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Ronald Knox Meditaciones sobre la vida cristiana Capítulo I TE LLAMA He pensado que, a modo de introducción a nuestro retiro, podríamos hacer un esfuerzo de imaginación e intentar retroceder en los siglos hasta un particular incidente recogido en el Evangelio y registrado, de la forma más emotiva, por San Marcos. Me refiero a la historia del ciego llamado Bartimeo (Me 1O y Le 18) que estaba sentado mendigando al borde del camino, precisamente cuando pasó el Señor por última vez por allí, hacia Jericó. San Lucas, siempre atento a los detalles, escribe: «Oyendo pasar una multitud». Bartimeo no era como tú y como yo y no podía ver a la multitud moverse por el camino. Pero podía oír su ruido y sus voces y preguntó qué sucedía. Le dijeron que Jesús de Nazaret es taba pasando y, enseguida, cambió su cantinela de «Tened piedad de un pobre ciego» por otra más concreta: «Jesús, hijo de David, ten piedad de mí». Era ridículo, por supuesto, pretender que podría ser oído a distancia, con todo el ruido de la calle y los gritos de los vendedores ambulantes. Pero, a pesar de todo, continuó con su monótona voz de mendigo: «Jesús, hijo de David, ten piedad de mí». Después de algún tiempo, la gente que estaba cerca se cansó de oírle y le mandaban callar. ¿Acaso se consideraba tan importante como para que Jesús de Nazaret se parara a hablar con él? Pero él seguía gritando. Y, luego, nuestro Señor se vuelve en la mitad del camino y dice: «Quiero hablar con ese ciego». De inmediato, deja de ser considerado una molestia y se convierte en un héroe. La gente queda impresionada y San Marcos nos ha conservado las palabras concretas que le dirigen. Palabras que nos golpean, después de tantos siglos, con una especie de encanto. Animaequior esto, surge, vocat te: «Ten ánimo, levántate, te llama» (Me 10, 49). Sabemos bien que el Señor podía haberle devuelto la vista sin preámbulos, por un mero acto de su voluntad. Pero Él no hacía así los milagros. El ciego ha estado sentado -uno más en una fila de mendigos- todos esos años sin que nadie reparase en él, salvo algún alma caritativa que dejaba caer una moneda en su platillo. Ahora debe de sentirse

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Ronald Knox

Meditaciones sobre la vida cristiana

Capítulo I

TE LLAMA

He pensado que, a modo de introducción a nuestro retiro, podríamos hacer un esfuerzo de imaginación e intentar retroceder en los siglos hasta un particular incidente recogido en el Evangelio y registrado, de la forma más emotiva, por San Marcos. Me refiero a la historia del ciego llamado Bartimeo (Me 1O y Le 18) que estaba sentado mendigando al borde del camino, precisamente cuando pasó el Señor por última vez por allí, hacia Jericó.

San Lucas, siempre atento a los detalles, escribe: «Oyendo pasar una multitud». Bartimeo no era como tú y como yo y no podía ver a la multitud moverse por el camino. Pero podía oír su ruido y sus voces y preguntó qué sucedía. Le dijeron que Jesús de Nazaret es taba pasando y, enseguida, cambió su cantinela de «Tened piedad de un pobre ciego» por otra más concreta: «Jesús, hijo de David, ten piedad de mí». Era ridículo, por supuesto, pretender que podría ser oído a distancia, con todo el ruido de la calle y los gritos de los vendedores ambulantes. Pero, a pesar de todo, continuó con su monótona voz de mendigo: «Jesús, hijo de David, ten piedad de mí». Después de algún tiempo, la gente que estaba cerca se cansó de oírle y le mandaban callar.

¿Acaso se consideraba tan importante como para que Jesús de Nazaret se parara a hablar con él? Pero él seguía gritando. Y, luego, nuestro Señor se vuelve en la mitad del camino y dice: «Quiero hablar con ese ciego». De inmediato, deja de ser considerado una molestia y se convierte en un héroe. La gente queda impresionada y San Marcos nos ha conservado las palabras concretas que le dirigen. Palabras que nos golpean, después de tantos siglos, con una especie de encanto. Animaequior esto, surge, vocat te: «Ten ánimo, levántate, te llama» (Me 10, 49).

Sabemos bien que el Señor podía haberle devuelto la vista sin preámbulos, por un mero acto de su voluntad. Pero Él no hacía así los milagros. El ciego ha estado sentado -uno más en una fila de mendigos- todos esos años sin que nadie reparase en él, salvo algún alma caritativa que dejaba caer una moneda en su platillo. Ahora debe de sentirse importante; ha sido escogido para una entrevista especial.

«¿Qué quieres que te haga?». «Rabboni, que vea». Levantó la mirada y vio su propia imagen en los ojos de Jesús.

Una persona perdida en una multitud, hace tantos siglos. Pero señalada, hasta el fin de la historia, por el hecho de que el Señor se detuvo y reparó en él. Quiero pensar que estas conversaciones nuestras sean como una entrevista que nuestro Señor ha querido concederte. Y quiero que te apliques esas palabras que le dijeron al ciego. Palabras de ánimo, de exhortación, de invitación: Animaequior esto, surge, vocat te: «Ánimo, levántate, te llama».

De forma creciente, los tiempos en que vivimos tienen el efecto de despersonalizarnos, de hacer que nos sintamos un mero número dentro de una muchedumbre. El número de tu teléfono, la matrícula de tu coche, tu número de identificación fiscal te etiquetan como una unidad, no como una persona. No eres el Sr., la Sra. o la Srta. tal, sino eres el número tal. Estás el número quince en la lista de espera para el médico o eres el penúltimo en la cola del autobús. A veces te preguntan si eres partidario de la pena de muerte o si eres partidario del desarme, pero no eres un nombre, sino un número en una estadística. Serás como muchos; y

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otros muchos serán como tú. Ya no eres una persona.

Y entonces comienzas el retiro y te das cuenta de que el Señor te llama. No llama a otro, te llama a ti.

Animaequior esto: tranquilo, todo va bien. Sí, ha preguntado por ti personalmente, por que Él conoce a las ovejas por su nombre, se interesa por todo lo que te concierne. Incluso por las cosas que aburren a los demás: tu salud, tus manías, tus escrúpulos. Se preocupa por ti individualmente, como si fueras la única alma que hubiera creado. Dios no hace las cosas a medias, no puede hacerlas mal. Ha arreglado las cosas para encontrarte aquí; se ha ocupado de que comiences este retiro precisamente ahora, con todo ese cúmulo de preocupaciones y problemas que tienes ahora. Tú, por tu parte, casi has abandonado ya la lucha para salvaguardar tu propia identidad. Estás resignado a ser un cristiano medio, uno del montón y caminar hacia donde vayan los demás. Uno dentro de una multitud que -si Dios quiere-, tarde o temprano, llegará a las puertas del Cielo e intentará colarse, aunque sea aprovechando que nadie mira. ¿Piensas así realmente? Cuando un alma alcanza el Cielo es siempre un suceso personal. Tu trayectoria ha sido proyectada de antemano y alcanza su meta así, y no de otra forma. Y el Señor te dice: «Hicimos un plan para tu vida, ¿verdad? Y vengo a ver cómo vas desarrollándolo. Supongo que no muy brillantemente; pero no te preocupes -animaequior esto-, qué date tranquilo».

Pienso que es importante estar tranquilo para vernos tal como somos, no con una visión imaginaria; para hacerse cargo de la situación real en la que nos encontramos, aquí y ahora, y no gastar tiempo pensando en otras situaciones imaginarias que, para bien o para mal, podrían darse. No sobrecargues tu mente, no te hagas preguntas retóricas: ten calma.

Podríamos haber esperado que el Señor se iba a acercar al borde del camino donde es taba sentado el ciego, para sanarle. Si le dijo al centurión «Yo iré y le sanaré» (Mt 8, 7), y estaba dispuesto a acompañarle hasta su casa, seguramente no habría escatimado el esfuerzo de cruzar la calle para sanar a un ciego. Después de todo, para un invidente, no es tan fácil moverse. Bartimeo podía orientar su camino a lo largo de la pared para encontrar el sitio exacto donde se sentaba a mendigar diariamente. Pero quizá era pedirle demasiado que atravesara una multitud, tanteando y tropezando en las piedras del suelo, simple mente porque una voz le llamaba. Podría haber pensado: «Quiere que vaya allí y que hablemos. Muy bien, sostén mi bastón y tú ayúdame a levantarme... ¡hay tanta gente!

¿Dónde está mi capa? No puedo perderla. Los ciegos tenemos que tener cuidado con nuestras cosas. Dame una mano ¿quieres? y dime dónde tengo que poner el pie. No tan deprisa. Más despacio ...».

Este es el tipo de cuadro que podemos imaginarnos leyendo el relato de San Lucas. Pero cambiemos a San Marcos. Quizá el evangelista estuviera allí, porque conoce el nombre del ciego, Bartimeo, hijo de Timeo. A lo mejor, incluso le ofreció una mano para ayudarle. Y describe lo que sucedió: el ciego «arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús». El Señor conocía cómo era. Si le llamó, fue para darle la oportunidad de hacer justo lo que hizo: precipitarse hacia Él, -arriesgándose a tropezar-, con tal de quedar curado.

Sí, «levántate», Nuestro Señor demanda del ciego algo a modo de iniciativa y te pide lo mismo a ti. No algo excesivo, no una iniciativa heroica, porque te conoce. No; sino que espera de ti algún tipo de colaboración. Si Él te habla, debes guardar silencio y recogimiento, para que su voz pueda ser oída. Guarda silencio, en la medida de lo posible; también en tu mente. Al mismo tiempo, intenta mantener una actitud mental -en la medida de lo posible- dúctil y elástica. No te ates de antemano con propósitos de vivir tal devoción, a tal hora. Si estás haciendo alguna demasiado larga y te parece que no está ayudádote, déjala. Conserva tu libertad de espíritu lista para largar las velas, ante cualquier soplo de divina inspiración que llegue a ti.

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Después hay un tercer punto a considerar: el Señor te está llamando. Puedes objetar que eso suena ridículo, ya que Dios llama a gente como San Francisco o como Santa Juana de Arco, escogiéndolos entre toda su generación para hacer algo importante, alguna obra sensacional. Pero date cuenta de que esa afirmación no es cierta, porque se habla de la vocación al sacerdocio o a la vida religiosa y la vocación es una llamada. Podrías decir que no tienes que tomar ninguna decisión importante porque estás satisfecho en tu presente estado de vida, que es donde Él quiere que le sirvas. ¿Para qué necesito que me llame? ¿Hacia dónde me llama y para qué?

De acuerdo. Pero me parece que esa no es la única forma de llamada que el Señor nos hace. Fíjate que no llamó a Bartimeo para que fuera apóstol o para darle alguna vocación especial.

No; todo lo que sabemos es que, cuando recuperó su vista, él siguió a Jesús en su camino. Y eso, si lo piensas bien, es lo que espera de todos nosotros. El Buen Pastor llama por su nombre a cada oveja y las conduce. Podemos figurárnoslo dirigiendo su mirada sobre el rebaño y dando un grito de atención allí y otro aquí; ahora a ti, luego a mí, cuando ve que nos descarriamos de la verdadera senda. Y eso es para lo que sirve un retiro espiritual.

No somos ciegos, gracias a Dios, como Bartimeo; pero nuestras gafas pueden estar mal graduadas. No vemos siempre correcta mente. Confundimos las cosas que no valen la pena con las que sí la merecen. Y cuando Él nos pregunta «¿qué quieres que haga por ti?», tendremos que contestar: ¡Señor, que vea! Devuélveme la vista clara que tenía cuando salí del colegio, con toda la formación católica que había recibido allí. Devuélveme la vista clara que tenía cuando era un recién convertido y veía mi camino marcado de modo nítido. Devuélveme el poder de ver las cosas correctamente, como son realmente.

Y si quieres un consejo, no gastes todo tu tiempo de retiro examinando tu vida con una lupa para encontrar rotos y tomando resoluciones para zurcirlos. Por ahora déjalo estar; si puedes conseguir que al final de este retiro tengas la vista más clara, esos rotos y esos propósitos surgirán fácilmente por ellos mismos. Intenta acercarte al Señor tanto como puedas, ábrele tu corazón tanto como seas capaz. Une tu voluntad a la voluntad de Dios y deja en sus manos lo demás.