la confesión frecuente

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"La confesión frecuente, una carga pesada para el clero" Autor: Eduardo A. González A más de noventa años de lo que hoy suena un provocativo artículo de la Revue de Ascetique et Mystique de Toulouse, cuya traducción publicó el Boletín Eclesiástico de la todavía “diócesis” de La Plata (jueves 19 de enero de 1922, año XXIV, nº 2) puede afirmarse que la disminución de las confesiones son ocasión de interrogantes frecuentes en la práctica pastoral de nuestras comunidades. Pero no era ese el tema que preocupaba a la pastoral de la confesión en aquellos tiempos. Si se tiene en cuenta que la diócesis de La Plata abarcaba toda la provincia de Buenos Aires y el entonces territorio nacional de La Pampa, es de suponer que la publicación de la nota respondía a situaciones propias de las primeras décadas del siglo XX. La pastoral del confesionario en el siglo XX El artículo, redactado con un vocabulario clásico de la época, dedica un amplio espacio a la valoración de la confesión frecuente, con la que “además del aumento de gracia santificante… ofrece, desde el punto de vista de la dirección, una utilidad inapreciable”. Pero el problema aparece cuando “se dan con mucha frecuencia confesiones que se reducen a ciertas fórmulas recitadas a la ligera, y seguida de una lista estereotipada de pecados, tan repetidos, que el confesor podría el mismo recitarlos de antemano tan pronto como se da cuenta de que es este o el otro quien se confiesa… Además la confesión frecuente se hace una carga cada vez más pesada para el clero, a medida que la comunión frecuente se va generalizando”. Para comprender el contexto, conviene saber que a pesar de una clara indicación del Concilio de Trento (1570) referida a la comunión de todos los participantes en la Misa, el rigorismo del movimiento jansenista, a partir del siglo XVII, impuso una práctica contraria y llevó la edad de la primera comunión hacia los 12 años. En 1679 Inocencio XI encomendaba a los párrocos y confesores discernir sobre la frecuencia de la participación en la mesa eucarística, evitando normas generales en uno u otro sentido. 1

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MEDITACIÓN DE LA IMPORTANCIA DE LA CONFESIÓN FRECUENTE

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Page 1: La Confesión Frecuente

"La confesión frecuente, una carga pesada para el clero"Autor: Eduardo A. González

A más de noventa años de lo que hoy suena un provocativo artículo de la Revue de Ascetique et Mystique de Toulouse, cuya traducción publicó el Boletín Eclesiástico de la todavía “diócesis” de La Plata (jueves 19 de enero de 1922, año XXIV, nº 2) puede afirmarse que la disminución de las confesiones son ocasión de interrogantes frecuentes en la práctica pastoral de nuestras comunidades.

Pero no era ese el tema que preocupaba a la pastoral de la confesión en aquellos tiempos. Si se tiene en cuenta que la diócesis de La Plata abarcaba toda la provincia de Buenos Aires y el entonces territorio nacional de La Pampa, es de suponer que la publicación de la nota respondía a situaciones propias de las primeras décadas del siglo XX.

La pastoral del confesionario en el siglo XX

El artículo, redactado con un vocabulario clásico de la época, dedica un amplio espacio a la valoración de la confesión frecuente, con la que “además del aumento de gracia santificante… ofrece, desde el punto de vista de la dirección, una utilidad inapreciable”.

Pero el problema aparece cuando “se dan con mucha frecuencia confesiones que se reducen a ciertas fórmulas recitadas a la ligera, y seguida de una lista estereotipada de pecados, tan repetidos, que el confesor podría el mismo recitarlos de antemano tan pronto como se da cuenta de que es este o el otro quien se confiesa… Además la confesión frecuente se hace una carga cada vez más pesada  para el clero, a medida que la comunión frecuente se va generalizando”. 

Para comprender el contexto, conviene saber que a pesar de una clara indicación del Concilio de Trento (1570) referida a la comunión de todos los participantes en la Misa, el rigorismo del movimiento jansenista, a partir del siglo XVII, impuso una práctica contraria y llevó la edad de la primera comunión hacia los 12 años. En 1679 Inocencio XI encomendaba a los párrocos y confesores discernir sobre la frecuencia de la participación en la mesa eucarística, evitando normas generales en uno u otro sentido. 

A comienzos del siglo XX, en 1902, el papa León XIII reiteró la enseñanza tradicional refrendada por Trento y comenzó a divulgarse la frecuencia de la comunión eucarística, como lo señala la  Revue de Ascetique et Mystique. En 1910, durante el papado de San Pío X se dispone fomentar la comunión diaria incluso en los niños que tomarán su primera comunión alrededor de los 7 años y se fomenta entre ellos la asociación “Cruzada Eucarística”.

Pero junto con la comunión frecuente apareció un error poco subsanado por la catequesis y que es señalado en Revue de Ascetique et Mystique: “Muchos de los que comulgan cada ocho días creen que no pueden hacerlo si no ha recibido la absolución la víspera o a la mañana misma de la comunión, aun cuando la conciencia no les reproche más que pecados leves, y sin embargo, puede contribuir más eficazmente a reparar esas faltas una sincera retratación que no la absolución recibida así con disposiciones dudosas y a la ligera”.

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Esa creencia todavía existe en personas mayores que la recibieron no tanto por la enseñanza doctrinal, sino, entre otros motivos, por la tradicional práctica de algunos colegios religiosos y parroquias que intentando valorar la confesión frecuente, la ligaban necesariamente a la recepción de la eucaristía.

Entre la rutina y la dirección espiritual

Si el Boletín Eclesiástico de la diócesis de La Plata traduce este artículo de la revista de los jesuitas franceses ha de ser porque considera que el problema pastoral señalado en el mismo también se encuentra en estas regiones: “En las parroquias, el aumento de las comuniones es causa a menudo de echar sobre un sacerdote abrumado de trabajo, la pesadísima carga de un centenar de confesiones semanales de la que la mayor parte no son sino confesiones de devoción. Si realmente fueran necesarias por falta graves, nadie daría por mal empleado el tiempo invertido en ellas, pero se trata precisamente, por hipótesis, de almas piadosas, a quienes la frecuencia misma de la comunión les preserva afortunadamente del pecado mortal.”

La consecuencia es que la recepción frecuente de un sacramento tan rico en experiencia religiosa y que ha estimulado tantas vidas de santos y santas, conocidos o anónimos, ”fácilmente corre el riesgo de hacer mal, ya porque los penitentes vienen en día fijo con prisa y por costumbre, que por muy loable que sea, no deja de exponerles a la rutina, ya porque los confesores, fatigados y aburridos, se dan prisa a despachar cuanto antes al gran número de penitentes que esperan su turno y que sobre todo, si son niños, no ganan nada de estar mucho tiempo esperando”; y en ese caso “no sea posible dirección alguna… siendo sumamente útil a las almas piadosas y su momento y lugar propio está en la confesión, pues muchos cristianos no tienen otra ocasión de recibirla”.

Desde otra perspectiva, el obispo emérito de Iguazú recientemente fallecido, don Joaquín Piña, señala el extremo al que se puede llegar ya que por el cansancio “y en parte porque muchas confesiones no son confesiones, y por esto comprendo que muchos confesores se hayan retraído de la práctica de este ministerio, es decir, que casi no confiesan más”, pero valora que “se trata de uno de los ministerios más importantes y más propios de nuestro ser sacerdotal” (Pastores, octubre 2012).

En ese sentido, fueron ejemplares sacerdotes que como Jorge Carlos Carreras (luego obispo de San Justo), Vicente Zaspe (luego arzobispo de Santa Fe) y el jesuita Guillermo Furlong dedicaban, en la década del ‘50 y del ‘60, horas especiales a lo largo de la semana para atender tanto las confesiones como la dirección espiritual, especialmente de los jóvenes, entre los que yo me encontraba.

Confesando adultos, jóvenes y niños

El artículo de la Revue de Ascetique et Mystique incluye una serie de “reglas prácticas” entre la que se destacan la atención de las personas adultas según las diversas circunstancias de la vida. Así aconseja dedicar “un lugar privilegiado a los que caen de vez en cuando en pecado grave” y hay que otorgarles la mayor parte del tiempo y del trabajo y todas las facilidades para el acceso al sacramento que “en definitiva fue instituido principalmente para ellos”. Así sugiere una frecuencia semanal o quincenal, recibiendo la dirección apropiada a su marcha progresiva, lo que hoy llamamos “ley de gradualidad”. En cambio, a quienes viven en estado de gracia, puede llegar a aconsejarse una confesión mensual, tratando de elegir un día adecuado, previa una seria preparación y el examen de conciencia.

Una curiosa indicación que hoy llevaría la acusación de “discriminación de género” y que no trae ninguna explicación es la que afirma con respecto “a las almas jóvenes, poco al corriente de la vida

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interior, se observará más o menos el mismo método, pero las distancias serán más cortas; podrá proponerse como medio la semana para los jóvenes y la quincena para las doncellas”.

En cuanto a la confesión de las mujeres “piadosas”, parece que había prevenciones como la advertencia de san Alfonso María de Ligorio (+1787) que escribía: “Que miseria es la que observamos en ciertos confesores que emplean una buena parte de su jornada escuchando las confesiones de ciertas mujercillas devotas llamadas beatas. Más si ven que se acercan hombres o madres, que han podido solamente con gran dificultad dejar sus negocios y sus casas y se marchan sin ser atendidos”. En la misma línea san José Caffaso (+1860), famoso confesor antijansenista de Turín, destacado en su amabilidad y comprensión con los pobres, presos y condenados a muerte también escribió: “¡Cuánto tiempo perdido que se podría emplear mucho mejor con otros penitentes más necesitados, como los jóvenes y los hombres!” (citado por M. Á. Fuentes, Revestíos de misericordia, San Rafael 1996).

En cuanto a los niños, el autor de la nota de la Revue de Ascetique et Mystique parece resignado pues si bien sugiere que convendría evitar “en lo posible” las confesiones hechas en masa en días fijos, concluye: “digo en lo posible, porque en la mayoría de los casos habrá que contentarse con hacerlo de ese modo”.

Las nuevas realidades

La situación religiosa actual está muy lejos de las dificultades que traía en 1922 la práctica de la confesión frecuente. Del error de creer que siempre hay que confesarse antes de comulgar se ha pasado al inverso de pensar que nunca es necesario hacerlo, aún en los casos de las faltas graves o de no aprovechar el sacramento de la reconciliación como una importante ayuda en el progreso del programa de vida propuesto por Jesús de Nazaret.

Por ello, el reciente Sínodo para la Nueva Evangelización propone: “En cada diócesis debería dedicarse al menos un lugar con carácter permanente para la celebración de este sacramento en el que siempre haya sacerdotes disponibles, permitiendo que los fieles puedan experimentar la misericordia de Dios. Este sacramento debería estar siempre disponible, incluso todos los días, en los lugares de peregrinación y en las iglesias especialmente designadas para este fin… Todo sacerdote ha de considerar el sacramento de la penitencia como parte esencial de su ministerio y de la Nueva Evangelización; igualmente debe destinarse un tiempo adecuado para escuchar las confesiones en toda comunidad parroquial.” (Proposición 33).

La práctica de la pastoral popular que desde hace casi cincuenta años trata de que los peregrinos y peregrinas de los Santuarios tengan la oportunidad de celebrar este sacramento muestra que, más allá de las nuevas situaciones que requieren a su vez nuevos enfoques y soluciones, la presencia del sacerdote significa una ocasión privilegiada de reconciliación y diálogo personal.

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