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La casa de mamá Osvaldo Mejía Marulanda A Mamá Yaya, Mamá Erne, Melba, Patricia, Marianela, Marisela, Mary Ángel y Oswaldito. A quienes quiero mucho.

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La casa de mamá

Osvaldo Mejía Marulanda

A Mamá Yaya, Mamá Erne, Melba, Patricia, Marianela,

Marisela, Mary Ángel y Oswaldito.

A quienes quiero mucho.

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La casa de mamá

Osvaldo Mejía Marulanda

ADVERTENCIA

La mayoría de los personajes de esta novela son

ficticios, pero, hay algunos nombres que a pesar de

parecer reales no concuerdan con las situaciones. Esta

es una obra producto de la imaginación del autor;

cualquier parecido con la realidad, es pura

coincidencia.

El autor

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La casa de mamá

Osvaldo Mejía Marulanda

PRÓLOGO

UN NOSTALGICO VIAJE AL RECUERDO IMAGINADO

Mientras leía el borrador del libro “LA CASA DE MAMÁ”, de la autoría del escritor guajiro Osvaldo Mejía Marulanda, mi humilde instinto de también escritora, me susurró con decisión: “aquí no tienes mucho que corregir, porque las palabras que deben estar están y lo que tenía que ser contado está contado” y terminó advirtiéndome casi amenazante: “y bien contado”. Entonces, haciéndole sombra al instinto y en un arranque de inusual infidelidad con él, releí, releí y releí, por si las moscas…Era verdad. En el trajinar goloso de mis ojos, apetentes por encontrar erráticas palabras, ellos terminaron por cansarse y yo por darle la razón al consejo de mi instinto, al que tercamente le había desoído. Después, con la serenidad que me prestó el hermoso río, que pasa diariamente interminable y libre de culpas por mis pupilas que no se aburren de mimarlo, eché mano de los viejos conocimientos filosóficos, para interpretar lo leído. Recordé a Heráclito, en la afirmación que hace de entrada Adelaida (personaje de la novela):

-- “¡Como ha cambiado el tiempo….-habló sola-,

ahora todo es distinto!”.

Fue Heráclito el primer filosofo en atreverse a decir que “todo cambia…nada permanece”. Adelaida estaba haciendo filosofía sin darse cuenta. También recordé a Platón, sobre todo en aquel pasaje conocido como el

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mito de las cavernas de su libro “La República”, donde nos habla del velo que cubre la realidad…Osvaldo Mejía Marulanda, lo descorre con la sabia delicadeza de una araña tejiendo su red…Así, poniendo como garantes en mi interpretación, los conceptos de estos dos filósofos, LA CASA DE MAMÁ, se convierte en la suma del tiempo y la realidad imaginada, y el resultado indiscutible de la audaz creatividad del escritor Osvaldo Mejía Marulanda, quien se inventa un nudo mágico para amarrar el imaginario de sus anhelos, con los recuerdos ficticiamente reales de los acontecimientos de “LA CASA DE MAMÁ”. Esta, a la hora de la verdad, es la historia cierta de nuestra casa, porque allí se recoge y expresa la añoranza inequívoca de los tiempos idos, con sus acumuladas situaciones, actuaciones, travesuras, ingenuidades, descubrimientos, afectos, amores, regaños, cuentos, leyendas, miedos…En fin, todo el discurrir de la vida, en el universo individual y colectivo que logramos construir con la fogosidad del que espera, en el más fascinante lugar, donde incluso se pueden tener todas las limitaciones del mundo pero somos casi felices. Esa es “LA CASA DE MAMÁ”, el espacio donde nos ha puesto de nuevo Osvaldo Mejía Marulanda, convocando con su relato y sin ningún asomo de compasión a la nostalgia. No hay nada qué hacer…el hilillo de las palabras se desenrolla, como un ovillo marcando señas en laberinto y cada una nos pone en el punto exacto de lo que deseamos pensar, dejándonos la opción de imaginar el tiempo y la realidad a nuestro antojo, pero con la condición cierta de que él y ella nos pertenecen, así sean desde la ficción imposible. “LA CASA DE MAMÁ”, es una novela de muchas oportunidades. En ella, cabe también el reencuentro con la naturaleza, con el lenguaje en los dichos y

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sentencias populares llenos de sabiduría impecable, que puestos en boca de los personajes se vuelven ciencia empírica. Aquí no hay retórica, no hay palabras ahuecadas, no hay rebusques de términos que desapeguen el interés febril del lector con el imaginario de sus propios recuerdos. Aquí no hay purismos que lo aíslen de la recreación de la historia que asume haber vivido o escuchado en otras voces y en ignotos tiempos, o lo que seguramente también puede ser una nostalgia soñada o la frustración de la reencarnación en otros cuerpos. Aquí no hay demonios íntimos persiguiendo crucificados arrepentimientos ni fantasmas encadenados espantándose con su propia silueta… Aquí encontramos el consciente de un soñador que deja en libertad sus añoranzas, cuyo deseo –infiero-, es que las generaciones venideras que pueblen estas tierras, no tengan como referente sólo la muerte con sus pesares, sino la felicidad y la alegría como una posibilidad real de la que pueden ser dueños. Osvaldo Mejía Marulanda, habla con afán y tiene un afán, comparado con el de los topos abriendo túneles: llegar a la salida para ver la luz. Quiere llegar al resplandor de una memoria ancestral y legarla, para que no se pierdan los recuerdos en el espejismo que nos muestran los mercaderes de la vida…y para que no se cumpla el título de uno de los libros del grandioso escritor uruguayo Mario Benedetti “La memoria está llena de olvidos”, porque eso es fatal para la humanidad. Ya lo dije: “LA CASA DE MAMÁ”, es una novela donde descubrimos muchas cosas. Por ejemplo, el rescate del costumbrismo, estilo literario que ha padecido el mal del desprecio y entró en desuso cuando a los novedosos escritores contagiados de oleadas literarias aventureras, les dio por ahorrar palabras y oscurecer con ininteligible lenguaje el festín tropical de los adornos que decoraban las narraciones, a la postre valor agregado de la

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imaginación del lector. Por fortuna, éste sigue siendo bien visto y acogido por la gente que disfruta y gusta de las palabras sencillas, léxico plano, del lenguaje sin trochas ni desvíos torturadores, que llevan a la deserción en la lectura y crean antipatías con éste buen hábito. Osvaldo Mejía Marulanda, nos tiende un puente desde Campo Florido y nos reconcilia desde él con la otra orilla donde se encuentra asentado el costumbrismo. Leyendo “LA CASA DE MAMÁ”, sentí el deber de preguntarme: ¿Qué sería de la humanidad sin escritores ni escritoras?, ¿Quién contaría de nuestras vicisitudes, de los miedos, las alegrías, las luchas, los desafíos, los triunfos, las derrotas, los logros, las costumbres, los avances, el hielo, el tren, los gitanos, los indios, la flor, el sol, la muerte? ¿Quién establecería las distancias entre el cielo y la tierra? ¿Quién tendría guardadas en el fondo del mar las palabras para enamorar, para cantarle a la luna? ¿Quién contaría las estrellas en un arrebato de amor? ¿Quién las apagaría? ¿Quién le tiraría piedras a la luna?, ¿Quién sacaría toda el agua del mar?, ¿Quién llovería primaveras?… en fin... ¿Quién narraría de la vida? ¿Qué validez cobra el escritor y la escritora?... Ellos y ellas, son la memoria de la sociedad, nos llevan de la mano al reencuentro con el pasado, con sus signos, símbolos, señales y códigos, que son las más claras formas de entender y construir la realidad y el presente. Por eso, es mi obligación resaltar la obra literaria que pone ante nuestros ojos el escritor guajiro Osvaldo Mejía Marulanda…! Este hombre está hablando de su tierra...! Tengo que confesarles algo, debo ser honesta con ustedes: no conocía a Osvaldo Mejía Marulanda, hasta que una calupegajosa mañana de junio del año 2007, se

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empeñó en ponernos en la misma camioneta, que viajaba para la ciudad del sol naciente y tierra del petróleo, adonde Escalona prometió llevar en su chevrolito a un amor acabado de conquistar: Maracaibo. La camioneta resultó ser de su hermano Orlando, quien la conducía. Nos sentamos en la misma silla de atrás y sólo nos dijimos las horas y nos dimos el trato propio de lo que éramos: dos desconocidos. Pero la vida tiene guardadas en su saco sin fondo, las más impensables sorpresas. Se inició el viaje hacia el país vecino y la conversación no fue más allá de cualquier trivial comentario. Pasada “La Raya”, nos encontramos con que los indígenas tenían un bloqueo en la vía de salida, en señal de protesta, por un problema escolar que tenían y exigían la presencia de una autoridad gubernamental, que demoraba en aparecer. Se fue formando una fila de carros y el calor aumentaba, alimentada por la evaporación que manaba de los charcos de agua, testigos del último aguacero o el acumulado de los muchos que habían pegado por esos días y a los que esperaba más agua y una explosión de sapitos en las noches, pues faltaban bastantes días para el veranillo de San Juan. Era 4 de junio. Salimos de la camioneta y obligados por la sofocación nos sentamos en un bordillo de la encogida terraza de una tienda. Ya ahí y por la fuerza de la necesidad primaria de los seres humanos de hablar y comunicarse, comenzamos a conversar sobre lo que acaecía respecto al bloqueo, al tiempo atmosférico, el calor insoportable y después empezamos a meterle otros temas. Ahí fue cuando éste hombre, -de quien no sabía todavía el nombre-, irrumpió con un torbellino de palabras y contaba y contaba y contaba de una novela que había escrito y lo hacía con tanto fervor que yo no hallaba la manera de decirle: ¡veeee mijito... dejáme hablaaaaá…!

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En los pocos espacios que le robé, pude preguntarle el nombre y sus apellidos y rápidamente decirle los míos, antes de que en un descuido, volviera apasionadamente a adueñarse del discurso oral del que ya era propietario hacía rato y diera rienda suelta -como perdido cuando aparece-, a la avalancha de palabras y a la historia imaginaria- real que ya quería seguir oyendo, porque la sentía mía, desde mi condición no de oyente sino de protagonista, porque en ella encontré el relato y los personajes que de alguna forma todos hemos conocido, sido y vivido, así sea en una fantasía propicia de estos pueblos, que esconden las mismas historias solo que en tiempos y protagonistas diferentes. En la emoción compartida de la simpatía por la literatura y la afición de escribir, el tiempo pasó. Los afanes se habían tornado pacientes y terminamos como muchachos traviesos burlando la vigilancia de los indígenas bloqueadores para que ningún carro se volara, tomando un charqui pedregoso camino alterno, adonde casi nos atollamos pero que nos llevó a la salida sin riesgos. Después de refrescarme con el maravilloso relato de Osvaldo Mejía Marulanda, cuando llegué a Maracaibo no me pareció tan caliente. Recuerdo que Osvaldo dijo al final: “….teníamos que conocernos hoy…” Fue una feliz coincidencia, por eso estoy ahora escribiendo este prólogo. En hora buena, está aquí y con nosotros y nosotras Osvaldo Mejía Marulanda, un hombre, que como todo escritor, se atrevió a pensar más de la cuenta y con la paciencia imperturbable de abeja elaborando un panal, nos trajo para deleitar, las mieles de un trabajo producto de su crecida y resplandeciente imaginación, hecho con la calma que da la pasión reposada, lo que

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equivale a decir, con verdadero y auténtico amor. Entremos a la intimidad y saciados de la confianza con la sólo se llega a “LA CASA DE MAMÁ”. ELIZABETH MIRANDA GUERRA Supervisora de Educación Distrital Barranquilla. Escritora.

Barranquilla, noviembre de 2007

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La casa de mamá

Osvaldo Mejía Marulanda

CAPÍTULO UNO

Cuando José Agustín estaba en lo más alto del cerro de

la casa, pensó que su primer ascendiente en América,

también subió a esta misma parte, y, observó el paisaje

en un mes de marzo, para asignarle tan acertado

nombre a este quimérico lugar de la tierra. Campo

Florido era un conjunto de aldeas establecidas en un

valle entre la sierra nevada de Santa Marta y los montes

de Oca. Lo conformaban cinco pequeñas aldeas, que

existían desde hacía trescientos años. Medía un total de

cincuenta mil hectáreas, distribuidas de diez mil cada

una, que el Reino de España había adjudicado mediante

Cédula Real a descendientes del primer inmigrante,

quien había llegado cien años antes. Éstos habían

llenado los requisitos para tal concesión. Con el pasar

de los años sus habitantes se fueron entrecruzando

entre sí, hasta conformar un solo pueblo. Cada aldea

tenía su nombre: Castilla, Cerro Grande, Manantial,

Cueva del Santo y Río Dulce.

La casa de Mamá era una casona colonial edificada tres

centurias antes. Estaba situada en el cerro de las Minas

a orillas del Río Dulce, al cual le llamaron así, por el

sabor de sus aguas. De largos corredores, paredes

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gruesas de adobe, salones grandes de techos altos de

palma en dos aguas, puertas y ventanas grandes, con

capiteles; rodeada de puyes, cañahuates, guayacanes y

más próximo una inmensa mata de trinitaria de la cual

colgaban helechos de heterogéneas variedades, al lado

de un jardín muy bien mantenido. Venía siendo

heredada de una generación a otra, como los genes

inmutables de la familia. Sus alcobas fueron variando

de usos según las necesidades. El techo que antes era

de tejas rojas españolas, fue reemplazado por hojas de

palmas que crecían en forma silvestre en todo Campo

Florido. El peso de los años, fue deteriorando la

estructura de madera que soportaba las tejas, que un

día cualquiera se vinieron abajo.

Adelaida cortó y sustituyó la cubierta con sumo cuidado

diez años después de la partida de José Agustín. Al

regreso de José Agustín el corredor era un salón donde

estaban colgadas: angarillas, sillas de caballos, piezas

del trapiche y utensilios inservibles de la molienda de

caña; la cocina estaba atiborrada de ollas, platos,

anafres y tiestos viejos. En cambio el único aposento

que conservaba su función original, era en el cual

dormía Mamá. Sin embargo, en los últimos tiempos allí

habían quedado los utensilios que se volvían inútiles,

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las cuales Adelaida las había acomodado en su puesto.

Ahora tenía un aspecto de museo, un museo privado

que reunía completa la antología de esta casta, pues allí

reposaban pertenencias de cada miembro de las

distintas generaciones. Estaban intactas sin polvo ni

telaraña como si a diario las limpiaran. Adelaida decía

que las ánimas de la familia las mantenían así, para que

no se pusieran viejas; conservaban un estado como

nuevas. Cada objeto era una referencia del rostro de lo

que han sido los Asís. Amontonados bien ordenados se

encontraban los libros que ha leído toda la familia

durante su estadía en esta casa: espejos, lámparas,

baúles llenos de recuerdos de otras épocas, carros,

juguetes de niños de todos los tiempos, una bicicleta en

la que José Agustín aprendió a disfrutar sus primeros

años y un cajón rebosante de cartas amarillentas.

Una mañana del mes de marzo, los gallos del corral

cantaron por última vez antes del amanecer; los pájaros

trinaban con insistencia y los madrugadores cerdos,

buscaban entre los matojos, para ver si encontraban

algún bocado olvidado del día anterior. Amanecía y a la

casa penetraba un viento fresco y agradable con

fragancia a flores de los árboles que la rodeaban.

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Adelaida se levantó de su cama, se quitó la ropa de

dormir y vistió un traje fondo negro con flores blancas,

se colocó en la cabeza una pañoleta blanca y calzó sus

zapatos. Abrió el postigo y cuando salió al patio, vio

florecidos a los cañahuates cercanos a la casa; observó

que tenían más flores que en otras épocas; eran todo

amarillo. Echó un vistazo al entorno y percibió en el

cerro de la casa, a todos los árboles vestidos de flores:

amarillas, rojas, rosadas, moradas, blancas y azules.

Volteó la cabeza hacia los otros cerros, y todos estaban

en iguales condiciones.

Asombrada, no entendía por qué estaban así algunos

árboles que en esa época no lo hacían. Hasta la

trinitaria también estaba florecida; ésta tenía flores de

todos los tonos. Muchísimas mariposas de múltiples

tonalidades, revoloteaban por todos los lados,

impidiéndole que ella caminara con facilidad. Los

chupaflores que hacía tiempo no se veían, regresaron

para absorber el néctar de las nuevas flores.

-   ¡Cómo ha cambiado el tiempo! –habló sola-, ahora

todo es distinto. ¡Ay! Estas mariposas no me dejan

caminar.

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El sereno de la madrugada, había mojado la tierra,

apaciguando el polvo que agitaban las brisas veraniegas.

Esa mañana era encantadora, los animales y las

plantas, estaban alegres, haciendo de ese lugar, un

verdadero paraíso.

-   ¡Ah! Si ya entró la primavera. –dijo otra vez-.

Adelaida era anciana, muy próximo a cumplir los cien

años, y a pesar de su edad era sana y fuerte. Su cabello

liso se había emblanquecido desde hacía muchos años,

de estatura mediana y cuerpo robusto, tenía las piernas

y manos cubiertas de manchas semejantes a las del

ballenato, las cuales manifestaban que ella también

había padecido el Carate, esa enfermedad que muchos

años antes, le había transfigurado el color de la piel a

toda gente de Campo Florido.

Junto a la cerca, dos gallos se enfrentaban con las alas

arqueadas y las plumas erizadas. Su lucha era torpe,

estos animales eran mampolones. Adelaida los miró un

momento y dijo:

-   Hoy mato al jabado, para acabar con esa pelea

que mantiene todo el santo día. Desde que ese

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pobre pollo cantó por primera vez, ese gallo viejo

no nos deja la vida tranquila.

Alzó la cabeza hacia el cielo para observar una multitud

de aves silvestres, que se elevaban hacia las montañas,

brillando sus cuerpos con los primeros rayos del sol.

Después se dirigió al corral de las cabras; las pocas que

de su gran rebaño le quedaban. Estas eran las últimas

que le habían dejado los tigres y leones de dos patas, a

quienes Tarzán, el perro de siempre, ya no ladraba.

Ordeñó las cabras, sacando la leche que le alcanzara

para el consumo del día.

Cuando regresó, hizo como siempre: se inclinó junto al

fogón, removió las cenizas descubriendo las brazas;

colocó algunas astillas sobre ellas, sopló y reavivó la

candela. Desde que hizo llamas, surgió con insistencia

un huéspere, por lo cual pensó y dijo:

-   ¡Eso es una visita!

Preparó su ligero desayuno: guineos cocidos con huevos,

queso y café con leche. Comió y se dispuso a continuar

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con los quehaceres de la casa. Cuando terminó se le

cayó el tenedor. Entonces dijo:

-   ¡Ah, sí es un hombre el visitante!

Continuó hablando sola:

-   Hoy es Domingo de Ramos, ya entró la semana

santa. Menos mal que ya traje de la roza los

guineos para los potajes del jueves y viernes,

porque este huésped, está anunciando que María

Elisa vendrá con mucha gente, y voy a estar

preparada. Por suerte que al maíz ya lo tosté y lo

molí, para el Chiquichiqui y el fríjol también lo

tengo desgranado. Bueno las demás cosas la trae

ella, siempre lo hace así.

Adelaida se paró en el patio, para interpretar el canto de

una palguarata que estaba en el cañaguate; además

percibió que no sólo ella cantaba, si no, muchísimos

pájaros que le hacían coro en los alrededores. Entró a la

casa, tomó una olla y se dirigió a buscar agua a “Sal si

puedes”, arroyo situado a un kilómetro de allí, en cuyas

orillas se encontraba una tupida montaña, que

mantenía perenne las aguas cristalinas. A su regreso,

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bajó la olla, llenó la tinaja y dio por terminada esa tarea

diaria.

El sol, se levantaba candente, igual que en los días de

verano, a pesar de las primeras lluvias que traía la

primavera. Eran las diez de la mañana cuando escuchó

el ladrido de Tarzán, su único compañero.

-   ¿Quién vendrá? Si ya por acá casi no viene nadie.

-se preguntó-.

Adelaida miró hacia el sur y por el camino que conduce

hacia su casa, a unos trescientos metros aproximados

de distancia, vio venir a un hombre muy bien vestido,

todo de blanco y corbata. El hombre traía sus manos un

maletín negro. Le recordó a Salvador Ortiz, su

compadre, el cual vestía de blanco de pies a cabeza.

-   ¿Estaré delirando? -dijo-.

Ya hacían muchos años que su compadre había muerto.

En los últimos tiempos ella veía y hablaba con personas

muertas.

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-   Yo no sé, si estoy viva o muerta. ¿Quién será ese

hombre que viene para acá? Me arden los ojos

cuando miró lejos -siguió hablando-.

Se sintió confundida y quiso entrar a la casa. Este

hombre también se parecía a César, su hijo, y padre de

José Agustín con Tomaza Carrillo, su esposa, quien

murió un año después que parió a su primer y único

hijo. Tomasa era sobrina de Ernestina. Ese día cumplía

cuarenta y cinco años, tres meses y dieciocho días de

muerto; esa misma edad tenía José Agustín, su nieto al

cual reconoció cuando se aproximaba a la casa. Intentó

caminar hacía él, pero, las piernas le fallaron; temblaba

de la emoción y con voz cariñosa y regañona, se dirigió a

Tarzán:

-   ¡Ven! -le dijo- que ese es el hombre de la casa. A

quien debes ladrarle, no lo haces. ¡Ah Tarzán! ¿Ya

no lo conoces?

El perro meneaba su rabo y todo su cuerpo. Él lo

reconoció y también tenía los mismos años esperándolo,

lo añoraba igual que Adelaida.

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En Campo Florido llovía dos veces al año: las primeras,

llamadas primaveras, comenzaban en marzo y a veces

se extendían hasta junio; a las otras les decían

segundas, caían entre agosto y noviembre. Antes de

empezar las lluvias de la primavera, el calor se hacía

desesperante, como lo era cuando José Agustín regresó

a su tierra. El mes de marzo llevaba veinticuatro días y,

como era notorio, los árboles estaban anunciando que

ese año caerían muchos aguaceros.

Ya habían pasado treinta años, desde ese largo viaje. A

José Agustín le rebosaba el corazón de amor patrio,

gozaba de una mañana perfumada de primavera. Ella

también tenía los ojos humedecidos, como los de un

niño que calla su llanto a la primera caricia materna. El

cielo tenía color azul claro hacia Surimena, pero, sobre

las crestas más altas de la sierra Nevada de Santa

Marta, permanecía nublado como siempre pasaba en

esa época del año.

En el momento que José Agustín, oyó la voz de su

abuela, luego de estrecharlo entre sus brazos y acercarlo

con todas sus fuerzas a su pecho. Una sombra le cubrió

los ojos; era el supremo placer que conmovía su cuerpo

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y llegaba hasta el fondo de su alma. Con un nudo en la

garganta y la voz quebrada, le dijo:

-   Mama Yaya, aquí está su nieto.

Luego ella le quitó su equipaje, lo guardó y rebosada de

alegría comentó:

-   Ahora si puedo morirme.

Él, apresurado, casi sin dejarla terminar de hablar le

preguntó:

-   ¿Cómo?, Si ahora le necesito más que nunca.

¿Dónde están papá Cachencho y Mama Erne?

Ella, llorando con un nudo en la garganta, dificultosa

para pronunciar las palabras.

-   Cachencho y Erne, murieron. –dijo-.

Estas palabras dejaron callado por un instante a José

Agustín, quien casi llorando preguntó:

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-   ¿Cómo?, ¿Cuándo?, ¿Dónde? ¿Por qué? No, no

puede ser. ¿Entonces, usted vive sola?

-   Sola no, -dijo-, con Dios, Tarzán y todos mis

muertos.

Después de llorar un largo rato, abundantes lágrimas

cayeron sobre sus vestidos.

-   ¿Qué quieres comer?

-   Lo que sea, pero de almuerzo, porque ya

desayuné.

Se sentaron bajo la sombra de la mata de trinitaria en

donde ella le contó sobre la infortunada noticia.

-   Tu abuelo murió hace veinte años, tres meses y

veintiocho días, a consecuencia de cáncer en la

lengua, debido a una quemadura hecha con el

tabaco, ya que él fumaba con la candela adentro

de la boca. Nosotros hicimos todo lo posible por

curarlo, lo llevamos a Barranquilla, pero, todo fue

inútil; murió en el hueso, de hambre, no podía

comer porque su lengua se le consumió toda, hasta

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que le salió un hoyo en la garganta y las palabras

eran como en otro idioma; nadie le entendía,

incluso en los últimos días ni Erne ni yo le

entendíamos.

-   Ernestina también murió casi en las mismas

condiciones. A ella le salió una bola en la garganta

que no la dejaba comer y también falleció flaquita,

en el hueso, ahora en mayo se cumplen diez años.

Esta situación contradecía los ideales de Crescencio,

pues toda la vida sostuvo, que él trabajaba: en primer

lugar para comer, que las demás cosas eran

secundarias.

-   Además, Evaristo, César, Gumersindo, Dolores, y

Rosario; mis hijos, también murieron de lo mismo;

de cáncer. Esa es la herencia. Dios me ha dado

fuerzas para enterrarlos a todos, pero, ya se

acerca el final.

Después de todas estas informaciones, él le preguntó:

-   ¿Qué se hizo la gente de éste pueblo? ¿Dónde

están las casas? Cuando pasé, solo vi los sitios

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donde quedaban las casas de Tita Solano, Débora

Pinto, Marcelina Gómez y Vicenta Pinto.

A todas estas preguntas, la vieja contestó:

-   Hijo, todos los viejos murieron y las familias

enteras se fueron para otros pueblos. Unos

buscando nuevos horizontes en la explotación del

carbón, y otros huyendo de la guerra entre la

misma familia. Este pueblo y sus alrededores se

acabaron desde el día en que Samuel Brito, mató a

Juan Salvador Ortiz, su primo. A raíz de esa

muerte se desató una guerra que involucró a todas

las personas, mejor dicho, llegó el diablo con su

mano endemoniada y arrasó con todo.

-   Deme razón de la familia Padilla. En esa casa me

gustaba Flor Alba, quien tenía la piel canela, las

cejas encontradas, los ojos claros y encantadores,

con hoyuelos en las mejillas al sonreír, el cabello

liso y negro, alta de estatura. En su corta edad, ya

se le notaba que iba a ser bonita; en esos tiempos

le decían, que cuando fuera señorita, representaría

a esta región, en algún reinado de belleza. Se

metió tanto en mi ser, que yo creía que ella sería

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mi esposa; llegó a significar tanto en mi vida, que

ni Coromoto Urdaneta, ha podido reemplazar ese

idilio.

-   ¡No solo te gustaba! La amabas.

-   ¿Usted supo algo? –preguntó el nieto.

-   Lo supe todo, pero, ya pasó; el tiempo, el tiempo y

la distancia acabó con eso.

-   ¡Ay! hijo, es triste –suspiró- toda esa gente se fue –

contestó con mucha tristeza- no he vuelto a saber

más de ellos. Hijo, hasta mi familia se marchó,

unos para el cementerio, y otros se fueron lejos,

para no involucrarse en la guerra. A veces vienen

en la semana Santa y unos pocos para el Año

Nuevo. La única que se queda aquí hasta morir

soy yo. Aquí nací, y aquí mismo moriré.

José Agustín se acordó de la noche víspera de su viaje

hacia Santa Marta. Un claro de luna se veía en las

aguas mansas del jagüey. Alzó la cabeza y miró a través

de las matas de plátano del patio y vio una sombra

opaca que se desplazaba con lentitud; era Flor Alba,

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quien venía vestida con una manta wayuú. Este vestido

se la había colocado en la tarde, pero como se había

citado con él, aun lo tenía puesto. Sacó el pañuelo que

siempre llevaba en el bolsillo, se secó el sudor de la

frente y en él envolvió su angustia. La angustia se ahogó

en ese momento, pero, cuando ella llegó, aquella

impaciencia concluyó. Se abrazaron y se amaron hasta

el cansancio. La luna por momentos se escondía en las

nubes negras igual que la noche, que pasaban lisonjeras

como ayudándoles a esconderse en las tinieblas, que les

servían de cómplice a los enamorados.

Adelaida mató y guisó el gallo jabado para el almuerzo,

complementó con arroz de coco, plátanos amarillos

asados y limonada; era un exquisito menú. Sacó de la

vitrina toda la losa guardada desde muchos años. José

Agustín le comentó:

-   Abuela, usted aun cocina como antes. Yo no había

vuelto a comer con esta sazón especial, que solo

usted sabe como lo hace.

-   No exageres, que allá en Europa tienen que cocinar

mejor.

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Después del almuerzo, se recostaron un rato, para hacer

la siesta.

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CAPÍTULO DOS

En la tarde, recogieron flores, para llevarlas al viejo

cementerio de la aldea. Antes de ponerse, el sol era un

globo anaranjado, esplendoroso en el cielo, pero muy

pronto declinó. Con rapidez cubrieron con flores las

tumbas de sus muertos. El día llegaba a su final y la

lúgubre noche, estaba muy cerca. Antes de oscurecerse,

la luna había aparecido cuando Adelaida y su nieto

regresaron del camposanto. Aligeraron el paso para no

llegar de noche; además tenían que venir a hacer luz,

es decir, prender una lámpara de querosén.

A prima noche, Adelaida sacó de la vitrina una losa,

distinta a la del medio día, que hacía más de treinta

años no usaba, le sirvió chiquichiqui; mazamorra de

maíz tostado y molido, con coco, canela Lo había

endulzado con azúcar porque desde el ciclón, se había

acabado la miel de caña que tan buen sabor le daba a

las comidas. José Agustín consumió con lentitud ese

alimento tan exquisito, que heredaban desde cientos de

años, de los indígenas wayuú, con los cuales estaban

emparentados.

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Durante una hora, se paseó por toda la casa, se estaba

poniendo sentimental. Recordó aquellos tiempos de su

niñez, cuando iba a los cerros cercanos a la casa y

algún otro lugar. ¡Claro! todo tiempo pasado parece

mejor; pero, sin lugar a dudas, en aquellos tiempos

había algo, un ambiente especial, que ahora faltaba.

Cuando la abuela cerró la puerta, vio una mata de

sábila que colgaba de un clavo en la parte superior,

amarrada con una cinta roja, un pan en el medio, una

pequeña bolsa marrón que contenía monedas e imanes

y un Cristo más visible.

-   Abuela y eso que está colgado en la puerta, ¿Qué

significa?

-   Esa es para que no nos pase nada malo. Me la

preparó un indio de la sierra Nevada.

A las ocho de la noche, su abuela le dio una bebida de

toronjil, mejorana y hojas de naranjo. José Agustín se

acostó en la cama de lienzo, a la que no había vuelto a

ver desde ese largo viaje, cuando fue a estudiar. Su

abuela le narró los cuentos de: tía Zorra, tío Conejo, tío

Tigre, Blanca Nieves y las leyendas de: la cueva del

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Santo, la Llorona, la Madre del monte, Silbita y otras

historias, para que conciliara el sueño, igual como lo

hacía cuando él estaba niño. Esa noche durmió como en

la infancia, experimentando la felicidad, que creía

perdida desde hacía mucho tiempo.

El sueño ya dominaba a José Agustín, quien a duras

penas le respondió:

-   Mañana seguiremos hablando de eso.

Afuera la noche seguía avanzando su paso inexorable, y

la luna alumbraba como el sol. Solo se escuchaban a los

grillos que estaban escondidos en los rincones,

acompañando a la anciana que estaba más contenta

que nunca y no conciliaba el sueño.

Cuando José Agustín despertó, las aves cantaban

revoloteando en los puyes, cañahuates y guayacanes.

En el jardín los chupaflores removieron sus fragancias

que llegaron hasta el aposento de la casa. Se levantó,

para iniciar un nuevo día.

-   Abuela, anoche cuando me levanté a orinar, me

asomé por la ventana y vi una llama de candela,

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debajo del árbol de guayacán en donde enterraron

a mí primo, pero, no quise despertarla. ¿Qué sería

eso?

-   Decían los viejos de antes, que era la señal de

donde habían enterrado un tesoro en tiempos de

las guerras del siglo pasado, y el dueño ya

fallecido quería entregárselo a la persona que viera

la llama. Eso es que te quieren dar alguna fortuna;

ese entierro es para ti, pero, tienes que esperar,

porque cada cosa tiene su tiempo.

Esa mañana, después de dialogar con su abuela, José

Agustín se colocó bajo la sombra del cañahuate a leer

los periódicos que su abuela le entregó; eran viejos,

pero, contenían artículos importantes. El primero

informaba que desde su país, se exportaban cada año a

muchos países, treinta millones de toneladas de carbón,

provenientes de las minas de Cerro Grande. Se sintió

orgulloso al saber, que se había hecho realidad tan

esperado sueño. Pensó que los gringos, hacían otra

explotación, para enriquecerse más con los recursos

naturales ajenos. Así sucedió con las bananeras, pero,

entre otras cosas, harían famosa a esta tierra por todo el

mundo; de no ser así, sus coterráneos, seguirían

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sumidos en un letargo interminable del que venían

siendo objeto hacía mucho tiempo, debido al abandono

en que el gobierno los ha sumido toda la vida, desde la

llegada de los conquistadores.

-   Abuela, no se sabe qué sería mejor: que sacaran el

carbón o que ese yacimiento continuara enterrado

allí como antes.

-   Creo que antes estábamos mejor. –comentó la

vieja. Ahora todos los medios días se escuchan

unos sonidos fuertes, y hasta tiembla la tierra,

como cuando en octubre truena el Cerro Grande.

Día y noche roncan esas máquinas, que hay veces

que se sienten como si estuvieran en el patio de la

casa.

José Agustín leyó en otra página, la crónica de una

familia indígena, que en los meses anteriores había sido

exterminada, a consecuencia de haber comido maíz

envenenado en el campamento de la mina. El maíz lo

habían colocado en los basurales para terminar con una

manada de ratas que tenían sus madrigueras a orillas

del campamento minero, haciendo mucho daño. Allí

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Curría recogió el fatídico alimento, sin saber que sería el

acabo de su felicidad.

Comentó estas noticias con su abuela, quien le dijo:

-   Ve muchacho, durante los últimos años, siempre

han llegado unos hombres de esa compañía,

proponiéndome la compra de las tierras, y yo les

he repetido, que esto lo venderá el dueño cuando

regrese. ¿Por qué, yo no necesito esa plata?

-   La primera vez que vinieron, me preguntaron qué

quién era el dueño, y les contesté que mi nieto; el

cual fue a estudiar lejos y pronto vendrá.

-   ¿Porqué yo? si hay otros herederos también.

-   Pero, como no se sabe dónde están, ni les ha

interesado más, Campo Florido; es tuyo.

-   Hijo, ya por aquí todo cambió, también pasan unos

hombres con armas largas, que les llaman Los

Muchachos; ésos secuestran, matan, roban

ganados, le quitan las provisiones a la gente que

va para la sierra, amenazan con matar y hasta

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hacen salir a los malos acostumbrados. En ésta

región ahora hay que tener cuidado para hablar;

como decían los viejos de antes, "La lengua es el

castigo del cuerpo"

Durante estos treinta años, Adelaida había mantenido la

casa con sumo cuidado. Todo estaba como antes: la

cerca que protegía la casa con el jardín en donde

habían: rosas, margaritas, cortejos, azucenas, claveles,

jazmines, lirios, girasoles y otras más. La centenaria,

mata de trinitaria, permanecía fresca y sombría, de la

cual colgaban helechos de todas las variedades, traídos

de la sierra. Todo era rústico, pero estaban bien

dispuestas y colocadas cada cosa en su lugar. La casa

por dentro y por fuera estaba limpia. La cocina en el

patio, con su techo de palma y paredes con tiras de

madera, traídas del aserradero que había funcionado

muchos años antes en Campo Florido.

A las doce, Adelaida sirvió el almuerzo: gallo asado,

acompañó con arroz de fideo volado y tajadas fritas de

plátano maduro, como jugo tomaron agua de panela con

bastante limón. El viento ligero, traía el aroma de los

árboles cercanos. Después del almuerzo continuaron

con las interminables conversaciones, que tanto los

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motivaba. Caminaron hacia los alrededores de la casa y

se detuvieron debajo de un frondoso guayacán, entonces

José Agustín le comentó a su abuela:

-   ¡Ay! Mama Yaya, aun están aquí las piedras en

las cuales machacábamos las corúas en aquellos

tiempos cuando se reunía toda la familia. Yo

recuerdo cuando llegaba la semana santa que

íbamos al arroyo a recoger esas frutas de las

palmeras que habían en sus orillas y traíamos en

sacos, ollas, poncheras, latas o en cualquier otra

vasija. Cuando nos reuníamos todos los primos:

Nilita, Zulma, Neris, Sonia, Silvana, Denis, Alma,

Marcianita, Morre, Ada luz, Rosita, Esperanza,

Juve, Ufo, Ángel, Alda, Rolando, Portico, Cucho,

Carlito, Levis, Orlandito, Ovidio, Osvaldo, Óscar,

Omar, Mireya, Marina, Marisela y algunos amigos

que también formaban aquel peregrinaje. Entonces

le extraíamos el corozo, para luego masticarlo y

tragarlo; el cual era muy exquisito.

Entonces Adelaida comentó:

-   ¡Ay! hijo es tan triste recordar esos tiempos que se

fueron y más nunca volverán. Esas piedras ya

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ustedes las encontraron ahí, yo me acuerdo que

hacen como sesenta años el aceite que vendían de

las fábricas, se puso caro, que todos los

habitantes de Campo Florido, tomamos la decisión

de sustituirlo extrayéndolo por nuestros propios

medios. Nos fuimos a las orillas del río y

recogimos las piedras que utilizaríamos para

sacarle el corozo a las corúas, luego lo

triturábamos en el pilón, después colábamos esa

masa y la exprimíamos, entonces la poníamos al

fogón hasta cuando se evaporaba el agua y

quedaba el aceite, pero, esta tarea la

abandonamos por la gran lucha que nos traía todo

el proceso de esa industria artesanal.

Volvieron a la casa y el sueño dominaba a José Agustín

y le propuso a la abuela que continuaran más tarde.

-   Mamá, después hablaremos de mi vida en estos

treinta largos años, ahora tengo mucho sueño.

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CAPÍTULO TRÉS

En el Seminario de la diócesis de Santa Marta, obtuvo

una beca, para estudiar en España. Antes del viaje lo

visitó el maestro José Agustín Solano, el cual le asesoró,

para que se defendiera en ese país, donde él había

estudiado el sacerdocio, pero, que tuvo que abandonarlo

cuando empezó la Segunda Guerra Mundial. Desde

entonces fundó su propio colegio “Instituto Cultural”.

José Agustín Solano, le entregó dos libros de poesías

manuscritos: uno de su autoría y otro que le enviaba

Gabriel Solano, su otro maestro. Con el maestro José

Agustín envió un sobre con cartas para sus abuelos, su

padrino y Flor Alba.

A fines del mes de enero se embarcó y viajó para España

sin saber cuánto tiempo tardaría su regreso. Iba

invadido de nostalgia, porque su tierra y su familia se

quedaban sin él, pero, también se marchaba lleno de

esperanzas, pues sabía que a su regreso, vendría

preparado para ayudar a sus paisanos, como lo había

hecho Santander Iguarán. El viaje demoró un mes,

porque el barco fue haciendo descansos en las islas del

Caribe, recogiendo cargas y nuevos viajeros, quienes

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también iban cargados de proyectos, que realizarían en

tierras lejanas, que luego traerían a sus patrias chicas.

En España continuó sus estudios de bachillerato, cinco

años después terminó con muchos honores. Los curas

que lo tutelaban, comprendieron que su vocación no era

para la religión si no para la medicina. Entonces fue

cuando ingresó a la facultad de Medicina de la

Universidad de Salamanca; la misma adonde había

estudiado su padrino. El rector de la universidad le

confesó que Salvador Ortiz, había enviado una carta en

la que hablaba de su persona y desde ya era admitido y

estudiaría pensionado, para que lo sucediera cuando

este falleciera; sería su reemplazo. Cuando José

Agustín culminó sus estudios superiores, hubo cambio

de gobierno en España, y las normas que patrocinaban

a los extranjeros, fueron abolidas; porque la estadía de

los extranjeros, ponía en peligro la estabilidad laboral de

los españoles.

Entonces muchos de los forasteros, establecidos en

España, se trasladaron a Francia, en donde les

acogieron como si fueran de ese país. En este nuevo

país, José Agustín, se especializó en Ginecología y

Obstetricia, en la universidad de París. Allí, conoció a

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Coromoto Urdaneta, una indígena venezolana, que igual

que él había abandonado al país en donde habían

estudiado.

José Agustín continuó informándole a su abuela los

pormenores de su vida. Cinco años después, contrajo

matrimonio con Coromoto, en la catedral de París.

Establecieron su residencia en la misma ciudad. Vivían

en el cuarto piso de un edificio de diez plantas.

Trabajaban haciendo turnos en hospitales de otras

ciudades cercanas. Con lo que ganaban, cubrían los

gastos mensuales: pago de los servicios, alimentación, la

cuota de los vehículos que habían adquirido a crédito; el

salario les alcanzaba hasta para ahorrar.

-   Cuando Coromoto parió la subsidiaron por haber

tenido mellizos, y durante cinco años, le pagaban

sin trabajar. Es que en Francia controlaron tanto la

natalidad, que ya la población se ha envejecido.

Ahora quieren incentivarla y no es fácil, por eso es

muy bueno vivir allá. Ya obtuvimos la

nacionalidad francesa por el nacimiento de

nuestros hijos.

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-   ¿Entonces ustedes y los niños son franceses?, ¡Ah!

eso es lo malo, que mis muchachos no son mis

paisanos.

-   También son colombianos y venezolanos; porque

sus padres somos de estos dos países. La mayoría

de las constituciones del mundo así lo expresan.

Coromoto y yo los presentamos en ambas

embajadas. Tienen tres nacionalidades.

José Agustín tenía planeado regresar a su país con su

esposa, para servir como tenía prometido, reemplazar a

su padrino, con la ventaja que Coromoto se había

especializado en Patología, y muy pocas personas lo

habían hecho en su región. Con su esposa, acordó que

él viajaría a su tierra, a explorar si era posible esa

aventura. El terrorismo se había apoderado de su

pueblo. Los subversivos practicaban todas las formas de

violencia: Habían secuestrado y asesinado candidatos

presidenciales, senadores, diputados, concejales,

alcaldes, empresarios, ancianos, mujeres, niños y toda

clase de gente. Por lo cual era difícil convivir en una

patria donde el respeto y el amor, habían quedado en el

pasado.

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José Agustín llegó colmado de optimismo, a servir a sus

paisanos.

-   El día del parto de Coromoto -le comentó- Me

acordé mucho de usted. Lo único distinto a los

partos que usted atiende, es que el de ella fue por

cesárea. Cuando vayamos lo va a observar,

porque lo filmaron y allá está la película de todo el

procedimiento del parto.

Recordó que su abuela era la comadrona, que en toda la

comarca de Campo Florido, la buscaban para atender

los partos a las embarazadas. Él, le preguntó:

-   ¿Usted ya dejó ese oficio de atender parturientas?

Ella, con muchas energías, le respondió:

-   El último parto que atendí, fue a una cachaca, que

vino de la sierra.

A esta mujer ella la intervino en perfectas condiciones a

pesar de los años que tenía.

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-   Ahora a todas las llevan al hospital, porque dicen

que prestan mejor servicio. Pero, es la moda de

hoy en día.

Los avances científicos y tecnológicos, más la edad le

quitaron tan ardua tarea, la cual realizaba con mucho

amor y profesionalismo. Él quedó encantado con tantos

conocimientos teóricos sobre la ginecología empírica de

su abuela.

José Agustín le comentó todos los pormenores del parto

de su esposa. Ella parió dos hermosos niños de

diferentes sexos.

-   Lo primero que hice fue asignarles nombres; al

niño lo llamé Crescencio Antonio y a la niña

Adelaida Antonia; en honor a ustedes. Además

nacieron el trece de junio.

Esto entristeció mucho a Adelaida. Corrieron por sus

mejillas gruesas y abundantes lágrimas.

Interrumpiéndole con voz triste le dijo:

-   No es por nada malo, pero es que con esos

nombres se sufre mucho. Mira la vida que llevó tu

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abuelo, y la mía, la cual ha sido de sufrimientos y

soledad. Yo recuerdo que cuando Crescencio te

colocó ese nombre, lo acepté con inconformidad, y

me tracé la meta, de enviarte lejos a estudiar para

romper la tradición de nacer, crecer y morir

esclavos de estas tierras; para que fueras otro, y

no padecieras los mismos sufrimientos heredados

de nuestra estirpe. Por eso has debido darles otros

nombres.

Sin descansar, como a un juguete que le hubiera dado

cuerda, decía:

-   El primero que me guió, para que te convirtieras en

alguien importante en la vida, fue Salvador Ortiz,

quien se hizo médico por correspondencia; desde

España le enviaban libros, con toda la dificultad

del transporte en aquellos tiempos, en que el

correo funcionaba en burro, desde Santa Marta

acá a la provincia. Él te salvó la vida, cuando

apenas tenías once meses de nacido. Te dio la tos

ferina, que casi te mueres. Cuando nadie creía que

te salvabas, él mandó que te dieran a tomar

“Mientras Llega”; medicina preparada por él, y dijo

que si amanecías vivo, ya eras de él. En otra

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ocasión, cuando tenías cinco años, que te cortaste

el pié con una botella; que por poco mueres

desangrado, volvió a decirme que serías médico,

heredarías todas sus facultades. Fue por todo eso

que le pedí que te bautizara.

Hizo una pausa breve para respirar.

-   Luego te llevé donde los maestros José Agustín y

Gabriel Solano, los grandes forjadores de muchas

generaciones, que en todo Campo Florido jamás

olvidarán. Vivieron atentos de ti, hasta cuando los

curas te llevaron lejos a formarte como yo quería.

-   Sí abuela, eso lo recuerdo bien, cuando cada uno

de ellos me regaló un libro de poesías manuscritos,

los cuales conservo todavía. Y me han servido en

mi formación, con ellos mantuve comunicación

durante unos años, pero, ya ha pasado mucho

tiempo, que no contestan mis cartas. ¿Será que

han muerto?

-   Yo no sé, porque ya ni voy al pueblo. Ya ni los

pésames doy, porque me canso al caminar,

además le tengo mucho miedo al pueblo; allá

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pasan muchas cosas feas, pero, dígame usted, con

tanta civilización y gente forastera que ha llegado

de todas partes, como peces en tiempos de

subienda; ya la gente no se conoce.

-   Cuando nos vayamos para Francia, los

visitaremos. –dijo José Agustín-

Adelaida en su interior pensaba: “Una cosa piensa el

burro y otra el que lo está ensillando” Este cree, que yo

voy a salir de aquí. Dios y yo sabemos para donde voy.

-   ¡Ay muchacho! –haciendo una pausa- Así también

decía Crescencio después del ciclón, cuando se iba

para Chancleta, y ahora cincuenta años después,

vuelvo a repetirlo. De aquí voy es para el

cementerio.

José Agustín le dijo, que muy pronto se irían para

Francia, ya que ella sola pasaba mucho trabajo y que

había llegado la hora que ella cambiara de vida.

Además, él no regresaría sin ella. Allá conocería: al Arco

del triunfo, la torre Eiffel, los montes Pirineos, al canal

de la Mancha, al río Sena, el cual pasa por París. A lo

que la vieja respondió:

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-   Hijo, primero mi madre y luego Crescencio me

dejaron aquí, y aquí mismo moriré, no dejaré mi

casa y mis pertenecías solas. Esta casa es la

insignia de nuestra estirpe.

Ella poseía una vitrina que apreciaba más que a un

tesoro; la había heredado de su abuela. Todavía

conservaba todo lo perteneciente a Crescencio. En unas

estacas incrustadas en la pared, estaban colgados: el

sombrero, la mochila, el machete y hasta su acordeón;

estaban como si ayer su dueño los hubiera colocado allí,

y hoy esperaban ser usados por él mismo, quien hacía

muchos años había partido para más nunca regresar a

tocarlos. La abuela dijo:

-   Esta casa y mis muertos, no me dejan salir de

aquí.

-   Lo último que te digo, es que ni se te ocurra venir a

vivir por aquí, porque esto se acabó.

A las dos de la tarde Adelaida limpió, revisó y alistó el

horno que tenía en el patio, debajo del guayacán.

Mientras ella preparaba la masa para los panes, José

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Agustín partió y rayó los cocos; también rayó la corteza

de los limones, aceitó las cuajaderas, prendió la leña del

horno. La vieja rompió los huevos y separó las claras de

las yemas. En el recipiente apropiado para esa tarea,

con un tenedor, batió las claras de los huevos con

azúcar, hasta cuando estuvo en su punto para echar la

mezcla en el molde de los merengues. Todas las

cuajaderas quedaron listas para introducirlas al horno.

Adelaida había preparado: panes de dulce, de sal,

galletas, suspiros, merengues, bizcochos, queques y

bollos de maduro.

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CAPÍTULO CUATRO

Cuando el sol se estaba ocultando, José Agustín se

dirigió al cerro de la casa. La alta temperatura del medio

día, había cesado y ahora corría una brisa suave. Antes

de la partida, como lo hacía cuando niño, le dijo a su

abuela:

-   Voy a subir al cerro de la casa, para acordarme

cuando estaba pequeño.

Adelaida le demostró preocupación, pero, era porque

perdían tiempo para seguir contándole más detalles,

entonces le dijo:

-   No te demores y ten mucho cuidado con las

culebras.

Cuando José Agustín estaba allá arriba, volvió la vista

hacia el valle que formaba a Campo Florido. Desde allá

divisó la sierra Nevada y cada uno de los lugares donde

solo quedaban las ruinas de lo que muchos años atrás

eran hermosas casas y los diferentes caminos que

conducían a un destino preciso. Llegaron a su mente,

recuerdos de tiempos pasados, cuando estando niño,

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subía a este mismo cerro. Se sentó sobre una piedra,

que tenía la forma de un sillón, que estaba lisa como si

hubiera sido labrada para sentarse alguien. En esos

tiempos decían que allí posaba el cacique de la tribu

indígena que habitaban estas tierras antes de la llegada

de los españoles. Ahí mismo se sentaba en aquellos

tiempos de su infancia.

Rememoró la canción que escuchó en su viaje, sobre un

poeta que igual que él, regresaba a su pueblo. Para José

Agustín, fue todo lo contrario; encontró que el arroyo se

había secado, no habían ningunas calles, no había

iglesia, solo permanecían los cerros llenos de tristeza.

Mucho menos hubo paloma alguna, que volara con

rumbo fijo; ya su nido lo habían destruido, volando sus

briznas con el viento, en un viaje sin regreso y él

tampoco encontró su amor.

José Agustín sintió como si su alma se hubiera salido

del cuerpo y volaba como un ave por todos los lugares

recorridos en su infancia y otros que no recordaba. Esto

le sucedió durante un largo rato, hasta que por fin

volvió en sí, de ese éxtasis tan agradable, que marcó

para siempre su vida, y que más nunca olvidaría. -

pensó-, que si él fuese un escritor y se pusiera escribir

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lo que sentía con la inspiración que lo invadía en ese

momento, escribiría la más bonita obra de todo los

tiempos, la cual sería traducida a todo los idiomas y

sería leída a lo largo y ancho de toda la tierra.

Mirando el entorno, veía en todos los cerros, a los

árboles florecidos. A lo lejos se veía al Cerro Grande,

imponente, todo vestido de amarillo. Entonces

comprendió que José Agustín Asís, el español, subió a

un cerro como este, una tarde primaveral igual a la que

él con fortuna escogió, e inspirado, lo llamó Campo

Florido. Abrió el libro que cargaba en las manos y sacó

unas hojas limpias de su interior; del bolsillo extrajo un

lápiz, y como impulsando por algo divino, se puso a

escribir; describió al paraje, como lo hubiera descrito el

mejor poeta; su escrito no tenía nada que envidiarle al

de los clásicos de la literatura; tales eran los

sentimientos que lo circundaron.

El sol se escondió en la sierra nevada de Santa Marta.

Entonces comenzó la batalla campal entre el día y la

noche, ya eran notables las primeras sombras de la

noche, se oía en los alrededores, el canto de todas las

aves y chicharras, que todos los días entonan su canto,

haciendo coro para despedir el día, de la misma forma

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como muchas los hacen, para darle la bienvenida a un

nuevo todas las mañanas. Guardó las hojas dentro del

libro y bajó del cerro, dirigiéndose a la casa.

La luna asomaba grande y luminosa, pues ese día

estaba más llena que nunca. Los reyes Magos, las

Marías, las Cabrillas y las demás estrellas la

acompañaban alegres y brillantes. Llegaba la noche y

José Agustín caminaba con los ojos bien abiertos,

porque esa era la hora de las culebras. En el sendero

solo encontró varias lechuzas, que iniciaban su tarea de

todas las noches, buscando algo comestible al igual que

todas las aves nocturnas, además, borrando sus huellas

como lo hicieron con Jesucristo cuando lo perseguían

para matarlo sus detractores.

La noche con sus alas negras cayó sobre la tierra. El

muchacho llegó a la casa. Adelaida iba a buscarlo. Se

encontraron en el camino. Se inició una conversación

entre él y la abuela:

-   Yo creía que le había pasado algo malo a mi

muchacho.

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-   No vieja… me fue mucho mejor de lo que usted

puede imaginarse.

-   ¿Qué se encontró mi muchachito lindo?

Cuando llegaron a la casa, el nieto sacó del bolsillo un

papel y le dijo:

-   Léase éste papel y conozca a su nieto.

Adelaida entró a la casa, le alzó la mecha a la lámpara.

Todavía podía leer a la perfección. Se frotó los ojos y

después de leerlos con detenimiento, lo abrazó y lo besó,

al mismo tiempo que le dijo:

-   Se realizó el sueño de mi vida, que mi muchacho

fuera un médico como Salvador Ortiz y escritor

como los maestros José Agustín y Gabriel Solano.

-   Hoy vas a cenar con lo que horneamos ésta

mañana.

En el plato le colocó de todo lo horneado: Pan dulce,

salado, bizcocho, merengues, suspiros, galletas y

queques.

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-   Te los comes todos, porque fueron hechos para ti.

-   Abuela guarde los otros para seguir comiendo

durante varios días, porque están muy deliciosos.

Le solicitó a la abuela.

A prima noche mientras dialogaban Adelaida y su nieto

en el patio, la luna se elevó llena y grande bajo un cielo

oscuro. Con esa luminosidad se dibujaban las altas

crestas de la montaña como las de un gallo. Las

radiantes sabanas del Sierrón, plateaban las aguas del

río y difundiendo su claridad melancólica hasta el fondo

del valle de Campo Florido. Las plantas emanaban sus

más suaves y misteriosos aromas, que pusieron triste a

José Agustín.

Esa noche conversando con su abuela, recordó que

cuando llovía, y si no tronaba, ella le daba un pantalón

mocho y viejo, para que se bañara, porque ella decía

que el agua de lluvia era medicinal y curaba muchos

males, pero no dejaba que se alejara de la casa, le

decía:

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- Báñate en el chorro que cae del techo, porque si te

alejas, puedes caerte y hacerte daño.

Era como un vaticinio, cada vez que él hacía lo

prohibido, algún percance le ocurría.

-   ¡Hijo! “El que no oye consejo, no llega a viejo”

En una ocasión que se bañaba en la lluvia, desobedeció

a su abuela y le dijo:

-   No voy muy lejos, ya regreso.

Cuando regresó, cojeaba y traía el pie ensangrentado.

Una botella que estaba rota y oculta entre la paja, lo

hirió profundo.

-   ¡Te lo dije! –expresó Adelaida ofuscada- Tú sabes

que eres muy de malas, cuando abusas en irte

más allá de lo permitido. Yo creo que le lloré a mí

madre en la barriga.

Le aplicaron café molido y le amarraron la herida con

un trapo en forma de torniquete, pero se lo aflojaron

antes de dormirse, porque se le había acalambrado el

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pie. En la madrugada, Crescencio y Adelaida se

levantaron, para darse cuenta cómo seguía el niño.

Crescencio le subió la mecha a la lámpara y Adelaida

descubrió que por el piso pasaba un líquido. Examinó el

asunto y en efecto era sangre fría que manaba del pie

del niño, el colchón estaba empapado y goteaba. José

Agustín sollozaba, estaba frío y hablaba incoherencias.

Cuando la abuela lloraba animándolo, el niño le

preguntó:

-   ¡Abuela! ¿Es verdad lo que usted dice? “Que quien

no oye consejo no llega a viejo”.

-   Eso decían los viejos de antes. Pero los

muchachos de ahora no creen nada de las

costumbres viejas.

Crescencio, avisó a los vecinos, quienes llegaron

corriendo, a ver en qué podían ayudar. Carlos Brito,

hijo de Carmen, fue al potrero, y trajo el caballo alazano

y corrió a Cardonal en busca de Salvador Ortiz, para

que curara a su ahijado. Éste le mandó un líquido en

un frasco, para que lo tomara todo y que se lo trajeran.

Así fue, lo acostaron en una hamaca que colgaron en

un palo largo y emprendieron el viaje. La multitud era

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tan grande que peleaba el turno para cargarlo. Llegaron

a casa de Salvador Ortiz, éste dirigiéndose a Adelaida, le

dijo:

-   Comadre, el hombre va a ser médico. Recuerde

que ya se lo he dicho dos veces. No pierda tiempo

con él, mándelo apenas termine aquí en este

pueblo, porque si lo deja por acá, perdemos su

vocación, que en él es innata.

-   Así es compadre, muy pronto se irá a estudiar

lejos, eso es lo que más anhelo.

Salvador Ortiz inició sus labores, le lavó el pie con agua

caliente, luego derramó sobre la herida un líquido rojo

anaranjado, acto seguido le cosió a sangre fría, con una

aguja grande y curva. Esto le servirá en su profesión.

José Agustín, se recuperó en pocas semanas y más

nunca volvió a bañarse en las lluvias.

José Agustín, sacó de lo más profundo de su memoria,

recuerdos guardados de tres décadas antes

-   ¡Mama Yaya! ¿Usted se acuerda de las eternas

parrandas de mi padrino de confirmación?

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-   Sí, él se dejó de eso, desde el día en que hubo

unos muertos, de la guerra esa que acabó con la

tranquilidad de Campo Florido.

Fulgencio Romero, llegaba todos los meses desde

Maracaibo en donde trabajaba como médico. Alegraba

durante varios días, al pueblo que a cada momento era

más triste. Siempre se oía el toque de una caja y el

canto lejano, de los borrachos trasnochados. La gente

llegó a decir que parecía una perra de tiempo, porque él

iba Adelante y una procesión de hombres detrás, pero,

era “gorreando” que andaban. Fulgencio llevaba el licor

por cajas y se marchaba cuando consumía la última

botella, también dejaba pago el chirrinche del

alambique de Francisco Brito, para cuando él regresara

seguir con sus interminables parrandas.

Fulgencio era seguidor de Luís Enrique Martínez;

interpretaba el acordeón cabal como él, hasta el timbre

de la voz era similar, que si no se veía quien ejecutaba y

cantaba, cualquiera aseguraba que estaba

interpretando el Pollo Vallenato.

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-   Mama Yaya, yo me acuerdo cuando Luís Enrique

Martínez fue Rey Vallenato, mi padrino lo trajo a

Campo Florido y día y noche la parranda demoró

una semana. Cuando eso comencé a aprender a

tocar el acordeón, mientras mí abuelo estaba para

la finca.

-   ¡Ay muchacho! tú te acuerdas de todo lo que ha

pasado en la vida. En estos días te voy a contar

todos los detalles la historia de la familia.

Después de la muerte de Juan Salvador, Samuel y sus

hermanos, emigraron a tierras lejanas. Un día se

apareció Manuel, hermano menor de Samuel. Junto con

otros familiares formó una parranda que llevaba varios

días. Cerca de donde ellos tenían su jolgorio pasó

Marcelino Bernal. Sin mediar palabras con él, sacó su

revólver y lo asesinó a sangre fría. Manuel dijo:

-   Marcelino andaba cuando quemaron a los hijos de

mi hermano.

Ese fue el motivo por el cual, Fulgencio más nunca

volvió al pueblo. Muchos decían y algunos familiares del

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difunto, repetían que él era culpable, por mantener

esas parrandas que trajeron la desgracia.

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CAPÍTULO CINCO

Pasados dos días, después de la llegada de José Agustín,

el martes Santo; veintiséis de marzo, como si les

hubieran avisado, llegaron en unos lujosos carros los

compradores de terreno de la compañía carbonera.

-Buenos días Doctor José Agustín, ¿Cómo le fue en su

largo viaje?

Este hombre era cachaco, y José Agustín se acordó de

una frase de la región que dice “Cachaco, paloma y

gato, tres animales ingratos” pensó ¿Con que jugada

vendrá este cachaco?

En un tono muy cortés, le respondió al que le hablaba

en tono familiar.

-   Me fue muy bien, gracias.

-   Bueno, ¿A qué se debe esta visita?

-   Es usted muy afortunado, porque venimos a

comprarle las tierras.

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Sostuvieron una larga conversación en la cual lograron

un acuerdo sobre el precio de la venta de las posesiones,

que tasaron en cinco millones de dólares. José Agustín

poco fue lo que aportó a la discusión, él no poseía los

conocimientos del tema, tampoco tenía la menor idea de

la magnitud de la transacción que estaba realizando; en

cambio sus interlocutores eran expertos para engañar a

los inexpertos. A José Agustín le pareció muy buen

precio e inició a imaginar planes con el dinero que iba a

recibir. El que parecía ser el jefe le dijo:

-   Esta es la compra más alta que hemos realizado,

es usted muy afortunado, si usted desea la

compañía lo puede aceptar como socio.

-   Explíqueme cómo es la participación nuestra en la

empresa. –preguntó confundido José Agustín-.

El empleado utilizando sus astucias hizo una larga y

enredada explicación que ni el mismo creía. Esas

artimañas merecieron la intervención de Adelaida, quien

refutó esos argumentos diciendo:

-   Ve José Agustín coge tu plata y haz tus

evoluciones con ella, porque eso de dinero debe

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manejarlo su dueño, nadie sabe lo que está

pensando el otro.

El comprador reiteró:

-   Esta es una opción, -explicó– no hay para que

enojarse, ustedes tienen la razón.

Entonces Adelaida sacó de un viejo y polvoriento baúl,

un envoltorio que contenía unos papeles amarillentos,

que venían a ser las escrituras de las hijuelas. Le

entregó tres paquetes y le dijo:

-   Estas son las de Santa Fe, de Crescencio; estas

otras las de Chancleta, de Ernestina; y estas

últimas son las de la pila de Palos, o sean las

mías. Véndeles todas, para saciarles la ambición

que tienen hace tiempos. Recuerden lo que dicen

por ahí, que “La ambición rompe el saco”.

Antes de viajar, José Agustín se salió del patio y fue al

corral de las cabras, allí orinó en el tronco del frondoso

guayacán, que a su lado había un montón de pierda.

Demoró porque fue tanto el orín que excretó, que corrió

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formando un arroyo, se empozó que parecía que había

llovido. Los visitantes pitaron el carro:

- Pit, pit, pit.

-   ¡Ve muchacho, apúrate, que estos hombres andan

desesperados! –le gritó Adelaida-.

Cuando terminó de orinar, sintió un alivio y pensó, este

orín tiene un color raro ¿Qué será esto?, demoró porque

se puso a observar unas hormigas que se acercaban al

orín como a beber del líquido salitroso expulsada de su

cuerpo.

-   Que se vayan si quieren. -contestó enojado-.

Al momento del viaje, que fue rápido; Adelaida se dirigió

a su nieto diciéndole:

-   Ya que te vas –le dijo entrecortado- Llega donde

tu madrina, donde tus maestros y salúdame a

quien pregunte por mí.

José Agustín, se dio cuenta, que su abuela no era la

misma, y que sólo ella despertaba ese amor familiar, que

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nacía en él, en la tierra. Después de muchos años de

ausencia, por primera vez desde su regreso, le miró fijo

a la cara. Tenía la piel arrugada, los dientes

desgastados, el cabello marchito y sin color y la mirada

triste. La comparó con el recuerdo más antiguo que

tenía de ella; la mañana melancólica de aquel diez de

enero, que caía con suavidad una llovizna pasajera

sobre Campo Florido. Una cabañuela presagiaba que ese

y los años venideros serían muy fructíferos. Esa misma

mañana cuando era entregado a los curas misioneros,

para que se encargaran de su educación; después que

José Agustín y Gabriel Solano, designaran con buen

acierto su futuro escolar. En un instante descubrió las

manchas y las cicatrices que habían dejado en ella, casi

un siglo de vida cotidiana, y comprobó que esos estragos

suscitaban en él, aquel más recóndito signo de amor

familiar.

Antes de despedirse le preguntó:

-   ¿Qué le pasa?

-   Lo que pasa –suspiró la vieja, es que el mundo se

va acabando poco a poco y ya nada se puede

hacer.

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Melancólico se despidió de besos y se marchó con los

extraños. Durante el viaje, recordaba que su abuela lo

abrazó con todas sus fuerzas, y demoró un largo rato

para soltarlo. En el recorrido recordó el fuerte apretón

de su abuela y también pensó en las hormigas que se

amontonaban donde él orinó.

Entraron al centro poblado de Campo Florido por una

avenida reluciente, se había llenado de edificaciones

modernas al estilo de las grandes ciudades; el

cementerio que antes quedaba fuera del pueblo, cercado

con alambre, ahora se encontraba en el centro de la

ciudad, rodeado por bellos muros construidos al estilo

Romano; enfrente un inmenso parque, igual que las

ciudades europeas y todas sus calles pavimentadas.

Luego que pasaron por el cementerio, cruzaron hacia la

derecha. José Agustín vio a la virgen del Pilar, quien

seguía mostrándole a quienes llegaran, que ésa era la

calle de las Flores; en la cual estaban sembrados árboles

de cañahuate, que siempre permanecían florecidos. El

carro seguía su marcha, más adelante estaba Lola

Redondo, parada en la puerta de su antigua casa, con

un jardín en la entrada principal, que la hacía distintas

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a todas las demás. Frente a ella, Franco Ramón Estrada

se quedó mirando al carro sin reconocer quienes

viajaban, en donde llevaban a José Agustín, igual que a

cualquier preso, con la diferencia que no iba esposado.

En la notaría las diligencias fueron rápidas. Allí

elaboraron los tres paquetes en un abrir y cerrar de

ojos. Firmó los documentos de la venta, recibió el pago

en un cheque en dólares. Entró al banco de la plaza

principal, simuló realizar una transacción y salió. Lucía

tranquilo mirando con detenimiento el mínimo detalle de

los cambios que le hicieron a la iglesia. Llamó por

teléfono a Coromoto Urdaneta, su esposa,

comunicándole que todo estaba listo para el viaje con su

abuela y, dentro de pocos días estaría allá, también le

dijo:

-   Cuídame mucho a mis hijos, que ellos y tú,

después de mí abuela son lo mejor que tengo.

Al medio día almorzó en la Flor del Asado, un lujoso

restaurante; el mejor de Campo Florido, ubicado en la

plaza central del pueblo, en donde fue construida una

majestuosa tarima en honor a Leandro Díaz, el ciego

compositor, que mucho le ha cantado a su tierra. En los

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alrededores se levantaban altos edificios, la iglesia había

sido muy bien remodelada; que la hacía esplendorosa, el

Almirante Padilla, seguía con su espada en la mano

diciéndoles a los nativos, que no se dejaran avasallar, ni

atemorizar por esa invasión de avispados forasteros que

los amenazaban con cambiarles sus costumbres, que

siguieran comiendo maíz tostado y que quisieran cada

día más a su pueblo, y siguieran siendo celosos

guardianes de su terruño. José Agustín firmó con la

mano izquierda. Hizo una rúbrica que ni él mismo

entendía, para los compradores fue suficiente, habían

adquirido la gran fortuna, con más de doscientos años

de otorgada por la corona de España, mediante Cédula

Real a los descendientes del primer José Agustín Asís,

quien pobló esta región, en la cual incluía la propiedad

el subsuelo, y él era descendiente directo. El valor de las

tierras era cien veces mayor al que José Agustín había

recibido.

El sol comenzaba a declinar cuando José Agustín salió

por la esquina sur de la plaza. En el Prado visitó a su

madrina Mercedes Asís, de casi cien años de vida. Ella

padecía miles sufrimientos por la muerte de Juan

Salvador Sexto, su único biznieto. Juan Salvador Sexto,

era hijo de Juan Salvador Segundo con Adelina Padilla.

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Sus nietos habían muerto en circunstancias trágicas a

consecuencia de la guerra que sostuvieron por la

venganza de la muerte de su padre. Este era como su

hijo, ella lo había criado. El infortunio ocurrió en la

compañía minera, cuando un inesperado accidente en

plena operación de trabajo, le tronchó la vida, cuando

apenas iniciaba a florecer su juventud.

Mercedes Asís, se entusiasmó muchísimo con la

presencia de su ahijado y nieto de Crescencio, su

hermano. José Agustín, la consoló un poco. Él le

prometió dormir en su casa el día antes del viaje.

Entonces el ahijado preguntó:

- ¡Dígame madrina! ¿Qué es de la vida de los

maestros José Agustín y Gabriel Solano.

- Ellos murieron hace muchos años.

En ese instante sonaron las campanas de la iglesia,

para celebrar la última misa, con la cual darían por

terminado el novenario de Santander Iguarán, el político

más grande de todos los tiempos de Campo Florido; a

quien descubrieron a los tres días de muerto y que al

realizarle la necropsia, le encontraron que el hígado era

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una masa blanca muy grande y amorfa. José Agustín se

despidió de su madrina y luego se marchó por los

jolones de Pontón, que lo conducían al camino que

pasaba por el cerro Majagüita, atravesaba por

Calabacito, y así luego llegaba a su destino. Éste camino

lo había recorrido muchas veces con su abuela, estando

pequeño, cuando iban a la fiesta de la virgen del Pilar.

Cuando llegó a la curva del cerro de las Minas se detuvo

un momento para recordar aquella mañana del diez de

enero en que viajó por muchos años. Entonces le

pareció ver a Flor Alba en la distancia cuando alzó la

mano para expresarle, que pronto volvería, para curarle

todos sus males. Ella en un gesto con la cabeza, movió

su cabellera que le llegaba a la cintura.

También recordó a su abuelo quien lloraba, porque tal

vez presentía que más nunca volvería a ver a su nieto

querido. Vio otra vez a las nubes de enero que viajaban

tristes por los cielos de Campo Florido.

A medidas que avanzaba, veía que todos los árboles

habían dejado caer sus flores, todas en el suelo; lo

habían tapizado, formando una alfombra natural, pero,

las flores habían cambiado su color; se veían

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empalidecidas y su fragancia se había convertido en

perfume de cementerio. José Agustín, se sintió solitario

como nunca. Cuando subió al cerrito contiguo a casa de

su familia. No vio la casa. Miró a todas partes, los

árboles antes florecidos, no eran los mismos. José

Agustín, se desesperó, asustado corrió como un

pequeño.

Cuando llegó al sitio en donde quedaba la casa de

Mamá solo quedaban las gruesas paredes de adobe, se

formó un remolino que alborotó las cenizas que

comenzaban agitarse, formando un gigantesco

laberinto. La mata de trinitaria estaba chamuscada y

casi muerta. Gritó llorando, envuelto en añoranzas y

desespero. Cayó de rodillas porque sus piernas le

fallaron. Se encontró perdido en la soledad.

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CAPÍTULO SÉIS

La noche estaba muy oscura. El abundante aguacero,

había dejado caer sus últimas gotas. Se sentía un leve

olor a cenizas, tierra mojada y flores muertas. José

Agustín se levantó del suelo, se sentó en el montículo de

piedras que estaba debajo de un árbol de guayacán en

las orillas del corral de las cabras que ya no estaban allí.

A este lo enterraron allí, porque en esos tiempos creían,

que los niños eran ángeles, por eso no los sepultaban en

los cementerios.

José Agustín con las manos sostenía la cabeza, mirando

el suelo, y los codos los apoyaba en las rodillas. Con la

luz opaca de la luna, observó que en el lugar donde

había orinado en la mañana, habían muchísimas

hormigas de las llamadas “Ají molido” revoloteando en el

pozo de orín que se hizo en la mañana. Tenía el cuerpo

mojado y cansado de tanto remover las cenizas

buscando entre ellas algo que le diera pista sobre su

abuela, cuando una voz en la penumbra le dijo:

-   Oiga doctor, levántese y vamos.

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Alzó la cabeza y vio en los alrededores muchos hombres

vestidos de ropa pintada que parecían tigres, Estaban

mojados y olían a bestias salvajes.

-   ¿Dónde está mi abuela?

-   Camine sin preguntar nada que el jefe quiere

hablar con usted.

El cielo seguía nublado. Un frío que se sentía en los

huesos, hacía temblar, pero José Agustín, con esa

sorpresa, olvidó este estado climático. Volvió a

preguntar:

-   ¿Dónde está mi abuela? O es que están sordos.

Caminaron hacia la sierra mojada, por un rumbo que

José Agustín desconocía. La luna apareció tardía hacia

el occidente, opaca y sin un lucero que le acompañara,

pero luego desapareció cuando unas nubes blancas, que

parecían humo, invadieron el periplo. Los pájaros de la

mañana entonaron su perenne canción, saludando al

nuevo visitante que no conocían. Cuando amaneció ya

habían subido hasta un sitio en donde se encontraba un

rancho sin habitantes. A José Agustín le dolía todo el

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cuerpo y los pies no los sentía. Con miedo, pero sin

demostrarlo les dijo:

-   De aquí no sigo, si no me dicen dónde está mi

abuela.

Atravesaron lo más tupido de la montaña, llegaron a la

parte superior de ésta. Allí encontraron seis caballos

bien aperados: dos bayos, dos negros con pintas

blancas, un alazán y un blanco. Descansaron un rato y

luego le ordenaron montarse en el caballo blanco,

grande con una mancha negra en toda la frente. Eran

caballos de raza fina, tenían las orejas pequeñas y la

crin abundante.

-   Su abuela está arreglando cuentas con el jefe, por

eso lo llevamos a usted para que arregle también.

-   Yo no he hecho nada, así que me entregan a mí

abuela, para llevármela para Francia.

-   Usted se va para Francia, pero después de hablar

con el jefe.

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Uno de los hombres que lo llevaban, quien parecía el

que mandaba, ordenó no discutir con el doctor, esas

preguntas las respondería el jefe. El matiz dialectal del

que dio la orden era de la gente del altiplano, de esos

que les dicen cachacos.

Cuando amaneció se vio en la lejanía los picos blancos

congelados de la sierra Nevada de Santa Marta, lo que

les indicó a los captores que estaban fuera de peligro:

-   Ahora estamos más cerca que cuando salimos. No

se desespere la cosa apenas está el comenzando.

José Agustín se movía de un lado al otro y no

encontraba acomodo en la silla el caballo. Las nalgas le

dolían y todos los músculos tensionados. En su cabeza

fluían muchos pensamientos, pensaba en su esposa y

sus hijos, en su abuela, en su suerte, cómo saldrían de

esta situación que jamás había soñado.

Durante todo el día no dejaron de andar. En la tardecita

llegaron a una casa y ordenaron a que les dieran de

comer. Cenaron, recogieron las provisiones que los

moradores tenían y continuaron el camino.

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Recorrieron durante tres días la cordillera que divide

con Venezuela. Cruzaron muchísimos riachuelos, en

cuyas orillas había frondosos guamos e higuerones

florecidos. Por fin llegaron a la parte más alta de la

montaña. Desde allí se veía todo el valle de Upar. Se

divisaba majestuosa la sierra nevada, con su parte más

alta congelada. José Agustín fue girando la cabeza y vio

un gran valle hasta donde llegaba la vista, se divisaba el

río Magdalena. Miró hacia el sureste y observó a lo lejos

el lago de Maracaibo. Fue entonces cuando comprendió

que tal vez estaría en el Cerro Pintado de Villanueva.

-   ¿Dónde está mi abuela? –volvió a preguntar-

Ustedes mataron a mí abuela, ¿La quemaron?

¡Díganme la verdad!

Nadie le respondía sus inútiles preguntas. En los días

siguientes, comían galletas con bocadillo, el agua la

tomaban en los arroyos, como los animales; agachados

en la orilla con una mano apoyada en el suelo y con la

otra lanzaban el agua a la boca, que atrapaba y tragaba

con rapidez. Se trasladaban de noche, en el día

descansaban en las orillas de los arroyos; para no correr

el riesgo de vistos por las fuerzas de seguridad del

Estado.

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José Agustín estaba sentado en una gran piedra cerca

de un arroyo, observando como agua corría, cristalina

ente las rocas. Alzó la cabeza y más tranquilo miró y en

la lejanía vio al río Ranchería. Al observar el río viajó en

su mente por el tiempo y llegó hasta aquel veinticuatro

de octubre, que como nunca, su abuela le permitió

quedarse, sin ir a Calabacito a visitar a San Rafael. Ese

día salió de paseo, hacia una finca acompañado de

muchas personas para festejarle los quince años a

Adelina Padilla, la hermana mayor de Flor Alba. A ésta,

sus padres cada año le agasajaban el día de su santo.

Después que llegaron, muchos de ellos corrieron a

bañarse en las aguas del río Ranchería. Allí José

Agustín echó un vistazo a Flor Alba. La observó de pies

a cabeza y quedó fascinado al ver tanta belleza junta. En

pocos instantes se imaginó que en el futuro tendría

cuerpo de guitarra, esa cabellera indígena y el conjunto

de su cara: ojos, frente, nariz, boca y mejillas con

hoyuelos, que a pesar de la edad no dejaron tranquilo

un momento a José Agustín. Ella tenía su cuerpo

formado como toda una mujer. Cuando se bañaban, él

temblando como si le hubiera picado un insecto

venenoso, le agarró un pie por debajo del agua, sin que

nadie se enterara. Ella, turbada, lo miró fijo a los ojos,

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como regañándolo. Él asustado la soltó, porque creía

que ella se había enojado, pero Flor Alba siguió

mirándolo, ahora le volvió el alma al cuerpo, cuando

descifró que sus ojos saltones, destellaban pasión. José

Agustín volvió a acariciarla bajo las aguas tibias, pero

en esta ocasión vibraba de amor. Las demás personas

que también se bañaban, se alejaron del río y los

dejaron solos a los enamorados. El río con sus aguas de

panela había sido cómplice de ese amor que los uniría

hasta la eternidad y los árboles de las orillas crujían sus

ramas llenas de alegría, como si fueran manos y brazos.

Una iguana se aferraba a una rama para no caerse,

mientras se movía de un lado a otro, escondiéndose

para no dejarse ver de los enamorados. El matorral era

sacudido por una brisa, que parecía de diciembre y los

pajonales también se extendían como las olas del mar.

Sin importarles que los vislumbraran, se acercaron el

uno al otro; se besaron sin saber cuánto tiempo

tardaron en este abrazo feliz. Al cabo rato cuando

recapacitaron miraron a todas partes; muy rápido

salieron de allí apenados con las personas del paseo,

pero, nadie dijo nada y todo siguió normal como si nada

estuviera sucediendo.

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-   Parece que no se han dado cuenta. –dijo ella en su

inocencia -

Solo ellos sabían lo que estaban viviendo. Al otro lado

del río encontraron a todas las personas del paseo, Ellos

estaban inadvertidos, consumiendo el sancocho que

habían preparado con gallinas criadas en la finca de

Julio Padilla, papá de Flor Alba. Después de reposar el

almuerzo, cuando el sol declinaba, José Agustín y Flor

Alba, regresaron a orillas del río, se sentaron juntos en

las raíces de un árbol de higuerón, al cual una creciente

en años anteriores, había erosionado su cimiento,

dejándole descubiertas sus entrañas. Ella como

asustada le dijo:

-   He visto que las hojas del árbol se agitan. Las

hojas han seguido moviéndose, siento miedo.

-   ¿Qué mueve las hojas? Eso hace que mis piernas y

mí pecho tiemblen.

-   No seas tonta, ese es una paloma en su nido.

-   No entiendo. Explícame lo de la paloma y el nido.

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-   La paloma recoge ramitas y hojas secas, luego con

ellas hace como una cama, allí coloca sus huevos,

hasta cuando al cabo de veinte días nacen sus

hijos. Así estaremos tú y yo algún día con nuestros

hijos, criándolos y educándolos, igual que nuestros

padres, con los años pasamos a ocupar su lugar.

-   ¿Cuánto tiempo esperaremos, para que esto

acontezca?

-   No se cuanto, pero, te aseguro que algún día es

mañana.

En las orillas del río, junto al barranco muchas

mariposas de variados colores, centelleaban en la

sombra como manchas de sol, que se movían en todo

momento. Cuando Flor Alba volvió a zambullirse, las

mariposas la cubrieron como por encanto. La paloma en

su nido entonó su canto, como expresando su regocijo

por el idilio que bajo sus ojos se había consumado.

Por primera vez en los últimos años Adelaida viajó sin

su nieto. Ese veinticuatro de octubre en Calabacito,

muchísimas personas le preguntaban:

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-   Vieja deme razón de José Agustín. ¿A dónde lo

dejó? Si él no se pierde de esta fiesta.

Ella asistió a la ceremonia de San Rafael para dar

cumplimiento con la promesa de todos los años:

escuchar la misa, colocarle un dije de oro; de acuerdo al

ofrecimiento y en la tarde recorrerse la procesión. Ese

año José Agustín no viajó con su abuela, porque se

había comprometido acompañar a Juan Salvador

Segundo, su primo y mejor amigo, quien estaba

enamorado de Adelina, la hermana mayor de Flor Alba.

Pero, a José Agustín le fue mejor que a su amigo;

porque él conquistó y el compañero no. Él no volvió a

vivir tranquilo; el amor le había traspasado el alma.

A oídos de la abuela llegaron los rumores de lo acaecido

en el paseo y pocos días después fue al pueblo a

suplicarles a los maestros José Agustín y Gabriel

Solano, para que lo enviaran a estudiar lejos y no

continuara el destino ancestral, que por más de cien

años había arrastrado a la familia.

José Agustín en España estaba a muchas leguas de

Campo Florido, allí no conocía a nadie. Recordaba con

nostalgia cada uno de los lugares en donde pasó su

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niñez. Cuando cerraba sus ojos, viajaba en su mente en

un instante por miles de kilómetros y atravesaba el

inmenso mar hasta llegar a su tierra. Entonces recorría

por los caminos y visitaba a Flor Alba sin que ella lo

supiera. Esto lo hacía muy a menudo, a pesar de los

años siempre mantenía en su recuerdo aquel

veinticuatro de octubre feliz, que marcó su vida

amorosa. Con Coromoto Urdaneta, quiso reemplazar

ese amorío quimérico de su adolescencia.

Recordó la noche víspera de su viaje. Estaba la noche

serena y silenciosa. El cielo azul y transparente, lucía

toda la brillantez de su ropaje de verano. La luz de la

luna resplandecía en las aguas mansas del jagüey. La

luna centelleaba y se veía que las estrellas se

multiplicaban como por arte de magia. Ya no cabían

más estrellas en el agua. Entonces llegó Flor Alba. José

Agustín la esperaba debajo del naranjo por donde

revoloteaban muchísimas luciérnagas como expresando

su alegría, y el silencio solo era interrumpido por el

aleteo del pájaro al cual unos niños esa tarde le

destruyeron su nido. También sus pichones habían

desaparecido junto con sus briznas que viajaron con el

viento. El cielo estaba despejado, la luna alumbraba la

inocencia de los amantes de la noche. Las aves

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asomaban su cabeza fuera del nido para verlos besarse

como si estuvieran celosas de su felicidad. Ella le

preguntó:

-   ¿Qué haré? Dime, dime qué debo hacer para que

estos años pasen rápido. Tú, durante mucho

tiempo no vas a estar viendo a Campo Florido.

Dedicado al estudio, viendo países nuevos,

olvidarás muchas cosa enteras; y yo nada podré

olvidar… me dejas aquí, recordando y esperando

puedo morirme.

Ella colocó las manos sobre los hombros de José

Agustín, dejó descansar por un instante su cabeza en el

pecho de su amor.

-   No hables así, mi amor –le dijo con voz apagada y

acariciando con su cuerpo- No hables así; que vas

a destruir lo último que me queda de valor.

-   ¡Ah! Tú tienes valor todavía, y yo hace días que lo

perdí todo. He podido conformarme – agregó

ocultando el rostro con el pañuelo – No he debido

prestarme a llevar en mí este afán y angustia que

me atormentan, porque a tu lado se convertía eso

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en algo que debía ser alegría… pero, te vas con

ella, y me quedo sola con mí tristeza ¡Ay! ¿Para

qué llegaste a mí vida? Has debido irte para donde

San Rafael. ¿Qué hago cuando llegue octubre?

Esas últimas palabras le hicieron estremecer, y

apartando la cabeza de la de ella, dejó caer gruesas

lágrimas que mojaron el vestido a Flor Alba. Él le

respondió levantando el rostro, en el cual debió ella ver

algo extraño y solemne. Ella lo miró fijo e inmóvil, le

preguntó:

-   ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? ¿Por qué estás

triste?

-   Por nada, es que me duele el alma.

-   ¿Y cómo duele el alma?

José Agustín le confesó que el viaje lo habían

Adelantado. Ella no entendía por qué las cosas

sucedían así. Él le dijo:

-   No te quejes a mí, de mi regreso; quéjate al que me

hizo ir al paseo; a quien quiso que te amara como

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te amo; cúlpate entonces de ser como eres…

quéjate a Dios. ¿Qué te he exigido, qué me has

dado que no pudiera darse y exigirse delante de

Él?

-   ¡Nada, nada!

-   ¿Por qué me lo preguntas así? –dijo ella como

nerviosa–

-   Yo no me quejo… también voy a sufrir sin ti allá

lejos.

-   El que se queda, sufre más que el que se va.

-   No, no… ¿Qué te dije? Lo que pasa es que siento

miedo con otra mujer de esos países lejanos, más

bella que yo y de pronto me deje sin tu amor.

-   No seas rencoroso conmigo por esa bobería. Yo

tendré ya valor… tendré todo; no me quejaré de

nada más. Yo no volveré jamás a decirte eso…

Nunca te habías enojado conmigo.

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Mientras José Agustín enjugaba sus últimas lágrimas,

besaban también por última vez los labios de aquel

sufrido amor que dejaba en la desventura. Estaban muy

tristes al saber que era la última vez que se verían en

mucho tiempo, que al día siguiente partiría hacia Santa

Marta, donde continuaría sus estudios, para gloria de

toda la familia. Ella alzó las manos, le cogió la cabeza y

le dijo:

-   Mañana estaré de nuevo a tu lado antes que te

vayas.

Cuando se separaron de aquel delirio apasionado, en el

cual habían sumido el cariño y el dolor, la noche

acababa de cubrir el firmamento con sombras tan

espesas como las que acababan de caer sobre sus

almas.

Aquella mañana del diez de enero, Flor Alba se levantó a

las cinco de la mañana. Recogió flores del jardín y

fabricó un ramo que alrededor adoró con las de

trinitaria. Las llevó envueltas en una bolsa y se las

entregó cuando se despedía en la curva del Cerro de Las

Minas. Allí lo abrazó, lo besó, pero con el apretón que se

dieron, comprendió que su regreso demoraría más de lo

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que José Agustín le había prometido. Ella sin

comunicarle lo que sentía, se despidió con lágrimas en

las mejillas, que él secó con el pañuelo que envolvió y

guardó para siempre.

-   Mi amor, ahí te dejo la mata de trinitaria, todas

sus flores son para ti.

Cuando se alejaba, José Agustín le dijo adiós con la

mano derecha, pero, ella no le respondió, dio la espalda,

luego volteó, se fue siguiéndolo con la vista hasta

cuando atravesó el arroyo. Él miraba para atrás, para

observar el traje blanco, sobre cuya graciosa falda

ondulaban las trenzas al más leve movimiento de su

cintura o de sus pies que pisaban la hojarasca que

tapizaba el suelo. Ella, aún seguía mirándolo, cuando

en frente se paró el pájaro, al cual los niños el día

anterior habían destruido su nido; entonces, lo comparó

con ella y pudo ver que el viaje de su amor también

destruía su más grande ilusión. El pájaro se fue

volando con rumbo fijo, detrás de José Agustín. Ella

alzó sus al cielo y dijo:

-   ¡Padre que estás en cielo, hoy te entrego mí suerte!

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Flor Alba tenía doce años. El cabello liso y abundante,

color negro, suelto y jugueteando sobre su cintura fina;

ojos grandes y saltones; tal era la imagen que de ella

cuando partió hacia España. Así estaba en la mañana

de aquel triste día, bajo la sombra de la trinitaria de la

casa de Mamá.

Durante el viaje José Agustín seguía a su abuela, quien

ocultaba el rostro a sus miradas. Sus pisadas en el

camino pedregoso del cerro Majagüita y la travesía por

el río Ranchería, ahogaron sus últimos suspiros

nostálgicos por novia que dejaba desamparada y a la

deriva.

Antes de ocultarse el sol, ya había partido con los curas

hacia Santa Marta. Por las ventanas del carro en que

viajaban, se veían muchas personas que recolectaban

las mazorcas de los maizales secos del año anterior.

Pasaron por Fonseca, Distracción, San Juan del Cesar,

El Molino, Villanueva, Urumita, La Paz, Valledupar,

Fundación, Aracataca y por último llegaron a Santa

Marta.

En Santa Marta, lo embargaba la tristeza que llevaba en

el alma, como cae la sombra de la noche sobre las

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montañas. El cariño de su abuela no alcanzaba a

consolarlo, y al adolescente enamorado, solitario, el

mundo le parecía un desierto sin el amor de Flor Alba, y

buscaba la soledad como a un amigo cariñoso para

confiarle sus dolores.

José Agustín volvió a la realidad, cuando un guerrillero

le tocó el hombro.

-   Sigamos, que aún estamos lejos.

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CAPÍTULO SIETE

Continuaron el viaje y, al cabo de dos días, llegaron a un

campamento en donde encontró a la abuela en la

planicie del Cerro Pintado de Villanueva. Ella estaba

esperándolo en una casa, tenía la misma posición

geográfica; la cocina, con todos sus enseres; el corral de

las cabras, el de las gallinas y el de los cerdos, con ellos.

Todo era semejante a la casa de Campo Florido. La

abrazó, la besó y le dijo:

-   Yo la hacía muerta. ¿Usted también vino en

caballo?

Adelaida sin entender porqué su nieto le hacía esa

pregunta, le contestó:

-   No, a mí me trajeron en un carro, por toda la

carretera y al día siguiente me trajeron hasta aquí.

Me dijeron que me trían para atender a una

embarazada. Les dije que si, eso es lo que yo sé

hacer; por eso me traje todo cuanto utilizo en estos

casos. Me siento como en Campo Florido, claro que

con mejor clima. Acá es más fresco. Estoy

acompañada de la gente de uno.

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-   Mama Yaya ¿Qué se hicieron los panes?

-   Ahí te los traje en una caja, están allá dentro del

rancho.

Muy pronto apareció un hombre vestido igual que los

soldados de la patria. Todos vestían así, a excepción de

Adelaida y su nieto. El hombre saludó a José Agustín

por su nombre, muy cariñoso, le dio la mano y dijo:

-   Esto lo mandé a construir así, para que no sientan

ningún cambio y nos facilite la convivencia. Que

pasen buena noche y mañana nos veremos.

José Agustín, miró a la única mujer del grupo. Era una

muchacha alta, con botas y fusil terciado. Tenía la cara

tapada con un pasamontañas verde oliva, pero, por los

orificios se le veían los ojos. Ella se sentó en frente, él

también se quedó mirándola. La muchacha, sonriendo,

cruzó las manos sobre las rodillas. A través de la camisa

se notaban sus senos pequeños y erguidos. Cada vez

que la miraba José Agustín sentía oprimírsele la

garganta. A él le parecía conocer a la muchacha, pero,

los recuerdos no le cuadraban.

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Esa noche trajeron a una muchacha como de veinte

años de edad envuelta en una sábana marrón y un

equipo completo para atender un parto. Adelaida y José

Agustín, la acostaron en una cama, igual a las de los

hospitales. La abuela y el nieto aplicaron sus

conocimientos. Adelaida a pesar de la edad realizaba

sus tareas con la destreza de siempre, el nieto servía de

ayudante.

-   Me imagino, que allá es distinto. Pero, aquí es que

se sabe quién es quién. –dijo la vieja-.

-   Mama Yaya, desde hace tiempos, esto era lo que

yo quería aprender. -expresó José Agustín-

La mujer se retorcía con los dolores del parto, se mordía

los labios y solo exhalaba un pujido al compás de las

contracciones.

-   Este parto es para las diez de la mañana, solo ha

dilatado dos centímetros. –dijo el Ginecólogo-.

-   ¿Qué hora es?

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-   Las dos de la mañana – Contestó un guerrillero.

-   ¡No hombre! esto es para ya, hijo. Vas a ver, no me

crees. Ya te voy a enseñar algo que tienes que

aprender y allá no te enseñaron y nunca lo harán.

Adelaida preparó una bebida de alta misa, bien fuerte

con panela. Cuando estuvo lista, hizo que la parturienta

la ingiriera y en dos horas más, había dilatado hasta

ocho centímetros y en poco tiempo, parió una niña. Los

guerrilleros trataban a la vieja de abuela, pero en verdad

sería bisabuela y tatarabuela de muchos de ellos.

-   ¡Puja, puja!, para que expulses la placenta.

Terminadas las labores del parto, José Agustín, comentó

a su abuela:

-   Esa voz me parece conocida, pero no alcanzo a

reconocerla.

-   A mí también me parece familiar. Pero como un

diablo se parece a otro, de pronto sea casualidad.

Le volvió a decir a su abuela:

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-   No aguanto el frío.

José Agustín, se dirigió a los guerrilleros, expresándoles:

-   ¡Oigan señores! ¿Para esto nos trajeron? Ya parió

la mujer y amaneció, ¿qué viene ahora?

-   Los trajimos para esto y mucho más. El jefe llega

mañana. Cuando arreglen con él, se irán para

Francia. No se preocupen, que estamos en familia.

-   Sí, estos son los muchachos de los cuales te había

hablado. Eso es largo de contar y también de

entender. Es verdad que son familia de nosotros.

Cuando salió el sol, todo se hizo claro y el frío de la

noche también se esfumó. En la mañana aparecieron los

guerrilleros. Uno de ellos dijo:

-   Ya el jefe viene.

Una hora después apareció el jefe. Era el doble de José

Agustín, era tanto el parecido que los dos retenidos

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quedaron sin palabras. El recién llegado, se dirigió a la

abuela y el nieto:

-   Mama Yaya, usted no se pone vieja. Yo soy Julio

Alonso, hijo de Luzmila, nieto de Evaristo, bisnieto

de usted.

-   ¡Ay hijo, y eres tú! Te metiste a esta vida, desde

cuando estabas pequeño mostraste lo que ibas a

ser.

Julio Alonso recordaba que estando niño, de escasos

dos años, lloraba, inocente de la trampa que su madre

estaba ejecutando. Mariana, su tía, lo cargó, pero, antes

de despegárselo, él se aferró a sus brazos y tuvieron

varias personas ayudar a arrancárselo. El niño gemía y

su madre también; él por la separación que a la fuerza

le habían hecho y ella al comprender que dejaba a su

inocente criatura que más nunca volvería a ver. Su

abuela, sus hermanas y su tía, también sollozaban

porque no sabían cuanto tiempo tardaría ella en

regresar. Yolanda, la hermana mayor, quien lo había

escondido detrás de la casa, lo asomaba para que la

mirara por última vez. Él vio cuando desapareció en la

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lejanía, después de cruzar la esquina de la casa de

Débora Pinto.

-   Ese viaje de mi madre, del cual más nunca

regresó, me quedó este trauma, que nunca me

repondré. Por eso soy así; rebelde e indomable.

Solo una bala me quitará este afán.

La centenaria abuela comprendió las palabras de su

bisnieto, y le aprobó su comportamiento. Retomó la

palabra.

-   Este es José Agustín, el hombre de la casa, el que

se fue a estudiar a Europa. ¿Fue usted el que le

regaló a los gringos, las tierras de Cerro Grande?

Bueno primo, entregue la plata. Los cinco millones

de dólares que le dieron por las tierras.

-   Yo no tengo ni un peso, la giré a mí esposa a

Francia.

En una larga negociación de varios días, después de

fuertes discusiones, llegaron a un acuerdo, el cual

consistía en: Entregar el dinero recibido y servir como

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médico durante un año en las montañas. José Agustín y

su abuela aceptaron. Por último la vieja dijo:

-   Entrégales esa plata, porque yo no la necesito y tu

mucho menos, te regresas a Francia y con tu

profesión levantas a tu familia.

Acordaron que un día cualquiera José Agustín iría al

pueblo y haría que su esposa le regresara el dinero para

la causa insurgente. También le preguntaron:

-   ¿Usted qué firmó?

-   A mí algo me avisaba, y no firmé bien; lo hice con

la mano izquierda unos garabatos indescifrables,

por si acaso se presentara una reclamación, yo no

había vendido nada.

El jefe en tono pacífico se dirigió a la abuela:

-   Mama Yaya, la niña es hija mía y se llamará;

Adelaida, en honor a usted.

-   Vean y ustedes para que ponen mi nombre. Tú

también quieres que ella sufra como yo.

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-   No importa, algún día triunfaremos y

conseguiremos la posición social que nos

corresponde, no crea en agüeros, la historia de

este país va a cambiar. Un día no lejano

tendremos el poder. Mamá Yaya su tataranieta

será importante y me van a preguntar el origen de

su nombre y con orgullo dirá.

-   Ese nombre lo heredé de mi tatarabuela.

-   Yo también heredé de mi abuela: el nombre y la

vitrina. Entonces ella será mi heredera.

Cuando el viaje estaba listo, Adelaida se resistió a viajar,

dijo:

-   Yo de aquí no me voy. Acá hago lo que a mí me

gusta; atender mis partos, en cambio en Francia

voy a estar como pájaro en jaula; metida en un

apartamento, sin poder salir y así como me dijiste

que en invierno todo se vuelve hielo, yo no voy a

morir congelada. Además aquí tengo más familia,

estos muchachos todos son mis descendientes. Lo

que te digo es que tú vayas, le dejes plata a los de

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allá y regreses, porque aquí te necesitamos mucho.

Ahora eres muy importante para toda esta gente,

no te hagas el rogado.

A la vieja la habían convencido sobre la razón de ser del

conflicto, esta era una lucha por el bien del pueblo que

venía siendo presa del saqueo y el abandono desde la

llegada de los españoles a estas tierras.

Adelaida le refirió a José Agustín y a los combatientes,

que sus familiares, habían llegado trescientos años

antes desde España, como colonizadores a ejercer el

comercio, trabajar la tierra, criar ganado y explotar el

oro. Se amañaron para más nunca regresar y entonces

formalizaron estos pueblos. Luego lucharon hasta lograr

independizarse de la madre patria. Les dijo que un

familiar de ellos, José Prudencio Padilla, luchó con sus

muchachos y en el lago de Maracaibo derrotó a los

españoles. A ustedes les digo que tengan mucho

cuidado porque hay envidiosos que después que entre

todos consiguen un fin, matan a sus compañeros, para

quedarse con lo que logran. Así le pasó a José Prudencio

Padilla, lo fusilaron para que no fuera presidente;

porque eso iba a ser en poco tiempo; a él lo quería

mucho la gente.

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-   Ya hacen once meses largos que estamos aquí. Lo

único que me preocupa es que no hay la harina

para el Chiquichiqui, ni el fríjol, habrá que hacer

nada más el arroz de leche y el plátano pícaro.

-   No se preocupe por eso, que cosas llega en estos

días. - dijo el jefe-

Los combatientes continuaron con los planes de

derribar el puente del tren, sobre el río Ranchería. Ellos

se ufanaban decir que lograrían que los extranjeros

abandonaran la explotación de las minas de carbón.

En unos de esos momentos que Adelaida y su nieto

quedaron solos, éste le recordó:

-   Por eso fue que le dije el primer día cuando llegué,

qué yo solo no podía heredar todo.

-   Algo que no te había contado, es sobre mis ahorros

de toda la vida. Yo construí una casa en cada

pueblo de la región, desde Valledupar hasta

Riohacha, sin saltar alguno. Que esos herederos,

cuando yo muera, se repartan esos bienes como

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Osvaldo Mejía Marulanda

mejor puedan, pero, las tierras que vendiste son

tuyas.

Adelaida durante toda la vida trabajó muchísimo: con lo

que ganaba en los partos, la ganancia de la panadería,

la venta de las cabras, chivos y ovejas y otros productos,

compraba café a la cosecha a muchas personas que

poseían sus haciendas en la sierra, y por cualquier

necesidad, vendían por quintales y pagaban cuando

recolectaban a final del año el producto. Llegó a comprar

tanto que muchas veces almacenaba más café que los

que tenían fincas. El negocio fue tan próspero, que se

propuso en construir una casa en cada pueblo, con la

ayuda del esposo de María Elisa, el cual era albañil.

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CAPÍTULO OCHO

Una mañana que José Agustín conversaba con

Adelaida, recordó la historia que le contó su abuelo

sobre el origen de la familia paterna. El sol estaba

despuntando y las brisas batían las hojas de los

árboles, mientras los pájaros cantaban alegres como

siempre lo hacían a esa hora.

Su abuelo le contó, que trescientos años antes, habían

desembarcado en las costas de Riohacha, el primer José

Agustín Asís y su esposa. Cuando aún ningún español

había poblado estos territorios. Ellos descendieron de la

embarcación que los trajo de España y sus coterráneos,

siguieron viaje hacia tierras lejanas en busca de oro.

Después que se quedaron en esta región, continuaron

su sendero hacia el sur. Cuando subieron la sierra,

observaron un valle que les hizo recordar a su tierra

natal. Decidieron quedarse ahí, y fundaron la primera

aldea que le llamaron San José de Campo Florido.

Trajeron como santo patrono a San José, de ahí el

nombre con el cual bautizaron al nuevo pueblo. En

estos territorios encontraron aborígenes, quienes al

principio se mostraron rebeldes por la invasión a sus

posesiones, pero, con los años se volvieron pacíficos y

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en pocas décadas, se fueron emparentando con los hijos

de los extranjeros.

Pasaron más de cien años, y muertos los abuelos, los

descendientes de José Agustín Asís, solicitaron al

gobierno español, les concediera la legalidad de las

tierras, sobre las cuales tenían el uso y goce de más de

una centuria. La corona española por medio de Cédula

Real, adjudicó a cinco representantes del mismo

número de grupos familiares conformados de la estirpe

del castellano que se había establecido en este valle.

Crescencio luego continuó con el relato más reciente:

-   En honor a mí papá, José Agustín Asís, te coloqué

ese nombre.

José Agustín el padre de Crescencio, era de gran

estatura; medía un metro con noventa y cinco

centímetros, de piel blanca y fina fisonomía, tenía muy

buen aspecto. Contaba con veinticinco años, cuando

fue a trabajar a la finca de Simón Dávila. Él era biznieto

legítimo de los españoles que desembarcaron en

Riohacha:

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-   Mi papá fue el único que sobrevivió entre diez

hermanos. Los demás murieron cuando llegó la

Gripe, enfermedad que diezmó a la población de

Campo Florido. El se casó con Natalia Dávila, una

mulata de otras tierras. Ella era hija de negros

mezclados con españoles.

Le contaba Crescencio al nieto que José Agustín Asís,

su padre, se había despertado en la madrugada, antes

del primer canto de los gallos. Ya su madre estaba

terminando de prepararle un envoltorio en donde

llevaría el desayuno, además le empacó pan, panela y

un tarro con agua.

-   Hijo, anda a Corral de Piedras y buscas trabajo

donde Simón Dávila y allí mismo te enamoras de

una de sus hijas. Él también es de origen

castellano.

Emprendió su viaje de a pies, llegó al medio día a la

finca de Simón Dávila, solicitó le dieran trabajo, en

donde había toda una empresa agro artesanal. El sol se

había alzado en el cielo y su sombra se dibujaba en la

tierra al doble de la escala humana. Allí cultivaban la

caña de azúcar, la molían en un trapiche, movido con

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mulas y bueyes. Fabricaban la panela y por último

vendían este producto. Cuando llegó, el que hacía las

veces de jefe de personal, le preguntó:

-   Oiga joven ¿Qué busca por estos lugares?

José Agustín contestó con respeto, pero sin dejarse

humillar, fue frentero y dijo:

-   Vine porque deseo trabajar aquí.

El capataz le informó que volviera en tres meses cuando

iniciarían la siembra de un nuevo lote de tierra.

José Agustín se alejó con la esperanza de poder ingresar

a laborar en aquella finca, en donde le pareció que allí

estaba guardada su fortuna.

Cuando el joven partió lleno de esperanzas, Simón

Dávila, preguntó:

-   ¿Quién es ese muchacho?

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Desde ese momento, don Simón veía que ese era el

tiempo más largo de todos los vividos hasta ahora, él

quería conocerlo.

José Agustín contaba los días para regresar a Corral de

Piedras, a la estancia de Simón Dávila, para comenzar a

trabajar, como él sabía hacerlo. Él había aprendido las

ocupaciones del campo junto a su familia de parte

madre. Ellos eran humildes agricultores en décadas

pasadas se habían establecido en esta región de gentes

dóciles, pero, valientes. Ese fue el tiempo más largo e

intranquilo que José Agustín pasó en su vida. Siempre

tuvo en la mente, a una muchacha morena de pelo

largo que se acercó al trapiche, buscando miel para

endulzar el café para brindarle a la visita. Él sorbió la

bebida con lentitud, degustándola y comparándola con

otras, pero, sin quitarle la vista a la joven que esperaba

la taza. Sin preguntarle el nombre, quitándose el

sombrero, le dijo:

-   Muchas gracias señorita, pero, dígame, ¿Quién

hizo el tinto?

-   Yo señor, ¿Porqué?, ¿estaba feo?

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-   No, no, no. Al contrario estaba muy delicioso.

José Agustín, tragó el último sorbo del exquisito café.

Volvió a hablar, diciendo:

-   Perdone las preguntas, pero explíqueme ¿Qué le

echó?

-   Cuando retorne, sabrá el secreto que tengo.

Ese café lo mantuvo esperanzado durante tres meses.

Regresó en el mes de julio e inició laborando como

machetero. Era tan aventajado que ningún otro

trabajador terminaba primero que él. Estas cualidades

que le regaló la madre naturaleza, hicieron de José

Agustín, un hombre admirado por algunos y envidiados

por otros trabajadores. Decían que él tenía niños en

cruz, porque todas las labores las realizaba en menos

tiempo que los demás.

Simón Dávila, hombre de experiencia, en poco tiempo

conoció a José Agustín. Enseguida conquistó la

confianza de su patrón y desplazó a otros obreros,

quienes llevaban años laborando allí. Simón Dávila

apreció la clase de hombre que era José Agustín y le

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propuso que le trabajara gratis durante un tiempo a

cambio él garantizaría matrimonio con una de sus

hijas. Él no dudó en aceptar la oferta y sin más vueltas,

inició a cumplir con el compromiso.

El matrimonio se realizó cuando se cumplió el plazo.

Fueron hasta Mar Ocaso, en donde se realizaban estos

tipos de ceremonias. Allá existía una comunidad de la

religión Católica y en sus fiestas de cada año oficiaban

matrimonios y bautizos, además de pagar los tributos a

San Juan Bautista.

Cuando completó quince años de casado, ya tenía siete

hijos: Severino, Crescencio, Eulogio, Mercedes, Rosa,

Luisa y Carmen.

En enero pasó hacia Valledupar un hombre en un

caballo, quien venía de Riohacha, informando que

habían llegado unos grillos grandes y verdes que salían

del mar; estos animales se comían cuanto cultivo

encontraban a su paso. A Campo Florido llegaron en

febrero, a pesar de saber nadie se había prevenido, los

sorprendió “Asando Mazorcas”. Cuando la langosta

entró en furor a destruir los cultivos, los habitantes se

organizaron en cuadrillas, excavando zanjas y con palas

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a la carrera, cuando estas caían con rapidez iban

tapando los socavones. A pesar de esta operación,

muchas salían a la superficie. Las mujeres y los niños

también participaban de lucha contra la plaga que

amenazaba con dejar sin alimento a los humanos y a

los animales, cuyos pastos también consumían en un

abrir y cerrar de ojos.

Después de la eliminación de la langosta, un día José

Agustín, reflexionó sobre su estadía en Corral de

Piedras al lado de sus suegros y comentó esto a su

esposa, con quien llegó al acuerdo de separarse de su

familia, y así fundar su propia estancia, para tener

autonomía. Él estaba cansado del trato

discriminatorio que asumían sus cuñados. Cuando

sembraba maíz, le soltaban en sus cultivos las vacas,

bestias, cabras y burros, para que se los comieran y

destruyeran. Esa acción se repetía con frecuencia. Los

hijos ya no respetaban al viejo Simón, por el contrario,

le repetían un adagio que dice:

-   El que se casa, hace su casa. Esa es la langosta

invisible que hace eso.

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Este comportamiento de los cuñados le hizo tomar la

decisión de irse lejos de ellos. Se estacionó en unas

tierras que encontró baldías en el globo de la Cueva

del Santo, a las cuales bautizó con el nombre de

Nueva Idea.

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CAPÍTULO NUEVE

José Agustín fundó su estancia en unas tierras que

encontró baldías, en cercanías de la cueva del Santo.

En estas tierras descombró e hizo su casa, y en una

orilla, sembró la estaca de trinitaria que le regaló su

suegra cuando partía. En pocos años sus cultivos

prosperaron a gran escala, que le permitieron atesorar

una considerable fortuna.

Para esta posesión llevaron: cinco vacas paridas que

le regaló su padre y diez gallinas que le proporcionó

Salustiana Mendoza, madre de a Natalia. José Agustín

recibió de Simón Dávila, cinco vacas también paridas,

en compensación por sus años de trabajo, además

compró cuatro burros y una puerca para aumentar su

pequeño patrimonio.

Años después de la fundación de Nueva Idea, José

Agustín ya tenía abundante ganados, entre los que

contaba; vacas, cabras, ovejas, caballos, burros y aves

de corral. Un día le amaneció una vaca muerta en el

corral y le atribuyó esta muerte a la mordedura de una

serpiente. En los días siguientes siguieron muriendo

otros animales, hasta que no le quedó un solo animal.

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Decían que la peste que acabó con su rebaño, era

producto de la envidia que le tenían algunos vecinos,

por el progreso que en pocos años llevaba José Agustín.

Visitó a un brujo en Corral de Piedras quien le informó

que se trasladara de allí a un lugar apartado de los

envidiosos.

Nueva Idea quedaba cerca de la cueva del Santo, región

colindante con Río Dulce. A estos dos globos de tierra

los dividía un cerro, cortado en el medio por una

quebrada que nace en la sierra del oriente y termina en

el Cerro Grande. Allí donde pasa el Arroyo Hondo, se

encuentra una gruta natural. Allí los habitantes de sus

alrededores, desde tiempos inmemoriales cuentan que,

ese lugar ha sido misterioso con la aparición de

espantos, que asustan a quienes transitan por este sitio,

en las horas de la tarde y la noche; entre las diferentes

versiones que relatan, se destacan las más

sobresalientes:

Un señor que trabajaba en Santa Bárbara, en los

cañaverales de José Agustín Asís, un día viajó hacia

Manantial, en donde tenía su familia; cuando pasó por

la Cueva del Santo, a las seis de la tarde, entre oscuro y

claro; es decir, a dos luces, se encontró con un niño,

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que empezaba a caminar. -pensó– que esta criatura

había sido abandonada por una madre desalmada o se

habría perdido caminando sin rumbo fijo. Entonces

procedió a montarlo en el anca de su caballo. A medidas

que avanzaba el viaje, la bestia disminuía su paso,

hasta que no caminó más. El señor miró hacia atrás,

para ver qué sucedía, fue entonces cuando vio a un

hombre negro montado en donde iba el niño, al cual le

arrastraban los pies y los colmillos le sobresalían de la

boca, además los ojos parecían dos tizones de candela,

entonces le preguntó:

-   ¿De esta vida o de la otra?

El espanto, se bajó con rapidez, al retirarse expidió una

carcajada lúgubre, desapareciendo en forma inmediata,

dejando un fuerte olor de azufre. El hombre cayó

desmayado, y al día siguiente fue encontrado sin fuerzas

ni conocimiento, apenas recobró los sentidos, para

contar lo sucedido y luego murió.

Decían también que la llorona, salía por el camino que

conducía a Río Dulce, pasaba llorando y emitiendo

quejidos lastimeros, despertando y dejando muy

asustados a los habitantes del lugar, hasta perderse en

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cercanías de la cueva del Santo. Ellos creían que

cuando se escuchaba a la llorona, alguna desgracia

acontecía en esa región.

Otro misterioso espanto era Silbita, a esa ave nocturna,

le atribuían que su canto presagiaba desgracias que

muy pronto ocurrían por estos lugares. Cuando pasaba

silbando, y alguien lo imitaba, se regresaba y rodeaba el

sector, algo le acontecía al imitador, después volaba con

rumbo fijo hacia la cueva del Santo.

Narran otra historia sobre el negro Felipe, señor al cual

le atribuían tener pacto con el diablo, ya que en la finca

de este, todos los años se perdía un trabajador. Decían

que, cuando cabalgaba de la sierra a Campo Florido, se

formaba una polvareda creando un remolino, que iba

detrás de él hasta que desaparecía frente a la cueva del

Santo, seguido de una lluvia así fuera en verano.

Cuando esto sucedía, en esos mismos días alguna

persona moría. La gente decía que este señor entregaba

una persona al demonio, cada vez que éste se lo exigía,

para cumplir con el pacto, que consistía en donarle

almas, a eso le atribuían la gran fortuna que Felipe

poseía.

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Murmuraban que la guerra de la familia había sido

provocada por él, en su compromiso con Satanás.

Cuentan que en el arroyo Hondo, también aparecía una

mujer desnuda que se bañaba sin malicia alguna.

Cubría su cuerpo con el cabello que era muy largo y le

arrastraba, la gente le llamaba Madre del monte.

Además, se refieren los habitantes, que en el interior de

la cueva, vivía un ermitaño, que celebraba sus ritos

religiosos al parecer solitario, siempre veían fogatas

dentro de la cueva y dicen que algunas personas lo

vieron bajar a la orilla del arroyo para bañarse. Allí

había una piedra lisa, en la cual estaban labradas las

huellas de sus pies, además una peinilla y una

jabonera. Relatan que llegaron a verlo vestido con hojas

de piedra, planta existente en cercanías a la cueva,

dicen también que subía al cerro de enfrente donde hay

otra gruta y vivían unos tigres. Les hablaba y alzaba sus

brazos y cabeza hacia el cielo como hablando con Dios,

allí permanecía durante varias horas. Los que

transitaban por allí, pronunciaban malas palabras y

disparaban sus armas de fuego hacia la cueva. El

ermitaño, abandonó para siempre este lugar,

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desconociéndose su paradero, tampoco se supo más de

la piedra en donde se paraba para bañarse.

Una noche José Agustín soñó que vivía en una finca

donde había prosperidad. Él interpretó que se

trasladara hacia otra parte en donde presentía que le

iría mejor. Entonces fue a donde Nemesio Saltarén y le

compró un lote de tierra que este poseía a orillas del Río

Dulce. Abandonó a Nueva Idea y se trasladó para su

nueva finca a la cual llamó Santa Bárbara. En esta

propiedad sembró unos cañaverales, que fueron la

redención. En la negociación que realizó con Nemesio

Saltarén, compró cien pesos de tierra en ese globo.

En Santa Bárbara, crecieron sus hijos, los cuales

buscaron con quien formalizar sus nuevas familias; se

casaron con personas de las otras aldeas de Campo

Florido.

Severino, casó en Río Dulce con Juana Solano. Tuvo

cuatro hijos: Ana del Carmen, Samuel, Manuel y

Daniel. Samuel casó con María del Carmen Brito, su

prima, y tuvo a Saúl, Abel y Esperanza. Manuel tuvo un

hijo antes de la guerra, Rubén; Daniel, no dejó

descendencia; murió joven antes de casarse. Ana del

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Carmen se casó con Luciano Pérez, también pariente

lejano, y tuvo cinco hijos: Pedro, Pablo, Marcos,

Bernarda y Santiago.

Crescencio consiguió a Adelaida Marulanda en

Manantial, a Ernestina Carrillo en Cerro Grande y a

María Asís en Castilla. No se casó, para no resentir a

ninguna de sus mujeres. Tuvo diez hijos; siete con

Adelaida Marulanda, dos con Ernestina Carrillo y una

con María Asís. Los hijos de Adelaida fueron: Evaristo,

César, Gumersindo, Dolores, Antonio, Rosario y María

Elisa. Los de Ernestina: Cecilio y José Francisco. La de

María: Margarita. Evaristo tuvo dos hijas: Luzmila y

Mariana. César tuvo su único hijo con Tomasa Carrillo:

José Agustín (El médico); Gumersindo tuvo un hijo con

Paula Pérez, al cual llamó: Juventino. Dolores tuvo una

sola hija, a la cual llamó Esperanza. Antonio tuvo un

hijo con Julia Calderón; Atilio Calderón, éste llevó el

apellido de su madre, por ser hijo natural.

Mercedes, casó con Salvador Ortiz. Tuvo un solo hijo:

Juan Salvador. Este casó con Édita Fonseca, sobrina de

Juan Fonseca con quien tuvo cuatro hijos: Juan Salvador

Segundo, Juan Salvador Tercero, Juan Salvador Cuarto y

Juan Salvador Quinto. Los llamaban por su tercer

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nombre. Juan Salvador Segundo tuvo un hijo con Adelina

Padilla; Juan Salvador Sexto.

Eulogio, con Simplicia Epieyú, una india wayuú, tuvo

un hijo: Eulogio Segundo, al cual los indios llamaban

Curría. Este se casó con Regina Uriana y tuvo tres

hijos: Eva, José y Moisés.

Rosa, se casó con Juan Fonseca, tuvo dos hijos: Juan

Segundo y Dulce María. Juan Segundo con la esposa,

tuvo a María Milagro y con otra señora Juan José y

Ángel José.

Luisa se casó con Pedro Vicente Hernández, hermano

de Herminia y Dulcinea, tuvo tres hijos: Ramiro,

Rodrigo y Ricardo.

Carmen se casó con Nicolás Brito; tuvo cinco hijos de:

María del Carmen, Jenaro, Carlos, Fabio y Alfonso.

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CAPÍTULO DIEZ En este capítulo se describe el desarrollo de la industria

panelera:

1.   Limpieza y quema del terreno.

2.   Siembra de la caña de azúcar.

3.   Riego.

4.   Limpieza.

5.   Instalación del trapiche.

6.   Compra y aliste de las mulas y bueyes.

7.   Corte y recolección de las hojas de caña para

techos.

8.   Corte de caña.

9.   Molienda.

10.   Cocida de la miel.

11.   Preparación y empaque de la panela.

12.   Comercialización de la miel y la panela.

13.  

Una noche de luna llena estando las estrellas en su

esplendor Crescencio, Adelaida y Ernestina, rodeados de

muchos nietos; cuando aún estaba viviendo la familia

toda en Campo Florido, los abuelos escogieron el tema del

cultivo de la caña de azúcar. Mientras Crescencio

relataba algunos pasajes de esos tiempos idos José

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Agustín mirando al cielo, fue sorprendido contando las

estrellas.

-   Muchacho no lo hagas, porque cuando llegues a tu

estrella te mueres.

-   No entiendo por qué tengo que morirme, yo no le

veo nada malo.

-   Al menos tienes que obedecer; eso lo decían los

viejos de antes. Y recuerda que “El que no oye

consejo no llega a viejo”

Crescencio les contó

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CAPÍTULO ONCE

Un domingo de verano por la tardecita Crescencio le

contó a José Agustín que el seis de diciembre del que a él

le parecía que era el mejor año de toda su vida también

amaneció lloviendo; ya iban tres días que no escampaba.

La neblina se extendía por el suelo, y parecía humo.

Crescencio se había despertado a media noche con el

estropicio de una descarga eléctrica que sacudió como si

hubiera caído dentro de la casa. La luz del relámpago fue

tan fuerte que dentro de la casa en fracciones de

segundos quedó más claro que el día. Crescencio y

Ernestina no volvieron a pegar los ojos. Más tarde sintió

un silbido, después de escrutar en su mente los sonidos

que guardaba en su memoria, entonces se acordó de una

creciente del río cuando él estaba niño. Era ruidoso. Se le

vino a la mente que el río había crecido. Ese fragor le

hizo conciliar otra vez el sueño. Durante el tiempo que él

dormitó, Ernestina tuvo que moverlo hasta despertarlo,

porque roncaba y emitía frases incoherentes.

Cuando Crescencio despertó ya eran las cinco de la

mañana, volteó la cabeza mirando a Ernestina, su

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mujer. Ella también estaba despierta. Al despertarse le

comentó sobre una pesadilla que había tenido:

-   Ernestina, tuve un sueño raro, primero veía a

todas las vacas recién paridas. Mariposa, la vaca,

con la que comencé a criar ganado, tenía cinco

terneros de los cuales mamaban cuatro a la vez y

uno quedó sin hacerlo, porque la ubre solo

alcanzaba para los que lo hacían. El

desafortunado ternero cayó y luego se levantó

tambaleándose con las patas abiertas, temblaba

como si le hubiera picado una serpiente. Yo intenté

auxiliarlo y la madre no me lo permitió, me

embistió con ganas de matarme, por poco lo hace;

tuve que subirme al palo de mango. Yo no se si

sería porque iba vestido con una camisa roja.

Después vi a mamá, ella me dijo que venían

tiempos difíciles, que no haría nada para evitarlo,

pero, que sería el camino de partida hacia la

redención, también me dijo:

-   No hay mal que por bien no venga, ni bien que su

mal no tenga.

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-   Después del suceso de la vaca, nosotros vivíamos

lejos de aquí en otra casa y desconocida, era un

lugar muy diferente a este; allí pasábamos mucho

trabajo, porque había escasez. Yo trabajaba en

una hacienda ajena, como esclavo; allí había

abundancia, pero, en nuestra casa todo era

pobreza.

-   ¡Ay Cachencho! Ese sueño no me gusta –expresó

Ernestina- Que Dios nos ampare y nos favorezca.

-   Levanta a los muchachos para dar una vuelta por

la rosa –dijo Crescencio-.

-   Ve Cachencho, hoy es domingo -contestó con

paciencia- Además toda la noche la pasó

lloviendo, deja a esos muchachos que descansen

hoy.

Desde el dos de diciembre estaba lloviznando y no

dejaba trabajar. La lluvia era intermitente, lo cual tenía

fastidiados a los habitantes de Campo Florido.

En la madrugada después de los truenos se escuchó un

estruendo y quedó un zumbido inescrutable.

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Cuando Crescencio y Ernestina se levantaron, aun era

oscuro, el ambiente estaba lleno de nubarrones y

parecía que iba seguir lloviendo. El ruido del río era más

fuerte y se escuchaba más cerca. Crescencio salió con

su machete en la mano a indagar sobre el murmullo del

río. A los pocos momentos llegó corriendo a la casa, por

lo cual Ernestina le preguntó:

-¿Qué pasa? Cahencho ¿Qué pasa?

Las aguas avanzaban rápidas detrás de Crescencio. Él,

no podía hablar, tenía un nudo en la garganta y las

piernas comenzaban a fallarle. A la bulla de Ernestina,

sus hijos se levantaron y los trabajadores salieron de

sus ranchos vecinos, llegaron corriendo, impresionados

por los gritos de sus jefes.

-Se está acabando el mundo –dijo Crescencio

desesperado- El río está crecido como nunca, ya viene

llegando a la bajadita del palo de mango. De ahí para

allá eso es un mar. Al mango no se le ven ni las hojas;

tiene que habérselo llevado la avalancha.

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El mango, era el árbol más grande que había en la

región; lo sembró José Agustín, el padre de Crescencio,

cuando llegó a esas tierras, hacía más de ochenta años,

y por eso ellos se dieron cuenta que esta creciente era la

más grande de todas las que el río había traído en

muchos años.

La familia corrió para ver el acontecimiento. Cuando se

asomaron vieron que el agua avanzaba hacia ellos, por

todos partes. La vista se perdía en la lejanía y la neblina

completaba un paisaje desconocido en su totalidad, eso

parecía un sueño. Corrieron hacia la casa, en donde con

rapidez, le abrieron la puerta al gallinero, desde donde

salieron las gallinas volando, como si comprendieran lo

que sucedía; parecían pájaros silvestres. Las cabras y

ovejas también corrieron despavoridas hacia los cerros

igual que sus dueños, para ver si allí se salvaban de las

siniestras aguas del río.

En pocos minutos llegaron a la cima del cerro más

cercano a la casa. Allá arriba observaron todo el

contorno y solo se veía agua. El agua era espesa y

oscura; era fea. Por el río rodaban muchos troncos de

árboles con todo y raíces, también pasaban piedras

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gigantescas, que no se sabe de donde salieron, eran

blancas y lisas, parecían huevos prehistóricos.

-¡Uy! Esto tiene que ser el acabo del mundo, –dijo

Ernestina- Es posible que se esté repitiendo el diluvio

de la Biblia.

-   Pueda ser que no sea así. De ser así, ¿Qué será de

nosotros? Así el río nos deja sin nada. –dijo

Crescencio-.

Crescencio se puso las manos en la cabeza. Al mismo

tiempo lamentaba que las vacas deberían haberse

ahogado, pues el corral de ellas quedaba en cercanías al

palo de mango, el trapiche, los cañaverales los bueyes y

todo su patrimonio había sido devastado.

-   ¡Anda! ¿Y cómo hago con Antonio Manuel

Ballesteros?

Él se refería al señor que le había acreditado un nuevo

trapiche, este era más grande y eficaz que el fabricado

por Andrés Parodi. Lo cancelaría con la molienda que

iniciaría después del seis de enero. Eran cien hectáreas

de caña en donde laboraban más de cien personas, y de

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donde subsistía la mayoría de los habitantes de Campo

Florido. El trapiche sería estrenado en esa cosecha, la

primera a gran escala que Crescencio forjaba, para

posicionarse entre los más grandes productores de la

región. Este trapiche era metálico, porque el anterior fue

fabricado en madera, el cual no daba abasto para la

extensión de la nueva empresa.

Los cincuenta y dos bueyes también se los había

acreditado a Crescencio el comprador de la producción

de ese año. Esta cosecha era decisiva para el

crecimiento económico que Crescencio había

planificado.

Al medio día se acercaron a la casa para buscar algo de

comida, todos sentían hambre: no habían desayunado.

Ernestina preparó una sopa con dos de los pollos que

permanecían encerrados en un corral al cual no llegaron

las aguas del río. La familia se reunió en la enramada a

orillas de la casa. Crescencio se sentó en su chinchorro

de muchos colores, que le cambiaron por panela a unos

indios wayuú en la cosecha pasada. Comió despacio su

alimento, parecía ido del mundo. Estaba preocupado por

la inesperada catástrofe.

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Crescencio mirando lejos, recordó con nostalgia, que ese

mismo día cumplía diez años de muerta Natalia, su

madre. Por sus mejillas corrían chorros de agua sucia,

como si el río se hubiera implantado en el fondo de sus

sentimientos. Ernestina y los niños también lloraban,

produciendo un ruido semejante al que se arrastra por

las orillas del río. El llanto era tan lastimero, que las

cabras se acercaron a llorar juntas con sus dueños.

…………

Después de la muerte su madre, habían sucedido

muchas cosas; una había sido la separación del hogar

paterno, ocasionada por la actitud hostil de su padre. A

pesar de ser un hombre hecho y derecho, Crescencio

seguía trabajando como cualquier sirviente, sin salario;

solo tenía derecho a lo que consumiera.

A los cinco años de muerta su madre, decidió hacer un

cañaveral aparte de su padre, cosa que no le agradó a

éste. Cuando llegó la hora de la molienda, no le permitió

utilizar las instalaciones de su trapiche y mucho menos

los animales con los cuales se realizaban las

operaciones.

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Unos meses antes Crescencio había soñado con Natalia,

su madre, quien le dijo:

-   Hijo, tu padre te va a provocar, para que te vayas

de su lado, acéptalo sin pelear, porque con todos

los defectos, es tu padre.

Entonces convidó y se retiró con Evaristo, César,

Gumersindo y Cecilio, sus hijos. En el camino les

comentó:

-   Yo esto lo sabía, mamá me lo dijo en un sueño. Ya

se comienza esa revelación. No nos preocupemos,

ahora nos irá mejor.

Antes de irse a su papá le dijo:

-   Papá la historia se repite, verdad, usted se está

desquitando conmigo, lo que sus cuñados le

hicieron.

-   Me respetas mal hijo. Te vales de la ocasión, por

estar como estoy. Pero hijo eres y padre serás.

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-   Bueno esa maldición no me cae porque, yo soy

distinto con mis hijos. ¡Que Dios lo perdone papá!

Llegaron donde Andrés Parodi. Después del saludo, les

brindaron café.

-   Andrés, yo vine para que me fabriques un trapiche

-dijo Crescencio-.

Con Andrés Parodi acordó encontrarse al siguiente día,

a las seis de la mañana, para escoger y cortar el árbol

de guayacán que serviría para fabricar el trapiche.

Crescencio y sus hijos, no durmieron esa noche; él

pensativo y enojado con su padre, y los niños muy

contentos porque ellos mismos cortarían el árbol de

guayacán para molino, además, se redimirían del ultraje

que recibían de su abuelo.

Mientras le fabricaban el trapiche, Crescencio viajó en

su caballo y sus hijos en unas mulas hacia Buenos

Aires, una lejana finca, en donde había existido un

cañaveral y no usaban los equipos de molienda. Allí

compraron un fondo y dos pailas, en donde preparaban

la panela. Montó los enseres en los animales y se

trasladaron a su estancia.

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Durante varios días visitaba al fabricante del trapiche,

con la ilusión de ver hecho realidad el sueño de tener su

propia organización y de verdad ser independiente. Un

sábado en la tarde cuando iba muriendo el sol, Andrés

con su risa de siempre le dijo:

-   El lunes instalamos este aparato. Va haber miel en

todas partes, ya que lo hice con mucho cuidado.

La elaboración del trapiche, solo tardó dos semanas. En

la finca todo estaba listo y así comenzó la operación de

la nueva empresa. Desde el día que comenzó su

molienda se incrementaron las maldiciones y los

comentarios adversos de su padre. Lo indispuso con los

compradores del producto, argumentando que esa

panela era de mala calidad. A todo esto se sobrepuso

Crescencio; sin reclamaciones y haciendo caso omiso a

esos ataques.

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CAPÍTULO DOCE

En cuatro años de cosechas, Crescencio había

comprado las tierras a los vecinos y poseía más de cien

hectáreas cultivadas de caña de azúcar, además de

doscientas cincuenta que adquirió ese año para ampliar

su empresa, la cual era muy promisoria.

Esta avalancha, había tronchado sus esperanzas. La

nueva situación no lo dejaba vivir tranquilo.

En la tarde salió el sol y sus rayos no quemaban como

en otros días y hasta el cerro llegaba una brisa sutil,

que movía la hierba y las hojas de los escasos árboles,

como recordando que era diciembre, pero, la brisa no

era la de otros años, ahora la desesperanza merodeaba

por la mente de Crescencio. Él no sabía que le acontecía

a la otra mitad de su vida, pues al otro lado del río

quedaba la casa de Adelaida, su otra mujer, algunos de

sus hijos estaban allá y unos de allá estaban acá. Sus

mujeres eran amigas, siempre lo fueron.

-   ¿Qué habrá sido de Adelaida y sus muchachos?

-preguntó Ernestina- Ni como saber de ellos, si

nosotros estamos igual de incomunicados.

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-   Voy a ver si invento una canoa y embalso, para

ver qué pasó -comentó Crescencio-.

Adecuó su balsa con una canoa vieja de aparar la miel

del trapiche. Antes de anochecer llegó una paloma

volando y trajo en su pico una flor de Trinitaria, que

solo había en la casa de Adelaida. La llegada de la

paloma fue una prueba que les mostró que la avalancha

no había subido hasta el cerro de las Minas, donde

residía el resto de la familia de Crescencio. La travesía la

aplazó para el día siguiente porque muy pronto se hizo

de noche. Mañana indagaría sobre lo ocurrido.

Al siguiente día bien temprano, mucha gente de los

alrededores de Campo Florido, llegó vuelta del cerro

Majagüita, en busca de información sobre sus parientes

que vivían el la serranía. El río había bajado en más de

la mitad su caudal, ya no traía árboles ni piedras; solo

corrían las aguas turbias como de panela. Crescencio

remolcó con sus hijos su balsa y atravesaron el nuevo

cauce del río que se había reubicado a tres kilómetros

de donde antes recorría. Resbalando todos llenos de

lodo llegaron al otro lado donde moraba su otro hogar.

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En la casa del otro lado del río, todos estaban sanos y

salvos. Adelaida preguntó:

-   ¿Qué pasó allá? Nosotros no hallábamos que

pensar, el desespero nos angustiaba; pero, nada

podíamos hacer.

En la travesía, vieron el siniestro ocasionado por la

avalancha. Las piedras grandes, las más pequeñas, la

arena, los palos, los animales muertos, utensilios de

cocina, sacos de café, racimos de guineos, taburetes,

ropa y cada cosa quedó en su lugar. Ellos observaron

todo cuanto veían y nada era conocido.

Allí presenciaron la llegada de Epaminondas Noriega con

su familia. Éste relató el drama que había vivido. Refirió

que una semana antes había soñado lo sucedido y

entonces fabricó una barca en donde entraron todos los

de su casa. Relató que en el recorrido les tocó superar

muchos peligros, varias veces se atascó la embarcación

y estuvo a punto de naufragar, pero todas esas

dificultades las superaron.

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A los dos días se intensificó la búsqueda aguas abajo,

por parte de cientos de personas que hacían las veces de

socorristas.

Cuando calentó el sol, los gallinazos fueron guiando a

los exploradores. Fue así como Crescencio reconoció los

cuerpos de algunos de sus animales. En la tarde, varios

kilómetros abajo en una palizada, encontraron el

cadáver de un hombre al cual consumían los gallinazos.

Se fueron amontonando los buscadores y con mucha

dificultad lograron identificarlo, estaba hinchado y

muchas contusiones por todo el cuerpo.

Continuaron con la búsqueda y al finalizar el día,

encontraron a cuatro infortunados hombres quienes

perdieron la vida en circunstancias de angustia y

desespero ante un ataque de la madre naturaleza. Quien

sabe si tenían alguna deuda pendiente con ésta y ese

día pagaron con sus vidas.

Cuando pasaron los días y todo volvió a la calma,

Crescencio fue entristeciendo, la comida se escaseó y la

vida se hizo más dificultosa. Una mañana de enero

emprendió un viaje lejos de Campo Florido. En Corral de

Piedras, consiguió trabajar en una estancia, allí realizó

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todos las labores que había aprendido y ejecutado

durante su vida. Así obtenía el sustento para su familia

y pagar las obligaciones contraídas antes del turbión. De

allá venía los sábados por la tarde y se iba el lunes por

la madrugada. En su burro negro de hocico y orejas

blancas, hacía el recorrido de muchos kilómetros. Al

cabo de cuatro años canceló la obligación contraída

antes de la avalancha.

Durante el tiempo que Crescencio cumplía con sus

responsabilidades, sus mujeres y sus hijos, cultivaron

de nuevo otra roza en el playón que les dejó la

avalancha y a los pocos meses, comenzaron a consumir

lo que en ella producían; sembraron plátano, yuca, ají,

tomate, fríjol, auyama, patilla, hortalizas, y todo lo que

les servía para el sostén de la familia. Crescencio no

descansaba ni los domingos; ese día laboraba con sus

hijos desde el advenimiento del sol hasta su ocaso.

Cuando concluyó el quinto año de su desgracia, de

regreso a casa a su familia le contó:

-   A la finca en donde yo trabajaba llegó, un indio de

la Sierra Nevada de Santa Marta, en las manos

me leyó la suerte. Me explicó que lo sucedido con

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la avalancha, era una maldición ancestral que

había pronunciado un cura, quien vivió en esa

región en el siglo pasado, y unos habitantes de

aquí, consumaron un robo al tesoro que poseía y

por poco lo asesinan. Al tiempo de marcharse de

estas tierras, profirió su maldición y ahora cien

años después se produjo tal reprensión. También

me dijo que abandonara éstas tierras, que habían

quedado malditas hasta el fin de los tiempos.

La información y consejos del indio, formaron en

Crescencio, la conciencia de abandonar la tierra que lo

vio crecer. Él creía que su futuro estaba en otra parte.

Con fe, planeó su nueva vida.

Pensó que alejándose de estas tierras, conseguiría

realizar su proyecto de vida que había soñado. Junto con

Ernestina, ideó marcharse hacia Chancleta, a orillas de

Cerro Grande; en donde ella había dejado su fortuna

desde cuando se unió con Crescencio.

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CAPÍTULO TRECE

El primer día del año nuevo, Crescencio se levantó en la

madrugada. Cuando salió al patio vio a un ángel al cual

le resplandecía la ropa, era un blanco brillante y no

pisaba el suelo, suspendido en levitación, le dijo:

-   El padre me envió a comunicarte, tú viaje de estas

tierras y que más allá de Cerro Grande te

ubicarás. Allí será tu nueva vida, en donde

progresarás como anhelas.

Cuando amaneció se reunió con sus dos señoras e hijos,

a los cuales comentó lo sucedido y les dijo:

-   Nos vamos para otras tierras donde está nuestro

futuro.

Ernestina estuvo de acuerdo, pero Adelaida se opuso

con decisión firme, argumentando que su mamá la

había dejado en Campo Florido y ahí mismo se quedaría

hasta la muerte.

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Luego de largas deliberaciones no pudo convencer a

Adelaida, por lo cual decidió incursionar con sus hijos.

Entonces dijo:

-   Ernestina, alístame el equipaje, porque después de

los santos reyes, me iré con mis hijos a buscar

nuevos horizontes.

-   Anda y exploras en Chancleta -dijo Ernestina–

Allá después del cerro Grande, donde aún viven

algunos de mis parientes, les preguntas cuáles son

las tierras que me pertenecen y decide si ahí nos

podemos ubicarnos.

Sus mujeres le prepararon los tabacos suficientes para

tres meses, empacaron maíz, sal, panela, café y demás

comestibles para la excursión y la ropa que completaba

su equipaje.

Crescencio emprendió el viaje en la madrugada del diez

de enero. Viajó hacia Chancleta, unas tierras baldías e

inexploradas, de donde era nativa Ernestina. Cuando

amaneció ya iba lejos en compañía de Gumersindo y

César, sus hijos, ya Evaristo se había casado, y vivía

lejos de allí. Cesar, Cecilio y José Francisco, habían

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muerto; el primero a causa de la mordedura de una

culebra y el segundo de un mareo. El primer día del

viaje, recorrieron la mitad del camino. El sol se había

ocultado cuando llegaron al Descanso. Acamparon en

casa de José María Asís, un familiar de su papá. Allí

conversaron hasta tarde. La luna salió acompañada de

muchísimas estrellas. La noche parecía el día, por la

claridad que ofrecía la luna. Crescencio se puso a mirar

el cielo y vio la osa mayor, la menor, los tres reyes, las

tres marías, cuando fijó su mirada en las cabrillas, las

contó y no pudo saber cuántas había; eran muchas y

luego observó que dejaban caer su luz como lágrimas y

se ponían más brillantes. Un meteorito atravesó el cielo

dejando una nube de candela, como nunca él había

visto.

Se acostaron, pero Crescencio no concilió el sueño, toda

la noche pasó pensando en todo lo vivido hasta ahora.

Recordó lo que le dijo su padre después del ciclón:

-   Esta desgracia que nos trajo el río, es por culpa

tuya. Tú nunca serás independiente, y si lo

intentas, siempre fracasarás.

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Cuando Crescencio recordaba estas palabras, no lo

dejaban tranquilo, las interpretaba como una maldición.

Esa noche le robaron la tranquilidad. Regresaba sus

pensamientos hasta lo más antiguo de sus recuerdos y

no entendía porqué su padre le tenía esa animadversión;

todo lo que él hacía a este le parecía mal. No entendía el

comportamiento de su padre para con él y pensaba, que

a sus hijos les daría todo lo que a él le negaba el suyo.

Entonces pensó que seguiría adelante, nada lo

detendría, porque si la naturaleza se le oponía, lucharía

contra ella.

Cantaron por primera vez los gallos y continuaba sin

dormir. Crescencio pensó que aun era media noche. A la

tercera vez que cantaron se levantó y con sus hijos,

dispuso la partida. Mientras los gallos hicieron una

pausa, siguió recordando otros pasajes de su vida.

Recordó lo que un día le dijo su madre:

-   Hijo, apártate de tu padre y funda tu propia

estancia lejos de él, porque aquí no serás nadie.

Tus hijos ya están creciendo, entonces bríndales

un mejor porvenir, pero esto lo harás después que

yo muera. Tu padre siempre te ha tenido mala

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voluntad, sus predilecciones son con Eulogio y tú

eres el esclavo. No le cuentes a nadie esto, que

esto me está acabando en vida.

Los gallos volvieron a cantar. Eran las dos de la

madrugada. Uno de los burros rebuznó, a pocos

minutos otro también lo hizo. Crescencio volvió a pensar

– dentro de un rato si nos vamos-. Ahora estaba alegre,

porque una vez más complacía a su madre, no obstante

que ella estuviera muerta. Desde el cielo Natalia, le

seguía iluminando su destino. Él imaginaba que desde

el más allá, sus consejos serían precisos y que ahora no

pasaría lo mismo que al lado de la tierra y las personas

que lo vieron nacer.

Cuando los gallos cantaron de nuevo, saltó del

chinchorro y en silencio, para no despertar a los dueños

de la casa, tocó a sus hijos uno por uno:

-   Vamos, levántense que nos coge el día y el camino

es largo.

Abrió la puerta y salió al patio. Tras él, sus hijos

caminaban afanados, para continuar el viaje que

muchas ilusiones les traía, igual cuando se fueron de la

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casa del abuelo. Cuando ensillaban los animales, salió

de la cocina Julia Puche, la esposa del tío José María

Asís, y le dijo:

-   Crescencio, toma estas arepas, para que coman en

el camino, porque no se sabe cuánto tiempo

retarden en llegar.

Salieron antes que amaneciera. Cuando el sol apareció

ya habían dejado atrás al Cerro Grande. Al medio día

pasaron por Patillal, una nueva aldea en cercanías al río

Ranchería. Allí descansaron un rato y saludaron a unos

parientes que poblaban ese territorio.

El sol empezaba a ponerse cuando llegaron a Chancleta.

A su encuentro salieron los tíos de Ernestina. Les dieron

la bienvenida, ayudaron a descargar los animales.

Crescencio le dijo a Gregorio Carrillo:

-   Ernestina me mandó para ver si dejaban que

cosecháramos junto a ustedes.

-   No señor, no solo cosecharán, si no que haremos

entrega de las tierras que dejó su padre. Mañana

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mismo conocerán y empezarán a ocupar sus

posesiones.

-   El Ciclón nos dejó en la ruina. Hemos pasado

muchos trabajos –dijo Crescencio-

Desde que amaneció, caminaron y recibieron las tierras

de Ernestina. En poco tiempo Crescencio con sus hijos,

iniciaron una socola de varias hectáreas, para sembrar

en primavera. Después del veintidós de marzo,

comenzaron las primeras lluvias, entonces sembraron

maíz, yuca, fríjoles, patilla, tomate y auyama.

Trabajaban como esclavos desde que el sol aparecía

hasta cuando se ocultaba.

Ese año la Semana Santa se celebró a mediados de

abril. Crescencio con sus hijos emprendieron viaje de

regreso a Campo Florido en busca del resto de la familia.

Adelaida se resistió a mudarse a Chancleta, pero,

Ernestina se fue para acompañar a su cónyuge. Ya

María había muerto antes del ciclón.

Después de la semana mayor Crescencio se estableció

en forma definitiva en Chancleta. Sus cultivos que había

sembrado, prosperaban sin dificultades, las lluvias

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caían con frecuencia y todo marchaba bien. Con los

excedentes de la cosecha, compró vacas, cabras y

ovejas. En pocos años el progreso aumentó en todas las

actividades agropecuarias que ellos emprendían. Con el

tabaco que Crescencio cultivaba, Ernestina elaboraba

las calillas que siempre consumía.

Ernestina tuvo un sueño en el que se reveló el futuro de

la familia. Ella soñó que viajaba a pie con Crescencio,

Cecilio y José Francisco, sus hijos, quienes habían

fallecido hacía muchos años. Se marchaban sin ningún

equipaje. En el camino encontraron a unos hombres

realizando excavaciones, en las profundidades se

alcanzaban a ver hombres extrayendo unas piedras

negras. Ella preguntó a los desconocidos:

-   ¿Qué es eso que sacan allá abajo?

-   Oro negro, señora -le contestó uno de los señores-

No pregunte más que está prohibido informar

sobre este asunto.

Cuando pasaron por el pueblo en el viaje hacia

Barranquilla al tratamiento de la enfermedad de

Crescencio, Ernestina aprovechó y llegó adonde Perfecta

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Hernández, para indagar sobre su sueño. No encontró a

la vidente, pero, la atendió Raquel, una hija de esta,

quien le informó que ese sueño era complejo. Tenía

varios significados: primero ellos abandonarían por

completo a sus tierras; segundo sufrirían la pérdida de

un familiar muy querido; se acercaba la explotación del

carbón, origen de la destrucción de este pueblo.

En Chancleta vivieron durante veinte años, hasta que

regresaron a Capo Florido, cuando le apareció esa

enfermedad en la lengua que lo llevó al cementerio.

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CAPÍTULO CATORCE

Adelaida y su nieto estaban sentados bajo las sombras

del caracolí, conversando como siempre. Esa tarde de

septiembre era triste. El cielo estaba lleno de nubes

grises, el ambiente era agitado por una brisa seca y

apacible. Cada día que la abuela y el nieto se colocaban

a dialogar, el entorno se ponía melancólico.

-   Esta tarde me recuerda aquella del Año Nuevo,

cuando sepultaron a mí compadre Salvador Ortiz,

cinco años después de tu viaje.

Salvador Ortiz había preparado su funeral. Esa mañana

navideña cuando se reunieron en el patio de su casa,

llegaban como ráfagas, brisas de diciembre, las cuales

movían las hojas de los árboles en un vaivén incierto,

pero, sí eran ciertas las palabras que recitaba Salvador

Ortiz, con la calma que lo caracterizaba. Estaba sentado

en una poltrona que le habían enviado de España, para

que descansara sus últimos días de su vida. Faltaban

diez días exactos para morir, cuando reunió al

Sacerdote, al Alcalde, al Notario y a otras personas

distinguidas. Mientras Salvador Ortiz hablaba, el

notario escribía a manuscrito con mucha atención todo

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lo que decía. En su testamento no repartió bienes raíces

cuantiosos, lo primero en decir fue que sus libros, en

donde estaba consignada su sabiduría, fuesen

guardados en la iglesia, y, dentro de veinticinco años

cuando regresara de estudiar José Agustín, su ahijado y

nieto de Adelaida Marulanda, se los entregaran, porque

ese sería su sucesor. Después de una pausa se dirigió a

Mercedes, su esposa, diciéndole:

-   Oye Mercedes, prepárate para la muerte de tu hijo.

Muerto yo, Juan Salvador no dura tres meses

vivos. Esta muerte cambiará todo. Se perderán

muchas vidas y capitales.

-   Alcalde, haga lo posible por evitar los conflictos

entre sus gobernados. Su intervención será

fundamental, para que se mantenga el orden y el

respeto en los habitantes de Campo Florido.

Mercedes se asustó, pero disimuló, para que no

comprendieran su asombro, ella le tenía miedo a las

predicciones de Salvador Ortiz, – Pensó – Qué sería de

ella sin su esposo y su hijo; eran lo que más adoraba en

el mundo, y su único respaldo.

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Se dirigió otra vez al Alcalde:

-   Señor Alcalde, éste pueblo crecerá muchísimo, el

carbón será explotado y el progreso se trasladará

hacia acá. Eduque a sus paisanos para que no se

queden por debajo de los foráneos, fortalezca las

escuelas de José Agustín, Gabriel y Remedios

Solano y así serán los propios quienes dirijan los

destinos de su tierra. No espere que gente de otra

parte lo haga.

El sol avanzaba su recorrido y las brisas frescas, suaves

y agradables de esa época del año, no abandonaban el

lugar. Cuando Salvador Ortiz retomó la palabra y habló

de su funeral; anunció que sería el día más bonito del

año, además la historia de Campo Florido a partir de su

muerte cambiaría muchísimo. Señalando con el dedo

índice y los demás empuñados, al notario le dijo:

-   Tu hijo, el profesor, recitará un discurso, en donde

haga un recuento de los pormenores de mi servicio

a la humanidad.

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Osvaldo Mejía Marulanda

Por último miró a Santander Iguarán, el dirigente más

sobresaliente que había tenido esta región, en toda su

historia. A éste también le expresó:

-   Tú también hablarás en mi entierro; improvisa

como lo haces en tus discursos políticos.

Salvador ese año había cumplido cien años de edad, era

de baja estatura, el pelo liso y blanco, el bigote y las

barbas largas como las de un cura capuchino; vestía de

blanco de pies a cabeza, igual que los médicos de su

época.

Siempre se comentaba que una mañana primaveral,

Salvador Ortiz caminaba solitario por los potreros de la

finca de su madre, cuando se le apareció un anciano

vestido de blanco, quien le entregó un papel, en el cual

estaba impresa la dirección de la universidad

Salamanca en España, además le dijo:

-   Escribe allá, para que te envíen libros y así

estudies, porque has sido escogido por Dios, para

que cures a los enfermos de tu tierra.

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Después de esta corta entrevista, el hombre desapareció

en un instante, nada de esto le produjo miedo. Regresó

a casa contándole a Teodora, su madre, lo acaecido.

Ella le comentó que ese era un enviado de Dios y apoyó

a su hijo en el envío de las comunicaciones que se

producían una vez al año, debido a que el correo

funcionaba en burro. Hacía el recorrido desde Riohacha

atravesando toda la península, luego pasaba por

Valledupar, y, de pueblo en pueblo recogía las cartas

hasta llegar a Santa Marta, donde las enviaban en

barcos de velas.

Transcurrieron veinte años para que Salvador alcanzara

la sabiduría que empezaría a poner en práctica, hasta

convertirse en el salvador de todos.

La primera curación que hizo fue a Juana Solano, la

madre de Samuel, pocos años antes de casarse con

Severino, su cuñado. Ella había sido tratada por los

galenos de fama de la región quienes le descartaron

posibilidades de vida. Desahuciada por los médicos, la

trajeron a morir a su casa. Un día como a las cinco de la

mañana, Salvador Ortiz, escuchó una voz, que le dijo:

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-   Salvador, anda donde Juana Solano y sálvala,

éste es el momento indicado, para que conozcan tu

sabiduría. Cerca de la casa de ella hay un árbol

de Aceite María, a mano derecha por donde sale el

sol, escarba la primera capa de tierra y fabrica

una pelota de barro mojado; haces una almohada

y sobre ésta, colócale la cabeza. Con eso sanará.

Tal cual como Salvador hizo, al siguiente día Juana

recobró el conocimiento que hacía un mes había

perdido; se sabía que estaba viva por movimiento del

vientre. A los siete días caminaba como antes lo hacía.

Desde ese momento Salvador se convirtió en el

verdadero salvador de todos los que se enfermaban en la

región de Campo Florido. Hizo infinitas curaciones que

fueron consideradas, como milagros.

En una ocasión Teodoro Hernández le estaban

esperando la hora en que muriera, ya que varios

médicos lo habían desahuciado. Alguien dijo:

-   ¡Busquen a Salvador Ortiz, que si él no lo cura, no

lo hará nadie!

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Hubo muchas personas que se oponían, diciendo que él

no era médico, en verdad él era un botánico, único en

su especie. A salvador, le llegaban cajas de medicinas y

componentes químicos, los cuales combinaba, hasta

lograr sus propios remedios y además les colocaba

nombres muy específicos. Dijeron también, que si los

que habían ido a las universidades, no habían curado;

ahora Salvador que no sabía nada, iba a curarlo.

Cuando, fueron a buscarlo, Mercedes, su esposa, tuvo

que rogarle para que accediera ir. Ya Salvador sabía la

polémica que había suscitado la mención de su nombre,

como posible salvador. Se dirigió hasta ese lugar. Al

verlo llegar, murmuraban los presentes con ironía por

su presencia. Salvador comprendió lo que sucedía, se

arrodilló y exclamó:

-   Padre, préstamele la vida a este paciente por un

año más, para así probarle a estos incrédulos, que

tu y yo lo salvaremos.

Entró al cuarto donde lo tenían, lo llamó por su nombre:

-   ¡Teodoro, Teodoro!

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Sabían que Teodoro estaba vivo, por el movimiento del

abdomen movido por los pulmones al inhalar y exhalar

el aire. Al tercer llamado contestó y abrió los ojos.

Salvador le dijo:

-   Teodoro, levántate y anda, que ya estás bien.

Teodoro, se levantó como si nada hubiera sufrido

caminó por el patio saludando a todos y agradeciéndoles

su presencia. Los que antes murmuraban estupideces

sobre Salvador Ortiz y sus curaciones, quedaron

atolondrados, al ver lo que había sucedido. Salvador

Ortiz se despidió con cariño, como siempre lo hacía,

deseándoles mejores días a los presentes.

Pasaron los meses y todos habían olvidado lo sucedido

ese día. Un año después, a la misma hora en que

Teodoro había resucitado, murió, en forma instantánea

y sin dar señales de ninguna molestia. Desde ese

momento la gente temía imprecar contra Salvador Ortiz.

Más se aferraban a creer que él era el salvador de todos

los enfermos.

Mucho tiempo después, Salvador Ortiz se enfermó y

nada de lo que tomaba lo mejoraba. Luego de mucha

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insistencia de Mercedes y Juan Salvador, quienes lo

animaban para viajar a Santa Marta, para que lo tratara

el doctor Antonio Díaz Ballesteros, el médico de mayor

fama en toda la antigua gobernación. Salvador Ortiz

aceptó para complacerlos, pero él sabía que solo irían a

pasear. Su mal no tenía salvación; eran los años, ya

eran noventa y cinco que había cumplido. Sabía que

Mercedes se moría por conocer otras tierras. Ella

aprovechó el viaje para muchas cosas: Viajó en carro,

que poco antes habían comenzado a llegar a ésta

olvidada provincia de Padilla, conoció y anduvo en tren.

Cuando terminaron la visita donde el doctor Antonio

Díaz Ballesteros, quien realizó todos los exámenes del

caso, en secreto a sus familiares, les dijo:

-   Salvador no tardará mucho tiempo en morir, que

ya los años no lo dejan recuperarse, él es un caso

perdido, sus órganos ya cumplieron su ciclo de

vida, se está muriendo de viejo.

Al salir del consultorio del médico, ya para despedirse,

Salvador Ortiz le dijo:

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-   Doctor Díaz Ballesteros, yo se que me voy a morir,

pero le aseguro, que usted muere primero que yo.

El Doctor Díaz Ballesteros, sin conocer los poderes ni la

fama de Salvador, se echó a reír aprobándole sus

palabras. Creía que eran cosas de anciano.

En los días siguientes de la consulta de Salvador Ortiz,

el doctor Díaz Ballesteros, quedó muy preocupado. Muy

pronto enfermó de gravedad. Pensaba mucho en

Salvador Ortiz, quería verlo de nuevo, pero fue

imposible. A los dos meses de la consulta de Salvador,

circuló la noticia por todas partes, que el doctor Antonio

Díaz Ballesteros, había muerto.

Después de la muerte del Doctor Antonio Díaz

Ballesteros, Salvador Ortiz vivió cinco años más; como

para probar, que Salvador moriría el día que Dios lo

necesitara.

A la última persona a quien trató Salvador Ortiz un mes

antes de morir, fue a Samuel; quien se gravó de muerte.

Lo llevaron hasta la casa de Salvador Ortiz para hacerle

el tratamiento, pues éste ya no podía salir. Lo atendió

con mucho esmero, a pesar de la edad y los malestares

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que, hacían seis meses padecía. Le formulaba una cosa

y otra, y su paciente no mejoraba. Una tarde cuando el

sol se ocultaba, salió al patio y a Dios se dirigió:

-   ¿Qué sucede, si ya no puedo curar como antes lo

hacía?

Escuchó la misma voz de siempre, que le dijo:

-   A Samuel es el último a quien vas a curar.

Recuerda que él es hijo de la primera persona a la

cual salvaste. Él es tu ahijado querido; y él mismo

te pagará con la moneda que paga el diablo. Estas

palabras no las comprendes, divúlgalas, solo

después de tu muerte la humanidad las

comprenderá.

Samuel, era el hijo mayor de Juana Solano. Lo

bautizaron Salvador Ortiz y Mercedes Asís. Los habían

colocado como padrinos; para agradecerle a Salvador

Ortiz el favor de haberla salvado, además Mercedes Asís

era hermana de Severino Asís, el esposo de Juana.

Ese día, como de costumbre, Mercedes se levantó muy

temprano, la noche anterior poco había dormido, debido

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al bullicio de la gente celebrando la llegada de un nuevo

año. Ella destapó a Salvador, quien siempre dormía

arropado de pies a cabeza. Mercedes quedó confundida

cuando observó que su esposo estaba convertido en una

estatua de yeso; ya no era el mismo, igual a un santo,

yacía con los ojos abiertos. Ella en silencio, trasladó el

ataúd que hacía muchos años tenían guardado para

ésta ocasión. Sola sacó fuerzas de donde no tenía, lo

alistó, lo introdujo en el ataúd y luego avisó al

vecindario sobre la funesta noticia.

En la tarde cuando llegaron al cementerio, el ambiente

estaba triste como nunca. La alegría de otros años se

había perdido, éste no había traído la prosperidad que

todo el mundo siempre desea a la llegada del nuevo año.

En Campo Florido había sucedido lo peor para sus

habitantes. En el cielo eran notables nubes grisáceas

matizándolo con figuras indescifrables; parecían

montañas, palmeras, flores y figuras humanas; a las

cuales el sol hería en forma tenue. El arrebol de ese día

era el más triste del que se tuviera recuerdo. El paisaje

melancólico, complementaba el estado de ánimo de los

presentes, quienes se habían congregado, para darle el

último adiós a Salvador Ortiz, el médico del pueblo.

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Así como Salvador Ortiz había preparado su funeral, se

hizo. Antes de enterrarlo, Octavio Solano y Santander

Iguarán, recitaron sus largos discursos, haciendo

honores a la vida y la obra de Salvador Ortiz. Esas

sentidas y penetrantes palabras, se anidaron en los

corazones de los presentes que luego de formarles un

nudo en las gargantas, hacían rodar lágrimas por sus

mejillas. Todo el pueblo lloraba a su salvador.

El sol también había dejado solo a Campo Florido, en el

firmamento solo quedaban las nubes rojizas y sin

movimiento, el arrebol de esa tarde fue distinto; sobre

todo, más triste que nunca. Toda la gente salió

silenciosa del cementerio. Terminaban de enterrar al

salvador del pueblo, ahora que más nunca salvaría a

nadie, era cuando más reconocían su obra. Había sido

la más santa de la cual se tuviera noticia en la región

del Cerro Grande, después de Jesucristo y Bartolomé

Almenárez. No cobraba un solo peso; hasta regalaba las

medicinas. Fue como dijera Santander Iguarán

terminando su discurso, cuando dijo:

-   A Campo Florido le vienen tiempos difíciles,

recuerden lo que hoy digo, la partida de Salvador

Ortiz, es el comienzo del fin...

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CAPÍTULO QUINCE

Cada día que pasaba, Adelaida narraba nuevos detalles

de historia de la familia. Esa mañana amaneció

lloviendo, entonces conversaron sin salir al patio,

sentados en unos taburetes, tapizados con cuero de

chivo.

-   Hijo este fue el comienzo de una historia muy triste

en la familia.

La desgracia comenzó aquella tarde tranquila de febrero,

en la que solo se oía el canto perdido de las torcazas y el

chillido de las chicharras, despidiendo el día. Juan

Salvador se presentó ante Samuel para reclamarle que

el ganado de éste se había pasado a sus predios

comiéndose cinco hectáreas, cosa que no era la primera

vez que sucedía. Samuel prestó poca atención al asunto:

-   Yo no tengo culpa que sus lienzos estén en mal

estado, los animales no saben que esas tierras son

suyas. Haga lo que quiera, vaya al carajo con sus

groserías.

-   Bueno, yo sabré qué hacer.

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En forma súbita callaron las aves y chicharras. El

repentino silencio fue roto por las altas voces y palabras

desafiantes que se cruzaron los primos, originadas por

la actitud indiferente de Samuel. A lo lejos se veía el sol

de los conejos, despidiéndose y llenando el cielo con

extraños matices. Dicen que el color del sol de estos

pueblos es cada día diferente y que cada color presagia

su destino.

Como Samuel no hizo caso, se mostró desatento, Juan

Salvador manifestó:

-   ¡Bueno, yo sabré como me desquito!

El toro reproductor de Samuel, era cebú puro y se lo

había obsequiado un compadre, para que mejorara la

raza de su rebaño, en la mañana apareció castrado.

Samuel consideró que este acto era obra de su primo y

expresó:

-   Con este clavo no me quedo yo, ahora si va a

saber Juan Salvador lo que es un hombre

dispuesto a todo.

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Mercedes, madre de Juan Salvador y Édita Fonseca, su

esposa, tenían seguridad que Juan Salvador no había

sido el autor de la castración del toro. Él había

recomendado a su madre para que arreglara la situación

con su ahijado. Mercedes se enteró de lo que decía su

ahijado y sobrino Samuel, con quien llegó al acuerdo de

pagarle el animal y que este arreglara las cercas. Éste

aceptó la oferta de su madrina y le dijo:

-   Madrina, no hay problema, se hace como usted

diga.

Juan Salvador se enojó mucho, no aceptando el trato de

su madre, a la cual, en forma displicente le dijo:

-   A mí también me va a pagar los daños, mejor

dicho, según él, en asuntos de hombres no

intervienen las mujeres.

Como consecuencia, Mercedes no cumplió el acuerdo al

cual había llegado con Samuel. Al día siguiente viajó a

Campo Florido, para pedirle a Juan Fonseca, padrino de

Juan Salvador, que intercediera ante su ahijado, al cual

él respetaba muchísimo. La intervención de Juan

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Fonseca fue inútil, porque el ahijado no aceptaba

ninguna sugerencia.

-   Solo muerto yo pagan ese animal.

Cuando Samuel se enteró que Juan Salvador no

aceptaba nada para que todo se arreglara, se disgustó

muchísimo y profirió amenazas contra su primo:

-   Ahora sí consiguió Juan Salvador la horma de su

zapato, se muere, porque se muere.

Estas amenazas llegaron a oídos del aludido, quien por

la madrugada, cuando apenas cantaba el primer gallo.

Se dirigió a un pueblo cercano a Campo Florido en

busca de balas para resolver el asunto de una vez por

todas.

Su madre preocupada, y aprovechando su ausencia,

decidió ir donde Perfecta Hernández, quien predecía el

porvenir, para que le leyera las cartas, con el fin de

conocer el futuro, el cual para Mercedes, auguraba una

tragedia antes de cinco días. Cuando Mercedes regresó a

la casa, entró a su cuarto y encendió cinco velas a San

Antonio, cuya estatua permanecía polvorienta en un

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rincón oscuro de la habitación. La mujer rezó y pidió por

la suerte de su único hijo.

Nunca se supo quien castró al toro y por medios de

quién, cómo, cuándo y porqué, los primos se enteraban

de lo que cada cual decía del otro. Dicen que los montes

tienen ojos y las paredes oídos, también que el diablo

llegó a estos pueblos, junto con los conquistadores y que

aún convive aquí, hasta el fin de los tiempos.

El sol ya se había colocando en el medio del cielo; el

calor era sofocante; las hojas de los árboles estaban

quietas, ya que las brisas veraniegas, hacía un rato,

habían abandonado el lugar.

Al regreso Juan Salvador, llegó a una aldea de Campo

Florido; en donde hacían sus compras los habitantes de

la región. Entró en la tienda, pidió una cerveza y

comenzó a hablar con unos conocidos, quienes le

preguntaron, qué le traía por esos lugares, a lo cual

respondió en voz alta:

-   Fui al pueblo a comprar tiros, para matar a

Samuel.

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Saúl, hijo de Samuel, estaba allí mismo haciendo

compras. Cuando Juan Salvador vio al niño, parece que

le hubieran dado cuerda, siguió hablando rabioso.

-   No me importa que ese muchacho esté aquí. Si

quiere que se lo diga, porque él está resuelto a

matarme, entonces vamos a ver a quién le cae la

cruz primero.

Saúl al escuchar esas palabras, salió con rapidez y

corrió desesperado durante una hora, hasta llegar al

rancho de sus padres. Samuel al verlo tan agitado,

pálido, con los labios morados y la lengua afuera de la

boca, le preguntó:

-   ¿Hijo y qué te ha sucedido?

El niño con un nudo en la garganta y dificultoso para

hablar, llorando le contó el motivo de sus tribulaciones.

-   Papá, mi tío Juan Salvador, ahora mismo dijo que

lo va a matar a usted, está bebiendo en Campo

Alegre y tiene mucha rabia.

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Samuel alistó su revólver, pensando, que guerra avisada

no mata soldado, salió con rabia expresó:

-   Hoy se acaba esta vaina, me lleva él o me lo llevo

yo.

Al observarlo, María del Carmen, le preguntó:

-   ¿Qué vas hacer?

Samuel no respondió y callado se marchó. Su esposa lo

miró y vio cómo se perdía en la lejanía, mientras ella

murmuraba una mezcla de oraciones y conjuros, y rogó

al Dios de su monte, que librara de todo mal a su

marido.

A María del Carmen, le preocupaba muchísimo la

situación, porque ella era prima de Samuel y de Juan

Salvador; Carmen, su madre, era hermana de Severino y

de Mercedes.

Samuel preparó una emboscada al lado del camino por

donde pasaría Juan Salvador. El corazón le palpitaba

como un trueno dentro de su pecho; el sudor bañaba su

cara y sus manos. Se escondió detrás de un árbol de

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caracolí y respiró hondo, para apaciguar sus nervios.

Escuchó el tintineo de unas espuelas. Era Juan

Salvador, quien se acercaba confiado, igual que un toro

cuando es llevado a la plaza, para una corrida; él

ignoraba lo que a pocos metros le esperaba. El caballo,

inquieto, sacudía la cabeza. Este movimiento junto con

el paso de camino, hacía sonar el freno que traía entre

sus dientes. De repente dio un relincho, parándose en

dos patas. Juan Salvador quien venía distraído, de

repente impulsado por los instintos, alzó su cabeza,

para observar la posición de las orejas del caballo y

hacia allí dirigió su mirada.

Samuel, emboscado, contenía la respiración con la

espalda pegada al árbol; ahora el sudor, bañaba todo su

cuerpo; sus ojos luminosos brillaban cual los de una

fiera en asecho. Se Adelantó decidido con el revólver en

mano y se atravesó en medio del camino. En ese

momento todo fue extraño, las cosas ocurrieron en

fracciones de segundos. Juan Salvador, al ver a Samuel,

se angustió muchísimo y su instinto de conservación lo

hizo reaccionar; desesperado, trató de sacar el revólver,

que traía en la mochila, amarrada en la cabeza de la

silla. Ese movimiento le indicó a Samuel, que habían

llegado los últimos momentos para uno de los dos, y

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quien tuviera más habilidad y suerte podría seguir

viviendo. Disparó haciendo blanco en el cuerpo de su

víctima, quien cayó del caballo. De esa forma, Juan

Salvador había quedado desarmado. Entonces sin

pronunciar una palabra, con el ceño fruncido, fijó su

mirada en los ojos de Samuel. Una extraña brisa,

sacudió en ese momento las hojas de los árboles,

produciendo un sonido pavoroso que parecía reproducir

el eco del disparo. Samuel observó en la mirada de Juan

Salvador, una profunda tristeza, su mente, por un

momento, quedó en blanco. Entonces vio a Juan

Salvador, cuando en una ocasión estando niño, éste se

cayó del mismo caballo, cuando lo amansaban. Fue

Samuel, quien le avisó a Mercedes, del accidente de su

hijo, que lo mantuvo varios días entre la vida y la

muerte, cosa por la cual, ella siempre lo sobreprotegía,

para que nada le sucediera. Recordó, que Mercedes era

tía y madrina de él, que Juana Solano, su madre,

cuando señorita, había sido curada por Salvador Ortiz,

padre de Juan Salvador, al igual que a él, hacía tres

meses. Samuel ya estaba poseído por la sed de sangre.

No lo dudó. Con ímpetu descargó el resto de sus tiros en

el cuerpo de su primo. Había matado a su propia

sangre.

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Cuando Samuel iba huyendo, - pensó - ahora quién le

avisaría a su madrina, sobre la muerte de su hijo; ésta

vez si había muerto para siempre.

Samuel seguía corriendo por el monte, cuando escuchó

una voz que le dijo:

-   ¿Dónde está Juan Salvador, tu primo?

Samuel asustado se paró y mirando al cielo respondió:

-   No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi primo?

Y la misma voz, le contestó:

-   ¿Samuel, qué has hecho? La voz de la sangre de

tu primo, clama a mí desde la tierra.

-   Ahora, pues, maldito seas con toda tu familia,

serás errante y forastero en la tierra donde vayas.

. . . .

En el rincón de San Antonio, las velas no se habían

acabado todavía, cuando llegó el caballo ensangrentado.

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Mercedes, bañada en sudor por la elevadísima

temperatura que hacía alrededor de la estatua del santo,

acababa de abandonar el cuarto. Cerca del patio de la

casa vio al caballo venir al trote, solo, con la cabeza

gacha y las orejas caídas. Comprendió la desgracia de

su hijo. Se arrodilló, alzó los brazos y profirió a gritos su

maldición:

-   ¡Ay hijo mío! Te mataron, te mataron. Ya yo lo

sabía. Pero, el maldito de tu asesino, será un

infeliz toda la vida y morirá algún día como un

perro y su cuerpo se pudrirá antes que lo

encuentren.

La muerte de Juan Salvador ocurrió en el camino de Río

dulce. Después del levantamiento de cadáver, lo llevaron

a Campo Florido en donde realizaron el entierro en la

tarde del siguiente día. El velorio fue muy concurrido,

llegaron personas de toda la región. Curría, su primo,

vino con una multitud de indígenas, que portaban

armas de distintas clases, para la venganza, pero, se

encontró con la sorpresa; que el asesino había sido

Samuel Asís, su primo, entonces con sus compañeros

comentó:

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-   Después del entierro, nos vamos, porque, “Tigre no

come tigre”

Momentos previos al entierro del féretro, en un hoyo de

tres metros de profundidad, apareció una indígena,

quien vestía una manta negra y la cara tapada, ella le

metió unos pollos recién nacidos junto con un envoltorio

negro del cual se oían unos chillidos lúgubres; era un

mico. Realizando esta labor fue mordida por el animal

que ocultaba, lo que la hizo expedir un quejido

aterrador. Según las creencias, el mico aceleraría la

muerte del asesino.

Curría había ingerido chirrinche durante toda la noche y

todo el día, entonces cuando regresaron del cementerio

se llamó a su tía Mercedes al patio y en un rincón le

confesó algo en secreto que nadie supo qué le dijo.

En el idioma de su raza dijo:

-   ¡Ounush tayá!

Caridad Fonseca, estaba parada cerca de Mercedes, su

prima, para despedirse de esta y, escuchó lo que dijo

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Curría a su tía. Ella creyó oír, que habría muchos

muertos.

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Osvaldo Mejía Marulanda

CAPÍTULO DIECISÉIS

Después que sepultaron a Juan Salvador, la noche

arropó la tierra dejándola más oscura que otros días.

Los asistentes se alejaron a sus casas. Cuando nadie

esperaba una desgracia, aconteció el incendio a la casa

de Samuel, en donde fallecieron Esperanza y Abel, sus

dos menores hijos. Con estas vidas, había pagado en

pocas horas, su grave error; que le quitó la tranquilidad

a Campo Florido.

Un mes después se presentó otra mala hora que

conmovió a Campo Florido. Estaba cayendo un fuerte

aguacero, y aunque Daniel tenía cubierto su cuerpo por

un plástico, sentía como la humedad de la noche calaba

hasta sus huesos. Desde la mañana y todo el día había

estado amenazando con llover. Las nubes negras de la

tarde, descargaron un aguacero, derramaron sus aguas

sin ininterrupción.

Un caballo desbocado, marchaba a una velocidad

endiablada. Así fue dejando atrás leguas más leguas

hasta cuando llegó al Potrero, hato ganadero de Lorenza

Asís, una prima de Crescencio. En ese lugar, se

levantaban los postes indicativos de los cercanos

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Osvaldo Mejía Marulanda

corrales. El caballo fue a detenerse frente a la enorme

casa central, sumida en la oscuridad. No se oía ningún

ruido que turbara el silencio de la noche. Dando

traspiés, el herido llegó hasta la puerta y débilmente

comenzó a golpearla, mientras decía:

-   ¡Abran por amor a Dios, abran!

-   ¿Quién es? –preguntó una voz femenina-

Daniel Asís, hermano menor de Samuel, era un hombre

de unos treinta años, alto y corpulento. Dueño de un

cabello enrizado, siempre alborotado, era muy

cuidadoso, para su persona, demasiado atildado quizás

en vestir. Tenía fama de mujeriego poseyendo cierta

habilidad en el manejo del revólver.

-   Ábrele Bertilda, que ese es Daniel, el hijo de

Severino y Juana. –dijo Lorenza–

-   ¿Ve y él qué busca por aquí? –preguntó- Si ellos se

fueron lejos de esta región.

-   No sé, pero es él. Corre que está desesperado.

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Osvaldo Mejía Marulanda

Cuando abrieron, lo encontraron que había caído del

caballo, lleno de sangre; no daba para moverse.

-   ¡Estoy herido! Sálvenme. –suplicaba Daniel-

-   ¿Quién te hizo esto? – preguntó Lorenza -

-   No sé quién, pero, nos tirotearon en el pase de

Boquerón, yo nada más vi la candela de las armas

cuando disparaban, entonces azoté al caballo y,

este me respondió. Corrió hasta ponerme a salvo.

No se cual sería la suerte de Manuel, yo creo que

lo mataron, él cayó de su caballo, fue la última vez

que lo vi. Esos son unos cobardes, porqué no se

enfrentan como los hombres guapos.

-   ¿A quién te refieres si no los mirasteis bien?

Ese es el indio cobarde, que le prometió a la tía, que

habría muchos muertos a consecuencia del dolor

que ella soportaba. Una persona que estaba cerca,

oyó cuando le expresó esas palabras. Pero, si yo me

salvo de esta, van a ver esos indios quienes somos

nosotros.

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Allí le cocinaron una infusión de toronjil y flor de

muertos, con bastante azúcar. Tomó muy rápido la

bebida, pero, había perdido mucha sangre. Seguía

sangrando, mientras le mandó una razón a Samuel.

-   Si yo muero, díganle a Samuel que siga con la

venganza, que no se quede con este clavo.

No terminó de pronunciar muy bien las palabras cuando

falleció desangrado. Ya no tenía fuerzas, cuando miraba

a todas partes, dejó caer la cabeza hacia delante y su

cuerpo quedó tendido en el suelo.

-   ¿Qué nos hacemos ahora con este muerto? Unos

dirán que nosotros lo matamos, otros que tratamos

de salvarlo. Pobre de nosotros, ya también

entramos en la guerra.

Dos años después de la muerte de Juan Salvador, en

plena Semana Santa; una tarde primaveral de finales

de marzo y cuando el sol estaba ocultándose, se oía el

repique de la caja, en una de las eternas parrandas de

Fulgencio Romero. Estaban jugando Cucurubaca debajo

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de una enramada. Entonces Pablo, pidió al cantinero

una cerveza. Ramiro Hernández, quien estaba cerca,

agarró para él la cerveza y la tomó de un solo sorbo.

-   Sírvame otra cerveza –dijo Pablo-, con paciencia.

Volvió Ramiro y la tomó más rápido que la otra. Todo lo

hacía para que Pablo se enojara. Al mismo instante dijo:

-   Señor cantinero, por favor, sírvame otra. –dijo con

rabia-

La tercera cerveza, Ramiro la derramó en el suelo, soltó

una carcajada y burlándose dijo:

-   Lo que no nos cuesta, hagámoslo fiesta.

Después de esta acción fue entonces cuando Pablo, al

estilo de las películas mejicanas, sin mediar ni una sola

palabra, desenfundó su revólver. Uno tras otro sonaron

unos disparos.

-   Pan, pan, pan, pan, pan, pan.

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Pablo, descargó las seis balas de su arma en el cuerpo

de Ramiro, quien cayó brincando como un pez cuando lo

sacan vivo del agua, y en pocos instantes murió. Rodrigo

Hernández, un hermano de éste, quien estaba detrás de

Pablo, también usó su pistola y dio muerte a Pablo en

fracciones de segundos. Continuaron los disparos, esta

vez cayeron como lluvia al cuerpo de Rodrigo. Pedro,

Marcos, Santiago y otros familiares, habían descargado

sus pistolas; el cuerpo de Rodrigo había quedado como

un colador. Ricardo Hernández, otro hermano de

Ramiro, salió corriendo, y lo alcanzaron las balas que

fueron más rápidas que él. En total resultaron cuatro

muertos en pocos minutos.

Todos los presentes corrieron, cada cual en direcciones

distintas. Pedro, Marcos y Santiago, cargaron el

cadáver de su hermano, llevándolo hasta su casa. Los

otros tres cuerpos fueron recogidos por la autoridad

policial, después de una concertación con quienes les

dieron muerte e iban a quemarlos.

Fulgencio Romero, organizador de la parranda

desapareció y más nunca volvió a Campo Florido. A él le

endilgaban esas muertes, ya que él había organizado la

parranda.

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El dos de febrero en la caseta que amenizaban los

Hermanos Zuleta, Francisco Brito asesinó a Alfonso,

hermano de los gemelos que murieron en manos de él,

sin razón aparente. Pero, Alfonso también lo eliminó,

para que todo quedara esclarecido. El motivo de estas

muertes, era por el asesinato de Juan Salvador Ortiz.

Una noche oscura de febrero; sábado de carnaval,

Bernarda Pérez estaba muy alegre, ella era la reina

central de esas fiestas, y esa noche era la coronación. El

salón del baile, era alumbrado por un motor que

generaba luz. De repente se apagó, lo que hizo que se

formara un desorden. A consecuencia de la falta de la

luz, sonaron unos disparos, como para imponer el

orden, siguieron sonando más disparos. Todos los

asistentes corrieron a esconderse, evitando ser

alcanzados por las balas. Al cabo rato cuando se

restableció el alumbrado, descubrieron a Bernarda en el

suelo con las manos en el pecho. Una bala había

chocado en la rama de un guayacán, le desvió su

recorrido y penetró traspasando su cuerpo,

incrustándose en el corazón de la reina. La sangre de

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Bernarda había bañado al salón, como si hubieran

derramado muchos recipientes de agua. Estirada y sin

vida, levantaron a Bernarda y la llevaron donde su

madre.

-   ¡Ay! -dijo ahogándose– Yo no aguanto esto.

Ana del Carmen murió al instante de ver a su hija en

estas condiciones. Nunca se supo quién disparó el arma

que acabó con la vida de la alegría del pueblo. Pero,

decían las voces callejeras, que Fabio también había

disparado.

Un primero de enero aparecieron muertos los gemelos:

Jenaro y Fabio Brito, sin saberse quién, ni porqué los

habían asesinado en esa forma tan vil.

A Pedro Pérez, el hijo de Ana del Carmen, le imputaban

en la muerte de los gemelos, porque uno de ellos estaba

en el baile ese sábado de carnaval cuando falleció

Bernarda, hermana menor de Pedro, y quien aun no se

había casado. Lo perseguían tanto, que un día explotó

una bomba en su granja y acabó con la vida de su perro

quien caminaba delante de su dueño. El perro salvó la

vida de Pedro por fracciones de segundo. Él sospechaba

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de Rubén Asís, su primo; hijo de Manuel. Una noche

después de la procesión de la virgen del Pilar, muchos

perros aullaban. Ellos estaban tomando licor en una

cantina de la plaza. Recordaron sucesos de la guerra y

porfiaron durante largo rato.

-   Vea primo todo el mundo sabe que usted mató a

los gemelos.

-   Respete que yo no fui, y si hubiera sido yo, tenía

razón, porque la gente también dice: que Fabio

mató a Bernarda.

Así de ofensas una tras otra, los ánimos se fueron

subiendo de tono. En medio de esa acalorada discusión,

se desafiaron a duelo. Desenfundaron sus armas y

Pedro tuvo la suerte de seguir con vida. Rubén

sucumbió ante las balas del revólver de su primo que lo

mandaron al cementerio.

Marcos Pérez quien se desempeñaba como maestro en

una escuela, una mañana cuando venía de asistir a su

trabajo, le salieron varios hombres con las caras

encapuchadas, disparándole y lo dejaron tirado en el

suelo como muerto. Luego lo recogieron aun con vida y

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se salvó de milagro, pero, quedó minusválido, perdió sus

dos piernas.

A Pedro lo asesinaron cuando iba para su granja; le

montaron cacería a orillas del río y cuando bajó de su

caballo a tomar agua, dispararon varios fusiles a la vez;

cayó boca abajo dentro del agua y tampoco se supo

quién lo asesinó.

Santiago desapareció de Campo Florido, se radicó en

cercanías de donde vivía Samuel. Este envió a una

persona a Campo Florido donde Nicolás Brito, su

suegro. Estos pactaron el asesinato de Santiago

-   Hijo entre cielo y tierra no hay nada oculto. Aquí

todo con el tiempo se fue descubriendo.

Santiago apareció picoteado por los gallinazos, lo

reconocieron por la ropa que vestía el día de su muerte.

Él se había ido lejos tratando de salvarse del sino trágico

que los rodeaba. Ya su madre estaba enterrada a

consecuencia de la muerte de Bernarda. Santiago

apareció muerto con sus extremidades inferiores

mutiladas; sus asesinos llevaron las manos como

prueba para que un tío pagara por su muerte.

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Con el pasar del tiempo se supo, porque el mismo

Nicolás lo denunció cuando perdió la razón. Él en sus

alucinaciones veía que unas manos sin cuerpo lo

agarraban y trataban de sacarle los ojos. Esas manos

eran las de Santiago, que se lo llevaron a la tumba,

porque no lo dejaron tranquilo, al tiempo de morir dijo:

-   ¡Ay sobrino perdóneme, fue Samuel, su tío, quien

quiso que usted muriera y si usted no me perdona,

que lo haga Dios!

-   ! Ay! hijo –suspiró la vieja- por la misma causa

hubo más muertes.

Siempre aprovechaban un evento que reuniera muchas

personas para provocar las malas horas. El veintinueve

de junio de otro año en la gallera, se formó una nueva

desgracia, cuando peleaban unos gallos. Eugenio

Solano, hirió de un tiro en la garganta a Atilio Calderón,

nieto de Adelaida, porque el gallo de éste, había matado

al suyo. Atilio se salvó de milagro, la bala le pasó a un

centímetro de la vena aorta y le dañó las cuerdas

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bucales; por lo cual hablaba con dificultad. Los ánimos

se calmaron después que los viejos del pueblo se

reunieron, acordando que el agresor pagara los gastos

de la recuperación del herido.

-   Cuando eso sucedió, todavía los viejos servían de

jueces naturales. Eran respetados.

Al año siguiente en la misma fecha, volvieron a

encontrarse en la gallera. Algo extraño sucedió, pero,

ningún gallo que coincidía con el peso del de Eugenio.

Solo el gallo negro de Atilio pesó las mismas dos libras y

catorce onzas del gallo blanco de Eugenio. Entraron en

la valla, cada cual con su gallo. Mientras los

confrontaban para que se picaran y se irritaran,

Eugenio colocaba el suyo más arriba, para que siempre

picara primero que el de Atilio. Eugenio se reía,

burlándose ya que su gallo había picado en la cresta y

herido al contendor. Se retiraron y soltaron los

animales; éstos se tropezaron en el medio de la valla, se

aprehendían con el pico, daban una vuelta hasta

encontrarse de nuevo. Hubo un momento que el gallo de

Atilio cayo con una herida en el buche, derramando

mucha sangre.

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Eugenio exclamó:

-   Este gallo es igual a su dueño. Da tiros de

morcillera, y todavía no es nada, si no lo que falta.

Atilio en la orilla aguantaba las humillaciones de su

contendor y se retorcía por dentro. Su cuerpo estaba

descompuesto y hacía muchas muecas en la cara, las

extremidades, era una angustia con la cual Eugenio reía

a carcajadas y gritaba:

-   Pica gallo blanco, que este año también volvemos a

ganar.

El gallo blanco se cansó de tanto pelear, entonces el gallo

negro de Atilio, se reincorporó y de un solo tiro le

atravesó la cabeza

-   Cleooo… -hizo el gallo blanco-

Eugenio quedó mudo por un instante, con rabia gritó:

-   ¡Si mí gallo pierde, yo no, porque yo soy es un

macho.

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Cuando Eugenio trató de hacer uso de su arma, Atilio

desenfundó su revólver y descargó todas las balas por el

mismo orificio en la cabeza de su adversario.

….

-   Lo más horrible fue el asesinato en la misma

noche en la caseta Apolo. Se armó un desorden y

terminaron con la vida de Segundo, Tercero,

Cuarto y de Quinto, los nietos de mí comadre

Mercedes.

-   ¡Abuela! ¿Y ningún descendiente de usted entró en

la guerra?

-   Oye, si Atilio era mí nieto.

-   Sí, en la misma caseta Apolo, Juventino, el hijo de

Gumersindo, asesinó a un familiar que nadie

conocía en el pueblo. Él se había criado en otra

región, sus padres se habían alejado por la guerra.

Ese día le buscó pelea a mí nieto, pero como

Juventino no lo conocía, desenfundó su pistola y lo

eliminó. Unos primos más cercanos con los cuales

vivía él, persiguieron al muchacho, y al

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encontrarlo, también lo asesinaron a sangre fría

sin discutir con él. Cuando se iban dejándolo

muerto, dijeron “El que a hierro mata, a hierro

muere”

-   ¡Ay! Ya no te sigo contando tantas cosas

desagradables. Todo esto es muy feo.

Aunque no murió por las balas locas de la guerra, fue

una muerte trágica la de Dulce María Fonseca. Una tarde

cuando el sol moría, ella fue a bañarse en el río. Sus

compañeras se habían salido para irse y le suplicaban

que no se zambullera más, les dijo:

-   Esta es la última vez que me tiro, espérenme.

Y fue la última vez que se lanzó al pozo, porque apareció

un caimán dos veces más grande que ella y la atrapó con

su extraordinaria boca y la tragó de un solo bocado. Las

aguas del río se tiñeron de rojo. El animal se sumergió en

el agua y desapareció cerca del barranco donde había

una palizada y en lo más profundo de una solapa se

escondió. Las compañeras corrieron a dar aviso a sus

padres, quienes realizaron todos los esfuerzos durante la

noche y los días siguientes con resultados infructuosos. A

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los seis meses mataron al animal y en su estómago

encontraron la cabellera de Dulce María; su madre la

conservó por muchos años, hasta la muerte como único

recuerdo de hija, quien no dejó descendientes.

Esos fueron los pasajes negros la historia de la familia,

que bien o mal, José Agustín necesitaba conocer, para

entender el presente y tal vez proyectar un futuro mejor,

evitando toda clase de confrontación con todos los

semejantes, porque al fin de cuentas todos eran una sola

familia.

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CAPÍTULO DIECISIETE

Una mañana temprano, después del desayuno, José

Agustín y su abuela se sentaron a conversar, debajo de

un árbol de caracolí a orillas del rancho. Él estaba cada

día más interesado en saber los pormenores de la

familia, le preguntó:

-   Abuela cuénteme, ¿qué fue de la vida de mí tía

Carmen Asís y el tío Nicolás Brito?

-   ¡Ay hijo! Ese es otro cuadro de tristeza.

Adelaida siempre estaba dispuesta a informarle el

mínimo detalle de la historia de la familia. Le refirió con

paciencia la triste historia de su comadre.

-   Mi compadre Nicolás Brito, formalizó una bonita

familia con la comadre Carmen Asís, pero esa

desgracia de Samuel, acabó con la paz de todos.

Después de los nueve días de muerte de Alfonso, una

tarde que Adelaida visitaba a sus compadres, Carmen le

comentó que la noche anterior, Alfonso había soñado,

que junto con Carlos, Jenaro, Fabio y su padre, bajaban

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de la sierra hacia Campo Florido, luego de recolectar la

cosecha de café. Por delante traían sus burros; el

mohíno, de ojeras y hocico blancos, y, el moro, de ojeras

y hocico negros. Con su sueño evocó quince años atrás,

cuando apenas era niño. Cuando relató el sueño por la

mañana a sus padres, éstos lloraron consternados, pues

ya Carlos, Jenaro, Fabio y los burros, habían muerto y

la finca muchos años atrás, la habían vendido. Fue

triste y conmovedor ese día para la familia, ocasionado

por el sueño de Alfonso. El día anterior, habían

celebrado la misa del primer mes de la muerte de Jenaro

y Fabio, además ese dos de febrero, cumplían, veintidós

años de nacidos; ellos eran gemelos. Nadie opinó acerca

del presagio que podría traer el nostálgico sueño.

Carmen comentó:

-   Desde la partida de Perfecta, han sucedido

muchas desgracias en este pueblo; ya nadie sabe

lo que pasará y eso va acabar con todos aquí. Yo

veo que las cosas antes eran distintas. El mundo

se va acabar.

Ese día se reunieron en la enramada, Nicolás, Carmen y

Alfonso. Comentaron sobre muchos anécdotas de sus

vidas: Recordaron su matrimonio, el nacimiento de sus

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hijos, en especial el de los gemelos y otros sucesos de la

familia.

Carmen rememoró la desgracia de su hija María del

Carmen. Cuando Samuel asesinó a Juan Salvador, su

primo, al muerto lo llevaron desde donde quedó tendido

para hacerle el velorio y sepultarlo en Campo Florido.

Después del sepelio, muchas personas se quedaron

acompañando a Mercedes en su dolor y otros se alejaron

a sus aldeas. Cuando Caridad Asís, familiar cercano,

pasaba cerca de la casa de María del Carmen, arrimó y

le dijo:

-   Sobrina recoja las hamacas de usted y sus

muchachos, para que pasen la noche en mí casa,

porque cualquier cosa puede ocurrir. Hay mucha

gente dolida por la muerte de Juan Salvador. Pero

como uno no está en el corazón de los demás; es

mejor prevenir que lamentar.

-   Tía, no piense así. Juan Salvador no tenía

hermanos, además conmigo no se mete nadie:

primero yo también soy prima del muerto, y quién

se atreve a tocarle la familia a Samuel; si él se

volvió un valiente y actúa como una fiera salvaje.

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-   Lo que te digo es que escuches mí consejo. Por algo

te lo digo. Te espero en la casa.

Caridad se marchó y María de Carmen quedó pensativa

y comentó a Saúl.

-   ¿Qué habrá sabido mí tía? ¿Por qué dirá eso?

Ordenó a Saúl que fuera al escondite en donde se

encontraba Samuel, para que le informara sobre los

pronósticos de su tía. El niño enérgico y malicioso,

corrió para informar a su padre sobre las

preocupaciones de la tía. Ella cerró la casa, dejó

durmiendo a sus dos pequeños hijos: Esperanza, la niña

de tres años quien le seguía a Saúl y Abel, recién

nacido. Se dirigió a casa de su tía, para que le explicara

con más detalles:

-   ¡Tía! ¿Quién dijo eso?

-   Es pura malicia indígena. –dijo-.

-   ¿Dónde están tus hijos? ¡Niña! ¿Cómo los dejaste?

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En ese momento se alzó una llamarada que en un abrir

y cerrar de ojos, iluminó el entorno.

-   ¡Te lo dije! Muchacha inocente.

María del Carmen se puso las manos en la cabeza, y

exclamó:

-   ¡Ay! Mis angelitos.

María del Carmen y Caridad, corrieron hasta la casa

que consumían las llamas, para salvar sus hijos y los

enseres del hogar.

Al poco tiempo Samuel llegó desaforado, con el revólver

en mano, pero era inútil. Preguntaba como loco:

-   ¿Qué pasó? ¿Quién fue? ¿Dónde están, para

matarlos?

Samuel intentó abrir, pero a las puertas les habían

colocado candados, entonces brincó como un león

contra la puerta del patio, la derribó de un solo golpazo.

Entró a prisa junto con María del Carmen. El fuego que

se había ido propagando con rapidez, hasta que se hizo

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imposible de controlarlo, casi asfixiaba a todas las

personas que se acercaban y tenían que alejarse a

prisa. Sin resultados favorables trataron apagar las

llamas del techo de palma que ya ardía en candela. El

niño de tres meses de nacido, acostado en un

chinchorro, lloraba desesperado. Su madre entró

corriendo, abatida por el presentimiento de la mala hora

que corrían sus pequeños hijos.

María del Carmen salió con su hijo ahogándose, pero,

ella no se daba cuenta que su vestido también tenía

candela. Cuando se enteró sus piernas estaban

chamuscadas. Mientras tanto Samuel buscaba sin tino

en todos los rincones a Esperanza, su hija. Ella sacudía

a Abel, su hijo de tres años. Le echaba fresco con la

boca, como para revivirlo.

Los vecinos se habían amontonado en la casa de

Samuel y María del Carmen. Ella emitía un quejido

sordo, que parecía más a un ronquido de un animal

herido, que al llanto de un humano. En ese instante

comenzó a caer un aguacero que fue apagando el

incendio en poco tiempo.

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Samuel, María del Carmen y el vecindario, se ubicaron

debajo del árbol frondoso de guayacán, para evitar

mojarse. Los infortunados padres seguían con sus hijos

muertos en los brazos, de repente el niño, comenzó a

expedir una espuma blanca y abundante por la nariz y

la boca. Era tanta la espuma que expulsaba que en

pocos minutos, cubrió los cuerpos de él y su madre. Los

vecinos todos se marcharon horrorizados hacia sus

casas, como venados perseguidos por un tigre. María

del Carmen y Caridad lloraban inconsolables: la una

porque había perdido lo más bonito que tenía; sus

hijos, y la otra parque trató de evitarlo y no pudo.

Samuel tomó a su esposa de las manos y con Saúl, se

alejaron sin saber nadie adónde fueron.

La gente decía, que el maligno había llegado al rancho

de ellos como castigo a Samuel por matar a su primo.

. . .

Nicolás recordó a Carlos y dijo:

-   ¿Se acuerdan del tigre de Carlos?

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Eran ocho los cazadores: Nicolás, Jenaro, Fabio,

Alfonso, Francisco, Samuel, Juan Salvador y Carlos;

quien se incorporó al grupo, después que regresó en su

caballo, desde otra finca cercana, en donde buscaba

unos cuajos para los quesos. Cuando se desmontó, le

informaron:

-   Los hombres andan persiguiendo a un tigre en

cercanías del cerro, por los lados del Chorro,

donde nace el manantial.

En la aldea no quedaron perros. Todos eran excelentes

cazadores, ya estaban probados atrapando tigres,

leones, venados, conejos e iguanas. Hasta Sombra, el

perro viejo de La Casa de Mamá, un poco cegato por los

años; también se fue contento en la retaguardia para

ayudar a los novatos en cualquier situación.

Carlos montó de nuevo al caballo y salió despavorido a

la cacería del felino. En la falda del cerro, dejó al caballo

amarrado en un árbol de guayabo veraniego. Encontró a

los compañeros que perseguían al feroz animal. Todos

estaban armados con escopetas y machetes.

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Aprovechando una angosta y enredada trocha,

ascendieron por la ribera del arroyo con poca fuente de

agua, en cuyas orillas crecían caracolíes, guarumos,

ceibas y enredaderas espinosas. El camino estaba

obstruido por enormes piedras, que hacían más difícil el

desplazamiento, sobre todo ante semejante fiera.

En poco más de una hora de persecución, habían

encontrado las huellas del tigre. Sitiaron el lugar en

donde era posible que estuviera su presa. Jenaro se

detuvo y sin mirar a sus compañeros hizo un ademán

para que se detuvieran. Observó el cuerpo mutilado y

mal roído de un ternero. Entonces alzó la cabeza hacia

los árboles y divisó al tigre subido en un frondoso cedro.

Con asombro, en voz baja, exclamó:

-   Aquí está el cliente.

Jenaro con la escopeta terciada a la espalda, subió por

el barranco, aferrándose a los arbustos para evitar que

una mala pisada lo hiciera rodar hacia la quebrada. En

la cima se colocó cerca del tigre. Este se escondía en el

follaje, para que no lo descubrieran. Los perros ladraban

impacientes en el tronco del árbol. Los cazadores se

habían dispuesto a uno y otro lado del cedro sin

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probabilidad de hacerse daño entre ellos mismos. Sonó

el primer disparo de Jenaro.

-   ¡Puuun!

El proyectil impactó en el cuerpo del tigre, sin hacerle

mucho daño. Francisco y Fabio, también lo dispararon

desde el otro extremo. Nicolás más veterano se apoyó en

el pecho la escopeta como para disparar sobre las

piedras en que se escondía junto con Samuel y Juan

Salvador, para no ser descubiertos por el animal.

Alfonso llevaba su escopeta lista para la ofensiva y

Carlos llevaba un machete colorado que le prestó su

padre.

Con un nuevo disparo que le propinó Jenaro, el tigre se

lanzó al suelo donde estaban los perros. Estos estaban

distraídos y se asustaron al verlo. Luego persiguieron

de cerca la presa y lo acorralaron contra un barranco.

Jenaro comandaba el escuadrón y gritando ordenó:

-   Unos por allá y otros por acá, para taparle la

salida.

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De los cinco perros ya tres estaban fuera de combate:

uno de ellos destrozado a los pies de la fiera; otro con

las tripas fuera de los costillares; a Sombra lo haló con

las garras lo mordió y se le sentó encima. Nicolás gritó:

-   Ahora que acabe con los perros, sigue con

nosotros. Ya los tiros se me acabaron. Pobre mí

perro de tantos años.

El tigre, sentado de espalda contra el barranco,

culebreando la cola, erizando el dorso, los ojos como

candela, la dentadura descubierta y frunciendo la

frente, lanzaba bramidos roncos, y al sacudir la enorme

cabeza, las orejas hacían un ruido semejante a un

elefante arrebatado. Al seguir siendo hostigado por los

perros, se veía que por las costillas chorreaba sangre, la

que a veces intentaba lamer y miraba a todas partes a la

vez. Alguien dijo:

-   ¡Está herido!

Carlos tenía dieciocho años, medía dos metros y diez

centímetros, pesaba ciento diez kilos y de constitución

maciza. Hasta el momento él no había participado con

furia por no tener arma de fuego. Al ver el estado en que

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tenía de humillados a los perros, se le subió la sangre a

la cabeza, una nube negra le cubrió los ojos. Alzó el

brazo derecho y con todas sus fuerzas, conectó un

machetazo en la cabeza del tigre que pretendió

embestirle. En un instante quedó partido en dos partes.

Los compañeros le gritaron:

-   ¡Cuidado con el cuero! Que en Valledupar lo pagan

bien caro.

Después de dar muerte al tigre, Carlos no pudo estar

más tranquilo, no olvidaba la expresión del animal en el

momento que le asestó el machetazo. La fiera arrugó la

frente, peló los grandes dientes y los ojos se volvieron

luminosos como un relámpago, que lo dejaron ciego.

Después de un mes sin dormir, salió y se fue lejos de

Campo Florido. No le interesaba el mundo de los demás,

deambulaba buscando lo que no encontraría. Cogió

carretera hacia el sur, pasaba por los pueblos como si

nada le importara, iba descalzo, primero los zapatos se

le quedaron sin suela y los días siguientes, se sentó en

una piedra, desató los cordones y tiró los restos al río

que estaba crecido. Nada más decía:

-   ¡Pobre el tigre!

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Carlos se volvió un trotamundos que aparecía de año en

año. Hasta que pasó mucho tiempo y no regresó.

Muchas personas decían que lo había atropellado un

carro y todo el mundo repetía ese mensaje, sin tener

certeza de lo que decían. Pero más nunca volvió. Años

después seguían comentando lo del camión que lo

había matado en la región de Valledupar.

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CAPÍTULO DIECIOCHO

Adelaida prosiguió con el relato de los acontecimientos

sobre la vida de sus compadres: Nicolás y Mercedes en

relación a la suerte de sus hijos, ellos le refirieron que

ese dos de febrero, el día moría con toda lentitud

cuando Alfonso venía de bañarse en el río, que quedaba

a orillas del pueblo. El sol se había ocultado y la noche

principiaba a extender su manto negro.

Alfonso se detuvo un momento, miró hacia atrás y vio

que la luna anunciaba su salida; comenzaron hacerse

visibles las primeras estrellas y no tardó mucho tiempo

en oscurecerse; así el cielo quedó estrellado en su

totalidad.

El dos de febrero, Alfonso salió de su casa a las seis de

la tarde, disgustado por las predicciones de sus padres.

Iba dispuesto a cumplir la cita con Idalmis Barros, su

novia, quien lo había retado con terminar los amores

que ellos sostenían desde el año anterior, si ésa noche

no iba al baile. Esa noche, amenizarían la fiesta Los

Hermanos Zuleta, el conjunto de moda en aquellos

tiempos. Fueron dos los motivos que obligaron a

Alfonso, desobedecer a sus padres; la gallera y la cita

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con Idalmis, con quien iría a bailar. Él continuó

caminando hasta llegar a su casa. Su madre le

preguntó:

-   Alfonso, ¿Para dónde vas?

-   Para la gallera y luego a la caseta Apolo.

-   Verdad que tu si has cambiado. Evítame otro

sufrimiento. Por lo que más quieras, no salgas de

la casa.

-   Las que se encierran temprano son las gallinas, y

que sepa yo soy es un macho.

-   Bueno, el que no oye consejo no llega a viejo.

Alfonso, decidió ir al baile, se vistió con camisa y

pantalón negro, sombrero y zapatos blancos; parecía un

charro mexicano. Se derramó en el cuerpo el perfume

que Fabio compró en navidad. Por donde pasaba, dejaba

impregnada su fragancia. Cogió su revólver, revisó las

balas, confirmando que quedaran cinco de ellas. Alfonso

creía que solo debería usar en su revolver cinco balas,

ya que según creencias en su región, era de mal agüero

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cargar las seis. Él observó muy bien su revólver por

todas partes y lo colocó en su cinto.

Cuando Alfonso salió a la puerta de la calle, Nicolás, su

padre, se le aproximó y con voz de tristeza suplicándole

dijo:

-   Alfonso, mijo ¿Para dónde vas?

Carmen, su madre, al escuchar las voces de Nicolás,

salió como llorando y se dirigió a su hijo diciéndole:

-   ¡Ay Alfonso! Tú vas acabar con nosotros. No

observas el estado de tu padre, que se parece a

Tarzán, el perro flaco de Adelaida, y a mí, que

estoy en el esqueleto. Ya se te olvidó que Jenaro y

Fabio, apenas ayer cumplieron un mes de

muertos; y a ellos los mataron por esa maldita

caseta. Por esos gallos y esa caseta vamos a

morir todos, pero, que Dios se lo pague a quien

inventó las peleas de gallos, para divertirse, según

él, a nosotros es para acabarnos.

En ese preciso momento, se escuchó en el altoparlante

de la cantina, ubicada en la esquina sur de la plaza, el

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corrido: Mataron a Lucio Vásquez. Carmen siguió

suplicándole a su hijo, el cual ya se alejaba paso a paso,

no prestando atención. Ella casi gritando le dijo:

-   No salgas muchacho... escucha lo que te dice ésa

canción, hoy pueden matarte, mijooooo...

Su padre, enfurecido por la desobediencia de su hijo,

también con rabia gritó:

-   Alfonso, recuerda lo del hijo desobediente.

Sus padres hacían todo esto para persuadirlo, y, así

evitarle una mala hora. Desde muchos años atrás a la

familia, la perseguía un sino trágico, debido a la

maldición que les lanzara un cura; al cual en casa de los

abuelos de Carmen, le mataron un hermano en la fiesta

de la virgen del Pilar. Desde ese pronóstico todos los

años moría un miembro de esa familia, hubo un año

que era uno todas las semanas.

Alfonso, se detuvo un momento y en voz alta, se dirigió a

sus padres, diciéndoles:

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-   Yo soy un hombre igual que mis hermanos, estoy

vacunado contra el miedo, no nací para semilla; el

que me vaya a matar, que se amarre bien los

pantalones, porque va a matar a un hombre, y, si

me matan; entiérrenme con música, pongan la

ranchera "Échenme la tierra encima".

Nicolás y Carmen, lo seguían mirando, hasta cuando

cruzó la esquina. Carmen con los brazos abiertos hacia

el cielo exclamó:

-   Que las ánimas de sus hermanos lo protejan.

Regresaron a casa los desconsolados padres. Carmen

sacó un cuadro con la imagen de la virgen del Pilar,

colocó un Cristo de espaldas, prendió tres velas, y

arrodillada, inició una vigilia de muchas horas como

siempre lo hacía. A la virgen le imploró por la suerte de

su hijo.

Alfonso, llegó a la esquina de la plaza, se dirigió a la

cantina, pidió una cerveza y, que le repitieran diez veces

la ranchera que acababa de sonar. Por cada vez que

sonaba dicha canción, ingería una nueva cerveza. A

todas las personas que estaban allí les comentó:

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-   Esta es la noche más bonita que yo he visto en la

vida. ¿Cierto? El cielo hoy tiene más estrellas que

nunca y la luna es más resplandeciente.

Esa noche todas las estrellas, salieron a coquetearle a la

luna. Silbita pasó en repetidas oportunidades cantando,

como si algo se le hubiera perdido en Campo Florido.

Todos coincidieron en afirmar que era una linda noche.

También preguntaron, qué buscaba Silbita en este

pueblo; así fue el treinta y uno de diciembre, cantó

hasta las doce.

Alfonso muy eufórico, dijo:

-   Esta es la noche de Silbita y la mía, muere él o

muero yo.

A la insistencia del pájaro, Alfonso, hizo un disparo al

aire, lo cual alejó al animal para siempre.

Una anciana, como de cien años que vestía faldas largas

que le arrastraban y deambulaba a esa hora por allí, se

detuvo y dirigiéndose a Alfonso, le dijo:

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-   ¡Muchacho! no hagas eso, ve que ese pájaro

siempre anuncia desgracias. ¡Ay! Cómo cambian

los tiempos, sus abuelos y su padre siempre

fueron ejemplos.

Pero, Alfonso antes no era así, desde la muerte de sus

hermanos, se comportaba distinto. Todos se miraron y

comprendieron que Alfonso no era el mismo muchacho

amistoso, hoy era otro, sus ánimos estaban en las

nubes.

De la cantina se dirigió hacia la gallera. Allí se puso a

jugar su suerte, que al fin de cuentas lo abandonó.

Quedó sin un solo peso. Los gallos a los cuales él

apostó, perdieron. Salió de la gallera, decepcionado,

porque ya no tenía dinero, para cumplir con la

obligación contraída con Idalmis, quien lo había

amenazado con dejarlo si no la llevaba a bailar.

Cuando cruzó la calle se encontró con Idalmis. Esta al

verlo listo le dijo, que ya Los Hermanos Zuleta, habían

llegado, y que ya el espectáculo muy pronto iniciaría.

Algo extraño le avisaba que no fuera al baile, ya no tenía

dinero, pero, también algo misterioso, lo empujaba a

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desobedecer. Revisó los bolsillos y encontró en ellos,

más dinero que el perdido en la gallera, hasta en las

medias tenía billetes. No se detuvo a pensar y entró con

Idalmis a la caseta.

Las horas transcurrieron sin darse cuenta. A las doce de

la noche, en punto, cuando los ánimos estaban

sobrepasando los límites, los tragos ya habían subido a

la cabeza de los parranderos, la luna ya iba avanzando

su recorrido, seguía cortejada por los mismos luceros

que en la prima noche resplandecían a su lado. Alfonso,

pidió:

-   Quiero que me complazcan tocando, “Como

cambian los tiempos”

Esa era la canción de éxito por ésos meses, se había

convertido en un himno en Campo Florido, pues en ella

se mencionaba el nombre de Fabio, y a Alfonso esto le

causaba melancolía. Esa no la bailó, mas bien, se aferró

al pico de la botella, hasta terminar con su contenido.

La emoción, la tristeza y el licor lo invadieron. Con todas

sus fuerzas gritó:

-   Viva la vida y mueran los pesares.

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No terminó muy bien la canción cuando rompió la

botella contra el suelo, desenfundó su revólver e hizo

sonar tres disparos. Este hecho, provocó pánico entre

los asistentes del baile. Todas las personas corrieron

hacia la puerta, huyéndole a la mala hora. Muchos

asustados se hicieron a las orillas como para presenciar

lo que parecía una película mexicana. Como si no

hubiera pasado nada, Alfonso se sentó, pidió otra

botella y preguntó:

-   ¿Qué pasa? Todos corren como si algún espanto

estuviera aquí. Bailen y que siga la fiesta.

Con voz de borracho alegre volvió a decir:

-   Sigan tocando la misma canción.

Esa canción le hizo recordar a Jenaro y Fabio, sus

hermanos muertos, quienes el dos de febrero cumplían

años de nacidos Fabio, además se refería a la vida

cotidiana, lo que hacía recordar a los tiempos pasados.

Todo ese día coincidía, haciendo que Alfonso, creyera

como ciego, que esa fecha estaba escrita en su destino.

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Carmen no había pegado los ojos, acababa de

reemplazar las velas que ya se apagaban. Escuchó tres

disparos. Gritó despertando a su esposo que pocos

minutos antes había conciliado el sueño y dijo:

-   ¡Ay! ese es Alfonso, ¿Qué le estará pasando?

Nicolás, la agarró y la sacudió, diciéndole:

-   Despierta Carmen, te estás volviendo loca, no has

dormido al lado de esas velas. Vamos a dormir,

que Alfonso acaba con nosotros y él queda

disfrutando la vida, como se ha dedicado desde la

muerte de sus hermanos.

No transcurrió un minuto cuando sonaron uno tras

otro, seis disparos.

-   ¡Ay! Mataron a Alfonso, yo lo vi entrar a la casa,

entró y salió sin abrir las puertas. Iba abrazado

con Jenaro y Fabio, salieron para el patio.

- exclamó Carmen-

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-   ¡Ay Nicolás! Ya no quieres a Alfonso, tu hijo no te

duele, lo mataron, lo mataron, y tampoco vamos a

saber quien lo asesinó.

-   Carmen, yo también los vi, ahora si lo mataron,

que Dios se encargue de nosotros.

A Carmen, le pareció que la virgen del Pilar le había

dicho, que a Alfonso lo habían matado. En ese instante,

Alfonso reapareció frente sus padres y les dijo:

-   Acabé de matar al asesinó de Jenaro y Fabio,

antes de dispararme dijo como terminó con sus

vidas, y toda la gente se enteró.

Al mismo tiempo sus padres le preguntaron:

-   Hijo, dinos quien fue.

En ése instante Alfonso desapareció.

……..

Francisco Brito, el dueño del espectáculo, se colmó de

muchísima rabia, desatendió sus labores, y, arrebatado

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se dirigió a Alfonso, y sin preguntarle por qué lo hacía,

descargó las seis balas de su revólver, estas hicieron

blanco en el cuerpo de la víctima. Alfonso, cayó herido

de gravedad. Allí en el suelo, él asesino le dijo:

-   ¡Ah! ¿De manera que tú vas a dañarme la fiesta?

Quiero que sepas antes que mueras, fui yo quien

mató a tus hermanos y a ti también te mataré, y si

mil veces resucitan, mil veces los vuelvo a matar.

Los presentes que ignoraban, quién había sido el

asesino de los gemelos, conocieron al autor del doble

crimen que conmovió a todo el pueblo. A Jenaro y a

Fabio los habían asesinado el primero de enero, cuando

después de las doce de la noche la gente festeja la

llegada del Año Nuevo. Ellos se dirigían a la casa de sus

padres para felicitarlos, pues esa hora los había

sorprendido en la calle. Desde un callejón oscuro le

dispararon, sin saber nadie, quien los había ultimado

con vileza.

Para que se cumpliera el adagio que dice, los hombres

que son hombres mueren de pies, Alfonso, se levantó

como si nada le hubiera pasado. Cuando Francisco vio

a Alfonso parado, corrió despavorido, para salvarse,

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igual como corren los gallos bastos en la gallera. Alfonso

con firmeza llamó:

-   ¡Francisco!

Francisco Brito escuchó su nombre y volteó para atrás.

En ese preciso instante, Alfonso, disparó la última bala,

que le quedaba en su revólver, propinándoselo en medio

de las cejas. Francisco, cayó de un solo golpe en la

puerta, impidiendo la salida a los aterrorizados

espectadores. Su muerte fue instantánea y quedó

inmóvil como si llevara horas allí. Mientras que Alfonso

caminó hacía su adversario con el revolver en la mano.

Cuando Alfonso llegó cerca de Francisco, vio que a este

la cabeza le había quedado destruida en totalidad;

quedó hecha una bola gelatinosa, ya que la bala de

Alfonso, explotó otra vez al hacer contacto con él.

Alfonso se desplomó muriendo también, pero, cuando

iba cayendo dijo:

-   ¡Oigan! díganles a mis padres, que por fin se supo

quien fue el asesino de sus hijos.

Solo ese día se supo, cuáles fueron los motivos que

incitaron a Francisco Brito, para cometer esa desgracia

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que afectó muchísimo al pueblo en general, si Jenaro

Fabio y Alfonso, eran sobrinos de primos de su esposa.

Además Nicolás, era su primo hermano.

Francisco había comentado en público:

-   Si Alfonso esta noche viene al baile, lo mato.

-   ¿Francisco y por qué dice eso? -le preguntó

alguien que estaba presente-

-   Es que él es cuñado de Samuel igual que Jenaro y

Fabio. Ellos estuvieron involucrados en la muerte

de los hijos de Juan Salvador. Y como no había

quien los castigara. Lo hago para que mi tía

Mercedes vea también destruidos a quienes la han

hecho sufrir.

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CAPÍTULO DIECINUEVE

Adelaida no paraba de contar la interminable historia

que fascinaba a José Agustín; era una novela que para

adquirir fama solo faltaba que alguien la escribiera y

publicara. José Agustín estaba tan entusiasmado que

hacía pocas preguntas, la abuela describía hasta el

estado del tiempo y el ánimo de los actores. Le expresó

que Samuel Asís se había despertado casi a oscuras.

Aún se divisaban algunas estrellas en el cielo; la luna

debilitaba su luminosidad y las nubes se apelmazaban

hacía el sur. Los gallos llevaban un rato cantando. En el

plantío de cordones y trupillos, se escuchaba el trino de

los pájaros, dándole la bienvenida al nuevo día. El

viento que penetraba en el rancho era tan frío, que hizo

permanecer a Samuel, toda la noche arropado de pies a

cabeza. Era un viento que olía a tormenta.

Los ojos de Samuel se abrieron, mirando primero la

rendija de luz de la puerta, y luego volvió su cabeza a

María del Carmen Brito, su mujer, que yacía a su lado

en la cama. Los ojos de ella también estaban abiertos. El

no recordaba haberlos visto nunca cerrados al

despertarse. Sus ojos se movieron siguiendo los pasos

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de María del Carmen quien se había levantado,

dirigiéndose al postigo. Lo abrió y salió al corredor

donde estaba el fogón, extrajo un tizón y lo sopló para

reactivar la candela, mientras colocaba cuidadosamente

sobre él algunas astillas.

Mientras tanto, Samuel vistió su pantalón caqui de dril,

su desteñida camisa de franela, deslizó sus rudos pies

en sus guaireñas, colocó el sombrero en su cabeza y

salió para ver la aurora. El mes anterior, Samuel había

cumplido sesenta y tres años, y a pesar de su edad era

sano y fuerte; de mediana estatura, cara curtida por el

sol, sus ojos eran grandes y saltones y su bigote

diminuto y áspero.

La impresión fue momentánea. Recordó qué fecha era

aquel día y tuvo un fugaz pero mal presentimiento.

Extrañas y ligeras nubes negras comenzaron a invadir el

horizonte que fue surcado por una bandada de

golondrinas, más negras aún, que lograron que

Compañero, el perro de Samuel, flaco y tímido, aullara

ladridos de misterio.

-   ¡Ve María! ¿Y tú sabes qué día es hoy!

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-   No, no voy saber. Me acuerdo que este día bien

temprano nos íbamos para la casa de tía Mercedes

a la fiesta de San Antonio. ¿O tú ya la olvidaste?

-   Por eso es que te pregunto, para ver si tú todavía

te acuerdas.

Era trece de junio y para Samuel esa fecha tenía un

significado especial hacía mucho tiempo; la noche

anterior y al despertarse esa mañana se había sentido

más intranquilo que otras veces. Tal vez sus temores

fuesen infundados, motivados por las creencias

supersticiosas que le habían sido inculcadas desde niño.

Todos los indicios parecían presagiar una desgracia

cercana: los aullidos de los perros durante la noche, el

canto de la gallina al amanecer y el sueño extraño que

María del Carmen había tenido.

Ella soñó que junto con Samuel asistían al matrimonio

de un familiar muy cercano; todas las personas iban

vestidas de blanco, pero, sus rostros resplandecían

como el sol y sus vestiduras se hicieron más blancas

que la luz, lo cual hacía más bonita la procesión. La

iglesia estaba llena de personas que habían muerto

hacía mucho tiempo. El sacerdote lucía una sotana

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negra. Al salir de la iglesia, se dio cuenta que por su

boca manaba abundante sangre, ocasionada por la

caída de una muela y un diente; era tanta la sangre que

le cubrió todo el vestido; tiñéndole de rojo. Ella fue

rodeada por todos los presentes, pero, en ese momento

despertó y no pudo volver a conciliar el sueño.

Samuel comentó:

-   ¡María del Carmen! ese sueño tuyo me da mala

espina. Voy a consultarlo.

Entonces se acercó a la choza de Raquel, quien por esos

días los visitaba. Ella interpretaba los sueños, igual que

Perfecta Luque, su mamá. Ella, al oír el relato del sueño

de María del Carmen, le dijo:

-   Se aproximaba algo raro, parece una tragedia. No

sé cómo, pero, es sueño es muy malo.

-   Ella dice que es un mal sueño raro, pero, no

precisa nada claro. –le comentó a su esposa-

A la mente de Samuel llegaron imágenes atropelladas de

sucesos antiguos. Él recordó con nostalgia a Campo

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Alegre, una de las aldeas que formaban al gran Campo

Florido, en la que todos sus habitantes eran familiares,

y cuya actividad principal era la cría de ganados y la

pequeña agricultura para el consumo de cada familia.

Con tristeza se acordó de Juan Salvador, su primo, y de

los trágicos acontecimientos que ocurrieron hacía

mucho tiempo...

. . .

Después de la muerte de Juan Salvador, la familia y el

vecindario todo, rechazaron al asesino. Samuel decidió

irse lejos, para evitarles a sus hijos el mismo rechazo o

que fuesen señalados como hijos de un criminal.

Cuando Mercedes se restableció de la muerte de su hijo,

regresó al Cardonal, su finca. Tomó a San Antonio; al

cual veneraban sus antecesores desde hacía más de

cien años sus antecesores. Lo arrojó en arroyo seco, que

pasaba detrás de la casa. Esto lo hizo por no haber

evitado la tragedia, que acabó con su vida. Mercedes, no

volvió a salir de su casa, y más nunca se celebró la

misa de San Antonio. Los trece de junio Mercedes decía:

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-Dios se lo pague a San Antonio, quien no hizo nada

para salvar a mí único hijo.

. . .

El doce de junio, Samuel junto con Saúl, dedicaron la

mañana para marcar los novillos que aún no estaban

herrados. Introdujeron en una manga estrecha a los

animales inocente del dolor que pronto soportarían.

Samuel corría con la marca candente empuñada, se las

aplicaba en las paletas de lado y lado. Los animales se

retorcían y bramaban como si desearan salir de allí y

con sus cuernos desquitarse lo que les hacían sus

dueños. Como al soltar los animales podía haber

algunos lances de peligro. Samuel y Saúl, les abrieron la

puerta que conduce al potrero y corrieron hacia la casa

que quedaba en vía contraria.

Después del almuerzo, fueron a bañarse. En las

corrientes frías del río, disfrutaron del baño en las aguas

cristalinas del Río Ranchería en el verano, en especial a

esa hora que ellos llegaron a sus orillas. En los

caracolíes, sobre cuyas flores revoloteaban millares de

avispas, se escuchaba un zumbido producido por ellas,

mientras recogían el polen, para llevárselo hacia sus

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casas. Sus ramas les ofrecían densa sombra y en el

suelo una acolchonada hojarasca, en donde se

ocultaban insectos y reptiles. En el profundo remanso a

nuestros pies, se veían variadas sardinas que

jugueteaban. Compañero, su perro, se bañó y jugueteó

con Saúl durante el rato que estuvieron en el río.

En la tarde, María del Carmen les brindó una

mazamorra preparada con maíz, que trituró en el pilón,

fabricado por Samuel cuando llegaron allí desterrados

de su patria chica, cuando asesinó a su primo.

Consumieron el alimento ancestral, con tanto gusto, que

María del Carmen les comprendió que deseaban repetir

la porción. Ella les preguntó:

-   ¿Quieren más?

-   Sí, por supuesto, es que está muy sabrosa.

. . .

Samuel intentó borrar de su memoria aquellos feos

recuerdos, sorbió el café como de costumbre, y con

Saúl, su hijo, se dirigió al corral para iniciar la dura

tarea de todos los días, como era la de ordeñar y

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pastorear el ganado y labrar las tierras que constituían

su patrimonio.

En el corral rumiaban acostadas las vacas; guacamayas

escondidas en los follajes de los caracolíes charlaban

alegres; y tendida en las ramas altas dormía una

manada de monos. Las chicharras hacían resonar por

todas partes sus monótonos cantos. Una que otra

ardilla asomaba por entre el matorral y desaparecía con

velocidad que a veces solo se le veía el celaje. Hacia el

interior del monte se oí de rato en rato el canto de un

yaacabó. Habían comenzado a ordeñar las primeras

vacas; el sol dominaba todo el panorama, ahuyentando

las últimas sombras de la noche. Samuel se dirigió a su

hijo:

-   Saúl, Tú no estás observando que este día está

más triste que nunca, ¿Qué irá a pasar? Las

nubes no siguen su viaje, si no que se han

detenido. Eso me parece extraño.

Sin saber de dónde salieron, unos jóvenes invadieron el

corral con actitud amenazante. En los rostros pálidos y

nerviosos de los recién llegados, se palpaba a leguas que

no habían dormido y que algo extraño los motivaba; sus

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ojos y manos estaban dispuestos a cualquier

movimiento. Las vacas que rumiaban acostadas, se

levantaron impresionadas también con la aparición de

los importunos invasores.

A Samuel estas caras le parecían conocidas.

Sorprendido, pensó que se trataba de un atraco, y como

para infundir respeto, despótico y desafiante les

preguntó:

-   ¿Qué buscan en mis propiedades?

Uno de los extraños que acababa de llegar le contestó:

-   Lo buscamos a Usted.

A continuación ordenaron a Samuel y a Saúl que

colocaran las manos en alto. Padre e hijo no tuvieron

más remedio que obedecer.

Cuando Samuel Asís vio el brillo de las cuatro armas

que le apuntaban, comprendió que estaba cumpliendo el

inexorable encuentro con su pasado.

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No fueron vanos sus presentimientos y con rapidez

fotográfica, recordó sus angustias de aquella mañana.

Samuel, en forma pacífica, volvió a preguntar:

-   ¿Para qué me buscan? Yo a ustedes no los

conozco.

El que parecía ser el jefe de los recién llegados, ordenó

que desarmaran a Saúl y a su padre, quitándoles las

armas que tenían en el cinto, al tiempo que decía:

-   Yo soy Juan Salvador Segundo Ortiz y éstos son:

Tercero, Cuarto y Quinto, mis hermanos –decía,

caminando exasperado de un lado a otro- Hace

veinte años, dos meses y veintiséis días que

quedamos sin padre; por eso, hoy ya convertidos

en hombres, venimos a cobrar la vieja deuda.

Al escuchar estas palabras, Samuel quedó mudo, su

respiración se hizo silbante y tuvo que abrir la boca para

impedirlo. Su expresión, había perdido el aire de

sorpresa y su cuerpo estaba rígido. A su cerebro

acudieron los recuerdos del pasado. En su interior,

Saúl repetía una fórmula vieja para retirarse del peligro

y, más audible, una avemaría entre dientes.

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Samuel alzó sus ojos al cielo y vio unas nubes grises

semejando palmeras, que unidas formaban una corona

y en la misma dirección, una bandada de garzas volando

en círculos y en centro dos de ellas, que casi no

aleteaban, y lucían cansadas. Se oyó cuando Samuel

dijo:

-   ¡Señor, que se haga tú voluntad!

Samuel duró un largo rato mirando hacia el cielo, tenía

la mente en blanco. En ese instante se escuchó repetido

y desesperado el canto del yaacabó, que desde cuando

amaneció, anunciaba lo que ahora vivían Samuel y su

hijo. El asesino había pensado que todo estaba

olvidado, pero. En este momento se daba cuenta que no

era así y que su fin había llegado. Samuel vio dentro del

corral, la estatua de San Antonio, mirándolo fijo a los

ojos, pero, el santo se le parecía a Salvador Ortiz. Se

encomendó a Dios, bajó la cabeza y dirigiéndose a los

hijos de Juan Salvador, les pidió:

-   Mátenme a mí que soy culpable de mis errores,

pero, no maten a mi hijo, él es inocente.

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En esos momentos, Compañero, se acercó ladrándoles a

los extraños. Uno de ellos, disparó hacia el animal,

quien en su agonía buscó la mirada de su amo.

El hijo de Juan Salvador sentenció dirigiéndose a

Samuel:

-   Este es tu revólver, con él diste muerte a nuestro

padre. Hoy sirve para darles muerte a ti y a tu

hijo. Morirán igual que ese perro.

Fue extraño. Las vacas todas miraron a Samuel, a él le

pareció que Lucero, la vieja vaca negra de lunares

blancos, derramó gruesas lágrimas por su dueño. Sintió

la compasión de los animales y preparó su cuerpo para

morir. Ese rato que duró la entrevista con los hijos de

Juan Salvador, fue una eternidad para Samuel. Allí

sufrió lo que en más de veinte años no había vivido.

Miró a su hijo y lloró por dentro, pensando que su tierra

jamás progresaría, su hijo pagaría por él, su viejo error.

Sintió frío y les gritó:

-   Disparen, que ustedes tienen razón, pero no maten

a mi hijo, él es primo de ustedes.

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Antes de morir alcanzó escuchar el último disparo que

rompió el corazón y la vida de su hijo.

-   Noooo... A ustedes les pasará lo mismo que a mí.

Pagarán por lo que han hecho con mi hijo. Él

también es hijo de Dios.

Samuel bajó los brazos ya no tuvo que ver con más

nada. Su cuerpo estaba anestesiado. Cuando lo

apuntaron para dispararle a él, su cuerpo se hizo

brillante y no le penetraban las balas. Entonces

Segundo le golpeó con un garrote en la cabeza hasta

dejársela como una arepa. Así se paró de nuevo y

caminó hacia la estatua de San Antonio y a su lado

cayó, como suplicándole. Lo agarraron entre los cuatro

hermanos y con sus cuchillos que llevaban en sus

cintos, le dieron más de cien puñaladas, hasta cuando

no le quedó signos de vida.

Las chicharras enmudecieron, las guacamayas alzaron

su vuelo con rumbo desconocido, la manada de monos

que dormía, corrió despavorida soltando de árbol en

árbol; como salvándose de la tragedia que a ellos les

parecía que era para exterminarlos. Las vacas no

huyeron, se aproximaron a los cadáveres, formando una

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ronda; bramaban llorando la muerte de sus dueños

quienes más nunca volverían a ordeñarlas y mucho

menos pastorearlas.

Sus verdugos se fueron corriendo, dejando muertos en

el suelo a dos hombres y a un perro. Delante de ellos se

desplazaba a gran velocidad San Antonio. Pero los

muertos cayeron boca abajo, los asesinos

comprendieron entonces, que fueran donde fueran, la

venganza seguiría.

Cuando llegaron formaron una fiesta que duró una

semana. Visitaron a su abuela, le contaron que San

Antonio los había guiado a realizar la venganza,

entonces ella mandó a buscarlo donde lo había tirado

cuando sucedió la mala hora de su hijo. Nunca se supo

que se hizo el santo. Alguien lo recogió, pero siempre se

desconoció adonde fue a parar el milagroso y protector

de la familia.

Durante los días de celebración hacían disparos con el

revólver que le quitaron a Samuel y ufanados decían:

-   ¡Canta, mata dueño!

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CAPÍTULO VEINTE

Una brisa fría y tenue llegaba hasta el caracolí que le

servía de cómplice a la vieja y el nieto. Ese día fue José

Agustín quien le relató a su abuela una historia reciente

de la familia, que Adelaida aun no sabía.

-   ¡Mama Yaya! le voy a explicar la historia que le

ocurrió a Santander Iguarán. Esto me contó mí

madrina. Dicen que él tenía el hígado blanco.

-   Santander Iguarán era primo hermano de

Crescencio. Pero, siempre se le morían las mujeres.

Comenzaron a sonar las campanas, más y más, lo cual

fue despertando a todos los habitantes de Campo

Florido. Las personas que se iban levantando, llamaban

a sus vecinos, éstos también hacían lo mismo hasta

levantarse toda la población. Como si les hubieran

ordenado, fueron asistiendo a la iglesia donde estaban

siendo llamados por el repique interminable de las

campanas que agitaba Jesús Darío, el cura párroco.

Cuando ya estuvo llena la casa de Dios, inició a oficiarse

la eucaristía. El reloj sonó en siete oportunidades, más

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fuerte que en nunca, dejando casi sordos a los

asistentes.

Todos los asistentes comentaban en murmullos, cuando

el cura inició con los oficios propios de la misa.

El sacerdote abrió la Biblia y leyó en el Apocalipsis un

pasaje sobre la apertura de los siete sellos.

En el momento de la prédica en un tono como de

incertidumbre expresó:

-   Este amanecer ha sido distinto, han ocurrido

muchos sucesos en forma simultánea, que no son

normales: el reloj sonó por última vez a las doce de

la noche, los gallos no cantaron en la madrugada,

los perros tampoco ladraron, los cerdos callejeros,

hoy no salieron a buscar algo comestible, los

pajarillos del amanecer, también amanecieron

durmiendo igual a ustedes, que solo el repique de

las campanas los despertaron. Les digo, que el

reino de los cielos se acerca, estas son señales que

veremos antes del fin del mundo. El Apocalipsis de

san Juan aparece, pues, en una época crítica para

los cristianos, quienes eran perseguidos por el

imperio romano, por no practicar la religión como

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ellos imponían, entonces fueron perseguidos a

muerte. En la parte de este libro sagrado que

acabo de leer supimos que cuando se abrió el

cuarto sello, salió un caballo amarillo y el que lo

montaba tenía por nombre Muerte, después de

abrirse el séptimo sello, hubo un silencio en el

cielo, luego aparecieron siete ángeles que tenían

cada uno su trompeta las cuales hicieron sonar.

Esto que hoy vivimos en Campo Florido, lo

comparo con el mensaje apocalíptico, lo cual es

una revelación. Observen que cada día aparece un

nuevo impuesto que pagar, no hay en las minas

empleo para los habitantes de este pueblo y los

que no son de aquí se llevan el carbón como si

fuera de ellos y nadie dice nada. Las trompetas

que sonaron en el Apocalipsis; son los siete

campanazos que acabamos de escuchar. Por toda

esta reflexión, les digo que es hora de seguir el

camino que nos dejó señalado nuestro señor

Jesucristo.

Luego terminó la misa y con la mano derecha hizo una

cruz en el aire diciendo:

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-   Que la bendición del padre, descienda sobre todos

ustedes, pueden ir en paz.

En ese momento cuando la multitud salió a la puerta,

los que estaban afuera miraban al cielo, esto obligaba a

cuantos salían, hacer lo mismo. En el cielo daban

vueltas, miles de gallinazos. Eran tantos que

oscurecieron el horizonte, que apenas comenzaba a

clarear, debido a que el sol, hacía pocos instantes había

aparecido, igual que los habitantes de Campo Florido. El

rey de los gallinazos, dio un giro hacia abajo y toda la

bandada hizo lo mismo, como obedeciendo una orden.

Los gallinazos todos se pararon en el techo de la casa en

donde había funcionado la alcaldía, muchos años antes,

cuando inició este pueblo la vida municipal. Allí vivía

Santander Iguarán. Fueron tantos los gallinazos que en

la vieja casona se posaron, que el techo estaba a punto

de venirse al suelo; parecían golondrinas en invierno.

El alcalde dio la orden para que la policía procediera

abrir la casa, para indagar lo que dentro acontecía, con

seguridad algo extraño había allí, debido a las

numerosas señales que en poco tiempo, como dijera el

cura en la misa. Con voz fuerte y segura dijo:

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-   Señor comandante, por favor toque tres veces, y, si

no abre, anuncie por medio del megáfono; si el

silencio persiste, busque la forma, tire al suelo esa

puerta, pero, ábrala.

El comandante de la policía, realizó el procedimiento tal

cual le habían ordenado. Por un megáfono gritó:

-   Abra la puerta o la derribaremos.

Unos minutos más tarde, como había sentenciado la

derribó, en ese instante salió un ave desconocida de

gran tamaño; color blanco, muchos decían que era

Silbita, salió un intenso olor a licor muy fuerte que a

todos hizo estornudar. Entraron a la casona, el cura, el

alcalde, el médico y el comandante de la policía,

mientras en la puerta se inició un forcejeo entre los

pocos agentes de la fuerza pública y la gente, ya que el

pueblo entero quería darse cuenta por sus propios ojos

de lo insólito que ocurría allí. Muy rápido la puerta se

cerró. La multitud formó una bulla ocasionada por la

actitud de los agentes de la policía. Entre otras cosas

gritaban en coro:

-   Déjennos verlo, aunque sea la última vez.

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-   No se puede pasar -les dijo- deteniéndoles, un

agente de policía de facciones y dialecto cachaco.

La multitud gritaba:

-   ¡Abran! ¡Abran! ¡Abran!

Había mucha gente que se amontonaba sobre la puerta,

y los de adelante eran empujados y apretujados por los

de atrás. Desde la plaza un borracho, enorme vestido de

negro, se arrojó contra la muchedumbre compacta,

cayendo entre los que estaban empujando y forcejeando

unos con otros. Se levantó, retrocedió y volvió a

arrojarse contra ellos gritando:

-   ¡Abran!, o no respondo.

El hombre se apartó de la muchedumbre, se sentó y se

empinó de la botella de licor que tenía casi llena. Gritó

de nuevo:

-   ¡Ah!, es aquí mandan son los forasteros. Hoy se

verá en Campo Florido lo que nunca se había visto.

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Un poco nerviosos los policías decían:

-   ¡No se puede! Les ruego que retrocedan.

¡Señores..., no depende de nosotros! ¡Les ruego

que retrocedan! ¡Por amor a Dios...!

Todo ese tiempo la multitud había estado gritando para

que le abrieran las puertas. Seguían vociferando e

denigrando de la fuerza pública. Cuando de repente el

hombre, con voz valiente de expresó:

-   Apártense policías, que en este pueblo no los

necesitamos. Ustedes no son de aquí, no los

conocemos, en cambio nosotros sí somos nacidos y

criados aquí igual que nuestros abuelos.

Eugenio Frías, el cantinero, recordó la noche anterior

cuando Santander Iguarán, estuvo en Los Recuerdos de

Ella, su cantina, allí Santander le propuso, que a partir

de mañana cerrara las puertas y no atendiera más al

público. A lo cual Eugenio, respondió:

-   No, no, no me diga eso; de este negocio vivimos mi

familia y yo, además con qué me pagará, si usted

no tiene donde caer muerto.

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-   Vea Eugenio, no se equivoque conmigo, porque yo

estoy esperando mi pensión de jubilación del

gobierno, en estos días me llega.

-   Santa, usted ya lleva más de veinte años

esperando esa pensión y no le llega nada.

-   Mejor dicho Eugenio, no pague más impuestos,

para que le cierren el establecimiento, porque yo

quiero es pasar mis últimos días tomando licor, y

así contarle la historia de mi vida y usted a su vez

la escriba, y verá que hará rico cuando la

publique.

Eugenio accedió a las peticiones de Santander y colocó

en el equipo de música las canciones de moda en esos

tiempos: Terrible pena (El Cantinero), Bebiendo Yo, Los

recuerdos de ella. Por último hizo sonar Pero sigo

siendo el Rey. Estas canciones llenaron de orgullo y

ufanado dijo:

-   Esos compositores hicieron esas canciones para

mí; ellas narran las cosas de mí vida.

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Fue entonces cuando le hizo una pormenorizada crónica

de su vida. Cuando Santander estaba de cinco años de

edad, una mañanita de invierno, su padre amaneció

muerto en la cama, cuando tenía treinta y tres años. De

él, tenía una imprecisa reminiscencia, solo se acordaba

cuando fueron a mirar el río, el cual había crecido en

forma descomunal; a la que llamaron ciclón. Esta

avalancha arrasó con toda los grandes árboles, cultivos

y todo lo que había en las orillas, y, el agua como de

panela, pero, muy espesa, también decían que el río

había vuelto a su antiguo cauce y trajo de bien lejos

inmensas piedras redondas, blancas y lisas. Decían que

eran huevos de los dinosaurios más gigantes que

existieron y estos se habían petrificado.

Santander había cumplido los quince años, cuando

murió su madre, quien desde la muerte su esposo no

volvió a recobrar la memoria. Ella vivía en un letargo

eterno, miraba estable hacia un solo lugar, semejando

estar viendo algo que los demás no entendían. Así

demoraba horas, sumergida en un mundo en que sola

ella existía.

Después de la muerte de Pedro Vicente y Dulcinea,

padres de Santander; este vivió unos años en Santa

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Bárbara con Herminia Hernández, su tía. Herminia y

Dulcinea eran hermanas por parte de padre de José

Agustín. La tía Mina quedó como tutora del niño.

Santander, quien heredó una considerable fortuna, con

lo cual, ella lo mandó estudiar a Bogotá. Allá terminó el

bachillerato y luego recibió el título de abogado.

Contrajo matrimonio con Sara Restrepo, una linda

bogotana.

Luego de casado regresó a su pueblo natal, para ayudar

a forjar el desarrollo de su olvidada tierra, allí trabajó

como abogado litigante, juez, profesor, alcalde, concejal,

diputado, gobernador, representante a la cámara y

senador, fue el político más grande de todos los tiempos

que haya tenido esta región. Su esposa tuvo un hijo al

cual llamó José María, le colocaron el nombre de sus

abuelos, por lo cual; le decían Chemita. La muerte de

Dulcinea, madre de Santander, aconteció también a los

treinta y tres años.

Años después cuando era congresista, volvió a casarse

con Lorencita Ramírez, quien era muy jovencita, apenas

tenía sus primeras quince primaveras, con esta no tuvo

hijos, ya que cuando estaba a punto de parir a su hijo,

precisamente el once de julio, día en que cumplía treinta

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y tres años, amaneció muerta, desconociéndose la causa

que le produjo tan súbito fallecimiento. Cuando se

produjo este deceso, Santander contaba con sesenta y

dos años. También había finalizado su vida pública.

Muchos fueron los rumores que se suscitaron a raíz de

esta muerte y de la de Chemita Iguarán, quién apareció

colgado con una soga en el cuello en el traspatio, el día

que de la defunción de Lorencita Ramírez, también

cumplía treinta y tres años de nacida.

En la tarde se realizaron los dos sepelios. La gente decía

que Santander había envenenado a su esposa, porque

esta, al perecer mantenía relaciones amorosas con

Chemita. También murmuraban, que Santander

Iguarán, se había hecho vasectomía en su estadía en

Bogotá, por lo cual no fecundaba, en consecuencia

Lorencita había hecho todos los esfuerzos para

embarazarse no logrando su objetivo. Santander

siempre ocultó lo de la cirugía. Era por eso que él estaba

seguro de la perfidia de su esposa.

Pasaron diez años, a Santander ninguna mujer se le

acercaba, lo veían como ave de mal agüero. Un día

cualquiera se marchó sin que nadie supiera, y, a los dos

meses regresó con una hermosa mujer, a la que no le

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permitía salir a la calle y mucho menos tener amistad

con persona de ese pueblo. Cuando él salía, dejaba la

casa con candados por todos los lados. Un día que

Santander se descuidó, la infortunada mujer salió a la

carretera, para irse donde él más nunca la encontrara.

Cuando trató cruzar la calle de Las Flores, enfrente de la

estatua de la virgen del Pilar, apareció un carro a toda

velocidad, arrollando a la mujer, produciéndole la

muerte instantánea. Solo se supo quién era, cuando

Santander la reconoció e hizo que fuera sepultada, con

premura el mismo día sin hacerle velorio.

A la autoridad que realizó el levantamiento del cadáver,

Santander le suministró el documento de identidad. Fue

entonces cuando se supo que se llamaba Susana

Moscote, había nacido en Chimichagua y que tenía

treinta y tres años. Después de este nuevo caso la gente

comentaba que Santander tenía el hígado blanco y

también decían que tenía pacto con el diablo. Lo extraño

era que las personas más cercanas a él, morían a los

treinta y tres años. Nuca se supo el sino trágico que le

revelaba el número treinta y tres.

La gente de la puerta de la casa de Santander seguía

vociferando palabras insultantes a los agentes de la

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policía cuando se abrió la puerta principal, la cual

estaba carcomida y a punto de caerse. Habló por el

altoparlante el alcalde diciendo:

-   Señoras y señores, oficialmente les comunico que

Santander Iguarán, ha fallecido. Ahora nos

dirigimos hacia el cementerio, para practicarle la

autopsia, para determinar la causa de su muerte y

luego sepultarlo lo más pronto, debido a su

avanzado estado de descomposición.

Muy pronto salió Raymundo Díaz Asís, el sepulturero,

con el cadáver que expelía un pestilente olor. Toda la

gente se dirigió al cementerio, que quedaba a cuatro

cuadras. Esa era la procesión de su entierro. La barriga

se le había inflado como un globo que amenazaba con

explotarse. Muy rápido el médico inició las labores del

caso, y pidió a la multitud, que abandonaran el área. La

gente se resistió, este prosiguió, y cuando le rompió el

abdomen, salieron todos espantados como un lote de

ganado, tumbándose unos a otros. El nauseabundo olor

era tan fuerte, que parecía que hubieran muerto veinte

elefantes. Raymundo Díaz, encontró que el hígado, era

una masa deforme y grande, era tan enorme que los

demás órganos estaban empequeñecidos en forma y

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tamaño. El hígado estaba cristalizado y transparente, y,

en su interior parecía verse a tres mujeres que nadie

conocía., Los de adelante secreteaban a los de atrás de

lo novedoso, lo cual hizo amontonar de nuevo a la gente,

dándose empujones y pisones, que casi caían encima

del cadáver.

Volvió el alcalde y tomó el altavoz para informarles a los

asistentes los resultados de la autopsia, esta vez la

multitud esperaba con ansias el dictamen médico, el

cual fue corto. Haciendo un gesto afirmativo con la

cabeza dijo:

-   Señores, el pueblo con su sabiduría no se

equivoca. Con toda seguridad este era el motivo de

su desgracia. Éste hombre nació con el hígado

blanco.

Luego dispusieron enrollarlo en sábanas. Mientras

realizaban esta maniobra en el suelo, el cuerpo se

recubrió de arena por lo resbaladizo que estaba, las

relucientes sábanas antes eran blancas, se

transformaron en unos trapos de color indescifrable. Ya

el nauseabundo olor se había escapado, ahora se sentía

lo mismo que cuando abrieron la casa, olía a licor,

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parecía que se habían derramado muchísimos tanques

de chirrinche de un alambique. Por último, lo

introdujeron en el féretro. Jesús Darío Vega, celebró una

breve misa y se consumó el entierro.

El cura rezaba a toda prisa. Más atrás estaba Eugenio

Gómez, el cantinero, con un cigarrillo encendido en una

mano y una botella de licor en la otra balanceando las

piernas, diciendo:

-   Él me lo contó todo. Yo fui el último que compartió

con Santa, yo sé todo.

Nadie le prestaba atención. Lo tenían como un borracho,

que habla mucho, para sentirse importante.

Las últimas palabras que Jesús Darío, dijo:

-   Hombre las cosas de la vida son impresionantes,

murió el más anciano de este pueblo. Santander

acababa de cumplir noventa y nueve años.

Entre oscuro y claro salieron las últimas personas que

aún quedaban en el campo santo.

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CAPÍTULO VEINTIUNO

Ya la vieja estaba por terminar de narrar la historia

familiar, cuando dio detalles del fracaso que padeció

Curría en su hogar. A ella le habían relatado este

episodio otras personas, porque ella no salía al pueblo.

Los gallos habían anunciado el alba, y un aire nuevo

anunció la aurora. Las brisas de la mañana traían los

sonidos nítidos de unos tambores, que por algún motivo

eran tocados a esa hora. En los repetidos sonidos se

entendía una tristeza no común de la yonna, en un

instante se descifraba que en la ranchería de los Epieyú,

algo extraño estaba ocurriendo, ya habían pasado

muchos días, escuchándose estos tristes sonidos.

Comenzó a escucharse el llanto de las mujeres de la

familia, las cuales se habían inclinado al lado de las

tumbas, tapándose la cabeza con un gran pañuelo,

dejando salir de sus bocas aquel gemido largo y

melancólico, que producía inconmensurable tristeza.

Estos lastimeros lamentos hicieron poner de pies a

todos los presentes en aquel ritual. Se les rizaron los

bellos, como piel de gallina, cuando desde La Sierrita,

escucharon una gran detonación, que junto con una

gigantesca llamarada se vio en el valle de Campo

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Florido, en donde se habían instalado los extranjeros y

su gente, para hacerle esa gran cicatriz en el pecho a su

tierra y así sacarle el corazón, que a pesar de tenerlo

negro, no era por maldad; ese fue el color que Dios le

designó. Ahora se lo llevaban en unos trenes, con una

larga fila de vagones; así como a un enfermo le

introducen una sonda por la boca para extraerle el mal.

De este modo se llevaban su más grande riqueza, con la

que Dios la premió y que jamás recuperará. Lo que en

un paciente extraen para botarlo, ellos se los llevan en

sus titánicos barcos, para hacerse más ricos de lo que

son.

Esta península, duerme tranquila al lado del mar

Caribe, con quien ha convivido toda la vida, desde los

tiempos de Adán y Eva. Nunca ha peleado con él,

aunque tenga otras mujeres, siempre han vivido en paz.

Su alma la tiene blanca, pues desde sus playas se

reparte paz hacia todo el mundo. Solo el sol, la luna y

las estrellas, son testigos de tan aterrador y vil crimen

que se haya cometido en la tierra.

Curría era mestizo, él era hijo de Eulogio Asís con María

Epieyú, una indígena Wayuú, que en una época había

ido a Santa Bárbara, cuando en tiempos de sequía,

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llegaban hasta allá, para intercambiar sus productos

como sal, quesos, chinchorros, artesanías, y mercancías

que ellos a su vez cambiaban a orillas del mar con los

extranjeros que comerciaban perlas y oro. Curría

estando joven iba a Santa Bárbara, pero después del

ciclón cuando todo quedó en ruinas y con la muerte de

los viejos más nunca volvió, pero si se arrimaba a

Chancleta a la casa de su tío Crescencio. Su nombre de

pila era Eulogio Segundo, pero los indígenas le llamaban

Curría. Su fisonomía y estatura eran como los de su

raza, pero tenía el cabello ensortijado como su padre.

Curría, había recogido una bolsa de maíz que encontró

en uno de los basurales de la nueva ciudad, que muy

rápido en cuatro años habían construido. Todo el

mundo pensó que sería la redención para los habitantes

de la región y no fue así, fue su destrucción. Él recogió

la bolsa, llevándola al rancho, la entregó a Regina

Uriana, su mujer, diciéndole:

-   Ahí está ese maíz, haces una mazamorra,

mientras voy a cortar una carga de leña.

Regina, después que su marido se marchó, preparó la

mazamorra, y, cuando estuvo la sirvió a José, Ángel y

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Eva, sus tres esperanzas, quienes llevaban varios días

sin comer. El maíz que Curría cosechaba se les había

acabado. El extenso verano que llevaba cuatro años,

ocho meses y dieciséis días, no permitía cosechar nada.

Decía la gente de toda la región que los extranjeros

bombardeaban las nubes para que no lloviera.

Los pequeños niños, sentados cada uno en sus piedras,

en donde acostumbraban a comer, recibieron el

alimento que su madre acababa de preparar. Por último

se sirvió en una totuma y sentada en un chinchorro,

poco a poco consumió su mazamorra; sin la mínima

sospecha que este sería el acabo de sus vidas.

Regina llevaba ocho meses y catorce días de embarazo;

muy pronto pariría una nueva criatura para orgullo de

su raza.

Al regreso Curría vio que Regina y sus pequeños hijos,

se revolcaban en el suelo como reptiles moribundos,

mientras sus platos eran disputados en una batalla

feroz por los perros, gatos y gallinas, y dicha lucha

terminaba, cada vez que uno de ellos comía su

contenido, caían temblando, viraban los ojos e iban

muriendo.

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El maíz había sido envenenado para exterminar las

fastidiosas ratas que vivían en los alrededores de los

campamentos y hacían mucho daño.

Curría, corrió aprisa para descubrir qué sucedía. Gritó

angustiado, sus gritos se alcanzaron a escuchar en los

ranchos más cercanas, lo cual atrajo a sus habitantes.

El burro mohíno de orejas y hocico blancos paró las

orejas y comenzó a fruncir si vientre y a abrir la boca

emitiendo su rebuzno desesperado, como difundiendo la

mala noticia, mientras seguía cargando sobre su lomo,

la carga de leña que Curría con tanto esmero había

cortado y cargado sobre su lomo. Los que llegaban nada

podían hacer, regresaban raudos difundiendo la

novedad en toda la región, no tardó en llenarse el

rancho. Curría daba leche con desosiego a Regina y a

sus hijos, lo que no les producía mejora alguna. Toda

aquella gente sabía cuan peligrosos eran esos venenos

de los aríjunas. Sabían que primero venían los vómitos,

luego las contracciones en el estomago y por último las

convulsiones, para luego morir. Los gritos de los niños

se habían convertido en gemidos.

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Curría, había admirado muchas veces la resistente

contextura de su mujer. Ella respetuosa y sumisa era

capaz de retorcerse en los dolores del parto sin exhalar

un grito, sabía soportar el hambre y la fatiga, incluso,

mejor que el mismo Curría. Quemando carbón y

cargando sus grandes mochilas, y ahora hacía una cosa

del todo diferente, lloraba porque sabía que ella y sus

hijos no se salvarían.

En su voz suave, casi llorando, Regina decía:

-   Un doctor –pedía–

-   Vamos, llévennos a donde el doctor Óscar Mejía, él

nos salvará.

Mireya Epieyú, la piache, estaba demorando, vivía muy

distante, por eso todos coincidían en decir:

-   Mejor llevémoslos a la compañía, mientras

esperamos a la paisana, vamos a donde un doctor,

porque pueden morirse.

Los de la puerta empujaron a los de atrás, para abrir

paso a Curría, que había cortado unas varas largas en

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donde colgaron los chinchorros que cargaron unos

Adelante y otros atrás; emprendieron el viaje buscando

salvación a sus enfermos. Era ya un problema de toda

la comunidad. Formaban una acelerada y silenciosa

procesión, que después de media hora de camino

llegarían a la compañía. El sol amarillo, proyectaba sus

sombras hacia delante, de modo que andaban

persiguiéndolas.

Llegaron por fin al lugar en que empezaba la nueva

ciudad de mampostería, la ciudad rodeada por grandes

mallas exteriores. Frescos y lindos jardines que la

adornaban, había agua constante, regándolos en forma

artificial. Mientras en las rancherías que quedaban a

escasos cinco kilómetros la gente y los animales se

morían de sed, hasta los cactos sentían el peso del

verano.

Curría vaciló un momento. Esta gente no era paisana

suya. Estos aríjunas, eran de una raza que desde su

llegada había despreciado a la estirpe de Curría,

llenándola de terror, de modo que el indígena se acercó

a la caseta de la entrada, henchido de humildad. Y,

como siempre que se acercaba a un miembro de aquella

gente, Curría se sentía débil, asustado y furioso a la vez.

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La ira y el terror se mezclaban en él. Le sería más fácil

matar a uno de ellos que hablarle, pues los de ésa

estirpe hablaban a los paisanos de Curría como si

fueran simples bestias de carga.

Para mayor sorpresa, el hombre que lo atendió, era de

su propia raza. Curría, llorando y desesperado le habló

en Wayuúnaiki:

-   Mi mujer, mis hijos y mí todo, han sido

envenenados con esa vaina que recogí aquí

–explicó– y necesitan que los curen.

No los dejó acercarse y el vigilante se negó a emplear su

viejo idioma.

-   Un momento, voy a informarlo.

Cerró la puerta, cogió un teléfono y marcó con mucha

paciencia como si nada grave sucediera.

La procesión, se amontonó para ver y oír más de cerca,

quienes fueron retirados a la fuerza. El sol proyectaba

las negras siluetas del grupo sobre los muros blancos de

la reluciente entrada, la cual muchos indígenas,

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fascinados miraban, con los ojos bien abiertos al darse

cuenta que eran ellos mismos quienes se movían en las

paredes.

Mientras el indiferente indígena, hablaba por teléfono

todos vieron cuando los niños morían. Regina, había

parido a un nuevo hijo, que emitía un gemido que

parecía a un roedor, al tiempo que moría, junto con su

envenenada madre.

Una ola de vergüenza, rabia, tristeza y rencor, recorrió

todo el grupo. Curría y sus paisanos no esperaron

contestación, dieron la vuelta y se marcharon. Ahora el

sol les daba de frente, haciéndoles fruncir sus caras y

entrecerrar los ojos. Volvieron al lugar de donde habían

salido. Allí encontraron perros, gatos, gallinas, cabras,

lagartijas, pájaros y hasta insectos muertos, también

habían comido del maldito alimento.

Al llegar al rancho de inmediato, enviaron la noticia a

los ranchos cercanos y a los familiares más distantes,

divulgándose la noticia a toda velocidad. Desde los

otros ranchos trajeron ataúdes que guardaban para

estas ocasiones.

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Los familiares y demás indígenas de la tribu, llegaron

con cabras, ovejas y vacas, que encerraron en unos

inmensos corrales, para sacrificarlos los días del velorio.

Luego las mujeres, se acercaban a los cincos ataúdes,

con cabezas y caras tapadas, con un pañuelo grande; y

allí, prorrumpían en una exclamación o quejido largo y

desconsolado, que repetían con cierto ritmo lastimero,

que invadía de tristeza a todos los presentes.

El astro rey se ponía, cuando Curría se alejó unos pocos

metros del rancho. Observó, que las nubes grises,

estaban afligidas; viajaban muy lentas en un

movimiento incierto, mientras que a las del oeste, el sol

las hería, poniéndolas rojizas; este panorama lo hizo

llorar. Bajó la cabeza y miró hacia el suelo; era una

tierra sin agua cubierta por cactos, trupillos y malezas

muy arraigados en el suelo. Entre ellos crecía una paja

grisácea y seca, siempre sedienta y moribunda. Una

lagartija tamborera, lo miraba y meneaba la cabeza;

mientras apoyaba una de sus manos en el suelo batía la

otra, como dándole el sentido pésame. El desértico

paisaje era abandonado por el sol escondiéndose con su

tristeza que en ningún tiempo antes había tenido.

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A las doce de la noche, cuando bañaban y envolvían a

los cadáveres, la luna triste y borrosa; se elevó en el

cielo, antes del primer canto de los gallos.

En la tarde del día siguiente, se trasladaron hacía el

cementerio, dándoles sepultura en una bóveda en

especie de panteón, que con exactitud tenía cinco

espacios vacíos. Quedó llena. Dicen que cuando una

bóveda queda abierta, con certeza, muere alguna

persona de esa familia y así llena ese espacio.

Las indígenas en su llanto silencioso, pedían a Dios, que

mandara su castigo a quien había matado a sus

hermanos.

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CAPÍTULO VEINTIDOS

Era una tarde de agosto en que las brisas agitaban a los

árboles, que le rompían hasta las ramas más fuertes. La

abuela no dejaba de hacer sus relatos llenos de magia y

realidad. Ahora le tocó el turno a Juan Segundo

Fonseca. Le expresó que cerca de Campo Florido, a

orillas de la vía por donde pasa el tren del carbón, más

preciso en los Cuatro Vientos, lugar en donde se formó

un pueblo con gente del mundo entero, quienes llegaron

a la Tierra de Nadie; buena y acogedora, gente de toda

clase, desde el pordiosero hasta la prostituta. A

mediados del marzo, Francisco Hernández, hijo de

Teodoro, estaba construyendo una estación de servicios.

Lo acompañaba, en calidad de maestro de obras, Juan

Segundo Fonseca, el cual era todo un hombre, pues ya

tenía treinta y ocho años, y quince de ellos, los había

pasado en lucha tenaz y bravía con la naturaleza.

Un sábado, después del pago de los obreros, la tarde

había caído ya, dejando un frío triste. Las hojas y vainas

trupillos secas, crujían bajo el manto de la brisa y las

ramas desprovistas de hojas, se movían con susurros,

tocándose unas a otras, como los enamorados. El viento

soplaba con furia arrojándoles al rostro, ramitas, arena

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y grava. Al oeste se veía el sol de conejo, que despedía

sus últimos rayos, hiriendo las nubes del contorno,

formando así, un hermosísimo arrebol.

Ya había pasado la última locomotora del día, lanzando

al aire sus eructos negros y arrastrando tras de sí una

larga fila de vagones que transportaban carbón hacía el

puerto.

Se fueron hacía Campo Florido. Ya era de noche. El

cielo había quedado limpio, y terso; la luna, que esa

noche era llena, estaba cortejando por millares de

estrellas que coqueteaban a su lado. Cuando llegaron a

su destino. Allá se dirigieron a una cantina, pidiendo

una botella de licor.

En medio de las copas, conversaba y hacían planes para

el futuro. Francisco le comentó que necesitaba que

alguien le administrara su negocio. Juan Segundo, con

gran rapidez se prestó a decir:

-   ¡Oiga! Yo le administraré la estación de servicio.

-   ¿Cómo? –le preguntó Francisco– ¿sabe usted de

eso?

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-   Yo soy especialista en ese negocio.

-   ¿Que como aprendí? Voy a contarle mi historia,

que es triste y divertida a la vez.

Le contó que su papá era una de las personas más

acaudaladas de la región. Era el dueño de un hotel muy

lujoso, al que le habían dado por nombre: “Oasis de la

península”. Además tenía un edificio de doce plantas en

la esquina de la plaza, considerado el mejor diseñado y

el más alto, en el cual funcionaban las instalaciones de

un banco, poseía una finca, llamada, la flor de la

Guajira y también era el dueño de la gasolinera que les

quedaba enfrente; la dieciséis de Julio, su padre le

colocó ese nombre ya que por tradición su familia es

devota de la virgen del Carmen.

Juan Fonseca, papá de Juan Segundo, murió en un

accidente aéreo en la sierra nevada, cuando venía de

Barranquilla de una asamblea de la empresa lechera

más importante de la región; en la cual fue aclamado

por unanimidad, como gerente, pues era el más grande

productor. A consecuencia de la muerte de su padre, su

mamá murió del corazón por la impresión de la noticia.

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El entierro se realizó en la tarde del día siguiente

llevando los ataúdes juntos al cementerio, quedando yo

solo en el mundo, ya que era el único hijo del

matrimonio, su hermana Dulce María, había sido

devorada por un caimán en el río hacía muchos años.

El día del entierro, desde las primeras horas de la tarde,

las nubes que durante todo el día estuvieron

amenazando con descargar un aguacero, en la tardecita,

abrieron sus compuertas de agua, sin que esta dejara de

caer sin ininterrupción, como señal que el cielo también

lloraba por la muerte de dos grandes personas que

acababan de ser enterradas. Llegó la noche, con un olor

a tierra mojada. El cielo estaba muy negro parecía una

bóveda humosa regada aquí y allá por el destello de

miríadas de estrellas.

-   Yo siempre fui un vago, tal vez fui por ser hijo

único; mi padre no decía nada para no

disgustarme, antes por el contrario, me daba todos

los gustos. Me mandó a estudiar en Bogotá,

Medellín, Barranquilla. En cada ciudad y colegio

que estudié, perdí los años.

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A la muerte de sus padres contaba con veinte años.

Tomó las riendas de toda aquella fortuna que había

heredado. Una fortuna que alcanzaría para levantar con

toda comodidad a más de tres generaciones de una

familia.

Lo primero que hizo fue vender el ganado, luego

hipotecó la finca, Decía que nada iba hacer con monte...

si eso lo único que da es espina. Después se fue para

Barranquilla donde duró meses en el mejor hotel. Allí

tomaba los licores más finos todos los días y llevaba

conjuntos vallenatos a amenizar sus interminables

parrandas. Cuando vino a darse cuenta, de los millones

que recibió por la finca no le quedaba un centavo.

Resolvió entonces venderle el edificio a la entidad

bancaria, y en dicha transacción recibió muchos

millones de peso. Compró una casa en Aguas Blancas,

uno de los mejores barrios de Barranquilla, por ella dio

el doble de lo que le pidieron, para que se mudaran el

mismo día. Quería humillar a todos con su plata. Se

conoció con Angélica Daza, una jovencita muy bonita,

con la cual contrajo nupcias. Le entregó varios millones

para que comprara todo lo que ella y la casa

necesitaran. Compró siete lujosos automóviles de las

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mejores marcas, para darse el lujo de no usar el mismo

vehículo todos los días. Se hizo tan famoso en

Barranquilla, que su nombre lo pronunciaban hasta los

niños de pecho. Ya no le decían Juan Segundo, si no

Don Juan.

Festejó su matrimonio como nadie antes lo había hecho.

En el mejor hotel de la ciudad. Allí hubo comida para

mil personas, estuvo amenizado por los conjuntos de:

Diomedes Díaz con Juancho Rois, Jorge Oñate con

Colacho Mendoza, Emiliano con Poncho Zuleta, El

Binomio de Oro, Beto Zabaleta con Beto Villa, Adaníes

Díaz con Héctor Zuleta, Wilfrido Vargas y Juan Piña, el

licor que se bebió fue de los más finos. Luego se fue a

pasar la luna de miel a los Estados Unidos y Europa. Al

cabo de pocos meses no tenía ni un solo peso.

Hizo una nueva venta, la del hotel. Ese dinero que le

dieron por él, solo alcanzó para ocho meses más. Se

entregó, entonces, a las peleas de gallo. Iba con

frecuencia a la gallera “Pico y Espuela”. Fue de buenas

en los gallos, siempre ganaba. Se hice celebre entre los

galleros de la región, pues las sumas que él apostaba

nadie las hacía. Sus gabelas eran hasta de cien contra

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uno, y siempre triunfaba. Cuando llegaba a la gallera

todos se llenaban de alborozo, muchos gritaban en coro:

-   Llegó Don Juan.

Así ahuyentó a los más famosos galleros. Para sostener

su fama, a todos los acompañantes y a la gallera entera,

le regalaba el licor que allí se consumiera.

De lo que dejó su padre lo último en vender fue la

gasolinera. Esa venta le dolió muchísimo, ya que con

ella su padre se hizo a tan grandiosa fortuna. Ese

dinero lo gastó al igual que todo aquel que por sus

manos pasaba.

Al pasar tres años de muertos sus padres, no le

quedaba nada de la herencia, solo unos carros

chocados, otros empeñados, la casa hipotecada, y hasta

sus cadenas y anillos, los había perdido en las casas de

empeño.

En un accidente automovilístico que tuvo, casi muere,

duró varios días inconscientes. Al sanar quedó cojo de

la pierna izquierda. De esa manera, se fue el diablo

apoderando de él y de lo que a su lado estuviera. En los

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seis meses siguientes comenzaron los primeros trabajos

de la vida a atropellarlo. Su esposa, que antes hacía

ostentación de contar con cinco empleadas para los

servicios de la casa, no tenía ni una y le tocaba hacer

todo a ella. Le quitaron la casa. La mujer se le fue con

un individuo que decía ser su mejor amigo; y, sólo se

quedó con María Milagro, su hija, de escasos dos años

de edad.

Después de quedar en esas condiciones, ya no tenía un

solo amigo que le saludara. Con muchas dificultades,

pudo conseguir el pasaje y vino a parar acá a Campo

Florido. Llegó de noche para que la gente no lo

reconociera. Como no tenía para un taxi, se fue

caminando y se presentó ante Carmen, su tía, hermana

de Rosa, su madre. La luna clara y llena se levantaba

en el firmamento. El éter limpio y estrellado hacía de

esa noche, una noche de alegría; sin embargo a él le

llenaba de tristeza regresar de esa manera a sui pueblo.

Su tía Carmen se alegró muchísimo con esa visita y

abrazada con él lloró largo rato, las lágrimas les mojaron

los vestidos. Ella como enloquecida guardó su equipaje,

acostó a María Milagro, que se había dormido, le brindó

comida y le comentó que todo el día, desde que prendió

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el fogón, estuvo haciendo huéspere, lo cual anunciaba la

pronta llegada de un visitante. Lo que más le dolió a

Juan Segundo fue que en esas circunstancias, le

brindara apoyo, aquella persona a quien menos tuvo en

cuenta en su abundancia. La tía Carmen vivía sola, ya

sus hijos Carlos, Fabio, Jenaro y Alfonso, igual que su

esposo, habían muerto. Ella vestía blusas mangas

largas, cuello de tortuga y faldas que le arrastraban.

-   ¡Ay sobrino yo lo esperaba todos los días! A mí me

comentaban siempre sobre su situación y lloraba

sola, recordando a mí hermana y mi cuñado.

Además pensaba que si ellos resucitaran,

volverían a morir al instante al ver como botó

usted, lo que ellos trabajaron toda la vida.

Fue así como empezó a sentir lo duro que es la vida sin

plata. No es tan duro ser pobre, sino serlo después de

haber sido rico.

Viviendo de lo poco que ganaba su tía en su colmena del

mercado, pasaron dos años. En esos dos años buscó a

algunos de los amigos de su padre, para que lo

ayudaran, y no lo consiguió. Con su tía, fue hasta

Corral de Piedras; pueblo donde hay personas que leen

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muy bien las cartas, y hacen trabajo de hechicería, para

arreglarle la suerte a quien buscara ayuda. A Juan

Segundo nada de eso me sirvió.

Ayudando a su tía Carmen, comenzó a vender pescado,

tomate, yuca, plátano y demás víveres. Todo esto lo

hacía por María Milagro, quien ya había empezado a

estudiar. En esa forma pasó de vendedor del mercado a

lotero. En ese oficio trabajó como nunca lo había hecho.

Todos los días muy temprano recorría el pueblo, aún en

los barrios más apartados y pobres, tratando de vender

los billetes de la lotería que nunca ganaban; con una

ansiedad que solo era concebible en un moribundo,

gritando decía:

-   Llegó la suerte –pregonaba-. No la dejen ir, porque

solo llega una sola vez en la vida.

Hacía conmovedores esfuerzos por parecer alegre,

simpático y elocuente, pero, solo bastaba verle, el sudor

y el mal semblante, para que supieran que no podía con

su alma. A veces se escondía en algunos solares

solitarios, donde nadie lo viera, y se sentaba un rato a

reposar el cansancio que lo desintegraba por dentro.

Todavía en la noche antes de jugar la lotería andaba en

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los bares, tratando de persuadir con predicas de buena

suerte a las mujeres infelices que sollozaban beodas, su

desdicha. Este número no sale hace varios meses, esta

es la flecha, les decía, dejándoles en las manos, sin

querérselos recibir, simulaba que se iba.

-   No dejen ir la suerte, que ahí está el premio.

Acabaron por perderle el respeto, se burlaban de él en

su presencia, y en los últimos tiempos ya no le decían

Juan Segundo como lo habían hecho siempre, sino que

le decían en su propia cara, Manaure, dólar y Mala

suerte. Manaure por salado, dólar era por el imperfecto

de mí pierna, que al caminar subía y bajaba, y de Mala

suerte, porque nadie acertaba con un solo número de

los billetes que él vendía. La voz se le fue convirtiendo

en un ronquido de perro. Sin embargo a medida que fue

quedando sin voz y cada día más cansado, fue

comprendiendo que no era así como estudiaría María

Milagro.

En los últimos tiempos trabajaba la albañilería, llegando

a ser uno de los mejores, siguiendo el consejo de las

leyes de la vida, que lo que uno se proponga hacer, que

lo haga con esmero y fe en Dios, y verá que la va bien.

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-   Todo lo hago por darle estudio a mí hija, que este

año termina el bachillerato, después irá a estudiar

en una universidad para venir a trabajar en las

minas del Cerro Grande, y así su padre descanse

un poco de la pena que ha encargado sobre sus

hombros durante estos dieciocho largos años, y los

que aún le faltan.

En esos momentos los ojos de Juan Segundo,

comenzaron a despedir lágrimas con lo cual hizo llorar a

Francisco. Sus lágrimas se confundían con las gotas de

licor que había sobre la mesa. Juan Segundo jadeante

dijo:

-   A usted le pido que me dé su ayuda, para que mi

hija estudie y no pase el trabajo que yo he pasado.

Pero a Juan Segundo aún le quedaba una finca que su

tía Carmen conservaba y pronto le entregaría; ella se la

había reservado para cuando aprendiera a vivir. Su tía

Carmen, aun tenía la propiedad sobre Santa Bárbara,

finca de la familia y le entregó a Juan Segundo la parte

que le correspondía por herencia de Rosa, madre de él

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Era de madrugada ya. Los gallos comenzaron a cantar.

A esa hora estaba saliendo el molendero. El cielo seguía

limpio y terso con la luna y las estrellas avanzando su

recorrido.

Francisco Hernández, le dijo a Juan Segundo:

-   ¿Usted de dónde es?, No será que nosotros somos

familia. Porque en este pueblo todos nacemos de

una sola ascendencia.

-   Yo soy hijo de Juan Fonseca y Rosa Asís.

-   Su mamá era prima de mí papá. ¿Usted cuándo

regresó? De usted se supo que murió en un

accidente en Barranquilla. Bueno, era que yo

también me había marchado de aquí hacía varios

años.

En verdad nunca se supo porqué lloraba Juan Segundo,

si por la historia que acababa de contar ó porque estaba

borracho. De todas maneras, el licor lo había hecho

recordar el pasado.

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CAPÍTULO VEINTITRÉS

Ese día terminó el cuento de Juan Segundo. En Campo

Florido se extendió que se volvió una leyenda. Decían

que Juan Segundo estaba ordeñando en el corral.

Exprimía la ubre de la careta, la vaca colorada con cara

blanca, que le había regalado su compadre Tomás

Solano. Habían pájaros cucaracheros, posados en los

árboles cercanos, en donde entonaban un incesante

canto interminable y le miraban como diciéndole algo.

Uno de ellos bajó, al lado de las vacas se puso a picotear

y escarbar boñigas viejas, comiéndose los gusanos que

en su interior descubría. Juan Segundo que lo miraba

mientras ordeñaba, trajo a su mente los recuerdos de

tiempos pasados.

Juan Segundo exprimía la ubre con lentitud y por

momentos dejaba de hacerlo y miraba al cielo como

buscando a alguien. El ternero que estaba amarrado en

las extremidades delanteras de la vaca, cabeceaba a la

madre que soportaba la lentitud con que su nuevo

dueño, esa mañana le sacaba la comida de su hijo.

Primavera con paciencia esperaba que éste terminara

para irse al potrero como todos los días.

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Juan Segundo hizo un breve viaje por lo que hasta ese

día había vivido. Primero recordó cuando sus padres lo

llevaron a Barranquilla con el pretexto de estudiar, pero,

era alejándolo de la guerra que se libraba en esos

tiempos en la familia. Un día salió en su carro de paseo;

con él viajaban muchas personas. Estaba trasnochado

porque había amanecido parrandeando. Su estado físico

le sumergió en la somnolencia y muy pronto se durmió.

Cuando quiso reaccionar, muy tarde comprendió lo que

sucedía; el carro dio vueltas y hacia el fondo del abismo

fue a dar. Juan Segundo se salió del carro y perdió el

conocimiento. Cuando despertó a los cien días, se

encontraba en el hospital. Fue entonces cuando supo

que de las quince personas que llevaba la camioneta,

solo él quedaba con vida; incluso su novia que lo

acompañaba en la cabina, había muerto. Juan Segundo

no imaginaba el problema que eso acarrearía, pues, en

la puerta del hospital, las autoridades lo custodiaban

porque algunos de los familiares de los muertos,

esperaban el día de su salida para matarlo.

Después de tres meses de hospitalizado, por invención

del propietario de una funeraria y su padre, simularon

su muerte y pudieron sacarlo del hospital en un ataúd,

frente a quienes deseaban su muerte; ellos, sintieron

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satisfacción con la muerte de Juan Segundo y

presenciaron el dolor que simulaban sus familiares

cuando un vehículo con sonido funeral, lo transportaba

hasta Campo Florido, para darle supuesta sepultura. De

esta manera evadió la responsabilidad del siniestro.

También recordó cuando se instaló en Santa Bárbara, la

finca que le entregó su tía Carmen después que pasó

muchísimo trabajo, esta la heredó de su madre, cuando

realizaron la partición del patrimonio del viejo José

Agustín Asís. Entonces le colocó un plazo perentorio a

Alberto, quien la había administrado por muchos años;

lo hizo salir en poco tiempo y sin cancelarle sus

prestaciones sociales. Él se instaló en la finca, para

dirigirla con sus pocos conocimientos en este tema.

Comenzó vendiendo ganado para comprar carros y

darse una vida de rico nuevo; así aparentaba tener más

riqueza de la que poseía. En una ocasión, invitó al

gerente de una entidad bancaria, con quien parrandeó

durante una semana, conquistando que le aprobara un

crédito, para la siembra de algodón; pero, en realidad el

dinero lo utilizó para comprar un bus, que a los pocos

días le quitaron las autoridades, pues este había sido

robado. Con todos los que negociaba, lo engañaban.

Pasaron los años y fue quedando mal con las

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obligaciones; en sus intentos por salir de las deudas, el

banco le prestaba para una cosa y utilizaba el dinero

para otra, refinanciaba las deudas, así contraía nuevos

compromisos.

En los tiempos en que no pudo cumplir las obligaciones,

buscó toda clase de ayudas supersticiosas, las cuales de

nada le sirvieron, hasta que se encontró con un negro

chocoano, quien le enseñó como comunicarse con el

diablo y con éste realizó un pacto; el cual consistía en

obtener dinero a cambio de almas. En un principio

movía plata sin que su familia supiera de donde la

conseguía, pero no cancelaba las deudas que todos los

días crecían. Un tiempo después el demonio se le

presentó a cobrarle y él entregó primero al capataz de la

finca, así lo siguió haciendo con los demás empleaos, de

tal manera que todos los años se moría un trabajador.

Cuando quedó sin obreros. Hasta que un día el maligno

le pidió a María Milagro, entonces entraron en discusión

y el diablo le decía:

-   Ahora te quiero es a ti mismo. El próximo día nos

vamos los dos.

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La gente comentaba que él hablaba solo, pero era con el

demonio. Lo cierto es que no quiso entregar a su hija

María Milagro. También decían que la guerra de la

familia, se hizo más larga porque él se los entregaba al

diablo para cumplir con su pacto.

Durante la vigencia de este endeudamiento, soportó

todas las humillaciones que se pueda imaginar, hasta

que un día subastaron sus bienes; y perdió sus tierras y

el ganado que aún tenía.

Después que quedó en la miseria, se mudó a la

propiedad que le entregó su tía Carmen. Esta parcela le

correspondía por la cuota hereditaria Rosa, madre de

Juan Segundo. Entonces la tía Carmen había

conservado la parte que le correspondía de Santa

Bárbara. Le entregó este bien, en la cual se refugió en

precarias condiciones. Allí vivía con la mujer del

capataz. Ella tenía cinco hijos y con él tuvo tres más.

Los diez, aguantaban días sin probar alimentos.

Una mañana, los niños espantaron las avispas de las

flores del jardín, que eran sacudidas por la brisa

veraniega. Las avispas revoloteaban incesantes

buscando el néctar primaveral. Los niños en su

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inocencia no se percibían que también asustaban a las

avispas que recogían polen, para la miel que su padre

en el veranillo traía a la casa. Juan Segundo,

dirigiéndose a Carolina, le dijo:

-   La vida es una sola; esas insignificantes avispas

recolectan la sustancia de las flores, la convierten

en miel. Luego el hombre desvalija su casa, la

recoge y esta sirve de medicina para curar muchas

enfermedades causadas por la misma naturaleza.

Esa misma tarde Juanchito, su hijo menor, de escasos

cinco años de edad, jugaba con sus carritos que le

fabricaba Juan Segundo: unos con llantas de jabilla de

las ceibas de las orillas del río y otros de lata de

sardinas con palitos de bombón. El en su inocencia

creía que Papá Noel, venía cada año los veinticuatro de

diciembre. El niño Dios nunca llegaba a la casa de ellos.

Él creía que Dios no gustaba de los pobres, porque solo

los hijos de los ricos amanecían el veinticinco con

lujosos juguetes. Juanchito se conformaba con verlos

de lejos, pues no le permitían que les pusiera las

manos. Un día les preguntó a sus padres:

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-   ¿Qué le pasa al niño Dios con nosotros? Si

nosotros no somos malos.

Juan Segundo, aturdido por las preguntas de su hijo.

No encontraba que decirle. Para salir del aprieto en que

los puso el niño, le contestó:

-   Hijo, lo que pasa es que a él no le gustan los niños

desobedientes.

-   Papá, ¿Acaso soy yo desobediente?

El niño comenzó a llorar en los brazos de su madre

quien lo abrazaba y también sollozaba junto con él.

Enojada con su marido le dijo:

-   Dile al niño la verdad, ya está bueno. Él no es

nacido por debajo de la manga.

-   Dísela tú, siempre tengo que ser yo el que enfrenta

los momentos difíciles de esta casa.

-   ¡Ay hijo! Lo que pasa es que nosotros somos muy

pobres y no tenemos para compra esos regalos

caros –le dijo Carolina-.

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-   No entiendo, ¿entonces quién es el niño Dios?

Ustedes, los padres.

-   Sí, el niño Dios somos los padres, quienes

compramos los regalos y se los ponemos en la

madrugada, antes que amanezca.

-   Ahora si entiendo, ¿Y por qué?

Llegó el día en que Juan Segundo no aguantó más. Sin

timidez, decidió aproximarse a la casa de Tomás Solano,

su compadre, a quien él oprimía en sus buenos tiempos.

La noche anterior había escuchado a la lechuza que

cantaba y pasaba en cercanías de su casa, ese suceso lo

preocupó muchísimo que no concilió más el sueño. Esa

noche contó las sesenta y cinco veces que el gallo cantó.

Esa mañana mientras ordeñaba a Lucerito, la vaca

pintada; recordó el día cuando Tomás Solano se acercó

a la casa de su finca a pedirle con humildad, que le

bautizara a Jaime, su hijo menor. Evocó aquella tarde

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cuando encontró a las vacas de su compadre Tomás

Solano, dentro de sus predios, allí les embistió con el

machete y alcanzó a dos vacas, a las cuales causó

muchas heridas: en tendones, orejas, rabos, ubre y en

todo el cuerpo, que parecían pescados relajados. Tomás

curó las heridas su dueño las curó con paciencia sin

indagar quien sería el autor de tan horrible acción. Él

sospechaba quien podría ser, pero, le dejó esta tarea a

Dios, para que, aunque tarde hiciera justicia.

El sol despedía los primeros rayos que penetraron en el

corral y llegaron de frente a la cara de Juan Segundo,

quien tuvo que cerrar los ojos para evitar que lo

encandilaran. En ese instante reaccionó como si

despertara de un sueño. Siguió ordeñando a Primavera,

la cual ese día proporcionaba más leche que nunca. Se

paró, para evacuar la leche en otro recipiente. El

cucarachero que comía en el suelo, voló parándose en

un puntal que estaba clavado en el centro del corral y

siguió entonando la misma canción, lo cual preocupó

más a Juan Segundo. No obstante continuó su tarea

con la vaca.

Continuó con sus recuerdos y llegó al día en que se

presentó donde su compadre Tomás Solano. Durante la

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conversación que tardó varias horas, dio muchas

vueltas hasta que por fin con un nudo en la garganta y

la voz quebrada en tono suplicante le dijo:

-   Regáleme una vaca compadre. Si usted no lo hace

muy pronto moriré de hambre junto con mi familia.

El compadre que lo escuchaba con mucha atención y

que con paciencia esperaba que acabara de expresarse,

le contestó:

-   Mientras yo esté vivo, usted no va a morir, porque

sería capaz de dar hasta mi vida por salvarlo.

Tomás Solano en vez de una, le regaló dos vacas; entre

ellas a Primavera. Le entregó las que más lesiones y

cicatrices tenían. Desde ese momento, Juan Segundo

más nunca tuvo tranquilidad de ver que su compadre

aunque jamás le reclamó, ahora cobraba su dulce

venganza.

Rechazó esos recuerdos y continuó ordeñando a

primavera que entre más leche le sacaba, más le crecía

la ubre y sin el accionar derramaba a chorros el precioso

líquido.

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Al corral se aproximaron los niños con sus potes de

aceite de carro que conformaban la vajilla del hogar,

para tomar espuma en ayunas, lo cual servía de

alimento y a la vez mataba las lombrices. Uno de los

niños corrió a la casa para decirle a su madre que

llevara todos los baldes porque ese día la leche era más

abundante que todos los días. Ella hizo como el niño le

indicó. Cuando llegó al corral le entregó los recipientes a

su marido, quien sacaba uno y metía el otro para evitar

que se derramara la leche. Llenaron diez baldes y la

vaca seguía como si no la hubieran ordeñado. Al ver

esta situación Luisa le comentó:

-   Ahora si vamos a salir de pobres, porque esta es

la mejor vaca del mundo.

Y sorprendida le dijo:

-   Ve Juan Segundo, ¿Ese cucarachero que está

diciendo?

Juan Segundo no reveló a su mujer lo que estaba

pensando, pero un mal presentimiento llevaba por

dentro. Sin embargo le contestó:

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-   Desde que llegué a ordeñar no ha hecho más que

cantar.

En un instante sin que nadie pudiera ayudarle, Juan

Segundo cayó en medio de las patas de la vaca con la

cabeza dentro del balde el cual estaba lleno. Carolina y

sus hijos corrieron, gritando:

-   ¡Ay Dios mío!, ¿Qué pasa?

Cuando entraron en el corral, Tomás Solano se

aproximó corriendo, entró también y Carolina le dijo:

-   Ay señor Tomás Solano, ayúdeme, que se muere

su compadre!

Al corral también se aproximó Gerardo, el ahijado de

Juan Segundo, a quien nunca le había regalado nada,

quien sorprendido también contemplaba a su padrino.

Las vacas, los terneros y los cucaracheros también se

apostaron a orillas de Juan Segundo el cual había

muerto y su cuerpo se fue tornándose en leche y

evaporándose en poco tiempo, hasta cuando

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desapareció por completo. En ese momento todos vieron

cuando salió una culebra grande y negra que presurosa

se introdujo en el matorral a orillas del corral. Los

presentes vieron como los baldes antes llenos de leche,

quedaron repletos de sangre. Se escuchó en el aire, el

eco de una carcajada burlona y un fuerte olor de azufre.

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CAPÍTULO VEINTICUATRO

El sol aun no había salido, la neblina arrastraba por el

suelo, cuando José Agustín se había sentado en el

asiento debajo del caracolí, en el cual solía hacerlo

todos los días.

-   Abuela cuénteme con detalles las muertes de papá

Cachencho, mama Erne y los otros familiares que

fallecieron sin que los mataran como sucedió con

casi toda la familia.

Adelaida en las montañas trajo a su mente los

momentos más tristes de su vida.

-   No sé cuánto, pero, te aseguro que algún día es

mañana. Ahora te contaré sobre los que fallecieron

como Dios manda; ya te hablé de los que

fallecieron en esa guerra loca.

Recordó comentó con melancolía:

-   Erne y yo observamos que Cachencho casi no

comía, se estaba poniendo flaco, entonces lo

purgamos con una toma de sen. Siguió perdiendo

peso, hasta que nos dimos cuenta que no comía

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porque no aguantaba el dolor en la lengua; una

peladura no le cicatrizaba. La lengua la tenía en

carne viva. Entonces alistamos el viaje con

Gumersindo y Antonio, quienes se trasladaron con

él a Barranquilla.

En Barranquilla, le realizaron todos los exámenes del

caso. Los médicos recomendaron las radiaciones, para

cauterizarle las lesiones ocasionadas por el tabaco. Le

practicaron las primeras sesiones, las cuales eran tan

fuertes y dolorosas, que cuando ordenaron las otras él

no aceptó. Les dijo a sus hijos:

-   Por lo que ustedes más quieran, llévenme a morir a

mí casa sin este sufrimiento. De todos modos voy a

morir, pero al lado de Adelaida y Ernestina. Yo

siento morir cuando me hacen esa cosa en mí

lengua.

-   Gumersindo me contó que cuando su papá salía de

esas sesiones de radiaciones, era como para

morirse, lloraba como un niño, y no quería volver a

ellas. Quedaba mareado y vomitando hasta tres

días.

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Lo trajeron demacrado y pálido. Caminaba agarrado de

otra persona, porque se caía solo. Después del regreso

duró poco tiempo vivo. Expiró un veintiséis de

noviembre a las cinco y media de la tarde. Lo enterraron

al día siguiente, y cuando terminaron de sepultarlo, ya

caían las primeras gotas de un aguacero que duró toda

la noche y los días siguientes hasta el novenario. El

ataúd lo habían comprado sus hijos cuando regresaron

de Barranquilla; estaba guardado en el cuarto que hacía

las veces de bodega, contiguo a los aposentos de

Adelaida y Ernestina.

-   Murió hace veinte años, tres meses y veintiocho

días, murió en el hueso, de hambre, no podía

comer porque su lengua se le consumió toda, hasta

que le salió un hoyo en la garganta y las palabras

eran como en otro idioma. Nadie le entendía,

incluso en los últimos días ni yo le entendía.

- Ernestina también murió casi en las mismas

condiciones. A ella le salió una bola en la garganta

que no la dejaba comer y también falleció flaquita,

en el hueso, ahora en mayo se cumplen diez años.

Yo no sé qué sería, pero, a la hora en que ella

expiró, salió del aposento un pájaro negro, con

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unas alas grandotas. El misterioso animal

desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Ahora

que recuerdo cuando murió Crescencio también

salió un pájaro igual.

-   Quien que después murió fue Evaristo. Él padeció

un año con una novedad en estómago, tampoco

podía comer. Murió igual César, tu papá, como él

no volvió a comer desde que falleció Tomaza, tu

mamá. Eso fue muy duro para mí.

Cuatro años más tarde, continuaron las muertes, esta

vez fue uno todos los años.

-   Después le tocó el turno Rosario. A ella le salió

azúcar en la sangre. Se la llevaron para

Barranquilla, en donde le hacían diálisis cada dos

días, hasta que la trajeron muerta un quince de

agosto.

-   El año siguiente falleció Esperanza, la única hija

de Dolores. A ella le dio un mal que le dañó los

riñones, le trasplantaron otros en Maracaibo, pero,

sufrió mucho, ella y su madre; esa muerte se la

llevó a ella también.

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-   El seis de junio siguiente, después de sufrir

durante cinco años murió Gumersindo, igual que

Cachencho.

-   Aun no nos habíamos repuesto de la muerte de

Gumersindo, cuando falleció Dolores, el diecinueve

de noviembre del mismo año, también de azúcar

en la sangre.

-   Al año siguiente, el día antes del cabo de año de

Dolores, cayó Antonio.

-   María Elisa, a la cual le coloqué el nombre de mi

madre. Ella vive en Maicao, y solo viene con sus

hijos en Semana Santa. Pero ahora si me perdió el

rumbo.

-   Otros familiares también han muerto de lo mismo:

cáncer o azúcar en la sangre.

-   Mamá, pero, en nuestra familia no se hereda nada

bueno.

.

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Por lo que la abuela acababa de contar a José Agustín,

podía razonarse que a esta familia le circundaba un sino

trágico, que no se le encontraba explicación en la

ciencia, si no en la tradición popular. Ellos creían que

su mala suerte, se debía a las maldiciones proferidas

por el cura al cual habían intentado asesinar unos

habitantes de Campo Florido en centurias pasadas y

que aun hoy permanecen vigentes hasta el fin del

mundo.

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CAPÍTULO VEINTICINCO

En los días en que estaban preparando el

derrumbamiento del puente, trajeron a un joven, que

mantenían secuestrado. Él cargaba en su mano derecha

un maletín y colgada en el hombro izquierdo una

guitarra. José Agustín estableció una gran amistad, era

su tocayo; su nombre era José Alfonso Maestre, pero, le

decían “Chiche”. Él por las tardes interpretaba su el

instrumento, al cual le sacaba bellas melodías.

En julio antes del cumpleaños de Adelaida, se le cayeron

las hojas a los árboles. Estos quedaron pelados como si

fueran a morirse. Las brisas arrastraban las hojas, que se

amontonaron en las hondonadas formando una

acolchonada hojarasca, en donde se escondían los

insectos, ranas y reptiles. Cuando cayeron las primeras

lluvias de agosto, corrían despavoridas: las iguanas hacia

los árboles, las culebras a cualquier hoyo y las lagartijas

sin rumbo desconocido. Adelaida comentó:

-   Ya está pasando el veranillo y la segunda pinta

que va ser buena. Hay que quemar rápido esa

socola, para sembrar el maíz.

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La tarde comenzó a caer, cuando la abuela se ubicó en

el patio para leer; esa era la hora de hacerlo todos los

días. Ella siempre tenía algo para estudiar; era una

costumbre de la familia. La familia inventó una frase:

“El que lee aprende” y es verdad porque en los libros,

periódicos y revistas, se encuentra escrito lo que existe y

además en el mundo todo se repite, por eso la lectura

permite conocer errores pasados, para no reiterar en

asuntos negativos.

Mientras los combatientes andaban tomando medidas

sobre la misión de volar el puente, la mujer que siempre

los cuidaba, se quedó con José Agustín y su abuela. Él

no olvidaba las miradas de la muchacha, que cada día

eran más insistentes. Cuando por fin un día habló con

ella, entonces le preguntó:

-   ¿Cómo te llamas?

-   Me llaman Rosa de la tarde.

-   Tu nombre es bonito, parece como de novela. ¿De

quién eres mujer?

-   Si te digo la verdad, no me vas a creer.

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-   Di, aunque me toque sufrir.

-   De nadie, desde niña me enamoré de un imposible

y aun sigo soñando con él.

-   Tú no crees en Dios, él tarda, pero no olvida, algún

día te recompensará.

Fue cuando ella, con ímpetu se quitó la máscara y le

dijo:

-   Si eso quieres, conóceme. ¿Satisfecho?

-   ¡Ay!, Tú eres Flor Alba –dijo entusiasmado-

Solo en ese momento, él entendió lo del supuesto

nombre de guerrillera. Rosa de la tarde, es lo contrario a

flor de la mañana.

-   Yo soy la misma que viste y calza.

-   Aquí me llamas Rosa, ni se te ocurra decirme Flor.

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Ella lo miro sonriente; después se sonrojó, pero sin

bajar la mirada.

-   Te estás ruborizando –le dijo José Agustín- ¿Te

sonrojas muy a menudo?

-   Nunca. Me voy, mañana seguimos hablando.

José Agustín permaneció inmóvil contemplándola,

cuando la muchacha se alejaba hacia su habitación, sin

atreverse a indagar el motivo de su retiro.

Después que la muchacha se alejó, la vieja movió la

cabeza como afirmando, al recordarla e inició una

conversación con el nieto.

-   ¡Hijo! –le dijo Adelaida- Perdóname si te hice daño

con mí actitud.

Adelaida había enviado a José Agustín, a estudiar a

España por dos grandes razones: una para que se

superara y no fuera igual que los demás de la familia;

otra para separarlo de Flor Alba. Ella era del mismo

linaje. Su madre había muerto de cáncer y todos sus

ascendentes padecieron del mismo mal y en los últimos

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tiempos habían descubierto que sufrían de diabetes.

Estos motivos obligaron a la abuela que deseaba un

mejor futuro para su estirpe.

-   Perdóname, si fue malo, que padecieras. Creo que

al fin y al cabo, fue mejor.

La abuela lo transportó al pasado, y él recordó cuando,

cumplió los siete años, comenzaron a aflojársele los

dientes. Él no manifestó esta nueva situación, hasta que

un día le descubrieron hinchada la encía, próximo a

salirle una andana. Su abuelo le agarró revisó con los

dedos índice y pulgar hasta que le aflojó un incisivo, le

amarró un hilo e inició una lucha con el niño, quien no

dejaba que le extrajeran nada. La abuela lo persuadió

diciéndole:

-   ¡Ay! hijo, deja que te lo saquen porque esos

dientes montados son muy feos, y tu eres muy

lindo.

-   Es que me duele mucho.

Crescencio le explicó, que él mismo se fuera halando

poco a poco, hasta que sin darse cuenta ya tenía el

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diente en la mano. Su abuela le dio una taza de agua

con sal. Embuchó varias veces del benigno líquido hasta

cuando dejó de sangrar. Después ella le enseñó que

arrojara a un techo de palma y expresara un estribillo

que decía:

-   Ratoncito, ratoncito, toma tu diente viejo y

mándame uno nuevo.

En efecto, a los pocos días, le comenzó a salir el diente

que le había pedido al ratoncito.

-   El niño le mostró a la abuela que el diente que le

mandó el ratoncito, tenía un serrucho en la punta.

-   Sí, te mandó uno de los de él para que comas de

todo.

Al siguiente día por la tarde cuando José Agustín

conversaba con Rosa de la Tarde, un pájaro se paró en

un guarumo seco junto a la casa y ladeó la cabeza hacia

él. Tenía los ojos redondos, grandes y brillantes. Lo

miró de frente. Luego se alejó revoloteando y

desapareció en el horizonte. Él se asustó porque le

parecía que le enviaba una señal con su mirada.

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A prima noche, en alguna parte de la montaña cantaba

un pájaro, más allá de los yarumos de la casa. El pájaro

volvió a cantar, invisible emitió un sonido sin

significado, profundo y sin modulaciones definidas,

cesando como si lo hubiera cortado un cuchillo, y luego

otra vez aquella sensación del agua veloz y tranquila

por encima de lugares secretos, notada, no vista, ni

oída.

José Agustín, miró hacia los árboles por donde se

colaba el sol y en donde el pájaro cantaba. Pero, su

búsqueda era infructuosa.

-   Ese pájaro que anoche cantaba, era extraño,

nunca lo había escuchado.

La abuela le comentó:

-   En la sierra, hace muchos años que un pájaro de

esos que le llaman Paujil, se llevó a Eulogio. El

cogió su escopeta e inició una persecución al

animal que cuando él se acercaba a donde

cantaba, volaba y se escuchaba más lejos, y así lo

fue siguiendo hasta quien sabe dónde. Más nunca

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se supo de él, por eso te digo que ese pájaro es

maligno.

Aquella noche, José Agustín se levantó a media noche

sin que la abuela se enterara. Recordaba al pájaro que

en la tarde lo había mirada con extrañeza, pero, más

fuerte era el deseo de besar aquella Rosa. Con mucho

miedo, llegó al dormitorio de Rosa de la Tarde. El árbol

de azucena estaba florecido, cuando florecía se llenaba

de unos gusanos pintados. El aroma de sus flores

invadía los alrededores, siempre que llegaba el fin del

año, este olor perduraba hasta la navidad, quedaba

cerca a la ventana de la alcoba, que aún estaba a

oscuras. La hierba hacía ruido porque José Agustín,

andaba por encima de ella a la luz de la luna, donde su

sombra no se veía diáfana y se confundía con la sombra

de las ramas de los guamos. Temeroso, temblando en

voz baja le dijo:

-   Rosa, vine a conversar contigo.

Ella estaba esperándolo.

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-   Entra que la puerta no tiene tranca. Así la he

dejado todas estas noches, para ver si te atrevías

a venir. Te he esperado siempre.

Al cabo rato comenzó a llover. Las fuertes gotas del

aguacero sobre el techo, sonaban como lo habían hecho

siempre y él transportó sus pensamientos a los tiempos

de su niñez, cuando era inocente y feliz. Recordó

cuando volaba cometas con sus primos, en el cerro más

cercano a la casa de Mamá.

En la entrevista ella le censuró porque nunca le contestó

las cartas que le enviaba. Él le comunicó que siempre lo

hizo sin respuestas de su parte. Entonces dedujeron que

la abuela no entregaba a ella las misivas que llegaban

desde España.

-   En una oportunidad, mí abuela me comunicó que

te habías casado y marchado para otras tierras.

Sufrí mucho, pero, nada podía hacer desde tan

lejos y sin comunicación.

Él sintió que se aflojaban los brazos de la muchacha

cuando la atrajo hacia sí, notando que temblaba. José

Agustín la apretó contra su cuerpo, trataba de besar sus

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labios. La muchacha mantenía la cara contra la

almohada, pero sus brazos lo abrazaban con fuerza.

-   No tengas miedo, -le dijo riéndose- que ahora nada

ni nadie podrá separarnos.

-   No debo estar así contigo. Todos estos años he

sufrido por ti. Me resolví ingresar a esta vida por

decepción. A pesar de parecer muy brava, tengo

miedo.

-   Te quiero, mi amor. – dijo José Agustín-

-   Yo también te quiero a ti. -Contestó ella-.

Él la mantenía junto a sí, sintiéndola próxima y quieta,

notando que sus senos se erguían al rozar con su

pecho. Ahora, todo lo que antes estaba cubierto, quedó

descubierto. Donde antes había rugosidad de ropa,

había suavidad, con una firmeza que ahogaba y una

frescura que persistía, fresca por fuera y cálida por

dentro, firme mensajera de felicidad joven y amorosa,

con una delicadeza que envenenaba, y que José Agustín

no pudo soportar, por lo que le preguntó:

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- ¿Has amado a otros hombres?

-   ¡Nunca! –repuso ella con enojo.

Ella estaba apretada contra él y su boca se abrió un

poco, y de repente, teniéndola junto a sí, él fue feliz,

más feliz que nunca en el amor. Regocijado, alegre, sin

preocupaciones, sin pensar en nada, sintiendo un gran

placer, le dijo:

-   ¡Mi amor! ¡Mi cariño! ¡Mi siempre amada!

-   ¿Qué dices? –preguntó ella con asombro-

-   ¡Mi amor! –respondió él-

Estaban acostados, y él sentía su corazón palpitando

contra el suyo, mientras pasaba las manos por los

genitales inmaculados de la muchacha, que pedían más

caricias y esperaba que le hiciera el amor. Su pene no

se erguía con ninguna caricia.

-   ¿Qué te pasa? ¿O es que tienes miedo?

-Esto nunca me había sucedido, ¿Qué será?

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Preocupados hicieron de todo para se excitara y no

lograron conseguirlo.

-   ¿Qué hora es? –preguntó él-

-   El reloj está ahí colgado.

-   No te preocupes, otro día será, yo quería saber si

me amabas todavía. Así estuvo bien. Te amo.

-   No puedo hacer nada contigo mientras no

salgamos de aquí, pero eres mi amor. Ahora me

voy antes que la abuela se despierte

José Agustín le ocultó a Rosa de la tarde, que él padecía

de diabetes, y estos eran los resultados de la

enfermedad. Desde su llegada no ingirió más los

medicamentos y mucho menos siguió con la dieta. Él en

su interior sabía lo que pasaba, pero le causó pena

comunicárselo.

Ella se mantenía apretada contra él. Sus labios

buscaban los suyos, y cuando los encontró frescos,

nuevos y suaves y amorosos. Ella le dijo con temor:

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-   ¿Será que tú también sufres de azúcar en la

sangre, igual que todos en la familia. Dicen que

eso produce impotencia sexual, cuidado.

-   De pronto, porque dicen que no se hereda plata,

pero, esas cosas sí.

-   Recuerda que los genes no se equivocan. No te

vayas, quédate conmigo.

-   Me voy, porque quién aguanta a mi abuela, ella

nunca ha querido estos amores, porque somos de

la misma familia.

Era de madrugada, y la esfera del cronómetro brillaba

en la oscuridad, al observarlo más de cerca, vio que

marcaba la una. Había dejado de llover. El silencio de

la noche en las montañas era dominante. José Agustín,

salió asustado del aposento de Rosa de la Tarde. Tan

asustado iba que él pensaba, que muchos ojos lo

miraban de todas partes, pero, lo que más terror le

causó, fue cuando un animal nocturno chilló y calló de

repente. Se le pararon los pelos y la piel se la volvió de

gallina, cuando entró a su dormitorio.

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Eran las cuatro de la madrugada y en la montaña

comenzaron a despertarse todos los animales;

cantaban las aves, gritaban los monos, chillaban las

chicharras, rugía el tigre, pero entre todas cerca de la

casa cantaban los chauchaus que siempre lo hacían.

La lluvia de la noche, había mojado la tierra. En las hojas

de los árboles y en la diminuta paja del patio de la casa,

se apreciaban las gotas que se habían quedado ahí como

si acabara de escampar. Las flores del jardín dejaban

escapar el aroma como para siempre. El perfume de las

rosas del jardín, se regaba por todas partes, dejando esa

agradable fragancia, lo que hacía de ese lugar, un sitio

acogedor.

Había amanecido desde hacía rato, y el reloj marcaba

las ocho de la mañana, aun la temperatura estaba fría,

los pájaros no dejaron de cantar y la neblina parecía

humo, se sentía la fragancia de las flores de azucenas y

yarumos. La abuela no se levantaba. Entonces José

Agustín, no la llamaba para dejar que descansara. En

esos últimos días ella dormía hasta tarde.

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El sol proyectaba con plenitud sus rayos ardientes. En

la huerta las abejas sonaban como un remolino

veraniego, que emite un ruido atrapado como por un

hechizo. Era un enjambre de avispas africanizadas que

llegó en la tarde como un aguacero de invierno y se paró

en el árbol de guarumo. Allí se anidaron, al siguiente

día ya tenían su casa como si tuvieran tiempos de estar

ocupando ese lugar. El ruido de las abejas era un

zumbido que fue disminuyendo como si en vez de

hundirse en el silencio, el silencio se limitaba a

envolvernos como el agua del invierno.

El día era claro, brillante y templado ya por el sol. José

Agustín contempló a Rosa de la tarde. Después de

mirarla caminó hacia el corral. Ella también lo siguió con

la mirada. Cuando él regresó, la vieja le preguntó:

-   ¿Tú hiciste algo con ella? No me escondas que yo

sé que anoche tuviste en su habitación. Yo he

querido evitar que tus hijos padezcan las mismas

enfermedades que han sufrido las otras

generaciones, pero “No hay peor sordo que el que

no quiere oír”

-   Cierto que estuve donde ella, pero no hice nada.

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-   Tú eres adulto y puedes escoger lo que te guste. Yo

no digo más nada.

-   Mamá, a mí no me funciona el pene.

-   ¿Cómo? ¿A ti se te murió el alma tan joven?

-   Es que yo sufro de diabetes, y eso con los años

produce disfunción eréctil. Y como ya llevo muchos

meses sin tomar mis medicinas, creo que ya no

tengo esperanzas de recuperarme. Ella y yo

hicimos todo lo posible para lograrlo, sin

resultados positivos.

José Agustín, había observado que donde quiera él

orinaba se amontonaban miles de hormigas Ají Molido,

llevándose hasta el último grano de arena salpicado por

el orín arrojado por él.

Llegó el fin del año y la cosecha de maíz fue excelente,

esta se hizo por iniciativa de Adelaida. Antes de salir los

rebeldes a derrumbar el puente, recogieron maíz verde e

hicieron bollos de chichiguare, arepuelas, y cuando

estaba jojoto; lo comieron en cachapas.

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CAPÍTULO VEINTISÉIS

El día antes en que salieran a tumbar el puente, Julio

Alonso, el comandante de los combatientes, le relató a

José Agustín sobre sus acciones subversivas que durante

varios años habían venido realizando. La conversación

duró media mañana. Le explicó sobre la nueva misión

que había planeado.

-   Oiga primo, nosotros estamos librando una guerra

en contra de la compañía carbonera. Hemos

realizado cinco atentados al tren, varios

secuestros, quemado algunas máquinas y

vehículos, pero, aun no se van.

Estando conversando, llegó una mujer como de sesenta

años, con una falda larga.

-   ¿Quién es esta señora?

-   Ella es hija de Perfecta, la que interpretaba sueños

en Campo Florido. Raquel es parte de nuestra

organización; ella es quien nos asiste en las cosas

que no se ven, es muy buena. Los presento.

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-   Mucho gusto, yo soy José Agustín Asís, el médico.

-   El español, que tanto esperábamos. –dijo Raquel-

-   El mismo que viste y calza. –Respondió José

Agustín -

Dirigiéndose a Julio Alonso, le hizo una seña con la

mano.

-   ¡Déjeme ver su mano! -pidió ella–

Julio Alonso, extendió su mano. Ella se la abrió y

tomándola en la suya le pasó el pulgar, mirándola con

atención; después la dejó caer y se levantó. Él hizo lo

mismo y ella lo miró sonriendo.

-   ¿Qué ha visto? –indagó Julio Alonso- No creo

mucho en esas cosas, así que no me asusta nada

de lo que me digas.

-   ¡Nada, no he visto nada! -le repuso ella.

-   Sí, has visto alguna cosa. Solo tengo curiosidad

por saberlo. Repito, no creo en esas cosas.

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-   ¿En qué crees? –inquirió Raquel-

-   En nuestra causa. -respondió Julio Alonso-

-   Sí, ya lo he visto. -Afirmó Raquel-

-   Dime qué más viste. -insistía Julio Alonso-

-   Nada más, –dijo ella a secas–

-   ¿Dices que lo del puente será muy difícil?

–preguntó Julio Alonso-

-   ¡No! Dije que será muy importante. Pero puede

resultar difícil.

-   Sí. Ahora voy a ir a observarlo. ¿Cuántos hombres

van? – Preguntó ella -.

-   Cinco, que sirven para algo. –dijo Julio Alonso-

-   A Pablo el indio no lo cuentes, porque él va a

cuidar a los caballos. Mejor llévate diez.

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-   Es que no hay más caballos. –de nuevo dijo Julio

Alonso-

-   No seas terco, en el camino los encontrarán.

Insinuó Raquel -

Entonces Julio Alonso se volvió más comprensivo.

Dirigiéndose a Pablo el Indio, dijo:

-   Pablo, dile a Curría y a los paisanos que se

alisten, ellos son buenos. En el asunto del tren

estuvo a la altura. Que sea pronto

-   ¿Por qué no van más? -insistía Raquel- llévate

cincuenta, por lo menos, es que con el puente y el

tren juntos, va a ser feo. Luego de tumbar el

puente, tendrán que huir hacia las montañas;

mientras unos huyen, otros enfrentarán al ejército,

y así ganaremos.

-   Raquel, es que los de la vigilancia privada y los

del ejército que cuidan el puente, son de nosotros.

-   Pero, es mejor estar preparados. Dicen en Campo

Florido que “Hombre preparado vale por dos”

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-advertía Raquel- Cuando regresen de la misión

del puente, hablaremos.

-   Gracias por lo que has dicho; me agrada mucho tu

manera de hablar. –le respondió Julio Alonso–

Julio Alonso, se acercó a Raquel y en el oído le volvió a

preguntar:

-   Entonces, dime lo que viste en mí mano.

-   No, -replicó ella– no vi nada. Anda, vete a terminar

tu misión, que junto con Rosa de la tarde, cuidaré

a esta gente.

Raquel, miró a José Agustín y le dijo:

-   ¡Oiga doctor, con usted hablaré allá en el

campamento!

Julio Alonso tenía en su poder unas dos mochilas que

no dejaba un momento. Entonces José Agustín le

preguntó:

-   ¡Primo! ¿Qué contienen esas mochilas?

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-   ¡Dinamita! –contestó-.

-   ¿Qué piensa hacer con esa dinamita?

-   Vamos a tumbar el puente.

-   ¿Cuál puente?

-   El puente Guajiro.

-   No, usted no puede volar ese puente, por antojos.

Recuerde que cerca del puente viven familiares

nuestros. Entonces ¿Ésta guerra es contra el

gobierno o contra toda la sociedad? Hay que

respetar a la familia.

-   Oiga primo, -dijo Julio Alonso- en las guerras

mueren más inocentes que culpables. Ya usted

conoce lo que sucedió en la guerra de la familia.

De ahí para acá, no hay que mirar

consideraciones.

-   ¡Primo! no estoy de acuerdo con ese

planteamiento, porque hasta en la guerra hay que

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ser honesto. Para eso existe el Derecho

Internacional Humanitario. Esa es una

herramienta para utilizarla.

-   Usted no sabe que esta guerra no es regular. Lo

nuestro es considerado terrorismo, y no una causa

social y política. Explicó Julio Alonso. Primo, dijo

un pensador “El fin justifica los medios” Ha de

morir mucha gente, antes que enderecemos a este

país. Algún día este conflicto, será declarado de

carácter político, entonces negociaremos como lo

que somos, ahí si aplican todas las normas

internacionales sobre la materia.

-   Lo único que le digo primo, es que tengan en

cuenta, a la población civil que no hace parte de

esta guerra.

-   Oiga primo, allí era donde vivía Curría y su

familia, y fueron exterminados por esos forasteros.

Ahora Curría está aquí con nosotros.

- ¡Ah! si la familia que exterminaron fue la de Curría.

Entonces primo haga como usted quiera, que yo no

opino más nada. Esto es un enredo.

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De repente la vieja se volvió hacia ellos, diciéndole a

Julio Alonso:

-   ¿Eres tú un bruto? ¡Sí que lo eres! ¿Eres tú una

bestia? ¡Sí que lo eres, y mucho más! ¿Tienes

sesos? No, ¡qué vas a tenerlos! ¿Cuál es tú meta?

La justicia o la injusticia. ¡Ay! –exclamó– Es una

vergüenza que seamos las mujeres las que los

traemos al mundo a estos desalmados.

Julio Alonso, no se molestó en absoluto, entonces

ordenó a dos de sus subalternos para que recogieran

las mochilas, y dijo:

-   Cada uno tiene que hacer la que pueda de

acuerdo a sus posibilidades.

-Recuerde primo, que si ese plan lo ejecutan como

usted propone, nos perseguirán hasta en lo más

profundo de la cueva, nos matarán a todos. Olvídese

del puente, para mantenernos tranquilos por este lado

de la montaña.

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Julio Alonso y sus compañeros montaron sus caballos y

se despidieron:

-   Primo, nos vemos la próxima semana, cuando

regresemos.

-   Pueda ser que Dios lo así quiera, que haya

regreso. –le contestó José Agustín-

El día antes del viaje de José Alfonso Maestre, él invitó a

José Agustín y Rosa de la tarde a escuchar sus nuevas

canciones.

-Estas las compuse para ustedes.

“Chiche” empezó a cantar “Soy rey”. Con esas notas y

esos versos, los enamorados lloraron sin cesar y el

guitarrista terminó cantando y llorando con ellos. Otra

vez dijo:

-   Esta otra canción titulada: Pero no pude olvidarte,

la hice para sellar la historia de sus amores

José Agustín no encontraba palabras para agradecerle a

“Chiche” la deferencia que con él había tenido, de

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interpretar lo que él hubiera querido hacer. Esos eran

los sentimientos que él guardaba en lo más profundo de

su corazón,

José Alfonso Maestre se marchó el día que deberían

tumbar el puente, con su maletín en el hombro y su

guitarra que sostenía en la mano derecha, le dijo a

José Agustín:

-   Compadre ahí le dejo mi guitarra para que termine

de aprender con las clases que le di. Espero que

cuando baje al Valle ya sepa tocar como yo.

Pregúntele a cualquier persona que alguien le da

razón di mi vida, vea que lo espero. Allá le sigo

cantando mis canciones.

Ese mismo día Rosa de la tarde trasladó a los retenidos

hacia otro lugar. El cielo estaba nublado, amenazaba con

llover cuando atravesaron lo más tupido de la montaña,

llegaron a una parte bien alta. Allá estaba el

campamento, debajo de una roca que se elevaba por

encima de sus cabezas, en medio de los árboles. Ahí

estaba, y como campamento, parecía bueno. No se hacía

visible hasta llegar a él. Estaba tan oculto como la

guarida de un tigre; parecían estar bien escondidos. José

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Agustín, fue observando con detenimiento mientras se

acercaban.

En la roca había una gran cueva, con más de mil metros

cuadrados, en donde estaban ubicados los dormitorios

del grupo subversivo. Rosa de la tarde, les dijo:

-   Aquí estaremos a salvo, por si acaso las cosas no

salgan como se planearon. Acá ni con radar nos

encuentran.

Como esa noche llovió, no salió la luna; las nubes negras

cubrieron todo el cielo y hasta los caballos, eran del color

de la noche.

José Agustín, durmió hasta cuando fue despertado por el

ruido de motores del helicóptero que se movía con

lentitud como si estuviera viendo a alguna persona.

Volvía a pasar a través del cielo de las montañas, en la

dirección por la que habían pasado el día anterior. Luego

sobrevolaron a toda velocidad, tres aviones de guerra,

seguidos por nueve más, volando a mayor altura,

pasaban de tres en tres.

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Rosa de la tarde, estaba parada en la entrada de la cueva,

observando en las alturas a los aviones. José Agustín se

ocultaba en la oscuridad de la cueva, sabía que allí que

no les era posible verlos. A los caballos los habían

amarrado debajo de los frondosos árboles. El rugido de

los aviones se aproximaba cada vez más. Volvieron a

pasar más cerca, al instante sonaron unas detonaciones

con intervalos de segundos. Cayeron sobre la nueva casa

de Mamá, que estaba situada en la planicie del Cerro

Pintado. La destruyeron toda. Las cabras que pastaban

alrededor, poco antes con el zumbido de los aviones,

habían salido despavoridos, como si hubieran adivinado

lo que iba a suceder. Llegaron a toda velocidad, y se

internaron en la cueva, para salvarse como sus dueños.

Deslizándose en el interior de la cueva, José Agustín llegó

hasta la entrada, en donde permanecía Rosa o Flor,

oculta detrás de una roca que la protegía de ser vista por

los aviones. En baja voz le preguntó:

-   ¿Han volado otras veces por aquí estos aviones?

-   ¡Nunca! –dijo Rosa de la tarde- observa como

quedó la casa de Mamá.

-   No le digamos nada, porque muere enseguida.

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El sol no llegaba todavía a la entrada de la cueva. Brillaba

ahora sobre la sabana al lado del arroyo Aguas Blancas.

Ellos sabían que era imposible verlos, así como estaban a

la sombra oscura que proyectaban los árboles en las

primeras horas de la mañana, pero entró hasta donde

estaba la vieja para responderle las preguntas que

formulaba desde su improvisado lecho.

-   José Agustín ¿Qué está pasando?

- Unos aviones están sobrevolando estas montañas.

Será buscando guerrilleros.

-   Que no nos pase nada a nosotros antes de irnos

de aquí. Porque tu esposa y tus hijos te esperan.

En ese momento oyeron un zumbido más ensordecedor y

lastimero, mientras pasaban a unos doscientos metros de

altura, José Agustín perdió la cuenta de cuántos aviones

habían pasado.

A la entrada de la cueva, todos se miraron a las caras y

pusieron una expresión de horror. Desde el fondo la vieja

gritó:

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-   Que Dios nos ampare y nos favorezca, y a los

muchachos esos también.

- Esto significa algo malo. -dijo José Agustín-

Semejante concentración de aviones, no podía tener buen

significado. No habían descargado a nadie, solo habían

bombardeado la zona, para atemorizar a cualquiera que

por allí estuviera.

Aun zumbaban sus oídos del ruido de los aviones,

cuando por la tarde llegó Pablo el indio, el único

guerrillero que escapó de milagro. El contó los

pormenores del ataque dinamitero.

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CAPÍTULO VEINTISIETE

José Agustín observó a través del telescopio hacia el

valle del Ranchería, desde donde distinguió con

perfección todas las aldeas de Campo Florido, y recordó

el día que subió al cerro de la casa. Ahora vio un enorme

socavón, y en los alrededores nuevos cerros: unos

grises, otros negros; todos infecundos, que además

habían transformado el paisaje. Esta vez no vio los

cañahuates, puyes, guayacanes y otros árboles vestidos

de amarillo.

Los bombardeos de los aviones habían finalizado. Las

aves de la montaña no cantaban, y el silencio era

impresionante. Ahora reinaba la calma, cuando se oyó

el relincho de un caballo. Entre los árboles se vio

cuando los caballos llegaron corriendo y sudados;

respiraban apresurados y sus narices no daban abasto

para expulsar e inhalar el aire que necesitaban.

Montado en un caballo negro, llegó Pablo el Indio.

-   Sucedió un gran desastre. Desde un cerro cercano

donde yo esperaba a esta gente con los caballos,

vi por medio del telescopio, cuando todo voló.

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Algunos miembros de la vigilancia privada les

colaboraban, por radio les avisaron que el tren saldría a

las seis de la tarde. Pablo el Indio, movió la cabeza al

traer a su mente lo que había presenciado y después

prosiguió:

-   El tren se acercaba rápido a unos setenta

kilómetros por hora. Desde lejos, se distinguían los

ciento cincuenta vagones que arrastraban las tres

locomotoras. En mi vida no había visto cosa

semejante a esa explosión. Yo sentí una impresión

tan grande que no logro describirla. En el momento

de la explosión, las ruedas delanteras de la

máquina se levantaron y toda la tierra pareció

elevarse en una gran nube negra y con un

pavoroso rugido. Las tres locomotoras se elevaron

por sobre esa nube y las personas que las

manejaban, volaron por los aires como en una

alucinación. Después, las máquinas cayeron sobre

un costado, como un animal herido, y hubo una

nueva explosión, antes que la tierra elevada por la

primera, hubieran dejado de caer. Entonces al

poco momento se oyó sonar a las ametralladoras

de los soldados que cuidaban el puente. Se oía: ta-

ta-ta-ta. Comenzaba a oscurecerse cuando a una

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velocidad impresionante, llegaron varios carros del

ejército, disparando hacia todas partes. Las

ametralladoras de ambos bandos disparaban

mientras caían los hombres de lado y lado. Nunca

en mi vida había visto cosa igual, con las tropas

guerrilleras que huían del tren cuyos vagones

seguían cayendo en la hondonada del río. Seguí

mirando aquella desagradable escena, que parecía

más de una película que de la vida real, vi como

cayeron soldados y guerrilleros muertos, no

distinguí quienes eran porque todos vestían de

pintados, pero, murió mucha gente. Entonces solté

a los caballos y monté en el negro, para traerles la

noticia a ustedes. Vayámonos lejos de aquí,

porque ahora si nos van acabar.

José Agustín recordaba el rostro de Julio Alonso con

una tristeza como nunca. Es la tristeza que se les nota

a las personas cuando nos abandonan para siempre; la

que se expresa antes del fin.

La explotación había cambiado todo el paisaje, que en

nada se parecía al que él llevaba en sus recuerdos.

Entonces pensó: que su viaje era inevitable, pero,

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también pensaba que cómo se marcharía él, dejando a

Rosa de la tarde.

Dentro de la cueva hubo una convención entre los pocos

que habían quedado. Decidieron dividirse en grupos de

cuatro personas. Pablo el indio dijo:

-   Bueno que cada cual arranque para donde mejor

le parezca, porque esto está llegando a su final.

Raquel propuso formar un grupo con Adelaida, José

Agustín y Rosa de la tarde. Reunida con sus

compañeros, les dijo:

-   Nosotros, nos vamos para Valledupar, allá

tenemos dónde hospedarnos. Mañana partiremos.

En la noche antes del viaje, José Agustín escuchó la voz

de Rosa de la Tarde que llegó a sus oídos; dulce y pura;

era la misma voz de niña, pero, más grave y lista para

prestarse a todas las modulaciones de la ternura y de la

pasión. Muchas veces, en sus sueños, escuchó un eco

de ese mismo acento que después ha llegado a su alma,

y sus ojos han buscado en vano aquel río, donde tan

bella la vio en aquel octubre feliz.

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Rosa de la tarde llevaba la cuenta con exactitud, ya iban

treinta años que se quedó sin su único amor, pero, con

paciencia esperaba su regreso. Entonces esa noche le

dijo:

-   Mi amor, yo sé que te vas, y más nunca

regresarás. Muy pronto moriré por ti, como tú

seguirás vivo, recuérdame, nunca me olvides.

-   Te voy a dar la noticia que no quería manifestar

con anticipación. Tú también viajarás a Francia

con Mamá y conmigo. Coromoto sabrá lo nuestro,

y así viviremos como Papá Cahencho con sus dos

mujeres.

José Agustín y Adelaida, ya estaban completando el año

de servicio forzoso pactado con Julio Alonso. Adelaida

estaba acostumbrada a la vida campesina, lo cual le

sirvió de terapia, así no sufrió las dificultades por las

que pasó su nieto quien no estaba acostumbrado, pero

resistió motivado por el encuentro con Rosa de la Tarde.

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José Agustín anhelaba regresar a Francia para volver al

lado de Coromoto, Crescencio Antonio y Adelaida

Antonia, sus amores.

Durante ese año no se sintió secuestrado. Llegó un

tiempo en que pensó "No hay mal que dure cien años, ni

cuerpo que lo resista" También “No hay mal que por

bien no venga, ni mal que su bien no tenga" Esta

situación, para bien o para mal; algo le traería en el

futuro.

José Agustín recordó que la semana antes que los

rebeldes salieran a su misión, mientras Pablo el Indio

estaba ordeñando, de repente las vacas salieron del

corral dando saltos, como si alguien las espantara. Un

temblor sacudió a la tierra. La madera caía partida por

todos los lados como galletas de soda. El suelo seguía

moviéndose y las vacas corrían despavoridas. En los

árboles lejanos se escuchaban los chillidos angustiosos

de monos, micos y marimondas, que se aferraban a las

ramas para no caer con el estremecimiento de la tierra.

Ahora las vacas corrían otra vez hacia el corral, estaban

como locas. Adelaida comentó:

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-   Dicen que esa es una de las señales de acabo del

mundo.

José Agustín miró a los árboles sobre los cuales caía la

tarde, pensando en el atardecer y en el pájaro que todos

los días cantaba a esa hora. También recordaba cuando

niño se bañaba en los saltos del arroyo Aguas Blancas,

un afluente del Río Dulce, por el cual corrían perennes

las claras aguas, que no se secaban, ni el más fuerte

verano. Parecían velas blancas, como cuando se

derriten las que prenden a la virgen del Pilar en

octubre.

Los rayos del sol penetraban oblicuos por entre las

hojas de los árboles que lo cubrían la cueva. Raquel, se

apartó con José Agustín, y le dijo:

-   Yo tengo sangre de gitanos. Nosotros descendemos

de un pueblo que llegó a España, por el norte de

África, hacen ochocientos años y, aquí en

Colombia nos mezclamos con los indios Wayuú,

para dar como resultado una estirpe, con una

sabiduría, sin igual en la tierra.

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-   Entonces, ¿Por qué esta gente piensa en hacer

tanto daño? Si a los gitanos no le gusta matar a

sus semejantes, pero, a los indios de esta tribu no

les interesa matar a los que no son de su raza, y

la guerra les gusta más que la comida. En esta

guerra, hay muchos miembros de la familia que

formó el primer José Agustín Asís que vino de

España.

José Agustín se acordó cuando estaba niño que en las

orillas del río, junto al barranco muchas mariposas de

múltiples colores, centelleaban en la sombra como

manchas de sol moviéndose en todo momento. José

Agustín, las observaba como descifrando el movimiento

perpetuo de los insectos extraordinarios, sin igual en la

naturaleza.

En la noche, observaron desde las montañas una

explosión ígnea en dirección de Campo Florido, seguida

de un gran trueno, que dejó el entorno tan claro como el

día. Desde la cima del Cerro Grande siguió saliendo

candela. Comprendieron entonces que por fin Dios,

escuchaba las repetidas súplicas, que hacía toda la

tribu en nombre de su tierra; la cual era descuartizada

en forma irresponsable por forasteros.

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Seguido de la gran detonación comenzó a llover; la tierra

tenía sed. Hacía varios años no llovía. Contaban los

ancianos que en invierno, el Cerro Grande, producía un

ruido lúgubre como un ronquido, ahora lo hizo más

fuerte que nunca. No solo rugió sino que además, eructó

piedras resplandecientes como lo hizo el Vesubio, que en

tiempos remotos sepultó a Pompeya y Herculano. Por el

cráter salió tanta lava, que se transformó el paisaje,

formándose un gran cerro más alto que la Sierra

Nevada. Al mismo tiempo un terremoto de tierra meció

sobre el corazón de mi tierra durante una hora. Este

raro fenómeno natural dejó sepultada a la nueva ciudad

y a todo cuanto había en sus alrededores. Los grandes

socavones que habían hecho, quedaron tapados, que

solo se veía el gran cerro gris y más nunca se supo

donde quedaban las instalaciones mineras.

La humareda que allí se formó fue gigantesca; solo se

aplacó con el interrumpido aguacero que cayó durante

muchos días y noches. Al río Ranchería, le quedó

tapado el cauce y sus aguas regresaron hacia el sur

hasta unirse con el Río Cesar, su hermano que nace

junto con él, en la sierra nevada de Santa Marta.

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En la Sierrita, en donde subió el primer José Agustín

Asís, para decidir quedarse en esta región. Allí mismo se

había congregado toda la tribu wayuú, salvándose de la

inundación que ocurrió a consecuencia de la venganza

que la misma naturaleza, había cobrado, por el cruel

descuartizamiento en el pecho le habían hecho a una

inocente tierra y el injusto trato dado a su gente, que

habitaba en ella antes del descubrimiento de los

europeos.

A pesar de todo lo a acontecido, los tambores seguían

sonando, ahora el sonido era diferente, denotaban

alegría.

El río Cesar que nace en la sierra Nevada, adyacente al

río Ranchería, cambió su cauce y unió sus aguas con el

hermano de nacimiento, las cuales se represaron en

donde quedaba el puente Guajiro, y que se había

taponado con los restos del puente, del tren, de roca,

tierra y del carbón derramado en el cuenca del río. Con

el temblor de tierra se derrumbaron los cerros

artificiales que los explotadores habían hecho en esos

años de extracción del mineral que para ellos era bueno

y para los criollos había sido la desgracia, porque antes

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del descubrimiento y explotación de esos yacimientos la

vida era tranquila y pacífica.

En las montañas José Agustín y Adelaida se acostaron

con la resolución de partir en la mañana siguiente,

junto con Raquel y Rosa de la tarde, hacia Valledupar y

luego a Francia.

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CAPÍTULO VEINTIOCHO

Esa mañana del éxodo, despertaron con el ronquido de

Adelaida. Rosa de la tarde, se acercó al chinchorro de la

vieja, para descubrir porqué ella respiraba tan anormal.

Extrañada dijo:

-   ¡Anda! Mama Yaya está asada de fiebre.

Sus pies y manos quemaban, José Agustín le puso la

mano al revés en la frente.

-   Rosa, tráeme el termómetro, creo que la tiene la

fiebre en cuarenta.

Adelaida había perdido la voz, no respondía las preguntas

que desesperadas le formulaban. Raquel se acercó y dijo:

-   Vamos hacerle una toma de limón bien fuerte, con

eso sanará. Este malestar es de resfriado.

José Agustín, apelando a sus conocimientos científicos

opinó:

-   Tratémosla como debe ser, con antibióticos.

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Al fin se pusieron de acuerdo para el tratamiento, al fin y

al cabo, todos querían verla sana.

Pablo el indio y su grupo; entre el cual quedó incluida la

mujer que había parido el año anterior, asistida por

Adelaida y su nieto, habían viajado por la madrugada

por un camino que los conducía hacia Venezuela.

Mientras tanto el grupo de José Agustín se quedó allí por

la novedad de Adelaida. Después que la vieja se tomó la

infusión, José Agustín apoyaba la frente sobre una de sus

manos. Rosa de la tarde y Raquel permanecían al lado de

Adelaida, le tocaban la frente a cada rato. En la cueva

había un silencio dominante.

-   ¿Qué hora es?

-   Las diez de la mañana -contestó Rosa de la tarde-

-   Ya hacen tres horas que se le dio la bebida y aun

no mejora.

A las cuatro de la tarde, la fiebre no había cedido, y la

enferma continuaba delirando. Ahora conversaba con

alguien que ellos no veían. Todos los remedios caseros

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que para el supuesto resfriado se le aplicaron, habían

sido hasta entonces ineficaces.

José Agustín dispuso que se preparase un baño con

plantas medicinales. Mientras Raquel preparaba la

pócima, Rosa de la Tarde le indagó al doctor su concepto

sobre la enfermedad.

-   Es probable, que sea una fiebre cerebral –dijo-.

-   ¿Y ese dolor cual se queja en el abdomen?

-   El resfriado no tiene nada que ver con el otro mal,

pero, no se puede descuidar.

Rosa de la Tarde buscó en el botiquín, a ver si conseguía

algún medicamento, y se sorprendió al ver que Pablo el

Indio, se había llevado todas las drogas, solo quedó el

estante vacío.

-   ¿Te parece muy grave el mal? Así suelen empezar

estas fiebres, pero, si se atacan a tiempo, se logra

muchas veces vencerlas. A mí lo único que me

preocupa es la edad de mí abuela.

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-   Hablando la verdad, estoy casi seguro que a ella

la ha puesto así es el viaje para Francia. Yo sé que

ella no quiere ir para allá. Pero, mientras esté viva

hay que hacer todo hasta sanarla.

-   Y no te equivocas, porque ayer me dijo que viviera

con ella porque se iba de nuevo para Campo

Florido. Si no nos llevas, yo me hago cargo de ella.

– dijo Rosa de la tarde – Te seguiré esperando

hasta la muerte.

-   Mira Rosa, existen enfermedades que proviniendo

de sufrimientos del ánimo, se disfrazan con los

síntomas de otras, o se complican con las más

conocidas por la ciencia. Has hecho bien en

decirme ese motivo que ya sabía. Cuando se

recobre, sabré como explicarle, que el viaje no se

efectuará, y que mejor esperen que yo me traiga a

mí familia para morir acá como han muerto todos

nuestros antepasados.

Eran las tres de la madrugada y la fiebre aun no se le

quitaba. Adelaida permanecía con la vista fija hacia la

pared mirando a un cuadro del Ecce – Homo, que había

adquirido un Lunes Santo, desde hacía muchos años en

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Valledupar. Esa era otra fiesta a la cual ella asistía con

devoción. El movimiento de sus labios indicaba que

rezaba. Ya las palabras del delirio habían desaparecido,

y se notaba la mejoría. Se sentó en el chinchorro y dijo:

-   Acuéstense y duerman que ya de esta me salvé.

-   ¡Mama Yaya! ¿Usted con quién hablaba ayer

cuando agonizaba?

-   Con mi compadre Salvador Ortiz. Él vino a curarme

y a decirme que alistara el viaje, porque mi hora

estaba cerca.

Rosa de la tarde y Raquel, se retiraron mientras

Adelaida, le comunicaba un secreto. Ella dirigió a José

Agustín:

-   Allá en Francia vas hacer como hiciste en el cerro

de la casa. Escribe una novela con la historia de la

familia, no dejes un solo detalle por escribir. Que

no se te olvide nada. De esa forma perduraremos

inolvidables en el mundo.

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José Agustín entendió, que el viaje al cual ella se refería

era el de Francia, entonces quedó tranquilo, y no le

mencionó que había cambiado los planes.

-   José Agustín ahora que estamos solos, voy a

decirte lo último que me faltaba por comunicarte.

Debajo del árbol de guayacán hay dos pilas de

piedras, -dijo Adelaida mirando a los lados para

ver si de verdad estaban solos- En la pila de

piedras más alargada está sepultado el hijo de

Rosario, y en la otra al excavar dos metros,

encontrarás una múcura en donde está guardado

un tesoro que contiene: morocotas, cadenas,

collares, sortijas, pulseras, placas y lingotes de

oro; esas prendas pesan cincuenta kilos, de

mucho te servirán.

-   ¿Y para qué es todo eso? Usted no se va a morir

todavía.

- Es por si acaso, tú sabes que somos casta de

muerte. Ese tesoro también es para ti.

En la tarde pidió un espejo, se miró se pasó las manos

por la cabeza, y dijo a Rosa de la tarde:

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-   ¡Ve hija!, péiname que parezco una loca.

El semblante de Adelaida era preocupante. Estaba

pálida y la mirada entristecida. Rosa de la Tarde la

peinó, mientras Raquel la sostenía por la espalda con la

mono derecha, y con la izquierda el pecho. Le hizo dos

trenzas.

-   Es la hora de la bebida –dijo Raquel-.

Eran las siete de la noche cuando Adelaida tomó la

pócima de toronjil, paja de limón y hojas de naranjo. Les

refirió unos cuentos de los que narraba a su nieto

cuando niño. Se durmieron todos hasta el día siguiente.

Durante toda la noche José Agustín no pudo dormir. En

las horas de desvelo, desfilaron en su imaginación todos

los cuadros que vendrían después de la muerte de su

abuela, la cual no podía detenerse; era el tiempo al cual

no podía atajarse, entonces recordó las palabras que

ella le pronunció cuando él viajó a vender las tierras “Es

que el mundo se va acabando poco a poco, y nada se

puede hacer”

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Durante la noche, Tarzán aullaba con insistencia, por lo

cual Adelaida comentó:

-   Vean y ese perro qué tanto aúlla. Eso no me

parece bueno. Hay que tener mucho cuidado.

Empezaba a amanecer; algunas líneas luminosas

entraban por las rendijas de la puerta de la cueva. José

Agustín vio en la entrada principal, tres pájaros negros y

grandes, que salieron volando a mucha prisa. Entonces

recordó lo que su abuela le había contado que vio los

días en que fallecieron Crescencio y Ernestina.

-   Oigan muchachas y ustedes vieron lo que salió

volando. –comentó José Agustín-.

-   Yo los vi y no dije nada, para no asustarlos, pero,

esos son espíritus que habitan en estos lugares y

salen hacia otras moradas. –dijo Raquel-.

La luz de la lámpara fue haciéndose más y más pálida

cuando José Agustín se levantó a las cinco de la

mañana y salió a la puerta de la guarida como cualquier

fiera silvestre. Respiró profundo el aire de la mañana,

mientras escuchaba a las aves mañaneras que

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entonaban sus perennes cantos, heredadas de sus

padres. Tarzán se paró de donde permanecía

acurrucado y movió su cola, mientras rozaba su cuerpo

con el de su amo.

A las ocho José Agustín se dirigió a las enfermeras:

-   Llamémosla que hoy debemos emprender el viaje.

Yo espero que Mama Yaya estará mejor.

La encontraron estirada y arropada de pies a cabeza.

Cuando la llamaron no recibieron respuesta, entonces le

quitó la sábana y descubrió que había muerto. Parecía

una estatua, estaba tiesa y se parecía a la virgen del

Pilar.

José Agustín se abrazó a Rosa de la tarde cuando

Raquel les dijo:

-   No se asusten, pero las cosas se están

complicando.

Ellos tres miraron al suelo para examinar un ruido que

se oía desde el fondo de la cueva. Fue entonces cuando

observó a un montón de hormigas que corrían hacia

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ellos como a comérselos, al mismo tiempo, escucharon

el eco de una voz que dijo:

-   ¡ Adiooooooooos!

Fin