la devoción jesuita a la santa casa de loreto

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10 CULTURA Y ARTE Lenice Rivera Hernández Investigadora del Museo de la Basílica de Guadalupe JOSÉ DE ALZÍBAR (activo, 1750–m. 1803) Nuestra Señora de Loreto con san Estanislao de Kostka, 1784 Óleo sobre tela 168 x 104 cm. Col. Museo de la Basílica de Guadalupe Foto: Arturo Piera D entro de la sala de advocaciones marianas del Museo de la Basílica de Guadalupe, se encuentra este cuadro que representa a la Virgen de Loreto, obra de José de Alzíbar firmada en 1784. Fue ésta una de las devociones predilectas de la Compañía de Jesús, si no es que la advocación mariana más importante asociada con esta orden, que se hizo cargo de su santuario desde 1554. Si bien la Virgen de las Nieves, de la Basílica de Santa María la Maggiore, gozaba de mayor primacía y antigüedad; al igual que ella, la de Loreto contaba con el prestigio de ser una imagen de origen apostólico, pues según una tradición medieval, su talla estuvo atribuida al evangelista san Lucas. Pero además, dada su propagación por todo el orbe, la devoción lauretana llegó a ser emblema de la vocación internacional de la orden de san Ignacio 1 . La devoción jesuita a la Santa Casa de Loreto La imagen de Nuestra Señora de Loreto corresponde, dentro de la tipología de la escultura tardomedieval, a una Virgen en majestad: sentada sobre un trono, al tiempo que ella es el trono de Cristo; la Theotókos, madre y virgen; la reina del cielo y la segunda Eva, corredentora del género humano. María presenta a su Hijo (a la adoración de los reyes y al universo entero), aunque ambos mantienen las posturas rígidas propias de su condición arcaizante.

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CULTURA Y ARTE

Lenice Rivera HernándezInvestigadora del Museo de la Basílica de Guadalupe

JOSÉ DE ALZÍBAR (activo, 1750–m. 1803)Nuestra Señora de Loreto con san Estanislao de Kostka, 1784Óleo sobre tela168 x 104 cm.Col. Museo de la Basílica de GuadalupeFoto: Arturo Piera

Dentro de la sala de advocaciones marianas del Museo de la Basílica de Guadalupe, se encuentra este cuadro que representa

a la Virgen de Loreto, obra de José de Alzíbar firmada en 1784. Fue ésta una de las devociones predilectas de la Compañía de Jesús, si no es que la advocación mariana más importante asociada con esta orden, que se hizo cargo de su santuario desde 1554.

Si bien la Virgen de las Nieves, de la Basílica de Santa María la Maggiore, gozaba de mayor primacía y antigüedad; al igual que ella, la de Loreto contaba con el prestigio de ser una imagen de origen apostólico, pues según una tradición medieval, su talla estuvo atribuida al evangelista san Lucas. Pero además, dada su propagación por todo el orbe, la devoción lauretana llegó a ser emblema de la vocación internacional de la orden de san Ignacio1.

La devoción jesuita a la Santa Casa de Loreto

La imagen de Nuestra Señora de Loreto corresponde, dentro de la tipología de la escultura tardomedieval, a una Virgen en majestad: sentada sobre un trono, al tiempo que ella es el trono de Cristo; la Theotókos, madre y virgen; la reina del cielo y la segunda Eva, corredentora del género humano.

María presenta a su Hijo (a la adoración de los reyes y al universo entero), aunque ambos mantienen las posturas rígidas propias de su condición arcaizante.

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El rostro de la Virgen tiene forma almendrada y sus largos cabellos castaños caen sobre los hombros. Su cabeza ciñe tiara papal, como alusión a los privilegios pontificios de los que disfrutaban la imagen y su culto�. La indumentaria consiste en capa azul sobre un rico manto plisado con decoración floral en bordados dorados, azules y rojos. De la abertura, en su borde superior, emerge el Niño, también coronado, que con una mano sostiene la esfera del mundo y con la otra hace el ademán de bendecir.

La devoción a la Virgen de Loreto estuvo unida a una importante ruta de peregrinación, sobre todo en Francia y España, y fue traída a la Nueva España por el padre Juan Bautista Zappa en el año de 1677. Este sacerdote jesuita destinó para el noviciado de Tepotzotlán una imagen “compuesta”, es decir, los rostros y las manos tallados y tocados del original, para ser colocada en una capilla que reproducía las medidas de la Santa Casa3.

Sin embargo, el padre italiano Juan María Salvatierra, entonces provincial de los jesuitas, a su vez la depositó en el Colegio de San Gregorio con la expresa intención de que extendiese sus beneficios a toda la ciudad. Además de los altares y capillas ubicados en colegios y templos jesuitas, a la Virgen de Loreto le fue dedicada una capilla de la Catedral de México, donde ya se celebraba, como en sus otras casas, la fiesta de traslación el día diez de diciembre y la fiesta principal el día de la Natividad de Nuestra Señora.

No por casualidad el cabildo recibiría a la imagen durante la primera procesión de rogativa por la peste del matlazáhuatl en 1737. En la segunda mitad del siglo XVIII, la devoción fue retomada por los oratorianos de san Felipe Neri, que dedicaron a Loreto lujosas capillas en los santuarios de Atotonilco y de San Miguel de Allende, semejantes a las jesuíticas.

Más aún, la devoción también se desplazaría hacia el centro y el sur de América y mediante las misiones de la Compañía hacia el septentrión novohispano. En el Colegio de San Gregorio, según refiere Cayetano de Cabrera y Quintero,

la imagen se guardó en un primer momento en la sacristía. De allí se sacaba los sábados, para volverse a guardar después de que se le había cantado misa y letanía, hasta que se le dedicó una capilla propia en 1680.

En ella la imagen recibiría un importante culto, dejando como testimonios los múltiples ex-votos que agradecían sus favores y los ricos adornos costeados por sus devotos4. Es así que, en sus representaciones, la Virgen de Loreto suele estar cubierta con telas suntuosas que le dan una forma cónica y con ricas joyas que la adornan en collares, zarcillos e hilos que cruzan por el frente de la imagen5.

En la descripción de la talla original, el padre Horacio Turselino hablaba de una imagen de cedro, de una vara de alto, con la cabeza ceñida por una corona de piedras, los cabellos sueltos y vestida con largas ropas doradas y manto azul labrados también en cedro. El Niño, por su parte, portaba en una mano una manzana de oro.

Esta descripción permite advertir un interesante problema relativo a las copias americanas de la imagen, pues numerosas descripciones insistían en que su rostro había sido más blanco que el alabastro, pero que había sido ennegrecido con el paso del tiempo, por el humo de las candelas que la iluminaban.

En realidad, la pigmentación obscura del original italiano apelaba a la tradición de las vírgenes negras que poblaron la geografía europea entre los siglos XI y XIII. Sin embargo, se sabe que su primera copia novohispana, facsímil de la talla depositada en Ancona, fue blanqueada el año de 1680, en consonancia con la adaptación al medio que privó en las políticas de control de las imágenes dentro de la Compañía de Jesús6. Otras representaciones de Nuestra Señora de Loreto la presentan en su tabernáculo, o bien rodeada de las nubes que hacen visible una hierofanía, debiéndose la similitud entre todas ellas al carácter icónico de la “vera efigie” que no admite transformaciones.

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En este caso, se le ve sobre una peana de nubes y cabezas de angelillos, ser transportada sobre el tejado de su Santa Casa nazarenita llevada por los aires en manos de los ángeles. Las representaciones de los traslados de la Santa Casa fueron abundantes en el ámbito jesuítico y en sus muros se materializaba la pedagogía de la “composición de lugar”, pues ésta era considerada verdadera Domus Dei (Casa de Dios) y escenario no sólo del nacimiento de la Virgen, sino de la Anunciación y de la Encarnación del Verbo.

La tradición narra que la casa habitada por María en Nazaret había sido trasladada a Tersato (Dalmacia) en 1291, luego al bosque de Recanati en la Marca de Ancona (en el norte de Italia) en 1294 y, finalmente, al valle de Loreto en 1295, donde se desplazaría a un paraje cercano.

En cada sitio, además de las marcas de la presencia de la Santa Casa, la Virgen había obrado prodigios y hecho manifiesta la autenticidad de la que fuera su morada, por medio de apariciones siempre confirmadas por testigos e informantes. Según la tradición, el nombre de la advocación proviene de la posesión de una matrona llamada Laureta: uno de los sitos donde se asentó tras su segundo traslado7.

Siendo el de Loreto un culto eminentemente jesuítico, extendido entre los estudiantes y propagado a partir de los colegios de la Compañía, es de esperar que en ocasiones se represente a la Virgen acompañada de algunos santos de la orden de san Ignacio.

San Estanislao de Kostka (1550-1568), a quien se mira arrodillado y portando la tradicional azucena, fue un novicio jesuita de origen polaco. Habiendo estudiado en el colegio de Viena, fue recibido en el noviciado de Roma en 1567 por san Francisco de Borja. Enfermo de tisis, murió allí al año siguiente y fue enterrado en San Andrés de Quirinal. Pronto se creó una leyenda de santidad en torno a su figura, según la cual la Virgen y el Niño se le habían aparecido para ordenarle que entrara a la orden, además de que el joven había recibido la

comunión de manos de un ángel y presenciado una aparición de Santa Bárbara. El novicio de Kostka fue beatificado en 1670 y canonizado en 1725. Además de ser patrón de Polonia y de Varsovia, también lo es de los noviciados jesuíticos.8 Sin lugar a dudas, su presencia, en una pintura novohispana recuerda, junto con la Virgen misma, la capacidad de movilidad transoceánica que caracterizó a la orden.

NOTAS

1 Ver: Zodíaco Mariano. 250 años de la declaración pontificia de María de Guadalupe como patrona de México, México: Museo de la Basílica de Guadalupe – Basílica de Santa María de Guadalupe/ Museo Soumaya, 2004, 215 pp.

2 No se olvide que debido a tales privilegios, la imagen de María Santísima de Guadalupe muchas veces fue equiparada con ella. Ambas advocaciones fueron proclamadas con el salmo 147 Non fecit taliter omni nationi (No hizo tal con ninguna nación).

3 Por medio de la escrupulosa copia de las medidas, ésta adquiría así el valor de una reliquia, ya que además de contener una imagen milagrosa, era en sí misma venerada como un recinto sagrado y adquiría de esa manera –y en especial en la Nueva España– el valor de visitar uno de los lugares memorables de Tierra Santa.Pilar GOnZALBO AiZpuRu, “Las devociones marianas en la vieja Provincia de la Compañía de Jesús”, en: Clara GARcÍA AyLuARDO y Manuel RAmOS mEDinA (coords.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano. Mujeres, instituciones y culto a María, vol. 2, México, UIA/ INAH/ Condumex, 1994, p. 113.

4 Cayetano de cABRERA y QuinTERO, Escudo de armas de México..., México, Viuda de D. Joseph Bernardo de Hogal Impresora del Real y Apostólico Tribunal de la Santa Cruzada, 1746, p.100.

5 Ver, por ejemplo: Francisco de FLOREnciA y Juan Antonio de OviEDO, Zodíaco mariano, [introducción de Antonio Rubial García], México: CONACULTA, 1995, p. 155.

6 Luisa Elena ALcALá, “Acomodación, control y esplendor de la imagen en las fundaciones jesuíticas”, en: Barroco andino. Memoria del I Encuentro Internacional, La Paz: Viceministerio de Cultura Unión Latina, 2003, pp. 259-266.

7 Horacio TuRSELinO, Historia lauretana, en que se cuentan las translaciones, milagros y sucesos de la Santa Casa de N. Señora de Loreto, [traducción de Juan de Rojas]. Madrid, casa de P. Madrigal, 1663, p.18.

8 Louis RÉAu, Iconografía del arte cristiano. Tomo 2, volumen 3: Iconografía de los santos de la A a la F, Barcelona: Ediciones del Serbal, 1997, pp. 458-459 (Cultura artística, 6).