la ciudad de las calles de la mar y la brisa

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DÍA de Suplemento dominical de EL DÍA, 2 de diciembre de 1984 C ON ciencia y paciencia, José Bernardo Gonzá- lez Falcón ha ido plas- mando con su buen arte la visión del pasado y la visión del futuro, toda la tradición y toda la esperanza de Tenerife, toda la historia y la aventura de Santa Cruz de Tenerife. En la imagen, uno de los últi- mos buenos trabajos de Falcón. En él se presenta la amplia perspectiva de la mar isleña desde el castillo de San Cristó- bal a los montes de Anaga en que, duros, continúan el tiem- po, la edad, el viaje inmóvil de los cerros en abandono seco, cerros entre dos azules, el del cielo y el de la mar. En el dibujo de Falcón, la tie- rra gastada y arrugada del ma- cizo de Anaga, la soledad de las playas que fueron y, en la Ala- meda, ramos de follaje y fres- cura. Bajo el cielo plácido y blan- do, la antigua y siempre nueva calle de la Marina, el castillo de San Pedro —que llegó a nues- tros años niños como cuartel del Grupo de Ingenieros— y, a su sombra, «el muellito de la frescura», el corto espigón que servía para el embarque del carbón de los depósitos que la firma Hamilton tenía en la playa cercana. Esta es la ciudad marinera con soledad y calma, la que siempre tuvo —tiene y tendrá— silencio y grandeza. Como pe- queños valles de plata y verdu- Santa Cruz, desde el castillo de San Cristóbal al recio macizo de Anaga, en buen dibujo de Falcón Santa Cruz de ayer y de hoy La ciudad de las calles de la mar y la brisa ra, las plazas y las fuentes eran buenos rincones en que aún cantaba el cristal de plata y oro del agua; en aquellos rincones, ponía su presencia y elocuencia el grito mudo de las flores. En aquellos prados en flor, el sol nimbaba de oro el breve paisaje y, mientras caía la tarde, el ai- re estaba sonoro y una ilusión antigua palpitaba en el ponien- te. Las plazas, las fuentes —San- to Domingo, Isabel II. etc.— es- peraban la noche. Todo era his- toria y silencia mientras el cie- lo, con suaves violetas, tenía un preludio de estrellas. Esta es la vieja ciudad que nos llega como el estallido súbi- to de un árbol florido* Esta es la centenaria y siempre nueva Alameda cuya suave sombra protegió nuestra niñez y peque- nez y, cerca, tenía vapores con buena siembra de puntales, los que compartían el fondeo con los veleros de línea precisa y preciosa. A la vista de la antigua ciu- dad bien reflejada en la obra de Falcón, nos preguntamos qué se hizo de la gracia de las arbo- laduras y la altivez de las chi- meneas empenachadas de hu- mo. Y, también, qué de la senci- llez de los cascos finos y ele- gantes. En la ciudad de entonces, la mirada navegaba sobre la tran- quila perspectiva de las azo- teas, de los miradores y, en es- pecial, de la humilde y elegante teja canaria que, en su rojez, rompía el paisaje monótono. ¿Cuántos años han pasado? Muchos, desde luego pero, si para algunos esta etapa de vida fue rápida, para otros —y por paradoja— ha tenido el doble signo de la lentitud y la ligere- za. Cuando buscamos dentro del corazón nuestro recuerdo , t sen- timos, hondo, el río de los años y, también, una dulzura en el alma adormecida en grato ol- vido. Así, la imagen de Santa Cruz de Tenerife de José Bernardo González Falcón nos llega con la dulzura de la melancolía in- finita e indefinida, con toda el alma muerta de la infancia. Ante el buen dibujo de Fal- cón, bien comprendemos que cada vez que una generación se asoma a la azotea de la vida, parece que la sinfonía del mun- do debiera atacar un tiempo nuevo. De la ciudad que aquí bien se nos muestra —que se nos muestra con verdadera maestría, con ciencia y pacien- cia— nos queda la Alameda, to- da la calle de la Marina donde, siempre, buscamos cada me- moria del pasado. Aquí, mucho enseña el eter- no silencio de los siglos, la ciu- dad que tenía —tiene y tendrá— la sencillez de las cosas que animaban la espontánea suce- sión de los días, todo el arte de la vida diaria, toda la poesía de lo cotidiano. Donde la soledad dispuso sal, sol, mar, silencio y callaos, Santa Cruz comenzó a crecer y crecer y, ahora, cuando la san- gre sale y se hace canto, quere- mos compartir el olvido, los largos minutos escondidos en el silencio. Esta es la ciudad que tenía un olor a mar desnudo —la que estaba amarrada a la costa co- mo una clara nave— y que, en sus aguas, bien mantenía un regalo de color azul, todo un azul pintado de barcos. Esta es la ciudad marinera en la que el viejo sol roía las rocas de la costa; esta es la ciudad del vie- jo océano, la del viejo y buen Atlántico que, como espadas, cortaron las antiguas proas. Donde la mar alzaba sus bríos —donde era haz de espu- mas— las campanas de los bar- cos, fieles, firmes y maduras, cantaron cuando vivían y hoy está en el polvo su sonido. Mor- dieron el espacio y fueroncan- ción entre las nieblas, cantaron victorias en el aire marino y, hoy, enmudecen en tierra. Cuando esta zona de la ciu- dad se fue, muchos aprendie- ron a quererla pues, allí —entre la mar dura y la tierra fresca— comprendieron que con los des- tellos de sal violeta y el sol sa- lado, bien tocaron el Atlántico con toda el alma. En la centenaria Alameda —obra del marqués de Branci- forte— laureles de Indias con color y temblor de campana y, en la calle de la Marina que bien refleja Falcón, frescos ru- mores del día cerca de donde las olas mantenían su canción. La ausencia de la antigua ciudad nos hiere, nos duele. El Tiempo pasó con días y noches y fue borrando parte material del pasado de la ciudad de co- razón derecho, de la que siem- pre ha marchado con la verdad como arma en la vida. Comprendemos que sólo he- mos vivido ayer —el ahora tiene desnudez de espera— y que, también, ese ayer es un árbol de largas ramazones a cuya sombra nos tumbamos a recor- dar. Arriba, en lo alto, la fiesta de las estrellas y, abajo —agua en la piedra— nuestra vida can- tando entre la dicha y la dure- za. Esta es la ciudad de las ca- lles de la mar, de la brisa, de los días envueltos en velas y humos. Esta es la ciudad tibia y riente, en la que bien hemos aprendido que mucho y bien enseña a ser para siempre con ardiente y paciente pasión. Con el castillo de San Cristó- bal, con la Alameda, la fortale- za de San Pedro y la calle de la Marina, la buena ciudad donde nos vivimos, somos y segui- mos.— Juan A. Padrón Albor- noz ¡¡APARTAMENTO!! 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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1984/12/02

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DÍA deSuplemento dominical de EL DÍA, 2 de diciembre de 1984

C ON ciencia y paciencia,José Bernardo Gonzá-lez Falcón ha ido plas-mando con su buen arte

la visión del pasado y la visióndel futuro, toda la tradición ytoda la esperanza de Tenerife,toda la historia y la aventurade Santa Cruz de Tenerife.

En la imagen, uno de los últi-mos buenos trabajos de Falcón.En él se presenta la ampliaperspectiva de la mar isleñadesde el castillo de San Cristó-bal a los montes de Anaga enque, duros, continúan el tiem-po, la edad, el viaje inmóvil delos cerros en abandono seco,cerros entre dos azules, el delcielo y el de la mar.

En el dibujo de Falcón, la tie-rra gastada y arrugada del ma-cizo de Anaga, la soledad de lasplayas que fueron y, en la Ala-meda, ramos de follaje y fres-cura.

Bajo el cielo plácido y blan-do, la antigua y siempre nuevacalle de la Marina, el castillo deSan Pedro —que llegó a nues-tros años niños como cuarteldel Grupo de Ingenieros— y, asu sombra, «el muellito de lafrescura», el corto espigón queservía para el embarque delcarbón de los depósitos que lafirma Hamilton tenía en laplaya cercana.

Esta es la ciudad marineracon soledad y calma, la quesiempre tuvo —tiene y tendrá—silencio y grandeza. Como pe-queños valles de plata y verdu-

Santa Cruz, desde el castillo de San Cristóbal al recio macizo de Anaga, en buen dibujo de Falcón

Santa Cruz de ayer y de hoy

La ciudad de las calles de la mary la brisa

ra, las plazas y las fuentes eranbuenos rincones en que aúncantaba el cristal de plata y orodel agua; en aquellos rincones,ponía su presencia y elocuenciael grito mudo de las flores. Enaquellos prados en flor, el solnimbaba de oro el breve paisajey, mientras caía la tarde, el ai-re estaba sonoro y una ilusiónantigua palpitaba en el ponien-te.

Las plazas, las fuentes —San-to Domingo, Isabel II. etc.— es-peraban la noche. Todo era his-toria y silencia mientras el cie-lo, con suaves violetas, tenía unpreludio de estrellas.

Esta es la vieja ciudad quenos llega como el estallido súbi-to de un árbol florido* Esta es lacentenaria y siempre nuevaAlameda cuya suave sombraprotegió nuestra niñez y peque-nez y, cerca, tenía vapores conbuena siembra de puntales, losque compartían el fondeo conlos veleros de línea precisa ypreciosa.

A la vista de la antigua ciu-dad bien reflejada en la obra de

Falcón, nos preguntamos quése hizo de la gracia de las arbo-laduras y la altivez de las chi-meneas empenachadas de hu-mo. Y, también, qué de la senci-llez de los cascos finos y ele-gantes.

En la ciudad de entonces, lamirada navegaba sobre la tran-quila perspectiva de las azo-teas, de los miradores y, en es-pecial, de la humilde y eleganteteja canaria que, en su rojez,rompía el paisaje monótono.¿Cuántos años han pasado?Muchos, desde luego pero, sipara algunos esta etapa de vidafue rápida, para otros —y porparadoja— ha tenido el doblesigno de la lentitud y la ligere-za.

Cuando buscamos dentro delcorazón nuestro recuerdo ,t sen-timos, hondo, el río de los añosy, también, una dulzura en elalma adormecida en grato ol-vido.

Así, la imagen de Santa Cruzde Tenerife de José BernardoGonzález Falcón nos llega conla dulzura de la melancolía in-

finita e indefinida, con toda elalma muerta de la infancia.

Ante el buen dibujo de Fal-cón, bien comprendemos quecada vez que una generación seasoma a la azotea de la vida,parece que la sinfonía del mun-do debiera atacar un tiemponuevo. De la ciudad que aquíbien se nos muestra —que senos muestra con verdaderamaestría, con ciencia y pacien-cia— nos queda la Alameda, to-da la calle de la Marina donde,siempre, buscamos cada me-moria del pasado.

Aquí, mucho enseña el eter-no silencio de los siglos, la ciu-dad que tenía —tiene y tendrá—la sencillez de las cosas queanimaban la espontánea suce-sión de los días, todo el arte dela vida diaria, toda la poesía delo cotidiano.

Donde la soledad dispusosal, sol, mar, silencio y callaos,Santa Cruz comenzó a crecer ycrecer y, ahora, cuando la san-gre sale y se hace canto, quere-mos compartir el olvido, loslargos minutos escondidos en elsilencio.

Esta es la ciudad que teníaun olor a mar desnudo —la queestaba amarrada a la costa co-mo una clara nave— y que, ensus aguas, bien mantenía unregalo de color azul, todo unazul pintado de barcos. Esta esla ciudad marinera en la que elviejo sol roía las rocas de lacosta; esta es la ciudad del vie-jo océano, la del viejo y buenAtlántico que, como espadas,cortaron las antiguas proas.

Donde la mar alzaba susbríos —donde era haz de espu-mas— las campanas de los bar-cos, fieles, firmes y maduras,cantaron cuando vivían y hoyestá en el polvo su sonido. Mor-dieron el espacio y fueron can-ción entre las nieblas, cantaronvictorias en el aire marino y,hoy, enmudecen en tierra.

Cuando esta zona de la ciu-dad se fue, muchos aprendie-ron a quererla pues, allí —entrela mar dura y la tierra fresca—comprendieron que con los des-tellos de sal violeta y el sol sa-lado, bien tocaron el Atlánticocon toda el alma.

En la centenaria Alameda

—obra del marqués de Branci-forte— laureles de Indias concolor y temblor de campana y,en la calle de la Marina quebien refleja Falcón, frescos ru-mores del día cerca de dondelas olas mantenían su canción.

La ausencia de la antiguaciudad nos hiere, nos duele. ElTiempo pasó con días y nochesy fue borrando parte materialdel pasado de la ciudad de co-razón derecho, de la que siem-pre ha marchado con la verdadcomo arma en la vida.

Comprendemos que sólo he-mos vivido ayer —el ahora tienedesnudez de espera— y que,también, ese ayer es un árbolde largas ramazones a cuyasombra nos tumbamos a recor-dar. Arriba, en lo alto, la fiestade las estrellas y, abajo —aguaen la piedra— nuestra vida can-tando entre la dicha y la dure-za.

Esta es la ciudad de las ca-lles de la mar, de la brisa, delos días envueltos en velas yhumos. Esta es la ciudad tibia yriente, en la que bien hemosaprendido que mucho y bienenseña a ser para siempre conardiente y paciente pasión.

Con el castillo de San Cristó-bal, con la Alameda, la fortale-za de San Pedro y la calle de laMarina, la buena ciudad dondenos vivimos, somos y segui-mos.— Juan A. Padrón Albor-noz

¡¡APARTAMENTO!!Vendo, próximo Plaza Cande-Saria, Estar-comedor. 1 dormi-

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