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LA ESCALERA
Cuatro cuentos, una historia
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Juana y César
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Juana, desde San Nicolás de los Arroyos hacia Buenos Aires
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I
Juana del Pilar tenía trece años. Era menuda y vivaracha, de ojos verdes y
cabello color trigo, que mantenía muy largo, para recogerlo en dos trenzas unidas en la
nuca bien torneada. La nariz recta parecía esculpida, la piel blanca, casi transparente.
Muchos años después de su muerte, una de sus bisnietas la comparaba con los
minuciosos rostros de marfil, petrificados en los antiguos camafeos.
Esa mañana, mientras se vestía, después de un largo sueño –el viaje desde San
Nicolás a Buenos Aires había sido agotador– no imaginaba que una honda y reveladora
mirada cambiaría su vida.
Escogió un vestido azul, adornado, como único detalle, con festones de
terciopelo color púrpura, que demarcaban un talle princesa rematado en un moño chato.
El sol se colaba por la pequeña ventana de vidrios irregulares regalando una falsa
sensación de calor. Preguntó a su madre si esa era la indumentaria apropiada.
“Perfecta”, calificó con su español sin errores, arrastrando un melódico acento italiano.
Juanita, como se hizo costumbre llamarla, nació en Buenos Aires en el año 1867.
Su padre, Antonio, era criollo, hijo de un matrimonio genovés que había arribado a
Argentina allá por 1830 en busca de un mejor estatus. Su madre, Teresa, era oriunda de
un pueblo cercano a Génova. A los diecisiete años se casó por poder con Antonio,
quien había decidido terminar su larga soltería conviniendo un matrimonio con su
prima, la menor de los seis hijos de su tío paterno.
La nena llegó al mundo exactamente un año más tarde del arribo de Teresa.
Tenía dos meses cuando la bautizaron en la Parroquia del Pilar, escogida por su madre
como un ícono de suntuosidad criolla. Ella se extasiaba frente a la silenciosa belleza del
frontal del altar mayor, cincelado en plata maciza, tan diferente de las cavernosas y
pétreas iglesias de su pueblo en Italia.
La llamaron Juana por su abuela materna, y del Pilar, para que llevara este
acerbo en su nombre. Era una niñita sana, risueña y regordeta, que no se despegaba de
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su madre. Y ciertamente ajena a las ausencias de su padre, a quien su profesión de
médico le absorbía todas sus horas.
Cuando Juanita cumplió cuatro años Antonio contrajo la fiebre amarilla. Murió
en Buenos Aires, en el año 1871. Escuchaba a su madre contarle sobre aquellos días de
desolación y muerte, en que, puesta frente a la evidencia de la tragedia, su padre la
obligó a llevarse a la niña y refugiarse en el campo. Teresa nunca estuvo de acuerdo con
ese plan, sentía que el supuesto cumplimiento del deber que enarbolaba su esposo era
una forma de abandono. Ella hubiera estado dispuesta a quedarse y trabajar junto a él.
Una vez tomada la decisión fueron despedidas por un Antonio que se debatía
entre la culpa y la excitación del desafío. Para Teresa, en cambio, la amargura era más
fuerte que la incertidumbre. Ella había aprendido que dramatizar las situaciones no iba a
modificar la realidad, pero eso no quería decir que la aceptara mansamente.
Inteligente y generosa, Teresa vislumbró a través de la unión con Antonio, el
milagro que necesitaba para escapar de la mediocridad a la que se sentía condenada por
la rigidez de su crianza. El escaso margen de decisión que ella, con sus dieciséis años,
ya percibía, la agobiaba. Las posibilidades de desarrollo personal para una mujer
despierta eran nulas. Su espíritu inquieto se rebelaba ante esa realidad.
Su padre la mandó llamar. La encontraron trabajando en la huerta. Resguardaba
con un rústico delantal una pollera larga, confeccionada por ella misma en una tela
fresca festoneada en el ruedo con una cinta bies. La blusa era blanca, abotonada hasta la
base del cuello. Cubría su cabeza con un pañuelo atado sobre la nuca que dejaba
desparramar en la espalda una cabellera rubia, voluminosa y brillante. Sus botas estaban
embarradas y su frente sudaba.
Le hizo un gesto para que se acercara al escritorio. Sin más preámbulos, le
informó que su primo Antonio, hijo del hermano mayor que había emigrado a la
Argentina, la pedía en matrimonio para formar una familia en América del Sur. Su
futuro esposo era un hombre de treinta y cinco años y un distinguido facultativo con una
posición formada.
Teresa permaneció en silencio. No iba a permitir que se trasluciera ni una pizca
de la agitación que la embargaba. Su madre, de pie, ubicada detrás del sillón de su
padre, apoyaba las manos crispadas en el respaldo. Se acercó a ella y la besó. Sin
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aguardar el permiso paterno para retirarse, cruzó el umbral de la puerta con
determinación, sus ilusiones ya estaban puestas en América.
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Elsa y Adrián
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Adrián
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I
El sol, desconcertado, aparecía cuando el frío ya no se toleraba, para enseguida
escabullirse entre las nubes reacias. De vez en cuando una garúa imperceptible se
escurría entre las cabezas gachas y los abrigos puestos. Todos eran muy pocos. Algunos
con las manos en los bolsillos, otros tomados del brazo, caminaban sin hablar.
Arrastrando los zapatos sobre el pedregullo gris e irregular que cubría el sendero,
fabricaban con el roce, un lerdo y ronco sonido. Lentamente, se acercaban hacia donde
esperaba el cajón cerrado.
Las mujeres que habían llevado flores las depositaban sobre el ataúd; las que no,
miraban ese acto inútil. Seguían un protocolo que no estaba escrito, tal vez aprendido,
quizás innato. La espesa atmósfera de silencio combinaba con las opacas entradas de luz
que atravesaban los vidrios turbios, y con el paseo de un inoportuno gato, tan indiferente
como indiscreto, tan desubicado como curioso, zigzagueando entre las piernas de los
presentes.
La humedad se había trasladado con ellos dentro del recinto donde los muertos
eran despedidos. Aguardaban hasta que irrumpiera el hombre de negro que venía a
mediar entre el difunto y sus deudos. Como si fuera pertinente escuchar la voz de un
desconocido para que desviara la atención de lo no dicho, de lo que no hubo tiempo de
saldar.
El intermediario sabía que esta escena era una mera distracción para lograr algún
efecto, cierta deferencia, sobre su principal y solapada función, la de ilusionar a muchos
con la vida eterna. Y escondiéndose cobardemente detrás de la necesidad de consuelo,
subastaba vergüenzas y miedos.
Algún escéptico se preguntaría entonces, dónde quedaba el perdón de los
pecados, el acceso a las instancias previas al cielo, el purgatorio, porqué nunca se hacía
mención a la posibilidad del infierno. De pronto era bueno, dulce, digno, hermoso y
entrañable. Un ejemplo de vida decretado por la autoridad terrestre en forma de letanía
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absurda, monótona, pero con un ritmo adecuado; aburrida hasta la necedad, sin sentido,
pero con criterio.
De pie, como indicaba el ritual, el estrecho costado del largo banco no
alcanzaba a contener su muslo que desbordaba apoyado en la dura madera. Elsa,
mimetizada entre los seres queridos, pero alienada entre ellos, segmentaba la vista,
deteniéndola en cada uno; tantos años, tantas cosas. Instantáneas del pasado que
pestañeaban programadas en fracción de segundos. La suficiente para cambiar al
próximo recuerdo doloroso, arbitrario, incluso incómodo, por haber sido dichosa,
porque no era ese el momento de que asomara una sonrisa furtiva e inexplicable para los
demás.
Estampas que se filtraban dosificadas, imitando al sol de esa mañana de 1978, a
la que, como al país, le habían tapado la boca.
¿Cómo negarse al pedido de Pedro? Adrián había estado presente el día de su
nacimiento, había ido a visitarlo en cada cumpleaños, lo había recibido, con especial
emoción, cuando él decidió estudiar en la Universidad de Buenos Aires. Aunque no
vivían bajo el mismo techo, habían llegado a valorar como un privilegio los años
compartidos tan cerca uno del otro.
Su hijo estaba sin consuelo. Elsa presentía que al vacío que provocaría la muerte
de su padre se sumaría la falta que le hacía Luisa. Cuando la conoció tuvo la impresión
de que él no se iba a poder adaptar cómodamente a esa mujercita de fuerte personalidad.
Necesitaría algo más que un poco de tiempo.
Intuyó que su presencia, ese día, en el cementerio, era muy valiosa para Pedro.
Por eso había hecho, con su propia pena a cuestas, el largo viaje desde Villa Ángela.
Estaría durante el trance del entierro y lo ayudaría a sobrellevar los primeros días,
consciente de que no serían los peores. Pero no era su estilo advertírselo; con Adrián
consolidaron una familia de tres, a la que la vida les había escatimado momentos,
estaban entrenados.
Madre e hijo presenciaban la ceremonia tomados de la mano.
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Luisa y Pedro
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2003
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I
Parecía que, lentamente y con alguna expectativa, trepaba una empinada
escalera. ¿Subía o hacía como que subía? Eso mismo se preguntó durante años.
Era una estructura metálica, prefabricada y provisoria, que encastraba
perfectamente reemplazando la original. Conjugaba un ensamble armonioso entre lo
antiguo y lo moderno. La escalera desembocaba en una puerta trampa que causaba el
efecto de una ventana esculpida en el cielo. Al abrirla, se abordaba una vieja terraza con
la mejor estampa de La Boca que Buenos Aires tenía para regalar.
Era un mediodía de jueves, soleado y fresco, que marcaba el comienzo de un
otoño complicado. Se escuchaban, lejos, los compases de un tango. Luisa estaba sola.
Nadie más compartía desde esa vieja terraza el presente en el pasado. Se asomó a la
descascarada baranda. Mientras observaba el ruidoso y multicolor movimiento de la
zona, le repugnaba la crónica desidia que contaminaba el Riachuelo, aunque también
sabía que, la podredumbre, patentaba su nostálgica atracción.
Hacía una semana que se confrontaban sus horas de sueño con las de actividad.
Alternadas, en un dilatado letargo, no lograban más que incrementar la discordia entre
ellas. Algo gemía por dentro. Un sensible observador diría que estaba de duelo.
Demoraba la hora de ir a dormir. Otra noche larga, enigmática, amenazaba con agotarla.
Su existencia se había trastocado de tal forma que a veces pensaba que era un
fantasma. Dos vidas en una que pugnan por ganarse un lugar. Altamente incierto, como
el de todos los seres humanos que han llegado al medio siglo en una Argentina rota.
Desconcertaba percibirlo tan inseguro como vívido, enjoyado en pródigos matices.
Si no fuera un burdo atrevimiento preguntarse por qué había decidido
desaparecer por unos días, seguramente hubiera respondido que su cuerpo le imploraba
a su alma aquietarse, sentarse y ponerse a pensar. Como el puño de una media a la que
le hicieron el pie, su niñez y su madurez se doblaban pegadas ligando una profusión de
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sentimientos poco habitual. Cargada de pensamientos que se disparaban hacia esos
lugares del subconsciente que más confunden, no siempre resultaba placentero.
Semejante revoltijo de sensaciones, de idas y vueltas, de turbación, de
revelaciones, confirmaciones y realces, constituían un ensamble vertiginoso. No le
había faltado el coraje para encararlo. Sería un error de apreciación atribuirlo a la simple
casualidad, o a la magia, que no hace más que confundir realidades. Todo su ser,
literalmente, se había preparado, extrañaba, clamaba. Sentía un enorme, gigantesco
vacío, pero también sentía que así estaba bien.
Porque en el vacío uno es. El magnetismo angustiante que contiene el vacío
derrocha creatividad. Actúa como un acicate en medio de la desolación. Produce
tensión. Integra. Detiene la acción en el milimétrico espacio que hay entre el acierto y
el error, una palabra mal dicha, un gesto determinante, una conducta visceral. Incentiva
la duda, favorece la reflexión, ilumina el paso previo al desastre.
Todo blanco, como se imaginaba el vacío, así veía el día por delante. La noche
anterior, en una de las interminables horas del insomnio, junto a un té de tilo que en
vano oficiaría de calmante, abrió un libro, y, por algunos minutos, segundos, tal vez,
cobró una lucidez inaudita, casi intolerable. Leía cada palabra y cada frase con la
lentitud necesaria para prenderla en su espíritu. Fue un espacio único de comunión con
la mente y los sentidos. Como si una iluminación extraordinaria hubiera bajado para
destrozar las secuelas de la falta de sueño.
A veces, en medio del sopor, tomaba conciencia de esa lucidez y se asustaba.
Disfrutaba del vacío. Apartaba el deseo. Confrontaba a la soledad más absoluta sin la
libertad para sostenerla.
Ya despierta, el día blanco, que prometía el reencuentro con las entrañas, se
saturó de colores. Ahí, en esa casa, trepando esos peldaños de acero craquelado,
razonaba, por primera vez, que muchas eran las formas de encarar una escalera. A modo
de túnel del tiempo, con la esperanza puesta en lo desconocido. O con desazón, falta de
aliento, alivio sordo. También con incertidumbre. ¿Adónde dará esa escalera? ¿Qué nos
esperaba? ¿Cuándo se alcanzaba la meta? ¿Subiendo o bajando los escalones?
Una escalera era como la vida, se podía optar por no utilizarla, o detenerse en el
medio. Valía la pena pensar qué estúpido resultaba no animarse a trascenderla, aquí y
ahora. Pero, había tiempos. Tiempos imprecisos, tiempos indeterminados. La definición
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clásica de pasado, presente y futuro corría por otros andamios. Andamios prosaicos.
¿Qué era el tiempo? ¿Existía la cronología? Un futuro, este pasado, aquél presente.
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Mónica y Fernando
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Fraterno
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I
La encontró en Facebook. Entre conmocionada y aturdida, no esperaba la
aparición de una hermana. La certeza fue visceral. ¿Por qué había esperado diez años?
Se preguntaba. Fueron años de ausencias. Se respondía. Todos necesitábamos un tiempo
de maduración. No tenía tanta importancia la medida de ese tiempo, lo esencial era que
emergiera oportunamente. Ella reaccionaría en el momento indicado. Se convencía.
Adormecidos, expectantes, los imanes de su vida comenzaron a atraerse. Transitaba,
melancólica e introspectiva, el ambiguo mes de mayo, en que la luz natural,
repentinamente se acorta y se comienza a madrugar siendo noche. Y cuando las tardes
oscuras se hacen elásticas, ofreciendo, magnánimas, horas para pensar. ¿Cómo no
aprovecharlas? Si durante las semanas que habían pasado, la conciencia definitiva de su
estado de aislamiento cobró sentido. Por ello consideró ese contacto como un gesto
solidario. Consigo misma. Aclaraba.
Ahora sí, estaba segura, de que siempre aparecía la razón, por la cual, lo
inexplicable fuera lógico. Un deseo tenaz, basado en la fortaleza de ese vínculo
imperdurable, que le fuera transmitido, obedeciendo a la vigorosa necesidad de
garantizarle un destino trascendente. No reparó en las consecuencias emocionales. ¿Para
qué? Las tendría, de todas formas.
Comenzó averiguando quién era la mujer que su padre extrañó tanto. Primero
ingresó en Google, allí la buscó por el nombre y el apellido. Su perfil apareció de inicio
en una red social orientada a profesionales. Pasó un buen rato admirando la foto. No
había mucha distancia, únicamente la que separaba cuarenta remotos y aislados años,
con la descripción que tenía de ella. La fotografía mostraba un rostro muy personal,
subrayado por una mirada frontal y una sonrisa amplia.
Si bien con esos datos ya podía contactarla enviándole un correo electrónico,
pensó que el trato sería más cálido, y menos chocante, si previamente indagaba más en
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su intimidad, en sus gustos, a través de sus amigos. Entonces fue cuando recurrió a
Facebook. La buscó por el apellido. No figuraba. Sin embargo, un sorpresivo hallazgo
la alentó a continuar indagando. Bajo ese mismo apellido dio con otro nombre. Martina.
Una mujer de treinta y nueve años, once años mayor que ella, quien, casualmente, no
mencionaba, en ningún ítem de su biografía, la existencia de un padre. Si se la miraba
detenidamente, eran parecidas. Ellas dos, Mónica y Martina. Sobre todo en la forma y el
color de los ojos, y por el contorno de las cejas. Cuanto más la miraba, mayor era su
asombro, la curiosidad la carcomía, y más evidente se le hacía la verdad.
Mónica tuvo que hacer un esfuerzo para ubicarse en la situación. Muy agitada,
las palpitaciones eran fuertes. Cuando pudo serenarse, ató cabos, la madre de Martina se
llamaba Luisa, era muy factible que esa mujer fuese su hermana. Médica ginecóloga,
egresada del Colegio Nacional de Buenos Aires, se había recibido en la Facultad de
Medicina de la UBA. Estaba casada, amaba la lectura, el cine y a Sting. Y tenía dos
hijos varones de ocho y tres años. Marcos y Lucas. Había nacido en 1974, pocos meses
después de que Luisa, la mujer que ella había escuchado nombrar una y otra vez por
Gregorio, decidiera terminar la relación con su padre, de una forma, por lo menos,
abrupta.
Nuevamente muy alterada, le fue imposible concentrarse. Abandonó la pantalla
de la computadora, calentó agua que vertió en un termo, cambió la yerba, preparó una
bandeja y se dejó caer en el sillón que tantas veces ofició de cama, en sus vigilias junto
a su padre. El mate de palo santo entibiaba sus manos mientras cebaba unos amargos.
Se le hizo inevitable comparar algunos parámetros, confrontar ciertas fechas, recordar
preciosos detalles. Descubrir que tenía una familia requería de coraje.