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LOS AVATARES DE MNEMÓSINE Y LETE 1 : PARADOJAS CULTURALES ANTE LA GUERRA DE ESTADOS UNIDOS CONTRA MÉXICO EN LA NOVELA HISTÓRICA MEXICANA DEL SIGLO XXI Hugo Méndez-Ramírez Georgia State University En 1997, el gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León, el último presi- dente de la hegemonía política de setenta años del Partido Revolucionario Institucional o PRI, organizó la conmemoración del CL aniversario de los Niños Héroes y la publicación conjunta de un estudio académico sobre la Guerra entre Estados Unidos y México en 1847, titulado En defensa de la patria. A esta celebración le siguieron otros estudios historiográficos y un par de series docu- mentales producidas por los canales culturales de televisión tanto en la unión americana como en México. 2 Desde entonces aparecieron en el país varias no- 1 Estas figuras de la mitología griega son la personificación de la memoria y el olvido, respectivamente. Mnemósine era el nombre de una fuente asociada con la diosa madre de las nueve musas “de cuyas aguas habían de beber los consultantes para tener acceso a la revelación” (Falcón Martínez et al. 437); mientras que Lete es “el nombre de una fuente o un río existente en el mundo subterráneo donde beben o se bañan los muertos para olvidar su vida anterior” (387). Este ensayo es la versión completa de la ponencia presentada en el XXXVIII Congreso Internacional del IILI en el verano de 2010 y fue publicada el año siguiente en el vol. 74, núm. 4 de la South Atlantic Review. 2 Una de estas publicaciones fue la extensa reseña crítica “Tres libros sobre la guerra Estados Unidos de América-México” por tres historiadores de la UNAM que apareció en Anuario Mexicano de Derecho Internacional. Los libros reseñados y los reseñadores son los siguientes: Diario del presidente Polk (1845-1849), Marta Morineau; Apuntes

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LOS AVATARES DE MNEMÓSINE Y LETE1: PARADOJAS CULTURALES ANTE LA GUERRA DE ESTADOS

UNIDOS CONTRA MÉXICO EN LA NOVELA HISTÓRICA MEXICANA DEL SIGLO XXI

Hugo Méndez-Ramírez Georgia State University

En 1997, el gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León, el último presi-

dente de la hegemonía política de setenta años del Partido Revolucionario Institucional o PRI, organizó la conmemoración del CL aniversario de los Niños Héroes y la publicación conjunta de un estudio académico sobre la Guerra entre Estados Unidos y México en 1847, titulado En defensa de la patria. A esta celebración le siguieron otros estudios historiográficos y un par de series docu-mentales producidas por los canales culturales de televisión tanto en la unión americana como en México.2 Desde entonces aparecieron en el país varias no-

1 Estas figuras de la mitología griega son la personificación de la memoria y el olvido, respectivamente. Mnemósine era el nombre de una fuente asociada con la diosa madre de las nueve musas “de cuyas aguas habían de beber los consultantes para tener acceso a la revelación” (Falcón Martínez et al. 437); mientras que Lete es “el nombre de una fuente o un río existente en el mundo subterráneo donde beben o se bañan los muertos para olvidar su vida anterior” (387). Este ensayo es la versión completa de la ponencia presentada en el XXXVIII Congreso Internacional del IILI en el verano de 2010 y fue publicada el año siguiente en el vol. 74, núm. 4 de la South Atlantic Review. 2 Una de estas publicaciones fue la extensa reseña crítica “Tres libros sobre la guerra Estados Unidos de América-México” por tres historiadores de la UNAM que apareció en Anuario Mexicano de Derecho Internacional. Los libros reseñados y los reseñadores son los siguientes: Diario del presidente Polk (1845-1849), Marta Morineau; Apuntes

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velas en torno a este conflicto armado y a su más infame figura, Antonio López de Santa Anna, quien en el imaginario colectivo ocupa un prestigioso lugar en la jerarquía de traidores de la patria, disputándose con Malinche y otros el honor de paria. Curiosamente, amén de considerarlo como el traidor que vendió más de la mitad del territorio, la mayoría de los mexicanos conocen poco de la vida política y militar de este controvertido personaje que fue presidente de México al menos en siete ocasiones, y aun menos de los muchos otros actores de la vida nacional durante estos años o de los protagonistas del intervencionismo y expansionismo estadounidenses que resultó en la pérdida de Tejas (parte del estado de Coahuila), Nuevo México y Alta California.

En los libros de texto del sistema escolar nacional se enfatiza el valor y el heroísmo de los Niños Héroes que defendieron con su vida el Castillo de Chapultepec. Y mientras que los niños aprenden de memoria los nombres de los jóvenes cadetes y se presenta como verdad histórica el mito de que uno de los cadetes se arrojó desde el torreón más alto del castillo envuelto en la bandera para que los invasores no la mancillaran, el análisis y discusión de la guerra o invasión estadounidense se desplaza a segundo o tercer plano, a tal punto de que en la conciencia nacional no existe una clara conexión entre uno y otro evento. En efecto, como sugiere Ricardo Méndez Silva, “a nivel general, la Guerra de Estados Unidos contra México se cubre de una simbología evasiva por varias razones, una de ellas, quizás, porque lo traumático del acontecer nos ha impuesto un mecanismo de defensa...” (22). Por lo general, tampoco se habla del papel que jugó López de Santa Anna y otros personajes en este evento ni se establece su relación con la serie de enfrentamientos que precedieron al conflicto. Resulta irónico, por ejemplo, que la batalla de El Álamo y las figuras de David Crockett y Sam Houston se conozcan en México debido a la película de Walt Disney o que se sepa de la existencia del Batallón de los San Patricios a través de Hollywood. Pocos mexicanos, por ejemplo, saben quién es Moses Austin y los detalles históricos de cómo se pobló Tejas de inmigrantes

para la guerra entre México y Estados Unidos (1848), Ricardo Méndez Silva; y En defensa de la patria (1997), Patricia Galeana (también coordinadora de la edición).

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anglosajones. Menos aún han escuchado el nombre de James K. Polk, de Manuel de la Peña y Peña, Nicholas Trist o de los diferentes personajes clave de ambos países que protagonizaron el conflicto. Son pocos también los que han leído el Tratado de Guadalupe o los que saben que López de Santa Anna fue capturado en 1836 por Sam Houston en la batalla de San Jacinto y llevado a Washington ante Andrew Jackson y luego liberado después de firmar el Tratado de Velasco, donde aceptaba y reconocía Tejas como nación independiente. Paradójicamente, a pesar de esta desconexión o falta de información, no hay nada más arraigado en la conciencia nacional ni que produzca las más fuertes reacciones de rechazo que la idea de que el país fue despojado por la fuerza con engaños y traiciones. Lo que me interesa aquí, por lo tanto, es explorar esta compleja dinámica de la cultura mexicana y su aparente amnesia histórica ante el evento más importante de su historia para entender la realidad cultural, política y económica del México actual. Congruentemente con esta dinámica cultural, y a diferencia de las múltiples expresiones literarias y artísticas en torno a la Revolución mexicana u otros períodos de la historia nacional, existen muy pocas obras o novelas dedicadas al más grande despojo territorial de la historia en todo el continente americano. Resultan por demás interesante el renovado interés sobre esta guerra y López de Santa Anna en los últimos diez años.

En 1999 apareció El seductor de la patria, de Enrique Serna, que ganó el prestigioso Premio Mazatlán; y en 2000, el año de la alternancia política, se estrenó el filme Su Alteza Serenísima, de Felipe Cazals, ambas obras sobre el controvertido general. Cuatro años después se publicó México mutilado. Raza maldita, de Francisco Martín Moreno, con lo cual, como sugiere el título, se intenta poner más énfasis en el evento histórico mismo que en la figura de López de Santa Anna. Al año siguiente apareció La invasión, del escritor chihuahuense Ignacio Solares, donde sólo se hace alusión marginal al general mexicano, centrándose exclusivamente en la invasión y en ese fatídico año de 1847.

¿Pero a qué se debe este renovado interés de algunos escritores mexicanos por novelar sobre la historia y en particular sobre un tema que en general ha permanecido soterrado en la memoria colectiva del país? Según el escritor

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Eugenio Aguirre, refiriéndose en general al auge de la novela histórica mexicana en los últimos años, las razones tienen que ver con “la madurez alcanzada por la sociedad mexicana para reflexionar sobre su pasado histórico, cuestionarlo y racionalizar los hechos cuyos efectos aún tienen influencia en la vida nacional, regional, familiar e individual” (93). Estoy de acuerdo con Aguirre en cuanto a la relevancia del pasado en el diario quehacer de la vida nacional, pero no estoy del todo seguro de que la sociedad mexicana haya alcanzado la madurez necesaria para “reflexionar sobre su pasado histórico.” Al contrario, como intentaré mostrar en las siguientes páginas, una de las razones por las cuales estos novelistas escriben sobre la historia y este tema en particular tiene que ver precisamente con la necesidad de dar respuesta a la amnesia histórica de una sociedad altamente homogeneizada por los efectos de la globalización que le impide identificarse hoy con una narrativa histórica nacional, fenómeno que llevó a Frederic Jameson y otros a declarar el fin de la Historia en la sociedad posmoderna. Al parecer, la novela histórica en México se resiste a aceptar la muerte de la historia y surge como respuesta a estos procesos de integración mundial que han llevado al país a la crisis de Estado, a la desintegración econó-mica y a la fragmentación de las estructuras sociales, creando precisamente un vacío discursivo que este tipo de novela intenta llenar. No hay que olvidar que la nueva novela histórica mexicana, como en América Latina, se inicia en los años ochenta, pero su auge en México se da en los noventa, a partir de la firma del Tratado del Libre Comercio de Norteamérica o TLCAN en 1994 y las subse-cuentes crisis sociales, políticas y económicas que han caracterizado al país hasta nuestros días. Como dice Fernando Reati, la novela histórica alude a la proble-mática actual “por medio de un desplazamiento cronológico hacia atrás, remon-tándose por lo general al período de formación nacional... como parte de una estrategia de explicación comparatista (lo que pasa hoy es idéntico a lo que pasó ayer) o genética (lo que somos hoy es el resultado de lo que fuimos ayer) (14); o como señala Fernando Aínsa: “En estas obras se trata de dar sentido y cohe-rencia a la actualidad desde una visión crítica del pasado. La historia se relee en función de las necesidades del presente” (18).

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Las novelas que aquí tratamos comparten este propósito y presentan varios de los rasgos que menciona Seymour Menton en su estudio de la nueva novela histórica latinoamericana: la distorsión de la historia mediante omisiones, exageraciones y anacronismos; la autorreferencialidad o metaficción; la intertex-tualidad; y sobre todo los conceptos bajtinianos de lo carnavalesco, la parodia y la heteroglosia.

El Seductor de la patria, de Enrique Serna, sería el mejor ejemplo de lo anterior. La novela, que fue galardonada con el Premio Mazatlán, se divide en dos partes, y al final se incluye un mapa del país antes de la pérdida de los territorios, un índice de las figuras históricas, una cronología histórica de los eventos narrados y termina con una “bibliografía sumaria”. La forma espistolar domina el discurso en primera persona a través del intercambio de cartas, pero también se presentan discursos, decretos, partes militares y otros documentos, cuya presentación es casi siempre guiada por la correspondencia que sostiene el dictador o su asistente, el coronel Manuel María Jiménez, con su hijo Manuel, quien vive en el exilio en Cuba y a quien su padre le pide encargarse de escribir sus memorias, en un intento de salvaguardar su imagen para la posteridad. La novela, por lo tanto, se presenta como una autobiografía ficcionalizada de Antonio López de Santa Anna, que siguiendo la convención de varias de la novelas del dictador, nos narra desde su vejez, desde un presente discursivo, su vida desde la infancia y su inicio como militar hasta sus últimos lastimosos días y eventual muerte en México.

A pesar de las afirmaciones del autor en la sección inicial de agradecimien-tos de que “renuncié de entrada a la objetividad histórica,” también nos dice que tuvo que revisar “los documentos que sirvieron como base a los biógrafos de Santa Anna” (9). En su novela Serna parece seguir los únicos dos textos adjudi-cados al mismo López de Santa Anna: Mi historia militar y política (1810-1874) y La guerras de México con Tejas y los Estados Unidos, así como la autobiografía inconclusa del coronel Manuel María Jiménez.3

3 En 1991, la editorial Porrúa publicó en un volumen tanto las memorias de López de Santa Anna como las de Jiménez, así como la correspondencia de José Fernando Ramírez

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En cierta forma la biografía novelada que nos presenta Serna es la versión paralela y distorsionada (esperpéntica) de la versión “autorizada” que, como dice el personaje en la novela, “[e]n la memoria de Nassau recargué deliberada-mente las tintas al hablar de mis virtudes, porque me proponía contrarrestar la propaganda del enemigo, pero en tu biografía quiero aparecer retratado de cuerpo entero, como el hombre temperamental y voluble que fui... “ (19). Se trata de un duelo de discursos narrativos, sobre todo después de los recientes intentos revisionistas de algunos historiadores como José C. Valdés y Patricia Galeana, que intentan exonerar de la traición al dictador. En otras palabras, el objetivo de las diferentes voces o registros narrativos no es ni legitimar ni invalidar el discurso de sus narradores, como afirma Lola Colomina, sino develar el egoísmo, la vanidad y mezquindad, el verdadero “perfil psicológico del personaje.” Por esa razón insiste el autor que “renunció de entrada a la objetividad histórica” para dejar “el campo libre a la imaginación.” La verborrea de Juan Suárez Navarro y la del mismo Manuel María Jiménez están íntima-mente ligadas a la figura y semblanza de López de Santa Anna. Pero también es una respuesta al hecho de que la figura de Santa Anna es más una figura de ficción que real debido, paradójicamente, no a las memorias mencionadas, sino a las biografías escritas por los historiadores. El mismo Serna confesó en un artículo publicado en Letras Libres que han sido los historiadores los que más licencias se han tomado al relatar la vida del dictador, y los describe como “novelistas embozados”: “Pero hasta yo, que pensaba alejarme lo más posible del método historiográfico, me vi obligado a deslindar la ficción de la realidad en biografías, memorias y testimonios viciados de origen, para no plagiar a los novelistas embozados que me antecedieron” (“Vidas de Santa Anna”).

y la relación que escribió Vicente Filisola sobre el papel que jugó México en la indepen-dencia de Centroamérica, a cargo de Genaro García y Carlos Pereyra. La publicación de este volumen parece ser de gran importancia para las varias novelas publicadas sobre este tema, debido a que se agregan en él documentos y correspondencias no incluidos en los originales de Genaro García, pero de suma importancia para contextualizar las memorias del general mexicano. Por ejemplo, se incluyen las cartas traducidas al español de Sam Houston a Andrew Jackson después de la captura de López de Santa Anna.

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Por un lado, es esta ficcionalización de la historia por los mismos biógrafos e historiadores lo que motiva el proyecto del escritor de escribir una biografía novelada, tratando de capturar con acierto el perfil psicológico del personaje; y por el otro, ligado al primero, es un intento de valerse de éste para hacer presente lo que llamó Agustín Yáñez en su semblanza del dictador “el espectro de una sociedad”, a una sociedad que padece de amnesia histórica. Es sobre todo un ataque sutil, “embozado” a un sistema político que ya iniciaba su decadencia a fines de los años ochenta, un tema que ha obsesionado a Serna desde su Miedo a los animales (1995).4 El texto, por lo tanto, se propone como un correlato histórico donde la figura de López de Santa Anna se convierte en la metáfora del sistema y la dinámica actual del poder en México. Como el mismo Serna indicó en una entrevista publicada en La Jornada, fue inevitable observar las similitu-des entre Santa Anna y los políticos actuales: “Los modos de gobernar no han variado mucho y tampoco ha variado la pretensión de un grupo en erigirse en símbolo nacional. Santa Anna logró convencer a los mexicanos de que él era la encarnación de la patria y lo mismo ha pasado en el siglo XX con el PRI” (Ma-teos 27).

A Serna, como a nosotros, le interesa aquí explorar precisamente el proceso de ficcionalización de esta controvertida figura histórica. Lo que lleva, por ejemplo, a un historiador como Rafael M. Muñoz, a quien Serna acusa no sólo de “leer” los pensamientos del héroe nacional, “sino que lo coloca en situaciones ficticias, pero sus invenciones redondean el perfil psicológico del personaje co-mo nunca lo hubieran hecho los datos históricos” (“Vidas” 81). De esta forma, el novelista se convierte en historiador, pues su narrativa o historia es tan válida y legítima como cualquier otra, ya que como dice el coronel Jiménez a Manuel, el hijo biógrafo, cuando éste reprocha a Jiménez sus libertades e interferencias biográficas: “Prescinda usted de los documentos apócrifos en la confección de la biografía y se quedará con un muñeco relleno de paja. Le guste o no, su padre es

4 En la opinión de Jorge Veraza, la figura de Santa Anna se reactualiza en Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, debido a lo que él considera la venta del “país a retazos al extranjero” (33).

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nuestro invento, y aun si decide reinventarlo tendrá que partir de un modelo más o menos ficticio, mucho más elocuente y pulido que el original.” (293)

En otras palabras, para Serna, López de Santa Anna, como muchas otras figuras de la historia mexicana, es una figura de ficción, un producto de la fantasía historiográfica, una invención colectiva popular más novelística que histórica, sobre todo porque la historiografía del dictador, como la de la guerra de Estados Unidos contra México, carece en el país de suficientes fuentes prima-rias fidedignas. Como afirma Josefina Zoraida Vázquez: “A ciento cincuenta años de la guerra entre México y Estados Unidos, no contamos con una historia que la comprenda en toda su complejidad” y luego agrega: “En México no que-daron tantos testimonios directos como en Estados Unidos” (México al tiempo 11-12). El interés de Serna y los otros escritores que aquí discutimos se debe en parte a este vacío historiográfico en torno a un evento tan importante y a su figura central, pero especialmente se debe también al hecho de que el estudio de los pocos documentos primarios que existen esté viciado por cuestiones personales o partidistas. Una vez más, como apunta Vázquez, “todavía no con-tamos con una narración realmente comprensible. La complejidad de la situa-ción mexicana en la década de 1840 requiere de una historia que supere las repeticiones partidistas que la han distorsionado” (En defensa 91). A esto alude el protagonista de la novela cuando acusa a los historiadores coetáneos, como Carlos María Bustamante, de ser “fantasiosos novelistas.”

En este contexto, la novela se convierte en un espacio ficcional de reflexión y análisis acerca de la historia y del discurso histórico, donde el escritor se disputa con el historiador o el biógrafo la legitimidad y el derecho de escribir sobre la historia, con el fin de crear un discurso contestatario y un espacio alternativo de análisis crítico del acontecer histórico y su correlato con el presente. Es también un intento de dar respuesta al estado de crisis nacional y al vacío historiográfico sobre el tema. En este caso, el novelista se convierte en agente o cronista testigo de la abismal distancia entre el discurso oficial del Estado y la abyecta realidad del presente histórico. En este sentido, el tono autobiográfico y testimonial de ésta y las otras novelas cobra un significado especial. Se trata de la apropiación

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de la voz o autoridad histórica debilitada y devaluada por el mismo historiador con el fin de responder a la amnesia histórica nacional que caracteriza a una cultura mexicana cada vez más sumergida en la homogeneidad global de la pos-modernidad, y por lo tanto desfamiliarizada con su propia historia, lo que des-cribió Fredric Jameson como el “debilitamiento de la historicidad.” Según Jame-son, este sentimiento o sensibilidad posmoderna, o “modo posmoderno”, como lo llama él, “emerged as an elaborated symptom of the waning of our historicity, of our lived possibility of experiencing history in some active way” (21).

Por su parte, Maurice Halbwachs indicaba en su estudio sobre la memoria colectiva “la caducidad y lejanía del pasado produce en los que se enfrentan con él una sensación de discontinuidad y extrañeza, como si fuera una realidad exterior y muerta, desprendida del encuadre familiar del presente” (cit. por Perkowska 109). En México, este debilitamiento se debe en parte al hecho de que los historiadores no han logrado cumplir con su función social de darle coherencia y sentido actual al pasado histórico. Eso explica en parte el porqué del predominio del género histórico de la novela en México. Desafortunada-mente, el problema de la caducidad histórica en el país es más real que conceptual, debido al deplorable estado físico de su material histórico. En 1997, la historiadora Patricia Galeana, directora del Archivo General de la Nación (1993-1999), convocó a un equipo de expertos de la UNAM y del ININ (Ins-tituto Nacional de Investigaciones Nucleares) para que se hiciera una evaluación del estado y condición del Palacio de Lecumberri, la antigua prisión que desde 1982 se convirtió en el Archivo General de la Nación, donde se guardan y “conservan” más de 200 años de documentos históricos. En su reporte de 1999, el equipo de expertos concluyó que las condiciones de humedad, contamina-ción, hundimiento y temperatura, así como la presencia de hongos y ácido, han afectado con “daños irreparables” miles de documentos (Galaz). Refiriéndose a esto, Miguel León Portilla, presidente de la Academia Mexicana de Historia, advirtió que “la memoria de la nación está en muy grave peligro” y que corre el riesgo de perder su memoria, como si padeciera Alzheimer o amnesia (León Portilla). Más de diez años después, de frente al bicentenario de la nación, no se

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ha resuelto aún el riesgo de perder esa legado histórico. Como afirmaría más tarde Galeana, “[f]rente a una acelerada globalización, el fortalecimiento de la identidad nacional en las nuevas generaciones es un imperativo... Hoy los jóve-nes preparatorianos reprueban historia tanto como matemáticas”, en un mo-mento cuando el adolescente necesita de la historia “para ubicarse en su mo-mento histórico y en su comunidad” (“Una nación”).

Es precisamente a esta carencia de la conciencia o memoria histórica de la nación lo que motiva a estos novelistas intentar revivir, reconstruir, recuperar ciertos eventos históricos con el fin de que el individuo encuentre, a través de este vehículo, de esta forma, un anclaje que le ayude a establecer su conexión y pertenencia, su familiarización, con esta historia. Los textos buscan que el lector reflexione analíticamente, de forma crítica, sobre la relación causa-efecto de la realidad política y económica, pero ante todo sobre su propia realidad, de sí mismo como ente histórico, inserto en un protagonismo y en una forma de agencia ante la historia. Es la reacción o respuesta de los novelistas mexicanos ante esa cancelación de la historia que propone e impone el mundo global y ante esa amnesia histórica.

Por otro lado, los escritores también están reaccionando a una memoria colectiva nacional producto de una memoria selectiva del poder del Estado. Co-mo afirma Patrick Hutton, la historia nacional “is no more than the official memory a society chooses to honor” y aclara que nunca es la sociedad entera la que decide cuáles serán los sucesos conmemorados, sino los grupos que detentan el poder, que la historia es una memoria oficial y, como tal, es un índice del poder de los grupos políticos (cit. por Perkowska, 109-110). Como puntualiza Perkowska, “la familiarización que crea una versión apropiada del pasado es, por lo tanto, una manera de promover y controlar no sólo la imagen de la nación, sino también los intereses de los grupos que la encabezan y gobiernan” (110). Lo anterior se podría describir como la historia al servicio del poder, la historia como artificio de la memoria o los acentos de la historia nacional. En otras palabras, por más de setenta años, el PRI, a través de su política cultural, desde el muralismo mexicano, la novela de la Revolución, la

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época de oro del cine mexicano, junto con los monumentos y libros de texto gratuitos de la Secretaría de Educación Pública, han reforzado y privilegiado el tema de la Revolución mexicana y creado efectivamente una memoria colectiva revolucionaria a expensas de otros eventos tal vez más importantes para la realidad actual de la nación. Es interesante que la Revolución mexicana ha sido, y en cierta forma sigue siendo, el evento histórico por excelencia y el que más ha capturado el imaginario popular, político y cultural de los mexicanos. Los corridos, los monumentos y estatuas dedicadas a los revolucionarios, por mu-cho, superan a los de cualquier otra etapa de la historia nacional. Las conmemo-raciones públicas institucionales, las prácticas simbólicas y rituales refuerzan la idea de un origen histórico representado como monumental, épico y heroico. Con el tiempo, como dice el historiador Enrique Krauze, incluso los caudillos de la Independencia serían integrados al nacionalismo revolucionario:

Sobre ellos se escribirían nuevas epopeyas, hagiografías, catecismos que darían

cuenta de sus hazañas reales o imaginarias. Este catecismo revolucionario se

enlazaría con el liberal para fundirse en uno solo: el Catecismo de la Patria

Revolucionaria. Hidalgo, Morelos, Bravo, Guerrero, Juárez se hermanarían en

el mismo cielo con Madero, Villa, Zapata, Carranza, Obregón, Calles, Cárde-

nas. (328)

Curiosamente, en 1987 Televisa, el monopolio mediático, lanzó la exitosa

serie Senda de gloria, sobre la Revolución mexicana, y más tarde en 1994, du-rante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, El vuelo del águila, sobre la figura de Porfirio Díaz, escrita por el mismo Krauze. Dos años más tarde, apareció la serie de Televisa La antorcha encendida (1996), sobre el movimiento de independencia en México. También es curioso que el interés de Serna en el tema de López de Santa Anna se inició con un proyecto para televisión similar: “Mi primer guía en esa excursión fue Fausto Zerón Medina, que a finales del 94

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me invitó a escribir una telenovela sobre la época de Santa Anna” (9).5 El mismo Serna nos dice después que el proyecto no se pudo concretar, pero no explica por qué. Posiblemente el fracasado intento se deba a que este personaje, como la guerra de Estados Unidos contra México, no forma parte del discurso épico y heroico de la Revolución. Al contrario, tanto el personaje como este episodio de la historia nacional han sido suprimidos de la memoria colectiva. Según Ricardo Méndez Silva, “[e]l estudio de nuestra historia se ha centrado en otras etapas, y como, a nivel general, la guerra de Estados Unidos contra México se cubre de una simbología evasiva por varias razones...” (22).

Tal es el caso de México mutilado: La raza maldita (2004), de Francisco Martín Moreno que, como sugiere el título, se centra en la pérdida o mutilación de más de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio mexicano y en los protagonistas centrales de este dramático acontecimiento. Si la ironía e irreve-rencia de Serna se dirige hacia la figura de Antonio López como un correlato histórico de la clase política del PRI, el sarcasmo y desprecio de Martín Moreno tiene en la mira a la “raza maldita”, a la cultura anglosajona expansionista del siglo XIX que se consideraba con el derecho divino, su providencial Destino Manifiesto, a la conquista de los territorios mexicanos. De las novelas comenta-das en este ensayo, es ésta la menos “novelada” y, al mismo tiempo, la más ficcionalizada de todas. Menos novelada, pues su discurso está caracterizado por la indecisión paradigmática del narrador que oscila entre un “yo” testigo/ personaje que es nada menos que la misma Historia y otro “yo”, que como un yo fantasmal autoritario absurdamente omnisciente se desplaza de primera a tercera persona y que, igual al escritor, se disputa con la Historia el derecho a contar la “verdad” de lo que ocurrió. Como Serna, Martín Moreno rechaza de entrada la camisa de fuerza que impone el ejercicio del historiador en favor de la libertad y flexibilidad que brinda la ficcionalización: “Iniciaré, pues, mi relato escogiendo, a mi antojo, tanto el lugar como la fecha en que se dieron los acontecimientos. No necesito de muletas ni de recursos documentados aporta-

5 Es importante señalar que Zerón Medina también participó en todas las series televisivas mencionadas como asesor, escritor o productor.

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dos por terceros ni de elementos probatorios: baste mi voz y mi memoria, ade-más de mi amor por la verdad y mi deseo de hacer justicia de una buena vez por todas y para siempre”. (24)

La ficción de Martín Moreno se constituye paralelamente como un espacio crítico contestatario y reflexivo de este traumático evento histórico. El absurdo yo narrativo-omnisciente se adjudica la autor(idad) del cronista testigo de la historia:

Yo sí, yo, yo lo vi todo, estuve presente en cada uno de los acontecimientos...

Yo asistí a batallas, parapetado a un lado de la artillería; tomé parte en el

ataque a la caballería... asistí a negociaciones entre distinguidos hombres de

monóculo, chistera y levita... conocí los pormenores de las campañas perio-

dísticas encubiertas para manipular a la opinión pública... (17-19)

La interferencia del compilador o el mismo autor es constante a través de su

personaje álter ego, un tal Martinillo a quien se describe como “un columnista ‘agrio’ y ‘amargado’”, y quien se dedica a atacar con su pluma a Santa Anna, rompiendo totalmente con las convenciones literarias de la ficción. “Martinillo parecía un fantasma que habitaba los cuartos contiguos y hasta se apoderaba de sus reflexiones [las de Santa Anna] cuando se afeitaba en las mañanas en Palacio Nacional o en El Encero” (162). De hecho, es problemático describir este texto como novela, pues tiene la forma de un ensayo de historia con casi 200 notas, citas, y una impresionante bibliografía, aunque su tono personal y subjetivo rompe también con las convenciones del ensayo histórico y lo sitúa en el espacio de la ficción. Un verdadero caos narrativo que el autor justifica en su prólogo debido al rencor, la ira y rabia personal que siente ante el despojo: “Ahí, en las aulas, se incubó mi rencor y creció un resentimiento que subsiste hasta hoy” (11), y más adelante, “la rabia se me desborda” (15). A la arbitrariedad del relato corresponde la arbitrariedad del personaje, y la caótica estructura del texto es el reflejo especular de la irracionalidad política, militar y social que caracterizó el país ante la no menos irracional invasión.

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Como novela, sin embargo, deja mucho que desear. El centro de gravedad y el que más espacio ocupa en el texto es la reunión de Alexander Slidell McKenzie con el dictador durante su exilio en Cuba en 1846 y las notas tomadas por éste (que después fueron destruidas) y su conexión con el rompimiento del bloqueo naval estadounidense ante las costas de Veracruz, así como el salvocon-ducto firmado por James Buchanan, entonces secretario de Marina, y que fue entregado por McKenzie a López de Santa Anna para regresar a México.6 Asociado con lo anterior también se dedica buena parte de la novela a la con-trovertida y misteriosa participación de Alejandro Atocha, un ciudadano espa-ñol naturalizado estadounidense, que se reunió en varias ocasiones con Polk para negociar a nombre de Santa Anna una solución pacífica al conflicto. A este episodio le sigue una amplia retrospección de López de Santa Anna, a través del “Martinillo” durante la campaña de Texas en 1836, recordando (en tercera persona) los momentos clave de la misma: las batallas de El Álamo y el Goliath, la siesta fatal en San Jacinto, su captura, la firma del Tratado de Velasco, etc. Sobresale en esta retrospección la presencia de Emily Morgan, “The Yellow Rose of Texas”, una bella mulata de formas voluptuosas, que según el imagi-nario colectivo estadounidense contribuyó a la rápida victoria de Sam Houston al seducir a Santa Anna en San Jacinto, lo cual permitió el ataque por sorpresa de las tropas de Houston. Martín Moreno recoge esta anécdota con el fin de contraponerla a la versión oficialista de la siesta fatal del dictador y de la nece-sidad de descansar las tropas. Como Serna, y a pesar de las críticas que ha reci-bido su obra, Martín Moreno también afirma su derecho de apropiarse de la función del historiador y legitimidad para contar la historia.7 El valor de esta novela radica en el exhaustivo trabajo de investigación llevado a cabo por el

6 La misión secreta de McKenzie encomendado por el presidente Polk fue hecha pública en el New York Journal of Commerce en junio de 1846. 7 En un artículo publicado en Letras Libres, J. Z. Vásquez condena las licencias históricas que se ha tomado el autor así como el tono ofuscante del relato: “El título mismo del libro... causa escozor. No cabe duda que ha resultado atractivo para la venta, pero preocupa a los interesados en la reeducación de los mexicanos” (“Verdades y mentiras”).

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autor en ambos lados del conflicto, pero sobre todo de la vasta historiografía en lengua inglesa incorporada al texto. El escritor sigue de cerca los eventos en México, cotejándolos cronológicamente con las notas del diario del presidente James K. Polk, quien dejó un detallado e impresionante registro, día a día, de sus actividades como presidente desde enero de 1845 a diciembre de 1849.

Como Serna y Solares, Martín Moreno se propone la revitalización y la rein-serción de este evento histórico en el imaginario colectivo del país, en una verdadera lucha contra el olvido. Desde luego que la novela de Martín Moreno también tiene como objetivo la crítica de la clase política actual. Pero lo que distingue esta novela de la de Serna es la búsqueda personal del autor por encontrar una especie de catarsis psicológica, una forma de liberarse de esa rabia o ira que ofusca la objetividad del relato. El proceso de escritura se con-vierte entonces en un ejercicio catártico para liberar la memoria de los “demo-nios” causados por el conflicto: “Por esta ocasión, sólo deseaba revelar a grandes zancadas lo ocurrido y liberarme, como diera lugar, del efecto causado por las palabras de mis maestros cuando me relataron el gran robo del siglo XIX” (15, énfasis mío).

Al mismo tiempo, el proyecto de Martín Moreno se propone generar lo que Ute Seydel describe como “cultura de la memoria”, un término que según Sey-del, parafraseando a Andreas Huyssen y Jan Assman, se ha desarrollado en Estados Unidos y Alemania para describir el interés en las políticas de la memo-ria y el uso político de ésta a raíz de la elaboración y “perlaboración” del Holo-causto y de la Guerra de Vietnam, que corresponde a un compromiso social y a la memoria de un grupo determinado que propone un espacio en el que se intentan resolver los traumas históricos.8

El tipo de contenido que conforma la memoria de un grupo, la manera de

organizar ese contenido y el periodo en que este grupo recuerda algún suceso

8 El término “perlaboración” es la traducción castellana de Verwindung, que se traduce con varias acepciones que incluyen el sentido de convalecencia, superar o recobrarse de una enfermedad y el de alteración o desviación, de dewinden = torcer (Seydel 58).

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dependen de las condiciones sociales y culturales del mismo. La cultura de la

memoria decide sobre lo que esta comunidad no debe olvidar, ya que su

autopercepción y la construcción de su identidad dependen en parte de la

posibilidad de rescatar del olvido los acontecimientos significativos. (Seydel

59-60)

En otras palabras, se trata de un esfuerzo político, cultural y social en Méxi-

co contra el Olvido. Por esta razón, es interesante que no exista en México ni en los Estados Unidos un monumento o memorial a los caídos de esta guerra que ha definido y dado forma a las relaciones y a los encuentros y desencuentros entre estos dos países.9 El Monumento a los Niños Héroes y El Álamo en Estados Unidos serían las excepciones. Curiosamente, como señalamos al inicio de este ensayo, en ambos casos lo que se enfatiza es el heroísmo y la inmolación patriótica de sus participantes y no el expansionismo imperialista, ni la invasión y conquista de la capital mexicana. En la conciencia nacional, este evento está desvinculado de la guerra y se ha convertido más en parte del nacionalismo posrevolucionario que del expansionismo yanqui.10

Llama la atención también que, desde el inicio del conflicto armado, con un par de excepciones, es casi inexistente el epistolario testimonial de soldados, oficiales, y otros participantes, algo que contrasta con el abundante corpus de

9 En 1981, hacia el final del régimen de José López Portillo y después de la peor crisis económica en la historia del país, se inauguró el Museo Nacional de las Intervenciones en el ex convento de Churubusco, donde se exhiben cuadros, documentos, armas y todo tipo de enseres relacionados con las invasiones de Francia, España y, claro, la de Estados Unidos. Llama la atención la colonización del lenguaje al adoptar como término descrip-tivo “intervenciones”, en lugar del más apropiado, “invasiones”, lo que refleja más bien la perspectiva del colonizador –un ejemplo más de la paradoja cultural de los mexicanos que insisten en eludir el enfrentamiento directo con este evento trágico de la historia. 10 Para el expansionismo y el “excepcionalismo”, consultar el artículo de Walter Nugent, “The American Habit of Empire, and the Cases of Polk and Bush,” donde el analista compara la política exterior de James K. Polk en México con la de George W. Bush en Irak. The Western Historical Quarterly 38.1 (Spring 2007).

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cartas que muchos soldados estadounidenses enviaron a sus familiares.11 En la novela, Martín Moreno adjudica esta carencia a la falta o poca educación de los soldados que “no redactaban ni un par de líneas por ser analfabetos en su inmensa mayoría” (589). Resulta difícil, sin embargo, pensar que también lo fueran los oficiales y militares de rango. En cierta forma, es como si desde un principio del conflicto se hubiera querido borrar de la memoria o eliminar la evidencia o documentación de la derrota, una verdad incómoda que resultaba inconveniente para la formación del concepto de la nación. Según Josefina Z. Vázquez, “[l]os invadidos, que se encontraban en situación tan triste, no tuvieron estímulos para dejar tantos testimonios y, curiosamente, no guardaron muestras de los daguerrotipos que se vendían en las ciudades ocupadas como recuerdo para los invasores.” Esperemos que, como sugiere Vázquez, existan algunos documentos testimoniales y directos en los archivos eclesiásticos, don-de, según la historiadora, “seguramente... se conserva un riquísimo material que espera consulta” (México al tiempo 12).

Tal vez fue esa carencia o vacío epistolar de testimonios personales lo que llevó a Ignacio Solares a escribir La Invasión, novela publicada un año después de la novela de Martín Moreno y a seis años de distancia de la de Serna. Esta es la primera novela donde el énfasis se centra en el conflicto armado, específica-mente en los meses de la invasión y donde la figura de su Alteza Serenísima pasa a segundo plano. El relato gira en torno al impacto personal, individual y colectivo de los mexicanos durante la invasión y la ocupación. A falta de testimonios directos y relatos personales, Solares intenta capturar la angustia, el sufrimiento y la desesperación que sentían los mexicanos al ver la crueldad del invasor y la destrucción de su bella ciudad con la bandera de las barras y las estrellas ondeando en lo alto del Palacio de Gobierno. Abelardo, el personaje central, es un aristócrata que padece de espasmos o ataques de melancolía que lo dejan inhabilitado, en cama, incapaz de accionar. Desde su madura edad o un

11 La excepción más notable son las memorias de José María Roa Bárcena, Recuerdos de la invasión norteamericana por un joven de entonces, aunque fue escrito varios años después del conflicto.

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presente discursivo, durante los años del Porfiriato, hace un recuento de su experiencia de juventud durante la ocupación estadounidense de la capital mexicana en 1847. Cada uno de los capítulos de las tres partes que componen la novela va precedido por un epígrafe tomado de varias fuentes históricas (textos primarios) de la época.

De las novelas aquí discutidas, ésta es la más novelada. El protagonista, narrador, no es una figura histórica. Es la crónica personal de un individuo común y corriente. Aquí también hay heteroglosia o alternancia narrativa entre el protagonista y sus interlocutores: el doctor Urruchúa, quien vela por su salud, aunque la voz de Abelardo es predominante. Los diálogos con su esposa Magdalena, con el doctor y el círculo de amigos en el café sirven para dar cabida a otras voces y opiniones sobre los eventos cotidianos y la inminente invasión. Hay también varios registros narrativos: el melancólico decimonónico lleno de términos técnicos y de un rico vocabulario médico que se funde y confunde con remedios caseros; otro, el amoroso, o la historia intercalada del triángulo pasio-nal entre Abelardo, su novia Isabel y la madre de Isabel; y finalmente el registro histórico cronológico desde unos meses antes de la invasión hasta el presente discursivo con su actual esposa Magdalena, que sirve como hilo conductor de las otras historias.

Como en la novela de Martín Moreno, aquí también el proceso de escritura se convierte en un proceso catártico que tiene como objeto la reconstrucción de la memoria con el fin de entender su propia existencia. El drama de Abelardo es existencial. El protagonista va a la búsqueda del rompecabezas del pasado para darle sentido y coherencia a su ser ontológico y a su ethos nacional actual. La trama se centra en el conflicto existencial y espiritual del personaje, algo que recuerda a los personajes de Azorín y Pío Baroja, quienes sufren de una crisis espiritual causada por la degradación y pérdida de las colonias en 1898 durante la guerra de Estados Unidos contra España. Solares inicia la segunda parte de su novela con una frase de Guillermo Prieto: “Patria, patria de lágrimas, mi patria” (109). De ahí que el personaje sufra de ataques de melancolía que lo paralizan por completo y de alucinaciones desde que “presiente” la invasión de Estados

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Unidos y que hasta el momento de escribir su crónica no ha podido superar. En otras palabras, la crisis existencial/espiritual del personaje tiene un referente histórico específico y eso explica y a eso se debe la amplia documentación histórica del texto. Más aún, el hecho de que todavía padezca de todas esas aflicciones en el momento de escribir su crónica sugiere que México tampoco ha superado este trauma infligido durante su gestación como nación independiente. Es significativa la elección de este periodo histórico como el espacio narrativo desde dónde contar su historia, pues el régimen de Porfirio Díaz es considerado por muchos mexicanos como un período de amplia expansión y progreso industrial, pero financiado primordialmente por el capital extranjero y, por lo mismo, como un periodo histórico de fuerte intervenciones-mo extranjero. Como afirma Magdalena, su esposa, ávida lectora de textos y circunstancias a unos cincuenta años de la invasión, “los yanquis nos siguen tratando igual que cuando nos invadieron, y no creo que las cosas vayan a cam-biar mucho en el futuro” (30). Y al final de la novela le reitera a su afligido espo-so: “Y si ya no quieren que esté Porfirio Díaz en el poder lo van a echar, y va a llegar el que ellos apoyen. Y así con todos los presidentes subsiguientes que ten-gamos en este país, hasta que el sol se enfríe y este planeta regrese a la nada de la que surgió.” (256)12

El texto y la crónica –el proceso de escritura– se convierten en el remedio para curar la aflicción. El tema de la melancolía y la parálisis del personaje, o la abulia, como la describirían los escritores españoles de la Generación del 98, le sirve al autor para enfatizar la inacción, la parálisis de la nación, sobre todo la de las clases privilegiadas, ante el claro y obvio expansionismo del vecino del norte, poniendo el dedo en la llaga del trauma histórico. Sumido en la melancolía y la abulia, Abelardo es incapaz de actuar. Le “duele México”, pero no sabe cómo o no puede abandonar su condición de clase. En el momento de la invasión norteamericana,

12 Hay que agregar que esta opinión es altamente compartida por muchos en México, que sienten que cada vez más el país ha perdido o “comprometido” su soberanía o independencia ante Estados Unidos. Al momento de escribir esto, la Iniciativa Mérida, promulgada por George W. Bush y continuada por Barack Obama, sería un ejemplo.

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en lugar de salir a luchar y defender su patria y su ciudad cuando las fuerzas estadounidenses ya han tomado casi por completo la ciudad, Abelardo decide refugiarse en su casa de Tacubaya y darle la espalda a la realidad: “permanecía en mi casa, encerrado a piedra y lodo, feliz de la vida, haciendo enloquecidamente el amor con Isabel, fuera de mí, fuera de mis males y mis llagas, fuera de la ciudad en que vivía y hasta fuera de la Tierra... sin leer un periódico ni enterarme de nada de cuanto pudiera acontecer en la calle...” (161).

Esto explica la atención brindada en la novela a una nota que publicó el general Manuel Mier y Terán en La voz de la Patria en 1830, diecisiete años antes de la invasión, donde daba parte de su expedición al norte para establecer la frontera entre México y los Estados Unidos, y en donde anunciaba ya entonces la inminente pérdida de Tejas debido al ambicioso y rápido expansio-nismo del vecino, que contrastaba con la pasividad y letargo colectivos. Al final de la cita, el desesperado general se pregunta: “¿Vamos los mexicanos a quedar-nos de brazos cruzados ante tal situación?” (cit. por Solares, La invasión 97).13 La otra cara de la moneda es el personaje histórico Caledonio Domeco de Jarauta, clérigo español que luchó contra los invasores, quien irrumpe en la escena en la casa de Abelardo poco después del rompimiento de éste con su amada Isabel. Esto lo saca momentáneamente del letargo en que se encuentra y decide unirse a la guerrilla de Jarauta, donde termina apuñalando a un soldado enemigo, algo que lo lleva de inmediato de regreso a su casa en Tacubaya, sumido de nuevo en la melancolía.

Como las novelas anteriores, la de Solares refleja uno de los logros que se ha obtenido en la historiografía mexicana de los últimos años: esto es, el fracaso o derrota del país no se debió solamente a los errores o actos de corrupción de un solo hombre, sino a una responsabilidad o culpabilidad compartida por varios actores de la vida nacional y de todos los sectores de la población. Por esta razón, la novela de Solares no se centra en la figura del dictador, sino en la me-

13 Dos años después de esa nota, Mier y Terán se quitaría la vida ensartado en su propia espada frente al sepulcro de Agustín de Iturbide en la comunidad de Padilla, Tamau-lipas.

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lancolía o la inmovilidad como aspecto fundamental del ethos o condición mexicana que llevó al país a tan desastroso destino.

Lo que me llamó la atención de estas novelas, sin embargo, es que a diferencia de otras novelas históricas éstas no se podrían considerar en realidad como revisionistas. La figura de López de Santa Anna con su megalomanía fár-sica no difiere fundamentalmente de la imagen negativa que existe y ha existido siempre en la conciencia nacional. Y aunque se agrega al debate la idea de una “culpa compartida,” tampoco se cuestionan o replantean los argumentos o motivos que llevaron a Estados Unidos a la guerra ni se desafía la opinión generalizada de que se trató del más injusto abuso de poder en la historia continental. Dicho de otro modo, tanto López de Santa Anna como los gringos siguen siendo los villanos de la historia. Lo que se hace, más bien, es brindar nuevos detalles, eventos y anécdotas de la historia que a fin de cuentas terminan reforzando y reafirmando el preestablecido imaginario nacional. Si aceptamos la premisa de que las novelas históricas son discursos intelectuales destinados a explicar el significado histórico de nuestro presente, su importancia radica entonces no en la reinterpretación del evento histórico o su figura más conocida, sino en la recuperación y reinserción de ambos en el imaginario nacional, con el fin de proveer un contexto o correlato histórico que dé sentido a los desafíos presentes y futuros que enfrenta la nación. No se trata tanto del revisionismo del imaginario histórico como del rechazo a un sistema político que con el fin de solidificarse y mantenerse en el poder promovió por más de setenta años una visión particular y limitada de la realidad histórica, cuyo eje central lo conforma un discurso narrativo sustentado en el evento histórico de la Revolución Mexicana.

Lo interesante de todo esto es que el PRI no “construyó” una historia oficial, sino que logró imponer un tema histórico oficial. Lo que sí hizo exitosamente a través de programas educativos, culturales y políticos fue institucionalizar el tema de la Revolución como tema nacional. En cierta forma, la respuesta, cooptada o no, de los escritores que han abordado el tema de la Revolución, ya sea en contra o a favor, ha contribuido durante todos estos años a la

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preservación del mito heroico de la Revolución mexicana y, por ende, al predominio y continuidad del PRI en el poder. Con esto me refiero no sólo a lo que se conoce como la novela de la revolución, sino a todo el corpus novelístico nacional desde Mariano Azuela, Juan Rulfo o Carlos Fuentes hasta Laura Esquivel, Ángeles Mastretta o incluso las recientes novelas revisionistas sobre Villa y Zapata de Paco Ignacio Taibo II y Pedro Ángel Palou, respectivamente. A esta omisión literaria se debe en parte que esta guerra de 1847 no pertenezca a la memoria oficial, sino que representa, como muchos otros en México, un suceso olvidado, ignorado, pero que ahora surge en el imaginario intelectual, cultural y literario como respuesta a la política y tema de Estado, por un lado; y como una forma de encarar la globalización que en México no es otra cosa que la invasión cultural y económica de Estados Unidos, por el otro. No hay que olvidar que México exporta más del 80% de sus productos al país del norte y que la banca “nacional”, con un par de excepciones, está en manos de capitales extranjeros, principalmente estadounidenses.

Podríamos decir que el germen de estas nuevas novelas que aquí discutimos coincide con el debilitamiento de la hegemonía política del PRI que se inicia al final de los años ochenta cuando se cuestionan los resultados de las elecciones y el triunfo de Carlos Salinas de Gortari y culmina con la victoria de Vicente Fox, el candidato del Partido Acción Nacional o PAN en las elecciones de 2000; que la alternancia política que se da ese año abre un espacio cultural que posibilita la oportunidad de pensar fuera de ese esquema hegemónico del poder y orientar la mirada a otros periodos de la historia.

En efecto, el tema de la Revolución mexicana cede el paso al siglo XIX y a los años cruciales después de la Independencia. Existe ahora un nuevo enfoque o manera de ver la historia del país. La nueva novela histórica mexicana vuelve sus ojos al período de gestación nacional en un intento por entender su presente y conforme inquiere, investiga o cuestiona, la mirada se centra insistentemente, una y otra vez, en el conflicto armado de 1847. Es como si los escritores mexicanos despertaran de un letargo existencial y empezaran a enfrentar su realidad histórica y llegaran a la conclusión de que esta guerra es el evento de

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mayor trascendencia para la realidad histórica del México de hoy; que este conflicto “original” es el que define y da forma a los encuentros y desencuentros entre las dos naciones.

A eso se debe el cambio de enfoque en estas novelas, donde podemos ver una transición que va del énfasis en el personaje o figura de Antonio López de Santa Anna o el individuo en la novela de Serna hacia el aspecto colectivo y el conflicto mismo en las novelas de Martín Moreno y Solares. De esta forma, los textos se convierten en los fragmentos del espejo roto de la memoria histórica nacional. Es como si los novelistas invitaran al lector a verse a sí mismo en ese espejo y observaran al mismo tiempo esa imagen fragmentada, mutilada del país y el verdadero rostro de su amigo vecino del norte. Quizá a esto se debe que Ignacio Solares utilice como epígrafe al final de su novela la siguiente cita de Juan José Pérez Doblado: “No era sólo la tristeza de haber perdido la mitad del territorio, de la deshonrosa invasión a nuestra ciudad, de tantos muertos por todo el país, era sobre todo la tristeza de haber visto nuestro verdadero rostro de mexicanos reflejado en aquel espejo.” (La invasión 287)

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