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Primera edición, 1998D.R. © Documentación y Estudios de Mujeres A.C., México, D.F.

Segunda edición, 1999D.R. © UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA

Coordinación Editorial Francisco Rojas González 131 Colonia Ladrón de Guevara 44600 Guadalajara, Jalisco, México http://www.editorial.udg.mx E-mail: [email protected]

ISBN: 968-895-850-6

Impreso y hecho en MéxicoPrinted and made in Mexico

La Secretaría de Seguridad Pública, por medio de la Di-rección General de Prevención y Readaptación Social(DIGPRES), el Premio Documentación y Estudios de Mu-jeres, A.C. (DEMAC), y el Consejo Nacional para la Cultu-ra y las Artes (CNCA), a través del Instituto Nacional deBellas Artes (INBA), convocaron al Concurso Nacionalde Información y Promoción de la Literatura y Direc-ción del Buzón Penitenciario.

Prólogo 5

Haciendo un recuento de mi vida... 7Mi prometido oficial, mi primo 35De mis compañeros de escuela 41Días en rojo 61

Índice

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E sta novela nos captura con un tonoconfesional y estilo sencillo desde las pri-

meras líneas, en las que la autora reconoce suconfusión e invita al lector a esclarecer el nudode este relato. Por otra parte, toma ese silencioancestral de muchas mujeres ante la figura delpatriarca, llevándolo hasta fatales consecuen-cias. Recordé al seguir los pasos de la protago-nista, la novela de Mariana Marianni, La largavida de María Ucría, donde la heroína es sor-domuda. “La palabra es una manera de hacerse jus-ticia, porque el mundo nos está malinterpretando”,comentó al respecto Germán Dehesa, al explicaresta novela, y se convirtió en una de las frasesmás importantes en mi devoción por la palabraescrita.

Andrea Sol, al igual que María Ucría, em-prende un doloroso y necio medio de expresión,que hable por sus silencios. No necesariamentese es sordomuda cuando se nace así, en el casode Andrea es la violencia psicológica y físicadel padre y del esposo lo que la silencian y pa-ralizan y —en un momento fatídico— tomalas proporciones de una tragedia.

Prólogo

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Esta novela es también un aspecto más delproblema de autoritarismo del cacique que,como lo señala Carlos Fuentes al comentar Pe-dro Páramo, en los países latinos el tirano nose permite ser completamente malo, porque lotraiciona su corazón. Pero cuando Pedro Pára-mo claudica, a la muerte de Susana San Juan,lleva una silla afuera de la hacienda y no res-ponde a nada y se convierte en piedra, pero mue-re con él la vida de todo un pueblo.

María Luisa Burillo

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Haciendo un recuento de mi vida, sé que ha valido la pena y tengo que darlegracias a Dios por lo vivido. También tengo tan-tas dudas, que por más vueltas y vueltas que ledoy, no encuentro la respuesta... tú que me leeste pido que analices con más objetividad.

Mi infancia transcurrió en tonos pastel, y ala vez con manchones: tonos claros, porque tuveunos padres muy buenos; me consentían mu-cho y me daban todo lo que la niña quería.Como era la única hija, aparte de mimarme meexigían mucho y me sobreprotegían. Voy aplaticarte de mi padre y de mi madre. Mi padreera una persona muy buena, muy trabajadora yluchona; por lo tanto, él tenía todo el derechode exigirnos a mi mamá y a mí perfección, lim-pieza, puntualidad y sobre todo arreglo perso-nal. De mamá iré hablando, si papá lo permite.

Entonces, como puedes imaginarte, la aten-ción a mi persona, estudios, vestuario y moda-les eran exagerados. Recuerdo que en una oca-sión fuimos juntos casi toda la familia: primos,primas y tíos de paseo a una casa de campo quetenía mi familia cerca de la ciudad y yo como

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siempre iba vestida impecable. Mi primer malrato fue cuando llegamos y mi papá vio a todosmis primos hombres saludándome normalmen-te de beso; él no lo soportó y me dio un jalónhorrible —todavía lo siento— porque mi papáera muy celoso; yo le podría llamar enfermo decelos. Me llevó a la camioneta y como mi mamáme vestía con vestidos perfectos muy cortitos,de esos que se usaban antes, de holanes yampones y calzones con encaje, para que se vie-ran ¿me entiendes?, y para acabarla de rematar,calcetines también de encaje. Cuando llegamosa la camioneta, me bajó la bastilla del vestido,arrancó los encajes de los calzones y me estirólos calcetines hasta que llegaran a las rodillas.Yo estaba espantada; no sabía ni me animaba adecir nada. ¡Qué esperanzas! —yo me decía—,si hablo, o digo algo me mata.

Entramos a la casa. Mi familia me veía ypuedo jurar que me tenían lástima y a mi papáterror, por lo que nadie dijo nada. Pero yo sen-tía y sabía que todo mundo se compadecía demí y de mi madre. Y eso me daba sentimiento ymucho coraje, porque eso sí; yo podía decir opensar cosas de mi papá, pero no podía sopor-tar lo que yo con certeza sabía que la gente pen-saba y murmuraba de él; un sentimiento que nopuedo explicar, pero sé que tú me entiendes.

Ya entrada la tarde, me fui a jugar con misprimos a un patio en el que había muchos árbo-les y enmedio un pozo de agua. Jugué y juguéhasta que me cansé y decidí regresar a los co-

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rredores. Había varias mesas y la familia esta-ba platicando. Me divertí en grande y no me dicuenta de la hora que era; no me acordé de re-visar mi vestido, ni mis zapatos, para presen-tarme ante mis papás. ¡Imagínate! Mi papá yaestaba furioso, porque ya tenía yo largo rato deno aparecérmele y sabía que yo andaba jugan-do con mis primos hombres. A mi mamá ya latenía nerviosísima pregunte y pregunte por mí.Cuando me acerqué a mi papá, con sólo verlela cara supe lo que iba a pasar. Mis zapatos yano eran blancos; estaban llenos de lodo y elvestido —ni se diga— era de tela de organdí yestaba desgarrado, peor de como me lo habíadejado él, con los jalones que me le había dadoen la camioneta. Se levantó y puedo jurar quetoda la gente lo notó y en especial mi tía, her-mana de mi mamá, que nunca se casó y me quie-re como si fuera su hija. En ese momento, sihubiera habido la posibilidad de desaparecer,ojalá me hubiera esfumado, porque me agarróde los dos brazos, me llevó hasta el pozo e hizocomo que me iba a tirar y me volvió a sacar;seis veces hizo lo mismo, y me repetía: “Paraque te vuelvas a ensuciar. Vuélvelo a hacer y teprometo que te meto hasta el fondo.” Yo pensa-ba: ojalá lo haga de una vez por todas y así yano sufro y no veo a mi mamá sufrir. Esto pasóen un bello día de campo.

Mi tía, quien me adora, se preocupaba siem-pre por llevarme de vacaciones, a donde fue-ra... Hubieras visto el trabajo que le costaba

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conseguir el permiso; y soportar la primera res-puesta: ¡No! Después, rogarle a mi padre y su-frir condicionamientos, encargos y demás.

En una ocasión, me llevó a un paseo todoun fin de semana. ¡Olvídate! Para mí fue unaliberación: comí lo que quise; usé la ropa queme dio la gana, porque has de saber que yo te-nía ropa especial para jugar en el jardín; ropaespecial para jugar dentro de la casa; especialpara salir al circo. Así que yo andaba feliz y sinpreocupaciones. Me desvelé hasta las doce dela noche. ¡Si me hubiera visto mi papá, yo creoque se hubiera muerto!, pues me picaron losmosquitos y parecía que tenía viruela. Ya sa-brás la preocupación de mi tía y el susto que yotenía de pensar lo que me iba hacer mi papá(con decirte que en mi casa las puertas de lasrecámaras tenían que cerrarse a las siete de lanoche para que no entrara ningún bicho). Yo yatenía que estar bañada, cenada y acostada paradormir a más tardar a las nueve. Él llegaba; medaba la bendición y era todo.

Se llegó la hora de regresar a la casa, des-pués de ese padrísimo fin de semana. Ya senti-rás los nervios. En el camino de regreso nadiehablaba, nadie decía nada, pensando qué iba apasar. Yo me iba muriendo de calor porque ve-nía con mallas, pantalón largo, manga larga ycuello alto de tortuga. Por fin llegamos y quesale a encontrarme papá, quien inmediatamen-te se imaginó al verme tan cubierta qué era loque estaba pasando.

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Entonces me ordenó: “Súbete, báñate yacuéstate. Tu madre te está esperando arriba.Yo ahorita voy para que me platiques cómo tefue. ¡Ah!, y arregla tu uniforme del colegio paramañana; los zapatos ya están boleados.” Mesubí, abracé a mamá; me dio muchos besos yme dijo: “Hija, no tengas miedo. Te voy a ba-ñar y a poner crema en tu cuerpo para que no senoten tanto los piquetes.” Recuerdo que era unacrema como pasta de color rosita que se llama-ba Caladryl. Mientras mi mamá me atendía, mipapá se quedó hablando con mi tía. Al siguien-te día —como de costumbre— papá me subióel desayuno y me dio de comer en la boca ydespués me llevó al colegio. De la conversa-ción de mi padre con mi tía me enteré y no lopodía creer... papá le aseguró que si por él fue-ra, hasta los quince años yo dejaría de tomarbiberón, o que si ella quería podría comprarmeun capelo de cristal para que no me diera ni elaire. Ella le advirtió a papá que estaba hacien-do una niña tímida, insegura, miedosa, enfer-miza y no sé qué tanto más; el caso es que ja-más se volvió a tocar el tema.

Yo iba a un colegio de monjas españolasmisioneras. A diario a las ocho en punto tenía-mos que estar todas sentadas en nuestras res-pectivas bancas en el templo del colegio paraoír misa. Siempre la pasaba cabeceando en misa,porque para mí era muy temprano y las misaslas hacían largas. La Madre Superiora siempreme cachaba y me acusaba con mis padres. Ellos

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eran benefactores del colegio y asistían puntua-les a las citas o juntas escolares. Para que ya nome pasara esto, decidí meterme a la estudianti-na, para tocar los panderos y así no dormirme:el problema tuvo solución; jamás volví a que-darme dormida en misa.

Llegó Navidad y, eso sí, papá y mamá te-nían mucho espíritu navideño. Compraban elárbol, luces y adornos en Estados Unidos. Lacasa quedaba preciosa y a toda la gente le gus-taba ir a comer o a cenar para admirarla. Enverdad era algo precioso empezar a comprar losregalos, esconderlos para que yo no los viera y,una semana antes de la Nochebuena, no medejaban entrar a mi recámara, porque cada añoen esas fechas aparte de mis regalos —que eranmuchísimos— cambiaban la decoración de mirecámara totalmente: alfombra, tapiz, cortinas,sábanas, estéreo, televisión. Todo me lo deja-ban ¡nuevo! Tengo muy bellos recuerdos de esasfechas... Una Navidad, yo ya tenía siete u ochoaños, después de una comida que dieron mispapás, cuando ya todos los invitados se habíanido, nos quedamos mi papá, mi mamá y yo sen-tados en la sala, observando el arbolito y todoslos adornos. De repente, el árbol se ladeó; secayó y se rompieron las esferas y se fundieronlas lucesitas. Mi papá trató de arreglarlo ¡fueinútil! No se pudo. Y cuando mi papá me viollorando, me pidió desesperado que no llorara:“Hijita, ahorita vamos a comprar otro arbolitoy más lucesitas, ¿verdad, vieja?” Y además me

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confortó: “Te voy a comprar algo que yo sé quees tu sueño.” En eso yo dejé de llorar y nos fui-mos a un centro comercial. Compramos el ár-bol, más luces, más adornos ¡todo precioso!“¿Ven esto? —me indicó—, ahora vamos porla sorpresa que te prometí.” Nos dirigimos a unaveterinaria, en donde había muchos perritosgraciosísimos y me pidió: “Escoge dos, unahembrita y un machito.” Eran cocker spanielblancos hermosos y me los compró con todossus accesorios: el collar, camisetas y platitospara que comieran. Yo no lo podía creer, por-que para mi papá los animales traían infeccio-nes. ¡Cómo es que me los había comprado! Perobueno, yo venía de vuelta a casa fascinada conmis perritos y mientras que mis papás ponían elárbol, las luces, los adornos y demás, yo jugabaen la alfombra de la sala con ellos. Cuando ter-minaron de adornar, mi papá sacó a loscachorritos al jardín y les acondicionó una ca-sita y se devolvió conmigo y me ordenó: “Subea bañarte y tállate bien.” Yo obedecí y me subía bañar. Me tallé bien y salí de la regadera.Cuando mi mamá me estaba poniendo los cal-zones (porque hasta esa edad me vestían) mipapá entró con un talco y un spray para rociarmecon ellos. Yo no sabía que eran un antipulgas yun desinfectante. Y me advirtió: “Hijita, es laprimera y la última vez que abrazas a esos pe-rros. Los puedes ver desde el ventanal del co-medor y mañana tu mamá te va a llevar con unotorrinolaringólogo para que te revise bien; no

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vayas a traer un bicho en los oídos. Que no meentere que estuviste jugando con ellos, porquelos echo a la calle. Tú bien sabes que de todome entero.”

Te puedes imaginar cómo me sentí. No en-tendía qué pasaba, por qué me los compraba yluego me prohibía jugar con ellos; pero pasa-ron unos días y se fue aminorando la vigilan-cia, yo sola escogí una ropa apropiada, exclusi-vamente para jugar con mis perritos, y él nuncase enteró. Fue cuando aprendí a decir mentirasy a buscar mañas. Obviamente mi mamá y mistías también sabían de las contradicciones demi padre, y me dejaban jugar con ellos. Cumplínueve años. Un día nos invitó a comer una tía,hermana de mi abuelita; era un amor. Llega-mos a la casa como a las once de la mañana eiban a pasar un partido de futbol. Mi papá sefue a una salita a ver la tele y nosotros a la coci-na y al comedor a platicar y checar la comida.A un hijo de mi tía, que es arquitecto (y que porcierto estuvo muy mal de sus nervios a raíz deesto que te voy a platicar), se le ocurrió haceren su casa un segundo piso para su despacho,con restiradores, libros y reconocimientos desus estudios. Las escaleras para subir al despa-cho estaban en la sala. Mi tía y yo subimos aconocer el famoso lugar; lo recorrimos todo yestaba muy bonito. De regreso, nos bajamos des-pacito, pues no había protección y al llegar alúltimo escalón de abajo se me volteó el pelda-ño y me caí. Los escalones eran de fierro y es-

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taban sobrepuestos. Mi tía los acomodó y nosfuimos a la cocina. Cuando yo pasé por la salitade televisión en donde mi papá veía el partidode futbol —era el medio tiempo— papá me lla-mó para pedirme un vaso con hielo y una Coca-Cola. Yo le dije que sí y me fui a la cocina. Derepente se oyó un ruido estridente, aterrador yun grito de dolor. Era el grito de mi madre, aúnlo puedo escuchar bien claro. Llegó una de mistías y me abrazó y me llevó a un baño que esta-ba en el fondo de la casa, en un patio. Ella llo-raba y yo escuchaba gritos y el zumbido de laambulancia: llantos, sollozos y murmuracionesa mi alrededor. A pesar de que nadie me habíadicho nada y yo no había visto nada, pude adi-vinar lo que ocurría: mi papá está muerto, pen-sé, y no lo pude pronunciar. Era algo terrible einjusto: sentía que mi papá nos había abando-nado... Cuando arrancó la ambulancia, acom-pañando a mi papá, se fueron con él mamá, miabuelita y mi tía. Después, me enteré que élhabía muerto en el instante: no sufrió.

A mí me llevaron a mi casa. Empezaron allegar tíos, tías, primos, primas, sacerdotes yamistades. Todos lloraban y se compadecían demí. Yo jamás lloré. Sentía que me tenían lásti-ma y más cuando llegaron dos camiones de micolegio: uno lleno de monjas mercedarias y otrocon todas mis compañeras amigas y maestras.Ya te imaginarás, yo con el sentimiento que traíay como nunca me ha gustado que me compa-dezcan, me porté rebelde ante todo el mundo;

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no grosera, simplemente callada y sin llorar.Cuando llegamos a la funeraria ya había canti-dad de gente, coronas y arreglos florales. Yollegué acompañada por mi tío abuelito y mimamá. Era obvio que ella tenía que recibircondolencias y cumplir con cierto protocolo. Yosola y retraída, me quedé viendo a mi papá, através del cristal del féretro. No le quitaba lavista; quería estar segura de que en realidad yano respiraba ni se movía. De repente le empezóa salir sangre por los oídos y la nariz; yo fuisola a conseguir algodón. Llegué, abrí el cristaly lo empecé a limpiar. Le puse al final un tapónde algodón en cada oído y en cada fosa de lanariz. Le di un beso y cerré el cristal. En esemomento, ni siquiera me había fijado en la caraque tenían todas las personas que me observa-ban sorprendidas por mi actitud; yo tenía nue-ve años.

Mi tío abuelito, que después se convertiríaen mi tutor, a quien yo adoraría como a un ver-dadero padre y abuelito, me sacó de la funera-ria y nos fuimos a comer, los dos solos, a unrestaurante que se especializaba en paella. Miabuelito sabía que me gustaba mucho.

Empezamos a platicar de lo ocurrido. Él mepidió que nunca me sintiera sola, que entre to-dos mis primos, yo era la consentida. Y sí, efec-tivamente, cuando mi mamá era soltera, ellatambién era su consentida. Cuando mi abuelitofue colaborador en la Presidencia Municipal ytenía que ir a la capital del país y a giras o even-

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tos, se llevaba a mi mamá, y aunque tenía unahija de su primer matrimonio, ella casi nuncalos acompañaba porque era reconocidamentemala, celosa, egoísta y grosera. Cuando esta hijase casó, tuvo tres hijos varones. A mi abuelitole encantaban las niñas. Casi al mismo tiemponací yo, una niña. Toda la familia se volvió locade gusto. Mi abuelito, ni se diga, así que yoocupé el lugar de mi mamá. Él me llevaba atodas partes: eventos, reuniones y todo lo rela-cionado con su trabajo. Era un gran empresa-rio, también fue diputado y senador. Y cuandono tenía algún puesto público, sólo se dedicabaa su empresa. Mi tía abuela me quiere mucho;fue la segunda esposa de mi abuelito. La hijadel primer matrimonio de mi abuelo, la que teplatico que es mala, era su hijastra y nunca sepudieron llevar bien.

Cuando se terminaron la misa y el entierrofuimos de regreso a mi casa, y la familia com-pleta nos acompañó, a mi mamá y a mí, hastaya muy entrada la noche.

Como mi casa quedaba a un lado de la demi abuelita, decidieron comunicarlas por el jar-dín, y por una de las recámaras. Todo aparente-mente iba bien. Mamá se dedicó en cuerpo yalma a mí, y se encargaba de los quehaceres dela casa. Mi tía se hizo responsable de la admi-nistración; gran parte de los negocios de la fa-milia, la parte de mi mamá, la de mi tío y las demis abuelos. Ella supervisaba y administrabatodo. Otra de mis tías trabajaba como demos-

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tradora de productos de belleza, y siempre es-taba fuera de la casa.

Mi mamá duró de completo luto trece años;vestida toda de negro. Era obvio el daño que leestaba causando el luto: manchas en la piel yalergias, y a mí sin sentir me causaba más daño,porque yo soñaba a mi papá... lo veía irse deespaldas del brazo de una mujer de pelo rubio,y eso me enfermaba a tal grado que llegué avoltear hacia la pared todas las fotos de mi papá.Mi mamá lo notó y decidió llevarme con unpsicólogo, quien, por cierto, nada más le sacódinero y no me sirvió de nada. Yo sola, poco apoco, empecé a pedirle a papá que descansaraen paz; y eso quedó atrás, pero como siempresurgió un nuevo problema... Todos mis tíoshombres se quisieron poner en el lugar de mipapá, cosa que yo aborrecía, porque empecé acrecer y para salir a una fiesta tenía que pedirlepermiso a todos o, por lo menos, al que se dabacuenta. Para acabarla de amolar, como yo notengo hermanos, no me dejaban salir. Entoncestenía que conseguir más invitaciones, para po-der invitar a alguna prima que me acompañaray solamente así me dejaban ir. Para que mi pri-ma o mis primas quisieran ir conmigo, me con-dicionaban: “Si nos prestas tu ropa, sí vamos;si no, no.” Yo siempre he tenido buen gusto paravestir; la mayor parte de mi vestuario lo com-praba en Europa o Estados Unidos. Como mimamá me prohibía prestar ropa, la ponía enbolsas de plástico y la aventaba a las primas

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por el balcón de mi recámara. Además tenía yoque ir a pedirle permiso primero a mis tíos, paraque las dejaran ir y de remate mis tíos “comome querían mucho”, hacían hasta el cansanciolas preguntas de siempre: “¿En dónde va a ser?¿Quién la está organizando; cómo se llaman losseñores de la casa; en qué trabajan; son genteconocida?” Y si el fallo era positivo, seguía pedirpermiso a mi mamá y a mi tía y me volvían apreguntar: “¿Y quién va a ir contigo?” “Van misprimas”, contestaba. “¿Segura que ya las deja-ron ir?” “Sí mamá”, le insistía. Las mismas pre-guntas que ya me habían hecho mis tíos. Des-pués de todo esto, se comunicaban ellos y seponían de acuerdo en la hora del regreso; teníaque ser antes de las doce de la noche.

No te había platicado que yo tenía gente queme cuidaba. El custodio más feo, grandote ygordo era el más buena persona. Tenía órdenesde no estar retirado de mí a más de cinco me-tros de distancia. Imagínate, semejante hombrearmado hasta las cachas. En la fiesta, me man-daban llamar los papás de mis amigas o amigospara preguntarme si venía conmigo. Yo les con-testaba que sí, que siempre me cuidaban; que sino, no me hubieran dejado asistir a la fiesta.Hacían una seña como de asentimiento y des-pués de unos segundos de silencio, me pregun-taban: “¿Es muy necesario que el guardaespal-das esté adentro de la casa o del jardín?”, y yoles respondía que sí, porque si lo sacaban, metenía que ir yo también. Al final, aparentemen-

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te comprendían y me divertía mucho. Me fuiacostumbrando y ya no me importaba; al con-trario, empecé a cambiar de forma de ser, y yomisma presumía a mi guardaespaldas.

Con respecto a mis tíos empezó a empeorarla situación; todos querían adjudicarse el títulode padre. Fueron tantos los malos ratos y tantoslos corajes, que tuve que hablar con quien teníaque haber hablado desde un principio: con mitutor, mi tío abuelito. Recuerdo que cuando ledi la queja se enfureció tanto que los mandóllamar a todos. Los citó en su oficina delante demí, y les dio una buena regañada. Los puso ensu lugar y les prohibió que se volvieran a meteren mi vida. Los amenazó con quitarles sus tra-bajos o puestos públicos que él les había conse-guido y... ¡santo remedio! Cuando ellos salie-ron de la oficina, yo me quedé sentada con laboca abierta de todo lo que les dijo. Él se sentóen el sillón de su escritorio y me comentó: “Bue-no, hija, ya te quité a los buitres de encima. Siellos creían que iban a quedar bien conmigo,haciéndose pasar por tu papá, se equivocaron.Que ni te miren feo, porque se las van a verconmigo. De ahora en adelante, te voy a poneruna escolta oficial para ti, para que te cuiden yno tengas necesidad de andar pidiendo permi-sos a tus tíos, ni tampoco soportando a tusprimas las gordotas ¿Y cómo voy a creer que seponían tu ropa, cómo les entraba, si tú eresdelgadita y finita?” Modestia aparte, se notabaque me quería.

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Y empezó el tiempo de vagancias; a hacer-me la pinta del colegio. Ahora pienso que yoera insoportable e incorregible. Me expulsarondel colegio de monjas. Como te digo, yo eravaguísima y hacía mucho renegar a la MadreSuperiora, a quien le decíamos La Ratona.Cuando finalizó el año, me saqué pésimas cali-ficaciones, bajísima conducta; eso sí, en depor-tes me gané un cien. Total que por más que lebuscaron la forma de ayudarme para que miscalificaciones finales alcanzaran el promediopara pasar de año, nomás no se pudo. Fue mimamá a hablar con las monjas; pero todo fueinútil. A mi pobre mamá siempre la hacían llo-rar, suplicar y qué sé yo. Reconozco que no eranellas quienes la hacían llorar, sino yo por miconducta y rebeldía. Ese día también fue de vi-sita mi tutor, mi adorable abuelito, para hablarcon las monjas; a ver si con su influencia logra-ba algo bueno. Después de hablar con la MadreSuperiora, ella con mucho respeto le aclaró ami abuelo: “Usted ha ayudado mucho al Cole-gio y al convento; nos ha conseguido grandesmejoras; por lo tanto, nada más le pido que lediga a su nieta que me pida perdón por todaslas atrocidades que ha hecho y por todos losmalos ratos que me ha hecho pasar, ¿qué le pa-rece?” Mi abuelito se regresó a verme y le pi-dió a la Madre Superiora que nos dejara unossegundos solos para poder platicar. La Madrese retiró y nos quedamos solos. Me miró concierta sonrisa picaresca que me hizo sentir bien

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y me dijo: “Hija haz un examen de conciencia,detenidamente, y piensa con sinceridad si enverdad vale la pena pedir perdón; si tus faltasson tan graves que lo ameriten.” Me quedé pen-sando —imagínate, era mi colegio de toda lavida, desde maternal, kínder, primaria; casi todami niñez y me dolía perderlo—; pero le contes-té: “No creo que amerite pedir perdón. Es másque nada una humillación para ti y para mí.”“No pienses en mí —observó— piensa en ti.”Al final mi respuesta fue negativa. Mi abuelohizo entrar a la Madre Superiora y le dijo: “Ma-dre, siento mucho decirle que mi nieta no va apedirle perdón, es su decisión y yo la tengo querespetar... con permiso.” La monja nos llamóvarias veces: “¡Esperen, esperen!” Salimos delColegio sin volver jamás.

Ya fuera, reconozco, cuando nos subimosal carro suspiré y vi por última vez mi colegio,el de toda la vida. Ahí hice mi Primera Comu-nión vestida de monja y tantas otras cosas, pero¡ni modo!, ya no había nada qué hacer.

Me inscribieron en otro colegio, dizque muybueno, según las recomendaciones; nuevo, seinauguraba ese año; también de monjas. Recuer-do una casa en el cruce de dos calles, en la puraesquina. Te imaginas lo que sentí cuando entréa esa casa y la recorrí toda, ¡sólo dos salonesespantosos!, después de haber estado en un co-legio que abarcaba dos cuadras. ¡Me queríamorir!, pero ya no se podía dar marcha atrás.Empezó el ciclo escolar. Resultó que en ese

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colegio se habían inscrito todas las alumnas quehabían sido expulsadas de otros colegios de laciudad; así que el alumnado lo formábamos to-das las expulsadas, y a la vez conocidas, por-que nos veíamos en las mismas fiestas, en lasmismas reuniones y en el mismo club; así que¡el relajo que se armó! En todo el año no nospudieron controlar.

Recuerdo que había una monja enojona,escandalosa y amargada y que cuando llegó eldía de su cumpleaños se me ocurrió que entretodas las compañeras de mi salón le hiciéramostres pasteles de chocolate, cubiertos con betúnrevuelto con un laxante fuertísimo. ¡La monjaandaba que ya se iba por el excusado! Se pusomal y nos asustamos; era obvio, nos cacharon.Pero ¡santo remedio!, a todas nos aprobaron eseaño y cerraron el famoso y horrendo colegio.Ya sabrás la regañada que me dieron mi mamáy mi abuelito. En esa ocasión el abuelo sí medijo que me había pasado de lista.

Me fui a otra escuela. Ahí conocí a un mu-chacho que llegó a ser mi novio, con quien nome dejaban andar. Curiosamente se llamabaigual que mi primo, a quien por costumbre fa-miliar, al nacer, me habían designado como pro-metido oficial para casarme. Te hablaré de élen un capítulo aparte.

Cuando entré a esa escuela, tuve que tomarun año de clases intensivas y audiovisuales en unainstitución privada para la enseñanza del idio-ma francés. Ahí conocí a las hijas del Goberna-

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dor. Fue lógico que nos hiciéramos amigas, porla amistad que había entre el Gobernador y mitío abuelo.

En una ocasión nos invitaron a un certamende belleza en el hotel Camino Real: obviamen-te mi mamá no me permitió ir, y a mis amigastampoco; pero aun así, nos la averiguamos y nosfuimos. En ese entonces yo ya andaba de noviacon Juan Carlos —el que fue mi esposo—. Todoiba muy bien hasta que al llegar nos escogieroncomo parte del jurado y aceptamos sin pensarque el evento iba a ser televisado. ¡Por supues-to, nuestros papás se dieron cuenta de que está-bamos ahí! Cerca de la una de la mañana sali-mos del certamen y nos concentraron en mi casa,ahí se encontraban los gobernadores y mi mamá¡qué horror! Nos pusieron una buena. Nosotrosno sospechábamos que tenían pruebas y tratá-bamos de salir del problema; pero cuando nospusieron el video del certamen y nos vimos ¡quésusto! Así como esto, vivimos juntas muchasotras aventuras, que te las iré narrando.

Aprovechando la posición de hijas del Go-bernador nos íbamos en helicóptero a la playay luego a las montañas o al bosque, todo el mis-mo día: ¡qué locura! Ellas eran muy inocentes,no sabían que siendo hijas del Gobernador te-nían muchos privilegios, como lugar especialen el estadio de futbol o palco en el Teatro Prin-cipal. Yo ya tenía experiencia porque tambiénfui amiga de los hijos de otros gobernadores.Así fue que yo sabía de estas artimañas, siem-

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pre tuve la suerte de ser amiga de las hijas ohijos de los gobernadores por mi tío abuelito.La mayoría eran unos chicos prepotentes;ponchaban las bananas (flotadores jalados poruna lancha), descomponían los jet-sky: eran undesastre.

Empezó otra etapa de mi vida, la más im-portante y definitiva; un nuevo colegio, mixto.Mi primer problema fue que yo había perdidoun año y ahora mis compañeras estaban ¡todasde pañales! Muchas otras cosas viví antes deesto, pero conforme pasen las letras y las hojaste las iré platicando.

Ingresé al segundo de secundaria. No ten-go vergüenza; era la tercera vez que lo cursaba.El nuevo colegio era muy grande, cerca de uncentro comercial. A la hora del recreo nos íba-mos a comer algo, o a pasar el rato. Yo seguíade novia del muchacho a quien no me permi-tían ver y para forzarme a dejarlo, me manda-ron a Canadá; pero ni así lo lograron —te digoque soy terca—. Entonces empecé a salirme enlas horas de clases y me iba con él. Tenía un bochitoamarillo que nos llevaba por ahí ¡bien padre!Alrededor de la una y media me regresaba alcolegio, porque mi mamá llegaba por mí a lasdos en punto. Todo marchaba muy bien, nuncanos cacharon a pesar de que a mí me vigilaban;de una u otra manera me las ingeniaba. Yo te-nía entonces quince años. Empezaron los pro-blemas entre nosotros porque no podíamos irjuntos a las fiestas, y él no quería que yo fuera

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sin él. En algunas ocasiones sólo nos veíamosde lejos. Varias veces nuestros dizque amigosnos decían: “Ustedes bailen, o si se quieren ir aotro lado a platicar, por nosotros no hay proble-ma”; pero al final nos acusaban con mi abueloo con mi mamá. Según ellos sólo para quedarbien con ellos. Ya te puedes dar una idea de lolimitada que me tenían (hasta el teléfono de mirecámara estaba intervenido). Todo esto fuemermando nuestra relación hasta enfriarla. Yotomé la decisión y terminé con nuestro noviaz-go, aunque él se oponía. Empecé a salir con másmuchachos, pero él me seguía. Si íbamos encarro, él llegaba en el suyo y nos chocaba. Eraun relajo, peleaba con mis amigos como si yofuera de su propiedad; se daba de golpes en lu-gares públicos, me jaloneaba, me amenazaba,total que nunca podía salir a ningún lado por-que armaba semejantes espectáculos.

Por ahí existía un muchacho joven muyguapo, bueno para los golpes, que traía a todaslas muchachas de la sociedad de cabeza. No seme hacía conocerlo; sólo sabía que andaba enun carro Montecarlo americano rojo con blan-co, precioso. En un rally del colegio iba a com-petir mi ex novio, y yo estaba ahí. Llegó a pe-dirme: “¡Quiero que seas mi copiloto!” Pero loignoré. Me acompañaba con las hijas del Go-bernador y, ya sabrás, su escolta y la mía nosdaban dizque mucha seguridad. El lugar estabacompletamente lleno, así que las personas queme cuidaban no se daban por enteradas de lo

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que estaba pasando... Enojado me agarró fuertedel brazo y me dijo: “¡Te subes o te subo!” Y eneso un muchacho guapísimo alto, fornido, sevolvió y lo jaló del cuello advirtiéndole: “O ladejas en paz o aquí vas a valer madre tú y tuporquería de carro.” Yo noté que le dio miedo yse fue. Este muchacho me preguntó: “¿Estásbien?” “Solamente un poco apenada”, porquese había dado cuenta de mi situación. “Lo hicecon mucho gusto, y te aseguro que ya no te va amolestar.” Un jalón nos hizo que nos retiráramos—mis amigas y yo— pues estorbábamos a loscarros que ya iban a arrancar. Sólo alcancé aescuchar el grito del muchacho que me pregun-taba: “Oye, ¿cómo te llamas?” Le grité:“¡Andrea, bye, y ¡gracias!”

Como a las tres semanas me salí del cole-gio temprano, cerca de las ocho de la mañana,porque no tenía clases y me hice la pinta. Mefui al centro comercial. Recuerdo que estabacompletamente solo y oscuro. Busqué un telé-fono para hablar con una amiga. Ella tenía unaboutique ahí, del lado del estacionamiento, enla planta baja. Le pedí: “No seas mala, ya ventea la tienda para meternos ahí. No voy a entrar aninguna clase. No te tardes que esto está muysolo y oscuro.” Ella me animó: “Ahorita voy;espérame afuera de la tienda.” Me senté en labanqueta a esperarla. En eso estaba, cuando pasófrente a mí una camioneta Nissan amarilla condos muchachos, que se me quedaron viendo—la verdad, me dio miedo—. Circularon y vol-

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vieron a pasar frente a mí. El que manejaba mepreguntó: “¿Por qué estás tan sola... no te damiedo?” “No ¡para nada!”, contesté. Su com-pañero me reconoció porque me preguntó: “¿Tútienes un Mustang rojo con el techo blanco?”“Sí, ¿por qué?” “¿Y vives en tal calle?” “A quévienen tantas preguntas.” “Te llamas Andrea ¿ono?” “¿En dónde me conociste, por qué sabestanto de mí?” “No te acuerdas del rally del co-legio. Te estaba molestando tu ex novio y yo lopuse en paz.” “Discúlpame que no te reconocíy gracias por esa acción. Pero por qué sabestanto de mí.” El muchacho que manejaba con-testó: “Ni te imaginas lo que sabemos de ti. Ami amigo cuando le interesa algo, lucha hastaque lo consigue.” “¡Uy! Pues qué aferrado. Y apropósito ¿cómo te llamas?” El que manejabarespondió con su nombre. “No, tú no, él”, ledije apuntando a su compañero. Entonces con-testó: “Yo me llamo Juan Carlos, para servir-te...” Y yo estaba que se me caía la baba. ¡No lopodía creer! Pensé, espérate a que sepan misamigas a las que se trae botando, y él ni las vol-tea a ver; se van a morir de coraje. Nos despe-dimos y como mi amiga nunca llegó, me regre-sé al colegio. Era miércoles, me fui a mi casafeliz porque al fin lo había conocido.

Poco después, llegó un amigo compañerode montar a invitarme a una fiesta en su casapara el siguiente sábado. Me entregó cuatroboletos: “Puedes invitar a quien quieras, perono lleves pareja porque quiero bailar contigo.”

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Rectificó: “No te creas. Si quieres lleva pareja;pero si no, mejor.” “Gracias. Pediré permiso ysi me dejan, ¡claro que voy!”

El jueves llegando del colegio, a la hora dela comida, recibí una llamada telefónica. “Seño,es para usted, un amigo.” “¿Quién eres?”, con-testé. “Adivina”, me sugirió. “No, pues no sé.”“Ni te imaginas, pero te voy a dar una pista. Minombre empieza con J.” Yo ni en cuenta, co-mencé a darle nombres que empezaban con esaletra, Jorge, Jaime, José y él a contestar que no,así hasta que: “No. No puedo creer que tan pron-to se te haya olvidado mi tono de voz...” En esole digo: “¿Juan Carlos?” “Ya ves que sí te acor-dabas.” Con el vidrio roto que cubría la mesitadel teléfono me rebané el codo, y un buen pe-dazo de piel. Salía sangre a lo bruto, pero yofeliz a brinque y brinque de emoción del gustode oír al famoso Juan Carlos. En eso mi abueli-ta me ponía plastas de vinagre para detener lasangre, y yo no colgaba. ¡Cómo iba a colgar!Del otro lado él me preguntaba: “¿Por qué seoye tanto ruido, como que hay mucho relajoahí?” Yo aseguraba: “No, no pasa nada.” “¡Teinvito a una fiesta el viernes a las diez!” “Nomejor yo te invito a otra fiesta pero el sábado.”“¿En dónde?” “En la casa de un amigo mío.”“¿Puedo ir a recoger el boleto?” Y yo muy dig-na: “No, mejor nos vemos en la fiesta a las diezen punto y entramos juntos; pero te advierto queyo soy muy puntual. Si no llegas en punto, yoentro sola con mis amigas.” “¿En verdad eres

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muy puntual?” “Tú lo vas a comprobar ese día”,le contesté. Colgamos y yo quedé malherida.Compré ropa, zapatos y accesorios. Si me hu-bieras visto, andaba loca de felicidad. Gozabadiciéndome: no le voy a platicar a nadie quiénva a ir conmigo a la fiesta para que se quedensorprendidas.

Llegó el ansiado sábado glorioso y nos fui-mos a la fiesta. Llegamos como a las nueve cua-renta y cinco, pero dieron las diez y él no apa-reció. Entré furiosa, recalé con todo el mundo,anduve de muy mal humor. Lo bueno fue que anadie le había dicho quién iba a dizque llegar.Después de un rato me sacó a bailar mi amigoel de la fiesta; me sentí a gusto y se me pasó elrato rápido. Hasta nos aventamos a la alberca.Así que ya sabrás cómo salimos de la fiesta,todos empapados con la ropa pegada al cuerpo.Y ándale que yo fui la primera en salir y queveo a Juan Carlos recargado en la puerta de sucarro con una cara de pocos amigos. Me acer-qué y me dijo: “Llegué a las diez quince. Pue-des preguntarle al policía de la puerta; él sabeporque yo le pregunté por ti y me indicó queacababas de llegar, y yo le advertí: ¡pues aquíla espero! Ya vi que de verdad eres puntual —medijo con tono irónico—. Se ve que te la pasastemuy bien” “Sí, de la que te perdiste. Si hay otrafiesta, ojalá llegues puntual.” “No, para la otra yovoy a ir por ti a tu casa”, aseguró. Quedamos devernos al siguiente día a las siete de la noche enmi casa y así fue como empezó mi relación conmi futuro esposo.

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Como amiga de las hijas del Gobernador,ya sabrás que no estaba en paz en mi casa ynunca llegaba puntual para checar y Juan Car-los se molestaba. Todas mis amigas y yo viajá-bamos en el mismo coche y traíamos doble es-colta; eso llamaba mucho la atención y él no lopodía soportar. Hasta que un día que veníamos,mis amigas y yo, en mi carro con la doble es-colta, al pasar por un café que estaba de moda,nos vieron unos amigos míos y dos de mis ex no-vios. Nos siguieron en motocicletas, y ya teimaginas qué escándalo se veía. Nosotros en micarro, atrás dos carros Maverick que eran laspatrullas escolta y detrás seis motos enormes.Íbamos llegando a mi casa y Juan Carlos estabaparado en la puerta esperándome. Nos vio pa-sar y alcanzó a reconocer a mis dos ex novios.No me dio tiempo ni de abrir la boca para ex-plicarle que no venían conmigo, sino que ve-nían a conocer a las famosas hijas del gober. Sefue furioso y a los cuarenta minutos me hablapor teléfono y me reprocha que si yo creía queme iba a burlar de él, que estaba loca y, ade-más, que no se iba a prestar para hacer el ridícu-lo con todos, porque la gente sabía que yo ha-bía sido la novia de esos dos muchachos, y quenadie iba a creer que iban con el interés de co-torrear con mis amigas, porque ellas parecíangatas —así me comentó—, rancheras y corrien-tes y que ni modo que se fijaran en ellas. Eraobvio que querían hablar conmigo.

Me quedé sin amigas, porque solamente metraían problemas. En una ocasión una de ellas

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cumplió años y le hice una pequeña reunión enmi casa. Obviamente le avisé a Juan Carlos, ad-virtiéndole que éramos puras mujeres, como erarealmente mi idea. Cuando entró la tarde, em-pezaron a llegar las invitadas, cada una con suamigo. ¡Te imaginas el susto! Y yo sin poderlehablar a Juan Carlos. No estaba en su casa.Transcurrió media tarde y llegaron conmigo acomentarme que habían visto a Juan Carlos conalguien en el centro comercial. Me dio tantocoraje que me fui con un amigo en su moto poruna gran avenida y nos encontramos a JuanCarlos con un amigo; venían de arreglar un co-che. Imagínate —como él era— ¡que me bajade la moto a media avenida! Se me rompió elpantalón, me subió al carro y me llevó a mi casa.

Obviamente habló con mi mamá pregun-tándole si ella había dado permiso para eso. Mimamá ni cuenta se había dado que yo me habíasalido de la casa. Como es de suponerse, le diola razón a Juan Carlos y me fregaron a mí. Élsupo cómo hacerle para ganarse la confianzade mi mamá.

Un día Juan Carlos fue al colegio por mí;me hice la pinta con él. Nos fuimos a pasear yluego fuimos a tomar un refresco. Me regresóal colegio a la una y media, según él tanteandoque mi mamá no se diera cuenta y todo salió bien.Resulta que cuando llegó por la tarde a mi casa,delante de mi mamá me preguntó: “¿Qué talnos la pasamos? Platícale a tu mamá a dóndefuimos, mientras ella creía que tú estabas en elcolegio.” Yo me quedé helada; no entendía qué

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estaba pasando. Luego supe que lo hizo adredepara que mi mamá y mi abuelo me sacaran delcolegio; para que yo no tuviera contacto connadie y tenerme segura en casa. Así sucedió, élse salió con la suya, me sacaron del colegio...¡de haber sabido!

En una ocasión, antes de que nos hiciéra-mos la pinta que me costó el colegio, Juan Car-los traía una moto robada, de esas americanaschuecas que venden muy baratas. Las autori-dades se la recogieron. Vino a mí para que yo leayudara a recuperarla; él sabía que yo podía ha-cerlo a través de mi tío abuelito, ya que en otraocasión en la que íbamos los dos en la motonos bajaron unos judiciales, que no me recono-cieron porque traía el casco puesto. Por suerteel agente era un ex escolta mío y no nos reco-gió la moto. Juan Carlos pasó por mí al colegioy nos dirigimos a ver a mi abuelo a su oficina.Eran como las once de la mañana y llegamos apreguntarle qué podía hacer para recuperar lamoto de Juan Carlos. Mi abuelo nos atendiómuy bien, le habló por teléfono a las autorida-des y nos llevaron la moto hasta ese lugar. Mien-tras mi abuelo hacía las llamadas correspondien-tes, se me quedaba viendo raro y me preguntó:“¿Se puede saber qué haces tú a estas horas aquídebiendo estar en el colegio?” ¡Dios mío, nun-ca me acordé de ese pequeño detalle!

Juan Carlos y yo habíamos hecho un trato,él me conseguiría mi certificado de secundariay yo su moto. Yo no fallé, pero él nunca mecumplió.

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Mi prometido oficial,mi primo

Durante toda mi vida, el hombre al quesiempre he querido, y que me correspon-

día, ha sido mi primo lejano, mi gran amor sinconsumar. Nuestros padres estaban de acuerdoy también toda la familia juraba que él y yo nosdeberíamos de casar, pero era lógico, entre másnos decían más nos apenábamos, y nos dimostiempo. Así fue durante años.

Tuvimos aventuras inolvidables en los via-jes con la familia a las playas, al campo, lasmontañas.

Cuando yo me casé, él se puso muy mal.Me regaló de matrimonio dos copas de plata y medijo: “Para que brindes por tu felicidad que dudomucho que la logres.” Me dolió porque yo loquería y lloré; pero me casé y tuve a mis hijos.Mientras él no se casaba, a todas sus novias yoles buscaba defectos. Me daba coraje. Hasta quepor fin llegó a su vida una buena muchacha, aquien no hallé pretexto, porque también ya erajusto que él hiciera su vida. Un día antes de sumatrimonio me buscó y nos fuimos a tomar uncafé. Él me suplicó: “Andrea, divórciate. Tomala decisión rápido; yo estoy seguro de que no

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eres feliz. Quiero a tus hijos como si fueranmíos.” Y era cierto. Él me quería y también amis hijos... “Andrea —me volvió a suplicar—decídete y te juro que no me caso.” Yo me sa-qué de onda pero no me animé, le tenía pavor aJuan Carlos, mi esposo. Sabía que nunca nosiba a dejar en paz y yo no quería arriesgar a miprimo.

Al día siguiente, en la boda, yo fui vestidade negro, con un nudo en la garganta y trataba dedisimular lo más que podía, pero creo que nopude fingir, porque la familia en vez de salu-darme me daba el pésame, obviamente sin queJuan Carlos se diera cuenta.

Horror, caos, confusión, música, risas... Miprimo empezó a ponerse borracho y me sacó abailar. Asustada me levanté para que no suce-diera un escándalo. Me apretaba y me decíacosas en el oído que me inquietaban y me po-nían nerviosa. La gente nos miraba, sobre todola familia de la novia, y principalmente mi ma-rido. Eso me costó una golpiza brutal al llegar ala casa.

Seis meses pasaron y él me volvió a buscar.Empezamos a encontrarnos en el banco, en loscentros comerciales, siempre viéndonos y nun-ca nos dejamos de querer y de frecuentar. Paramí él era el ideal y yo para él —lo podría ju-rar—.

Un día me dio la noticia de que su esposaiba a tener un bebé. Me dolió, pero me alegrépor él. Pasaron los nueve meses y él y yo nos

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veíamos a escondidas, adorándonos. Cuando subebé nació, hicimos una fiesta. Todo marchababien, hasta que el bebé se enfermó; era diabéti-co. Inmediatamente me buscó enojado, renegan-do y gritando que si yo le hubiera dado hijos deseguro habrían nacido sanos, como los míos.Sentí muy feo. No encontraba palabras paraconsolarlo y hacer que ya no se lastimara más.Al siguiente día le regalé un aparato para queellos en su casa le hicieran la medición del azú-car en la sangre. Se los llevé al hospital, calcu-lando la hora para que él no se encontrara. Mien-tras le explicaba a su esposa el mecanismo paramanejar el aparato, ella no paraba de llorar. Depronto me interrumpió: “Andrea, tú eres lamujer ideal para mi marido, lo de nosotros yano funciona.” Al querer contestarle —me salvóla campana—, entró mi primo preguntando porel niño. “Está en los cuneros”, le contestó ella,y él me jaló de la mano hacia los cuneros gri-tándome: “Míralo, pero míralo bien.” Yo le de-cía que estaba precioso. Él me recriminó: “Esmoreno y enfermo, y los tuyos son rubios y sa-nos.” En ese momento yo me quería morir delo mal que él estaba; no me soltaba de la mano.En ese hospital los médicos me conocían, yono quería que se hiciera un lío de esa visita.Fue bueno que no se comentó nada y yo salí delhospital.

Pasó el tiempo, y él se fue acostumbrandoa esa nueva vida, pero siempre me buscaba ynos seguíamos viendo a escondidas. Él siem-

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pre fue bueno conmigo. Cuando yo no podíapagar las tarjetas de crédito, me las pagaba sincondiciones ni presiones. Nos queríamos mu-cho, hasta la fecha yo lo extraño, y creo que éltambién a mí. Dicen que él ya no es el mismo.De este lugar le he llamado dos veces, pero noquiere tomar la llamada. Estoy triste, lo extra-ño mucho, me hace más falta que nunca, por-que ya no tengo a mi esposo, a quien tambiénadoré de otro modo, pero a mi primo sí lo quería.

Yo no era infeliz con mi esposo. No sé quésentía por él: me protegía, me cuidaba, me traíacortita, pero no me amaba. Tal vez yo necesita-ba de su cariño, de mimos ¡qué sé yo!

Hubo gente que me decía: “Mira, Andrea,si a tu vida llegara un hombre guapo, rico, no teirías con él; pero si llegara un hombre guapo,con dinero, normal, atento, cuidadoso, sí teirías.” Y yo pensaba que esa era mi verdad. Asíque por más que pienso, no sé qué sentía pormi marido relacionado con el amor. Lo que síes que sentía pavor, respeto y algo más... mishijos, qué iría a pasar con ellos.

Siempre que escucho esta canción, me lle-va a tratar de entender este sentimiento por mimarido, tan contradictorio:

De qué te vale callarPor la mañana fingirSi tantas noches no viene

De qué te vale soñarCon ese hombre irrealSi su desprecio te hiere

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Cumplir con tu obligaciónDe esposa fiel y servilDejando a un lado el ser feliz

De qué vale su pasión, hielo en tu pielSi no te ama, de qué te valeSi no te amaSi no te mira al besarSi no desea tu cuerpoSi no lo sientes vibrarSi te consumes por dentroSi quiebra tu ilusiónSi no te deja salidaSi pasa por tu dolorSi te encuentras muerta en vidaSi huye de la verdadSabiendo que ella sí existeSi nada puedes salvarSi la esperanza perdisteSi no merece tu amor

De qué te vale reírFrente a todos los demásSi sólo sufres y lloras

De qué te vale crearLa farsa de un gran hogarSi tú presientes que él tiene otro más

Temblando por su calor, sin orgullo ni valorPara arrancarlo de tu almaQué puede ser ahora en élSi pisotea tu amor: si no te ama.De qué te vale, si no te amaSi no te mira al besarSi no desea tu cuerpoSi no te sientes vibrarSi te consumes por dentroSi quiebra tu ilusión

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Si no te deja salidaSi pasa por tu dolorSi te encuentras muerta en vidaSi huyes de la verdadSabiendo que ella sí existeSi nada puedes salvarSi la esperanza perdisteSi no merece tu amor

Si no te mira al besarSi no desea tu cuerpoSi no lo sientes vibrarSi te consumes por dentroSi hiere tu ilusiónSi no te deja salidaSi pasa de tu dolorSi te encuentras muerta en vidaSi no te mira al besarSi no mira tu cuerpoSi no lo sientes vibrar.

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Él me gustaba, era de buena familia, enla que no había ningún problema porque

yo anduviera con él. Era muy buena persona,guapo y atento conmigo; se ganó mi confianza.

En una ocasión hubo una carrera de motosen la que participaba mi compañero de escuelay me invitó. De hecho mi mamá no me queríadejar ir; le rogué y por fin me dejó, por eso lle-gué tarde a las carreras. Yo iba con mis amigas.Al ir llegando al campo, me caí; me picó unaavispa en la mano y se me hinchó. Seguimoscaminando hacia la pista, cuando nos dimoscuenta que llegó una ambulancia, pero yo pen-sé que era para la seguridad de los competido-res. El papá de mi compañero me andaba bus-cando como un loco, pues su hijo había sufridoun accidente en el entrenamiento. Un borrachose le atravesó y por no atropellarlo se fue sobreuna piedra; se golpeó muy fuerte en la cabeza yen la boca; quedó inconsciente. Su papá me dijoque preguntaba por mí en el hospital y me llevópara que lo viera. Mis amigas se quedaron vien-do las carreras. Al llegar al hospital, mi amigo

De mis compañerosde escuela

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estaba dormido y no me vio; posteriormente meregresaron a mi casa. ¡Ya sabrás el regañadónque me dio mi mamá por la tardanza y por quienme acompañó a casa! Ahí me estaba esperandomi novio; así que me fue peor. El lunes tempra-no fui al hospital y me encontré con mucha genteentre familiares y amigos que me bromeaban,diciendo que ya había llegado la resucitadora yque el accidentado no quería hablar con nadie.

Yo le había prestado un anillo mío con una“A” de brillantes que no se lo podían sacar enel hospital.

Cuando me vio, estaba hojeando una revis-ta de carros importados y empezó a alucinar quécoche le gustaría para que su papá se lo com-prara. Él había sido siempre muy sencillo y nome explico por qué cambió tanto: se hizo sangrón,prepotente, como nunca. En el transcurso de lasidas al hospital, me regresó mi anillo, porqueya mi mamá me lo estaba pidiendo, y yo se lopedía asegurándole que alguien me lo estabasolicitando, para que dejara de presumirme. Detodo esto tuve un buen pleito con mi novio, perose le pasó y seguimos siendo novios.

También conocí a un muchacho muy gua-po al que yo le gustaba, y él a mí también, peroteníamos la misma edad y yo prefería a losmuchachos un poquito más grandes que yo.Pasaron los años, y cuando yo ya estaba casaday con mi bebé recién nacido, fuimos mi esposoJuan Carlos y yo a un lugar de descanso a pasarel Año Nuevo. Teníamos mucho que no salía-

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mos de la ciudad, porque mi tía, hermana de mimamá —y casi mi mamá— se enfermó de cán-cer y estaba muy mal. En plena fiesta Juan Car-los estaba tomando y cuando se levantó al baño,en ese momento, se me acercó mi antiguo com-pañero, igual de guapo que cuando lo conocíen la escuela. Iba con su novia. Ahora llevababarba y bigotes. Se puso de cuclillas y recargósus codos en mis piernas, y me estaba pregun-tando por mi esposo y mi bebé; deseaba cono-cerlos. En eso estábamos, cuando veo de reojoa mi esposo que venía del baño furioso. No al-cancé a decir nada; lo levantó del cuello y ledio un golpe que le tiró un diente.

M e casé cuando tenía diecisiete añosy aunque estaba chica, yo fui con la men-

talidad de ser una buena ama de casa, una seño-ra normal. Por un lado pensaba que ya no teníaque pedir a nadie ningún permiso para hacer loque yo quisiera, lo normal de una señora, perotodo se terminó en la noche de bodas. Esa no-che él me dijo cómo iban a ser las reglas deljuego, me puso las cartas sobre la mesa. Yo mequedé sorprendida y a la vez con la esperanzade que, como en ese momento estaba borracho,no sabía lo que decía.

Nos fuimos de viaje de novios; pero él via-jó como soltero. Me dejaba en el cuarto del ho-tel, mientras bajaba al bar. Yo no me atrevía aseguirlo por miedo a que se fuera a molestar.Todo nuestro viaje de bodas fue así; sexualmente

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no era amor lo que me daba, sino violaciones ysalía del cuarto y no regresaba hasta tarde. Yome sentía utilizada. En el viaje de bodas meembaracé.

El regreso a México, a casa, fue un descontrol,porque vivíamos con mi mamá. Así que él salíade la casa y regresaba cuando le venía en gana.Se la pasaba borracho, yendo a discotecas; misamigas lo veían, mientras yo me quedaba ence-rrada en casa, engordando por mi embarazo. Yome sentía gorda, fea, indeseable... llegué a pen-sar que él no me quería, porque no le importabahacerme pasar malos ratos estando embarazada.

Pasado el tiempo se nos ocurrió poner undepartamento a una cuadra de la casa de mimamá. Yo tenía la esperanza de que sería sano,ya que él tendría responsabilidad y sentiría elpendiente de dejarme sola, pero todo fue inútil.

El departamento se encontraba en un cuar-to piso. Lo arreglé todo y lo dejé muy bonito;aunque para mí fue muy pesado tanta escaleray tantos kilos encima. Él no tenía buenas ideaspara decorar, pero en eso me respetó y lo arre-glé a mi gusto.

Unos días después de que todo estaba listo,me encontraba en casa de mi mamá, esperán-dolo. En el reloj dieron las once, las doce, launa. A las dos de la mañana me di por venciday decidí regresarme sola al departamento. Mefui caminando y cuando llegué Juan Carlos seencontraba ahí dormido... Yo no le importaba,se veía que yo no le importaba, ni siquiera me

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pidió disculpas; él sentía que no había pasadonada. Yo me moría de tristeza... y cada vez másgorda. Así me la pasé todo mi embarazo.

Un día mi tío abuelito le dijo a Juan Carlosque no teníamos necesidad de pagar renta, si enmi casa sobraban los cuartos y que aparte hacíafalta un hombre, pues vivían con él puras mu-jeres, que regresáramos a vivir con ellos. JuanCarlos siempre hacía lo que mi abuelito le de-cía y aceptó. Nos regresamos dejando puesto eldepartamento, ya que teníamos pagados dos me-ses de renta por adelantado.

En esos días nació nuestro bebé. Todo erafelicidad y también fue mi esperanza. Pensé quecon la responsabilidad del niño dejaría de to-mar y de andar con sus amigos como si fuerasoltero, pero cada vez nuestra situación empeo-raba.

Como a la semana de haber tenido a mibebé, Juan Carlos se fue al departamento y deahí llamó por teléfono a mi mamá y le dijo quenecesitaba verme con urgencia; estaba borra-cho. Dejé al niño con mi mamá y me fui cami-nando. Cuando llegué, la puerta estaba abiertay él se encontraba sentado en la sala, sucio ymal vestido —nunca supe dónde había estado—.Cuando se levantó, se me fue encima a besar-me como un loco, tan brusco que me lastimaba,hasta que logró lo que se proponía. Me dolióhasta el alma, apenas ocho días antes había dadoa luz. Se levantó como si nada hubiera pasadoy me ordenó que fuera por el niño mientras él

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se bañaba; pero en el departamento ya no habíajabones, ni toallas, ni mucho menos champú.Se enfureció y me dio una cachetada: “¡Vámo-nos a la casa de tu madre! Yo no sé por quéacepté regresar a vivir allá.”

Ya en casa de mi madre él se comportabacomo si nada, y yo también; porque yo no que-ría que nadie notara su forma de tratarme.

Todos los sábados me quedaba plantada; yani siquiera porque se fuera con sus amigos sinoque, como trabajaba en el negocio de la fami-lia, se la pasaba con los empleados y las secre-tarias. Fue cambiando, cada vez peor: costum-bres, vocabulario, ideas. Y así seguimos.

Durante mi embarazo, mi tía se encontrabaen la fase terminal de un cáncer. Ella me prefe-ría para sus curaciones y para tomar el medica-mento; así que yo no podía apartarme de su lado.Fue la única que se dio cuenta de cómo me trata-ba Juan Carlos, aunque no de que me golpeaba.

Cuando nació mi hijo, para ella fue lo másbello que pudo haberle ocurrido. No se separa-ba de él, con él dormía, con él comía. Antes deconfiar en dejárselo, consulté con el pediatrapara preguntarle si el cáncer no era contagiosopara mi niño. Me aseguró que no y por eso lohice. Juan Carlos no puso objeción, al contra-rio me apoyó. Le retiramos al bebé cuando ellamisma lo pidió porque ya no lo podía abrazar;ya no tenía fuerzas. Juan Carlos quería muchoa mi tía, porque cuando ella murió, lloró ¡yo nolo podía creer! Juan Carlos llorando.

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Mi tío abuelo le dio a Juan Carlos un nom-bramiento muy importante, supervisaba la casamatriz del negocio y todas las sucursales. Esepuesto fue su primer escalón —nunca imaginéhasta dónde llegaría—.

En su trabajo era muy cumplido, puntual einteligente. Logró que toda mi familia y la gen-te con la que tenía contacto lo quisieran; lo ad-miraran. Me daba gusto, pero ¡por qué era asíconmigo! Yo nunca le hice nada, ni lo contradi-je; llegué hasta a arriesgar mi vida por ir con élen el carro cuando se encontraba muy borra-cho. Sabía que nos arriesgábamos y también quepodíamos matar a otras personas.

Él era muy prepotente y mi abuelo le dioun permiso para portar armas. Fue lo peor quepudo haber hecho. Con el arma se sentía comoun dios.

Las personas que nos conocían se dabancuenta de cómo me trataba, pero nadie se atre-vía a decirme nada, les daba miedo. Tal vez tam-bién porque no me querían hacer daño. Ahorapienso ¡por qué no se atrevieron! Hubieran in-tervenido en mi vida a tiempo. Con un pequeñoapoyo, me hubiera divorciado y no estaría aquíen esta situación tan horrible.

Fueron quince años de matrimonio, de to-lerar violencia, agresiones y dolor; no sólo a mipersona, sino contra mis hijos. Hasta que un díaalguien me propuso que le diéramos un escar-miento, y ordené que le dieran una golpiza. Esapersona lo mató... ¡Creí volverme loca!

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Me llevaron a Averiguaciones Previas y ahíme torturaron mentalmente y declaré que yohabía estado de acuerdo en que lo golpearan;pero nunca hablamos de matarlo. Hasta ahí meenteré que lo encontraron muerto dentro de lacajuela de mi carro. ¡Sentí una sensación de vó-mito!

Ya no me dejaron salir. Mi suegra nuncaquiso hablar conmigo, oírme, no le importó miverdad. No me dejaron hablar: se dejó llevarpor el poderoso dinero. Ella me hundía, seguíahaciendo escándalos y teatros, como sabe ha-cerlos, sin comunicarse conmigo. No me diooportunidad y de ahí me llevaron al Penal deMujeres. Con toda la incredulidad de mis trein-ta y cinco años.

A mi mamá le presentaron a unos abogadosque aparentaban ser los mejores. Sacaron a mifamilia de mi casa y se tuvieron que ir fuera unaño y tres meses. Yo aquí... sola sin ver a mishijos... ¡qué injusto!

Me sentenciaron a treinta y cinco años. Losabogados se revocaron con nombres de otros abo-gados que ni existen. Yo le explicaba a mi mamá,pero ella no me hacía caso. Fue engañada, larobaron y se gastaron todos los recursos paraque yo pudiera salir de aquí. Sucedieron situa-ciones raras y hasta estos abogados quemarondocumentos y mis fotos de recuerdos. ¡Un de-sastre! Yo no tuve la defensa adecuada; todo sefue a la deriva. Ahora que tengo un nuevo abo-gado estamos juntos buscando una luz para po-

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der salir de aquí. ¡Que Dios permita que se pue-da hacer algo!

La vida en el Penal es horrible; presionante,monótona, triste. Estás sola y sufres. Tengobuenas compañeras con las que me identifico,y nos queremos.

¿Sabes? En los últimos meses de vida demi esposo, no andaba por buenos caminos; seestaba metiendo en negocios chuecos con amis-tades raras de México. Cuando yo le pregunta-ba: “¿Gordo, a dónde vas?” Me contestaba quea mí no me importaba. Ya en la Penal, esos “ami-gos” vinieron a pedir mi expediente para inves-tigar si yo los había nombrado de alguna forma.

Juan Carlos sufría de depresiones nervio-sas tremendas. Tenía delirio de persecución quese agravaba cuando bebía. Te juro que llega-mos a pasar meses encerrados en el cuarto por-que a él le daba miedo todo. Para comer, nostocaban la puerta y luego pasaban la comida.Yo no lo podía dejar solo porque se podía hacerdaño, aunque le aparté todo con lo que se pu-diera lastimar. Nunca lo dejé, aunque recibíafuertes golpizas cuando se desesperaba. A ve-ces me pedía perdón arrepentido como un niñoindefenso. Salimos de esa temporada de encie-rro y después, cuando iniciaba otro periodo dedesesperación, preferí llevarlo al hospital; ahílas enfermeras me ayudaban a cuidarlo.

En una ocasión que le entró la desespera-ción, mucho frío y temblor, me hizo que lo lle-vara al hospital. Estábamos ya en pijama, y no

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me dio chance ni de cambiarme. Y así me lapasé seis días sin bañarme, ni cambiarme deropa, porque él —pobre— no me soltaba lamano. Esa vez nos quedamos en el hospital portrece días, y cuando lo dieron de alta y ya íba-mos saliendo del hospital, no se quiso subir a lacamioneta. Nos regresamos y permanecimos enel hospital cuatro días más.

Sin embargo, ayudados por su psiquiatra íba-mos saliendo. Juan Carlos tomaba un medica-mento que se llama Ludiomil, un antidepresivo,pero empezó a abusar de él. Como consecuen-cia pedía comida a todas horas; día y noche co-mía donas y chocomiles. Se puso muy gordo;no le quedaba su ropa; tenía que usar solamen-te pants. Posteriormente, le dieron tres ataqueshorribles, como epilépticos. El primero le diodurante una comida con gente importante de lapolítica. Juan Carlos había sido designado paraun puesto público muy importante. Cuando su-cedió, me asusté muchísimo; nos llevaron enambulancia al hospital. Tardó tiempo en reco-brar el conocimiento. Cuando se sintió mejor,nos regresamos a casa. Su médico nos informóque el ataque fue ocasionado por el abuso delLudiomil.

Regresamos a que Juan Carlos tomara laresponsabilidad de su cargo. Poco tiempo des-pués empezó a sentirse mal; otra depresión muyfuerte y decidió renunciar. Su superior no leaceptó la renuncia y le dio una licencia por cin-co meses. Juan Carlos no mejoraba, pensando

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que tenía que regresar a cumplir con esa res-ponsabilidad tan grande. Insistió hasta que leaceptaron su renuncia. Yo me desilusioné. Mesentí mal de no haber podido ayudarlo. Esa en-fermedad es tremenda. No me gustaría llegar apasar por ella... Y ahora en este lugar en el queestoy, me siento a punto de sufrirla... yo sé cómoempieza... yo sé, y así me siento.

A unque a mis hijos siempre traté deprotegerlos, de todas formas el mayor

siempre resultaba culpable de todo, no comíabien, porque Juan Carlos lo obligaba al extre-mo de hacerlo vomitar, desde que tenía dos años—era tan triste— y yo sin poder hacer nada.

Juan Carlos empezó a emborracharse y metelefoneaba advirtiéndome: “No quiero que losniños me vean así. Voy a llegar hasta que ellos sehayan dormido.” Bueno, en este sentido no eratan malo. Después, ya no le importó nada, úni-camente que los niños no se dieran cuenta. Con-trariamente, llegaba cayéndose de borracho ylos despertaba a gritos: “¡Ya llegó su padre!”Aclarándome que lo hacía para que sus hijosvieran que sí llegaba a dormir a casa.

Un día mi hijo menor le preguntó por quéla cama de nosotros estaba tendida. Al princi-pio, no sabía qué contestar, hasta que acordán-dose de mí le argumentó: “Es que tu madre, enlugar de venirse a acostar, me espera despiertatirada en la alfombra; como si eso sirviera paraque yo llegue más temprano.”

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En otra ocasión —la de su peor descaro—me llamó por teléfono avisándome que llegaríaa comer para que lo esperara. Feliz arreglé lamesa, calenté la comida y dejé todo preparado:eran como las dos de la tarde. Me fui al mezzaninea esperarlo. Llegaron las tres, cuatro, cinco, seisde la tarde cuando sonó el teléfono. El meserode un restaurante me informaba que Juan Car-los se encontraba ahí comiendo con una mujery bastante borracho, que si yo podía ir por él.¡Por supuesto que no! Casi llorando le di lasgracias. Me sentí mal; muy mal, la mujer másdespreciada del mundo. Fingí tranquilidad, hastano poder más. Eran como las ocho de la noche,cuando volvió a telefonear. Apenas compren-día sus palabras atropelladas de borracho: “Tena los niños listos porque voy a pasar por ellospara llevarlos a la lucha libre.” “En ese estadono puedes manejar y menos con los niños”, lereclamé. Se enfureció amenazándome: “O lostienes en la puerta, o me paso por ellos.” “Estábien, les voy a decir que vienes.” Fui a buscar-los para decirles que su papá venía por ellospara llevárselos a las luchas. Ellos se pusieronfelices esperando a su padre. Llegó Juan Carlosy los niños corrieron al carro y se fueron. Yome quedé con un pánico y una angustia que medolía el corazón. Dieron las diez, hora en quefinalizaban las luchas y ellos no llegaban.

Fueron llegando como a las doce y mediade la noche. Salí a recibirlos, pero él ya habíaarrancado, sólo los dejó en la puerta y se fue. El

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más pequeño llegó con unas máscaras de lu-chador; en cambio, el mayor venía triste, calla-do, a punto de llorar. Subieron a su cuarto peroél no podía dormir, hasta que por fin me dijo:“Mami, mi papá llevó a otra muchacha y la abra-zaba y la llamaba como a ti ‘gorda’, pero cuan-do se daba cuenta de que no eras tú, la aventabamuy feo.” Me quedé helada, no sabía qué decirni qué hacer. Mi hijo observó que no lloré, apa-renté que no me importaba y así se quedó dor-mido.

Bajé al mezzanine, y como a las tres de lamañana —no me importó la hora— llamé porteléfono a un amigo de la familia, abogado, parapedirle que si me apoyaba para divorciarme...me respondió rotundamente que no, que maña-na ya estaría más tranquila. La verdad es que ami esposo le tenían miedo. Así, no conseguínadie que me ayudara. Cuando Juan Carlos sedio cuenta de que alguno de los niños me habíaplaticado lo de la mujer en las luchas, enérgicoy enojado los castigó exigiéndoles que escribierandos mil veces la oración: “No debo ser chismo-so.” Los niños cansados tuvieron que terminar,pues él estaba ahí parado con el fajo en la mano.

Como puedes ver, mis sueños de un matri-monio feliz, se hicieron nada. De un de repen-te, me vi ahí en esa realidad dura, con dos hijosque adoro y que son mi vida.

Cuando Juan Carlos quiso dejar de beber,llegó muy contento con unas pastillas y me lasmostró: “Mira Chaparra, son para dejar de be-

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ber vino. Me las voy a tomar. Ya no quiero vol-ver a beber, la estoy regando y feo.” “¿Pero noson peligrosas?”, le pregunté. “No, no lo son.Quiero que hagamos un trato. En este cartónvamos a escribir que me voy a tomar las pasti-llas. Tú me las vas a dar una cada día. ¿Estás deacuerdo? Fíjate bien —me insistió—, si tú veso notas que yo ya no me las puedo tomar, en-tonces me las mueles y me las hechas en unchocomilk o en la sopa, en donde sea; pero nome las dejes de dar... Tú eres la responsable. Siyo vuelvo a tomar me vas a tener que dar cienmil pesos y si logramos que yo ya no tome; en-tonces, te los doy yo ¿qué te parece?” Yo asentíy firmamos sobre el cartón. Empezamos muybien. Él me pedía la pastilla y yo se la daba.Después yo se la daba aunque no me la pidiera.En el desayuno, él se la tomaba. Unos días des-pués empezó a querer esconderla debajo del pla-to para después tirarla y yo se la volvía a poner;pero se encolerizaba. “¡Chingada madre! Quélata das...” Yo sentía feo, pero me aguantabaporque había hecho un trato. Días después, élprefería salir a desayunar fuera. Pero yo seguíobedeciendo y cuando llegaba a comer o a ce-nar se la ponía molida; al fin que yo sabía queera una pastilla inofensiva, ya lo había consul-tado con un doctor: era sólo para que dejara debeber alcohol. Pasaron veintidós días y se fuetemprano a bañar al Club (yo segura, le poníala pastilla). Como a las ocho suena el teléfono.Cuando descolgué oí su voz tremenda: “¡Perra

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estúpida, pues qué crees, eres una puta asque-rosa, desgraciada! ¡Ya voy llegando a la casa yme las vas a pagar!” Yo no sabía qué estabapasando. Me quedé aterrorizada; no podía nipensar qué hacer. A los cinco minutos llegóabriendo la puerta de un empujón; me agarróde los cabellos y me subió las escaleras; me las-timó muchísimo. Ya en el cuarto me golpeó conbrutalidad. No sabía qué pasaba, sólo me dicuenta que su cara estaba muy colorada; peropensé que era del coraje. Hasta que por fin megritó: “¡Qué me diste, bestia! Me tomé una man-zanilla en el vapor y me hizo reacción.” Yo lerecordé: “Quedamos que yo te daba la pastilla¿no?” “No, estás loca; eres una perra.” Jamásvolvimos a mencionar lo del trato firmado en elcartón. En castigo, además de la brutal golpiza,me mandó por un mes a dormir a un sofá y sindirigirme la palabra —sólo para lo indispensa-ble—. Para que los niños no se dieran cuenta,me acostaba cuando ellos ya estaban dormidos.Tenía que levantarme muy temprano para queno vieran las cobijas tiradas sobre el sofá.

Te has de preguntar qué pasaba con elapoyo y predilección de mi abuelo por mí.

Cuando mi abuelo vivía, todos los días tempra-no telefoneaba buscando a mi esposo, o mi es-poso a él, para ponerse de acuerdo para arre-glar los asuntos del día, porque desde que mecasé, ellos hicieron una alianza de hombres. Yo

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pensaba: algún día va a sonar ese aparato paraavisarnos que mi abuelo amaneció muerto,siempre lo pensé y tenía mucho miedo. Así pa-saron los años y resulta que no fue como me loimaginaba. Un día se sintió mal por la mañana,despertó con un dolor soportable en el estóma-go pero no quiso quedarse a reposar en casa yasí se fue a su oficina a trabajar; tenía una citacon una persona muy importante. Terminado eldía de trabajo, al salir, el dolor ya se había he-cho más intenso y lo llevaron al hospital. Ahí leadministraron suero para que no se deshidrataray me llamó su chofer por teléfono. Yo no pudeir porque estaba esperando a los niños de la es-cuela; pero mi marido salió directo al hospital.Le dieron de alta indicándole que se mantuvie-ra en reposo. Me fui a un lugar para rentar pelí-culas y le renté cinco películas de Cantinflaspara que se entretuviera. Al llegar a su casa ahíestaba su hija con su marido, que es médico (nomuy bueno) y que trabaja en el Seguro Social.Encontré a mi abuelo con el dolor que no lopodía soportar y se hallaba en la cama acostadoen forma de feto. Casi no podía hablar. Me dijo:“Hija, habla para que traigan una ambulanciadel hospital y me lleven para ver qué tengo.”Llamé a la ambulancia con la intención de en-viarlo a un hospital particular; pero su hija seopuso, ya que su marido era médico y pertene-cía al Seguro Social. Discutimos por un mo-mento pero el abuelo con voz que apenas sepodía escuchar me suplicó: “Hija, a donde sea,

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pero ya.” Comprendí que ella era su hija y yonada más su sobrina nieta. No insistí y se lollevaron al Seguro Social. Fue de mal en peor.La gente no paraba de telefonear para saber desu salud, para ofrecer aviones particulares y lle-varlo a Houston o a Boston, pero nadie me apo-yó. Sufrí mucho al no tener la mayoría de votosentre sus familiares. A mi tía abuela le faltó va-lor para tomar la decisión de llevárnoslo. Si ellame hubiera apoyado, otra cosa hubiera sido. Dosmeses en el hospital pasamos cuidando que noentraran ni reporteros ni sacerdotes, para queno le alteraran su estado de salud. Los médicosvieron la necesidad urgente de una operación ynos consultaron; todos estuvimos de acuerdo enque lo operaran y el abuelo ya no salió de laterapia intensiva. En los pasillos de ese lugar,me di cuenta de comentarios familiares haciamí, de envidias; los oídos no dejaban de zum-barme. Sabían que yo era la consentida del abue-lo, así que sus comentarios eran que yo seríaheredera. Hacían chismes groseros e hirientesen voz alta para que yo los oyera. Cuando en-traba a ver a mi abuelito a terapia intensiva, lesusurraba a su oído palabras de amor y ánimo,para que no se diera cuenta de lo que estabasucediendo. Yo le pedía perdón por no habertenido los pantalones suficientes para haberlollevado al hospital de mi confianza; y me cues-tionaba: en dónde está la Andrea que tantas ve-ces deseaste... “hija, si tú hubieras sido hom-bre”. Yo no me atrevía ni a verlo. Él se encon-

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traba con sus ojos cerrados, inconsciente, co-municado a la máquina que marcaba el palpitarde su corazón y cuando yo le hablaba, el moni-tor de la máquina se aceleraba. Yo no queríaimpacientarlo y entonces callé. Fue triste paramí todo ese tiempo de pesadilla.

Ese día, desvelados de haber estado en elhospital hasta las cuatro de la mañana, mi es-poso se fue a su trabajo a las cinco y media y yome regresé al hospital. Como a las seis y mediavi llegar una multitud, entre periodistas, políti-cos, familiares, amigos, que parecería ya sabíanque su muerte estaba próxima. El abuelo muriócerca de las nueve de la mañana. Un caos si-guió a su muerte: gente importante de la indus-tria y la política llegaban a dar el pésame a laabuela. Yo no me separé de él para nada. Baja-mos por un elevador dos enfermeros, el abueloy yo. Nadie más nos siguió; ya no importába-mos. Posteriormente, llevaron a la abuela y ami madre a una salita lejos de la prensa. Mi es-poso se las llevó en mi auto a su casa y, porsupuesto, yo me volví a quedar sola. Yo llevabala maleta del abuelo con sus iniciales, cargaba algode ropa y utensilios para aseo personal que nuncallegó a utilizar. Bajé la rampa para buscar untaxi, pero tuve la suerte de encontrar un cono-cido que me ofreció llevar a casa. Acepté por-que quería llegar antes que los niños y darlesyo misma la noticia, y que no se enteraran porlos noticieros de televisión. En el camino a casa,el muchacho me comentó que tenía a su madre

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en el mismo hospital enferma y que sentía mu-cho lo de mi abuelo; por cierto, a él fue al únicoque sentí sincero de toda la gente que me dio elpésame.

Llegaron mis hijos de la escuela y con ver-me la cara y los ojos se dieron cuenta que elabuelo había fallecido. Lloramos juntos por lar-go rato, se pusieron su traje de gala oscuro ynos fuimos a la funeraria. Ellos fueron los pri-meros en hacer guardia de honor a mi amadotío abuelito y padre por elección.

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Vino una pareja de amigos de México. Estuvi-mos con ellos paseándolos. Al fin el domingopor la noche los llevamos al aeropuerto, JuanCarlos, los niños y yo. De regreso mi esposonos advirtió: “Vengo ‘muerto’. Llegando a casa,no estoy para nadie: me voy a acostar.” Ya encasa, enfadado se subió a su recámara; mi sue-gra se encontraba ahí y ni siquiera la saludó(bueno, no era raro en él). Juan Carlos ya esta-ba acostado cuando llegó a visitarlo un amigoya grande de edad. Mi hijo mayor abrió la puertay le dijo: “No sé si está mi papá, o si está dor-mido.” Juan Carlos iba bajando la escalera ymi hijo se le acercó para decirle lo que estabapasando. Mi esposo lo insultó: “Tú quién eres,pendejo, para andarme negando.” “Tú nos ad-vertiste, papi, que querías descansar.” “¡Ni ma-dres, cabrón, inútil! ¡Eres igual a tu madre! Seme largan para arriba, porque voy a pasar a miamigo.” Mi suegra le llamó la atención: “No lehables así al niño.” Pero Juan Carlos, sin más,lanzó también hacia ella su ira: “¡A ti qué te

Días en rojo

SÁBADO 28

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importa, pinche metiche, ya te vas largando tútambién!” Y así fue.

DOMINGO 29

Ahora que estoy reflexionando, no sé por quésólo me acuerdo de lo malo de mi relación conJuan Carlos, y nada de lo bueno... ¿será que enrealidad nunca hubo algo bueno? No lo sé.

Mi marido me regaló un reloj Rolex muycaro y un Cadillac nuevo. Con esto pensaba queyo le debía todo. En esos momentos, sentí lanecesidad de devolvérselos, para no sentirmeen deuda. Aunque eran cosas valiosas —a quiénno le gustarían— pero ya valoré, y no valen lapena.

En nuestros viajes a la playa, las amenazascomenzaban desde que hacía las maletas: quesi llevaba muchas cosas; que yo era unatriquienta. Media hora antes de salir me desha-cía el equipaje. Te imaginas ¡qué agonía! Conlas prisas, gritos, los niños y demás... Llegandoal hotel empezaba a beber y beber. En esa ciu-dad teníamos unos compadres y eran el pretex-to para que en cuanto llegábamos se fuera conellos diciéndome que mientras yo arreglaba loscajones iba a saludarlos; que regresaría prontoy me advertía: “No te salgas del cuarto; no metardo ¿ok?” Y seguía recibiendo sus llamadaspor teléfono, anunciándome que ya no tardaba,y así hasta la madrugada.

En otro de nuestros viajes al mismo lugar,nos fuimos en avión y allá el compadre nos iba

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a prestar su coche. Supuestamente, nos lo lle-varía su hijo a las cuatro de la tarde y lo esta-cionaría frente al departamento, encargando lasllaves en la recepción del hotel. Mis hijos siem-pre se quedaban conmigo. Juan Carlos habló adiferentes horas: las cuatro, las ocho y las docede la noche para preguntar si ya habían llevadoel carro. Yo le contestaba que no, pues en ellugar donde habíamos acordado no aparecíaningún carro. Juan Carlos llegó como a las cin-co de la mañana; venía acompañado por el com-padre y no podía subir las escaleras; de maneraque lo dejó en el elevador. Nuestro cuarto esta-ba como a cuatro puertas, yo salí a recibirlo. Yovestía una pijama muy cortita (hacía mucho ca-lor). Al abrirse las puertas: sus gritos se oían entodo el pasillo. Los vecinos, de plano, salieron aver qué estaba pasando. Me maltrató alegándomeque yo quería terminar con la amistad entre él ysu compadre, porque el carro estaba ahí desdelas cuatro de la tarde, estacionado en el hotel.Entre que se caía y no, la pelea se alargó hastalas seis de la mañana. Me jaló del cabello y memetió al elevador para llevarme a que viera dón-de estaba el carro. Estaba en otro lugar, no en elque habíamos convenido. ¿Cómo lo iba yo aencontrar entre tanto carro y tanta gente? A míse me transparentaba la pijamita y me sentíaavergonzada, porque era la hora de llegada delos trabajadores de la limpieza, salían los delestacionamiento y era el cambio de turnos. Condescaro todavía Juan Carlos les preguntaba:

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“¿Verdad que tener una esposa como ésta valemadre?” La gente no me veía, para que no meapenara; pero claro, guardaban silencio. Des-pués de ese ridículo nos subimos y yo penséque se iba a dormir, pero nada, que me pide:“Prepárame la tina, porque nos vamos a bañar.”Mis hijos estaban a punto de levantarse. Memetió a fuerzas a la tina y tuvo una relaciónsexual conmigo de la forma más bestial. Pordesgracia mi hijo mayor estaba viéndonos, perocomo que no entendió lo que sucedía. Juan Car-los se dirigió al niño: “Ven, mi cabrón, qué hi-ciste ayer” (ayer, todo el día en que él no estu-vo con nosotros). Mi hijo lo veía y no sabía quécontestar. Juan Carlos extendió la mano y lo jalómetiéndolo en la tina. Yo me alcancé a salir yme puse una toalla, porque todavía traía mi pi-jama. Después que se le pasaba la borrachera,me juraba que una cosa así ya no iba a sucederotra vez, que lo perdonara y me hacía que ce-rrara las cortinas para que no lo vigilaran. Te-nía delirio de persecución. No me permitía sa-lir del cuarto, me abrazaba y lloraba, mientrasnuestros hijos jugaban por todo el hotel. Elmayor subía a ratos a reportarse conmigo paraque yo supiera que su hermano y él estaban bien.Después de tres o cuatro días Juan Carlos seanimaba a salir y ya no tomaba hasta que regre-sábamos. Esas eran mis vacaciones de siete díasen la playa.

Las navidades eran patéticas. Los niños fe-lices con tanto regalo que gracias a Dios les

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sobraban. Juan Carlos con cara de pocos ami-gos, porque para él era mal acostumbrarlos. Peromi esposo sí recibía los regalos de mi mamá,que a mí me sorprendían. No me importaba. Yosabía que después de la cena y de llegar a nues-tro cuarto, me recriminaría que nosotros le ha-cíamos pasar puros malos ratos, que cómo mimamá se ponía a gastar tanto dinero si veía lasituación y su eterno reclamo: “Tú tienes la culpa.”

Mis hijos llegaron a reprocharme: “Mami,es que tú no tienes dignidad.” Yo ya no sabíadónde meter la cara.

EL INCIDENTE

A Juan Carlos le dio por usar goma para peinar-se. Le gustaba una de color rosa; pero en la far-macia me recomendaron la verde, así que comprédos rosas y dos verdes. A mi marido le gustó másla verde y se terminó un pomo. Yo sabía que aúntenía otro verde y grande; lo acababa de ver,porque yo le dejaba todo listo para el baño delsiguiente día —así era a diario—. Me acostétranquila, él tenía un desayuno temprano. Alamanecer, como a las seis, se levantó a bañar yyo segura de que todo estaba listo. De repenteescuché su grito: “¡Andrea! ¿En dónde está lagoma verde del pelo?” “Ahí te la dejé”, le res-pondí. “Pues no hay nada ¡ven acá!” Me levan-té con las piernas temblorosas y efectivamente,no estaba el pomo de la goma. Qué pasó con la

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goma —me preguntaba— si yo la había dejadoahí la noche anterior. Él traía la goma rosa en lamano y gritaba: “¡Tiene que aparecer!; ¡trae alas sirvientas!” Ellas le aseguraron que no usa-ban goma. “¡Trae a los niños!” Pero ellos ya sehabían ido al colegio. Empezó a abrir como locotodos los cajones y a tirar todo lo que se encon-traba en ellos. Entró al cuarto de los niños ha-ciendo lo mismo. Se me acercó, me aventó gomaen la cara y en todo el cuarto. Yo no me podíamover del tiradero que había. Estaba sentadaen la cama. Metió la mano en uno de los cajo-nes y agarró un puño de alfileres y me los arro-jó en la cara, pero gracias a que tenía la gomaembarrada no me hicieron daño. Gritó: “¡Voyal desayuno y enseguida vuelvo. Saca a los ni-ños del colegio y los traes aquí para que me laden!” Se fue furioso y yo mandé por los niños.Cuando llegaron y vieron el desastre me pre-guntaron: “¡Qué pasó! ¿Quién hizo todo esto,mi papá, verdad?” Tuve que platicarles. Enton-ces mi hijo mayor quien tenía trece años sacósu cámara instantánea y empezó a tomar fotosde aquel desastre y me dijo: “Estoy seguro,mamá, con estas fotos sí te van a dar el divor-cio.” Me dejó sorprendida. Ya eran muchas lascosas que ellos veían y no comprendían quépasaba conmigo: golpes, patadas, insultos de losmás bajos y fuertes, y yo no hacía nada. La gomanunca apareció. Como una semana le duró elcoraje.

Ahora me encuentro aquí, en el Penal. Cuan-do llegué pasó un largo año y dos meses sin

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que yo pudiera ver ni a mis hijos ni a mi mamá.Así les convenía a mis abogados, porque merobaron y me engañaron; así les convenía. Ellosme robaron y me hundieron.

Después de ese largo tiempo que no pudever a mis hijos, el primer día que los vi, el máspequeño me aclaró: “Mamí, a mí se me quebróla goma ¿me perdonas?” “¡Qué bueno que tequedaste callado! —le afirmé—, si no, tu papáte hubiera mandado al hospital.” “Sí mamá, peroa ti sí te golpeó.” “No importa hijo... ya pasó.”

Después de todo lo vivido, el mal trato y lahumillación a mis hijos, yo ya no aguanté másy cuando un guardaespaldas de su escolta mepropuso: “Señora, si quiere que el señor la dejede tratar así y de golpearla, le hace falta un es-carmiento. Si se anima, yo veo quién se lo da,para que el licenciado vea que usted no está solay la deje en paz.” Yo estaba en un momento delocura o de aturdimiento cerebral, porque nopuedo recordar bien ahora, y cómo me animé adecir que sí y confiar en el criterio de los guar-dias. Pero no sólo lo golpearon sino que lo ma-taron.

Me culparon a mí y me sentenciaron a trein-ta y cinco años de prisión: toda mi vida. No esjusto: mis hijos ya tienen quince y dieciochoaños. Ellos me adoran y mi madre y mi tía mequieren y me apoyan. Tengo la suerte de quetoda mi familia está conmigo. Obviamente lafamilia de Juan Carlos me odia. Mi suegra hizocosas tan graves, como escándalos y falsos tes-

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timonios. A ella no le importo yo. Ella sólo quie-re el dinero; el dinero que les pertenece a mishijos.

Quise dejar la descripción de mi madre hastael final de mi relato, porque tanto ella, comoyo, fuimos educadas para rendir y obedecer alos hombres; más aún, cuando son como mipadre, mi tío abuelo y Juan Carlos, una especiede caciques. Una vive con miedo y sometimien-to a la vez que de quedar bien con el señor,como si fuera dios. Tal vez por eso mamá guar-daba silencio y yo tampoco los enfrentaba. Mimadre sólo deja sentir su fuerza en lo moral. Enotro campo ni su voz, ni su opinión eran impor-tantes. Yo repetí su actitud.

De mi madre te puedo hablar mucho, no esdifícil describirla. No es que yo te vaya a exa-gerar, pero hasta ahora que me encuentro pri-vada de mi libertad nunca me ha fallado. Es muybuena persona, entregada a mí desde que nací,cuando yo fui creciendo ella quiso seguir sien-do la misma, sólo que mi papá no se lo permi-tía. Ahora está otra vez dedicada a nosotros, amí y a mis hijos. Es una mujer que ha sufridoprimero la trágica muerte de mi padre, que note había platicado, él se quitó la vida. Posterior-mente, mi madre sufrió mi rebeldía y la muertede mi abuela, quien la desheredó. Ahora vivepadeciendo mi situación. Lo más admirable deella es su fe bien puesta; es muy católica y nose dobla. Debo decirte que cuando quedó viudaera joven aún y nunca más buscó otro compa-

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ñero. Se dedicó completamente a mí en cuerpoy alma. Sabrás que no tengo con qué agrade-cerle o pagarle todo lo que ha hecho por mí yahora por mis hijos que viven con ella. No esnada fácil controlarlos y darles una educación.Dos jóvenes de dieciocho y quince años muyheridos de padre y madre. Necesito mostrarlesotra forma de vida por lo que a mí respecta.

Sigue aquí mi vida monótona, que me estámatando día a día. No lo he podido superar. Yatengo tres años y días y mis nervios me traicio-nan. Veo que mi esposo se sienta en mi cama yme amenaza que se va a llevar a mis hijos. Measusta; se asoma por mi ventana y se me quedamirando. Lo oigo gritarme cuando voy cami-nando afuera de los dormitorios y yo pregunto:“¿Quién es?” Y no me responde nadie. Tengomucho miedo: no lo puedo controlar.

La farsase terminó de imprimir en febrero de 1999

en Editorial Pandora, S.A. de C.V., Cañas 3657,La Nogalera.

Tiraje: 500 ejemplares

Coordinación: María Luisa BurilloCuidado de edición: Tere Peregrina y

Verónica González MárquezPortada: Francisco Castellón AmayaFotografía: Olivia Campos de Gallo

Tipografía: TonoContinuoCaptura del texto: Josefina Llera