomó por un callejón, estrecho y

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oscuro, que olía a podrido. Bordeó unalarga y ondulada oscuridad, oculto elresplandor de la luna excepto en unospocos desconchados…, hasta quepalpitando se derrumbó exhausto sobrela barandilla de una esquina. Los pasoscesaron, pero aún se oía un movimientocontinuo y ligero, como el golpe de lasolas contra un muelle.

Tanto como pudo, con las manos setapó la cara, ojos y oídos. Durante todoese lapso no se le ocurrió pensar quedeliraba o estaba borracho. Tenía unsentido de la realidad mucho más agudoque el que proporcionan las cosasmateriales. Su apetito intelectual parecía

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someterse pasivamente a él, que seajustaba como un guante a todo cuanto lehabía precedido en su vida. No leconfundía… Era como un problema cuyarespuesta, en el papel, conocía de sobra,pero cuya solución era incapaz decomprender. Y se sentía más allá delhorror. Había traspasado la sutilsuperficie que lo cubría y ahora semovía en una región donde aquellos piesy el miedo a las paredes blancas erancosas reales y vivientes que tenía queaceptar. Solamente un pequeño fuego enel interior de su alma forcejeaba yclamaba para sacarle de allí, trataba dearrastrarle al otro lado de la puerta para

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cerrarla de un golpe tras él. Tras esapuerta sólo habría unas cuantas pisadasy unos edificios blancos, y seguramentelas pisadas serían suyas.

Durante los cinco o diez minutos queesperó a la sombra del pretil sintió esefuego… tan cerca que lo quería llamar.Recordó después haberlo hecho:

—Quiero un idiota. ¡Mandadme unidiota! —al negro vacío enfrente de élen cuyas sombras se arrastraban lospasos…, se arrastraban. Supuso que la«ayuda» y el «idiota» se habíanentremezclado a causa de unaprecedente asociación. No era un actode su voluntad el llamarlo así; su

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voluntad había huido ante aquella figuraque se movía en la calle; era el instintoquien lo llamaba, como esas sílabasrepetidas por tradición en la furiosaplegaria nocturna. Algo así como ungolpe de gong sonó a poca distancia, yante sus ojos apareció aquella carasobre los dos pies, una cara pálida ydeformada por una infinita maldad quevacilaba como una llama al viento;entonces comprendió, en aquel breveinstante, mientras el sonido del gongvibraba y se desvanecía, que era lacara de Dick Humbird.

Unos minutos más tarde se incorporóal reconocer sombríamente que no había

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más sonidos y que se hallaba solo en laoscura calleja. Hacía frío y echó acorrer hacia la luz que se advertía alextremo de la calle.

En la ventana

El sol estaba muy alto cuando ledespertó el sonido frenético del teléfonojunto a su cabecera y recordó que habíaordenado que le llamaran a las once.Sloane roncaba sonoramente, sus ropasamontonadas junto a su cama. Sevistieron y desayunaron en silencio y

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salieron a tomar un poco el aire. Lamente de Amory trabajaba lentamente,tratando de asimilar lo que habíaocurrido y de separar las pocas briznasde verdad de toda aquella caóticaimaginería que bullía en su memoria. Dehaber sido una mañana fría y gris podríahaber cogido en un instante las riendasdel pasado, pero era uno de esos rarosdías de mayo de Nueva York en que elaire de la Quinta Avenida parece tanligero y suave como el vino. A Amory leimportaba poco lo que recordabaSloane, fuera mucho o nada, quienaparentemente no sufría la mismatensión nerviosa que atormentaba a

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Amory, el cual forzaba su mente a ir yvenir, como una sierra chirriante.

Broadway se vino sobre ellos, yaquella babel de ruidos y caras pintadasprovocó en Amory un repentinomalestar.

—¡Por amor de Dios, vamos avolver! ¡Vamonos de aquí!

Sloane le miró asombrado.—¿Qué te pasa?—¡Esta calle es espantosa! ¡Vamos!

¡Volvamos a la Avenida!—¿Quieres decir —pregunto Sloane

estólidamente— que por culpa de laindigestión, que te hizo portarte ayercomo un maniático, no vas a volver a

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Broadway nunca más?Gracias a aquello Amory lo

clasificó como uno más de la masa; queya nunca volvería a ser el Sloane llenode buen humor y risueña personalidad,sino una de tantas caras malignas queremolineaban en la turbia corriente.

—¡Hombre! —gritó tan alto que lagente de la esquina se volvió hacia él yle siguió con la mirada—, es asquerosa;y si no eres capaz de darte cuenta, esque tú también eres asqueroso.

—¡Qué te crees tú! —dijo Sloanecon pertinacia—. ¿Qué te pasa? ¿Es quetienes remordimientos? Si te hubierasquedado ayer con nosotros ahora

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estarías mucho mejor.—Me marcho, Fred —dijo Amory

lentamente. Las piernas le temblaban ysabía que si permanecía un minuto másen aquella calle se derrumbaría—. Iré alVanderbilt a comer. —Y se fuerápidamente hacia la Quinta Avenida. Enel hotel se sintió mejor, pero cuandoentró en la peluquería, a fin deprocurarse un masaje facial, el aroma delos polvos y los tónicos le trajo laevocación de aquella amplia y sugerentesonrisa de Axia, y salió corriendo. En elumbral de su habitación le envolvió unasúbita oscuridad, como un río partido,en dos.

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Cuando volvió en sí habían pasadovarias horas. Se arrastró hasta la cama,dando vueltas en ella sacudido por unmiedo mortal a volverse loco. Deseabaver gente, mucha gente, cualquiera quefuese, sana, buena o estúpida. No supocuánto tiempo había estado sin moverse.Podía sentir sus venas en la frente,cubierto de un terror que había fraguadocomo el yeso. Una vez más le parecióque estaba atravesando la delgadacorteza del horror, desde donde podíadistinguir el oscuro crepúsculo queabandonaba. Sin duda se durmió denuevo, porque no recordó después otracosa que haber pagado la cuenta del

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hotel para subirse más tarde a un taxi.Estaba lloviendo a mares.

Camino de Princeton no vio a nadieconocido en el tren sino a una masaexhausta de gente de Filadelfia. Lapresencia en el pasillo de una mujerpintada le llenó de tal malestar que secambió de coche, tratando deconcentrarse en el artículo de unarevista. Una y otra vez leía los mismopárrafos, hasta que abandonó aquelinútil intento para descansar su frenteardiente sobre el húmedo cristal de laventanilla. El compartimento parafumadores estaba cargado de humo y deltufo de los forasteros; abrió la ventana y

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tuvo un estremecimiento en medio de laniebla que le envolvía. Las dos horasdel viaje fueron como dos días, y casillegó a gritar de alegría cuandoaparecieron las torres de Princeton y loscuadrados de luz amarilla que sefiltraban a través del aire azulado.

Tom estaba en el centro de lahabitación, encendiendo pensativamenteuna colilla. Amory se sintió muyaliviado al verle.

—He tenido un sueño muy malosobre ti la última noche —la voz rota lellegaba a través del humo del cigarrillo—. He pensado que estabas metido enun lío.

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—¡No me lo digas! —Amory estuvoa punto de gritar—. No digas ni unapalabra; estoy agotado, no tengo fuerzaspara nada.

Tom le miró extrañado, se dejó caeren el sillón y abrió su cuaderno italiano.Amory echó al suelo su sombrero y suabrigo, se soltó el cuello de la camisa y,de la estantería, cogió al azar una novelade Wells. «Wells está bien —pensaba—;y si no me sirve leeré un poco de RupertBrooke».

Pasó media hora. Fuera, el viento sehacía más intenso, y Amory se volvióhacia las húmedas ramas que se movíany tamborileaban en el cristal de la

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ventana. Tom estaba enfrascado en sutrabajo; y en el interior de la habitaciónsólo de tanto en tanto el arañazo de unacerilla o el crujido del cuero de unasilla rompía su silencio. Hasta que conel zigzag de un rayo se produjo elcambio. Amory se levantó muy tieso, elpelo erizado. Tom le estaba mirando conla boca abierta, los ojos fijos.

—¡Dios mío! —gritó Amory.—¡Cielo santo! —exclamó Tom—,

¡detrás, mira detrás! —Rápido como unrelámpago Amory se volvió. No vionada más que el cristal oscuro.

—Se ha ido —la voz de Tom saliótras un instante de silencioso terror—.

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Algo te estaba mirando.Temblando de nuevo Amory volvió a

su silla.—Tengo que decirte algo —empezó

—. He tenido una experiencia terrible.Me parece que he visto… al demonio…o algo parecido.

—¿Cómo era la cara que has visto?No —añadió rápidamente—, ¡no me lodigas!

Le contó todo. Era medianochecuando terminó; después, con todas lasluces encendidas, dos jóvenessomnolientos y temblorosos se leíanrecíprocamente El nuevo Maquiavelohasta que amaneció por encima de

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Witherspoon Hall; les echaron pordebajo de la puerta el Princetonian; ylos pájaros de mayo, sacudiéndose lasgotas de la última lluvia de la noche,saludaron regocijados al nuevo sol.

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4. Narciso en vacaciones

Durante el período de transición enPrinceton, esto es, durante los dosúltimos años de Amory allí, al tiempoque lo veía cambiar y ensancharse hastaalcanzar y comprender toda su góticabelleza mediante cosas más útiles quelos desfiles nocturnos, pasaron por allíciertos individuos que le agitaron hastasus pletóricas profundidades. Algunoshabían estado en primero, y en un

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primero violento, con Amory; algunosestaban un curso detrás de él; y alprincipio de su último año, alrededor depequeñas mesas en el Nassau Inn,empezaron a poner en duda en alta voztodas aquellas instituciones sobre lasque Amory y tantos otros se habíaninterrogado muchas veces en secreto. Enprimer lugar, y casi por accidente,discutían sobre ciertos libros, un tipomuy definido de novela biográfica queAmory bautizó como «libro debúsqueda». En el «libro de búsqueda»el héroe se enfrenta con la vida provistode las mejores armas y dispuesto ausarlas como se debe hacer uso de las

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armas, para derribar a los poseedoresde ellas que le hacen frente, tan ciega yegoístamente como fuera posible; peroel héroe de la «búsqueda» descubre undía que se puede hacer de ellas un usomás sublime. No hay otros dioses, Lacalle siniestra y La investigaciónsublime eran ejemplos de tales libros;fue el último de esos tres el que sacudióa Burne Holiday hasta el punto de poneren duda el valor de convertirse en undiplomático autócrata, con su club en laProspect Avenue, gozando de losprivilegios de su clase. Amory lo habíaconocido superficialmente a través deKerry, si bien su verdadera amistad con

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éste no comenzó hasta enero del últimoaño.

—¿Te enteraste de las últimasnoticias? —preguntó Tom, al volver unatarde lluviosa, con aquel aire triunfalque adoptaba tras una discusiónvictoriosa.

—No. ¿Quién ha muerto? ¿Hanhundido otro barco?

—Peor que eso. Casi un tercio delos jóvenes va a dimitir de sus clubs.

—¿Cómo?—¡De verdad!—¿Por qué?—Espíritu de reforma y todo eso.

Burne Holiday lo apoya. Los presidentes

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de los clubs se van a reunir esta nochepara estudiar los procedimientos decombatirlo.

—Bueno, pero ¿qué es lo que pasa?—Según dicen, los clubs son un

insulto a la democracia de Princeton;cuestan una barbaridad, se pierde muchotiempo, sólo sirven para crear barrerassociales, todo lo que suelen decir losnovatos resentidos, Woodrow piensaque se deben abolir.

—Pero ¿es así, de verdad?—Completamente así. Creo que va

en serio.—Por lo que más quieras,

cuéntanoslo todo.

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—Bien —empezó Tom—, pareceque la misma idea se engendró al mismotiempo en varias cabezas. He habladocon Burne hace un momento y me hadicho que es el resultado lógico si unapersona inteligente se dedica a pensarsobre nuestro sistema social. Ha tenidouna reunión monstruo y cuando se hahablado de abolir los clubs todo elmundo ha aplaudido; la idea estaba entodos, más o menos, y sólo ha sidonecesaria una chispa para que se pusierade manifiesto.

—¡Muy bien! ¡Va a ser muydivertido! ¿Cómo estarán en Cap andGown?

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—Furiosos, naturalmente. Andandiscutiendo, jurando, volviéndose locos.Unos se vuelven sentimentales y otrosbrutales. En todos los clubs pasa lomismo, me he dado una vuelta por ellos.Han cogido a uno de los radicales y leabrasan a preguntas.

—¿Y cómo se portan los radicales?—Bastante bien. Burne habla muy

bien, de una forma tan sincera queconvence a todo el mundo. Es evidenteque abandonar los clubs significa paraél mucho más que para nosotrosconservarlos, por lo que me parece fútildiscutir con él; así que he terminado poradoptar una postura neutral. Me parece

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que Burne se ha creído que me haconvertido.

—¿Has dicho que casi un tercio delos jóvenes va a dimitir?

—Pon un cuarto y estarás seguro.—Dios, ¡quién lo hubiera creído!Hubo un leve toque en la puerta y

entró Burne.—Hola, Amory; hola, Tom.Amory se levantó.—Buenas, Burne. No te extrañe que

me vaya corriendo, me voy al Renwick.Burne se volvió hacia él con

presteza.—Probablemente ya sabes de lo que

quiero hablar con Tom; no es nada

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privado y me gustaría que te quedaras.—Me quedo encantado —Amory

volvió a sentarse; y, al tiempo que Burnese encaramaba en la mesa para discutircon Tom, se quedó contemplando alrevolucionario con más atención quenunca. De frente despejada y reciamandíbula, sus ojos grises y delicadostan honrados como los de Kerry, Burneera un hombre que en seguida daba unaimpresión de grandeza y seguridad detenacidad, una tenacidad no estólida; alos cinco minutos de estar hablandocomprendió Amory que su fervienteentusiasmo no tenía nada dediletantismo.

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El intenso poder que para Amory,más tarde, encerraba Burne Holiday eradistinto de la admiración que habíasentido por Dick Humbird. Esta vez todoempezó por un puro interés mental.Hacia otras personas a las que enprimera instancia había consideradocomo de primera categoría, se habíasentido atraído por sus personalidades,y a Burne le faltaba aquel inmediatomagnetismo hacia el que él normalmentejuraba fidelidad. Pero aquella nocheAmory quedó sorprendido por la intensahonradez de Burne, una cualidad que élsiempre había asociado con la másnegra estupidez, y por el gran

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entusiasmo con que logró tocar viejasfibras de su corazón. Burne navegabavagamente hacia la tierra que Amoryanhelaba y que —pronto— había deaparecer a la vista. Tom y Amory y Alecestaban metidos en un impasse; noparecía que iban a tener másexperiencias en común, Tom y Alecciegamente ocupados con sus comités ysus equipos de redacción, y Amoryciegamente ocioso, cocinando una y otravez los escasos alimentos de suconversación —el colegio, lapersonalidad de sus contemporáneos ytodo eso.

Aquella noche en que los sorprendió

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la visita de Burne discutieron el asuntode los clubs hasta las doce y, en general,todos estuvieron de acuerdo con Burneen lo principal. A los dos inquilinos dela habitación el asunto no les parecía tanvital como dos años antes; pero lalógica de los argumentos de Burnecontra el sistema social barrió tancompletamente sus prejuicios que másque discutir sólo preguntaron,envidiando la salud de aquel hombre tancapacitado para enfrentarse a tan viejastradiciones.

Amory se desvió del tema y supoentonces que Burne también estabafuerte en otras cosas. Le interesaba la

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economía y se estaba convirtiendo alsocialismo. También asomaba elpacifismo en su conciencia, y habíaleído Las masas y a León Tolstoiintensamente.

—¿Y acerca de religión? —preguntóAmory.

—No sé nada. Estoy hecho un líoacerca de muchas cosas. Acabo dedescubrir que tengo una mente y estoyempezando a leer.

—Leer, ¿qué?—Todo. Tengo que empezar a

seleccionar; pero, principalmente, cosasque obliguen a pensar. Estoy leyendoahora los cuatro evangelios y las

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Diversas formas de la experienciareligiosa.

—¿Por dónde has empezado?—Wells, naturalmente, y Tolstoi, y

un hombre llamado Edward Carpenter.He estado leyendo durante más de unaño sobre unas cuantas cosas queconsidero esenciales.

—¿Poesía?—Bueno, sinceramente no lo que

vosotros llamáis poesía por las razonesque sean; vosotros dos, que soisescritores, miráis las cosas de distintamanera. Whitman es el que más meatrae.

—¿Whitman?

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—Sí; tiene una fuerza moral muydefinida.

—Me avergüenza tener que confesarque tengo una gran laguna en Whitman.¿Y tú, Tom?

Tom sacudió la cabeza como uncordero.

—Bueno —continuó Burne—,puedes encontrar unos cuantos poemasinaguantables, pero me refiero alconjunto de su obra. Es tremendo, comoTolstoi. Los dos miran las cosas defrente y, siendo tan distintos, parece quebuscan las mismas cosas.

—Me tienes asombrado, Burne —admitió Amory—. He leído,

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naturalmente Anna Karenina y la Sonataa Kreutzer, pero me parece que, por loque yo sé, Tolstoi es genuinamente ruso.

—Es el hombre más grande encientos de años —exclamó Burne conentusiasmo—. ¿Habéis visto lafotografía de esa vieja cabeza barbada?

Estuvieron hablando hasta las tres dela mañana, desde la biología hasta lareligión organizada; y cuando Amory semetió entre escalofríos en la cama, lasideas le bullían en la cabeza, abrumadopor la sensación de que alguien habíadescubierto el sendero que él podíahaber seguido. Burne Holiday estaba enpleno desarrollo, y Amory se

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consideraba en idéntica situación. Habíacaído en el más negro cinismo sobre loque se había cruzado en su camino paramostrarle las imperfecciones del hombrey se había refugiado en Shaw yChesterton para protegerse de unadecadencia…, hasta que de repentetodos sus procesos mentales de año ymedio atrás se le antojaron fútiles yestériles, una mezquina consumación desí mismo… sobre el fondo sombrío delincidente de la primavera pasada, quellenaba la mitad de sus noches con unhorrible miedo que le impedía rezar. Nisiquiera era católico, aunque el únicoespectro de código que obedecía era ese

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ritual, ostentoso y paradójicocatolicismo cuyo mejor profeta eraChesterton, cuya claque estaba formadapor esos arrepentidos libertinos de laliteratura como Huysmans y Bourget,cuyo padrino americano era RalphAdams Cram, adulador de las catedralesdel siglo XIII, un catolicismo que Amoryencontraba conveniente y adecuado, sinsacerdotes, ni sacramentos, nisacrificios.

No podía dormir, así que encendiósu lamparilla para buscar en la Sonata aKreutzer los motivos del entusiasmo deBurne. Porque ser Burne era mucho másreal que ser inteligente. Suspiró… Aquí

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podía haber otro gigante con pies debarro.

Pensaba en el Burne de dos añosatrás, un novato apresurado y nervioso,completamente desbordado por lapersonalidad de su hermano. Y recordóun incidente de segundo curso cuando sesospechó que Burne había jugado unpapel decisivo.

Un numeroso grupo habíapresenciado cómo el decano, Hollister,discutía con un taxista que le habíatraído desde el empalme. En elaltercado, el decano se permitió decirque él «podía muy bien comprar aqueltaxi». Pagó y se fue. Pero a la mañana

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siguiente al entrar en su despacho seencontró con el taxi en lugar de su mesa,con un letrero que decía: «Propiedad delSr. Hollister, decano. Comprado yliquidado». Fueron precisos dosexpertos mecánicos, que necesitaron lamitad de un día para desmontarlo ysacarlo de allí, lo que vino a demostrarla energía del humor de los novatos bajouna dirección eficaz.

Aquel mismo otoño Burne causósensación. Una tal Phyllis Styles —queandaba siempre remoloneando entre losdiversos colegios— no había logradoconseguir su invitación anual al partidoHarward-Princeton.

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Jesse Ferrenby la había llevado a unpartido de menor importancia unassemanas antes, tras convencer a Burne—y para acabar con su misoginia—para que les acompañara.

—¿Vas a ir al partido de Harvard?—le preguntó indiscretamente Burne,para sacar un tema de conversación.

—Sí, si tú me lo pides —contestóella rápidamente.

—Claro que te lo pido —dijo Burnedébilmente. No estaba nada versado enlas artes de Phyllis, convencido de queaquello no era más que una insulsaforma de bromear. Pero antes de quehubiera pasado una hora ya se había

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dado cuenta de que le habían enredado.Phyllis había cogido la sugerencia porlos pelos y se propuso utilizarla; y elinformarle en qué tren pensaba llegar fuelo que hundió a Burne totalmente. Apartede que le disgustaba Phyllis, habíapensado disfrutar de aquel partido deHarvard sólo entre amigos de su sexo.

—Ya verá ésa —así informó a unadelegación que corrió a su habitación atomarle el pelo—. ¡Va a ser la últimavez que vaya a un partido acompañadade un joven inocente!

—Pero, Burne, ¿para qué la has«invitado» si no querías?

—Burne, tú sabes que en secreto

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estás loco por ella; eso es lo malo.—¿Qué puedes hacer, Burne? ¿Qué

puedes hacer contra Phyllis?Pero Burne se limitaba a sacudir la

cabeza y proferir amenazas que, sobretodo, consistían en aquel: «¡Ya verá ésa,ya me las pagará!»

Las alegres veinticinco primaverasde la frivola Phyllis asomaron del tren,pero sus ojos se encontraron con unaespeluznante visión en el andén. Allíesperaban Burne y Fred Sloane,uniformados hasta el último ojal, comodos figurines de anuncio de su colegio.Se habían hecho unos trajes muyllamativos, con pantalones de clown y

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unas hombreras gigantescas. Sobre suscabezas unos escorados sombreros decolegio, con unas violentas tiras sujetascon alfileres, de color naranja y negro, ybajo sus cuellos de celuloide unasllameantes corbatas naranja. En lasmangas unos brazaletes negros con unas«pes» naranja, apoyándose en sendosbastones adornados con banderines dePrinceton, todo ello rematado con unoscalcetines y pañuelos con los mismosmotivos y colores. Atado a una cadenaun gato hermoso e irritado, pintadocomo un tigre.

Una mitad de la estación se les habíaquedado mirando, en parte con

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horrorizada compasión y en parte conalborotada alegría; y cuando se acercóPhyllis, sobresaliendo su esbeltamandíbula, la pareja corrió hacia ella,mezclando en sus voces altas y agudas elgrito del colegio y el nombre de Phyllis.A lo largo del campus fue aclamada yentusiásticamente escoltada, seguida demedio centenar de golfillos, pararegocijo de varios cientos de alumnos yvisitantes, la mitad de los cualesignoraban que se trataba de una broma ysuponían que Burne y Fred eran dosfamosos deportistas que agasajaban a lajoven en su visita al colegio.

Es fácil imaginar cuáles eran los

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sentimientos de Phyllis al desfilar asíentre las tribunas de Harvard yPrinceton, donde se sentaban docenas desus antiguos admiradores. Trataba ellade ir un poco delante o un poco detrás,pero ellos se mantenían a su lado paraque no hubiera la menor duda de conquién estaba, dirigiéndose en voz alta asus amigos del equipo, hasta oír a susconocidos susurrar:

—Esta Phyllis Styles está ya muyvista; sólo le quedaba venir con esosdos.

Tal había sido la obra de Burne,lleno de dinámico humor, perofundamentalmente serio. De esas raíces

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había brotado la energía que ahoraestaba tratando de canalizar…

Así pasaron las semanas y llegómarzo sin que aparecieran aquellos piesde barro que Amory esperaba.Alrededor de un centenar de estudiantesse dieron de baja en sus clubs en unarranque final de rectitud, y los clubsrecurrieron a su arma más temible: elridículo. Todo aquel que le conocía lequería; pero aquello por lo que élluchaba (y cada vez luchaba por máscosas) se convirtió en el hazmerreír detantas lenguas, que un hombre con menosaplomo que él se habría derrumbado.

—¿Es que no te importa perder tu

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prestigio? —le preguntó Amory unanoche. Se habían acostumbrado allamarse varias veces por semana.

—Claro que no. Al fin y al cabo,¿qué es el prestigio?

—Hay gente que dice que no eresmás que un político bastante original.

Se echó a reír.—Eso es lo que me ha dicho Fred

hoy mismo. Supongo que me voyconvirtiendo en eso.

Una tarde se enzarzaron sobre untema que durante mucho tiempo habíainteresado a Amory: la relación queguardaban los atributos físicos con laconducta del hombre. Burne se refería a

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la biología:—Claro que la salud cuenta; un

hombre sano tiene dos veces másprobabilidades de ser bueno —dijo.

—No estoy de acuerdo contigo; yono creo en un «cristianismo muscular».

—Yo sí. Yo supongo que Cristo teníaun gran vigor físico.

—Oh, no —protestó Amory—. Tuvoque trabajar demasiado para eso.Imagino que cuando murió era unhombre acabado; y los grandes santos nohan sido hombres fuertes.

—La mitad de ellos, sí.—Bien, suponiendo que así fuera yo

no creo que la salud tenga nada que ver

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con la bondad; supongo que para un gransanto es muy importante ser capaz desoportar enormes pruebas; pero de ahí aesa moda de los predicadores deaparentar gran virilidad, clamando quesólo la gimnasia salvará al mundo… no,Burne, es algo que no aguanto.

—Bueno, vamos a dejarlo, que nollegaremos a ningún lado y además yono estoy completamente convencido.Pero de lo que sí estoy seguro es de queel aspecto personal tiene muchaimportancia.

—¿El color? —preguntó Amory coninterés.

—Sí.

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—Es lo que siempre nos hemosfigurado Tom y yo —convino Amory—.Hemos examinado los anuarios de losúltimos diez años para estudiar lasfotografías de las juntas directivas. Yasé que para ti significan poco esasaugustas asambleas; pero aquí, engeneral, personifican el éxito. Elresultado es que siendo solamente losrubios el treinta y cinco por ciento decada clase, las dos terceras partes decada junta lo son. Fíjate que se tratabade los últimos diez años, lo que quieredecir que de cada quince rubios de laclase superior uno está en la junta,mientras que de los morenos hay uno

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cada cincuenta.—Es cierto —concedió Burne—. En

general el hombre rubio es un tiposuperior. Yo hice lo mismo con lospresidentes de los Estados Unidos yencontré que la mitad de ellos eranrubios; y hay que pensar en lapreponderancia de morenos que da laraza.

—La gente inconscientemente loadmite —dijo Amory—. Habrásobservado que la gente siempre esperade un rubio que hable; si una mujer rubiano habla es porque es «una muñeca» y alhombre rubio que permanece en silenciose le considera un estúpido. Y sin

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embargo el mundo está lleno de«hombres silenciosos y morenos» y«lánguidas morenitas» que no tienennada en la cabeza; pero a nadie se leocurre acusarles de eso.

—Indudablemente, una boca ancha,una mandíbula prominente y unahermosa nariz forman una cara superior.

—No estoy tan seguro —Amory erapartidario de los rasgos clásicos.

—Claro que sí, te lo voy ademostrar —y Burne sacó del cajón desu escritorio una colección defotografías de hirsutas y barbudascelebridades: Tolstoi, Whitman,Carpenter y otros.

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—¿No son magníficos?Amory trató de convencerse de que

lo eran, pero no pudo evitar la risa.—Burne, yo creo que es la colección

de tipos más feos que he visto en mivida. Eso parece un asilo.

—Pero Amory, mira la frente deEmerson, los ojos de Tolstoi —su tonoera de reproche.

Amory sacudió la cabeza.—¡No! Di que son extraordinarios y

lo que tú quieras; pero claro que sonfeos.

Imperturbable, Burne acaricióaquellas frentes amplias y recogió lasfotografías.

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Pasear de noche era una de susdistracciones favoritas; una nocheconvenció a Amory para que leacompañara.

—Odio la oscuridad —objetóAmory—. No me gusta nada, exceptocuando estoy particularmente inspirado;pero ahora, realmente…, le tengo miedo.

—Eso no te sirve de nada.—Posiblemente.—Vamos hacia el Este —sugirió

Burne—, hacia aquel laberinto decaminos a través de los bosques.

—No es muy atractivo para mí —manifestó Amory con disconformidad—,pero vamos.

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Echaron a andar a buen paso porespacio de una hora, entretenidos conuna vivaz conversación, hasta que lasluces de Princeton no fueron más queunos puntos blancos detrás de ellos.

—Toda persona con imaginación hade tener miedo —dijo Burneformalmente—. Esto de pasear por lanoche es una de las cosas que antes mehorrorizaban. Te voy a decir por quépuedo pasear por cualquier parte sintener miedo.

—A ver —Amory requirió. Sedirigían hacia el bosque; la voz deBurne se acaloraba con nerviosismo yentusiasmo.

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—Tenía por costumbre venir aquísolo por las noches, hace tres meses, ysolía detenerme en esta encrucijada queacabamos de pasar. Tal como ahora,enfrente de mí estaban los bosques, losladridos de los perros, pero ni unasombra ni un sonido humano.Naturalmente, yo mismo poblaba losbosques de toda clase de espectros,como tú, ¿no es así?

—Así es —admitió Amory.—Bien, empecé a analizar por qué

mi imaginación insistía en todosaquellos horrores de la oscuridad; asíque, sacando a mi imaginación fuera demí, la dejé en la oscuridad como si fuera

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la del perro perdido, la del espectro o ladel preso que se ha escapado y que veíacómo yo mismo me acercaba por lacarretera. Eso lo arregló todo, comopasa siempre que se coloca uno en ellugar de otro. Me di cuenta de que si yofuera el perro, el preso o el espectro nosería una amenaza para Burne Holidaymayor que la que él era para mí. A vecespensaba en el reloj. Es mejor volverpara dejarlo en la habitación. Perodecidí que no; era mejor perder el relojque volver atrás; así que seguí carreteraadelante hasta que me metí en el bosquey comprendí que ya nunca más tendríamiedo, hasta que una noche me senté y

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me quedé dormido. Ya estaba curado delmiedo a la oscuridad.

—Dios —suspiró Amory—, yo nopodría haber hecho eso. A la mitad delcamino, en cuanto se hubiera vuelto acerrar la oscuridad tras los faros delprimer automóvil, me habría vuelto.

—Bueno —dijo Burne de repente,tras unos minutos de silencio—, yaestamos a mitad de camino. Vamos avolver.

En el camino de vuelta seembarcaron en una discusión sobre lavoluntad.

—Es lo más importante —aseguró—. Es la frontera entre el bien y el mal.

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No he conocido nunca un hombre demala vida que no tenga una voluntad muydébil.

—¿Y los grandes criminales?—Normalmente son dementes. Si no,

son muy débiles. No existe el criminalfuerte y sano.

—No estoy de acuerdo contigo,Burne, ¿y el superhombre?

—¿Y qué?—Es el mal, creo yo, pero fuerte y

sano.—No lo he visto nunca. Te apuesto a

que será un estúpido o un demente.—Yo lo he visto muchas veces y no

es ni una cosa ni otra. Por eso creo que

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te equivocas.—Estoy seguro de que no; por eso

no creo en la prisión, excepto para losdementes.

Sobre ese punto Amory no podíaestar de acuerdo. Le parecía que la viday la historia estaban plagadas decriminales agudos y fuertes, pero que amenudo se engañaban: se les podíaencontrar en la política y en losnegocios, y entre los estadistas, reyes ygenerales. Pero Burne lo negaba, y enese punto divergían sus opiniones.

Burne se había estado alejando cadavez más del mundo que le rodeaba.Dimitió de la vicepresidencia de la

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clase superior, y sus mayoresocupaciones consistían en leer y pasear.Voluntariamente asistía a las clases defilosofía y biología para graduados,donde entraba con ojos llenos depatetismo e intención, como si esperaradel profesor algo que nunca podría dar.A veces Amory le veía agitarse en suasiento, los ojos encendidos: es queestaba a punto de discutir una cuestión.

Por la calle iba cada día másabstraído, por lo que se le empezó aacusar de convertirse en un snob; peroAmory sabía que no había nada de eso; yuna vez que Burne pasó medio metro deél sin verle, su pensamiento a muchas

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leguas de allá, Amory a poco se ahogade la romántica alegría que le produjo.Burne parecía estar escalando haciacimas donde otros no lograrían nuncaponer el pie.

—Te digo —declaró Amory a Tom— que es el mejor contemporáneo quehe conocido, y reconozco qué es muysuperior a mí en capacidad mental.

—Y yo te digo que este es el peormomento para hacer esa confesión. Lagente empieza a pensar que es un tipomuy raro.

—Está por encima de ellos. Tú losabes en cuanto hablas con él. Pero, porDios, Tom, siempre estabas en contra de

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la «gente». El éxito te está adocenando.Tom se enfadó un poco.—¿Qué es lo que pretende?, ¿llegar

a santo?—¡No! No como los demás. No

entra nunca en la Philadelphian Society.No tiene fe en esa porquería. Ni creeque las piscinas públicas o las palabrasamables y oportunas puedan arreglar elmundo; sin embargo, se toma un tragocada vez que le da la gana.

—Pues hace muy mal.—¿Has hablado con él últimamente?—No.—Entonces no tienes ni idea de

cómo es.

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Ahí terminó la discusión, peroAmory percibió más que nunca cómohabían cambiado los sentimientos delcampus hacia Burne.

—Es muy raro —dijo Amory a Tom,una noche que discutían en tono másamigable sobre el mismo tema— que lagente que más desaprueba elradicalismo de Burne sea toda de laclase de los fariseos, quiero decir, loshombres mejor educados del colegio,los directores de periódicos, como tú yFerrenby, los profesores jóvenes…Estos atletas incultos como Langueducpiensan que se está haciendo unexcéntrico: «Este buen Burne —dicen—

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se ha metido unas ideas raras en lacabeza». Y eso es todo. Pero losfariseos, ¡caray!, queréis ridiculizarlesin piedad.

Al día siguiente se encontró a Burneque corría por el paseo MacCoshdespués de una conferencia.

—¿A dónde vas, Zar?—A la oficina del Prince a ver a

Ferrenby —le enseñó un ejemplarmatinal del Princetonian—. Ha escritoeste editorial.

—¿Lo vas a desollar vivo?—No, pero me tiene asombrado. O

le he entendido mal o se ha convertidoen el radical más violento del mundo.

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Burne salió corriendo. Pasaronvarios días hasta que Amory tuvo noticiade la conversación que siguió. Burnehabía entrado en el santuario del editor,desplegando el diario alegremente.

—Hola, Jesse.—Hola, Savonarola.—He leído tu editorial.—Hombre, no sabía que habías

caído tan bajo.—Jesse, me dejas asombrado.—¿Yo? ¿Por qué?—¿No te da miedo que toda la

facultad se eche encima de ti si siguespublicando frases antirreligiosas?

—¿Cómo?

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—Como esta mañana.—Demonio, el editorial era sobre el

sistema de entrenamiento en el fútbol.—Sí, pero la cita…Jesse se levantó.—¿Qué cita?—Ya sabes: «Quien no está conmigo

está contra mí».—Bien, ¿y qué?Jesse estaba asombrado pero no

alarmado.—Tú dices aquí que… Déjame ver

—Burne abrió el diario y leyó—:«Quien no está conmigó está contra mí,como dijo aquel caballero que,evidentemente, sólo era capaz de hacer

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las más groseras distinciones y las máspueriles generalizaciones».

—Pero ¿y qué? —Ferrenby empezóa alarmarse—. Lo dijo OliverCromwell, ¿no? ¿O fue Washington? ¿Ouno de los santos? Señor, creo que lo heolvidado.

Burne se hecho a reír.—Pero Jesse, Jesse…—Pero, por amor de Dios, ¿quién lo

dijo?—Bueno —dijo Burne, recobrando

su voz—, San Mateo dice que fueCristo.

—¡Dios mío! —gritó Jesse, cayendoencima del cesto de papeles.

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Amory escribe un poema

Las semanas volaban. De tanto en tantoAmory se iba a Nueva York para tratarde encontrar un reluciente autobús verdecuyo aspecto de caramelo le llamaba laatención. Un día se aventuró en un teatroque reponía una comedia cuyo nombre leresultaba ligeramente familiar. Selevantó el telón, entró una joven. Unaspocas frases que sonaron en su oídohicieron vibrar una apagada cuerda desu memoria. ¿Dónde? ¿Cuándo?

Y le pareció oír junto a él una vozvibrante y blanda que le susurraba: «Soyuna tonta; dime cuando me equivoco».

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La solución llegó como unrelámpago, un rápido y alegre recuerdode Isabelle.

En una página en blanco delprograma empezó a garrapatear:

En la fingida oscuridad que unavez mas contemplo,

Allí con el telón se envuelven losaños;

Dos años, dos años, aquel díatranquilo

Tan nuestro, con un feliz final.Nuestras almas en agraz; y yo

podíaAdorar tu rostro ansioso junto al

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mío;Una alegre y amplia mirada

sonriendoTantas veces mientras la triste

comediallegaba hasta mí, como las

muertas olasLlegan a la playa.

Toda una tarde aburrida y errante.Solo contemplo… Y esas charlasQue destruyen una escena con

encanto.Lloraste un poco, y triste me volví

por ti.Aquí mismo. Donde Mr. X

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defiende el divorcio.Y la que sea cae rendida en sus

brazos.

Tranquila calma

—Los espíritus no tienen ninguna gracia—dijo Alec—, son medio tontos.Siempre me las arreglo para engañar aun espíritu.

—¿Cómo? —preguntó Tom.—Depende de donde sea. En un

dormitorio, por ejemplo. Con un pocode discreción un espíritu nunca te puede

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sorprender en el dormitorio.—Vamos a ver. Suponte que hay un

espíritu en tu dormitorio, ¿qué medidaspuedes tomar al volver a casa de noche?—preguntó Amory con mucho interés.

—Coge un bastón —respondió Aleccon deliberada solicitud— del tamañode una escoba. Lo primero que tienesque hacer es despejar la habitación; paraeso primero entras con los ojos cerradosy enseguida enciendes las luces; luegoabres el armario y hurgas con el bastóntres o cuatro veces. Si no ocurre nadapuedes mirar. Pero siempre antes quenada tienes que ir despejando con elbastón. ¡Nunca se debe mirar primero!

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—Naturalmente, es la antiguaescuela celta —dijo Tom gravemente.

—Sí, pero ellos primero rezan. Decualquier manera hay que usar el métodode despejar dentro de los armarios ydetrás de las puertas.

—Y la cama —sugirió Amory.—¡No, Amory, no! —gritó Alec con

horror—. La cama exige una tácticadiferente; deja la cama tranquila sitienes aprecio por tu razón. De haber unespíritu en la habitación —y solamentelo hay la tercera parte del tiempo— esseguro que está debajo de la cama.

—Entonces… —empezó Amory.Alec le hizo un gesto de que se

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callara.—Nunca se debe mirar. Debes

quedarte en el centro de la habitación; y,antes de que él sepa lo que piensashacer, da un salto encima de la cama;nunca andes alrededor de ella, porquepara un espíritu el tobillo es la partemás vulnerable; una vez en la cama yaestás seguro. El puede pasarse toda lanoche debajo de la cama, pero tú estarástan resguardado como a la luz del día. Ysi todavía dudas, échate las sábanas porencima de la cabeza.

—Todo eso es muy interesante, Tom.—¿Verdad que sí? —Alec brillaba

de satisfacción—. Todo, original mío, el

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sir Oliver Lodge del Nuevo Mundo.Amory volvía a disfrutar en el

colegio. Le había vuelto el sentido deque progresaba en una dirección única ydeterminada; su juventud se estabaagitando y dejando crecer nuevasplumas. Había almacenado suficienteexceso de energía como para adoptaruna nueva pose.

—¿Qué significa esa actitud«distraída», Amory? —le preguntó Alecun día; y como Amory pretendierahallarse enfrascado y deslumhrado porsu libro, añadió—: No trates conmigode hacerte el Burne, el místico.

Amory le miró inocentemente.

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—¿Qué?—¿Quéeee? —le imitó Alec—.

Estás tratando de entrar en trance con…déjame ver ese libro.

Le quitó el libro y lo miró condesprecio.

—¡Bien! —dijo Amory rígidamente.—La vida de Santa Teresa —leyó

Alec en voz alta—. ¡Ay, Dios mío!—Alec, dime.—¿Qué?—¿Es que te molesta?—¿Qué es lo que me molesta?—Que esté en trance y todo eso.—No, claro que no, claro que no me

molesta.

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—Bueno, entonces déjame tranquilo.Si a mí me gusta ir diciendoingenuamente a la gente que me creo ungenio, déjame tranquilo.

—Estás adquiriendo una reputaciónde excéntrico si es a eso a lo que terefieres.

A la postre prevaleció Amory, yAlec tuvo que aceptar su pose enpresencia de otros, a condición de quese tomara ciertos descansos cuandoestuvieran solos; así que Amory sededicó a «quemarla» a gran velocidad,invitando a cenar a la gente másexcéntrica, gente furiosa que preparabala licenciatura, preceptores con extrañas

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teorías acerca de Dios y del gobierno,ante el cínico asombro de los engreídosdel Cottage Club.

Cuando el sol, rompiendo a travésde febrero, empezó a moversealegremente a lo largo de marzo, Amorypasó varios fines de semana conmonseñor; una vez llevó a Burne, conenorme éxito, porque ambos seexplayaron con gran gusto y contento.Monseñor le llevó varias veces a ver aThornton Hancock y una o dos veces a lacasa de una tal señora Lawrence, una deesas americanas obsesionadas conRoma, a la que Amory cobró inmediatoafecto.

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Un día le llegó una carta demonseñor con una posdata que resultóser excepcionalmente interesante; decíaasí:

¿Sabes que tu prima lejana, Clara Page,enviudó hace seis meses y vive muypobremente en Filadelfia? Me pareceque no la conoces, pero me gustaría queme hicieras el favor de ir a visitarla.Para mi gusto es una mujer muy notable,poco más o menos de tu edad.

Amory suspiró y decidió hacerle esefavor…

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Clara

Era una mujer inmemorial… Amory noera lo suficientemente bueno para Clara,la del ondulado cabello de oro; peroningún hombre lo era. Su bondad estabapor encima de la prosaica moral de lacazadora de maridos, dejando aparte lanecia literatura sobre la virtud femenina.

El dolor la envolvía delicadamente;y, cuando por primera vez la vio enFiladelfia, pensó que aquellos ojosazules acerados sólo podían cobijarfelicidad; los hechos a los que tenía queenfrentarse habían forjado, en la formamás acabada, una latente fortaleza, un

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cierto realismo. Estaba sola en elmundo, con dos niños pequeños, conmuy poco dinero y, lo que era peor, unahueste de amigos. Pudo ver cómo unatarde de invierno en Filadelfía tuvo quehacer los honores a una casa llena dehombres, sabiendo que no tenía otrasirvienta que aquella niña negra quecuidaba de los niños. Allí vio a uno delos más grandes libertinos de la ciudad,un hombre habitualmente borracho y tanconocido en casa como fuera de ella,sentado junto a ella toda la tardediscutiendo sobre los «pensionados deseñoritas» con una especie de inocenteexcitación. ¡Pero qué gracia tenía Clara!

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Del aire que flotaba en el salón podíasacar tema para una conversaciónfascinante.

El saber que estaba en la mayorpobreza había hecho suponer a Amoryque Clara se encontraría en unalamentable situación. Llegó a Filadelfíaesperando que el 921 de Ark Streetfuera un poco más que una choza.Incluso se sintió defraudado cuando noencontró nada de eso. Era una vieja casaque durante años había pertenecido a lafamilia de su mando. Una tía de edad,que se negaba a venderla, habíadepositado en manos de un abogado losimpuestos de diez años y se había

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marchado a Honolulú dejando a Claraque luchase con la calefacción. Así queno fue recibido por una mujerdesgreñada, con un niño hambrientocolgado del pecho y una mirada triste alo Amelia. Muy al contrario, por larecepción que le hizo llegó a pensar quenada de este mundo le preocupaba.

Una tranquila fortaleza y un humorde fantasía contrastaban con suserenidad, estados de ánimo en los que aveces se refugiaba. Aunque podíadedicarse a las cosas más prosaicas(pero no tanto como para embrutecersecon esas «artes domésticas» como elpunto y el encaje), inmediatamente era

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capaz de coger un libro y dejar volar laimaginación como una nube arrastradapor el viento. Pero lo más hondo de supersonalidad era la dorada radiaciónque extendía alrededor de ella. Comoese fuego que en la oscura habitaciónreviste de romance y sentimientos lascaras tranquilas que se sientan junto a él,así podía ella inundar de sus luces ysombras las habitaciones donde estabahasta transformar a su prosaico tío en unhombre de meditativo y raro encanto y alchico de los telegramas en una criatura alo Puck de deliciosa originalidad. Alprincipio esa cualidad irritaba a Amory.Consideraba él suficiente su propia

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singularidad, y le molestaba que ellatratara de despertar en él un interésignorado para beneficio de algunosadmiradores suyos que se hallabanpresentes. Sentía como si un educadopero insistente director de escenaintentara obligarle a hacer unainterpretación distinta de la que habíaejecutado durante años.

Pero cuando Clara hablaba, cuandoClara contaba una anécdota de un alfilerde sombrero, un borracho y ella que…Mas cuando la gente trataba de repetirsus anécdotas, aquello no sonaba a nada.Le concedían una especie de inocenteatención y muchas sonrisas que duraban

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largo rato; pocas lágrimas asomaban alos ojos de Clara, pero la gente sonreíahacia ella con los ojos empañados.

Con bastante frecuencia, cuandotodos los demás se habían retirado,Amory permanecía media hora en sucasa para tomar una taza de té con pan ymermelada por la tarde, o aquellascolaciones nocturnas de «pan y queso»,como ella las llamaba.

—Eres una mujer muy notable —Amory se estaba poniendo rancio,encaramado en el centro, de la mesa delcomedor a las seis de la tarde.

—Ni por asomo —respondió ella.Buscaba las servilletas en el aparador

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—. Soy de lo más cargante y vulgar. Unade esas personas a quien no interesanmás que sus hijos.

—Vete a contárselo a otro —gruñóAmory—. De sobra sabes que eresresplandeciente —le preguntó la únicacosa que sabía que podía intimidarla. Lamisma pregunta que el primerimpertinente le debió hacer a Adán—:Dime algo sobre ti —y ella le dio larespuesta que debió dar Adán:

—No hay nada que decir.Seguramente Adán le contó todo lo

que le rondaba la cabeza aquella noche,mientras los grillos cantaban bajo lahierba polvorienta, haciéndole saber con

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aire protector qué distinto se sentía deEva, olvidando qué diferente se sentíaella de él… Pero el caso es que aquellatarde Clara le contó a Amory muchascosas acerca de sí misma. Había tenidouna vida agitada desde los dieciséisaños, edad a la que tanto sus ocios comosu educación habían sido suspendidosrepentinamente. Curioseando en subiblioteca, Amory encontró un librodesencuadernado del que cayó una hojaamarilla que abrió indiscretamente. Erauna poesía que ella había escrito en elcolegio acerca del muro gris de unconvento, en un día gris, y una niñaencaramada a él con su capa agitada por

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el viento, soñando con un mundomulticolor. Por regla general, semejantessentimientos aburrían a Amory; pero lapoesía estaba escrita con tal atmósferade sinceridad que le proporcionó unaimagen cabal de Clara en aquel día fríoy gris, con sus ojos azules muy atentos,tratando de ver cómo sus tragediasdesfilaban por aquellos jardines. Tuvoenvidia de aquella poesía. Cómo lehabría gustado estar allí y verla sobre elmuro, para hablar de cualquier tontería einiciar el romance que flotaba en el aire.Empezó a sentirse terriblemente celosode todo lo que concernía a Clara: de supasado, de sus niños, de los hombres y

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mujeres que se congregaban a beber entorno de su fría amabilidad paradescanso de sus atribulados ánimos,como en las comedias más interesantes.

—Parece que nadie te aburre —objetó él.

—Casi la mitad del mundo —admitió ella—, pero creo que es unaproporción bastante aceptable, ¿no creestú? —y se volvió a buscar algo enBrowning que tratara del asunto. Nuncahabía encontrado una persona quepudiera como ella buscar un pasaje ouna cita para enseñarlo en medio de laconversación, sin irritar ni distraer. Lohacía constantemente, con tan serio

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entusiasmo que llegó a sentirseconmovido por aquel pelo dorado,ondulado, sobre el libro…, las cejasfruncidas en busca de la sentencia.

Durante el mes de marzo tomó lacostumbre de pasar en Filadelfia losfines de semana. Clara casi siempreestaba acompañada y nunca parecíaansiosa de verle a solas, pues sepresentaron muchas ocasiones en queuna sola palabra de ella habría bastadopara regalarla con otra media hora dedeliciosa adoración. Poco a poco se fueenamorando y empezó a pensarinsensatamente en casarse. A pesar deque tal designio fluía desde su cerebro

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incluso hasta sus labios, se dio despuéscuenta de que el deseo no había echadoraíces profundas. Soñó una vez que sehabía convertido en realidad y sedespertó horrorizado porque en sussueños había visto una Clara tonta ypálida, perdido todo el brillo de su pelo,que dejaba caer insípidas vaciedades deuna lengua vacilante. Con todo, era laprimera mujer delicada que habíaconocido y una de las pocas buenaspersonas que le habían interesado: de talmodo era su bondad un atractivo. Amoryhabía decidido que las buenas personaso bien arrastraban su bondad tras elloscomo una obligación o bien la

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transformaban en una artificiosagenialidad, sin contar con losirremediables vanidosos y fariseos (queAmory no incluía nunca entre los quehabían de salvarse).

Santa Cecilia

Bajo su traje gris de terciopelocolor de rosa, con burlona penasube y se apaga y alza su bellezabajo su fundido y agitado pelo.

El aire de ella tanto le rebosa

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con sus lánguidas y breves miradas,tan sutilmente, que apenas sabe…risa repentina, color de rosa.

—¿Tú me aprecias?—Naturalmente —dijo Clara, con

seriedad—. ¿Por qué?—Tenemos bastantes cualidades en

común. Cosas que son espontáneas encada uno de nosotros… o que al menoslo eran.

—¿Lo que quieres decir es que no hehecho un uso demasiado bueno de mímismo?

Clara vaciló.—No puedo juzgar. Un hombre tiene

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que pasar por muchas cosas. Yo siemprehe vivido protegida.

—No te compliques, por favor,Clara —interrumpió Amory—, perohablame algo de mí, ¿quieres?

—Claro que sí, yo adoro eso —ellano sonrió.

—Muy amable por tu parte. Peroprimero responde algunas preguntas. ¿Teparece que soy terriblemente engreído?

—Bueno, no; lo que tienes es unaenorme vanidad, pero a la gente que seda cuenta de su preponderancia ledivierte.

—Ya veo.—Realmente tienes un corazón

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humilde. Y te hundes en el últimoinfierno de la depresión cuando creesque te desprecian. En verdad no tienesmucho respeto por ti mismo.

—Has dado dos veces en el clavo,Clara. ¿Cómo te las arreglas? Nunca medejas decir una palabra.

—Claro que no, no puedo juzgar aun hombre si está hablando. Pero no heterminado; la razón de tu poca confianzaen ti mismo, por mucho que digas contoda seriedad, al primer fariseo queveas, que te crees un genio, es que teatribuyes toda clase de faltas atroces ytienes que vivir a la altura de ellas. Porejemplo, siempre andas diciendo que

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eres un esclavo de la bebida.—Y lo soy, potencialmente.—Y también dices que eres un

hombre débil de carácter, sin voluntad.—Ni un asomo de voluntad; soy un

esclavo de mis emociones, de misgustos, de mi horror al aburrimiento, demis deseos…

—¡Qué vas a serlo! —se golpeabalos puños—. Tú eres un esclavo, unesclavo indefenso, de una única cosa: tuimaginación.

—La verdad es que me interesasmucho. Continúa si no te aburre.

—He notado que cuando quieresfaltar un día más del colegio te lo tomas

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con mucha seguridad. No decides nunca,mientras las ventajas de irte o quedarteno están claras. Dejas correr duranteunas horas tu imaginación por dondemarchan tus deseos y entonces decides.Naturalmente tu imaginación con unpoco de libertad se dedica a pensar milrazones para quedarte, y entonces ladecisión que tomas es falsa. Esinteresada.

—Sí —objetó Amory—, pero dejarcorrer a la imaginación por el ladoequivocado, ¿no es por falta devoluntad?

—Querido mío, ese es tu gran error.Eso no tiene nada que ver con la fuerza

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de voluntad, una palabra inútil y tonta;lo que te falta es juicio, el juicio, eljuicio para decidir si la imaginación, enuna alternativa, te va a llevar por elcamino falso.

—¡Qué me zurzan! —exclamóAmory con sorpresa—. Eso sí que es loúltimo que yo esperaba.

Clara no se pavoneó de ello ycambió inmediatamente de tema. Lehabía obligado a pensar, y él estabaconvencido de que en gran parte ellatenía razón. Se sentía como elpropietario de una fábrica que, trasacusar a un contable de falsear lascuentas, descubre que su hijo, una vez

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por semana, cambia los libros decontabilidad. Su pobre y maltratadavoluntad, que había soportado todo sudesprecio y el de sus amigos, sepresentaba inocente ante él mientras sujuicio era arrastrado a prisión,acompañado de su incontrolabledemonio, la imaginación, que bailaba asu lado con burlona alegría. Solamente aClara le había pedido un consejo sinanticipar su propia respuesta, excepto,quizás, en sus conversaciones conmonseñor Darcy.

¡Cómo le gustaba hacer cualquiercosa con Clara! Ir de compras con ellaera casi un sueño epicúreo. En todos los

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comercios donde la conocían erarecibida como la bella señora Page.

—Te apuesto a que no seguirá viudapor mucho tiempo.

—Bueno, no chilles. No ha venido apedir consejo.

—¡Qué hermosa es!(Entra el encargado; silencio hasta

que se adelanta sonriendo.)—Es una dama de la buena

sociedad, ¿no?—Sí, pero parece que es pobre

ahora; así dicen.—De todos modos, tiene un aire

distinguido, ¿verdad?Y Clara resplandecía entre todo

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aquello. Amory pensaba que loscomerciantes le hacían descuentos, aveces a sabiendas de ella y a veces sinque lo supiera. Vestía muy bien, sellevaba siempre lo mejor de la casa einevitablemente era atendida por elencargado.

A veces iban el domingo a la iglesia;y, al pasear juntos, se regocijaba con sushúmedas mejillas, del rocío del nuevodía. Era muy devota, siempre lo habíasido, y sólo Dios sabía hasta qué alturasse elevaba y qué fuerza recogía, alarrodillarse, con su cabello ondulado enla luz tornasolada.

—Santa Cecilia —exclamó él un

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día, de forma involuntaria; la gente sevolvió a mirarle y el sacerdote detuvosu sermón mientras Clara y Amoryenrojecían.

Fue su último domingo, porqueaquella noche él lo echó todo a perder.No pudo evitarlo.

Paseaban en el crepúsculo de unmarzo tan cálido que parecía junio, yuna alegría juvenil colmaba su alma detal manera que sintió la necesidad dehablar.

—Creo —dijo él con voztemblorosa— que si pierdo la fe en tiperderé la fe en Dios.

Ella le miró con una cara tan atónita

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que él preguntó qué pasaba.—Nada —dijo ella lentamente—,

solamente que cinco hombres me handicho antes lo mismo y me da miedo.

—Oh, Clara, será tu destino.Ella no contestó.—Supongo que el amor es para ti…

—empezó él.Ella se volvió como un rayo.—Nunca he estado enamorada.Caminaron un rato y él comprendió

lo mucho que le había dicho… Nuncaenamorada… De pronto parecía una hijade luz nada más. Su naturaleza parecíaestar en otro plano, y él sólo anhelabatocar la punta de su vestido con la

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misma veneración que debía habertenido José del eterno significado deMaría. Pero de manera mecánica se oyóa sí mismo que decía:

—Te quiero, y la posible grandezaque pueda tener es… Ay, no puedohablar; pero, Clara, si dentro de dosaños estoy en situación de casarmecontigo…

Ella sacudió su cabeza.—No —dijo—, nunca me volveré a

casar. Tengo dos hijos y me tengo quededicar a ellos. Te quiero —comoquiero a todo hombre inteligente y a timás que a nadie—, pero me conoces lobastante para saber que nunca me casaré

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con un hombre inteligente… —se detuvorepentinamente—: ¡Amory!

—¿Qué?—Tú no estás enamorado de mí. Tú

no quieres casarte conmigo, ¿no escierto?

—Era el crepúsculo —dijopensativo—. No sabía que estabahablando en voz alta. Pero te quiero, teadoro…

—Así haces tú: desplegando encinco segundos todo tu catálogo desentimientos.

El sonrió sin querer.—No me tomes como si fuera

superficial, Clara; a veces eres

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deprimente.—No he pensado nunca que fueras

superficial —dijo Clara con intención,cogiéndole del brazo y abriendo susojos; él podía sentir su bondad en elevanescente atardecer—. El hombresuperficial es una nulidad.

—Hay mucha primavera en el aire; ymucha dulzura en tu corazón.

Ella soltó su brazo.—Ahora estás bien y yo me siento en

la gloria. Dame un cigarrillo. Nunca mehas visto fumar, ¿verdad? Sólo lo hagouna vez al mes.

Y entonces aquella muchachaencantadora y Amory echaron a correr

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hasta la esquina como dos chicostraviesos embriagados por el pálido azuldel atardecer.

—Mañana me voy al campo —anunció ella, mientras recobraba elaliento, más allá de la luz del farol—.Son unos días demasiado buenos paraperderlos, aunque quizá se disfrutan másen la ciudad.

—Ay, Clara —dijo Amory—,hubieras sido un demonio si el Señorllega a modelar tu alma de otra manera.

—Puede ser —respondió ella—,pero creo que no. Nunca pierdo losestribos. Esa pequeña expansión erapura primavera.

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—Y tú también lo eres —dijo él.Iban paseando.—No, te vuelves a equivocar.

¿Cómo puede una persona de tanreconocido talento equivocarse tantoconmigo? Soy lo más opuesto a laprimavera. Es una desgracia que meparezca tanto a lo que tanto gustaba alviejo escultor griego; porque te aseguroque si no fuera por mi cara podría habersido una monja tranquila en un conventosin… —se interrumpió y echó a correr ysu voz llegó flotando hasta él— mispreciosas criaturas; tengo que ir averlas.

Era la única mujer que conoció de la

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que podía comprender que prefiriese aotro nombre. A menudo se encontrabacon esposas a las que había conocido dedebutantes y a las que, tras mirarlas conmucha atención, imaginaba que en sucara había algo que decía: ¡Oh, si tehubiera podido atrapar! ¡Oh, la enormevanidad del hombre!

Pero aquella era una noche deestrellas y canciones, y el alma brillantede Clara iluminaba los caminos pordonde pasaba.

Dorado, dorado es el aire —cantaba él alos charcos—. Dorado es el aire,doradas notas de doradas mandolinas,

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dorados sonidos de dorados violines,pureza, oh, cansada pureza…, esasmadejas en trenzados cestos que losmortales no pueden llevar. Oh, ¿quéjoven dios extravagante —quién lopodrá preguntar— es el dueño de eseoro…?

Amory, resentido

Lenta e inevitablemente, pero con unviolento estertor final, y mientras Amoryseguía hablando y soñando, la guerrallegó hasta las playas para bañar las

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arenas donde Princeton jugaba. Todaslas noches, el gimnasio resonaba con losecos de los pelotones que barrían elpiso y borraban las líneas del básket. Enel siguiente fin de semana fue aWashington, donde captó el espíritu decrisis, que se convirtió en repugnanciaen el coche-cama de vuelta, con todaslas literas ocupadas de malolientesextranjeros, griegos, suponía, o rusos.Pensaba en cuánto más fácil era elpatriotismo en una raza homogénea,cuánto más fácil hubiera sido lucharcomo lucharon las colonias o comoluchó la Confederación. No pudo dormiren toda la noche, desvelado por las

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carcajadas y ronquidos extranjeros quellenaban el coche con el acerbo aromade la más reciente América.

En Princeton todo el mundobromeaba en público; y en privado, sedecían a sí mismos que, al menos, susmuertes serían heroicas. Los estudiantesde literatura leían a Rupert Brookeapasionadamente; los amanerados sepreocupaban de si el Gobiernopermitiría el corte a la inglesa en eluniforme de los oficiales; y unos pocosrecalcitrantes escribían a oscurosservicios del Departamento de Defensa,tratando de conseguir un puesto fácil yuna cama blanda.

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Al cabo de una semana Amory vio aBurne y comprendió al instante que todadiscusión era inútil; Burne se habíadecidido por el pacifismo. Las revistassocialistas, un conocimiento muysuperficial de Tolstoi y su vehementeanhelo por una causa que le absorbieratodas sus fuerzas, le habían empujadofinalmente a predicar la paz como unideal subjetivo.

—Cuando entró el ejército alemánen Bélgica —empezó—, si todos loshabitantes hubieran seguido dedicándosepacíficamente a sus asuntos, el ejércitoalemán se habría desorganizado…

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—Ya lo sé —interrumpió Amory—.Ya he oído eso, pero no quiero hacerpropaganda contigo. Es posible quetengas razón, pero hacen falta cientos deaños para que la no-resistencia sea unarealidad tangible.

—Pero escucha, Amory…—Burne, ya hemos discutido…—Muy bien.—Sólo una cosa: no te pido que

pienses en tu familia o en tus amigos,porque ya sé que, frente a tu sentido deldeber, te importan una higa; pero, Burne,¿cómo sabes que las revistas que lees,las sociedades que visitas y losidealistas que frecuentas no son

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«alemanes»?—Algunos lo son, naturalmente.—¿Cómo sabes que no son

germanófilos? Todos son unos débilescon nombres judíos y alemanes.

—Es posible, desde luego —respondió con tranquilidad—. Yo no sési mi postura se debe mucho o poco a lapropaganda que he oído; pero piensoque es mi convicción más íntima, comoun camino que tengo que recorrer.

Amory se sintió desfallecer.—Pero piensa en el negocio que

haces; nadie te va a martirizar por serpacifista, pero te dejarán de lado con lopeor…

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—Lo dudo —interrumpió.—Todo eso me huele a la bohemia

de Nueva York.—Ya sé lo que quieres decir; por

eso no estoy seguro de dedicarme a laagitación.

—No eres más que un hombre, contodo lo que Dios te ha dado, decidido apredicar en el desierto.

—Eso es lo que debía pensarEsteban hace muchos años, pero hizo suprédica y le asesinaron. Probablementecuando estaba muriendo pensó que habíaperdido el tiempo. Pero ya ves, siemprehe creído que fue la muerte de Estebanlo que se le apareció a Pablo en el

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camino de Damasco y le indujo apredicar la palabra de Cristo por todo elmundo.

—Sigue.—Eso es todo, ese es mi deber

particular. Aunque esté en lo cierto, nosoy más que un peón que se puedesacrificar. ¡Dios! ¡Amory, no irás a creerque a mí me gustan los alemanes!

—No tengo nada más que decir; lalógica de la no-resistencia termina,como el tercio excluido, con el granespectro del hombre tal como es y talcomo siempre será. Un espectro que estáentre la necesidad lógica de Tolstoi y lanecesidad lógica de Nietzsche —Amory

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se interrumpió repentinamente—.¿Cuándo te marchas?

—La semana que viene.—Te veré antes.Al alejarse, le pareció a Amory que

su cara guardaba un gran parecido con lade Kerry, cuando se despidieron bajoBlair Arch dos años antes. Amory sepreguntaba con gran pesadumbre por quéél no podía dedicarse a nada con lamisma entereza que aquellos dos.

—Burne es un fanático —le dijo aTom—, y me inclino a pensar que seequivoca; no es más que un peón enmanos de anarquistas y agitadoresgermanófilos; pero me obsesiona;

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abandonar así todo lo que vale lapena…

Burne se fue a la semana siguiente,de una manera tranquila y dramática.Vendió todos sus haberes y entró en lahabitación para decir adiós; tenía unabicicleta desvencijada con la quepensaba llegar hasta su casa enPensilvania.

—Pedro el Ermitaño se despide delCardenal Richelieu —dijo Alec,recostado en el asiento de la ventanamientras Burne y Amory se daban lamano.

Pero Amory no estaba para bromas;y, al contemplar las largas piernas de

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Burne pedaleando en su ridiculabicicleta hasta perderse de vista másallá de Alexander Hall, comprendió queiba a pasar una semana muy mala. Noera que despreciase la guerra —Alemania representaba para él todo lorepugnante, desde el materialismo, hastael uso licencioso de una fuerza tremenda—, sino que la cara de Burnepermanecía en su memoria, al tiempoque empezaba a sentirse enfermo de lahisteria que le rodeaba.

—¿De qué sirve lanzar pestes contraGoethe? —preguntaba a Tom y Alec—.¿Para qué escribir libros que demuestranque él empezó la guerra? ¿O que ese

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estúpido y supervalorado Schiller es undemonio disfrazado?

—¿Has leído algo de ellos? —preguntó astutamente Tom.

—No —confesó Amory.—Ni yo tampoco —contestó riendo.—La gente gritará —dijo Alec con

calma—, pero Goethe seguirá en lamisma estantería de la biblioteca, ¡paraaburrimiento de todo el que quieraleerle!

Amory se rindió y cambiaron detema.

—¿Y tú qué vas a hacer, Amory?—Infantería o aviación, todavía no

me he decidido; detesto la mecánica,

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pero me parece que la aviación es loque me corresponde.

—A mí me pasa lo mismo —dijoTom—. Infantería o aviación; laaviación parece lo más romántico de laguerra, como antes la caballería; pero,igual que Amory, no sé distinguir uncaballo de vapor de una biela.

Algo del desagrado de Amory por supropia falta de entusiasmo culminó en unintento de cargar las culpas de la guerrasobre la generación precedente…, todala gente que había aplaudido a Alemaniaen 1870…, todos los rampantesmaterialistas, los idólatras de la cienciay la eficiencia germánicas. Y cuando en

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una clase de inglés oyó el Locksley Hallcayó en una sombría meditación sobre eldesprecio que le inspiraba Tennyson ytodo lo que representaba, porque para élera como un portavoz de todos losVictorianos.

Victorianos, Victorianos, que noaprendisteis a llorar,

sembrasteis la amarga cosecha quehabían de recoger vuestros hijos…

garabateó Amory en su cuaderno. Lalección se refería a la solidez deTennyson, y cincuenta cabezas abatidastomaban notas. Amory emborronó una

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nueva hoja.

Horrorizados cuando descubrieronlo que pretendía Darwin.

Horrorizados cuando se introdujo elvals y desertó Newman.

Pero como el vals se introdujomucho antes, tachó aquello.

—Y titulado Un canto del tiempodel orden —llegó la voz zumbante ylejana del profesor—: «Tiempo deorden». ¡Dios mío! Todo amontonado enla caja, y los Victorianos, sentadossobre la tapa, sonriendo conserenidad… Y Browning en su villa

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italiana gritando con valentía: «Todopara los mejores».

Amory garabateó de nuevo.

Os arrodillasteis en el templo, y élse reclinó a escucharos.

Le agradecisteis sus «gloriosostriunfos», le reprochasteis su «Cathay».

¿Por qué no sería capaz de hacermás que un par de versos?

Ahora necesitaba algo que rimasecon:

Le pusisteis a la cabeza de la cienciaporque antes se había equivocado…

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¡Vaya, vaya! De todos modos…

Vuelves con los niños a casa. «Yaestoy de vuelta», gritas.

Y tras cincuenta años en Europa,virtuosamente, te mueres.

—Tal era, a grandes rasgos, la ideade Tennyson —volvió la voz delprofesor—. El canto del tiempo delorden de Swinburne podía haberservido muy bien como título deTennyson. Porque idealizó el ordencontra el caos, contra la desolación.

Por fin encontró Amory la rima.Cogió otra hoja y durante los veinte

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minutos que quedaban de clase escribiócon decisión. Luego se acercó al estradoy depositó en la mesa del profesor lahoja arrancada de su cuaderno.

—Aquí tiene un poema dedicado alos Victorianos, señor —dijo confrialdad.

El profesor lo cogió con curiosidadmientras Amory se dirigía a la puerta.He aquí lo que había escrito:

Cantos del tiempo del ordenque nos dejaste cantar,pruebas del tercio excluido,respuestas rimadas de vida,llaves del carcelero

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y campanas a tocar,el tiempo es el fin del enigma,del tiempo somos el fin.

Aquí había un mar caseroy un cielo que se podía alcanzar,cañones y una fronterasin guantes con qué retar.Millares de emocionesy una calma que gozar.Cantos del tiempo del ordeny bocas con qué cantar.

El fin de muchas cosas

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Los primeros días de abril pasaron através de una neblina —una bruma delargas sobremesas en la terraza del clubmientras el gramófono tocaba PoorButterfly, porque Poor Butterfly habíasido la canción de moda del último año.La guerra no parecía afectarles mucho y,a no ser por la instrucción todas lastardes, se diría que era una de tantasprimaveras del pasado, aunque Amoryse daba cuenta de manera aguda que erala última primavera del antiguo régimen.

—Esta es la mayor protesta contra elsuperhombre —dijo Amory.

—Supongo que sí —convino Alec.—Es absolutamente irreconciliable

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con cualquier utopía. Mientras vivahabrá discordia, y mientras hable surgirátodo el latente mal que agita a lamuchedumbre.

—Naturalmente, porque no es másque un hombre muy bien dotado y sin elmenor sentido moral.

—Ahí está. Yo creo que esto es lopeor que se puede contemplar: todo loque ha ocurrido antes, ¿cuándo volverá aocurrir? Cincuenta años después deWaterloo, Napoleón era, para los niñosde las escuelas inglesas, tan héroe comoWellington. ¿Cómo podemos saber sinuestros nietos no harán de la mismamanera un héroe de Hindenburg?

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—¿Quién tiene la culpa?—El tiempo, el tiempo maldito, y el

historiador. Si tan sólo pudiéramosdistinguir el mal en cuanto mal, aunqueestuviese cubierto de inmundicias, demonotonía o de magnificencia…

—¡Dios! ¿Para qué habremos sacadotodo de quicio durante cuatro años?

Llegó la noche que había de ser laúltima. Tom y Amory, destinados adiferentes campos de instrucción,anduvieron por los sombríos paseos desiempre, donde parecía que volvían aencontrar las caras de viejos conocidos.

—Las sombras están llenas defantasmas esta noche.

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—Todo el campus está lleno deellos.

Se detuvieron frente a Little paramirar cómo se elevaba la luna quebañaba de plata la cubierta de pizarra deDodd y de azul los árboles susurrantes.

—Sabes —musitó Tom—, lo quesentimos ahora es la presencia de todala juventud que se ha volcado aquídurante doscientos años.

Una última explosión de cancionesbrotó de Blair Arch, voces rotas por unalarga separación.

—Y lo que dejamos aquí es más queuna clase, una enseñanza o unaeducación; es la herencia de toda una

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juventud. No somos más que unageneración y en estos momentos estamosrompiendo los vínculos que nos ataban aeste lugar y a otras generaciones desangre fuerte y espíritu sano. Ahora nosdamos cuenta de que hemos caminadomás de una noche por estas calles, delbrazo con Burr y Light-Horse Harry Lee.

—Eso es lo que son —Tom se fuepor la tangente—, noches azules; unpoco de color las echaría a perder, seharían exóticas. Agujas contra un cieloque es una promesa de amanecer y azulpálido en las cubiertas de pizarra…Duele…

—Adiós, Aaron Burr —Amory dijo

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hacia el desértico Nassau Hall—, tú yyo hemos conocido los rincones másextraños de la vida.

Él eco de su voz resonó en la calma.—Se han apagado las antorchas —

murmuró Tom—. Ay, Mesalina, laslargas sombras levantan minaretes sobreel estadio…

Por un instante, las voces de losnovatos surgieron alrededor de ellos; semiraron recíprocamente con ligeraslágrimas en los ojos.

—¡Maldición!—¡Maldición!

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La última noche se desvanece y pierde alo largo de la tierra, la baja y largatierra, la soleada tierra de las agujas; losespíritus de la tarde conciertan sus lirasy se pasean cantando en grupoquejumbroso por las largas avenidas deárboles; pálidos fuegos llevan el eco dela noche de una torre a la otra: oh, undormir que sueña y un sueño que nofatiga, que extrae de los pétalos de laflor del loto algo que guardar, la esenciade una hora.

No volver a esperar el crepúsculode la luna en este secuestrado valle de

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estrellas y agujas, porque una eternamañana de deseos pasa por el tiempohacia una tarde terrenal. Aquí encontraste, Heráclito, en el fuego y lascosas que pasan, la profecía que habíasde lanzar hacia los años muertos; y estamedianoche mi deseo verá una sombraentre las brasas: retorcidos por lasllamas, el esplendor y la tristeza de estemundo.

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IntermedioMayo 1917-Febrero1919

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Carta que, con fecha de enero de 1918,escribió monseñor Darcy a Amory,segundo teniente del 171 de Infantería,Puerto de Embarque, Camp Mills, LongIsland.

Mi querido Amory:Todo lo que quiero que me digas es

que todavía existes; lo demás lo he debuscar en mi tenaz memoria, untermómetro que sólo recuerda fiebres,para compararlo con lo que yo era a tuedad. Pero los hombres seguiráncharlando; y tú y yo seguiremos gritando

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nuestras futilidades en la escena hastaque el último estúpido telón caiga,¡bum!, sobre nuestras agitadas cabezas.Ahora que empiezas a vislumbrar elespectáculo de la linterna mágica de lavida, casi con las mismas armas que yotenía, necesito escribirte aunque sólosea para advertirte de la colosalestupidez de la gente.

He aquí que ha llegado el fin dealgo; para bien o para mal, ya no serásnunca el Amory Blaine que conocí, ynunca volveremos a encontrarnos comonos encontrábamos, porque tugeneración se está endureciendo muchomás de lo que la mía llegó a

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endurecerse, alimentada como estabacon la leche tierna del novecientos.

Amory, últimamente he vuelto a leera Esguilp; y en la divina ironía de«Agamenón» he encontrado la únicarespuesta para esta amarga edad. Todoel mundo se desmorona a nuestroalrededor y las edades paralelas máscercanas se consuelan con esaresignación sin esperanzas. A vecespienso en los que estáis lejos comoaquellos legionarios de Roma, a muchasmillas de su corrompida ciudad, paradetener a las hordas…, hordas sólo unpoco más peligrosas, después de todo,que su urbe corrompida… Otro golpe

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bajo a la raza, una furia por la que yapasamos hace años entre ovaciones,sobre cuyos cadáveres bailamos a travésde la era victoriana…

Y después un mundo materialista decabo a rabo, y la Iglesia Católica. No sédónde podrás acomodarte. De una cosaestoy seguro: naciste celta y celtamorirás; así que si no utilizas el cielocomo un continuo referéndum de tusideas, encontrarás en la tierra uncontinuo acicate de tus ambiciones.

Amory, de pronto me he dado cuentade que soy un hombre viejo. Como todoslos viejos, a veces tengo sueños que tequiero contar. Me he divertido

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imaginando que eras mi hijo, que cuandoyo era joven sufrí un estado de coma y teconcebí y que al despertar no meacordaba de ello… Es el instintopaternal, Amory; el celibato cala máshondo que la carne…

A menudo pienso que la explicaciónde nuestro gran parecido descansa enalgún antepasado común; la única sangreque los Darcy y los O'Hara tienen encomún procede de un O'Donahue… Sellamaba Stephen, me parece…

Cuando cae el rayo sobre uno,también hiere al otro; a poco de llegar túa tu puerto de embarque, he recibido yoorden de salir hacia Roma, y estoy

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esperando tener que coger el barco encualquier momento. Antes de querecibas esta carta, ya estaré en elocéano; y después vendrá tu vez. Te hasmarchado a la guerra como un caballero,igual que fuiste a la escuela y al colegio,porque era lo que había que hacer. Esmejor dejar las fanfarrias y el heroísmotremolante para las clases medias. Lohacen mucho mejor.

¿Te acuerdas de aquel fin de semanade marzo pasado cuando de Princetontrajiste a Burne Holiday para verme?¡Qué chico magnífico! Me hizo unaterrible impresión que después meescribieras lo que él pensaba de mí.

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¿Cómo podrá engañarse así? No soyespléndido, ni tú ni yo lo somos. Somosotras cosas; somos extraordinarios,inteligentes y podríamos ser, supongo,brillantes. Podemos atraer a la gente,podemos crear atmósfera, podemosechar a perder nuestro espíritu celta consutilezas celtas, podemos seguir siemprenuestro camino; pero espléndidos…, ¡deninguna manera!

Me voy a Roma con un magníficomontón de cartas de presentación paratodas las capitales de Europa; y nohabrá «pequeña intriga» donde yo noesté metido. ¡Cómo me gustaría que meacompañaras! Esto, que suena un poco a

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cínico, es lo último que debe escribir unreligioso entrado en años a un joven queva a la guerra; la única excusa es que elreligioso está hablando consigo mismo.En nosotros hay algo profundo, y túsabes qué es, tan bien como yo. Tenemosuna gran fe, aunque la tuya por elmomento no se ha cristalizado; tenemosuna terrible honradez que todo nuestroamaneramiento no es bastante paradestruir; y, sobre todo, una infantilsimplicidad que nos impide realmenteser malignos.

He escrito para ti una sátira que acontinuación adjunto. Lamento que tusmejillas no estén a la altura de la

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descripción que he hecho, pero tepasarás la noche fumando y leyendo.

De cualquier manera ahí va:

LAMENTO POR UN HIJO ADOPTIVOQUE MARCHA A LA GUERRA CONTRA

EL REY EXTRANJERO

Ochone.Me ha dejado el hijo de mispensamientosen su dorada juventud, como Angus Oge,Angus, el de los pájaros brillantes;su espíritu, fuerte y sutil como el deCuchulin de Muirtheme.

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Awirra Sthrue.Su frente es blanca como la leche de lasvacas de Maeve,y sus mejillas, como las cerezas delfrutalque se inclina sobre María, que alimentaal Hijo de Dios.

Mavrone go Gudyo.Estará, en la alegre y roja batalla,entre sus jefes y, por sus grandes actosde valorsu vida a punto de salir de él;y se romperán las cuerdas de mi alma.

Aveelia Vrone.

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Su cabello, como el cuello dorado delos reyes de Tara,y sus ojos como los cuatro mares grisesde Erin,que lloran brumas de lluvia.

A Vich Deelish.Mi corazón está en el corazón de mihijo,y mi vida es sin duda su vida.Un hombre sólo puede rejuvenecer,sólo, en la vida de sus hijos.

Jia du Vaha Alanav.Ojalá el Hijo de Dios esté encima de ély debajo de él, delante de él y detrás deél.

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Ojalá el Rey de los Elementos cieguecon niebla los ojos del rey extranjero.Ojalá la Reina de las Gracias le lleve desu mano entre sus enemigos sin que levean.Ojalá Patrick el de Gael y Collumb de laIglesia y los cinco mil santos de Erínsean su escudo cuando entre en combate.Och Ochone.

Amory, Amory, presiento ahora queesto es todo; uno de nosotros, o quizálos dos, no ha de salir de esta guerra…He tratado de decirte lo mucho que estareencarnación ha significado para mí

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estos últimos años… Somos muyparecidos…, muy distintos.

Adiós, querido muchacho, y queDios sea contigo.

Thayer Darcy.

Embarque nocturno

Amory vagaba por el muelle hasta queencontró un embalaje bajo una luzeléctrica. Buscó en su bolsillo lápiz ypapel y empezó a escribir, lenta ylaboriosamente:

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Nos vamos esta noche…En silencio hemos llenado la calledesierta—una columna gris opaca—,y los espectros se levantan sorprendidospor los sordos pasosa lo largo del camino sin luna;en los muelles sombríos resuenan lospasosque no cesan ni de noche ni de día.

Nos paseamos despacio en lastranquilas cubiertaspara mirar en la costa fantasmalsombras de mil días, restos pobres ygrises del naufragio.

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¡Oh, vamos a deploraraquellos años fútiles!

¡Mira qué blanco está el mar!Las nubes se han roto, y arden los cielosen huecos caminos sobre trozos de luz,y el golpe de las olas en la quillalevanta un voluminoso nocturno…Nos vamos esta noche.

Una carta de Amory, fechada enBrest, el 11 de marzo de 1919, alteniente T. P. D'Invilliers, Camp Gordon,Ga.

Querido Baudelaire:

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Nos encontraremos en Manhattan el30 de este mismo mes y lo primero queharemos será buscar un pequeñoapartamento, tú, yo y Alec, que está a milado mientras escribo. No sé qué voy ahacer, pero tengo una vaga idea dededicarme a la política. ¿Por qué seráque la crema de Inglaterra que sale deOxford y Cambridge se dedica a lapolítica, mientras que en EE.UU.dejamos eso a los basureros crecidos enel suburbio, educados en la calle yenviados al Congreso, sacos llenos decorrupción y desprovistos tanto de«ideas como de ideales», como suelendecir los oradores? Hace cuarenta años

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todavía teníamos gente buena en lapolítica, pero a nosotros, ¡a nosotros!,nos han educado para apilar millones yenseñar «de qué fibra estamos hechos».A veces desearía haber sido inglés; lavida americana resulta tancondenadamente aburrida, estúpida ysaludable…

Desde que murió la pobre Beatricecuento con un poco de dinero, perobastante poco. Puedo perdonar a mimadre casi todo, a excepción de haberlegado, en un repentino arranque dereligiosidad al final de su vida, la mitadde lo que quedaba para seminarios yvidrieras. Mr. Barton, mi abogado, me

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escribe que casi todos mis dineros estáninvertidos en compañías de tranvías yque las citadas compañías pierdendinero por las tarifas de cinco céntimos.¡Imagínate una nómina con salarios de350 dólares al mes para un hombre queno sabe leer ni escribir! Y lo malo esque hay que creer en todo eso, aunquehaya presenciado cómo lo que una vezfue una considerable fortuna se puedeevaporar a causa de la especulación, lasextravagancias, la administracióndemocrática y el impuesto sobre larenta… Moderno, eso es lo que yo soy,Mabel.

De cualquier forma podemos tener

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un piso sensacional. Tú te buscas untrabajo en una revista de modas y Alecque se meta en la Zinc Company o comose llame lo que tiene su familia. Me estámirando por encima del hombro y diceque la compañía es de bronce, pero a míme parece que eso no importa mucho, ¿ya ti? Probablemente es tan sucio eldinero ganado con el bronce como elganado con el zinc. En cuanto al famosoAmory, escribirá inmortal literatura silogra estar seguro de algo que valga lapena contárselo a otro. No hay regalomás peligroso para la posteridad queunas cuantas perogrulladasinteligentemente adornadas.

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Tom, ¿por qué no te haces católico?Claro que para ser un buen católicotendrás que dejar de urdir las violentasintrigas que me contabas, peroescribirías mejor poesía si terelacionaras con los altos candelabrosdorados y los grandes cánticos; y aunqueel clero americano es bastante burgués,como solía decir Beatrice, tú no iríasmás que a las iglesias elegantes, y yo tepresentaré a monseñor Darcy, que es unamaravilla.

La muerte de Kerry fue un golpe muyduro y lo mismo la de Jesse en ciertomodo. Y tengo gran curiosidad en saberqué rincón del mundo se ha tragado a

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Burne. ¿Tú crees que estará en la cárcel,con nombre falso? Confieso que laguerra en lugar de volverme ortodoxo,que es la reacción correcta, ha hecho demí un apasionado agnóstico. La IglesiaCatólica ha tenido últimamente sus alascortadas tanto tiempo que el papel quejuega es despreciable y ni siquiera tieneya buenos escritores. Estoy harto deChesterton.

Solamente he conocido un soldadoque sufriera la tan cacareada crisisespiritual como ese tipo, DonaldHankey; y el que yo conocí estudiabapara cura, así que estaba maduro para lacrisis. A mí sinceramente todo eso me

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parece una basura, aunque, al parecer,proporciona mucho consuelo sentimentala los de casa; a ver si padres y madresquieren más a sus hijos. Esta religióninspirada en la crisis resulta bastantepobre y fugaz. Para un hombre quedescubre a Dios hay cuatro quedescubren París.

En cuanto a nosotros —tú y yo yAlec—, tendremos un mayordomojaponés y nos vestiremos para cenar,tendremos vino en la mesa y llevaremosuna vida contemplativa y carente deemociones, hasta que nos decidamos autilizar las ametralladoras con lospropietarios o a arrojar bombas con los

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bolcheviques. ¡Dios! Tom, espero queocurra algo. Estoy más inquieto que eldemonio, y me horroriza volvermegordo o enamorarme y hacerme unhombre casero.

La finca de Lake Geneva está enalquiler, pero en cuanto desembarquepienso ir al Oeste a ver a Mr. Bartonpara que me dé detalles. Escríbeme acasa de los Blackstone, Chicago.

Hasta pronto, querido Boswell.

Samuel Johnson.

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Libro SegundoLa educación de unpersonaje

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1. La debutante

La acción transcurre en febrero en unamplio y refinado dormitorio de la casade los Connage, en la calle Sesenta yOcho de Nueva York. El cuarto de unaseñorita: paredes de color rosa,cortinas, y una colcha rosa sobre unacama color crema. Todos los motivosdel cuarto son rosas y cremas, pero elúnico mueble visible es un lujosotocador con un tablero de cristal y un

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triple espejo. De las paredes cuelganuna buena copia de las «Cerezasmaduras», unos pocos perros deLandseer y «El rey de las islas Negras»,de Maxfield Parrish.

Un gran desorden reina en lahabitación, donde se hallan dispersoslos siguientes objetos: (1) siete u ochocajas de cartón vacías, sus lenguas depapel seda jadeando en sus bocas; (2) unmontón de trajes de calle mezclados consus hermanos de tarde, todos sobre lamesa y evidentemente nuevos; (3) unatira de tul que ha perdido su dignidad yse arrastra tortuosamente por toda laescena; y (4) sobre dos pequeñas sillas

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una colección de ropa interior quesupera a toda descripción. A uno leencantaría ver la cuenta de todas esasdelicadezas, y poseído del deseo de vera la princesa para cuyo provecho…¡Mira! ¡Viene alguien! ¡Decepción! Setrata solamente de la sirvienta que buscaalgo. Levanta un montón de una silla —allí no está—, otro montón de encima dela mesa…, dentro de los cajones; saca ala luz varias bonitas combinaciones y unsorprendente pijama que no satisface.Sale.

Un incomprensible murmullo en lahabitación de al lado.

Esto se va calentando. Ahora es la

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madre de Alec, la señora Connage,amplia, digna, empolvada como unaviuda, pero un tanto pasada. Sus labiosse mueven de manera significativa eindican que anda buscando algo. Subúsqueda es menos minuciosa que la dela sirvienta, pero hay en ella un punto defuror que disimula su ligereza. Tropiezacon el tul, y su «¡maldita!» esperfectamente audible. Se retira con lasmanos vacías.

Más chachara fuera, y la voz de unamuchacha, una voz de niña mimada, quedice: «De toda la gente estúpida…»

Tras una pausa entra como tercerexplorador no la de la voz mimada sino

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una edición más joven. Es CeceliaConnage, dieciséis años, bonita, lista yde un natural buen humor. La han vestidopara la fiesta con un traje cuya evidentesencillez probablemente le molesta. Seacerca al montón más cercano, escogeuna pequeña prenda de color rosa y laalza con gestos de aprobación.

CECELIA: ¿De color rosa?ROSALIND (Fuera.): ¡Sí!CECELIA: ¿Muy viva?ROSALIND: ¡Sí!CECELIA: ¡Ya la tengo!

(Se contempla en el espejo deltocador y empieza a bailar con

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entusiasmo.)ROSALIND (Fuera.): Pero ¿qué haces?

¿Te la estás probando?(Cecelia deja de bailar y salellevando la prenda sobre el hombroderecho. Por la otra puerta entraAlec Connage. Mira en torno suyo yda una gran voz: ¡Mamá! En la otrapuerta surge un coro de protestas;y, atraído por él, se acerca a ella,pero es rechazado por otro coro.)

ALEC: ¡Así que estás ahí! Amory Blaineestá aquí.

CECELIA (Rápidamente.): Llévateloabajo.

ALEC: Está abajo.

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LA SEÑORA CONNAGE: Enséñale suhabitación. Dile que lo siento, queahora estoy muy ocupada.

ALEC: Ha oído hablar mucho de todasvosotras. Daos prisa. Padre le estáhablando de la guerra y me pareceque está un poco inquieto. Es untemperamental.(Esto último basta para que Ceceliaentre en el cuarto.)

CECELIA: ¿Qué quiere decir eso detemperamental? Tú solías decir esode él en tus cartas.

ALEC: Ah, es que escribe cosas.CECELIA: ¿Toca el piano?ALEC: Yo creo que no.

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CECELIA (Especulando.): ¿Bebe?ALEC: Sí, no tiene nada de raro.CECELIA: ¿Dinero?ALEC: Dios, pregúntaselo a él. Antes

tenía mucho y ahora tiene unasrentas. (Entra la señora Connage.)

LA SEÑORA CONNAGE: Alec, claro quenos alegramos de que venga unamigo tuyo a visitarnos.

ALEC: Deberías ir a saludar a Amory.LA SEÑORA CONNAGE: Claro que sí.

Pero me parece una chiquillada de tuparte dejar tu casa e ir a vivir condos amigos en un apartamento.Espero que no sea para beber todolo que te dé la gana. (Se detiene.) Le

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vamos a descuidar un poco estanoche. Ya sabes que es la semana deRosalind. Cuando una chica se ponede largo necesita todas lasatenciones.

ROSALIND (Fuera.): Demuéstraloviniendo aquí para abrocharme.(Sale la señora Connage.)

ALEC: Rosalind no ha cambiado nada.CECELIA (En tono bajo.): Está

terriblemente mimada.ALEC: Se va a encontrar con su igual

esta noche.CECELIA: ¿Quién? ¿Amory Blaine?

(Alec asiente)CECELIA: Bueno, Rosalind todavía no ha

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encontrado el hombre que la domine.De verdad, Alec, trata a los hombresde manera terrible. Abusa de ellos yrompe con ellos y falta a las citas yles bosteza en la cara…, y ellosvuelven por más.

ALEC: Será que les gusta.CECELIA: No les gusta nada. Pero es que

ella es… es una especie de vampiro,me parece…, y obliga a las chicas ahacer lo que ella quiere… y ademásodia a las mujeres.

ALEC: Hay mucha personalidad ennuestra familia.

CECELIA (Con resignación.): A mí nome tocó nada.

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ALEC: ¿Se porta bien Rosalind?CECELIA. No demasiado bien, un

término medio; fuma a veces, bebeponche, la besan con frecuencia…Sí, sí…, es de conocimientopúblico… Consecuencias de laguerra, ya sabes.(Entra la señora Connage.)

LA SEÑORA CONNAGE: Como Rosalindcasi ha terminado, vamos a ver a tuamigo.(Salen Alec y su madre.)

ROSALIND (Fuera.): ¡Madre!CECELIA: Madre ha ido abajo.

(Entra Rosalind. Rosalind es…

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Rosalind. Una de esas jóvenes queno necesitan hacer el menor esfuerzopara que los hombres se enamorende ellas. Rara vez lo hacen dos tiposde hombres: los tontos, a quienesasusta su inteligencia, y losintelectuales, a quienes asusta subelleza. Todos los demás lepertenecen por prerrogativa natural.Si el mimo la hubiera echado aperder, el proceso ya estaríaterminado; y —de hecho— su estadono es exactamente ése: quiere lo quequiere cuando lo quiere, y cuando nolo consigue hace la vida imposible alos que la rodean; pero, en su

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verdadero sentido, no se puede decirque esté echada a perder. Suentusiasmo, su apetito de crecer yaprender, su interminable fe en loinagotable del romance, su coraje yfundamental honradez…, esas cosasno se echan a perder. Durante largosperíodos odia cordialmente a toda sufamilia. Carece de principios; sufilosofía es carpe diem para ella ylaissez-faire para los demás. Legustan los cuentos sucios; tiene esepunto de bastedad que a veces se daen las naturalezas grandes y finas.Quiere siempre gustar; pero si no lologra, ni se preocupa ni cambia por

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ello.De ninguna manera es un caráctermodelo.La educación de toda mujer bonitase cifra en el conocimiento de loshombres. A Rosalind le handefraudado los hombres en cuanto aindividuos, pero tiene gran confianzaen los hombres en cuanto a sexo.Detesta a las mujeres. Representanlas cualidades que siente y despreciaen sí misma: bajeza, orgullo,cobardía y mezquina deshonestidad.Una vez dijo en el coro de amigas desu madre que la única excusa de lamujer es ser un elemento perturbador

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entre los hombres. Bailaexcepcionalmente bien, dibuja consoltura y agudeza, y tiene unasorprendente facilidad de palabraque utiliza tan sólo en las cartas deamor. Pero toda crítica de Rosalindtermina con su belleza. El brillo deese glorioso pelo de oro, por cuyoafán de imitación se sostiene toda laindustria del tinte. Esa bocaeternamente besable, pequeña,ligeramente sensual y muyperturbadora. Unos ojos grises y unapiel impecable con dos motas dedesvanecido color. Esbelta yatlética, bien desarrollada, es una

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delicia ver cómo se mueve por unahabitación, cómo se pasea por lacalle, cómo levanta el palo de golf ocómo mueve el volante. Un últimocalificativo: su personalidad vivaz einstantánea trasciende a esaconsciente y teatral cualidad queAmory había encontrado en Isabelle.Monseñor Darcy se habría visto enun aprieto para definirla comopersonalidad o como personaje.Porque era quizá esa deliciosa einefable mezcla que se da una vezpor siglo.A pesar de toda su extraña yexcéntrica sabiduría, la noche de su

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debut está tan feliz como una niñapequeña. La ha estado peinando lacamarera de su madre; pero alpronto ha decidido, llena deimpaciencia, que ella lo puede hacermejor. Está demasiado nerviosa paraestar en el mismo sitio. A eso sedebe su presencia en estadesordenada habitación. Va a hablar.El tono de Isabelle era como el deun violín, pero aquel que oyera aRosalind habría de reconocer que suvoz era tan musical como unacascada.)

ROSALIND: Sinceramente, sólo hay dos

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trajes con los que me siento a gusto.(Peinándose en el tocador.) Uno esla falda-pantalón y el otro el traje debaño. Los dos me sientan muy bien.

CECELIA: ¿Estás contenta de ponerte delargo?

ROSALIND: Sí. ¿Tú no?CECELIA (Cínicamente.): Estás contenta

porque así te podrás casar e irte avivir a Long Island entre reciéncasados. Tú quieres llevar una vidaque sea una cadena de aventuras conun hombre en cada eslabón.

ROSALIND: ¡Qué yo quiero eso! Querrásdecir que me he encontrado con eso.

CECELIA: ¡Ah!

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ROSALIND: Cecelia, querida, tú nosabes el martirio que es ser… comoyo. Me he tenido que acostumbrar aponer en la calle una cara de aceropara que los hombres no mepiropeen. Si se me ocurre reír unpoco alto en el teatro, elprotagonista actúa para mí durante elresto de la obra. Si dejo caer la voz,los ojos o el pañuelo en un baile, mipareja me llamará por teléfono todoslos días de la semana.

CECELIA: Tiene que ser un horriblemartirio.

ROSALIND: Lo más triste es que losúnicos hombres que me interesan son

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inabordables. Si fuera pobre, mededicaría al teatro.

CECELIA: Sí, te deberían pagar por todatu comedia.

ROSALIND: A veces, cuando me sientoradiante, pienso: ¿para quémalgastar todo esto con un solohombre?

CECELIA: Y a menudo, cuando estás demal humor, ¿para qué desperdiciarlocon una sola familia?(Levantándose.) Me voy abajo a vera Amory Blaine. Me gustan loshombres temperamentales.

ROSALIND: No existen. Los hombres nosaben cómo ser realmente felices o

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estar realmente enfadados; y los quelo saben, se hacen pedazos.

CECELIA: Bueno, me alegro de no tenertantas preocupaciones como tú.Estoy prometida.

ROSALIND (Con una sonrisadespectiva.): ¿Prometida? ¿Estásloca? Si mamá, te oye hablar de esamanera te envía al internado, que esdonde debieras estar.

CECELIA: No se lo dirás porque yotambién le puedo decir algunascosas que sé…, y tú eres demasiadoegoísta.

ROSALIND (Un poco enojada.): ¡Vete deaquí, niña! ¿Con quién estás

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prometida, con el repartidor dehielo?, ¿con el de la pastelería?

CECELIA: Ni con uno, ni con otro. No tehagas la tonta. Adiós, querida, ya teveré luego.

ROSALIND: Sí, por favor… Te«necesito» tanto.

(Sale Cecelia. Rosalind termina depeinarse y se levanta, canturreando.Se coloca ante el espejo y se pone abailar sobre la blanda alfombra.Estudia sus ojos y no sus pies; ynunca de forma casual sino con sumaatención, incluso cuando sonríe. Derepente se abre la puerta y se cierra

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tras Amory, tan arrogante y guapocomo de costumbre, que quedainstantáneamente turbado.)

ÉL: Oh, perdón, creía que…ELLA (Sonriendo radiantemente.): Oh,

tú eres Amory Blaine, ¿no?ÉL (Mirándola de cerca.): Y tú, ¿eres

Rosalind?ELLA: Desde ahora te llamaré Amory…

Pero entra. No pasa nada. Mamávendrá enseguida… (aparte)desgraciadamente.

ÉL (Mirando a su alrededor.): Todoesto es nuevo para mí.

ELLA: Es la tierra de nadie.

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ÉL: Aquí es donde tú…, tú…. (Sedetiene.)

ELLA: Sí, todas esas cosas. (Se acercaal tocador.) Mira, mi lápiz delabios, el pincel.

ÉL: No sabía que fueras así.ELLA: ¿Qué esperabas?ÉL: Creía que tú eras algo… sin sexo,

ya sabes, nadar y jugar al golf.ELLA: Sí, lo hago, pero no en las horas

de trabajo.ÉL: ¿Trabajo?ELLA: De seis a dos, estrictamente.ÉL: Me gustaría tener una participación

en la sociedad.ELLA: No se trata de una sociedad, es

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nada más qué «Rosalind Ilimitada».El cincuenta y uno por ciento delcapital, el nombre, la buena voluntady todo por 25.000 dólares al año.

ÉL (Desaprobando.): Una proposiciónescalofriante.

ELLA: Bueno, Amory, no te preocupes.De verdad, el día que encuentre unhombre que no me aburra al cabo dedos semanas, será diferente.

ÉL: Qué raro, tienes el mismo punto devista sobre los hombres que yosobre las mujeres.

ELLA: Yo no soy realmente femenina,quiero decir… de ideas.

ÉL (Interesado.): Sigue.

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ELLA: No, tú; sigue tú. Me has hechohablar acerca de mí y eso va contralas normas.

ÉL: ¿Qué normas?ELLA: Mis propias normas… Pero tú,

Amory… He oído decir que eres unhombre brillante. Mi familia esperamucho de ti.

ÉL: ¡Qué estimulante!ELLA: Alec dice que tú le has enseñado

a pensar. ¿Es así? No creía quenadie lo lograra.

ÉL: No. Yo soy completamente obtuso.(Evidentemente él no pretende quese le tome en serio.)

ELLA: Mentiroso.

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ÉL: Yo soy…, soy religioso y literario.He escrito poemas.

ELLA: Verso libre. ¡Espléndido!(Declama.)

Los árboles son verdes,los pájaros cantan en los árboles,la niña sorbe su veneno,el pájaro vuela y la niña muere.

ÉL (Riendo.): No, no de esa clase.ELLA (De repente.): Me gustas.ÉL: ¡No!ELLA: ¿También modesto…?ÉL: Me asustas. Toda mujer me asusta…

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hasta que la beso.ELLA: Querido mío, la guerra ha

terminado.ÉL: Así que siempre te tendré miedo.ELLA (Con bastante tristeza.): Me temo

que sí.(Una ligera vacilación por ambaspartes.)

ÉL (Tras la debida consideración.):Escucha. Te tengo que pedir unacosa terrible.

ELLA (Sabiendo lo que le vieneencima.): Espera cinco minutos.

ÉL: Pero…, ¿me besarás? ¿O tienesmiedo?

ELLA: Nunca tengo miedo…, pero tus

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razones son muy pobres.ÉL: Rosalind, quiero besarte.ELLA: Yo también.

(Se besan, definitiva ycompletamente.)

ÉL (Tras recuperar el aliento.): Y bien,¿está satisfecha tu curiosidad?

ELLA: ¿Y la tuya?ÉL: No, solamente se ha despertado.

(Así lo parece.)ELLA (Soñadora.): He besado a docenas

de hombres. Y supongo que losseguiré besando por docenas.

ÉL: (Abstraído.): Sí, supongo quepuedes hacerlo… como ahora.

ELLA: A la mayoría de la gente le gusta

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como beso.ÉL (Recordando.): ¡Dios mío, ya lo

creo! Bésame otra vez, Rosalind.ELLA: No; mi curiosidad por lo general

queda satisfecha con una vez.ÉL (Desanimado.): ¿Se trata de otra

norma?ELLA: Yo fabrico las normas según me,

convengan.ÉL: Tú y yo nos parecemos en algo;

excepto en que yo tengo mucha másexperiencia.

ELLA: ¿Qué edad tienes?ÉL: Casi veintitrés años. ¿Y tú?ELLA: Diecinueve justos.ÉL: Yo supongo que eres el producto de

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un colegio elegante.ELLA: No, todavía soy materia bruta.

Me expulsaron de Spence, y norecuerdo por qué.

ÉL: ¿Cuál es tu forma natural de ser?ELLA: Oh, soy brillante, egoísta,

emocional —si me emocionan—, meencanta ser admirada…

ÉL (De repente.): No quieroenamorarme de ti…

ELLA (Levantando las cejas.): Nadie telo ha pedido.

ÉL (Con la misma frialdad.): Pero loharé probablemente. Me gusta tuboca.

ELLA: ¡Buf! Por favor no te enamores de

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mi boca; enamórate de mi pelo, demis ojos, de mis hombros, de miszapatillas, pero no de mi boca. Todoel mundo se enamora de mi boca.

ÉL: Es muy bonita.ELLA: Demasiado pequeña.ÉL: No es verdad. Vamos a ver.

(La besa de nuevo con la mismaintensidad.)

ELLA (Conmovida.): Di algo dulce.ÉL (Asustado.): El cielo me asista.ELLA (Retirándose.): No lo hagas… si

te es tan duro.ÉL: ¿Nos engañamos? ¿Tan pronto?ELLA: Nosotros no tenemos la misma

idea del tiempo que las otras

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personas.ÉL: Ya están aquí… las otras personas.ELLA: Vamos a engañarnos.ÉL: No, no puedo; mis sentimientos…ELLA: ¿No serás sentimental?ÉL: No, soy romántico. Una persona

sentimental cree siempre que lascosas han de durar; un románticoespera contra toda esperanza. Elsentimiento es emocional.

ELLA: Y tú, ¿no lo eres? (Con los ojoscasi cerrados.) Probablemente tú tehalagas creyendo que es una actitudsuperior.

ÉL: Está bien, Rosalind, no discutamos;bésame otra vez.

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ELLA (Muy fría.): No, no tengo el menordeseo de besarte ahora.

ÉL (Manifiestamente desconcertado.):Hace un minuto querías besarme.

ELLA: Ahora es ahora.ÉL: Será mejor que me vaya.ELLA: Creo que sí. (Él se va hacia la

puerta.)ELLA: ¡Oh! (Él se vuelve.)ELLA (Riendo.): Tanteo: los nuestros,

cien; los adversarios, cero.(Él se vuelve.)

ELLA (Rápidamente.): ¡Tempestad! ¡Sesuspende el partido! (Él sale.)(Se acerca ella tranquilamente altocador, saca un cigarrillo y lo

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esconde en el cajón. Entra su madrecon un cuaderno en la mano.)

LA SEÑORA CONNAGE: Quería hablartea solas antes de que bajes.

ROSALIND: ¡Dios mío! ¡Me asustas!LA SEÑORA CONNAGE: Rosalind, nos

estás resultando demasiado cara.ROSALIND (Con resignación.): Sí.LA SEÑORA CONNAGE: Y ya sabes que

tu padre no tiene lo de antes.ROSALIND (Haciendo una mueca.): ¡Por

favor, no hablemos de dinero!LA SEÑORA CONNAGE: No puedes

hacer nada sin él. Este será el últimoaño en esta casa, y, a menos que lascosas cambien, Cecelia no podrá

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tener las mismas ventajas que tú.ROSALIND (Impaciente.): Bueno, ¿de

qué se trata?LA SEÑORA CONNAGE: Así que te ruego

que me hagas caso sobre una seriede cosas que he apuntado en micuaderno. La primera es que novuelvas a desaparecer con unhombre. Puede que un día eso searecomendable, pero por el momentote quiero ver en el piso de abajo,donde te pueda encontrar. Quieropresentarte a una serie de personas yno me gusta encontrarte en un rincóndel invernadero diciendo oescuchando tonterías de alguno.

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ROSALIND (Con sarcasmo.): Sí,escuchando es mejor.

LA SEÑORA CONNAGE: Y no pierdasmucho tiempo con estudiantes,jóvenes de diecinueve y veinte años.No me importa un baile o un partidode fútbol; pero perderte una fiestainteresante por estar en un café conTom, Dick o Harry…

ROSALIND (Replicando con su códigoque es, a su manera, tan firme comoel de su madre.): Madre, las cosasson así… ya no se llevan como enmil novecientos…

LA SEÑORA CONNAGE (Haciendo casoomiso.): Hay unos cuantos amigos de

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tu padre, solteros, a los que te quieropresentar esta noche… hombresjóvenes.

ROSALIND (Asintiendo.): ¿Cuarentones?LA SEÑORA CONNAGE (Con agudeza.):

¿Y por qué no?ROSALIND: Ah, perfectamente… Saben

lo que es la vida y tienen unadorable aire de cansancio (sacudela cabeza)… pero bailarán.

LA SEÑORA CONNAGE: No conozco aMr. Blaine, pero no creo que teinterese. No parece que hará dinero.

ROSALIND: Madre, yo no pienso nuncaen el dinero.

LA SEÑORA CONNAGE: Nunca lo

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conservas el tiempo necesario parapensar en él.

ROSALIND (Suspira.): Sí, supongo queun día me casaré con un montón dedinero, por puro aburrimiento.

LA SEÑORA CONNAGE (Consultando elcuaderno.): He tenido un telegramade Hartford. Va a venir DawsonRyder. Ese es un hombre que megusta y está nadando en dinero. Meparece que desde que te aburres conHoward Gillespie podrías dedicaralguna atención a Mr. Ryder. Es latercera vez que viene aquí en unmes.

ROSALIND: ¿Cómo sabes que me aburre

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Howard Gillespie?LA SEÑORA CONNAGE: Porque el pobre

chico, cada vez que viene aquí, tieneun aspecto desolador.

ROSALIND: Ese es uno de esos tanteosrománticos, anteriores a la batalla.Todos salen mal.

LA SEÑORA CONNAGE (Lo dicho dichoestá.): De cualquier forma, tenemosque sentirnos orgullosos de ti estanoche.

ROSALIND: ¿No crees que estoy guapa?LA SEÑORA CONNAGE: Ya sabes que sí.

(De abajo llega el eco de un violíny el sonido de un tambor. La señoraConnage se vuelve rápidamente

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hacia su hija.)LA SEÑORA CONNAGE: ¡Vamos!ROSALIND: ¡Un minuto!

(Su madre sale. Rosalind vuelve alespejo donde se contempla con gransatisfacción. Se besa la mano y tocala huella de su boca. Apaga las lucesy sale. Silencio por un momento.Unas pocas notas de piano, undiscreto redoble de un débil tambor,el crujido de la seda, todo mezclado,a través de la escalera se filtra porla puerta entornada. Pasan unosgrupos por el vestíbulo iluminado.Las risas se amplían y multiplican

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hasta que alguien entra, cierra lapuerta y enciende las luces. EsCecelia. Va al tocador, busca en loscajones, vacila, descubre el paquetede tabaco y saca un cigarrillo. Loenciende y, tosiendo y resoplando,se acerca al espejo.)

CECELIA (Con tono terriblementeafectado.): Oh, sí, en estos tiempos,bien sabes, la puesta de largo espura comedia. Resulta una ridiculez,con todo lo que una ha visto antes delos diecisiete años. (Dando la manoa un imaginario cuarentón.) Sí,excelencia, creo que he oído a mi

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hermana hablar de su excelencia.¿No quiere un cigarro? Son muybuenos. Son… creo que sonCoronas. ¿No fuma? ¡Qué lástima!Supongo que el rey no se lo permite.Sí, vamos a bailar.(Baila alrededor del cuarto alcompás de una música que viene deabajo, abrazada a un imaginarioacompañante, balanceando elcigarrillo en la mano.)

Unas horas más tarde

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(El rincón de un saloncillo de laplanta baja, con un cómodo diván decuero. A cada lado, en la pared, unapequeña lámpara; en el centro cuelgaun cuadro muy antiguo, de undistinguido caballero de hacia 1860.Fuera se oye la música de un fox-trot. Rosalind está sentada en eldiván, a la derecha de HowardGillespie, un joven anodino de unosveinticuatro años. Se comprende queél se sienta muy desgraciado y queella se aburra mucho.)

GILLESPIE (Tímidamente.): ¿Quésignifica que he cambiado? Yo

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siento lo mismo hacia ti.ROSALIND: Pero a mí no me pareces lo

mismo.GILLESPIE: Hace tres semanas decías

que yo te gustaba porque parecía tanblasé, tan indiferente. Y sigosiéndolo.

ROSALIND: Pero no hacia mí. Megustabas porque tenías los ojoscastaños y las piernas delgadas.

GILLESPIE (Desalentado.): Siguensiendo castaños y delgadas. Tú eresun vampiro, eso es todo.

ROSALIND: Todo lo que sé acerca delvampirismo es lo que está en lapartitura. Lo que confunde a los

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hombres es que soy perfectamentenatural. Creía que nunca ibas a estarceloso, y ahora me sigues con losojos a todas partes.

GILLESPIE: Te quiero.ROSALIND (Fríamente.): Ya lo sé.GILLESPIE: Y no me has besado en dos

semanas. Yo tenía la idea de quecuando una mujer se dejaba besarestaba… vencida.

ROSALIND: Esos tiempos ya pasaron. Amí me tienes que vencer cada díaque me veas.

GILLESPIE: ¿Hablas en serio?ROSALIND: Como siempre. Antes había

dos clases de besos: la primera,

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cuando se besaba a las chicas y selas abandonaba; y la segunda,cuando quedaban comprometidos.Ahora una tercera clase, cuando elhombre es besado y abandonado. SiMr. Jones de 1900 presumía dehaber besado a una mujer, todo elmundo sabía que la habíaconquistado. Si ese Mr. Jones de1919 presume de lo mismo, todo elmundo sabe que es porque no lapuede besar otra vez. Con una salidadecente, cualquier mujer puedevencer al hombre hoy en día.

GILLESPIE: Y entonces, ¿para qué juegascon los hombres?

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ROSALIND (Inclinándose hacia élconfidencialmente.): Sólo por eseprimer momento, cuando él está muyinteresado. Es sólo un momento, ah,justo antes del primer beso, unsusurro… A veces vale la pena.

GILLESPIE: ¿Y después?ROSALIND: Después hay que obligarle a

hablar de sí mismo. Muy pronto loúnico que quiere es estar a solas, seenfada, no quiere luchar ni jugar…¡Victoria!(Entra Dawson Ryder, veintiséisaños, guapo, lleno de salud, congran confianza en sí mismo, unpoco aburrido quizás, pero

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tranquilo y seguro del éxito.)RYDER: Creo que éste es mi baile,

Rosalind.ROSALIND: Vaya, Dawson, me has

reconocido. Me parece que no me hepintado lo suficiente. Mr. Ryder, lepresento a Mr. Gillespie.(Se dan la mano y Gillespie seretira, muy abatido.)

RYDER: Tu fiesta es un éxito.ROSALIND: Ya lo creo, pero no he

estado en ella hace rato. Estoycansada, ¿te importa sentarte unminuto?

RYDER: ¿Me importa? ¡Encantado! Yasabes cómo me molesta todo este

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vértigo. Una mujer ayer, otra hoy,otra mañana.

ROSALIND: ¡Dawson!RYDER: ¿Qué?ROSALIND: No sé si sabes que me

quieres.RYDER (Asombrado.): ¿Qué…? ¡Qué

notable eres!ROSALIND: Porque sabes que es un paso

terrible. El hombre que se caseconmigo va listo. Soy mala, muymala.

RYDER: Yo no diría eso.ROSALIND: Sí que lo soy, especialmente

con la gente que me rodea. (Selevanta.) Vamos, he cambiado de

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idea y quiero bailar. Seguro quemamá está sufriendo un ataque.(Exeunt, Entran Alec y Cecelia.)

CECELIA: Qué suerte la mía: tener unintermedio con mi hermano.

ALEC (Sombrío.): Si quieres me voy.CECELIA: No, por Dios. ¿Con quién voy

a empezar el próximo baile?(Suspira.) No hay color en estosbailes desde que se fueron losoficiales franceses.

ALEC (Pensativo.): No quiero queAmory se enamore de Rosalind.

CECELIA: Vaya, yo creía que era lo quetú querías.

ALEC: Lo era, pero desde que he visto a

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esas chicas, no lo sé. Me siento muyunido a Amory. Es muy sensible y noquiero que se rompa el corazón poruna persona que no se preocupa deél.

CECELIA: Tiene muy buen aire.ALEC (Sigue pensativo.): Ya sé que no

se casará con él; pero una mujer nonecesita casarse con un hombre paradestrozarle el corazón.

CECELIA: ¿Y cómo se hace? Me gustaríaconocer el secreto.

ALEC: Para qué, desalmada. Es unasuerte para alguien que el Señor tediera esa naricilla respingada.(Entra la señora Connage.)

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LA SEÑORA CONNAGE: ¿Dóndedemonio está Rosalind?

ALEC: Tiene que estar entre lo mejor dela gente; debería estar con nosotros.

LA SEÑORA CONNAGE: Su padre tienereunidos a ocho millonarios solterospara presentársela.

ALEC: Podrían formar una escuadra ydesfilar por el salón.

LA SEÑORA CONNAGE: Estoy hablandoen serio; no me extrañaría queestuviese la noche de su debut en elCocoanut Grove con un jugador defútbol. Buscad por la izquierdamientras yo…

ALEC (Presuntuoso.): ¿No sería mejor

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enviar al mayordomo a la bodega?LA SEÑORA CONNAGE (Perfectamente

seria.): ¿Crees que estará allí?CECELIA: Te está tomando el pelo,

madre.ALEC: Madre tenía una fotografía de

ella vaciando un barril de cerveza encompañía de un cargador.

LA SEÑORA CONNAGE: Vamos a buscarpor la derecha. (Salen. EntraRosalind con Gillespie.)

GILLESPIE: Rosalind, te lo pido una vezmás. ¿No te importa nada?(Entra Amory precipitadamente.)

AMORY: Mi baile.ROSALIND: Mr. Gillespie, le presento a

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Mr. Blaine.GILLESPIE: Ya hemos sido presentados.

Mr. Blaine de Lake Geneva, ¿no esasí?

AMORY: Sí.GILLESPIE (Desesperadamente.): Yo he

estado allí, está en el Middle West,¿no es así?

AMORY (Picante.): Aproximadamente.Yo siempre he preferido una buenasopa de pueblo a un caldo de ciudadinsulso.

GILLESPIE: ¿Qué?AMORY: Oh, no hay la menor ofensa en

ello. (Gillespie saluda y se va.)ROSALIND: Es demasiado vulgar.

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AMORY: Una vez estuve enamorado deuna persona vulgar.

ROSALIND: ¿Ah, Sí?AMORY: Sí; se llamaba Isabelle. No

tenía nada de particular, excepto loque yo creí ver en ella.

ROSALIND: ¿Qué ocurrió?AMORY: La convencí de que era mucho

más inteligente que yo y meabandonó. Decía que yo erademasiado crítico y poco práctico.

ROSALIND: ¿Por qué poco práctico?AMORY: Sé conducir un coche pero no

cambiar una rueda.ROSALIND: ¿Qué piensas hacer?AMORY: No lo sé… Presentarme a

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presidente, escribir…ROSALIND: ¿Greenwich Village?AMORY: No, mujer. He dicho escribir,

no beber.ROSALIND: A mí me gustan los hombres

de negocios. Casi todos los hombresinteligentes son muy caseros.

AMORY: Me parece que te conozcodesde hace mil años.

ROSALIND: ¿Vas a empezar con lasPirámides?

AMORY: No, pensaba empezar conFrancia. Yo era Luis XIV y tú una demis… (Cambiando de tono.)Supongamos que… nos enamoramos.

ROSALIND: Te dije antes que tendríamos

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que engañarnos.AMORY: Sería demasiado engaño.ROSALIND: ¿Por qué?AMORY: Porque las personas egoístas

son a veces capaces de tener grandesamores.

ROSALIND (Volviendo sus labios haciaél.): Engáñame. (Se besandeliberadamente.)

AMORY: No sé decir nada dulce. Peroeres muy bonita.

ROSALIND: No tanto.AMORY: Entonces, ¿qué?ROSALIND (Tristemente.): Oh, nada…

Sólo quiero sentimiento. Unsentimiento sincero… nunca lo he

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tenido.AMORY: No he tenido otra cosa y lo

aborrezco.ROSALIND: Es tan difícil encontrar un

hombre que satisfaga el gustoartístico…(Alguien ha abierto la puerta, y lahabitación se llena con la músicade un vals. Rosalind se levanta.)

ROSALIND: ¡Escucha! Están tocandoKiss me again.(Él la contempla.)

AMORY: ¿Sí?ROSALIND: ¡Sí!AMORY (Dulcemente, la batalla

perdida.): Te quiero.

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ROSALIND: Te quiero… ahora. (Sebesan.)

AMORY: ¿Dios mío, qué he hecho yo?ROSALIND: Nada. No digas nada.

Bésame otra vez.AMORY: No sé ni cómo ni por qué, pero

te quiero… desde el primermomento en que te vi.

ROSALIND: Yo también… Yo…, yo…,esta noche; es esta noche.(Entra su hermano, los mira y envoz alta dice: «Oh, perdón», y luegosale.)

ROSALIND: (Sus labios apenastiemblan.): No me dejes… No meimporta que lo sepan.

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AMORY: ¡Dímelo!ROSALIND: Te quiero… ahora… (Se

separan.) Oh, gracias a Dios soymuy joven, gracias a Dios, bastanteguapa y… feliz, gracias a Dios…(Se detiene y, con un extrañoarranque profético, añade.): ¡PobreAmory!(Él la besa de nuevo.)

Kismet

En el término de dos semanas, Amory yRosalind quedaron profunda y

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apasionadamente enamorados. Aquellascualidades críticas que, en cada uno deellos, habían echado a perder unadocena de romances, fueron ahogadaspor la gran ola de emoción que lesarrastró.

—Puede que sea una historia deamor insensata —dijo ella a su inquietamadre—, pero no es vacía.

La ola depositó a Amory en unaagencia de publicidad a principios demarzo, donde alternaba entreasombrosos arranques de mucho trabajoy sueños delirantes de convertirse en unhombre rico y viajar por Italia conRosalind.

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Estaban constantemente juntos, paracomer, para cenar, y casi todas lasnoches, en una suerte de jadeantesilencio, como si temieran que encualquier minuto podría romperse elhechizo para ser arrojados de aquelparaíso de rosas y fuego. Pero elhechizo se convirtió en un trance mássublime cada día; empezaron a hablar decasarse en julio…, en junio. Toda lavida se reducía a los términos de suamor; todas sus experiencias, deseos yambiciones quedaron cancelados, y susrespectivos sentidos del humor se fuerona dormir a un rincón. Sus anterioresaventuras amorosas les parecían cosa de

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risa, y a duras penas añoraban sujuvenalia.

Por segunda vez en su vida Amorysufrió tan completo trastorno que tuvoque correr para alcanzar a sugeneración.

Un breve intermedio

Amory caminaba lentamente por laavenida pensando que la noche erainevitablemente suya… Las procesionesy el carnaval de un rico atardecer en lascalles oscuras… Le parecía haber

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cerrado al fin el libro de las pálidasarmonías para echar a andar por lossensuales y vibrantes caminos de lavida. Por todas partes, las lucesinnumerables, la promesa de una nochede calles y canciones, le empujaban através de la muchedumbre como a travésde un sueño, esperando encontrarse conRosalind que, desde cada esquina,corría hacia él con pies ligeros… Cómolas caras inolvidables del atardecer sefundirían con las suyas, y aquellamiríada de pasos, las mil oberturas, sefundirían con sus pasos; y en la dulzurade sus ojos puestos en él habría másembriaguez que en el vino. Sus sueños

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eran débiles ecos de violines,desvanecidos como los sonidos delverano en el aire estival.

Toda la habitación se hallabacompletamente a oscuras; sólo brillabala lumbre del cigarrillo de Tomrecostado junto a la ventana abierta. Alcerrar la puerta, Amory permaneció unmomento con la espalda apoyada enella.

—Hola, Benvenuto Blaine, ¿cómo teha ido en el negocio de la publicidad?

Amory se dejó caer en un sillón.—Tan mal como siempre —la

momentánea visión de la ruidosaagencia dejó paso rápidamente a una

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imagen distinta—. ¡Dios mío! ¡Esmaravillosa!

Tom suspiró.—No te puedo decir —repitió

Amory— lo maravillosa que es. Noquiero que lo sepas. No quiero que losepa nadie.

De la ventana llegó otro suspiro, unsuspiro lleno de resignación.

—Es la vida y la esperanza y lafelicidad, es todo mi mundo.

En su párpado sintió el temblor deuna lágrima.

—¡Oh, Tom!

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Agridulce

—Siéntate aquí —susurró ella.Se sentó en el sillón y abrió los

brazos para que ella pudiera cobijarseentre ellos.

—Sabía que ibas a venir esta noche—dijo Rosalind dulcemente—, como elverano, cuando más te necesito…querido… querido…

Sus labios le rozaron la cara.—Qué bien sabes —suspiró él.—¿A qué, querido?—Dulce… muy dulce —la apretó

contra sí.—Amory —musitó ella—, cuando tú

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puedas nos casamos.—No tendremos mucho al

principio…—¡No! —dijo ella—. Me hace daño

que te reproches todo lo que no mepuedas dar. Te tengo a ti y es bastante.

—Dime…—Ya lo sabes, ¿no? Ya lo sabes.—Sí, pero me gusta oírtelo.—Te quiero, Amory, con todo mi

corazón.—¿Para siempre?—Toda mi vida, Amory…—¿Qué?—Quiero. Quiero ser tuya. Quiero

que tus amigos sean mis amigos. Quiero

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tener hijos tuyos.—Pero yo no tengo amigos.—No me hagas reír, Amory. Dame

un beso.—Haré lo que tú quieras —dijo él.—No, yo haré lo que tú quieras.

Nosotros somos tú, no yo. Eres la mayorparte de mí.

El cerró los ojos.—Soy tan feliz que tengo miedo.

¿No sería terrible que este fuera…,fuera el punto culminante?

Ella le miró soñadora.—El amor y la belleza pasan, ya lo

sé… Ya sé que hay tristeza. Supongo queuna gran felicidad es siempre un poco

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triste. La belleza está en el aroma de lasrosas, y cuando la rosa muere…

—La belleza está en la agonía, delsacrificio y en el fin de la agonía…

—Amory, la belleza está ennosotros. Estoy segura de que Dios nosquiere…

—Te quiere a ti. Tú eres su máspreciosa criatura.

—Yo no soy suya, soy tuya. Amory,te pertenezco. Es la primera vez quesiento haber dado otros besos; ahora sélo que puede significar un beso.

Luego se pusieron a fumar; él lecontó cómo había sido el día en laoficina…, dónde podrían vivir. Otras

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veces, cuando él se encontrabaparticularmente locuaz, ella se dormíaen sus brazos, la Rosalind que él amaba—todas las Rosalinds— como no habíaamado a nadie en este mundo. Flotandointangiblemente, horas irrecordables.

Incidente acuático

Un día Amory y Howard Gillespie seencontraron por casualidad en el centroy, mientras almorzaban juntos, Amoryoyó una historia que le encantó.Gillespie, tras unos cuantos cócteles,

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estuvo muy hablador y empezó pordecirle a Amory que estaba seguro deque Rosalind era un tanto excéntrica.

Había ido con ella y con unosamigos a nadar en Westchester County, yalguien contó que Anette Kellerman, undía que fue de excursión, se habíalanzado al mar desde el tejado en ruinasde una casa de campo de diez metros dealtura. Al instante Rosalind se empeñóen que Howard le acompañara hasta eltejado para ver qué efecto le hacía.

Un minuto más tarde, mientrassentado en el borde balanceaba sus piesen el vacío, una sombra cruzó a su lado;Rosalind, con sus brazos extendidos en

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un bonito salto del ángel, surcaba el aireen dirección al agua.

—Naturalmente, yo tenía que hacerlo mismo, después de eso, y a poco memato. Pensaba que ya estaba bien comoprueba porque nadie se atrevió ahacerlo. En cambio Rosalind tuvo ladesfachatez de preguntarme por qué mehabía encogido al saltar. «Eso no facilitael salto» —dijo— «y le quita toda lagracia». Y yo me pregunto, ¿qué puedehacer un hombre con una mujer así?Todo es inútil, es lo que yo digo.

Gillespie no podía comprender porqué Amory sonreía durante toda lacomida. Pensaba quizás que era uno de

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esos hueros optimistas.

Cinco semanas después

(De nuevo en la biblioteca de lacasa de los Connage. Rosalind estásola, sentada en el sofá,contemplando el vacío conpesadumbre. Ha cambiado demanera perceptible; parece un pocomás delgada, por una sola razón: laluz de sus ojos no es tan brillante; sediría que tiene un año más. Entra sumadre, vestida para ir a la ópera.

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Dirige a Rosalind una miradanerviosa).

LA SEÑORA CONNAGE: ¿Quién vieneesta noche?(Rosalind no la oye o al menos noda muestras de hacerlo.)

LA SEÑORA CONNAGE: Alec va a venira buscarme para llevarme a ver esacomedia de Barrie Et tu, Brutus. (Seda cuenta de que ella está hablandopara sus adentros.) ¡Rosalind! Te hepreguntado quién viene esta noche.

ROSALIND (Volviendo en sí.): Oh…qué… Oh… Amory, Amory…

LA SEÑORA CONNAGE (Sarcástica.):

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Tienes tantos admiradoresúltimamente que no podía imaginarde cuál se trataba. (Rosalind nocontesta.) Dawson Ryder tiene máspaciencia de lo que yo creía. No lehas visto una sola vez en estasemana.

ROSALIND (Con una expresión muycansada, completamente nueva enella.): Por favor, mamá…

LA SEÑORA CONNAGE: No quierointervenir. Casi has perdido dosmeses con un genio en teoría que notiene un céntimo a su nombre; pero,sigue adelante, echa a perder tu vidacon él. Yo no quiero intervenir.

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ROSALIND (Como si repitiera unafatigante lección.): Ya sabes quetiene unas pocas rentas… y estáganando en la publicidad treinta ycinco dólares a la semana.

LA SEÑORA CONNAGE: Y no te podrácomprar un traje. (Se detiene, peroRosalind no responde.) Sólo piensoen ti cuando te digo que no des unsolo paso que luego hayas delamentar toda tu vida. Tu padre ya note puede ayudar. Últimamente lascosas le han ido mal, y es un hombreviejo. Y vas a depender solamentede un soñador; un chico simpático,de buena familia, pero un soñador…

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que solamente es inteligente. (Ellaquiere decir que tal cualidad por símisma es nefasta.)

ROSALIND: Por el amor del cielo,madre…(Entra una sirvienta, anunciando aMr. Blaine en pos de ella. Losamigos de Amory le han estadodiciendo a él en los últimos diezdías que «parece la ira de Dios», yasí es. De hecho, ha sido incapaz deprobar bocado en las últimastreinta y seis horas.)

AMORY: Buenas noches, señoraConnage.

LA SEÑORA CONNAGE (Sin

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descortesía.): Buenas noches,Amory.(Amory y Rosalind cambianmiradas; entra Alec; su actitud hasido completamente neutral. En elfondo de su corazón cree que esematrimonio haría de Amory unhombre mediocre, y miserable aRosalind, pero siente gran simpatíapor ambos.)

ALEC: Qué hay, Amory.AMORY: Qué hay, Alec. Me ha dicho

Tom que te verá en el teatro.ALEC: Sí, acabo de verle. ¿Qué tal la

publicidad hoy? ¿Escribiste algobueno?

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AMORY: Siempre lo mismo. Me hanconcedido un aumento (todos lemiran con ansiedad)… de dosdólares a la semana. (Colapsogeneral.)

LA SEÑORA CONNAGE: Vamos, Alec, heoído el coche.(Se dan las buenas noches, algunoscon frialdad. Cuando salen laseñora Connage y Alec se produceuna pausa. Rosalind siguecontemplando melancólicamente lachimenea. Amory se acerca a ella yla rodea con el brazo.)

AMORY: Querida mía.(Se besan. Otra pausa; ella toma su

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mano, la cubre de besos y se lalleva al pecho.)

ROSALIND (Tristemente.): Me gustan tusmanos más que otra cosa. Las veo amenudo cuando tú estás lejos… tancansada; me conozco todas suslíneas. ¡Manos queridas!(Sus ojos se encuentran por unmomento, y ella empieza a llorar,un sollozo sin lágrimas.)

AMORY: ¡Rosalind!ROSALIND: ¡Somos tan dignos de

lástima!AMORY: ¡Rosalind!ROSALIND: ¡Ay, quisiera morirme!AMORY: Rosalind, otra noche así y me

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hago pedazos. Estás así desde hacecuatro días. Tienes que tener másánimo o yo no podré trabajar, nicomer, ni dormir. (Mira a sualrededor, desamparado, como sibuscara nuevas palabras con quevestir una frase vieja y manida.)Tenemos que empezar de algúnmodo. Me gustaría que empezáramosalgo juntos. (Su forzado optimismose desvanece al ver que ella noresponde.) ¿Pero qué pasa? (Selevanta bruscamente y empieza apasear por la habitación.) EsDawson Ryder, eso es todo. Te haestado machacando los nervios. Has

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estado con él todas las tardes de estasemana. Cuando la gente me diceque os han visto juntos, yo tengo quesonreír y asentir, pretendiendo queeso no significa nada para mí. Y túno me vas a decir lo que estápasando.

ROSALIND: Amory, si no te sientas mepondré a gritar.

AMORY (Sentándose repentinamente asu lado.): Dios mío.

ROSALIND (Tomando su mano.): Yasabes que te quiero, ¿no lo sabes?

AMORY: Sí.ROSALIND: Y sabes que te querré

siempre…

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AMORY: No hables de esa manera; measustas. Suena como si tuviéramosque separarnos. (Ella llora un pocoy, levantándose del diván, se sientaen un sillón.) Toda la tarde heestado pensando que las cosas iban aempeorar. A poco me vuelvo loco enla oficina; no he podido escribir unalínea. Dímelo todo.

ROSALIND: No hay nada que decir. Queestoy nerviosa.

AMORY: Rosalind, estás dando vueltasen la cabeza a la idea de casarte conDawson Ryder.

ROSALIND (Tras una pausa.): Me lo haestado pidiendo todo el día.

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AMORY: ¡Al fin se ha decidido!ROSALIND (Tras otra pausa.): Me gusta.AMORY: No digas eso. Me hieres.ROSALIND: No seas idiota. Sabes de

sobra que eres el único hombre alque he querido y al que querré.

AMORY (Rápido.): Rosalind, vamos acasarnos… la semana que viene.

ROSALIND: No podemos.AMORY: ¿Por qué no?ROSALIND: Porque no podemos. Nos

convertiríamos en un par degitanos… en algún lugar horrible.

AMORY: Tenemos doscientos setenta ycinco dólares al mes.

ROSALIND: Querido, ni siquiera me

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peino yo misma.AMORY: Lo haré yo.ROSALIND (Entre una sonrisa y un

sollozo.): Gracias.AMORY: Rosalind, no puedes pensar en

casarte con otro. ¡Dímelo! Me dejasa ciegas. Sólo si me lo dices, tepuedo ayudar a luchar.

ROSALIND: Es por… nosotros. Somosdignos de compasión. Lascualidades que adoro en ti son lasque te llevarán al fracaso.

AMORY (Sombríamente.): Continúa.ROSALIND: Es… por Dawson Ryder. Es

tan responsable que casi siento queserá… como un apoyo.

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AMORY: Tú no lo quieres.ROSALIND: Ya lo sé, pero lo respeto. Es

un hombre bueno y fuerte.AMORY (Refunfuñando.): Sí, sí, lo es.ROSALIND: Mira un pequeño detalle. El

martes por la tarde encontramos enRye a un pobre chico, y, bueno,Dawson lo cogió en brazos y hablócon él y le prometió un traje deindio; al día siguiente se acordó y selo compró; fue tan atento que nopude por menos de pensar lo buenoque sería con…, con nuestroshijos…; cómo cuidará de ellos…, yno tendré que preocuparme.

AMORY (Con desesperación.):

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¡Rosalind! ¡Rosalind!ROSALIND (Con cierta rudeza.): No

hagas una demostración desufrimiento.

AMORY: ¡Qué poder tenemos parahacernos daño!

ROSALIND (Volviendo a sollozar.): Hasido tan perfecto… Tú y yo. Comoun sueño que he esperado tantotiempo y que ya nunca pensabaencontrar; la primera vez que hesentido una verdadera generosidaden mi vida. Y no puedo sufrir que sedesvanezca en una atmósfera sincolor.

AMORY: ¡No será así!

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ROSALIND: Prefiero conservarlo comoun bello recuerdo, guardado en micorazón.

AMORY: Las mujeres pueden hacerlo,pero los hombres no. Yo lorecordaré siempre, pero no labelleza que tuvo sino la amarguraque dejó, la gran amargura.

ROSALIND: ¡No!AMORY: Todos los años sin volverte a

ver, sin volverte a besar; una puertacerrada y atrancada… porque no teatreves a ser mi mujer.

ROSALIND: No, no… El camino másduro y más difícil es el mío.Casarme contigo sería fracasar, y yo

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no fracaso… ¡Si no dejas de paseararriba y abajo, me pongo a gritar!(De nuevo se hundedesesperadamente en el diván.)

AMORY: Ven aquí, bésame.ROSALIND: No.AMORY: ¿No quieres besarme?ROSALIND: Quiero que esta noche me

ames con calma y… fríamente.AMORY: El principio del fin.ROSALIND (Con un arranque de

perspicacia.): Amory, tú eres joven.Yo soy joven. La gente nos perdonaahora nuestra pose y nuestravanidad, nuestra manía de tratar a lagente como a Sancho y salirnos con

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la nuestra. Ahora nos lo perdonantodo, pero vas a sufrir muchoscontratiempos.

AMORY: Y a ti te asusta recibirlosconmigo.

ROSALIND: No, no es eso. A veces leoun poema —tú dirás que es EllaWheeler Wilcox y te reirás—, peroescucha:

Porque es todo un saber, amar yvivir,

Recibir lo que el destino o losdioses quieren dar,

No hacer preguntas ni oraciones,Besar los labios y acariciar el

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pelo,Abreviar las pasiones cuando

remiten,Al igual que se agradecen cuando

llegan,Tener y guardar y, a su tiempo,

dejar.

AMORY: Pero nosotros no hemos tenido.ROSALIND: Amory, yo soy tuya, ya lo

sabes. A veces durante el mespasado hubiera sido completamentetuya si tú me lo hubieras pedido.Pero no puedo casarme contigo yarruinar nuestras vidas.

AMORY: Tenemos que probar a ser

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felices.ROSALIND: Dawson dice que aprenderé

a quererle.(Amory con la cabeza entre susmanos no se mueve. Parece que derepente se le ha escapado la vida.)

ROSALIND: ¡Querido! ¡Querido! Nopuedo vivir contigo y no puedoimaginar la vida sin ti.

AMORY: Estamos los dos con losnervios de punta, y esa semana…(Su voz ha envejecido. Ella seacerca y, tomando su cara entre susmanos, le besa.)

ROSALIND: No puedo, Amory. Yo nopuedo estar encerrada en un piso

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pequeño, sin ver árboles ni flores,esperándote a ti. Me odiarías en unaatmósfera mezquina. Haría que meodiaras.(De nuevo queda cegada porlágrimas incontrolables.)

AMORY: Rosalind…ROSALIND: Vete, querido… ¡No lo

pongas más difícil! No puedosoportarlo…

AMORY (La cara descompuesta, la vozrota.): ¿Sabes lo que estás diciendo?¿Para siempre?(Se advierte un cambio en susrespectivos sufrimientos.)

ROSALIND: No puedes comprender…

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AMORY: Me temo que no, si tú mequieres… Te asusta soportar dosaños de estrecheces.

ROSALIND: No seré la Rosalind que túquieres.

AMORY (Un poco histérico.): ¡Nopuedo dejarte! ¡No puedo, eso estodo! ¡Te necesito!

ROSALIND (Un tono duro en su voz.): Teportas como un chiquillo.

AMORY (Brutalmente.): ¡No meimporta! ¡Estás arruinando nuestrasvidas!

ROSALIND: Estoy haciendo lo únicosensato, lo único que se puede hacer.

AMORY: ¿Te vas a casar con Dawson

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Ryder?ROSALIND: Oh, no me preguntes. Ya

sabes que para ciertas cosas soymayor de edad y para otras, bueno,una niña. Me gusta el sol y las cosasbonitas y la alegría… y odio todaclase de responsabilidad. No quieroocuparme de cacharros, cocinas yescobas. Quiero ocuparme de nadaren verano para tener las piernassuaves y morenas.

AMORY: Y tú me quieres.ROSALIND: Por eso es por lo que tiene

que terminar. Esta situación nos hacemucho daño. No podemos tener másescenas como ésta.

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(Extrae su anillo de su dedo y se loentrega. Las lágrimas la ciegan.)

AMORY (Sus labios en la húmedamejilla de ella.): ¡No! Guárdalo, porfavor… ¡Me estás rompiendo elcorazón!(Ella empuja el anillo en la manode él.)

ROSALIND: (Bruscamente.): Es mejorque te vayas.

AMORY: Adiós.(Ella le mira una vez más, coninfinito deseo, con infinita tristeza.)

ROSALIND: No me olvides, Amory…AMORY: Adiós…

(Va hacia la puerta, busca a ciegas

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el picaporte y lo encuentra; ella leve alejarse. Una vez ido, seincorpora a medias en el divánpara hundir su cara entre losalmohadones.)

ROSALIND: ¡Dios mío! ¡Quisieramorirme! (Tras un momento selevanta y con los ojos cerradostantea el camino hacia la puerta. Sevuelve y contempla la habitación,donde tantas veces se habíansentado a soñar; la caja que tantasveces había llenado de cerillaspara él; la pantalla que tandiscretamente habían bajadodurante la larga sobremesa de un

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sábado. Con los ojos empañadoscontempla y recuerda, habla en vozalta.) Oh, Amory, ¿qué te he hecho?(Embargada por la dolorosatristeza que un día pasará,Rosalind siente —sin saber por qué— haber perdido algo.)

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2. Experimentos en laconvalecencia

El bar Knickerbocker, presidido por lafigura jovial y pintoresca del «Oíd KingColé» de Maxfield Parrish, estaba lleno.Amory se detuvo a la entrada y consultósu reloj; necesitaba saber la hora,porque algo en su mente, encargado decatalogar y clasificar las cosas, gustabade recortarlas con toda claridad. Másadelante había de sentirse satisfecho, de

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una manera vaga, por ser capaz depensar que «aquello terminóexactamente a las ocho y veinte deljueves, 10 de junio de 1919». En esopensaba al venir de su casa —un paseodel cual no había de guardar el másnimio recuerdo.

Su estado era bastante lamentable:dos días de preocupaciones ynerviosismo, de noches insomnes, sinprobar un plato, que culminaron en lacrisis emocional y la brusca decisión deRosalind; un esfuerzo que habíaarrastrado a los fundamentos de sumente hacia un lastimoso estado decoma. Mientras picaba torpemente las

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aceitunas del mostrador, un hombre seacercó a hablarle, y las aceitunascayeron de sus manos nerviosas.

—Bueno, Amory…Era alguien a quien había conocido

en Princeton; no tenía la menor idea desu nombre.

—¡Hola, viejo! —se oyó decir a símismo.

—Mi nombre es Jim Wilson; te hasolvidado.

—Claro que no; te recuerdo muybien.

—¿Vienes a la reunión de exalumnos?

—¡Ya sabes! —entonces se dio

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cuenta de que no venía a la reunión.—¿Estuviste fuera?Amory asintió con ojos desvaídos.

Al retirarse hacia atrás para dejar pasara uno, echó al suelo el plato deaceitunas.

—Muy mal —murmuró—. ¿Quieresbeber algo?

Wilson con mucha diplomacia seacercó a él y le dio una palmada en laespalda.

—Tú ya tienes bastante.Amory le miró sin decir nada, y

Wilson quedó turbado por su escrutinio.—¿Bastante? ¡Demonio! —dijo

finalmente Amory—. No he tomado un

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trago en todo el día.Wilson le miró incrédulo.—¿Quieres beber algo o no? —

preguntó con rudeza.Se acercaron juntos a la barra.—Un Rye.—Para mí un Bronx.Wilson se tomó otro, y Amory varios

más. Decidieron sentarse. A las diezWilson fue desplazado por Carling, unodel año 15. Amory, su cabeza dándolevueltas alegremente —capas de dúctilsatisfacción sobre las partes heridas desu espíritu—, discurseaba volublementesobre la guerra.

—Un desperdicio mental —insistía

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con sabiduría de lechuza—. Dos años demi vida perdidos, vacío intelectual.Idealismo perdido, hay que convertirseen animal físico —sacudió la cabezahacia «Old King Cole»—, hay quehacerse prusiano para todo,especialmente con las mujeres. Antesera galante con ellas, ahora ni tanto así—expresaba su falta de principiosbarriendo el suelo con la botella deseltz, sin interrumpir su discurso—.Buscar el placer donde se encuentrepara morir mañana, esa es mi filosofíaen el día de hoy.

Carling bostezaba, pero Amory,derramando brillantez, continuaba.

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—Antes me asombraban muchascosas…, gente que cumplía suscompromisos, una actitud hacia la vidacincuenta por ciento. Ahora no meextraña nada, no me extraña nada… —yde tal manera trató de impresionar aCarling por el hecho de que ya no seasombraba de nada que perdió el hilo desu discurso para terminar anunciando atoda la barra que él sólo era un «animalfísico».

—¿Qué estás celebrando, Amory?Amory se inclinó hacia él con gesto

confidencial.—Celebrando reventar mi vida. El

mejor momento de acabar mi vida. No te

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puedo decir…Oyó a Carling que decía al barman:—Déle un alka-seltzer.Amory sacudió la cabeza indignado.—Nada de porquerías.—Pero escucha, Amory, te estás

poniendo enfermo. Estás pálido como unfantasma.

Amory consideró la cuestión. Tratóde verse en el espejo; pero inclusocerrando un ojo no podía ver más alláde la fila de botellas tras el mostrador.

—Me gustaría algo sólido. Vamos atomar Una… ensalada.

Se puso el abrigo en un intento dedesenvoltura; pero abandonar la barra

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era demasiado para él, y se dejó caer enuna silla.

—Iremos al Shanley —sugirióCarling, ofreciéndole el brazo.

Con esa ayuda Amory se las arreglópara arrastrar sus piernas a lo largo dela calle Cuarenta y Dos.

El Shanley estaba muy oscuro.Amory tenía conciencia de que hablabaen alta voz, de manera sucinta yconveniente —pensaba él—, acerca deun deseo de aplastar a la gente bajo suspies. Devoró tres sandwiches como sifueran pastillas de chocolate. LuegoRosalind volvió a asomar a su mente, yél se encontró con que sus labios

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pronunciaban su nombre una y otra vez.Tenía mucho sueño y la sensaciónindiferente y vaga de mucha gente, ensmoking, probablemente camareros,alrededor de su mesa…

Estaba en una habitación, y Carlingdecía algo acerca de un nudo en elcordón de su zapato.

—No importa —se las arregló paraarticular adormilado—, duermo conellos…

Alcoholizado todavía

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Se despertó riendo, y sus ojos vagaronperezosamente a su alrededor,evidentemente una habitación con baño,de un gran hotel. La cabeza le zumbaba,y una imagen tras otra se formaba,emborronaba y desvanecía ante sus ojos;pero aparte del deseo de reír no teníauna reacción completamente consciente.Alcanzó el teléfono junto a la cabecerade su cama.

—Dígame, ¿qué hotel es éste…? ¿ElKnickerbocker? Muy bien, haga el favorde enviarme dos whiskies con hielo…

Se quedó tendido un momentopensando si traerían una botella osolamente dos vasos. Con mucho

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esfuerzo se levantó de la cama y fue alcuarto de baño.

Cuando salió, frotándoseperezosamente con una toalla, alencontrarse con el camarero con lasbebidas le entró un súbito deseo detomarle el pelo. Tras una reflexiónconsideró que sería indigno y ledespidió con un gesto.

En cuanto el nuevo alcohol cayó ensu estómago y empezó a calentarle, lasimágenes aisladas comenzaronlentamente a formar la película del díaanterior. De nuevo vio a Rosalindllorando encogida entre losalmohadones, de nuevo sintió sus

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lágrimas en su mejilla. Sus palabrasempezaron a sonar en sus oídos: «No meolvides…, Amory…, no me olvides…»

—¡Demonio! —exclamó en voz altay, atragantado, cayó en la cama conespasmódicas sacudidas de dolor. Alcabo de un minuto abrió los ojos paramirar al techo.

—¡Qué estúpido! —dijo condisgusto, y con un enorme suspiro selevantó y se acercó a la botella. Despuésde otro vaso dio rienda suelta al lujo delas lágrimas. A propósito trajo a lamemoria pequeños incidentes de lapasada primavera, parafraseando ciertasemociones que habían de producirle un

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dolor más fuerte.—Eramos tan felices —entonó

dramáticamente—, tan felices. —Denuevo se dejó llevar y se arrodilló juntoa la cama, su cabeza medio hundida enla almohada.

—Mi niña… mi niña…Apretó los dientes, y las lágrimas se

vertieron de sus ojos.—Mi niña…, todo lo que yo tenía…,

todo lo que yo quería… ¡Vuelve,vuelve…! Te necesito…, te necesito…Somos tan desgraciados… Sólo noshemos hecho daño… Alejada parasiempre…, ya no podré verla… ni ser suamigo… Tiene que ser así…, tiene que

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ser así.Y de nuevo:—Eramos tan felices, tan felices…Se levantó y se arrojó en la cama en

un éxtasis de sentimientos, y asípermaneció exhausto mientrascomprendía lentamente lo borracho quehabía llegado la noche anterior; sucabeza volvía a dar vueltas. Rió y selevantó para dirigirse al Leteo…

Al mediodía se fue al bar deBiltmore y de nuevo empezó eldesorden. Después había de tener elvago recuerdo de haber discutido sobrepoesía francesa con un oficial británicoque le fue presentado como «el capitán

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Corn, de la Infantería de Su Majestad»,y de haber intentado recitar Clair delune durante el almuerzo; se durmió enuna silla grande y cómoda hasta eso delas cinco, cuando el gentío le despertóde nuevo; a lo que siguió unapreparación alcohólica de diferentescomponentes para la prueba de la cena.En el Tyson compraron entradas para elteatro, una comedia con cuatroentreactos, con dos voces monótonas,escenas turbias y sombrías, con efectosde luz difíciles de seguir para sus ojosextraviados. Pensó después que debíaser The Jest…

Después el Cocoanut Grove, donde

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Amory durmió en una pequeña terraza.En el Shanley, Yonkers, se volvióbastante cuerdo y, mediante un rigurosocontrol del número de whiskies quebebió, estuvo lúcido y locuaz. El grupoconsistía en cinco hombres, a dos de loscuales conocía ligeramente; se puso muydigno a la hora de pagar su parte y, paraalborozo de las mesas que le rodeaban,trataba a grandes voces de arreglarlotodo…

Alguien dijo que una famosa estrellade cabaret estaba en una mesa próxima;Amory se levantó y, con gran cortesía,se presentó él mismo…, lo que leprodujo contratiempos, primero con el

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acompañante y luego con el maître; todavez que la actitud de Amory era deextremada cortesía…, consintió, trasenfrentarse con una lógica irrefutable, enser conducido de nuevo a su mesa.

—He decidido suicidarme —anunció de repente.

—¿Cuándo? ¿El año que viene?—No. Mañana por la mañana.

Tomaré una habitación en elCommodore, me meteré en un bañocaliente y me abriré las venas.

—¡Se ha vuelto loco!—¡Tú necesitas otro whisky, chico!—Mañana hablaremos de eso.Pero Amory no se dejaba disuadir,

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al menos con argumentos.—¿Nunca te entraron ganas de

hacerlo? —preguntó confidencialmente,pero en tono fuerte.

—¡Claro que sí!—¿A menudo?—Mi estado crónico.Eso provocó una discusión. Un

hombre dijo que a veces se sentía tandeprimido que lo había llegado a pensarseriamente. Otro estaba de acuerdo enque la vida no tenía objeto. El capitánCorn, que se había unido al grupo,sostuvo que se sentía eso siempre que lasalud de uno andaba mal. Amory sugirióque debían pedir otro Bronx, para

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mezclarlo con hielo y beberlo. Paraalivio suyo nadie aplaudió su idea; asíque, habiendo terminado su whisky,apoyó su barbilla en la mano y el codoen la mesa —la más delicada y apenasperceptible posición de dormir, según él— y cayó en un profundo sopor.

Fue despertado por una mujer que secolgaba a él, una mujer bonita, de pelooscuro y desordenado y profundos ojosazules.

—¡Llévame a casa! —dijo.—¡Hola! —dijo Amory,

parpadeando.—Me gustas —anunció ella

tiernamente.

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—Tú también.Se dio cuenta de que detrás había un

hombre escandalizando y que uno de sugrupo discutía con él.

—Chico, estaba con ese idiota —leconfío la mujer de los ojos azules—. Letengo asco. Quiero ir a casa contigo.

—¿Has bebido? —inquirió Amorycon gran sabiduría.

Ella asintió avergonzada.—Vete con él —le aconsejó

gravemente—. El te ha traído.En ese momento el hombre

escandaloso se liberó de los que leretenían y se aproximó a ellos.

—¡Oiga! —dijo fieramente—. Yo

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traje a esta mujer aquí, y usted se estáentrometiendo.

Amory le miró fríamente mientras lamuchacha se le arrimaba.

—¡Deje usted a esa chica! —gritó elhombre escandaloso.

Amory trató de poner ojosamenazadores.

—¡Vayase al infierno! —le dijofinalmente y volvió su atención hacia lamuchacha.

—Flechazo —sugirió él.—Te quiero —susurró ella,

arrimada a él. Tenía bonitos ojos.Se acercó uno para hablar al oído de

Amory.

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—Esta es Margaret Diamond. Habebido mucho, y ese hombre la trajoaquí. Es mejor dejarles juntos.

—¡Qué se ocupe de ella, entonces!—gritó Amory furiosamente—. ¿Acasosoy yo del Ejército de Salvación?

—¡Suéltala!—¡Es ella la que me tiene cogido!

¡Déjala!Alrededor de su mesa se agolparon

los curiosos. Hubo un instante en queestuvo a punto de estallar la bronca,hasta que un delicado camarero fuesoltando los dedos de MargaretDiamond del brazo de Amory; ella ledio al camarero una bofetada en la cara

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y corrió a refugiarse en los brazos de su,acompañante original.

—¡Oh, Señor! —gritó Amory.—¡Vamonos!—Vamos, que hay pocos taxis.—La cuenta, camarero.—Vamos, Amory. Tu romance ha

terminado.Amory rió.—No sabes qué verdad has dicho.

No tienes ni idea. Eso es lo malo.

Amory y el problema laboral

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Dos días después llamabadecididamente a la puerta del directorde la agencia de publicidad Bascomeand Barlow.

—¡Adelante!Amory entró vacilante.—Buenos días, Mr. Barlow.Mr. Barlow se colocó las gafas para

la inspección y entreabrió la boca comopara escuchar mejor.

—Bien, Mr. Blaine. No le hemosvisto en varios días.

—No —dijo Amory—. Me marcho.—Bueno, bueno, si…—No me gusta esto.—Lo siento. Creía que nuestras

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relaciones eran totalmente… agradables.Usted parecía buen trabajador, tal vez unpoco inclinado a escribir fantasías…

—Estoy cansado de esto —interrumpió Amory con rudeza—. No meimporta un comino si la harina deHarebell es mejor que cualquier otra.No la he comido nunca. Así que me hecansado de decírselo a la gente… Ya séque he estado bebiendo…

La cara de Mr. Barlow se endureciócon varios lingotes en su expresión.

—Usted quería una posición…Amory le hizo un gesto de silencio.—Y yo creo que estaba muy mal

pagado. Treinta y cinco dólares a la

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semana, menos que un buen carpintero.—Está usted empezando. No había

trabajado antes —dijo Mr. Barlowfríamente…

—Pero costó algo así como diez mildólares educarme para que pudieraescribir esas tonterías. Y en cuanto a laantigüedad, tiene usted aquímecanógrafas que cobran quince dólaresa la semana desde hace cinco años.

—Yo no tengo por qué discutir esosasuntos con usted —dijo Mr. Barlowlevantándose.

—Ni yo tampoco. Solamente queríadecirle que me marcho.

Se quedaron un momento mirándose

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impasibles hasta que Amory se volvió yabandonó la oficina.

Un breve descanso

Cuatro días después regresó por fin a suapartamento. Tom estaba metido en lareseña de un libro para The NewDemocracy, donde había encontradotrabajo. Durante un momento se miraronlos dos en silencio.

—¿Y bien?—¿Y bien?—Por Dios, Amory, ¿dónde te han

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puesto el ojo morado? ¿Y la mandíbula?Amory rió.—No es nada.Se quitó la chaqueta y le enseñó los

hombros.—Mira.Tom emitió un tenue silbido.—¿Quién te ha pegado?Amory rió de nuevo.—Oh, mucha gente. Me sacudieron

bien. De verdad. —Lentamente sevolvió a poner la camisa. Tenía quellegar tarde o temprano, y no queríaperderlo por nada del mundo.

—Pero ¿quién fue?—Bueno, unos cuantos camareros y

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una pareja de marineros y unos pocospeatones, supongo. Es la cosa másextraña. Deberías dejarte pegar paraconocer esa experiencia. Te caesenseguida, pero todo el mundo te pegaantes de que toques el suelo; y después,a patadas.

Tom encendió un cigarrillo.—Te he estado buscando todo el día

por la ciudad, Amory. Pero siempre metomas la delantera. Creí que estarías enalguna fiesta.

Amory se dejó caer en una silla ypidió un cigarrillo. —Estás despejadoahora, ¿no? —preguntó Tom consarcasmo.

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—Completamente despejado. ¿Porqué?

—Bueno, Alec nos ha dejado. Sufamilia insistía en que volviéramos a sucasa a vivir, así que…

Una punzada de dolor sacudió aAmory.

—¡Qué lástima!—Sí, una lástima. Tenemos que traer

a alguien si queremos seguir aquí. Hasubido el alquiler.

—Claro. Hay que traer a alguien. Lodejo en tus manos, Tom.

Amory se fue a su dormitorio. Loprimero que vio fue una fotografía deRosalind, que había querido enmarcar,

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encajada en el espejo de la cómoda. Lamiró sin emoción. En comparación conaquellas imágenes mentales tan vivas,que era todo lo que le quedaba, aquelretrato parecía irreal. Volvió a la sala.

—¿Tienes una caja de cartón?—No —respondió Tom, extrañado

—, ¿por qué había de tenerla? Sí, creoque hay una en el cuarto de Alec.

Amory encontró lo que andababuscando y, volviendo a su armario,abrió un cajón lleno de cartas, notas, unpedazo de cadena, dos pequeñospañuelos y algunas fotografías. Amedida que introducía todo aquello en lacaja, su memoria volvía a cierto pasaje

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de un libro donde el héroe, trasconservar un año un pedazo de jabón desu primer amor, terminaba por lavarselas manos con él. Se rió y empezó acanturrear Desde que te fuiste…, perose detuvo repentinamente…

La cuerda se rompió dos veces, peroal fin se las arregló para atarlo; dejó elpaquete en el fondo de su baúl, cerró latapa de un golpe y volvió a la sala.

—¿Vas a salir? —la voz de Tomtenía un tono lleno de ansiedad.

—Uuuh.—¿A dónde?—Vamos a cenar juntos.—Lo siento. Le dije a Sukey Brett

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que cenaría con él.—¡Ah!—Adiós.Amory cruzó la calle y se tomó un

whisky; luego se fue paseando hastaWashington Square, donde tomó unautobús. Bajó en la calle Cuarenta yTres y se fue paseando hasta el bar deBiltmore.

—¡Qué hay, Amory!—¿Qué vas a tomar?—¡Qué hay! ¡Camarero!

Temperatura normal

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El advenimiento de la prohibición, aqueldía «sedientoyuno», puso un repentinofin al hundimiento de Amory en suspenas; y cuando se despertó una mañanasabiendo que habían terminado aquellosdías de-bar-en-bar, ni sintióremordimientos por las últimas tressemanas ni pesar por no poderrepetirlas. Había adoptado el métodomás violento, aunque el más débil paraescudarse de las puñaladas de lamemoria; y a pesar de que no era unprocedimiento que pudiera recomendara otros, a la postre comprendió quehabía conseguido lo que buscaba: habíasuperado la primera oleada de dolor.

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¡No nos engañemos! Amory habíaquerido a Rosalind como no querría aninguna otra persona. Ella se habíahecho dueña de sus anhelos juveniles yde sus insondables profundidades, habíaextraído de él una ternura que a élmismo le sorprendía, una amabilidad ygenerosidad que Amory no habíademostrado con nadie más. Másadelante tuvo otras aventuras amorosas,pero de distinta naturaleza: con ellasvolvió a esa otra manera de ser, mástípica quizá, en la que la mujer noconstituía más que un espejo de sutalante. Rosalind había provocado en élmucho más que la admiración

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apasionada: guardaba hacia Rosalind unprofundo e imborrable afecto.

Pero a la hora del desenlace habíahabido tanta tragedia dramática,culminando en la arabesca pesadilla desus tres semanas de borracheras, queemocionalmente se encontraba exhausto.Aquellas gentes y lugares tan fríos ydelicadamente artificiosos, tal como éllos recordaba, le parecían una promesade refugio. Escribió un cuento bastantecínico basado en el funeral de su padre ylo envió a una revista, recibiendo acambio sesenta dólares y una demandade más cuentos del mismo tono. Estohalagó su vanidad, pero no le estimuló

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para un mismo esfuerzo.Leía mucho. Se sintió deprimido y

sorprendido por el Retrato del artistaadolescente; enormemente interesadopor Joan y Peter y El fuego inmortal; ybastante sorprendido por sudescubrimiento, gracias a un críticollamado Mencken, de algunas novelasamericanas excelentes: Vandover y elbruto, El castigo de Theron Ware yJennie Gerhardt. Mackenzie,Chesterton, Galsworthy, Bennett, de sergenios llenos de vida y sagacidad habíanpasado a ser unos meroscontemporáneos divertidos. La lejanaclaridad y brillante coherencia de Shaw,

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y los tenaces esfuerzos de H. G. Wellspor meter la llave de la simetríaromántica en la evasiva cerradura de laverdad, eran lo único que absorbía suatención.

Deseaba ver a monseñor Darcy, aquien había escrito cuando desembarcó,pero no tenía noticias de él; sabíaademás que una visita a monseñorsupondría contarle la historia deRosalind, y sólo el pensar que tenía querepetirla le llenaba de horror.

En su búsqueda de gente fría seacordó de la señora Lawrence, unaseñora inteligente y digna, convertida ala iglesia y muy pegada a monseñor.

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La llamó un día por teléfono. Sí, lerecordaba perfectamente. No, monseñorno estaba en la ciudad —creía ella queestaba en Boston—; había prometido ira almorzar a su casa cuando volviera.¿Podía Amory almorzar con ella?

—Creí que no se acordaría de mí,señora Lawrence —dijo bastanteambiguamente cuando llegó.

—Monseñor estuvo la semanapasada —dijo, lamentándolo, la señoraLawrence—. Tenía muchas ganas deverte, pero olvidó tus señas en casa.

—¿Se ha creído que me heconvertido al bolchevismo? —preguntóAmory interesado.

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—Oh, está pasando un momento muymalo. Está ocupadísimo.

—¿Por qué?—Por culpa de la república

irlandesa. Piensa que le falta dignidad.—¿Ah, sí?—Fue a Boston cuando llegó el

presidente irlandés y se llevó un grandisgusto porque los del comité derecepción, cuando paseaban en cocheabierto, sostenían del brazo alpresidente.

—No se le puede criticar por eso.—Bueno, ¿qué es lo que más te ha

impresionado del Ejército? Parecesmucho más viejo.

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—Se debe a otra batalla, másdesastrosa —dijo sonriendo a su pesar—. En cuanto al Ejército, vamos a ver,llegué a la conclusión de que el valordepende en gran medida de la formafísica en que uno se encuentre. Encontréque era tan valiente como mi vecino,cosa que antes me preocupaba.

—¿Qué más?—Bueno, la creencia de que el

hombre puede soportar cualquier cosa sise acostumbra a ella, y el hecho de quesaqué muy buena puntuación en elexamen psicológico.

La señora Lawrence se reía. Amoryencontraba un gran alivio en aquella

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casa fría de Riverside Drive, lejos de unNueva York mucho más denso, viciadopor el aliento de mucha gente en muypoco espacio. La señora Lawrence lerecordaba ligeramente a Beatrice, nopor su aspecto sino por su gracia ydignidad perfectas. La casa, elmobiliario, la manera como se servía lacena contrastaba con todo lo que habíaencontrado en otros lugares de LongIsland, donde los sirvientes eran tantorpes que era necesario apartarlos,incluso en las casas de las familias delUnion Club más conservadoras. Sepreguntaba si aquel aire de contenciónsimétrica, su gracia —que él reputaba

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continental—, se había filtrado a travésde todos los antepasados de NuevaInglaterra de la señora Lawrence o lahabía adquirido en sus largas estanciasen Italia y España.

Dos vasos de Sauterne durante lacomida soltaron su lengua, y se puso ahablar —con lo que el creía parte de suviejo encanto— de literatura y religión ylos amenazadores fenómenos del ordensocial. La señora Lawrence seencontraba ostensiblemente encantadacon él, y su interés se cifraba sobre todoen su manera de pensar; de nuevodeseaba él gente que gustara de sumanera de pensar; y pensaba que tras un

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breve lapso podría ser un bonito sitiodonde vivir.

—Monseñor Darcy piensa todavíaque eres su reencarnación y que tu fe seaclarará un día.

—Quizás —asintió él—. Ahora mesiento pagano. Solamente que a mi edadla religión no parece tener la menorimportancia en la vida.

Cuando salió de la casa se puso apasear por Riverside Drive con unsentimiento de satisfacción. Volvía a serdivertido discutir sobre temas comoaquel joven poeta, Stephen VincentBenet, o la república irlandesa. A causade las rancias acusaciones de Edward

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Carson y del juez Cohalan, estaba hartodel problema irlandés; y, sin embargo,en ciertos momentos sus rasgos celtashabían constituido los pilares de sufilosofía.

Parecía de repente que quedabamucho en la vida, a condición de queeste renacimiento de viejos intereses nosignificara que huía de nuevo de ellos,que huía de nuevo de la vida.

Inquietud

—Me siento muy viejo y estoy muy

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aburrido, Tom —dijo Amory un día,estirado cómodamente en el antepechode la ventana. Siempre se sentía más asu aire estando recostado.

—Antes de dedicarte a escribir erasmás divertido —continuó—. Ahoraguardas en secreto todas las ideas quecrees aprovechables para la imprenta.

La existencia había vuelto a unanormalidad sin ambiciones. Habíandecidido que con sus economías podíanmantener aquel piso del que Tom, másdoméstico que un gato, se sentía muyorgulloso. De Tom eran aquellosgrabados de caza ingleses, el tapiz deimitación, reliquia de los decadentes

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días del colegio, la gran profusión dehuérfanos candelabros y aquella sillatallada estilo Luis XV donde nadiepodía sentarse más de un minuto sinsentir agudos dolores en el espinazo;Tom suponía que se debían a que sesentaban sobre el espectro deMontespan; pero, como quiera quefuese, fue el mobiliario de Tom lo queles retuvo allí.

Salían muy poco; a veces al teatro oa cenar al Ritz o al Princeton Club. Conla prohibición las grandes reunioneshabían recibido una herida mortal, yapenas se encontraba en el bar delBiltmore, a las doce o a las cinco, gente

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simpática; ambos, Tom y Amory, habíansuperado su pasión de bailar con lasdebutantes del Medio Oeste o en elSalón Rosa del Plaza, aparte de que esorequería siempre varios cócteles «paraponerse al nivel intelectual de lasseñoras presentes», como Amory habíauna vez señalado a una horrorizadamatrona.

Últimamente había recibido Amoryvarias cartas alarmantes de Mr. Barton—la casa de Lake Geneva erademasiado grande para poderse alquilarcon facilidad; el mejor alquilerobtenible sólo servía para algo más quepara pagar las cargas fiscales y hacer

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las necesarias reparaciones—. De hechoel abogado venía a decir que todaaquella propiedad no era más que unapesada carga para Amory; pero él, apesar de que no le iba a producir uncéntimo en los próximos tres años,decidió por un vago sentimentalismo novenderla por el momento presente.

Aquel día en que anunció suaburrimiento a Tom fue uno de los mástípicos. Se había levantado a mediodía,había almorzado con la señoraLawrence y había vuelto a casaabstraído, en el piso alto de uno de susqueridos autobuses.

—¿Cómo no vas a estar aburrido?

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—bostezó Tom—. ¿No es ese el estadode ánimo normal de un joven de tu edady condición?

—Sí —dijo Amory especulando—,pero yo estoy más que aburrido; estoydesolado.

—La guerra y el amor te han dejadoasí.

—Bien —consideró Amory—, noestoy seguro de que la guerra tuvieragrandes consecuencias para ti o paramí…, pero evidentemente destruyó losviejos fundamentos, mató elindividualismo de nuestra generación.

Tom le miró sorprendido.—Sí, así es —insistió Amory—, no

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estoy seguro de que acabara con él entodo el mundo. Ay, Dios, qué placer erasoñar que uno podía llegar a ser un grandictador o escritor o un dirigentereligioso o político…, pero ahora nisiquiera un Leonardo da Vinci o unLorenzo de Médicis pondrían una picaen este mundo. La vida es demasiadovasta y compleja. El mundo ha crecidotanto que ya no puede mover sus dedos,y yo había pensado llegar a ser uno deesos dedos…

—No estoy de acuerdo contigo —interrumpió Tom—. Nunca hubohombres colocados en una postura detanta egolatría desde…, bueno, la

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Revolución Francesa.Amory estaba en violento

desacuerdo.—Estás confudiendo esta época, en

que cualquier idiota es un individualista,con un período de individualismo.Wilson sólo ha sido poderoso cuandorepresentaba; necesitaba comprometerseuna y otra vez. Y tan pronto comoTrotski y Lenin adopten una posturadefinida y consistente se convertirán endos figuras intrascendentes comoKerenski. Incluso Foch no tiene la mitadde significación que Stonewall Jackson.La guerra acostumbraba a ser laaventura más individualista del hombre;

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y, sin embargo, los héroes populares deesta guerra carecen de responsabilidad yautoridad: Guynemer y el sargento York.¿Cómo puede ser Pershing un héroe parael niño de la escuela? Un hombre ya notiene tiempo más que para estar sentadoy ser un gran hombre.

—¿Entonces crees que ya no habrámás héroes mundiales?

—Sí…, en la historia…, pero no enla vida. Carlyle encontraría grandesdificultades en recoger material para unnuevo capítulo: «El héroe en cuanto granhombre».

—Continúa. Hoy te escucho conmucho gusto.

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—La gente trata a toda costa hoy decreer en sus dirigentes. Pero tan prontocomo sale un reformador social, unpolítico, un soldado, un escritor o unfilósofo —un Roosevelt, un Tolstoi, unWood, un Shaw, un Nietzsche—, lacorriente de la crítica le arrastra. Dios,no hay hombre prominente que puedaaguantar hoy en día. Es el camino másseguro para el ostracismo. La gente secansa de oír el mismo nombre una y otravez.

—¿Y, según tú, la culpa es de laprensa?

—Totalmente. Piensa en ti mismo;estás en The New Democracy,

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considerado como el semanario másbrillante del país, leído por la gente quehace cosas y todo eso. ¿Qué es lo quehaces? Tratar de ser lo más inteligente,interesante y cínico acerca de cualquierhombre, doctrina, libro o política quetrates. Cuanto más calor, cuanto másescándalo eches al asunto, más tepagarán, más gente comprará el número.Tú, Tom D'Invilliers, un Shelleyfrustrado, cambiante, vacilante,inteligente, poco escrupuloso,representas la conciencia crítica de laraza… No, no protestes, me conozco elpaño. Yo también escribía recensionesen el colegio. Y consideraba un bonito

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deporte referirme al último y honestoesfuerzo que propugnaba una nuevateoría o un nuevo remedio «que porfortuna se venía a sumar a nuestrasligeras lecturas de verano». Vamos,confiésalo.

Tom reía y Amory continuó con airetriunfante.

—Queremos creer. Los estudiantesquieren creer en autores consagrados,los electores tratan de creer en losdiputados, los países tratan de creer ensus dirigentes, pero no pueden.Demasiadas voces, demasiada críticadesperdigada, ilógica, precipitada. Ytodavía es peor con los periódicos.

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Cualquier hombre rico y retrógrado, conesa mentalidad particularmenteacaparadora y adquisitiva propia delgenio de las finanzas, puede serpropietario de un periódico que es elalimento espiritual de miles de hombrescansados y apresurados, demasiadoocupados con sus negocios para podertragar otra cosa que ese bocado yadigerido. Por dos céntimos el votantecompra su política, prejuicios yfilosofía. Un año más tarde cambia elcorro de la política o el propietario deldiario; consecuencia: más confusión,más contradicción, la irrupción denuevas ideas, su adobo, su destilación,

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la reacción contra ellas…Se detuvo solamente para cobrar

aliento.—Por eso he jurado no poner una

palabra sobre el papel hasta tener lasideas claras. Bastantes pecados tengo enel alma para dedicarme a meterepigramas peligrosos y falsos en lacabeza de la gente; no quiero ser lacausa de que un pobre e inofensivocapitalista se líe con una bomba o quealgún pobre e inocente bolchevique seenrede con una ametralladora…

Tom empezaba a sentirse molestopor la censura a sus relaciones con TheNew Democracy.

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—¿Qué tiene que ver todo eso conque tú estés aburrido?

Amory consideraba que tenía muchoque ver.

—¿Y dónde encajo yo? —preguntó—. ¿Para qué sirvo? ¿Para propagar laraza? Según las novelas americanasdebemos creer que el «joven americanolleno de salud» entre los diecinueve yveinticinco años es un animal sin sexo.De hecho, es verdad que cuanto mássalud menos sexo. La única manera desalir de esto es algún interés violento.La guerra ha terminado; me tomodemasiado en serio la responsabilidadde un autor para ponerme a escribir; y

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los negocios, bien, los negocios hablanpor sí solos. No tienen nada que ver contodo lo que me ha interesado en estemundo excepto una ligera relaciónutilitaria con la economía. Todo lo queacierto a ver en ellos, perdido en un malempleo en los próximos diez y mejoresaños de mi vida, tiene el mismocontenido intelectual que una películapublicitaria.

—Ensaya la novela —sugirió Tom.—Lo malo es que me distraigo en

cuanto empiezo a escribir cuentos…, yme asusta escribirlos en lugar devivirlos… Me pongo a pensar que lavida me espera en los jardines

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japoneses del Ritz, en Atlantic City o enel bajo East Side. De cualquier manera—continuó—, no siento la necesidadvital. Quería ser un hombre normal, perola chica no podía comprenderlo de lamisma manera.

—Ya encontrarás otra.—¡Dios! Aparta esa idea. ¿Por qué

no me dices eso de «si la chica hubieravalido la pena te habría esperado?». No,señor, la mujer que realmente vale noespera a nadie. Si yo pensara que puedoencontrar otra, perdería mi fe en laespecie humana. Puede que me diviertacon otras…, pero Rosalind era la únicamujer en este ancho mundo a la que yo

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podía pertenecer.—Bueno —bostezó Tom—, ya he

hecho de confidente durante más de unahora. Pero me alegro de que vuelvas atener opiniones violentas contracualquier cosa.

—Yo también —confesó Amory condesgana—. Pero cuando veo una familiafeliz se me revuelve el estómago…

—Es lo que tratan de hacer lasfamilias felices —dijo Tom con bastantecinismo.

Tom el censor

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Otros días Amory se prestaba aescuchar. Eran días en que Tom,envuelto en humo, se dedicaba a haceruna carnicería de la literaturaamericana. Las palabras le faltaban.

—Cincuenta mil dólares al año —gritaba—. ¡Dios mío! Míralos, míralos:Edna Ferber, Gouverneur Morris, FannyHurst y Mary Roberts Rinehart no sonentre todos ellos capaces de produciruna novela que dure diez años. Y eseCobb ni siquiera creo que es inteligenteo divertido; y, lo que es peor, nadie locree, excepto los editores. Se hanemborrachado con la publicidad. Y…,¡ah!, Harold Bell Wright y Zane Grey…

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—Esos se esfuerzan, por lo menos.—No, ni siquiera ensayan. Algunos

saben escribir, pero ninguno se sienta aescribir una novela honrada. La mayoríano sabe escribir, lo admito. Creo queRuper Hughes trata de hacer una pinturafiel de la vida americana, pero su estiloy perspectiva son los de un bárbaro.Ernest Poole y Dorothy Canfieldensayan, pero su total falta de humor lesimpide todo, pues no llegan a matizarcon él su trabajo, aunque ponen en éstetodo lo que saben. Todo autor deberíaescribir su libro como si le fueran acortar la cabeza el día que lo terminara.

—¿Eso es double entente?

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—¡No me interrumpas! Unos pocosde ellos parecen tener cierta cultura,cierta información y una gran cantidadde ideas felices, pero no pueden escribirhonradamente; todos pretenden que nohay público para la buena calidad.¿Cómo demonio se explica que Wells,Conrad, Galsworthy, Shaw, Bennet y elresto dependan de América para lamitad de sus ganancias?

—¿Qué piensa Tommy de lospoetas?

Tom se sentía abrumado. Dejó caersus brazos, que colgaban por su silla, yemitió unos débiles gruñidos.

—Estoy escribiendo una sátira sobre

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ellos, titulada «Bardos de Boston ycríticos de Hearst».

—Vamos a escucharla —dijo Amoryimpaciente.

—Sólo he terminado las últimaslíneas.

—Eso es muy moderno. Vamos aoírlas si son divertidas.

Tom sacó del bolsillo un papelplegado y leyó en voz alta, deteniéndosea intervalos para que Amorycomprendiera que se trataba de versolibre.

Así puesWalter Arensberg,

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Alfred Kreymborg,Carl Sandburg,Louis Untermeyer,Eunicc TietjensClara Shanafelt,James Oppenheim,Maxwell Bodenheim,Richard Glaenzer,Scharmel Iris,Conrad Aitken,Coloco aquí vuestros nombrespara que podáis vivirtan sólo como nombres,malvas y sonoros nombres,en la juvenaliade mis ediciones escogidas.

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Amory reía a carcajadas.—Has ganado la violeta de acero.

Te invito a cenar por la arrogancia detus últimos versos.

Amory no estaba del todo deacuerdo con la purga que hacía Tom denovelistas y poetas americanos. Legustaban Vachel Lindsay y BoothTarkington y admiraba el trabajoconcienzudo, aunque endeble, de EdgardLee Masters.

—Lo que más odio es ese chocheoidiota de «Yo soy Dios, yo soy elhombre; yo manejo los vientos, veo através del humo; yo soy el sentido de lavida.»

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—Es detestable.—Y me gustaría que el novelista

americano dejara de empeñarse en hacerlos negocios románticamenteinteresantes. A nadie le divierte leersobre eso, a no ser que sean negociossucios. Si fuera tan interesante secomprarían la vida de James J. Hill y nouna de esas largas tragedias de oficinaque insisten tantas veces sobre elsignificado del humo…

—Y la sordidez —dijo Tom—, otrotema favorito, aunque admito que losrusos ostentan su monopolio. Nuestraespecialidad son los cuentos sobre niñasque se rompen el espinazo y son

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adoptadas, a causa de su sonrisa, por unviejo regañón. Se diría que somos unaraza de tarados sonrientes, y que el fincolectivo del campesino ruso es elsuicidio…

—Las seis —dijo Amory, mirandosu reloj de pulsera—. Te voy a dar unabuena cena a la salud de la juvenalia detus ediciones escogidas.

Mirando atrás

Todo julio sudaba con una últimasemana de calor, y Amory, en otra

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explosión de inquietud, recordó quehacía cinco meses que había conocido aRosalind. Sin embargo, le resultabadifícil representarse cómo aquel jovenanimoso había avanzado hacia semejantetrance, anhelando apasionadamente laaventura de la vida. Una noche en que elenervante y poderoso calor sederramaba por las ventanas de suhabitación, con inciertos esfuerzos luchódurante varias horas para inmortalizar laherida de aquel tiempo.

Las calles de febrero, barridas por elviento de noche, se llenan de extraños

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charcos casi intermitentes; lasparedes…, arruinadas bajo el brillo dela nieve que chapotea bajo los farolescomo aceite dorado de una divinamáquina en una hora de estrellas ydeshielo.

Extraños charcos, llenos de ojos demuchos hombres, saturados de una vidaen un momento de calma… Oh, yo erajoven, porque podía volver a ti, másfinita y más bella, para gustar los sueñosapenas recordados, dulces y nuevos entu boca:

Hubo un murmullo en el aire de lamedianoche: el silencio muerto; elsonido aún no había despertado. ¡La

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vida crujía como el hielo! Una notabrillante, y aparecías tú, radiante ypálida…, e irrumpía la primavera…(Los pequeños carámbanos, en losaleros; y la vacilante ciudad sedesvanecía.)

Nuestros pensamientos eran unahelada niebla a lo largo de las cornisas;nuestros espectros se besaron allá en loalto, entre un laberinto de cables; el ecode una risa apagada que sólo deja elvano suspiro de un deseo juvenil; a lascosas que ella amaba siguió una granpena que sólo dejó su cascara.

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Otro final

A mediados de agosto llegó una carta demonseñor Darcy quien, evidentemente,acababa de encontrar sus señas:

Querido hijo:Tu última carta me llenó de

preocupaciones por ti. No parecía tuya.Leyendo entre líneas tuve la impresiónde que tu compromiso con esa joven teestá haciendo muy desgraciado y que hasperdido esa capacidad de sentimientoque tenías antes de la guerra. Cometesun gran error si crees que puedes darte

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el lujo de ser romántico sin tenerreligión. A veces pienso que en nosotrosel secreto del éxito, cuando damos conél, reside en nuestro elemento místico:algo fluye de dentro que ensanchanuestra personalidad y que cuando seagota la obliga a encogerse; yo diría quetus últimas cartas están arrugadas. Tencuidado de no perderte en lapersonalidad de otro ser, sea hombre omujer.

Su eminencia el cardenal O'Neill yel obispo de Boston están pasando unatemporada conmigo, así que me resultadifícil encontrar un momento paraescribir; pero me gustaría que vinieras

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por aquí aunque sólo fuera un fin desemana. Esta semana me voy aWashington.

Todavía está en el alero lo que haréen el futuro. Entre nosotros te diré queno me sorprendería nada que en el plazode ocho meses descendiera sobre mihumilde cabeza el capelo cardenalicio.De cualquier forma me gustaría teneruna casa en Nueva York o enWashington, donde pudieras dejarte caerlos fines de semana.

Amory, estoy muy contento de quesigamos con vida; esta guerra podíahaber sido fácilmente el fin de unafamilia brillante. Pero con respecto al

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matrimonio estás pasando ahora por elperíodo más peligroso de tu vida.Podrías casarte apresuradamente yarrepentirte a poco, pero no creo que lohagas. Por lo que me dices acerca delcalamitoso estado de tus finanzas, lo quequieres resulta naturalmente imposible.Sin embargo, a juzgar por lasapariencias, yo diría que antes de un añotendrás algo parecido a una crisisemocional.

Escríbeme. Me molesta no tenernoticias tuyas.

Con el mayor afecto

Thayer Darcy

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A la semana de recibir esa carta, supequeño piso se vino abajo. La causainmediata residía en la grave yprobablemente crónica enfermedad de lamadre de Tom. Dejaron todo en unguardamuebles, dieron instruccionespara subarrendarlo y se estrecharon lasmanos tristemente en la PennsylvaniaStation. Amory y Tom siempre parecíanestarse diciendo adiós.

Sintiéndose muy solo, Amory sedejó llevar por un impulso y se marchóhacia el Sur para tratar de encontrar amonseñor en Washington. No seencontraron por unas pocas horas, asíque, decidido a consumir unos pocos

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días con un viejo tío, Amory viajó porlos lujuriantes campos de Marylandhacia Ramilly County. Pero en lugar dedos días su estancia se prolongó desdemediados de agosto hasta fines deseptiembre, porque en Marylandencontró a Eleanor.

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3. Joven ironía

Cuando, años después, Amory pensabaen Eleanor, le parecía todavía oír elviento que gemía a su alrededor,provocando pequeños escalofríos dentrode su corazón. La noche que subieronpor la pendiente para observar una lunafría que flotaba sobre las nubes, perdióuna parte de su ser que nunca podría serrestaurada; y, al tiempo que lo perdió,perdió asimismo el poder de lamentarlo.

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Eleanor fue —digamos— la última vezque el demonio se arrastró hasta Amorybajo la máscara de la belleza, el últimosobrehumano misterio que le embargabacon salvaje fascinación y golpeaba en sualma hasta hacerla pedazos.

Con ella se desataba su imaginación,y por eso subieron hasta la colina másalta, para observar una luna demoníaca,porque ambos sabían que podían ver eldemonio en los ojos del otro. Pero aEleanor, ¿la soñó Amory? Y muchodespués sus fantasmas seguían jugando,cuando ambos ya no anhelaban sino quesus almas no se volvieran a encontrar.¿Fue la infinita tristeza de sus ojos lo

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que le atrajo o el espejo que encontró enla alegre claridad de su mente, dondemirarse él? Ella no habría de tener otraaventura como la de Amory y, si leyeraesto, diría:

—Ni Amory tendrá otra aventuracomo la que vivió conmigo.

Ni había ella de suspirar más de loque él suspiró. Una vez Eleanor trató deponer todo esto en claro sobre el papel:

Esas cosas perdidas que sólonosotros sabemos

que hemos olvidado…dejado de lado…Deseos que se fundieron con la

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nievey sueños engendradoshasta hoy:aquel repentino amanecer que

saludamos entre risas,que todos podían ver, nadie

compartir,no será sino un amanecer…y si nos volvemos a verapenas nos cuidaremos de él.Querido…, no saldrá una lágrima

de todo esto…,y dentro de poconi la más leve penapor el recuerdo de un beso.Ni siquiera el silencio,

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si nos volvemos a ver,provocará los dorados fantasmas

vagabundos,o agitará la superficie del mar…Si surgen las sombras bajo la

espumano volveremos a amar.

Discutieron peligrosamente porqueAmory sostenía que «mar» y «amar» nose podían utilizar para una rima. Yademás Eleanor tenía parte de otroverso para el que no podía encontrarprincipio:

… pero la sabiduría pasa, aunque

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los añosnos alimentan de saber… Volverá

la edadhacia lo viejo, pero de nuestras

lágrimasapenas sabremos nada.

Eleanor odiaba a su Maryland natal,apasionadamente. Pertenecía a la másvieja de las viejas familias de RamillyCounty y vivía con su abuelo en una casagrande y sombría. Había nacido y sehabía educado en Francia…; pero meparece que voy por mal camino.Empecemos de nuevo.

Amory estaba aburrido, como

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acostumbraba a estarlo en el campo.Daba grandes paseos solo, recitandoUlalume por los campos de maíz yfelicitando a Poe por haber bebido hastamatarse en una atmósfera de sonrientecomplacencia. Una tarde que habíapaseado varias millas por un caminonuevo para él, se adentró en un bosque,mal aconsejado por una negra, y seperdió. Una tormenta pasajera terminópor descargar; el cielo se volvió negrocomo un pozo, y la lluvia comenzó amenudear a través de los árboles, altiempo que todo, para gran impacienciasuya, adquiría un repentino airefantasmal. El trueno extendía por el

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valle sus amenazadores ecos y arreciabapor los bosques con sus intermitentessalvas. Buscó a ciegas un camino desalida hasta que, a través de una mallade ramas torcidas, alcanzó a ver unlindero de los árboles donde el rayo lemostró el campo abierto. Corrió hacia ellindero del bosque, donde dudó siatravesar los campos o buscar refugio enuna pequeña casa señalada por unalejana luz en el valle. Sólo eran lascinco y media, pero apenas podía versus propios pasos, salvo cuando elrelámpago transformaba todo por unmomento en un escenario muy vivo ygrotesco.

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De repente llegó a sus oídos unextraño son. Era una canción, en una vozbaja y fuerte, una voz de mujer que,quien quiera que fuese, se hallaba muycerca de él. Un año antes podía haberseechado a reír… o temblar; pero en suestado de inquietud tan sólo se quedó aescuchar mientras las palabraspenetraban en su conciencia:

Les sanglots longsDes violonsDe l'automneBlessent mon coeurD'une langueurMonotone.

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El rayo partió el cielo, pero lacanción continuó sin una vacilación. Lamujer se hallaba evidentemente en elcampo, y la voz parecía llegar de unpajar a pocos metros de donde seencontraba el joven.

Entonces se cortó y empezó denuevo con un canto misterioso que seelevaba y descendía, y se mezclaba conla lluvia:

Tout suffocantEt bleme quandSonne l'heure,Je me souviensDes jours anciens

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Et je pleure…

—¿Quién demonio hay en RamillyCounty —preguntó Amory en alta voz—que recite Verlaine con una melodía taninapropiada a un pajar empapado?

—¡Hay alguien ahí! —gritó la voz,no alarmada—. ¿Quién es? ¿Manfred,San Cristóbal o la reina Victoria?

—¡Yo soy Don Juan! —gritó Amoryen un impulso, alzando la voz porencima del rugido de la lluvia y delviento.

Una divertida exclamación llegódesde el pajar.

—Ya sé quién eres: eres ese chico

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rubio al que le gusta Ulalume. Te hereconocido por la voz.

—¿Cómo puedo subir a esas alturas?—gritó al pie del pajar, completamenteempapado. Una cabeza apareció sobrela cumbre; estaba tan oscuro que Amorysólo pudo distinguir una mancha de pelomojado y dos ojos que brillaban comolos de un gato.

—Echa a correr desde un poco másatrás —dijo la voz—; salta y yo tecogeré la mano. No, ahí no; por el otrolado.

Siguiendo sus instrucciones saltó porencima del montón hundiendo su rodillaen la paja hasta que una mano blanca le

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agarró y le ayudó a encaramarse.—Ya estás aquí, Juan —dijo la del

pelo mojado—. ¿Te importa que te apeedel Don ?

—¡Tienes el pulgar igual al mío! —exclamó él.

—Y tú me tienes cogida la mano, locual es muy peligroso sin haber visto micara —Amory la soltó rápidamente.

Como respuesta a sus rogativas llegóun rayo, y él miró con gran ansiedad aaquella que permanecía sobre la pajamojada, a tres metros sobre el suelo.Pero se había tapado la cara y no viomás que una figura esbelta, un pelooscuro, mojado y revuelto y dos

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pequeñas y blancas manos con lospulgares echados hacia atrás como losde él.

—Siéntate —sugirió ellaamablemente, al tiempo que la oscuridadse hacía más intensa—. Si te sientasfrente a mí en ese agujero te puedo dejarla mitad del impermeable. Lo estabausando como tienda de campaña cuandome interrumpiste.

—Se me rogó… —dijo Amoryalegremente—, tú me rogaste… ya losabes.

—Don Juan siempre se justifica dela misma manera —dijo ella, riendo—,pero no te llamaré más Juan porque

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tienes el pelo rubio. A cambio puedesrecitar Ulalume y yo seré Psique, tualma.

Amory enrojeció sin que, porfortuna, se notara gracias al velo deviento y lluvia. Estaban sentados unofrente al otro en un pequeño hueco en lapaja, cubiertos en parte por elimpermeable, y el resto expuesto a lalluvia. Amory trataba desesperadamentede ver a Psique, pero el rayo rehusóalumbrar de nuevo, de forma queesperaba con gran impaciencia. ¡SantoDios! ¡Suponer que no era una belleza,que podía ser una pedante cuarentona,cielos! Suponer, solamente suponer, que

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estaba loca. Pero él comprendía queesto último no era ni siquiera digno. LaProvidencia le enviaba una muchachapara divertirle, de la misma manera quehabía enviado gente que asesinara aBenvenuto Cellini; y se preguntaba siestaría loca, porque eso era exactamentelo que cuadraba con su ánimo.

—No lo estoy —dijo ella de pronto.—No estás ¿qué?—Loca. Yo no pensé que estabas

loco la primera vez que te vi y no meparece justo que tú lo pienses de mí.

—¿Pero cómo demonios…?Mientras se conocieron Eleanor y

Amory podían tratar de un tema y dejar

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de hablar de él manteniendo unpensamiento definido sobre ello en susmentes para, diez minutos después,hablar en alta voz y descubrir quehabían seguido los mismos canales queles habían conducido a una ideaparalela, una idea que otros habríanreputado como completamentedesconectada con la inicial.

—Dime —la interpeló Amoryinclinándose hacia ella anhelantemente—, ¿cómo sabes lo de Ulalume? ¿Cómosabes el color de mi pelo? ¿Qué estabashaciendo aquí? ¡Dímelo de una vez!

Súbitamente estalló el rayo con unresplandor desacostumbrado, y al fin vio

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a Eleanor y contempló sus ojos porprimera vez. Oh, era maravillosa; unapálida piel, del color del mármol a laluz de las estrellas, unas cejas finas yunos ojos verdes que brillaban comoesmeraldas de deslumbrante fulgor. Erauna bruja, de unos diecinueve años —pensó—, alerta y soñadora, y con esalínea blanca sobre el labio superior,propia de la mentirosa, que era a la vezuna delicia y una debilidad. Se tumbósobre el muro de paja con un suspiro.

—Ya me has visto —dijo ellatranquilamente—, y supongo que vas adecir que mis ojos verdes te estánquemando el cerebro.

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—¿De qué color es tu cabello? —lepreguntó él con interés—. ¿Es ondulado,no?

—Sí, es ondulado. Pero no sé de quécolor es —respondió ella, divertida—.Me lo han preguntado tantos hombres…Es normal, supongo. Nadie se fija en micabello. Tengo los ojos bonitos, ¿no? Nome importa lo que digas, tengo los ojosbonitos.

—Responde a mi pregunta,Madeline.

—No la recuerdo; y además minombre no es Madeline, es Eleanor.

—Debía haberlo supuesto. Te sientabien Eleanor; tienes aire de Eleanor. Ya

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sabes lo que quiero decir.Hubo un silencio mientras

escuchaban la lluvia.—Se me está metiendo por el cuello,

amigo lunático —dijo ella finalmente.—Responde a mis preguntas.—Bien, mi nombre es Savage,

Eleanor; vivo en una casa vieja y grandea una milla de aquí; con un parientepróximo que debe ser avisado, miabuelo —Ramilly Savage—; altura, unmetro sesenta y cinco; número del reloj,3077 W; nariz aquilina y delicada;temperamento enigmático…

—Y a mí —interrumpió Amory—¿dónde me viste?

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—Oh, tú eres uno de «esos»hombres —dijo ella con arrogancia—que siempre tienen que meter su yo en laconversación. Pues bien, hijo mío, lasemana pasada estaba detrás de un setotomando el sol cuando se acercó unhombre diciendo de manera agradable yvanidosa:

Y ahora que la noche agoniza(dice él)

Y las estrellas apuntan a lamañana,

Al final del camino un líquido(dice él)

Y nebuloso brillo ha nacido.

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Así que levanté los ojos por encima delseto, pero tú echaste a correr por algunarazón desconocida, y sólo pude ver laparte de atrás de tu hermosa cabeza».«Oh», me dije, «he ahí un hombre por elque muchas de nosotras podríamossuspirar», y continué en mi mejorirlandés…

—Muy bien —interrumpió Amory—. Volvamos de nuevo a ti.

—Así lo haré. Soy de esa clase depersonas que se pasea por el mundodespertando emociones en los demáspero recibiendo a cambio muy pocas,excepto las que leo en los hombres ennoches como ésta. Tengo el valor social

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necesario para salir a escena, pero mefalta la energía; no tengo paciencia paraescribir libros; y nunca me heencontrado un hombre con quiencasarme. Con todo, sólo tengo dieciochoaños.

La tormenta iba remitiendosuavemente, y solamente el vientomantenía su soplo espectral, haciendovacilar el pajar. Amory estaba en trance.Sentía que todos los momentos eranpreciosos. Nunca había encontrado unamuchacha como aquella…, y nuncaparecería la misma. No se sentía comoun actor en escena, el sentimientoapropiado en una situación anormal,

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sino que le parecía volver a casa.—He tomado una gran decisión —

dijo Eleanor, tras otra pausa— y es porlo que estoy aquí, para responder a tupregunta. Acabo de decidir que no creoen la inmortalidad.

—¿De verdad? ¡Qué banal!—Terriblemente banal —respondió

ella—, pero deprimente hasta la másnegra depresión. He venido paramojarme como una gallina. Las gallinasmojadas tienen una gran claridad dejuicio —concluyó ella.

—Sigue —dijo Amory amablemente.—Bueno, como no me asusta la

oscuridad, me puse el impermeable y las

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botas y me vine aquí. Ya ves, yo antessiempre tenía miedo de decir que nocreía en Dios por temor de que me podíacaer un rayo, y aquí estoy sin que mehaya caído ninguno; pero lo importantees que no tenía más miedo que el añopasado cuando era de la CienciaCristiana. Ahora ya sé que soy unamaterialista; estaba fraternizando con lapaja cuando saliste tú del bosque,muerto de miedo.

—Eh, tú, desgraciada —gritó Amoryindignado—, ¿muerto de miedo de qué?

—De ti mismo —dijo ella, y élsaltó. Ella palmeaba y reía—. Mira,mira: a la conciencia… ¡mátala como

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yo! Eleanor Savage, materialista,poquito a poco…

—Pero yo necesito un alma —objetóél—. No puedo ser racional y no quieroser molecular.

Ella se inclinó hacia él, siempre consus ojos como brasas, y le susurró conuna especie de romántica conclusión:

—Lo pensaba, Juan, me lo temía…Eres un sentimental. No eres como yo.Yo soy una pequeña románticamaterialista.

—No soy un sentimental… y soy tanromántico como tú. La cosa es que,como tú sabes, las personassentimentales creen que las cosas

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durarán, mientras que los románticostienen una desesperada confianza en queno duren. (Era una vieja distinción deAmory.)

—Epigramas. Me vuelvo a casa —dijo ella tristemente—. Vámonos deaquí, paseando hasta el cruce.

Lentamente bajaron del pajar. Ellano permitió que le ayudara; y,apartándolo, con un gracioso saltoalcanzó el blando barro donde se sentópor un instante, riéndose de sí misma.Luego se acercó a él; y, metiendo lamano entre las suyas, marcharon depuntillas por los campos, saltando porentre los charcos. Una trascendental

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delicia parecía brillar en ellos, pues sehabía levantado la luna, y la tormenta sehabía marchado hacia el occidente deMaryland. Cuando el brazo de Eleanorle tocó, sus manos se helaron con mortalterror de perder el sombrío pincel conque su imaginación pintaba maravillasde ella; ella era una fiesta y una locura,y él deseaba que su destino se limitara asentarse con ella para siempre sobre supajar y ver pasar la vida a través de susojos verdes. Su paganismo se elevóaquella noche; y cuando elladesapareció en la carretera como unespectro gris, de los campos surgió unaprofunda canción que le acompañó hasta

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su casa. Toda la noche, las mariposas deverano revolotearon alrededor de laventana de Amory; toda la noche, suavessonidos se balancearon en místicoéxtasis sobre el fondo de plata, mientrasél permanecía despierto en la clarapenumbra.

Septiembre

Amory eligió cuidadosamente una briznade hierba y la mordisqueócientíficamente.

—Nunca me enamoro en agosto o

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septiembre —anunció.—Entonces, ¿cuándo?—En Navidad o en Pascua. Estoy

por la liturgia.—¡Pascua! —ella arrugó la nariz—.

¡Uf! ¡Primavera en ciernes!—La Pascua traerá la primavera,

¿no? La Pascua lleva trenzas y un trajede corte.

Ponte las sandalias, oh tú, la másligera.

Sobre el veloz esplendor de tuspies…

Citó Eleanor dulcemente y añadió:

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—Supongo que el Halloween le vamejor al otoño que el día de Acción deGracias.

—Mucho mejor…, y la Nochebuenava muy bien al invierno, pero elverano…

—El verano no tiene un día —dijoella—. No es posible tener un amor deverano. Lo ha intentado tanta gente quese ha convertido en un lugar común. Elverano no es más que la promesa nocumplida en la primavera, un charlatánen lugar de las noches embalsamadascon que se sueña en abril. Es unaestación triste en la que nada crece…No tiene un día.

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—El 4 de julio —sugirió Amory consarcasmo.

—¡Qué gracioso! —ella le fulminócon la mirada.

—Entonces, ¿con qué se puedecumplir la promesa de la primavera?

Ella meditó un momento.—Oh, creo que con el cielo si

existiera —dijo finalmente—, unaespecie de cielo pagano; deberías sermaterialista —continuóirreverentemente.

—¿Por qué?—Porque te pareces mucho a los

retratos de Rupert Brooke.En cierta medida Amory trataba de

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imitar a Rupert Brooke en su trato conEleanor. Todo lo que decía, sus actitudespara la vida, hacia ella y hacia él mismoeran puros reflejos del estilo literariodel fallecido inglés. A menudo ella sesentaba sobre la hierba; un vientoperezoso jugaba con su corto pelo, y suvoz fuerte recorría toda la escala desdeGrantchester a Waikiki. Había algo muyapasionado en Eleanor cuando leía envoz alta. Ambos parecían más unidos,física y mentalmente, cuando leían quecuando ella estaba en sus brazos, lo queera muy a menudo, pues casi desde elprimer momento se enamoraron. Pero¿era Amory capaz de amar? Podía como

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siempre recorrer todas las emociones enmedia hora; pero incluso cuando seentretenían con sus ilusiones, él sabíaque no era capaz de sentir lo que habíasentido antes; y supongo que por esarazón se volvieron hacia Brooke ySwinburne y Shelley. Su suerte estaba enpoder hacer de todo algo acabado, fino,rico e imaginativo; la imaginación de ély la de ella estaban entrelazadas pordelicados tentáculos de oro quereemplazaron a aquel grande y profundoamor que nunca estuvo tan cerca, quenunca como entonces fue tal sueño.

Leían un poema una y otra vez:«Triunfo del tiempo», de Swinburne,

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cuatro versos del cual seguían despuéscolgando en su memoria en las nochescálidas, mientras contemplaban lasmariposas de luz alrededor de lostroncos crepusculares y escuchaban elapagado croar de muchas ranas.Entonces Eleanor parecía surgir de lanoche para acercarse a él y escuchar suvoz ronca, con el tono de un tamborenguatado, que repetía:

¿Merece una lágrima, merece unahora

Pensar en las cosas idas:Cascaras sin fruto y flores

fugitivas.

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El sueño perdido y el hechofrustrado?

Fueron presentados oficialmente dosdías después, y su tía le contó la historiade ella. Los Ramilly eran dos: el viejoMr. Ramilly y su nieta, Eleanor. Ella sehabía criado en Francia con una madreinquieta, que para Amory se parecíamucho a la suya, a cuya muerte habíavuelto a América, para vivir enMaryland. Al principio había ido aBaltimore a vivir con un tío soltero,donde se empeñó en ser puesta de largoa los diecisiete años. Pasó un inviernoloco y, tras enfadarse con todos sus

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parientes de Baltimore, que protestaronescandalizados, llegó al campo enmarzo. Había surgido una gente frenéticaque bebía cócteles en coches abiertos yse sentía condescendiente y protectorapara con la gente mayor; y Eleanor, conun esprit que recordaba el bulevar,conducía a muchos inocentes, quetodavía atufaban a St. Timothy yFarmington, por los caminos del vacíobohemio. Cuando la historia llegó aoídos de su tío, un olvidadizo caballerode una época más hipócrita, se produjouna escena de la que salió Eleanorsometida; pero, rebelde e indignada, fuea buscar refugio junto a su abuelo que

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rondaba por el campo, al borde de lasenilidad. Tal fue por el momento todala historia; el resto se lo contó ellamisma, más tarde.

Se bañaban a menudo en el río; y, alflotar perezosamente en el agua, Amorycerraba su mente a todos lospensamientos excepto a los de una tierrade pompas de jabón, bañada por el sol através de unos árboles inflados deviento. ¿Quién podía pensar opreocuparse o hacer cualquier cosaexcepto zambullirse, nadar y bucear enel borde del tiempo mientras seconsumían los meses de las flores?Dejar pasar los días mientras tristeza,

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memoria y dolor seguían existiendofuera; y antes de volver a encontrarsecon ellos deseaba, una vez más, dejarsellevar y ser joven.

Había días en que Amory sentía quela vida había experimentado un continuoprogreso a lo largo de un camino que seextendía ante su vista, con un paisajeque cambiaba y se mezclaba, por unaserie de rápidas y desconectadasescenas: dos años de sudor y sangre,aquel repentino y absurdo instintopaternal que había despertado Rosalind,la cualidad mitad sensual mitadneurótica de aquel otoño con Eleanor.Comprendía que iba a necesitar todo el

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tiempo, mucho más del que podíadisponer, para pegar aquellas extrañas yenojosas imágenes en el álbum de suvida. Todo parecía un banquete a dondese le invitaba durante media hora de sujuventud para disfrutar de los platos másbrillantes y epicúreos.

Tímidamente se prometía unmomento para reunir todas aquellaspiezas juntas. Durante meses le parecíahaber alternado entre ser conducido poruna corriente de amor y fascinación ohaber sido abandonado por la marea; yen las épocas de marea en vez de pensarprefería que le envolviese la ola paraarrojarle de nuevo.

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—Este otoño desesperado queagoniza y nuestro amor ¡qué bienarmonizan! —exclamó un día Eleanortristemente, tendidos junto al agua.

—El verano judío de nuestroscorazones… —se interrumpió.

—Dime —dijo ella finalmente—,cómo era, ¿rubia o morena?

—Rubia…—¿Era más guapa que yo?—No lo sé —dijo Amory

lacónicamente.Una noche paseaban mientras se

levantaba la luna, derramando gloriasobre el jardín convertido en el país delas hadas donde Amory y Eleanor,

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oscuras formas fantasmales, expresabanla eterna belleza de los amores de losduendes. Abandonaron la claridad de laluna por la enrejada oscuridad de unapagoda de enredaderas, poblada dearomas tan quejumbrosos que casiparecían musicales.

—Enciende un fósforo —susurróella—, quiero verte.

¡Chasquido! ¡Resplandor!La noche y los rugosos troncos

parecían el escenario de una comedia; yestar allí con Eleanor, sombría e irreal,le recordaba algo familiar. Amorypensaba que era tan sólo el pasado, másextraño e increíble cada día. La cerilla

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se apagó.—Está tan negro como un pozo.—Ahora no somos más que voces —

murmuró Eleanor—, pequeñas vocessolitarias. Enciende otro.

—Era el último.De repente la cogió en sus brazos.—Eres mía, ya sabes que eres mía

—gritó salvajemente… La luna se filtróa través de las enredaderas, y sepusieron a escuchar… Las mariposasvolaban alrededor de sus murmulloscomo para contemplar la gloria queirradiaban sus ojos.

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El final del verano

—No hay viento que mueva la hierba; nohay viento que se mueva… El agua… enlos estanques ocultos, como el cristal,frente a la luna llena, que clava su oroen su masa de hielo —cantaba Eleanor alos árboles, esqueletos de la noche—.¿No parece esto espectral? Si eres capazde llevar el caballo vamos a cruzar elbosque para buscar los estanquesocultos.

—Ya es más de la una, y te vas abuscar un disgusto —objetó él, dándolesuavemente con la fusta—. Puedes dejarese podenco en nuestro establo, que yo

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te lo enviaré mañana.—Pero mi tío me tiene que llevar

mañana a las siete de la mañana a laestación con ese podenco.

—No seas aguafiestas…, recuerdaque tienes tal tendencia a vacilar que teimpide ser el faro de mi vida.

Amory llevó el caballo junto a ella einclinándose la tomó de la mano.

—Dime que lo soy, de prisa, o tesaco de ahí y te llevo a la grupa.

Ella le miró, sonrió y sacudió lacabeza con excitación.

—¡Hazlo! No, no lo hagas. ¿Por quétodas las cosas excitantes son tanincómodas: luchar, explorar o esquiar en

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Canadá? A propósito, tenemos quellegar a Harper's Hill. De acuerdo conel programa, llegaremos a eso de lascinco.

—Bruja del demonio —gruñóAmory—. Me vas a obligar a estar todala noche de pie y dormir mañana en eltren como un emigrante, hasta NuevaYork.

—¡Chist! Alguien viene por elcamino, ¡vamos! ¡Uuhjuuh! —Y con ungrito que probablemente hizo estremeceral retrasado caminante, dirigió elcaballo hacia los bosques, y Amory lasiguió lentamente, como la habíaseguido todos los días durante tres

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semanas.El verano había terminado mientras

él había consumido sus días observandoa Eleanor, un Manfred gracioso y fácil,construyendo castillos en el airemientras ella se divertía con losartificios de su temperamental juventudy ambos escribían poesía en la mesa delcomedor.

Cuando vanidad besó a vanidad, hace deeso un centenar de dichosos junios, él sequedó sin aliento y —toda la gente losabe— aparejó sus ojos con la vida ycon la muerte:

—¡Guardaré mi amor a través del

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tiempo! —dijo él…; pero la belleza sedesvaneció con su susurro y, encompañía de sus amantes, apareciómuerta…

—Antes su ingenio que sus ojos,antes su arte que su pelo.

«El que sepa los trucos de la rimadebe ser cauto y pensar antes de acabarel soneto». Y así todas mis palabras —tan ciertas sin embargo— puedencantarte durante un millar de junios sinque nadie llegue a saber que fuiste labelleza de una tarde.

Así escribió Amory una noche, alconsiderar qué fríamente se acuerda uno

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de la dama negra de los sonetos y quépoco se la recuerda de la forma que elgran hombre pretendía que se larecordara. Ya que lo que Shakespearehabía pretendido, para ser capaz deescribir con tan divina desesperación,era que la dama sobreviviera…, y ahorano existe verdadero interés por ella…La ironía estriba en que si se hubieracuidado más del poema que de la damahabría resultado un poema banal,retórica imitativa que nadie leería alcabo de veinte años…

Era la última noche que Amory veíaa Eleanor. El se iba de mañana, y habíanacordado dar una larga cabalgata de

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adiós, al fresco claro de luna. Ella dijoque quería hablar, quizá la última vez ensu vida que podía ser racional (ellaquería decir: tener una posecómodamente). Y se fueron hacia losbosques y cabalgaron durante mediahora sin pronunciar una palabra aexcepción de aquel «¡Maldita!» con quese dirigió a una inoportuna rama, de unaforma imposible para cualquier otramujer…, hasta que alcanzaron Harper'sHill con sus fatigados caballos.

—Dios mío, ¡qué tranquilo está esto!—susurró ella—. Mucho más solitarioque los bosques.

—Detesto los bosques —dijo

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Amory, con un estremecimiento—,cualquier clase de follaje o maleza porla noche. Aquí es tan abierto que elespíritu está a gusto.

—La larga pendiente de la largacolina.

—Y la fría luna vertiendo suresplandor.

—Y tú y yo, lo último y másimportante.

Era una noche tranquila. El caminoque siguieron hasta el borde de la lomaera poco frecuentado. Alguna cabaña deun negro, plateada a la luz de la luna,rompía el horizonte de la tierra desnuda;quedaba atrás el oscuro linde del

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bosque, como una capa de chocolatesobre el blanco bizcocho, y delante,aquel agudo y elevado horizonte. Hacíamucho frío, tanto frío que les hizoolvidar las cálidas noches pasadas.

—El final del verano —dijo Eleanordulcemente—. Escucha el ruido de loscascos: pum-pum, pum-pum. Cuandotienes fiebre, ¿no sientes que todos losruidos se reducen al pum-pum, hastallegar a creer que la eternidad tambiénse reduce a muchos pum-pum? Yo losiento así, como los viejos caballos quehacen pum-pum… Creo que es la únicacosa que nos separa de los caballos ylos relojes. Los seres humanos no

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pueden reducirse al pum-pum sinvolverse locos.

Refrescó la brisa, y Eleanor, altiempo que se estremecía, se envolvióen su capa.

—¿Tienes frío? —preguntó Amory.—No, estoy pensando en mí misma,

mi negro yo interior, el único real, conesa fundamental honradez que meinforma de mis muchos pecados y meimpide ser completamente malvada.

Cabalgaban al borde del acantiladoy Amory se detuvo a mirar. En el puntodonde terminaba la cascada, treintametros más abajo, una oscura corrientedibujaba una línea sutil rota por los

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destellos del agua veloz.—¡Qué mundo podrido, qué mundo

podrido! —exclamó de pronto Eleanor—, y lo peor de todo soy yo. ¿Por quéseré mujer? ¿Por qué no seré unestúpido…? Fíjate en ti; tú eres másestúpido que yo, no mucho más, pero síalgo más, y tú puedes divertirte yaburrirte y volverte a divertir; yentretenerte con las mujeres sin caer enla red de los sentimientos, y hacercualquier cosa que esté justificada; y encambio yo, con una cabeza suficientepara hacer cualquier cosa, amarrada albarco de un matrimonio futuro que ha denaufragar. Si naciera dentro de cien

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años, bueno fuera; pero ahora, ¿qué meestá reservado? Me tengo que casar, seda por sabido. ¿Con quién? Soydemasiado inteligente para la mayoríade los hombres, y, sin embargo, tengoque descender a su nivel y dejarlescuidar mi intelecto para atraer suatención. Cada año que tarde en casarmepierdo una oportunidad de conseguir unhombre de primera categoría. Comomucho puedo elegir en una o dosciudades y, naturalmente, me casaré conun smoking. Escucha —se acercó a él—,me gustan los hombres inteligentes y debuen aire, y nadie se preocupa de lapersonalidad más que yo. Sólo una

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persona de cada cincuenta sospecha loque es el sexo. Estoy harta de Freud ytodo eso; pero es una porquería que todo«verdadero» amor en el mundo seanoventa y nueve por ciento de pasión yuna leve sospecha de celos —terminótan abruptamente como había empezado.

—Naturalmente, tienes razón —accedió Amory—. Es una fuerzabastante desagradable peropoderosísima que es parte de todo elmecanismo. Es como un actor que tepermite ver sus trucos. Espera unmomento que piense…

Se detuvo en busca de una metáfora.Habían dejado el acantilado y

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cabalgaban por la carretera, a unosquince metros a su izquierda.

—Todo el mundo tiene una capa conla que taparse. Los intelectos mediocres,la segunda clase de Platón, utilizan losresiduos de la caballerosidad románticamezclados con sentimientosVictorianos…, y nosotros que nosconsideramos intelectuales, noscubrimos con ellos pretendiendo que esotro aspecto de nuestro ser que nadatiene que ver con nuestros brillantescerebros; y pretendemos además que elhecho de reconocerlo así nos absuelvede ser su presa. Pero la verdad es que elsexo está en el centro de nuestras más

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puras abstracciones, tan cerca queempaña la visión… Ahora te puedobesar y te… —sobre su silla se inclinóhacia ella, pero ella se apartó.

—No puedo, no puedo besarte eneste momento. Soy demasiado sensible.

—Eres demasiado estúpida —declaró él con impaciencia—. Lainteligencia no es más protección para elsexo que las convenciones…

—Cuál de ellas —exclamó Eleanor—. ¿La Iglesia Católica o las máximasde Confucio?

Amory la miró muy sorprendido poraquella salida.

—Esta es tu panacea, ¿no? —gritó

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ella—. Oh, tú también eres un viejohipócrita. Miles de clérigos ceñudos quecelan sobre los degenerados italianos olos analfabetos irlandeses, arrepentidoscon sus sermones sobre el sexto ynoveno mandamientos. No son más quecapas, colorete espiritual y sentimental,panaceas. Te diré que no hay Dios, nisiquiera una abstracta y definidabondad; así que todo lo tiene que hacerel individuo y para el individuo quelleva en su blanca frente como la mía, ytú eres demasiado pedante paraadmitirlo —soltó las riendas y levantólos puños hacia las estrellas—. Si hayun Dios, que me hiera, ¡qué me mate!

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—Estás hablando de Dios a lamanera de los ateos —dijo Amorymordazmente. Su materialismo, una capamuy delgada, había quedado hechopedazos por la blasfemia de Eleanor.Ella lo sabía, y a él le molestaba que losupiera—. Y como la mayoría de losintelectuales que no encuentran la feconveniente —continuó él fríamente—,cómo Napoleón y Oscar Wilde y losdemás de tu especie, clamarás por unsacerdote en tu lecho de muerte.

Eleanor detuvo en seco su caballo, yél se paró a su lado.

—¿Qué haré yo eso? —preguntó ellacon una extraña voz que le asustó—.

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¿Qué haré yo eso? ¡Mira! ¡Voy a saltarsobre el acantilado! —y antes de quepudiera impedirlo se había vueltogalopando a rienda suelta hacia el bordede la meseta.

Corrió tras ella, su cuerpo como elhielo, los nervios de punta. No habíaposibilidad de detenerla. La luna sehabía ocultado tras una nube y sucaballo marchaba ciegamente. Entoncesa unos tres metros del acantilado ellalanzó un grito y cayó de lado delcaballo, dando vueltas hasta que sedetuvo en unos matorrales en el mismoborde. El caballo se abalanzó al vacíocon un agudo relincho. Al instante,

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Amory estaba junto a Eleanor cuyos ojosseguían abiertos.

—¡Eleanor! —gritó.Ella no respondió, pero se movieron

sus labios, y sus ojos se llenaron conrepentinas lágrimas.

—Eleanor, ¿estás herida?—No, no lo creo —dijo con voz

apagada y empezó a llorar—. ¿Murió elcaballo?

—¡Dios mío, sí!—¡Ay! —empezó a gemir y a gritar

—. Vi el precipicio abierto a mis pies.Pensé que iba a caer en él. No sabía…

La ayudó a incorporarse y la alzósobre su caballo. Emprendieron la

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vuelta a casa, Amory andando y ellainclinada sobre la silla, llorandoamargamente.

—Creo que tengo una vena de locura—musitó ella—; es la tercera vez quehago cosas como ésta. Cuando mi madretenía once años se volvió…, se volvióloca…, completamente loca. Vivíamosen Viena…

Todo el camino de vuelta estuvohablando entrecortadamente de símisma, y el amor de Amory sedesvaneció lentamente al mismo tiempoque la luna. En la puerta de su casafueron a darse el habitual beso debuenas noches; pero ni ella podía correr

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a sus brazos ni éstos se abrieron pararecibirla, como la semana anterior.Durante un minuto permanecieronquietos, odiándose mutuamente conamarga tristeza. Como Amory sólo sehabía amado a sí mismo en Eleanor, loúnico que ahora odiaba era un espejo.Sus gestos se desvanecieron en el pálidoamanecer como vidrios rotos. Lasestrellas habían desaparecido hacía unrato, y en el silencio sólo quedabanbreves ráfagas suspirantes de viento…,pues las almas desnudas serán siemprecosas miserables. El se volvió pronto asu casa, con las nuevas luces que traía elsol.

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Un poema que Eleanor envióa Amory varios años después

Aquí terrenal, sobre el murmullodel agua,

Repitiendo su música ysoportando su luz,

Concebido el día como la hijarisueña y radiante…

Aquí podemos susurrar,despreocupados de la noche.

Paseando solos…, ¿era con elesplendor con quien íbamos

Al fondo del tiempo, cuando elverano suelta su cabellera?

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Sombras que amamos, restos quecubrían el suelo

Con místicos tapices, pálidos enel aire exhausto.

Fue aquel día… y la noche fueotra historia,

Pálida como un sueño, dibujadade árboles en sombra,

Los espectros del cielo queanhelaban su gloria,

Nos hablaban de paz en la brisatriste.

Nos hablaban de una fe muertaque el día había roto,

La deuda que debíamos pagar al

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judío usurero.

Aquí, el sueño más profundo,junto al agua que no trae

Nada del pasado que necesitemosrecordar.

Si la luz no es más que sol y lacorriente no canta.

Seguimos juntos, a lo queparece… Así te amé…

¿Qué guardaba aquella noche,concluido el verano,

Al devolvernos a casa en lavacilante llanura?

¿Qué escudriñaba a oscuras en eltrébol fantasmal?

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¡Dios!…, hasta que se agitó tusueño…, y tuvimos miedo…

Bien…, todo ha pasado… a lacrónica del temor.

Un raro metal del meteoro que seperdió en el cielo;

Terrenal, el incansable cansado yextendido junto al agua.

Cerca de la incompresibleinconstante que soy…

El temor es un eco de la hija de laseguridad;

Ya no somos más que caras yvoces… y pronto, ni eso,

susurrando amores al murmullo

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del agua…Juventud, la moneda que compró

delicias a la luna.

Un poema que Amory envió aEleanor y que tituló«Tormenta de verano»

Vientos suaves, una canciónapagada, hojas que caen,

Vientos suaves; y más lejos, unarisa apagada…

La lluvia, y sobre el campo unavoz que llama…

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Una nube gris corre y se levanta,Se desliza sobre el sol, se agita y

flotaCon sus hermanas. La sombra de

una palomaCae sobre el corral. El árbol se

llena de alas.Y en el valle, entre árboles

llorones,Vuela la negra tormenta trayendoCon su aire nuevo el aliento de

mares hundidosY el esbelto y tenue rayo…

Pero yo espero…Espero las brumas y las lluvias

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negras,Un viento fuerte que descorrerá el

velo del destino,Un viento suave que peinará tu

pelo;Y de nuevoMe desgarran; me enseñan y

derraman su aire.Sobre mí, vientos conocidos y una

tormenta.

Fue un verano en que la lluvia erarara.

Una estación de vientos cálidos…ahora me adelantas en la niebla…

tu pelo

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Empapado de lluvia, labioshúmedos curvados

Con feroz ironía, alegredesesperación

Que te hizo envejecer antes deconocernos;

Fantasmal vagabas por la lluvia.Entre los campos, entre las flores

sin tallo.Con tus viejos anhelos, hojas y

amores muertos,Oscura como un sueño, pálida por

todas las horas.(Murmullos que se arrastran en la

creciente oscuridad…El tumulto que muere entre los

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árboles.)

Y la nocheArranca de su húmedo pecho la

blusa manchadaDel día, se tiende en las colinas

que sueñan lágrimas,Para cubrir con su pelo el verde

amedrentado…Amor en la penumbra…, después

en el resplandor;Los árboles, tranquilos hasta sus

copas…, serenos…Vientos suaves, y más lejos una

risa apagada…

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4. El sacrificio arrogante

Atlantic City. Amory caminaba agrandes pasos por el muelle al final deldía, arrullado por el incansable mecerde las olas, aspirando el casi fúnebrearoma de la brisa salobre. El mar,pensaba, había atesorado sus recuerdoscon mayor hondura que la tierra infiel.Todavía parecía hablarle de galerasnoruegas que hendían los mares delmundo bajo los estandartes de aves de

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presa, o de acorazados británicos,baluartes grises de la civilización, quenavegaban a través de la niebla del mardel Norte en un oscuro julio.

—¡Vaya, Amory Blaine!Amory miró hacia la calle de abajo.

Un coche de carreras muy bajo se habíadetenido, y una alegre cara familiarasomaba del asiento del conductor.

—¡Ven aquí, perdido! —gritó Alec.Amory hizo un saludo y

descendiendo tres escalones de maderase acercó al coche. Él y Alec se habíanestado viendo de vez en cuando, pero labarrera de Rosalind se interponía entreellos. Y lo lamentaba, porque sentía

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perder a Alec.—Mr. Blaine; Miss Waterson, Miss

Wayne y Mr. Tully.—¿Cómo están?—Amory —dijo Alec exuberante—,

sube y te llevaremos a un sitio apartadopara darte un trago de Bourbon.

Amory lo pensó.—No es mala idea.—Sube. Córrete un poco, Jill, y

Amory te dedicará una encantadorasonrisa.

Amory se acomodó en el asientotrasero junto a una ostentosa rubia, delabios vermellón.

—Hola, Doug Fairbanks —dijo ella

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con petulancia—: ¿Hacías ejercicio obuscabas compañía?

—Contaba las olas —contestóAmory con gravedad—. Últimamente mededico a la estadística.

—No te burles, Doug.Cuando llegaron a una calle poco

frecuentada, Alec detuvo el coche entregrandes sombras.

—¿Qué estás haciendo estos días,Amory? —preguntó, al tiempo quesacaba una botella de un cuarto deBourbon de debajo de la manta de piel.

Amory declinó la respuesta. Dehecho, no tenía razones para ir a lacosta.

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—¿Te acuerdas de aquella ocasiónen que vinimos, en segundo año? —preguntó a su vez.

—¡Cómo no!; cuando dormíamos enlas terrazas en Asbury Park.

—¡Dios, Alec! Es duro pensar queDick, Jesse y Kerry están todos muertos.

Alec se estremeció.—No hables de eso. Estos días de

otoño me deprimen. Jill parecía estar deacuerdo.

—Doug parece un poco triste —comentó ella—. Dile que beba a gusto.Es bueno y escaso en estos días.

—Lo que quiero preguntarte, Amory,es dónde paras…

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—Pues, en Nueva York, supongo…—Quiero decir esta noche, porque si

no tienes habitación es mejor que tevengas con nosotros.

—Encantado.—Mira, Tully y yo tenemos dos

habitaciones con un baño en el Ranier,pero Tully se va a Nueva York y yo noquiero trasladarme. La cuestión es:¿quieres ocupar su habitación?

Amory accedió. Y cuanto antes, sipodía ser.

—Encontrarás la llave en laconserjería. Las habitaciones están a minombre.

Volvía a estar en la marea baja, en

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un profundo y letárgico golfo, sin elmenor deseo de trabajar o escribir, deamar o disiparse. Por primera vez en suvida deseaba que la muerte se llevara atoda su generación, borrando susmezquinas fiebres y luchas y alegrías. Sujuventud nunca había de parecer tandesvanecida como ahora, el contrasteentre la extrema soledad de esta visita yaquella tumultuosa y alegre excursión decuatro años antes. Todas las cosas quehabían constituido los más simpleslugares comunes de su vida de entonces,un sueño profundo, el sentido de labelleza que le rodeaba, todos susdeseos, habían volado para dejar un

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vacío que sólo se llenaba con la granindiferencia de su desilusión.

«Para retener a un hombre, la mujerha de recurrir a lo peor que hay en ella».Tal sentencia constituía la tesis de lamayoría de sus malas noches; y ésta —mentía— había de ser una de ellas. Sumente ya había empezado a desarrollarciertas variaciones sobre el tema.Incansable pasión, feroces celos, unanhelo de poseer y aplastar, era todo loque había dejado su amor por Rosalind;constituían el pago por la pérdida de sujuventud, amargo calomelanos bajo ladelgada capa del dulce de su exaltaciónamorosa.

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En la habitación se desnudó y seenvolvió en las mantas, para tomar elaire fresco de octubre hundido en unsillón junto a la ventana abierta.

Recordaba un poema que había leídounos meses antes:

¡Ay viejo corazón restañado quetanto hiciste por mí.

He malgastado mis añosnavegando por los mares!…

Pero no tenía idea de lo que podríahaber perdido, idea de la esperanzapresente que implica el desperdicio.Sentía que la vida lo había rechazado.

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—¡Rosalind, Rosalind! —pronunciólas palabras dulcemente en la penumbrahasta que ella pareció filtrarse en lahabitación. La brisa marina humedeciósu pelo; el borde de la luna cortó elfirmamento, y las oscuras cortinas sevolvieron fantasmales. Cayó dormido.

Cuando despertó era muy tarde ytodo estaba tranquilo. La manta se habíadeslizado de sus hombros, y su pielestaba húmeda y fría.

Entonces se dio cuenta de que dosvoces estaban cuchicheando a pocosmetros de él.

Se puso rígido.—¡No hagas ruido! —era la voz de

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Alec—. Jill, ¿me oyes?—Sí—suspiró muy bajó, muy

asustada. Estaban en el baño. Entoncesllegó a sus oídos un sonido más alto dealguien que andaba por el pasillo. Erauna mezcla de voces de hombres y unrepetido golpe de nudillos. Amory sequitó las mantas y se acercó a la puertadel baño.

—¡Dios mío! —repitió la voz de lamuchacha—. Tienes que dejarlesentrar.

—Chist.De repente empezó una continua e

insistente llamada en la puerta delvestíbulo de Amory, y simultáneamente

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salió del baño Alec, seguido de lamuchacha de labios vermellón. Ambosestaban en pijama.

—¡Amory! —un ansioso susurro.—¿Qué pasa?—Los detectives del hotel. Dios

mío, Amory, están buscando la prueba…—Bueno, déjales entrar.—No comprendes. Me pueden meter

en la cárcel de acuerdo con la ley Mann.La muchacha se había quedado atrás,

ofreciendo una figura bastante patética ymiserable en la oscuridad. Amory buscóun plan rápidamente.

—Arma un poco de alboroto ydéjales entrar —sugirió ansiosamente—

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mientras yo la saco a ella por estapuerta.

—También entrarán aquí. Miraránpor esta puerta.

—¿No puedes dar un nombre falso?—No. Dejé mi nombre en el hotel;

además habrán tomado la matrícula delcoche.

—Di que estás casado.—Jill dice que uno de los detectives

la conoce.La joven se había echado sobre el

lecho, escuchando horrorizada lasllamadas que se habían convertido engolpes. Llegó la voz del hombre,enojado e imperativo.

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—¡Abran la puerta o la echamosabajo!

En el silencio, cuando calló la voz,Amory comprendió que en la habitaciónhabía otras cosas además de la gente…,alrededor y sobre la figura acurrucadaen la cama colgaba un aura, una tela dearaña color de luna, manchada con vinoflojo y rancio, un horror extendiéndoseconfuso sobre ellos tres…, y sobre laventana, entre las agitadas cortinas habíaalgo más, irreconocible y carente derasgos pero extrañamente familiar… Almismo tiempo se presentaban juntos dosgraves casos para Amory; y todo aquelloocupó en tiempo real menos de diez

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segundos.El primer hecho que alumbró su

comprensión fue la gran impersonalidaddel sacrificio; se dio cuenta de que loque llamamos amor u odio, premio ocastigo, tiene tanto que ver con ellocomo el día del mes. De pronto recordóuna historia de sacrificio que había oídoen el colegio: alguien había falseado susexámenes; su compañero de cuarto, enun arranque de sentimientos, habíarecabado para sí todas las culpas; acausa de la vergüenza, todo el futuro delinocente parecía condenado a la pena yal fracaso, acentuados por la ingratituddel verdadero culpable. Finalmente se

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suicidó, y al cabo de los años se supotodo. Por aquel entonces la historiahabía asombrado y preocupado aAmory. Y ahora comprendía la verdad:el sacrificio no era la compra de lalibertad. Era como un deber electivo,como heredar un poder; y para ciertasgentes y en ciertas épocas, un lujoesencial que no acarreaba ni garantía niresponsabilidad ni la menor seguridad,sino un riesgo enorme. Su propiaimportancia es capaz de arruinar acualquiera; y cuando ha pasado la olaemocional que lo hizo posible, puededejar a aquel que lo hizo, abandonado ysolo en una isla de desesperación.

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… Amory sabía que en lo sucesivoAlec le odiaría por lo mucho que habíahecho por él…

… Todo eso se presentó a Amorycomo un libro abierto, mientras ante él,y especulando sobre él, estaban aquellasdos fuerzas jadeantes, atentas: el aura detela de araña que envolvía a lamuchacha y aquella cosa familiar junto ala ventana.

El sacrificio por naturaleza esvanidoso e impersonal; el sacrificio seráeternamente arrogante.

«No lloréis por mí; llorad más bienpor vuestros hijos.»

Así —pensaba Amory— le habría

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hablado Dios.Amory sintió un brote de alegría, y

entonces, inmediatamente, se desvanecióel aura sobre la cama; la sombradinámica de la ventana —tan cercahabía estado que la podía nombrar—permaneció por un momento hasta que labrisa pareció llevársela fuera de lahabitación. Cerró los puños con extáticaexcitación… Los diez segundos habíanpasado…

—Haz lo que te digo, Alec, haz loque te digo. ¿Comprendes?

Alec le miraba mudo, su cara era unretrato de la angustia.

—Tú tienes una familia —continuó

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Amory tranquilamente—. Tienes unafamilia, y es importante que salgas deésta. ¿Me oyes? —Le repitió claramentelo que había dicho—. ¿Me oyes?

—Te oigo —su voz delataba un granesfuerzo, sus ojos no dejaban a Amory.

—Alec, métete en la cama. Si entraalguien hazte el borracho. Haz lo que tedigo o probablemente tendrás quevértelas conmigo.

Durante un momento se miraronrecíprocamente. Amory se acercó alescritorio, recogió su cartera e hizoseñas perentorias a la joven. Oyó a Alecdecir algo así como «cárcel» y, seguidode Jill, se metieron en el baño echando

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el cerrojo a la puerta.—Tú estás conmigo —dijo

severamente—. Recuerda que has estadoconmigo toda la noche.

Ella asintió, lanzando un chillidoahogado.

Al instante abrió la puerta de la otrahabitación y entraron tres hombres.Hubo una inundación de luz y Amory sequedó en el centro de la habitaciónparpadeando.

—¡Está usted jugando con fuego,joven!

Amory rió.—¡Vaya!El jefe del trío hizo una seña

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autoritaria a un hombre corpulento conun traje a cuadros.

—Está bien, Olson.—Comprendo, Mr. O'May —dijo

Olson, asintiendo. Los otros dos echaronuna mirada curiosa al cuarto y seretiraron, cerrando la puerta con enfado.

El hombre corpulento miró a Amorycon desprecio.

—¿No ha oído usted hablar nunca dela ley Mann? Venir aquí con ella —señaló a la mujer con el pulgar—, conun coche de matrícula de Nueva York, aun hotel como «éste»… —movió lacabeza como para dar a entender quehabía hecho todo lo posible por Amory,

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pero que no había nada que hacer.—Bueno —dijo Amory—, ¿qué

quiere que hagamos?—Vístase de prisa y dígale a su

amiga que no haga mucho escándalo. —Jill sollozaba ruidosamente en la cama,pero ante esas palabras se calló yrecogiendo sus ropas se metió en elcuarto de baño. Mientras Amory seembutía los pantalones de Alec, pensabaque su actitud para con la situación eraagradablemente humorística. Laagraviada virtud del hombre corpulentoprovocaba su risa.

—¿Hay alguien más? —preguntóOlson, tratando de parecer inflexible.

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—El amigo que tomó lashabitaciones —contestó Amorynegligentemente—. Está borracho comouna cuba, durmiendo desde las seis.

—Voy a echarle una ojeada.—¿Quién le dijo que estábamos

aquí?—El sereno lo vio entrar con esta

mujer.Amory asintió; Jill salió del baño,

vestida pero desaliñada.—Vamos —dijo Olson, sacando una

agenda—, díganme sus nombresverdaderos, nada de John Smith y MaryBrown.

—Espere un momento —dijo Amory

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tranquilamente—. A ver si deja ese tonode matón. Nos ha sorprendido y nadamas.

Olson le miró despectivamente.—¿Su nombre? —balbuceó.Amory dio su nombre y sus señas de

Nueva York.—¿Y ella?—Miss Jill…—Oiga —gritó indignado—, basta

ya de juegos. ¿Cuál es su nombre?¿Sarah Murphy? ¿Minnie Jackson?

—¡Oh, Dios mío! —gritó la joven,llevándose las manos a la cara, envueltaen lágrimas—. No quiero que mi madrelo sepa, no quiero que mi madre lo sepa.

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—¡Vamos!—¡Cállese! —gritó Amory a Olson.Hubo una pausa.—Stella Robins —balbuceó

finalmente—. Lista de Correos, Rugway,New Hampshire.

Olson cerró su cuaderno y miró a losdos deliberando.

—El hotel tiene derecho de informara la Policía, y usted iría a la cárcel portraer a una joven de otro Estado conpropósitos inmorales… —Se detuvopara que considerasen la majestad desus palabras—. Pero… el hotel no lohará.

—No quiere aparecer en los

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periódicos —gritó Jill con fiereza—.¡Vamonos! ¡Uf!

Un gran alivio, rodeaba a Amory. Sedio cuenta de que estaba a salvo; y sóloentonces pudo apreciar la enormidad deaquello en que había incurrido.

—Sin embargo —continuó Olson—,entre los hoteles se protegen mutuamentemediante una asociación. Hay mucho deesto y por eso tenemos con losperiódicos un acuerdo paraproporcionarle a usted publicidadgratuita. No aparecerá el nombre delhotel sino cuatro líneas para informarque usted se ha metido en un pequeño líoen Atlantic City. ¿Comprende?

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—Comprendo.—Usted se libra por poco, por muy

poco, pero…—Vámonos —dijo Amory

abruptamente—. Salgamos de aquí. Nonecesitamos un discurso de despedida.

Olson se introdujo en el baño ylanzó una mirada de trámite a un Alectranquilo. Apagó las luces y les siguió.Cuando se metieron en el ascensorAmory pensó en una bravuconada perola dejó pasar. Tocó a Olson en el brazo.

—¿Le importaría quitarse elsombrero? Hay una dama en el ascensor.

Olson se quitó el sombrerolentamente. Hubo un par de minutos

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desagradables bajo las luces delvestíbulo mientras el sereno y unosclientes trasnochadores les miraban concuriosidad; la joven vestida de manerachillona y la cabeza gacha, y el apuestojoven con su mandíbula prominente; elcaso era obvio. Y el frío de afuera, elaire salobre era aún más fresco y agudo,al tiempo que se insinuaba la mañana.

—Pueden coger uno de esos taxis —dijo Olson, señalando la emborronadasilueta de dos coches cuyos conductoresdebían dormitar en el interior.

—Adiós —dijo Olson, metiéndosela mano en el bolsillo de manerasugerente; pero Amory dio un bufido y,

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cogiendo a la joven del brazo, le dio laespalda.

—¿Dónde dijiste que nos llevara?—preguntó ella cuando marchaban porla calle en penumbra.

—A la estación.—Si ese tipo escribe a mi madre…—No lo hará. Nadie sabrá nada a

excepción de nuestros amigos yenemigos.

Rompía el amanecer encima del mar.—Está amaneciendo —dijo ella.—Sí, es verdad —asintió Amory de

manera crítica, y tras pensarlo otra vez—: Casi es hora de desayunarse,¿quieres comer algo?

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—Comer —dijo ella con una alegrerisa—. La comida echó a perder lafiesta. Pedimos que nos enviaran unagran cena a las dos de la mañana; peroAlec no le dio propina al camarero y elmuy cochino debió dar el soplo.

El abatimiento de Jill parecíahaberse esfumado con mayor rapidezque las sombras de la noche.

—Hazme caso —dijo ella conénfasis—; cuando quieras hacer una deesas fiestas apártate del alcohol ycuando quieras emborracharte, apártatedel dormitorio.

—Lo tendré en cuenta.Llamó por el cristal y se detuvieron

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ante un restaurante que no cerraba entoda la noche.

—¿Alec es buen amigo tuyo? —preguntó Jill, mientras se encaramabanen los taburetes y, apoyaban sus codosen la barra.

—Antes lo era. Probablemente noquerrá volver a verme y no sabrá porqué.

—Fue una locura cargar con susculpas. ¿Es tan importante? ¿Es másimportante que tú?

Amory rió.—Eso está por verse —respondió

—. Esa es la cuestión.

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El hundimiento de variospilares

Dos días después, de vuelta en NuevaYork, Amory encontró en el periódico loque había estado buscando —unadocena de líneas en las que se informabaa quien pudiera interesarle que Mr.Amory Blaine, quien «dio sus señas,etc.», había sido requerido paraabandonar la habitación de su hotel enAtlantic City por compartirla con unamujer que no era su esposa.

Sus dedos se pusieron a temblarporque inmediatamente arriba había un

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párrafo más largo cuyas primeraspalabras eran:

«El señor y la señora Leland R.Connage anuncian el compromiso de suhija, Rosalind, con el señor J. DawsonRyder, de Hartford, Connecticut…».

Arrojó el diario y se tumbó en lacama con una sensación de miedo que loahogaba y se le hundía en la boca de suestómago. La había perdido,definitivamente. Hasta entonces habíaacariciado una profunda esperanza deque algún día ella le necesitara y lebuscara, llorando por su error, clamandoque le dolía el corazón por el daño queella le había causado. Nunca más

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volvería a darse el sombrío placer deesperarla —no a esa Rosalind, una másdura, más vieja— ni siquiera a la mujerrota y vencida que su imaginación letraía en el umbral de sus cuarenta años.Amory la había deseado joven, la frescafragancia de su cuerpo y de su espíritu,todo lo que ella había decidido venderde una vez para siempre. En lo que a élse refería, Rosalind había muerto.

Un día después llegó de Chicago unaescueta carta de Mr. Bartoninformándole que, como quiera que otrastres compañías de tranvías habíanpasado a manos de los empleados, nopodía esperar más remesas de dinero.

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Por último, una noche deslumbrante dedomingo, le llegó un telegramainformándole de la repentina muerte demonseñor Darcy, cinco días antes.

Entonces comprendió qué eraaquella sombra que había vislumbradoentre las cortinas de la habitación deAtlantic City.

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5. El ególatra se convierteen un personaje

Duermo a mucha profundidadcon viejos deseos, antes

contenidos,clamando por la vida con un grito,como moscas oscuras en la

antigua puerta:y así, en busca de un credocorro tras los días afirmativos…para encontrar la vieja monotonía:

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interminables avenidas de lluvia.

¡Oh, si me pudiera levantar denuevo

y arrojar el calor de un vinoviejo!,

volver a ver la nueva mañana enel cielo,

las torres de fantasía, línea sobrelínea;

descubrir en cada reflejo del aireun símbolo, no un nuevo sueño…para encontrar la vieja monotonía:interminables avenidas de lluvia.

Bajo la marquesina de cristal del teatro,

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Amory contemplaba, inmóvil, cómorompían las primeras grandes gotas delluvia para convertirse en manchasoscuras sobre las baldosas de la acera.El aire se hizo gris y opalino; una luzsolitaria señaló de repente una ventana;luego otra y un ciento más que bailabany vacilaban. Bajo sus pies, un espeso yacerado reflejo se volvió amarillo; en lacalle las luces de los taxis lanzabandestellos sobre el pavimento negro. Elinoportuno noviembre habíaperversamente robado la última hora deldía para encerrarla en aquella viejaguarida, la noche.

El silencio del teatro tras él terminó

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con un curioso estruendo, seguido de losmurmullos de una muchedumbre y lascharlas de muchas voces. La matinéehabía terminado.

Sin salirse de la marquesina que loprotegía de la lluvia, Amory se hizo a unlado para dejar pasar a la gente. Un niñosalió corriendo, husmeó el aire frío yhúmedo y se subió las solapas delabrigo; salieron tres o cuatro parejascon gran prisa; luego un grupodesperdigado que mirabainvariablemente primero a la callemojada, luego a la lluvia en el aire y porfin a un cielo lúgubre; luego una densamasa de gente que le deprimió con el

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fuerte olor a tabaco de los hombres y lafétida sensualidad de los polvos de lasmujeres. Tras la masa, otro grupo suelto;una media docena de rezagados; unhombre con muletas; y, finalmente, eltableteo de los asientos plegables quedelataba el trabajo de losacomodadores.

Nueva York no parecía despertarsesino volver a la cama. Hombres pálidosque corrían, subiéndose el cuello delabrigo; un enjambre de cansadas ychillonas dependientas de almacén,saturado de gritos y risas estridentes,tres debajo de un paraguas; pasó unpiquete de policías, milagrosamente

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protegidos bajo sus impermeables.La lluvia proporcionaba a Amory un

sentimiento de abandono, y losnumerosos aspectos desagradables de lavida de ciudad sin dinero le venían a lacabeza en amenazadora procesión. Elhorrible y pestilente hacinamiento delmetro; esos viajeros que se empujanentre sí, mirando de soslayo como losborrachos que te cogen el brazo paracontarte su historia; el fastidioso temorde que alguien no esté precisamenteapoyándose en ti: un hombre que hadecidido no ceder su asiento a una mujery la odia por eso; la mujer que le odiapor no hacerlo; y lo peor, esa escuálida

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fantasmagoría del aliento y de la ropavieja sobre los cuerpos humanos, y elolor de los alimentos que come la gente;cuando menos, solamente la gente,caliente, fría, cansada, preocupada.

Amory se imaginaba lashabitaciones donde todos esos seresvivían, los desconchados de papelespintados como grandes flores repetidassobre un fondo amarillo o negro, lostubos de estaño y los sombríos pasillossin plantas y los horribles patiostraseros; donde incluso el amor sedisfrazaba de seducción. Un sórdidoasesinato en la esquina, una ilícitamaternidad en el piso de arriba. Y

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siempre la angustia económicairrespirable en el invierno, y los largosveranos, sudorosas pesadillas entreparedes pegajosas…, suciosrestaurantes donde la gente cansada ydescuidada se ayudaba mutuamente arevolver el azúcar con sus propiascucharillas de café, dejando en elazucarero depósitos duros y oscuros.

No era todo tan malo donde habíasólo hombres o sólo mujeres; era dondese mezclaban tan vilmente donde todoparecía podrido. Era ya una vergüenzaque las mujeres se despreocuparan deque los hombres las vieran tan cansadasy pobres; a los hombres sólo les

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procuraba algún disgusto verlascansadas y pobres. Era mas sucio quecualquier campo de batalla que él habíavisto; era más duro de contemplar que lamás dura situación hecha de lodo, sudory peligro; era una atmósfera dondenacimiento, matrimonio y muerte erancosas repugnantes, secretas eindeseables.

Recordaba que un día en el metrohabía entrado un botones con una grancorona de flores para un funeral; cómola fragancia de las flores habíarepentinamente refrescado el aire yproporcionado un momentáneo alivio atodo el coche.

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«Detesto a la gente pobre» —pensaba Amory—. «Los odio por serpobres. Puede que alguna vez haya sidobella la pobreza, pero ahora es unaporquería. Es la cosa más fea delmundo. Es esencialmente más limpio sercorrompido y rico que ser inocente ypobre». Le parecía ver todavía unafigura cuyo significado le habíaimpresionado: un joven bien vestidomirando desde la ventana de un club dela Quinta Avenida y diciendo algo a sucompañero con aire de malestar.Probablemente, pensaba Amory, lo quele decía era: «¡Dios mío! ¡Qué horriblees la gente!»

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Nunca había pensado antes en lagente pobre. Pensaba con cinismo quecarecía de toda simpatía por el serhumano. O'Henry había encontrado entreesa gente romance, pathos, amor, odio…Amory sólo veía grosería, inmundicias yestupidez. No se acusaba a sí mismo:nunca más se había de reprochar porsentimientos que eran naturales ysinceros. Aceptaba sus reacciones comouna parte de sí mismo, incambiable einmoral. La misma pobrezatransformada, magnificada, unida acierta grandeza y a una actitud más dignapodía constituir un día su problema;pero por el momento presente sólo

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provocaba un profundo malestar.Paseaba por la Quinta Avenida

evitando las ciegas y negras amenazasde los paraguas; delante de Delmonico'ssubió a un autobús. Abrochándose elabrigo subió al piso de arriba paraviajar en soledad a través de aquellalluvia fina y persistente, en permanentealerta por la fría humedad que inundabasus mejillas. En algún lugar de su menteempezó una conversación, que prontoacaparó su atención. No se componía dedos voces sino de una sola que hacía laspreguntas y las respuestas.

Pregunta: Bueno. Veamos ¿en quésituación estás?

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Respuesta: Me quedan alrededor deveinticuatro dólares en total.

P: Te queda la finca de LakeGeneva.

R: Pero quiero conservarla.P: ¿Tienes para vivir?R: No puedo imaginar que sea

incapaz de vivir. En los libros la gentehace dinero, y yo puedo hacer todo loque hace la gente en los libros.Realmente es lo único que puedo hacer.

P: Defínete.R: No sé qué haré… ni tengo

demasiada curiosidad. Mañana me voyde Nueva York. No es ciudad buena, amenos que se esté en la cumbre.

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P: ¿Quieres tener mucho dinero?R: No. Solamente me da miedo ser

pobre.P: ¿Mucho miedo?R: Bastante miedo.P: ¿Hacia dónde vas?R: ¡No me preguntes!P: ¿Acaso no te importa?R: Bastante. No quiero cometer un

suicidio moral.P: ¿No te queda ya ningún interés?R: Ninguno. Ya no tengo una virtud

que perder. Así como un puchero que seenfría despide calor, así a lo largo denuestra juventud y adolescenciadespedimos calorías de virtud. Es lo que

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se llama ingenuidad.P: Una idea interesante.R: Por esa razón «un hombre

descarriado» atrae a la gente. Se sitúana su alrededor y literalmente «secalientan» con las calorías de virtud quedespide. Sarah hace una observaciónmuy normal, y todas las caras sonríenencantadas: «¡Qué inocente es estapobre chica!» Todos se calientan con suvirtud. Pero Sarah, que ha visto lasonrisa, nunca volverá a hacer unaafirmación parecida. Después de eso sesiente un poco más fría.

P: Todas tus calorías, ¿se handisipado?

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R: Todas. Empiezo a calentarme conlas virtudes de otros.

P: ¿Estás corrompido?R: Creo que sí. No estoy seguro. Ya

nunca estaré seguro acerca del bien y elmal.

P: ¿Lo consideras una mala señal?R: No necesariamente.P: ¿En qué se demuestra la

corrupción?R: En ser realmente insincero; en

creer que no soy «un mal tipo» y quelamento la pérdida de la juventudcuando solamente añoro las delicias quecausaron su pérdida… La juventud escomo una gran fuente de dulces. Los

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sentimentalistas creen que quierenvolver a aquel estado puro y simple,antes de comerse los dulces. No es así.Lo que añoran es el placer de volverlosa comer. La matrona no desea volver asus años de soltera sino repetir su lunade miel. Yo no quiero reincidir en miinocencia. Sólo añoro el placer devolverla a perder.

P: ¿Hacia dónde te arrastra lacorriente?

Este diálogo remolineaba dentro dela mente de Amory que se hallaba en suestado de ánimo más familiar; unagrotesca mezcla de deseos,preocupaciones, impresiones exteriores

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y reacciones físicas.La calle Ciento Veintisiete… o la

Ciento Treinta y Siete. Dos y tresparecían iguales. Asiento húmedo…; ¿eltraje absorbe la humedad del asiento, oel asiento absorbe la sequedad del traje?… «Sentarse sobre un sitio húmedoprovoca apendicitis», decía la madre deFroggy Parker. Bueno, ya la tuvo… «Voya querellarme con la compañía denavegación», dijo Beatrice, y mi tíotenía la cuarta parte de las acciones…¿Habrá ido Beatrice al cielo?…Probablemente no. Se imaginaba lainmortalidad de Beatrice y también lashistorias de amor de numerosos difuntos

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que seguramente nunca se habíanacordado de él… Si no era apendicitispodía ser gripe. ¿Cómo? ¿La calleCiento Veinte? Entonces la otra era laCiento Doce. Uno cero dos en lugar deuno dos siete. Rosalind no comoBeatrice, Eleanor como Beatrice, mássalvaje, con más talento. Losapartamentos por aquí son caros,probablemente ciento cincuenta al mes,tal vez doscientos. El tío sólo pagabacien al mes por toda la casa deMinneapolis. Pregunta: ¿Estaban lasescaleras a la izquierda o a la derechacuando tú llegaste? Como quiera quesea, en el 12 Univee estaban de frente a

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la izquierda. Qué río más sucio, megustaría bajar para ver si es tan sucio…Los ríos franceses, pardos o negros, ylos ríos del Sur. Veinticuatro dólaressignifican cuatrocientos ochentabuñuelos. Podía vivir de eso tres meses,durmiendo en el parque. Dónde andaráJill —Jill Bayne, Fayne, Sayne—. Aldemonio. Duele el cuello. Qué asientosmás incómodos. Ni el menor deseo dedormir con Jill; ¿qué habrá visto Alec enella? Alec siempre ha tenido mal gustopara las mujeres. Mi gusto es el mejor:Isabelle, Clara, Rosalind, Eleanor, muyamericanas. Eleanor sería una buenapitcher, probablemente zurda. Rosalind

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una marcadora sensacional, Clara deprimera base, probablemente. Mepregunto cómo estará ahora el cuerpo deHumbird. De no haber sido instructor dela bayoneta habría ido al frente tresmeses antes; probablemente, muerto aestas horas. Dónde estará la malditacampanilla…

Los números de las calles deRiverside Drive estaban ocultos por laniebla y los árboles que goteaban; peroAmory alcanzó a ver uno, el de la calleCiento Veintisiete. Dejó el autobús y sindestino definido siguió una calle sinuosay descendente hasta que llegó a la orilladel río, en particular un largo muelle

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dividido en embarcaderos de buques enminiatura: pequeñas barcas, canoas,veleros y motoras. Se volvió hacia elNorte, siguiendo la ribera; saltó uncerramiento de alambre y se encontró enuna desordenada explanada junto a otromuelle. Los cascos de muchos barcos,en diferentes estados de reparación, lerodeaban; olía a serrín y pintura y alapenas distinguible olor neutro delHudson. A través de la negra oscuridadse aproximó un hombre.

—Hola —dijo Amory.—¿Tiene pase?—No. ¿Esto es particular?—Este es el Hudson River Sporting

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and Yacht Club.—¡Ah! No lo sabía. Estaba

descansando.—Bueno —empezó dubitativamente

el hombre.—Pero si quiere me voy.El hombre hizo con la garganta un

ruido que no le comprometía a nada ysiguió su camino: Amory se sentó sobreuna barca volcada, inclinado haciaadelante hasta que la barbilla descansóen la mano.

«La desgracia es capaz de hacer demí un hombre malvado», murmurólentamente.

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En las horas de desánimo

Mientras seguía cayendo la lluvia,Amory pensaba fútilmente en lacorriente de su vida: momentosresplandecientes y suciosestancamientos. Para empezar seguíateniendo miedo, no un miedo físico sinomiedo a la gente, a los prejuicios, a lamiseria y a la monotonía. Pero en lo másprofundo de su corazón se preguntaba siera un hombre peor que éste o aquél.Sabía que podía engañarse a sí mismo,pretendiendo que toda su debilidad noera más que el resultado de lascircunstancias que le rodeaban; cuando a

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menudo se acusaba de ser un ególatra,algo replicaba ultrajado: «¡No, genio!»Era otra manifestación de miedo, esavocecilla que le susurraba que no podíaser al mismo tiempo bueno y grande,porque el genio era la exactacombinación de aquellos inexplicablessurcos y pliegues de su cerebro que unadisciplina cualquiera los moldearía parala mediocridad. Probablemente más quecualquier otro vicio o fallo Amorydespreciaba su propia personalidad; lerepugnaba saber que mañana y los mildías siguientes se inclinaríapomposamente ante el primer halago yse enojaría ante la primera censura,

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como cualquier músico de tercera ocualquier actor de primera. Leavergonzaba el hecho de que casi toda lagente simple y honesta desconfiarahabitualmente de él: y el haber sidocruel, a menudo, con las personas quehabían sacrificado su personalidad porla de él…, varias mujeres y uncompañero de colegio aquí y otro allá; yhaber sido una mala influencia paramucha gente qué le había seguido en susaventuras mentales, de las cuales sólo élhabía salido indemne. Habitualmente ennoches como ésta, y en los últimostiempos había habido muchas, escapabade esta introspección agotadora,

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pensando en niños y en las infinitasposibilidades de los niños; se inclinó aescuchar a un niño asustado, en una casaal otro lado de la calle, que introducíaun débil sollozo en la noche tranquila.Rápido como un rayo abandonó el lugar,pensando con un deje de pánico si algode su desesperación habríaensombrecido aquel alma delicada. Seestremeció. ¿Y si algún día la balanza sedesequilibrara y se convirtiera en un serque asustaba a los niños, arrastrándoseen las habitaciones a oscuras ycomulgando con esos fantasmas quesusurraban sombríos secretos a loslocos de ese oscuro continente de la

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luna…?

Amory sonrió.—Te ocupas demasiado de ti mismo

—oyó que decía alguien. Y de nuevo…—Sal en busca de algún trabajo…—No te preocupes…Imaginó un posible comentario

propio.—Sí; en mi juventud yo era

posiblemente un ególatra; pero prontocomprendí que pensar demasiado en unomismo es algo morboso.

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De repente sintió un irreprimible deseode irse al diablo; y no violentamente,como se iría un caballero, sinodesaparecer tranquila y sensualmente.Se imaginaba a sí mismo en una casa deadobes en México reclinado sobre unamanta, sus dedos finos y artísticossosteniendo un cigarrillo, mientrasescuchaba las guitarras, que tañíanmelancólicamente una antigua endechade Castilla, y una joven aceitunada, conlabios de carmín, acariciaba su pelo.Allí podría vivir una extraña letanía,liberado del bien y el mal, a resguardo

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de todos los sabuesos del cielo y detodo dios (excepto de ese exótico diosmexicano ya de por sí bastante relajadoy adicto a los aromas orientales),liberado de todo éxito y esperanza ypobreza para caer en esa indulgenciaque, después de todo, conducía al lagoartificial de la muerte.

Existían tantos lugares donde unopodía corromperse agradablemente: PortSaid, Shanghai, ciertos sitios delTurquestán, Constantinopla, los maresdel Sur; tierras de tristeza, de músicaatormentada y múltiples olores, donde elansia podía ser un modo y una expresiónde vivir, donde las sombras del cielo de

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noche y los ocasos sólo reflejabanpasiones: el color de los labios y lasamapolas.

Desarraigando todavía

Otrora había tenido la capacidad de olermilagrosamente el mal, de la mismamanera que un caballo detecta por lanoche un puente cortado; pero el hombrede los extraños pies en la habitación dePhoebe se había reducido al auraalrededor de Jill. Su instinto percibía lafetidez de la pobreza, pero ya no

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rastreaba los mayores males del orgulloy la sensualidad.

No quedaban ya hombres sabios; yano había más héroes; Burne Holidayhabía desaparecido de su vista como sino hubiera existido nunca; monseñorhabía muerto. Amory se habíadesarrollado gracias a un millar delibros, un millar de mentiras; habíaescuchado ansiosamente a mucha genteque pretendía saber, pero que no sabíanada. Los ensueños místicos de lossantos, que alguna vez le habían llenadode espanto en la horas tranquilas de lanoche, ahora le repugnaban. Los Byron ylos Brooke que habían desafiado a la

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vida desde la cumbre de la montaña noeran a la postre más que: flaneurs yposeurs que, como mucho, confundían lasombra del valor con la sustancia de lasabiduría. Los fastos de su desilusióntomaron forma de una procesión deprofetas, atenienses, mártires, santos,hombres de ciencia, donjuanes, jesuítas,puritanos, Faustos, poetas, pacifistas, tanviejos como el mundo; desfilaban antesus sueños, como alumnos disfrazadosen una fiesta colegial, personalidades ycredos que habían teñido su alma consus distintos colores; cada uno de elloshabía tratado de expresar la gloria de lavida y la enorme significación del

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hombre; cada uno presumía de actualizarcon sus ridículas generalizaciones todolo que había ocurrido antes; y despuésde todo cada uno de ellos dependía deun escenario y un teatro convenientes,ese apetito de fe que tiene el hombre yque le lleva a alimentar su concienciacon la comida más próxima y adecuada.

Las mujeres —de quienes tantohabía esperado; cuya belleza habíaconfiado transmutar en obras de arte;cuyos insondables instintos,maravillosamente incoherentes einarticulados, había pensado perpetuaren los términos de la experiencia— sehabían convertido solamente en

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consagraciones de sus propiasposteridades. Isabelle, Clara, Rosalind,Eleanor, a causa de su belleza —alrededor de la cual pululaban loshombres—, habían frustrado toda laposibilidad de contribuir en algo que nofuera un corazón enfermo o una páginade palabras mal escritas.

Amory fundaba su falta de fe en laayuda de los demás en variosarrolladores silogismos. Daba porbueno que su generación —a pesar dehaber sido machacada y diezmada poraquella guerra victoriana— era laheredera del progreso. Dejando de ladopequeñas diferencias en las

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conclusiones, que aunqueocasionalmente podían causar la muertede varios millones de jóvenes, podíanser fácilmente explicadas; suponiendoque después de todo Bernard Shaw yBernhardi, Bonar Law y Bethmann-Hollweg eran todos herederos delprogreso al conjurarse contra las bromasde las parcas; renunciando a lascontradicciones y yendo directamente aaquellos hombres que parecían ser loscapitanes, a él le repelían lasdiscrepancias y contradicciones de lospropios hombres.

Estaba, por ejemplo, ThorntonHancock, respetado por medio mundo

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intelectual como una autoridad, unhombre que verificaba y creía en elcódigo en que vivía, un maestro demaestros, consejero de presidentes…;pero Amory sabía que ese hombre, en elfondo, se apoyaba en un sacerdote deotra religión.

Y monseñor, sobre quien se apoyabaun cardenal, tenía momentos de unaextraña y horrible falta de seguridad,inexplicable en una religión que inclusoexplica la falta de creencias en lostérminos de su propia fe: porque si unoduda del demonio es porque el demoniole hace dudar. Amory había visto ir amonseñor a casas de estólidos filisteos,

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leer furiosamente novelas populares,saturarse de rutina para escapar delhorror.

Y ese sacerdote un poco más sabio yun poco más puro, no había sido —Amory lo sabía— esencialmente muchomás viejo que él.

Amory estaba solo, se habíaescapado de un cerco para meterse en ungran laberinto. Estaba donde estabaGoethe cuando empezó Fausto; dondeestaba Conrad cuando escribía Lalocura de Almayer.

Se decía a sí mismo queesencialmente había dos clases depersonas que, por natural lucidez o

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desilusión, dejaban el cerco y buscabanel laberinto. Había hombres como Wellsy Platón que conservaban, casiinconscientemente, una extraña y ocultaortodoxia, y que sólo aceptaban para sílo que fuera aceptable para todos loshombres, románticos incurables quenunca, a pesar de sus esfuerzos, habíande entrar en el laberinto como almassimples; en segundo lugar, esos pioneroscombativos, Samuel Butler, Renan,Voltaire, que, progresando mucho másdespacio, iban mucho más lejos, no en lalínea pesimista de la filosofíaespeculativa sino ocupados en el eternointento de encontrar un valor positivo de

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la vida…Amory se detuvo. Por primera vez

en su vida empezaba a sentir una hondadesconfianza hacia todas lasgeneralizaciones y epigramas. Erandemasiado fáciles, demasiadopeligrosos para la mentalidad popular.Pero todo pensamiento llegaba a lamasa, al cabo de treinta años, porcualquiera de esas formas: Benson yChesterton habían popularizado aHuysmans y Newman; Shaw habíaedulcorado a Nietzsche, Ibsen ySchopenhauer. El hombre de la calleconocía las conclusiones del geniofallecido a través de las inteligentes

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paradojas y didácticos epigramas deotro cualquiera.

La vida era un maldito lío…, unpartido de fútbol en que todos losjugadores están en off-side, el arbitro sedesentiende del juego y todos protestan,porque de haberles dado la razón elarbitro…

El progreso era un laberinto… en elque la gente se sumergía a ciegas parasalir enseguida, dando voces de qué lohabían encontrado; el rey invisible, elélan vital, el principio de laevolución… Escribir un libro…,desencadenar una guerra…, fundar unaescuela…

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Incluso, de no haber sido un egoísta,también habría Amory abierto esainvestigación sobre sí mismo. El era sumejor ejemplo: sentado bajo la lluvia,una criatura del orgullo y del sexo,despojado por la suerte y por su propiotemperamento del bálsamo del amor yde los hijos, preservado para construirla conciencia viva de la raza.

Haciéndose reproches, en plenasoledad y desilusión, cruzó el umbral dela entrada al laberinto.

Un nuevo amanecer se extendió por elrio; un taxi tardío corría por la calle, sus

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faros brillaban todavía, unos ojos defuego en la cara blanca por laembriaguez de la noche. Una sirenamelancólica dejó oír su largo lamentosobre el río.

Monseñor

Amory pensaba en lo mucho que habríadisfrutado monseñor en su propiofuneral. Fue suntuosamente católico ylitúrgico. El obispo O'Neil cantó unamisa solemne, y el cardenal impartió lasúltimas bendiciones. Thornton Hancock,

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la señora Lawrence, los embajadoresinglés e italiano, el nuncio apostólico yuna muchedumbre de amigos ysacerdotes…; pero las inexorablestijeras habían cortado todos los hilosque monseñor había reunido en susmanos. Para Amory fue un gran dolorverle tendido en el féretro, las manosplegadas sobre sus vestidos purpurados.Su expresión no había cambiado y, comonunca supo que iba a morir, no mostrabadolor ni miedo. Era el viejo amigo deAmory, y de muchos más a juzgar por lascaras condolidas y absortas quellenaban la iglesia; las más exaltadasparecían las más abatidas.

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Cuando el cardenal, como unarcángel con capa pluvial y mitra,asperjó el agua bendita, el órganorompió a sonar, el coro empezó aentonar el Requiem aeternam.

Toda aquella gente se dolía porqueen alguna medida había dependido demonseñor. Su pena era algo más que unsentimiento por «aquella voz rota o unaleve cojera al andar», como decíaWells. Esa gente había recurrido a la fede monseñor y a su manera de hacerlaalegre, de convertir la religión en unjuego de luces y sombras, en el cualtanto luces como sombras eran diversosaspectos de Dios. La gente se sentía

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segura cuando él estaba cerca.El frustrado sacrificio de Amory

sólo había engendrado la completarealización de su desengaño; pero en elfuneral de monseñor se engendró elromántico duende que iniciaba suentrada en el laberinto en su compañía.Encontró algo que anhelaba, quesiempre había anhelado y siempreanhelaría: no el ser admirado comoantes había temido, ni ser amado comose había acostumbrado a creer; sino sernecesitado, ser indispensable; yrecordaba la sensación de seguridad quele había dado Burne.

La vida se abría con una de sus

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sorprendentes y fulgurantes explosiones;y Amory de repente, y para siempre,rechazó un viejo epigrama que conindiferencia le rondaba la cabeza:«Pocas cosas importan, y nada importamucho.»

Por el contrario, Amory sentía uninmenso deseo de dar a la gente unasensación de seguridad.

El hombre grande de gafas

El día en que Amory inició su marchahacia Princeton el cielo era una bóveda

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incolora, fría, alta, sin la amenaza delluvia. Era un día gris y hacía un tiemposin encantos; un día de sueños y lejanasesperanzas y visiones claras. Uno deesos días que fácilmente se puedenasociar con las verdades abstractas ypuras que se desvanecen con el brillodel sol o se apagan con risa burlona alclaro de luna. Los árboles y nubes sedibujaban con clásica severidad; lossonidos del campo se armonizaban conuna melodía monótona, metálica comouna trompeta, sin un soplo como la urnagriega.

El día había inoculado en Amory unestado de ánimo tan contemplativo que

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provocó algunas molestias a ciertosconductores, obligados a frenarviolentamente para no atrepellarle. Tanenfrascado estaba en sus pensamientosque a duras penas quedó sorprendidopor aquel extraño fenómeno —amabilidad a cien kilómetros deManhattan—, cuando un coche quepasaba se detuvo a su lado y una voz lesaludó. Se volvió a mirar y vio unmagnífico Locomobile con dos hombresde edad media, uno de ellos pequeño einquieto, aparentemente un apéndiceartificial del otro, que era grande,imponente y con gafas.

—¿Quiere que le llevemos? —le

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preguntó el apéndice artificial, mirandopor el rabillo del ojo al hombreimponente como en busca de unahabitual y tácita aprobación.

—Ya lo creo. Gracias.El chófer abrió la puerta y Amory se

sentó en el centro del asiento trasero,examinando con curiosidad a suscompañeros de viaje. La principalcaracterística del hombre grande parecíaser una gran confianza en sí mismo, encontraste con un tremendo aburrimientohacia todo lo que le rodeaba. Los rasgosde su cara que no estaban ocultos por lasgafas eran lo que se dice «fuertes»: unospliegues no faltos de dignidad alrededor

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de su barbilla; una boca amplia y esetipo robusto de nariz romana; sushombros se hundían tranquilamente en elpoderoso volumen de su pecho y de suvientre. Iba vestido de manera excelentey digna. Amory percibió que ibainclinado para mirar de frente a la nucadel chófer, como si especulara continuapero inútilmente sobre cierto asombrosoproblema capilar.

El hombre más pequeño sólo eranotable por su completa subordinación ala personalidad del otro. Pertenecía aesa clase de secretarios que a loscuarenta han impreso en sus tarjetas:«Ayudante del Director» y que, sin un

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suspiro, consagran el resto de sus vidasa un oficio servil.

—¿Va muy lejos? —preguntó el máspequeño con agradable desinterés.

—Todo un viaje.—¿Para hacer ejercicio?—No —respondió Amory

lacónicamente—. Voy paseando porqueno puedo pagarme el viaje.

—¡Ah!Y de nuevo:—¿Busca usted trabajo? Hay mucho

trabajo —continuó en tonointerrogatorio—. Todos esos cuentossobre la falta de trabajo… En el Oestehace falta mano de obra.

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Se refería al Oeste con un gestoamplio y lateral. Amory asintió coneducación.

—¿Tiene usted una profesión?No, Amory no tenía profesión

alguna.—Empleado, ¿no?No, Amory no era un empleado.—Sea lo que usted sea —dijo el

hombre pequeño, pareciendo coincidircon algo que había dicho Amory—,ahora tiene la oportunidad de hacerbuenos negocios —y miró al hombregrande, como el abogado que interrogalas involuntarias miradas del testigohacia el jurado.

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Amory decidió que tenía que deciralgo, pero a causa de su vida sólo podíadecir una cosa.

—Naturalmente, me gustaría ganarun montón de dinero…

El pequeño rió de forma siniestrapero consciente.

—Es lo que quiere todo el mundoahora, pero sin trabajar.

—Un deseo muy natural y saludable.Casi toda la gente normal quiere ser ricasin esfuerzo, excepto los financieros delas comedias que sólo quieren hollar asu paso. ¿A usted no le apetece el dinerofácil?

—Claro que no —dijo el secretario

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indignado.—Pues, yo —continuó Amóry sin

hacerle caso—, como soy muy libre,estoy pensando en el socialismo comouna solución.

Los dos hombres le miraron concuriosidad.

—Esos agitadores… —el pequeñose calló al tiempo que las palabrassalían gravemente del pecho del mayor.

—Si yo supiera que usted es unagitador no vacilaría en conducirle a lacárcel de Newark. Eso es lo que piensode los socialistas.

Amory se echó a reír de buena gana.—¿Qué es lo que es usted? —

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preguntó el grande—. ¿Uno de esosbolcheviques de boquilla, uno de esosidealistas? Confieso que no sé ladiferencia. Los idealistas son unosholgazanes que se dedican a escribirtodos esos panfletos para los emigrantespobres.

—Bueno —dijo Amory—, si seridealista es al mismo tiempo seguro ylucrativo, me dedicaré a eso.

—¿Cuáles son sus dificultades? ¿Haperdido el empleo?

—No exactamente, pero puede ustedllamarlo así.

—¿En qué trabajaba?—Escribía para una agencia de

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publicidad.—Se gana mucho dinero con la

publicidad.Amory sonrió discretamente.—Oh, reconozco que a veces se ve

el dinero. El talento ya no tendrá quemorirse de hambre. Incluso el artistacobra lo suficiente para comer, en estosdías. Son los artistas los que dibujan lasportadas de las revistas, los queescriben la publicidad y las cancionesde moda. Con la industrialización de laimprenta se ha encontrado unainofensiva y amable ocupación para elgenio que antes se dedicaba a cavar supropia tumba. El artista que no sirve…,

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el Rousseau, el Tolstoi, el SamuelButler, el Amory Blaine…

—¿Quién es ese? —preguntósuspicaz el pequeño.

—Bueno —dijo Amory—, es unintelectual, no demasiado conocido en laactualidad.

El pequeño lanzó su risa consciente,pero se detuvo en cuanto los ojos comofuego de Amory se clavaron en él.

—¿De qué se ríe?—Esos intelectuales…—¿Sabe usted lo que significa ser

intelectual?Los ojos del pequeño parpadearon

nerviosamente.

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—Lo que corrientemente quieredecir…

—Lo que siempre quiere decir es unhombre inteligente y bien educado —interrumpió Amory—. Significa tener unconocimiento activo de las experienciasde la raza —Amory decidió seragresivo, se volvió hacia el grande—.El joven —señaló al secretario con elpulgar y dijo «joven» como podía haberdicho «botones», sin implicar lajuventud para nada— confunde elsignificado de las palabras.

—¿Tiene usted algo que objetar aque el capital controle la imprenta? —preguntó el grande, mirándole fijamente

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a través de las gafas.—Sí, y también tengo que hacer

objeciones al hecho de trabajarintelectualmente para ellos. Toda la raízdel negocio que he visto consiste enhacer trabajar en exceso y malpagar a unpuñado de pobretones que se resignan aello.

—Un momento —dijo el grande—.Usted reconocerá que el trabajador estábien pagado. Jornadas de cinco y seishoras… es ridículo. No se puedeencontrar un hombre sindicado que hagauna jornada honrada de trabajo.

—Es lo que ustedes han conseguido—insistió Amory—. La gente como

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ustedes no hace concesiones hasta quese ven obligados a ello.

—¿Qué gente?—Los de su clase; la clase a la que

yo pertenecía hasta hace poco; aquellosque por herencia, por industria, portalento o por falta de honradez se hanconvertido en la gente de dinero.

—¿Es que usted cree que si esecaminero tuviera dinero tendría el menordeseo de regalarlo?

—No, pero ¿qué tiene eso que ver?El viejo consideró.—Confieso que no tiene nada que

ver. Pero suena como si lo tuviera.—En realidad —continuó Amory—

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ese hombre sería peor. Las clases bajasson más mezquinas, menos agradables ymás egoístas… y más estúpidas. Peronada de eso tiene que ver con lacuestión.

—¿Cuál es exactamente la cuestión?Aquí se detuvo Amory a pensar cuál

era exactamente la cuestión.

Amory acuña una frase

—Cuando la vida se apodera de unhombre de talento y buena educación —empezó Amory lentamente—, esto es,

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cuando se casa, se convierte, nueveveces de cada diez, en un conservadoren lo que se refiere a las condicionessociales existentes. Puede ser generoso,amable e incluso justo a su manera; perosu primera obligación es proveer yconservarse. Su mujer le azuza: primerodiez mil al año, luego viente mil y asísucesivamente, cogido por unmecanismo del que no hay escape. ¡Estálisto! ¡La vida le ha cogido! ¡No tieneremedio! Es un hombre espiritualmentecasado.

Amory se detuvo a pensar que lafrase no era tan mala.

—Algunos hombres —continuó—

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logran escapar. Quizá porque susmujeres no tienen ambiciones sociales;quizá porque han aprendido, en un«libro dañino», una sentencia que les hagustado; quizá porque les agarró elmecanismo, como me pasó a mí, paraexpulsarles luego. De cualquier formaesos son los miembros del Congreso alos que no se puede sobornar, lospresidentes que no son políticos, losescritores, oradores, hombres deciencia, estadistas, que son algo más queel comodín popular de media docena demujeres y niños.

—¿El radical por naturaleza?—Sí —dijo Amory—. Puede variar

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desde el crítico desilusionado como elviejo Thornton Hancock hasta Trotski.Pero ese hombre espiritualmente nocasado no tiene influencia directaporque, desgraciadamente, el hombreespiritualmente casado, comosubproducto de su búsqueda de dinero,se ha apoderado del gran periódico, dela revista popular, del importantesemanario… de forma que la señoraPeriódico, la señora Revista o la señoraSemanario pueda tener un coche mejorque el hombre del petróleo de la casa deenfrente o el hombre del cemento de lapróxima esquina.

—¿Y por qué no?

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—Porque convierte a unos hombresricos en los guardianes de la concienciaintelectual del mundo; y, naturalmente,un hombre que tiene su dinero puesto enuna serie de instituciones sociales no vaa arriesgar la felicidad de su familiapermitiendo que aparezcan en superiódico las reclamaciones dirigidascontra él.

—Pero aparecen —dijo el hombregrande.

—¿Dónde? En los mediosdesacreditados. En unos cochinossemanarios.

—Está bien, siga.—Bien, lo primero es que, a causa

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de una combinación de medios ycondiciones de las cuales la familia esla primera, hay dos clases de talentos.Una de esas clases toma la naturalezahumana tal como es, utilizando sutimidez, su debilidad y su fortaleza parasus propios fines. A ella se opone elhombre que, siendo espiritualmente nocasado, continuamente busca nuevossistemas que controlen o modifiquen lanaturaleza humana. Su problema es másdifícil. No es la vida lo que escomplicado, sino la lucha para guiar ycontrolar la vida. Esa es su verdaderalucha. Ese hombre es parte del progreso;el hombre espiritualmente casado no lo

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es.El hombre grande sacó tres cigarros

que ofreció sobre la palma de su mano.El pequeño cogió uno; Amory hizo ungesto y sacó un cigarrillo.

—Siga hablando —dijo el hombregrande—. Hace tiempo que quería oír auno de ustedes.

Más deprisa

—La vida moderna —dijo Amory alreanudar su perorata— ya no cambiacada siglo sino cada año, diez veces

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más de prisa que antes: la población seduplica, las civilizaciones se unen másíntimamente con otras civilizaciones, lainterdependencia económica… yestamos perdiendo el tiempo. Yo creoque tenemos que ir todavía más de prisa—acentuó ligeramente sus últimaspalabras hasta tal punto que el choferinconscientemente incrementó lavelocidad del coche. Amory y el hombregrande rieron; también rió el hombrepequeño, tras una pausa.

—Todo niño —dijo Amory—tendría que tener los mismos comienzos.Si su padre pudiera facilitarle un buenfísico y su madre un poco de sentido

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común en su primera educación, esadebería ser toda su herencia. Si su padreno puede darle un buen físico y su madrese dedica a perseguir a los hombres enlos años en que debiera dedicarse aeducar a sus hijos, tanto peor para él.Pero lo que no puede hacer essocorrerle artificialmente gracias aldinero, enviándolo a esos horriblesinternados, arrastrándolo por loscolegios… Todos los niños deberíanempezar la vida en igualdad decondiciones.

—De acuerdo —dijo el grande, perosus gafas no mostraban ni objeción niaprobación.

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—A continuación, ensayaría lasocialización de todas las industrias.

—Eso ya se ha demostrado que es unfracaso.

—No, solamente fracasó, no se ledio tiempo para tener éxito. Si elgobierno fuera el propietario,pondríamos las mejores cabezas paralos negocios a trabajar para el gobiernoal mismo tiempo que para sus propiosasuntos. Pondríamos a los Mackay enlugar de los Burleson; a Morgan en elDepartamento del Tesoro y a Hill en elComercio Federal. Y los mejoresabogados al Senado.

—No trabajarían con gran esfuerzo

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por amor al arte.—No —replicó Amory, sacudiendo

la cabeza—. El dinero no es el únicoestímulo que extrae del hombre lo mejorque tiene, incluso en América.

—Hace un momento usted admitíaque era así.

—Ahora sí. Pero si fuera ilegal tenermás de una cierta cantidad, los hombrescorrerían en pos del otro premio queatrae a la humanidad: la gloria.

El hombre grande profirió unaexclamación semejante al mugido de untoro.

—Esa es la mayor tontería que ustedha dicho.

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—No, no es una tontería. Es bastanterazonable. Si usted hubiera ido a launiversidad no le habría dejado deextrañar el hecho de que la gente allítrabaja mucho más duramente por unpremio ridículo que por ganarse la vida.

—¡Chicos! ¡Juegos de niños! —seburló su interlocutor.

—Ni por asomo, a menos que todosseamos niños. ¿Ha visto usted algunavez a un hombre maduro que trata deingresar en una sociedad secreta? ¿Ouna familia advenediza que quiere entraren un club cualquiera? Se ponen a saltarcon sólo oír su nombre. La idea de quepara que un hombre trabaje hay que

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ponerle delante de los ojos una bolsa deoro, es una inferencia, no un axioma. Lohemos hecho durante tanto tiempo quehemos olvidado que hay otros sistemas.Hemos construido un mundo donde esoes necesario. Permítame decirle —Amory se puso enfático— que si a diezhombres, ajenos completamente a lariqueza y a la miseria, se les ofrecierauna cinta verde por cinco horas detrabajo y una cinta azul por diez, nuevede ellos trabajarían por conseguir lacinta azul. El instinto de competiciónsólo busca un emblema. Si el emblemaes el tamaño de su casa, sudará por ella.Y si sólo es una cinta azul, estoy seguro

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de que trabajará lo mismo. Ya lohicieron en otros tiempos.

—No estoy de acuerdo con usted.—Ya lo sé —dijo Amory, asintiendo

tristemente—. Pero no importa mucho.Creo que esa gente vendrá pronto enbusca de lo que quiere.

Un fiero silbido salió del hombrepequeño.

—¡Ametralladoras!—Ah, pero ustedes les enseñaron a

usarlas.El grande sacudió su cabeza.—Hay demasiados propietarios en

este país para permitir eso.Amory habría deseado conocer las

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estadísticas sobre propietarios y nopropietarios; decidió cambiar de tema.

Pero el grande se había desatado.—Cuando se habla así se pisa

terreno peligroso.—¿Cómo se va hablar de otra

manera? Durante años la gente se haconformado con promesas. Elsocialismo puede que no sea elprogreso, pero la amenaza de la banderaroja es lo único que inspira lasreformas. Hay que ser sensacional paradespertar la atención.

—Supongo que Rusia es el ejemplode una violencia beneficiosa.

—Posiblemente —admitió Amory

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—. Naturalmente, se está sobrepasando,como le ocurrió a la RevoluciónFrancesa; pero no hay la menor duda deque se trata de un gran experimento quemerece la pena.

—¿No cree usted en la moderación?—Nadie escucha a los moderados,

es demasiado tarde. La verdad es que lagente ha hecho una de esas cosassorprendentes que suele hacer cada cienaños. Ha comprendido una idea y se haapoderado de ella.

—¿Cuál es?—Que si bien el cerebro y la

capacidad de los hombres pueden sermuy diferentes, sus estómagos son

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esencialmente iguales.

El pequeño cobra

—Si se pudiera reunir todo el dinero delmundo —dijo el pequeño,profundamente— y dividirlo en partesigu…

—¡Cállese, hombre! —dijo Amorycon rudeza, no parando su atención en lamirada furibunda de aquél, y continuócon su discurso—: El estómagohumano… —empezó, pero el grande leinterrumpió con cierta impaciencia.

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—Le dejo hablar, ya lo sabe —dijo—; pero, por favor, deje de lado elestómago. Llevo sintiendo el mío todo eldía. Además, no estoy de acuerdo con lamitad de lo que usted ha dicho. Lasocialización es la base de todo suargumento e invariablemente es un focode corrupción. Los hombres no trabajanpor cintas azules; todo eso es palabrería.

Cuando hubo callado, el pequeñohabló con un gesto de determinación,como si estuviera decidido a decir loque tenía que decir.

—Hay ciertas cosas que son propiasde la naturaleza humana —dijo con airede lechuza—, que siempre lo han sido y

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siempre lo serán; que nunca cambiarán.Amory miró al pequeño y luego al

grande, descorazonado.—¡Qué cosas hay que oír! Eso es lo

que me hace desconfiar del progreso.¡Qué cosas! Puedo decir de corrido másde cien fenómenos naturales que hancambiado por la voluntad del hombre,un centenar de instintos que han sidoeliminados o controlados por lacivilización. Lo que este hombre acabade decir ha constituido durante mileniosel último refugio de todos los borregosde este mundo. Eso es negar losesfuerzos de todos los hombres deciencia, estadistas, moralistas,

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reformadores, médicos y filósofos, queincluso dieron su vida al servicio de lahumanidad. Es un flagrante insulto a lomás valioso de la naturaleza humana.Toda persona de más de veinticincoaños que hiciera a sangre fría unadeclaración semejante debería serprivada de su ciudadanía.

El pequeño se reclinó sobre elrespaldo del asiento, su cara roja de ira.Amory continuó, dirigiéndose al grande.

—A estos hombres medio educadosy adocenados como su amigo, que creenque piensan sobre cualquier cosa…, seles encuentra en todos los líos. En unmomento es «la brutalidad y falta de

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humanidad de esos prusianos»; y acontinuación «tendríamos queexterminar a todo el pueblo alemán».Siempre creen que «las cosas van apeor», pero «no tienen la menorconfianza en esos idealistas». En unmomento dado llamarán a Wilson un«idealista, poco práctico»; y un añodespués se le echan encima por no hacerrealidades sus sueños. No tienen ideasclaras sobre nada, excepto una tenaz yestúpida oposición a todo cambio. Nocreen que se deba pagar bien a la gentesin educación y no comprenden que si nose les paga bien, tampoco sus hijostendrán educación, y será siempre el

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mismo círculo vicioso. ¡Esta es la granclase media!

El grande, con una amplia mueca enla cara, se inclinó para sonreír hacia elpequeño.

—¡Te están dando duro, Garvín!¿Cómo te sientes?

El pequeño hizo un esfuerzo porsonreír y aparentar que el asunto leparecía tan ridículo que no merecía lapena molestarse. Pero Amory no habíaterminado aún.

—La teoría de que la gente se debegobernar a sí misma descansa sobre estehombre. Si se le puede educar para quepiense clara, concisa y lógicamente,

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librándole de su costumbre de buscarrefugio en lugares comunes, prejuicios ysentimentalismos, entonces yo me harésocialista militante. Si no se puede,entonces no creo que importe mucho loque ocurra al hombre y a sus sistemas,ahora o después.

—Me interesa y me divierte —dijoel grande—. Usted es muy joven.

—Lo cual quiere decir que ni hesido corrompido ni amedrentado por laexperiencia. Tengo en mi haber laexperiencia más valiosa, la experienciade la raza, pues a pesar de haber ido alcolegio me las arreglé para obtener unabuena educación.

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—Eso no está muy claro.—Pero tiene mucho sentido —

protestó Amory apasionadamente—.Esta es la primera vez en mi vida quedefiendo el socialismo. Es la únicapanacea que conozco. Estoy inquieto.Toda mi generación está inquieta. Estoyharto de un sistema en el que el hombremás rico pueda conseguir, si la desea, lamujer más guapa, donde el artista que notiene un centavo ha de vender su talentoa un fabricante de botones. Aun cuandoyo no tuviera talento, no me gustaríatrabajar diez años seguidos, condenadoal celibato y a ciertos placeres furtivos,para que el hijo de un cualquiera tenga

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un automóvil.—Pero si usted no está seguro…—Eso no importa —exclamó Amory

—. Mi posición no puede ser peor. Unarevolución social me podría llevar a lacumbre. Claro que soy egoísta. Tengo laimpresión de haber sido un pez fuera delagua con todos estos viejos sistemas.Probablemente he sido una de las veintepersonas de mi curso en la universidadque ha logrado una buena educación; sinembargo, a cualquier cabeza dura bienrecomendada se le permitía jugar alfútbol, mientras que yo no eraaprovechable porque algún viejo idiotacreía que yo tenía que dedicar todo mi

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esfuerzo a las secciones cónicas. Odioel ejército. Y odio los negocios. Quieroque venga el cambio y he asesinado miconciencia…

—Así que va a seguir diciendo quetenemos que ir más de prisa.

—Eso, por lo menos, es verdad —insistió Amory—. Las reformas nosatisfarán las necesidades de lacivilización, a menos que se aceleren.Una política de laissez faire es comoechar a perder a un niño pensando que alfinal saldrá bueno. Saldrá bueno si se leprepara.

—Pero usted no cree en toda esapalabrería socialista de que está

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hablando.—No lo sé. Hasta hablar con usted

no había pensado seriamente sobre eso.No estaba seguro de la mitad de lo quehe dicho.

—Usted me asombra —dijo elgrande—, pero todos ustedes soniguales. Parece ser que Bernard Shaw, apesar de todas sus doctrinas, es eldramaturgo más exigente en el cobro.Hasta el último céntimo.

—Bueno —dijo Amory—, yo sólodigo que soy el resultado de una menteversátil en una generación inquieta…,con muchas razones para poner mi mentey mi pluma a disposición de los

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radicales. Incluso si en lo más profundode mi corazón yo pensara que no éramosmás que átomos ciegos en un mundo tanlimitado como el movimiento de unpéndulo, yo y los de mi claseseguiríamos luchando contra lastradiciones, para, por lo menos,transformar la vieja hipocresía en unanueva. A veces he pensado que estaba enlo cierto sobre la vida, pero la fe esdifícil. Sólo sé una cosa. Si la vida noes la búsqueda del Grial puede ser unjuego bastante divertido.

Durante un minuto nadie dijo nadahasta que el grande preguntó:

—¿A qué universidad fue usted?

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—Princeton.El grande se interesó de pronto; la

expresión bajo sus gafas se alteróligeramente.

—Yo envié a mi hijo a Princeton.—¿Ah sí?—Quizá le conoció usted. Se

llamaba Jesse Ferrenby. Lo mataron elaño pasado en Francia.

—Le conocí mucho. Era uno de mismejores amigos.

—Era… un gran chico. Estábamosmuy unidos.

Amory empezó a percibir elparecido entre el padre y el hijo muertoy se dijo a sí mismo que todo el tiempo

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había sentido una cierta familiaridad.Jesse Ferrenby, el hombre que en launiversidad había ostentado la corona ala que él había aspirado. Todo estaba tanlejos. Habían sido como niños,trabajando por cintas azules…

El coche aminoró la marcha a laentrada de una extensa finca, cerrada poruna gran tapia y un portalón de hierro.

—¿Quiere usted comer connosotros?

Amory movió la cabeza.—Gracias, Mr. Ferrenby, pero tengo

que seguir.El grande le estrechó la mano.

Amory comprendió que el haber

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conocido a Jesse pesaba más a su favorque todas sus opiniones anteriores. ¡Quéfantasmal la gente con la que hay quetrabajar! Incluso el pequeño insistió endarle la mano.

—¡Adiós! —gritó Mr. Ferrenby, encuanto el coche dobló la esquina yempezó a subir—. Que tenga ustedbuena suerte… y muy mala para susteorías.

—Lo mismo digo, señor —gritóAmory, sonriendo y moviendo la mano.

«Lejos del fuego, lejos del

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pequeño cuarto»

A ocho horas de camino de Princeton,Amory se sentó al borde de la carreterade Jersey, contemplando el campohelado. La naturaleza, en cuantofenómeno bastante grosero que secomponía fundamentalmente de floresque, miradas de cerca, parecíanapolilladas, hormigas queincansablemente transportaban briznasde hierba, desilusionaba bastante; lanaturaleza, representada por el cielo, lasaguas y los lejanos horizontes, era másagradable. El hielo y la promesa delinvierno le inquietaban, le hacían pensar

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en aquel salvaje partido entre St. Regisy Groton, hacía siglos, siete años antes,y en un día de otoño en Francia docemeses atrás, echado sobre la hierba alta,y todo su pelotón agazapado a sualrededor, esperando poder dar unapalmada en el hombro al operador de unLewis. Vio las dos imágenes con algo desu primitiva exaltación: dos juegos enque había participado, diferentes encalidad y sabor, unidos de una maneraque los diferenciaba de Rosalind o deltema de los laberintos, que constituían,después de todo, los asuntos de su vida.

—Soy egoísta —pensaba.—No es una cualidad que haya de

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cambiar cuando vea «el sufrimientohumano» o «pierda a mis padres» o«ayude al prójimo».

—Este egoísmo no es sólo una partede mí. Es la parte más viva.

—Es superando más que evitandoeste egoísmo como lograré encontrar elequilibrio de mi vida.

—No hay generosidad que no puedautilizar. Puedo hacer sacrificios, sercaritativo, dar al amigo, soportar alamigo, arruinar mi vida por un amigo…,porque todo eso puede ser la mejorexpresión de mí mismo; pero no porqueyo tenga una sola gota de bondadhumana.

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El problema del mal se habíacristalizado para Amory en el problemadel sexo. Empezaba a identificar el malcon esa intensa adoración fanática deBrooke y del primer Wells.Inseparablemente unida al mal estaba labelleza: la belleza, una creciente yconstante agitación; dulce en la voz deEleanor, en una vieja canción de noche,agitándose delirantemente a través de lavida como cataratas superpuestas, mitadritmo y mitad penumbra, Amory sabíaque toda vez que se había abalanzadohacia ella ansiosamente, le habíaesquivado con la grotesca cara del mal.La belleza del gran arte, la belleza de

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toda alegría, sobre todo la belleza de lasmujeres.

Al fin y al cabo se asociabademasiado con la licencia y el perdón.Las cosas débiles son a menudo bellas,pero nunca son buenas. Y en esta nuevasoledad suya que había elegido parallevar a cabo cualquier cosa grande, labelleza o tenía que ser relativa o, porser ella la armonía, sólo provocaría unadiscordancia.

En un sentido, esta renuncia graduala la belleza fue su segundo paso por ellaberinto, después que se completó sudesilusión. Le parecía que dejaba atrássu última oportunidad de llegar a ser un

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cierto tipo de artista. Era mucho másimportante llegar a ser una cierta clasede hombre.

Su pensamiento dobló una esquina yse encontró cavilando sobre la IglesiaCatólica. Había arraigado en él la ideade que existe una falta intrínseca enaquellos para quien la religión ortodoxaes necesaria; y para Amory la religiónsignificaba Roma. Era concebible quesólo se tratara de un ritual vacío, pero alparecer era el único baluarte tradicionalcontra la decadencia moral. Hasta quelas muchedumbres pudieran sereducadas con un sentido moral, alguientenía que gritar: «¡No lo harás!» Pero

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toda aceptación era, por el momento,imposible. Necesitaba tiempo y verselibre de toda presión. Quería coger eltronco sin las ramas, para darse plenacuenta de la dirección e importancia delnuevo paso.

La tarde perdía la bondad purificadorade las tres por la belleza dorada de lascuatro. Luego paseó a través del torpedolor de un sol poniente, cuando hastalas nubes parecían sangrar; y a la horadel crepúsculo llegó a un cementerio.Había un oscuro y soñador aroma deflores; sombras por todas partes; y en el

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cielo, el espectro de una luna nueva.Con un impulso pensó abrir la oxidadacancela de hierro de un panteónlevantado sobre una colina; un panteónlimpio, cubierto de unas flores tardías,lloronas y azuladas que podían haberbrotado de unos ojos muertos, pegajosasy de olor nauseabundo.

Amory deseaba sentirse «WilliamDayfiel, 1864».

Se preguntaba por qué las tumbashacían que la gente considerase la vidacomo cosa vana. El no podía sentir lamenor desesperación por haber vivido.Todas aquellas columnas rotas, manosentrelazadas, palomas y ángeles

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significaban romances. Imaginaba quecien años después los jóvenesdiscutirían sobre si sus ojos eranoscuros o azules, y confiabaapasionadamente en que su tumbatuviera alrededor un aura de muchos,muchos años. Le parecía extraño que detodo un conjunto de soldados de laUnión sólo dos o tres pudieran sugeriramores muertos y muertos amantes,cuando todos eran como el resto, inclusobajo el musgo amarillento.

Mucho después de medianoche alcanzóa ver las torres y agujas de Princeton,

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una luz tardía aquí y allí…, y, derepente, de la clara oscuridad surgió eltañido de las campanas. Continuó comoun sueño interminable: el espíritu delpasado que alimentaba a nuevasgeneraciones, la escogida juventud de unmundo trastornado e incorregible, queaún se nutría románticamente de loserrores y semiolvidados sueños depolíticos y poetas muertos. Una nuevageneración lanzando los viejos gritos,aprendiendo los viejos credos, a travésde un ensueño de largos días y noches;destinada a la postre a enfrentarse conese sucio torbellino gris para obedeceral amor y al orgullo; una nueva

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generación destinada más que la últimaal miedo, a la pobreza y a la adoracióndel éxito; crecida sobre un montón dedioses muertos, guerras terminadas,creencias pulverizadas…

Amory, apenado por ellos, todavíano lo estaba por sí mismo —el arte, lapolítica, la religión, cualquiera quefuese su medio sabía que se encontrabaa salvo, libre de la histeria— y podíaaceptar todo lo aceptable, vagar, crecer,protestar y dormir profundamentemuchas noches…

Tenía conciencia de que Dios noestaba aún en su corazón; sus ideas erantodavía muy agitadas; prevalecía el

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dolor de la memoria, la pena por superdida juventud; pero las aguas de ladesilusión habían dejado un depósito ensu alma, una responsabilidad y un amora la vida, la pálida inquietud de viejasambiciones y sueños no realizados.Pero…, ¡oh, Rosalind, Rosalind!…

—Cuando más, es una tristesustitución —dijo con honda tristeza.

Y no podía decir para qué servía lalucha, por qué había decidido hacer usoa ultranza de sí mismo y de la herenciade todas las personalidades que habíanpasado…

Extendió los brazos hacia un cielocristalino y radiante.

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El autory su obra

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I

¡Todos ustedes son una generaciónperdida! —dijo el dueño del garaje aljoven mecánico que trataba inútilmentede arreglar el Ford T de Gertrude Stein.La escritora, que estaba presente, hizosuya la frase, que también ErnestHemingway usó como epígrafe en suprimera novela. Con el tiempo, laexpresión fue perdiendo su significadoinicial según la aplicaba el hombre delgaraje a la muchedumbre de ex

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combatientes de la Primera GuerraMundial, en que abundaban losbohemios, los alcohólicos, losdrogadictos, los abandonados a lasuerte.

Para Gertrude Stein aquello de la«generación perdida» pasó a sersímbolo de la progenie de jóvenes ytalentosos intelectuales norteamericanosque abandonaban la patria parainstalarse en Europa y especialmente enParís. Se vivían los «locos años veinte»,la «era del jazz» y «París era unafiesta», un lugar en que la pobreza y lagloria andaban de la mano y en el que laalegría de vivir era la justa revancha

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después del conflicto.La juventud de casi todo el mundo

había tenido que soportar —ya fuera decerca, de lejos o en el propio frente debatalla— cuatro años de ratas y piojos,de epidemias y de heridas purulentas enlas trincheras de barro de la PrimeraGuerra, peleando a menudo con unenemigo invisible. Hemmgway habíacombatido en Italia; Ford Madox Ford,junto a las tropas inglesas en el norte deFrancia; J.R.R. Tolkien se había salvadogracias a la «fiebre de las trincheras»que obligó a evacuarlo hacia su patriagalesa; Charles Péguy murió en una delas escaramuzas iniciales: «agáchese,

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teniente Péguy» gritó uno de lossoldados, pero Péguy no escuchó y unabala acabó con uno de los grandescerebros de su tiempo; GuillaumeApollinaire recibió en la cabeza laherida que desde entonces hasta sumuerte luciría como una corona demacabros laureles. Francis ScottFitzgerald se enroló en el ejércitonorteamericano, pero no consiguió quelo enviaran al combate. Fue una de susgrandes frustraciones.

Descendiente de irlandeses, F. ScottFitzgerald nació en St. Paul, Minnesota,

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el 24 de septiembre de 1896. En suépoca de estudiante frecuentó algunos delos más prestigiosos establecimientos deeducación media y superior: laAcademia de St. Paul en su ciudad natal,el Colegio Newman y, finalmente,Princeton, centro de estudios envidiadopor muchos. Fueron hermosos años entrela adolescencia y la juventud, años deencuentro con una generación en quebrillaban los oropeles sociales yeconómicos.

Inteligente, entusiasta, creador,simpático, Fitzgerald se destacó muypronto entre sus condiscípulos dePrinceton y allí comenzó a hacer sus

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primeros aprontes literarios entre elentusiasmo de sus camaradas. ¿Fue unbuen estudiante? No lo sabemos, pero síque abandonó Princeton sin terminar losestudios y con una gran desilusión:nunca lo incorporaron al equipo oficialde fútbol.

Princeton inacabado, fútbolinalcanzable y —poco más tarde— unaincorporación al ejército sin conseguirel destino al frente de batalla. Tresposibles fracasos, pero más que eso —como anota un crítico— unaconfirmación de un sentimiento hondo enFitzgerald: siempre andaba cerca de susobjetivos, los palpaba, sin atraparlos.

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También los futuros éxitos fueronhuidizos. No siempre fracasos, pese atodo, pues en Princeton logró el escritorprimerizo su primer contacto con lo quesería una de las claves de sus obras: laexistencia frivola y despreocupada deuna casta social todopoderosa poraquellos días. Las experiencias dePrinceton cuajaron en una novelaejemplar: A este lado del paraíso, libroesencialmente autobiográfico ytestimonial que le dio inmediata famaentre el público y la crítica. De ahí enadelante, vertiginosamente, se le abrióun camino triunfal. La gloria acudíahacia él a una edad en que otros buscan

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con más afanes que resultados.Con todo, el destino de Francis Scott

Fitzgerald fue siempre una paradoja: poraños había admirado y amado a unamuchacha, Zelda, que lo rechazabasistemáticamente. Con el éxito vino ladefinitiva conquista. El matrimonio deScott Fitzgerald y Zelda Sayre apareciócomo el más radiante ejemplo de lafelicidad a la manera de los «añoslocos». Bellos, alegres, cultos,sociables, eran el centro de la vidamundana y a la vez intelectual. Lo queFitzgerald desconocía era que Zeldaestaba herida por una esquizofrenia queacabaría por enloquecerla.

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Después del éxito literario y pecuniariode A este lado del paraíso se abrieronpara el escritor las puertas de lasociedad dorada y las páginas de lasprincipales revistas. Sus cuentos eransolicitados, publicados, aplaudidos yreunidos por último en volúmenes quelos lectores se arrebataban. Así nacieronCoquetas y filósofos (Flappers andPhilosophers, 1920), Cuentos de la eradel jazz (Tales of the Jazz Age, 1922) yluego una segunda novela: Los bellos ylos malditos (The Beautiful andDamned, 1922), seguida por otraconsiderada su obra maestra: El gran

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Gatsby (The Great Gatsby, 1925).«Su talento era tan natural como eldibujo que forma el polvillo en unala de mariposa —escribeHemingway—. Hubo un tiempo enque él no se entendía a sí mismocomo no se entiende la mariposa, yno se daba cuenta cuando su talentoestaba magullado o estropeado. Mástarde tomó conciencia de susvulneradas alas y de cómo estabanhechas, y aprendió a pensar pero nosupo ya volar, porque había perdidoel amor al vuelo y no sabía hacermás que recordar los tiempos en quevolaba sin esfuerzo.»

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Pero esto último estaba todavíalejos. Entusiasta y glorioso, marchó aEuropa con Zelda y a ese París que «erauna fiesta» y que acogía en sus cafésentre burgueses y bohemios a losjóvenes del Nuevo Mundo que venían yano con armas sino con ingenio a beberen las antiguas fuentes. Allí ambosfrecuentaron las reuniones de los juevesen casa de Gertrude Stein, la caprichosay genial autora que sólo dirigía lapalabra a los escritores y dejaba a susamigas la tarea de dar conversación alas esposas. Allí hizo nuevas amistadesentre compatriotas literatos y observócon curiosidad admirativa a los famosos

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de Francia y a los turistas intelectualesingleses. Desde la mesa en la acera delcafé vio pasar a Hilaire Belloc o a FordMadox Ford: estaba en el centro delmundo.

Entre tanto esplendor, las sombrascomenzaban a aparecer. En Fitzgerald elcreciente alcoholismo acompañado poruna hipocondría que lo paralizabaconsumido por sus enfermedadesimaginarias. En Zelda, los primerosrasgos del extravío mental acentuadospor la bebida.

De esos años de la primerapostguerra, Ernest Hemingway hadejado vividos recuerdos en uno de sus

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mejores libros: París era una fiesta. Enesas páginas autobiográficas escritashacia 1957 y revisadas en el final de suvida, el escritor norteamericano evocafrecuentemente a su compatriota,retratándolo con penetrantes rasgos.Sigámoslo en algunas de sus imágenes:

»Scott era ya entonces un hombrepero parecía un muchacho, y su carade muchacho no se sabía si iba parabella o se quedaba en graciosa.Tenía un pelo ondulado muy rubio,frente muy alta, ojos exaltados ycordiales, y una delicada bocairlandesa de larga línea de labios,que en una muchacha hubiese

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representado la boca de una granbelleza. Tenía una firme barbilla yperfectas orejas, y una nariz quenunca fue torcida…

»Llegó un momento en queobservarle ya no me proporcionabamucha información, excepto la deque tenía manos bien formadas y queparecían hábiles y no eranpequeñitas, y cuando se encaramó auno de los taburetes del bar,descubrí que sus piernas eran muycortas. Con piernas normales tal vezhubiera sido unos cinco centímetrosmás alto.

»…Uno o dos días más tarde

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trajo Scott su libro [El gran Gatsby]… Cuando terminé de leerlo,comprendí que hiciera Scott lo quehiciera, por muy mal que se portara,yo tenía que considerar que eracomo una enfermedad, y ayudarle entodo lo que pudiera y procurar serbuen amigo suyo. Scott teníamuchísimos buenos amigos, más quenadie que yo conociera. Pero mealisté como uno más, tanto si podíaserle útil como si no. Si era capaz deescribir un libro tan bueno como TheGreat Gatsby, no cabía duda de queera capaz de escribir otro todavíamejor. Entonces yo aún no conocía a

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Zelda, y por consiguiente no teníaidea de las terribles desventajas conque luchaba Scott. Pero prontoíbamos a descubrirlas.»Los recuerdos de Zelda son penosos

y tal vez baste una escena descrita porHemingway para imaginar la tragediaque se escondía tras las armoniosasapariencias:

«Zelda estaba muy hermosa, y subronceado tenía un encantador tonodorado y el pelo era de un bello orooscuro, y se mostró muy cordial. Susojos de gavilán estaban claros yserenos. Sentí que todo andaba bieny que al fin todo iba a tomar un buen

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aspecto, y entonces ella se inclinóhacia mí y, con mucha reserva, mecomunicó su gran secreto: —Dime,Ernest, ¿no piensas tú que Al Jolsones más grande que Jesús? Entoncesnadie le dio importancia a la cosa.No era más que el secreto de Zelda,y lo compartió conmigo como ungavilán que compartiera algo con unhombre. Pero los gavilanes nocomparten nada. Scott no escribiónada más que valiera la pena, hastaque a ella la encerraron en unmanicomio, y Scott supo que lo de sumujer era locura.»Todavía alcanzó Fitzgerald a

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publicar otro volumen de cuentos, Todoslos tristes jóvenes (All the Sad YoungMen, 1926) antes de que la crisis, todaslas crisis, se precipitaran. El grandesastre económico de fines de ladécada del veinte acabó con losesplendorosos «años locos». El mundode la era del jazz, tan admirablementedescrito por Fitzgerald en sus cuentos ynovelas, se sumergió en el derrumbefinanciero, la cesantía y las largas colasde desocupados en busca de trabajo odel pan cotidiano. El oropel mostraba sureal valor. Atrás quedaron losesplendores de París.

En 1930, Zelda Sayre, poseída por

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la esquizofrenia, debió ser internada enun sanatorio. Y luego en otro. Y otro. Enel incendio de uno de ellos pereció.

Entre la bruma alcohólica, FrancisScott Fitzgerald emprendió la tarea derecobrar la fama, los prestigiosliterarios que le acompañaran durantecasi una década de éxitos. El fruto desus trabajos correspondió a lo apuntadopor Hemingway: «si era capaz deescribir un libro tan bueno como TheGreat Gatsby, no cabía duda de que eracapaz de escribir otro todavía mejor».

Allí estaba Suave es la noche(Tender is the Night, 1934), una novelade trasfondo autobiográfico, como la

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primera, en la que cuenta laestremecedora historia de unadesintegración moral y física. Fitzgeraldestaba convencido de que ésta era suobra maestra, y probablemente lo sea,pero el tiempo de la gloria había pasadoy no hubo ecos que respondieran alllamado del escritor que, oculto bajo supersonaje Dick Diver, parecía hundirsecomo él irremisiblemente.

Francis Scott Fitzgerald se convirtióen un guionista más para la industria delcine en Hollywood. No le quedaba otromodo de ganarse la vida, pero sutalento, pese al alcohol y a los desastresde toda índole, todavía estaba en

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condiciones de manifestarse.En marzo de 1935 apareció Taps at

Reveille, una edición bastante aporreaday mal corregida de historias breves quecontenía cinco cuentos dereminiscencias adolescentes, reunidoscon otros en forma postuma en Losrelatos de Basil y Josephine (The Basiland Josephine Stories, 1973). Muchasde estas narraciones habían aparecidoen The Saturday Evening Post ymuestran el don de Fitzgerald para elanálisis psicológico de las gentes de sugeneración y todavía más cuando se tratadel autoanálisis, que alcanza límites decrueldad en las relativas a Basil. La

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visión irónica de su propia existencia, lanostalgia de algo que en un momento seesperó y desapareció luegoirremediablemente, la certeza del tristedestino de «la generación perdida» enlos avatares de la postguerra y la crisismundial, todo está en germen y a vecesgenerosamente desarrollado en estasnarraciones que poseen, no obstante, laplena frescura adolescente.

En 1936 aparece el último libro: Elderrumbe (The Crack-Up). Según JamesEdwin Miller, de la Universidad deChicago, Fitzgerald —como supersonaje Diver de Suave es la noche—estaba descubriendo que sus recursos

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morales desaparecían, proceso quedescribió con vivida agonía en estelibro.

El derrumbe es el testimonio másdirecto y vital de la desilusiónencarnada, que Fitzgerald quisodescribir tanto en relación con el mundoque lo rodeaba como con su propiainterioridad. El recuerdo de unostiempos felices en que parecía nacer unmundo nuevo e iluminado por losresplandores de la prosperidad, deléxito y de la inconsciente danza al bordede un abismo, se precipita y decanta enestas páginas en las cuales la angustiadesaparece bajo una capa de abandono y

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resignación en la que no falta elsarcasmo. Después de una serie defallidos intentos de suicidio, FrancisScott Fitzgerald murió de un ataquecardíaco el año 1940, mientrastrabajaba en un nuevo ensayonovelístico: El último magnate (TheLast Tycoon). El texto inconcluso, conlas notas del autor, fue publicado al añosiguiente. Más tarde, en 1960, la ediciónde un volumen con su correspondenciavolvió los ojos de la crítica hacia elsemiolvidado escritor.

El caso de Francis Scott Fitzgerald es

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uno entre los de muchos escritores que aveces en la cumbre de la fama pierden elfavor del público y les sigue un largosilencio después de la muerte, como sitodo —talento, prestigio, popularidad—hubiera sido sepultado con ellos. Perotambién acontece, cuando hay genio depor medio, una resurrección. Los añospasan; el escritor no es sino un nombreen los largos catálogos de las editorialesy de las historias literarias; si se losevoca, es como evocar una sombra. Y,de pronto, casi misteriosamente, elhombre y su obra resurgen, vuelven alprimer plano de la fama y alcanzan unanueva consagración que esta vez puede

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ser definitiva.Si podemos hablar de un clásico

para una época, Fitzgerald lo es para laera del jazz y de la euforia que siguió ala Primera Guerra Mundial y que sehundió súbitamente en la catástrofe de ladepresión, arrastrando con ella a todo loque se llamó «la juventud llameante». Esun profeta del desengaño, un cantor delas ilusiones perdidas, de la dolorosaconciencia del fracaso. Sus obrastestimonian la locura de unos añosfelices y el dolor del desastre en queterminaron. Sus personajes, comoGatsby o Diver, luchadores del éxitoefímero, conocen los sabores del

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desengaño y la triste sensación de lapropia decadencia.

Es posible que entre los escritoresde la «generación perdida» haya otrosmás famosos y populares que FrancisScott Fitzgerald. En él, sin embargo, lacalidad del testimonio directo ypersonal sobrepasa los marcos de todaficción, y éste es uno de los factores quelo convierten en un elementoindispensable en la historia de un tiempodramáticamente original.

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II

A este lado del paraíso es, como sedijo, una obra de raíz autobiográfica y,en cierto modo, testimonial, que narralos años de niñez y adolescencia deAmory Blaine, alter ego del autor con elque comparte hasta el año de nacimiento(1896), y el ilusionado arribo a laprometedora época de la primerajuventud. Un epígrafe, tomado de OscarWilde, nos muestra uno de los tonos deesta novela polifónica: «Experiencia es

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el nombre que muchos dan a suserrores».

En las primeras páginas veremos alpequeño Amory en el ambiente de lafamilia, compuesta por el padre,«hombre inarticulado y poco eficaz, quegustaba de Byron y tenía la costumbre dedormitar sobre los volúmenes abiertosde la Enciclopedia Británica»,enriquecido casualmente por la oportunadefunción de sus hermanos mayores, ypor Beatrice O'Hara, la madre quetransmitió al hijo único sus rasgoscélticos y con ellos una brillantez algofrivola y llena de encanto.

Beatrice es una de las heroínas en la

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vida de Amory, que la evoca entresignos de exclamación: «¡Aquella sí queera una mujer!» Y además una mujereducada en el Colegio del SagradoCorazón, en Roma («una extravaganciaeducativa que, en la época de sujuventud, era un privilegio exclusivopara los hijos de padresexcepcionalmente acaudalados»),paseaba por Europa y provista de todaslas oportunidades sociales y refinadascomo para darle «una cultura rica entodas las artes y tradiciones, desprovistade ideas…»

¿Cómo llegó a casarse esa muchachabrillante y epigramática con el aburrido

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señor Blaine? Lo sabemos por elnarrador:

«En uno de los momentos menostrascendentales de su ajetreadaexistencia, regresó a sus tierras deAmérica, se encontró con StephenBlaine, y se casó con él tan sólo porquese sentía llena de laxitud y un tantotriste».

El pequeño y solitario Amory era lacompañía más querida de Beatrice, quetransmitía al hijo su encantadorasuperficialidad y sus pasiones artísticas.Antes de que cumpliera los diez años«lo había alimentado con trozos de“Fêtes Galantes”… y a los once ya

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podía hablar corrientemente y conreminiscencias de Brahms, Mozart yBeethoven».

Con estos antecedentes uno empiezaa imaginarse ya las tribulaciones a queestará expuesto el joven Blaine en susvaivenes entre la puerilidad y elrefinamiento, como se puede advertirdesde muy temprano en susdesventuradas relaciones con la pequeñaMyra St. Claire.

Con la primera corbata y los primerospantalones largos (recordemos que enesa época antes de éstos se pasaba por

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las etapas de los pantalones muy cortos,cortos y, por último, bombachas de golf)comienza para Amory el momento de lasgrandes preocupaciones, de modoespecial sobre sí mismo. Y no se puedenegar que es generoso para resolverlas.Se define, pues:

«Físicamente. Amory tenía lacerteza absoluta de que eraextraordinariamente hermoso. Lo era. Setenía por un atleta de infinitasposibilidades y por un bailarínconsumado».

«Socialmente. En este campo, suscondiciones eran, quizás, máspeligrosas. Había otorgado

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gratuitamente a su persona encanto,amabilidad, magnetismo, equilibrio, elpoder de dominar a todos los varones desu edad y el don de fascinar a todas lasmujeres».

«Mentalmente. Una superioridadabsoluta y fuera de toda discusión».

Con todas estas cualidadesgratuitamente atribuidas, este Amoryentre ingenuo y petulante ha de partir ala gran aventura: el High College yluego la Universidad de Princeton.

Y aquí aparece, junto con laaventura, un gran personaje algo lateraly a la vez definitivo: monseñor Darcy,cuya sabiduría sumada al humor irlandés

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rondarán por la vida de Amory casihasta las últimas páginas del libro.Ambos, Amory y monseñor Darcy,tendrán mucho que decirse y, conformeaumenta la madurez del muchacho y conella la cambiante visión del mundo y dela vida, el diálogo se volverá másprofundo, más emocionante, pero nomenos ingenioso.

Con el College St. Regis y con launiversidad esa visión cambiantecrecerá en intensidad: el trato con losdemás, la competencia estudiantil, elnacimiento de las «grandes amistades»,esas que rara vez terminan, son loselementos definitivos en la formación

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social del personaje. Ahora está en elmedio real de la existencia, lejos de lasfantasías y los sueños maternales.

St. Regis es la aparición de los grandesdescubrimientos: las muchachas, laliteratura, el don de escribir. Con lasprimeras sueña; en la literatura seprecipita, leyendo cuanto llega alalcance de sus ojos: «Las mil y unanoches», «El caballero de Indiana»,pero también Dickens, Kipling,Chesterton. ¿Y por qué no? PhillipsOppenheim. En cuanto a escribir, ahítiene las páginas del St. Regis Tattler

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abiertas a sus primeras hazañas.También descubre las modas y con

su amigo Rahill establece, no muycaritativamente, las diferencias entre elGran Hombre y el «gomoso», géneroeste último al que pertenecen los de«cabello relamido y engominado».

Después de los años del College,llegar a la universidad de las gárgolas ylos capiteles es como entrar alamurallado mundo de la edad adulta,donde se empieza por conocer a loscompañeros de viaje, a loscondiscípulos. Allí están los hermanosHoliday, Kerry con sus ojos grises,Allenby, capitán del equipo de fútbol.

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Ahí están el cine, el teatro, los paseos,las clases en que ya no son unos niñospara los maestros viejos y prestigiosos.A Amory se le abre el corazón:

«Desde el primer momento habíaamado a Princeton: su lánguida belleza,su oculto significado, sus multitudesdeportivas, frescas y alegres y, bajotodo aquello, los ásperos vientos de unalucha sin tregua entre las clases.»

Y están las muchachas y «eseextraño fenómeno tan generalizado enlos Estados Unidos que es el juego delas caricias», la aventura de las cariciasfurtivas, a hurtadillas de las personasmayores: «Ninguna de las madres con

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ideas victorianas —y casi todas lasmadres eran victorianas— tenía lamenor idea de la facilidad con que sushijas se habían acostumbrado a serbesadas. Las sirvientas son de talcondición —aseguraba la señora deHuston-Carmelite a su muy solicitadahija—. Se dejan besar primero, ydespués oyen las propuestasmatrimoniales».

Amory tiene dieciocho años, midecasi el metro ochenta y siete, es«excepcionalmente hermoso» y en surostro algo infantil la mirada penetrantede los ojos verdes pone un toque demadurez, pero falta en él «ese intenso

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magnetismo que acompaña siempre a labelleza del hombre o la mujer; supersonalidad radicaba sobre todo enalgo mental…»

Esa «personalidad más bien mental»le causará muchos dolores de cabeza nosólo con las muchachas: también con loscompañeros más volátiles, más alegres ysuperficiales. Amory reflexiona mucho,tal vez demasiado para sus amigos, ysuele hacerlo en voz alta. No siempreentretiene escuchar a otro que habla enexceso…

Para el grupo de jóvenes estudiantesla vida en Princeton es un torbellinoque, si no los aparta de sus tareas

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académicas, hace que éstas pasenfrecuentemente a segundo plano.Amoríos epistolares, elecciones en losclubes y sociedades de estudiantes,pugnas por ingresar a los equiposdeportivos, bohémicas escapadas aNueva York, intensas lecturas yprimeros vuelos narrativos vanmoldeando la personalidad de AmoryBlaine. Puede ser un líder, cuando lodesea, pero de pronto se refugia en unainterioridad secreta que lo hace unsolitario entre la masa.

Otros acontecimientos, más biencatastróficos, contribuirán a esta «forjadel hombre». Y aquí estará de nuevo

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monseñor Darcy, su presencia y sureconfortante palabra.

Los dos últimos años en Princetonserán para Amory sombríos y luminosos,todo a la vez, como si aparte de losestudios sistemáticos estuvierandestinados a enseñarle la dura tarea delas decisiones que el hombre sólo puedetomar por sí mismo. El muchacho, queestá creciendo por dentro, tiene muchoque aprender en los mundos exteriores,en cuyos rincones más tenebrosos puedehasta aparecer el rostro del Demonio. YAmory lo ha visto.

La despedida de Princeton esdolorosa: «Lo que dejamos aquí es más

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que una clase, una enseñanza o unaeducación; es la herencia de la juventud.No somos más que una generación y enestos momentos estamos rompiendo losvínculos que nos ataban a este lugar y aotras generaciones de sangre fuerte yespíritu sano. Ahora nos damos cuentade que hemos caminado más de unanoche por estas calles, del brazo conBurr y Light-Horse Harry Lee».

«… Se han apagado las antorchas»murmuró Tom.

Un breve intermedio nos muestra aAmory Blaine, de veintidós años,

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convertido en subteniente del DécimoRegimiento de Infantería en elCampamento Mills de Long Island. Através de una carta de monseñor Darcy,F. Scott Fitzgerald señala, como en unchispazo o una visión subliminal, elgermen de lo que será la «generaciónperdida» y no sólo en la interpretaciónque Gertrude Stein le daba a esostérminos: «He aquí que ha llegado el finde algo; para bien o para mal, ya noserás nunca el Amory Blaine que conocí,y nunca volveremos a encontrarnoscomo nos encontrábamos, porque tugeneración se está endureciendo muchomás de lo que la mía llegó a

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endurecerse, alimentada como estabacon la leche tierna del novecientos».

Es el fin de algo. Esos millones demuertos en las trincheras de la Europadestrozada por la guerra; esa multitud dejóvenes norteamericanos llegados atierra extraña para luchar por lalibertad; la sangrienta revolución rusade 1917; el empequeñecimiento delmundo, cuyos habitantes ahora seencuentran así sea en el horror de loscombates; el temor al futuro ya noplácido como los días pretéritos, sinoamenazador y desconocido, todo marcaun fin y el comienzo de una era cuyosigno es la inseguridad.

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Parece que, ante este espectáculo,sólo queda divertirse; carpe diem, seacabaron las certezas. Los «locos añosveinte» son incubados en la tragediamundial.

La segunda parte del libro se abre conuna pirueta de Fitzgerald: abandona lanarración y monta una escena de teatroen que Amory es el protagonista de unnuevo apasionamiento. Rosalind eshermosísima, atrayente, apasionada,ansiosa de liberarse de su ambienteburgués. Pero el ambiente burgués estáen serias dificultades. Un pretendiente

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adinerado es mejor solución que un buenmozo Amory que redacta textos en unamodesta agencia de publicidad. Quévamos a hacerle, parece decirnos elautor, ésta no es una novela románticasino el fiel reflejo de la vida de unpersonaje hasta ahora más bieninfortunado.

Por tanto, aparte de abandonado,comenzamos a ver a un Amoryindispuesto por la bebida, seguro desufrir las enfermedades más increíbles,blanco como el papel, y tomándose otrotrago acaso por aquello de que «unclavo saca otro clavo», pero Fitzgeraldno le saca el cuerpo a la verdad.

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Por esos días neoyorkinos, paraAmory el mundo tiene forma de taberna,pero la vocación de escritor le ofreceráuna escapatoria. Puede sumergirse porhoras y días en la lectura de sus másadmirados autores: Joyce, Galsworthy,Bennett, Shaw, Wells y sobre todoChesterton, cuyo nombre se repite en lanovela. El maestro inglés de la paradojainfluye en el espíritu y en el estilo deBlaine-Fitzgerald. Por ahí le veremosescribir chestertonianamente: «A pesarde haber ido al colegio me las arreglépara obtener una buena educación».

No son días fáciles. El inmaduroAmory se siente atrapado en un laberinto

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del que sólo arranca siguiendo algunaluminosa figura de mujer pero quevuelve a envolverle. Más que unlaberinto es la fragua, la subconscientelucha por la propia formación.Monseñor Darcy reaparece con suscartas fraternas e ingeniosas. En boca deDarcy pone Fitzgerald una reflexiónpremonitoria, que habrá recordado mástarde, en su trágica vida junto a Zelda:«Con respecto al matrimonio, estáspasando ahora por el período máspeligroso de tu vida. Podrías casarteapresuradamente y arrepentirte a poco,pero no creo que lo hagas». Sí: Scott lohizo.

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El desenlace con la llegada de lamadurez y la experiencia literaria seaproxima a través de muchas renuncias:«En un sentido, esta renuncia gradual ala belleza fue su segundo paso por ellaberinto, después que se completó sudesilusión. Le parecía que dejaba atrássu última oportunidad de llegar a ser uncierto tipo de artista. Era mucho másimportante llegar a ser una cierta clasede hombre».

Lo cual, en suma, lleva a una últimareflexión:

«Me conozco a mí mismo —dijo envoz alta—. Pero eso es todo».

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A este lado del paraíso es una novelaprofundamente norteamericana quetrasciende su medio gracias a losvalores humanos que en ella se mueven.En ella F. Scott Fitzgerald parececoncretar la norma señalada porGertrude Stein: el artista debe vivir «elcompleto presente actual». Y Fitzgerald,encarnado en Amory Blaine, lo vive entoda su extensión y consecuencias, conla rebeldía innata en él, con un espírituindependiente que se traduce enapasionados alegatos por la libertad y elidealismo, dichos con todo el fuego y lainseguridad de un hombre al que losescasos años no lo han apartado aún de

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una porfiada adolescencia.Con un modo de escribir sencillo,

animado por el ingenio; con unaemotividad que llega hasta el borde delsentimentalismo pero que se salva porsu sentido poético que eleva el tono y laforma; con una muy profunda raízcristiana, Fitzgerald describe lasturbaciones de la adolescencia, el durocamino hacia la edad adulta, la luchaentre luces y sombras de un espíritujoven. Como anota el crítico francésMichel Mohrt, «en el fondo de la obrade Fitzgerald está el problema del mal,concebido por una conciencia de jovencatólico provinciano».

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Desde otro punto de vista observaesta obra el ensayista norteamericanoLudwig Lewisohn en «The Story ofAmerican Literature»: «Abundan lasnovelas autobiográficas sobre losardores y las rebeliones de la juventud[…] La más famosa y justamente así fueA este lado del paraíso, que contiene,entre otras excelencias, un admirablediagnóstico de las prácticas de losconvencionales novelistasnorteamericanos de entonces; quecontiene elocuencia y poesía y esaebullición creadora, todavíaincontrolada e indisciplinada, que hasido siempre parte de las grandes

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promesas de la juventud. Prácticamente,el libro no tiene un centro intelectual, loque es, también, un sello propio de lajuventud. Pero las cualidades del autorparecen tener la justa amplitud de lasmejores promesas y en sus páginasmucho es realmente atrevido yhermoso».

Elocuente, poética, juvenil, emotivay hermosa, A este lado del paraíso sigueactual y vigente setenta años después depublicada. Con ella sobrevive la imagendel escritor que fue en un momento unaencarnación del espíritu joven.