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LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo. Victor Klemperer. Editorial Minúscula, Barcelona, 2001. A menudo se cita la frase de Talleyrand según la cual el lenguaje sirve para ocultar los pensamientos del diplomático (o de la persona astuta y de dudosas intenciones). Sin embargo, la verdad es precisamente lo contrario. El lenguaje saca a la luz aquello que una persona quiere ocultar de forma deliberada, ante otros o ante sí mismo, y aquello que lleva dentro inconscientemente. Ese es también, sin duda, el sentido de la frase: La style c’est l’homme: las afirmaciones de una persona pueden ser mentira, pero su esencia queda al descubierto por el estilo de su lenguaje. (...) “... el efecto más potente no lo conseguían ni los discursos, ni los artículos, ni las octavillas, ni los carteles, ni las banderas, no lo conseguía nada que se captase mediante el pensamiento o el sentimiento conscientes. El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponían repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente. El dístico de Schiller sobre la “lengua culta que crea y piensa por ti” se suele interpretar de manera puramente estética y, por así decirlo, inofensiva. Un verso logrado en una “lengua culta” no demuestra el talento poético de quien ha dado con él; no resulta muy difícil darse aires de poeta y pensador en una lengua altamente cultivada. Pero el lenguaje no sólo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él. ¿Y si la lengua culta se ha formado a partir de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas? Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico...” Característica básica: la pobreza

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Victor Klemperer nos dejó sus apuntes filológicos sobre el régimen nacionalsocialista o nazi.

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Page 1: Klemperer, Victor: LTI La lengua del Tercer Reich -fragmentos

LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo.

Victor Klemperer. Editorial Minúscula, Barcelona, 2001.

A menudo se cita la frase de Talleyrand según la cual el lenguaje sirve para ocultar los pensamientos del diplomático (o de la persona astuta y de dudosas intenciones). Sin embargo, la verdad es precisamente lo contrario. El lenguaje saca a la luz aquello que una persona quiere ocultar de forma deliberada, ante otros o ante sí mismo, y aquello que lleva dentro inconscientemente. Ese es también, sin duda, el sentido de la frase: La style c’est l’homme: las afirmaciones de una persona pueden ser mentira, pero su esencia queda al descubierto por el estilo de su lenguaje. (...)“... el efecto más potente no lo conseguían ni los discursos, ni los artículos, ni las octavillas, ni los carteles, ni las banderas, no lo conseguía nada que se captase mediante el pensamiento o el sentimiento conscientes.El nazismo se introducía más bien en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponían repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente. El dístico de Schiller sobre la “lengua culta que crea y piensa por ti” se suele interpretar de manera puramente estética y, por así decirlo, inofensiva. Un verso logrado en una “lengua culta” no demuestra el talento poético de quien ha dado con él; no resulta muy difícil darse aires de poeta y pensador en una lengua altamente cultivada.Pero el lenguaje no sólo crea y piensa por mí, sino que guía a la vez mis emociones, dirige mi personalidad psíquica, tanto más cuanto mayores son la naturalidad y la inconsciencia con que me entrego a él. ¿Y si la lengua culta se ha formado a partir de elementos tóxicos o se ha convertido en portadora de sustancias tóxicas? Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico...”

Característica básica: la pobreza

La LTI [Lingua Tertii Imperii, Lengua del Tercer Imperio] es pobre de solemnidad. Su pobreza es fundamental; es como si hubiese prestado voto de pobreza.

Mi lucha, la biblia del nacionalsocialismo, se publicó por vez primera en 1925, y desde entonces su lenguaje quedó básicamente fijado, en el sentido literal de la palabra. Mediante la «toma del poder» por el Partido en 1933, pasó de lenguaje de grupo a lenguaje del pueblo, es decir, se apoderó de todos los ámbitos públicos y privados: de la política, de la jurisprudencia, de la economía, del arte, de la ciencia, de la escuela, del deporte, de la familia, de los jardines de infancia y de las habitaciones de los niños. (Un lenguaje de grupo siempre abarcará sólo los ámbitos a los que se refiere su cohesión, no la vida entera.) Por supuesto, la LTI se apoderó también, y con particular ahínco, del ejército; de hecho, existe cierta reciprocidad entre el lenguaje militar y la LTI, o, para ser más preciso, el lenguaje militar influyó primero en la LTI y luego esta corrompió el lenguaje del ejército. Por eso hago particular hincapié en esta irradiación. Hasta el año 1945, casi hasta el último día -el Reich1 se seguía publicando cuando Alemania estaba ya en ruinas y Berlín, cercada-, se siguieron imprimiendo cantidades ingentes de literatura de todo tipo. Octavillas, diarios, revistas, libros de texto, obras científicas y literarias.

1 Semanario fundado en 1940 por Goebbels

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A pesar de toda su duración y extensión, la LTI siguió siendo pobre y monótona, y uso la palabra «monótona» con la misma literalidad que antes el verbo «fijar». Cuando se me brindaba la oportunidad de leer -a menudo he comparado mis lecturas con un viaje en globo, que debe confiar en el viento y prescindir de una verdadera dirección-, estudiaba ora el Mito del siglo XX, ora un Anuario de bolsillo para el comerciante al por menor, hojeaba ora una revista jurídica, ora una farmacéutica, leía novelas y poemas que podían publicarse en aquellos años y oía hablar mientras barría la calle o a los obreros en la sala de máquinas: impresos o hablados, eran siempre los mismos tópicos, el mismo tono de voz, con independencia del nivel cultural de quienes los utilizaban. Y la LTI, tan todopoderosa como pobre, y todopoderosa precisamente por su pobreza, reinaba incluso entre las víctimas más perseguidas y por tanto, necesariamente, entre los enemigos mortales del nacionalsocialismo, incluso entre los judíos, en sus cartas y conversaciones y hasta en sus libros, mientras aún pudieron publicarlos.

He vivido tres épocas de la historia alemana, la del emperador Guillermo, la de la República de Weimar y la de Hitler.

La República dio plena libertad a la palabra y a la escritura, de una forma que podría calificarse de suicida; los nacionalsocialistas se jactaban de forma abierta de aprovechar únicamente los derechos otorgados por la Constitución cuando atacaban sin miramientos las instituciones y las principales ideas del Estado utilizando todos los recursos de la sátira, del sermón y de la soflama. No existían limitaciones en el ámbito del arte y de las ciencias, de la estética y de la filosofía. Nadie se sentía ligado a un dogma ético y estético, todo el mundo podía elegir libremente. Se solía elogiar esta polifónica libertad espiritual calificándola de enorme y decisivo progreso respecto a la época imperial.

Pero ¿fue la época del emperador Guillermo realmente mucho menos libre? En mis estudios sobre la Ilustración francesa me llamó a menudo la atención un parentesco decisivo entre las últimas décadas del ancien régime y la época de Guillermo II. Desde luego, bajo Luis XV y Luis XVI existía la censura, se utilizaba la Bastilla para los enemigos del rey y para los ateos y había un verdugo, y se pronunciaron una serie de sentencias sumamente severas que, así y todo, no son demasiadas si se reparten por toda la época. Y los miembros de la Ilustración lograban publicar y difundir sus escritos una y otra vez, muchas veces casi sin trabas, y cada pena que recaía en uno de ellos sólo servía para consolidar y dar a conocer los textos rebeldes.

De manera muy parecida, bajo Guillermo II aún dominaba la severidad moral y absolutista y de vez en cuando se celebraban procesos por delitos de lesa majestad, de blasfemia o contra la moral. Sin embargo, el verdadero dominador de la opinión pública era el Simplizissimus2. Debido al veto imperial, Ludwig Fulda no recibió el premio Schiller que le concedieron por su Talismán; pero, el teatro, la prensa y las revistas satíricas se permitían críticas al orden establecido cien veces más mordaces que la del dócil Talismán. Y para entregarse sin prejuicios a cualquier tendencia procedente del extranjero, así como para experimentar en los ámbitos de la literatura, de la filosofía y del arte, bajo Guillermo II tampoco existían trabas. Sólo en los últimos años del imperio la necesidad de la guerra obligó a la censura. Después de recibir el alta médica en el hospital militar, yo mismo trabajé durante bastante tiempo como perito en la oficina de control de libros Alto-Este, donde se revisaba, conforme a las normas de la censura

2 Revista literaria y de sátira política, Múnich, 1896 a 1944

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especial, toda la literatura destinada a civiles y militares de esa enorme región administrativa, y donde se procedía con bastante mayor severidad que en las oficinas de censura del interior. ¡Con qué generosidad se actuaba, qué pocas veces se decretaba una prohibición!

En las dos épocas que abarco desde mi experiencia personal existía una libertad literaria tan amplia que los poquísimos casos de aplicación de la mordaza deben considerarse excepcionales.

Como consecuencia, no sólo se desarrollaron libremente los ámbitos generales del lenguaje, en cuanto discurso y escritura, en cuanto forma periodística, científica y poética, y no sólo existían corrientes literarias generales tales como el naturalismo, el neorromanticismo, el impresionismo y el expresionismo, sino que también pudieron desarrollarse estilos plenamente individuales en todos los campos.

Hay que tener presente esta riqueza, que floreció hasta 1933 y que luego se extinguió de golpe, para comprender del todo la pobreza de la esclavitud uniformada que constituye una de las principales características de la LTI.

La causa de esta pobreza parece evidente. Una tiranía organizada hasta el último detalle controla que la doctrina del nacionalsocialismo se mantenga intacta en todos sus aspectos, incluido el lingüístico. Siguiendo el ejemplo de la censura papal, en las portadas de los libros referidos al partido puede leerse lo siguiente: «El NSDAP no tiene objeciones contra la publicación de esta obra. El Presidente de la Comisión Examinadora Oficial del Partido para la Defensa del Nacionalsocialismo.» Sólo puede tomar la palabra quien pertenece a la Reichsschrifttumskammer [Cámara de publicaciones del Reich]3 y la prensa sólo puede publicar lo que le impone una oficina central, variando a lo sumo mínimamente el texto obligatorio para todos: pero esta variación se limita a revestir los tópicos fijados para todo el mundo. En los últimos años del Tercer Reich se desarrolló la costumbre de leer el viernes por la noche en la radio berlinesa el artículo de Goebbels que se publicaba el sábado en el Reich, y de ese modo se fijaba en las mentes lo que hasta la semana siguiente debían transmitir todos los periódicos que se hallaban dentro del territorio sometido al poder nazi. Así pues, unos cuantos individuos proporcionaban a la colectividad el modelo lingüístico válido para todos. Sí, en última instancia quizá fuera sólo Goebbels quien determinaba el lenguaje permitido, pues no sólo aventajaba a Hitler en claridad, sino también en lo regular de sus manifestaciones, sobre todo porque el Führer se sumía cada vez más en el silencio, en parte para callar como una divinidad muda, en parte porque ya no tenía nada importante que decir; y los pocos matices que aún encontraban un Göring o un Rosenberg, por ejemplo, eran insertados por el ministro de Propaganda en su tejido lingüístico.

El poder absoluto que ejercía la ley lingüística de un diminuto grupo e incluso de un solo hombre se extendía por todo el ámbito de habla alemana, con una eficacia tanto mayor cuanto que la LTI no distinguía entre lenguaje hablado y escrito. Antes bien, todo en ella era discurso, todo en ella debía ser apelación, arenga, incitación. No existía ninguna diferencia de estilo entre los discursos y los artículos del ministro de Propaganda, por lo que sus artículos podían ser declamados con suma comodidad.

3 Incluida en la Reichskulturkammer [Cámara de Cultura del Reich], organización que reunía a todos los «creadores culturales», fundada en 1933

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«Declamar» [deklamieren] significa literalmente: hablar con voz sonora, a voz en cuello o, para ser aún más literal, a voz en grito. El estilo válido para todo el mundo era, pues, el del agitador que grita como un charlatán.

Y en este punto se descubre otra causa más profunda bajo el motivo evidente de la pobreza de la LTI. La LTI no era pobre sólo porque todos se veían forzados a adaptarse al mismo modelo, sino en particular porque, optando por una autolimitación, siempre expresaba sólo un aspecto de la esencia humana.

Cualquier lenguaje que puede actuar libremente sirve a todas las necesidades humanas, sirve a la razón y al sentimiento, es comunicación y diálogo, monólogo y oración, petición, orden e invocación. La LTI sirve únicamente a la invocación. Con independencia del ámbito privado o público al que pertenezca un tema —no, esto es falso, pues la LTI no conoce un ámbito privado que se diferencie del público, como tampoco distingue entre lenguaje escrito y hablado—, todo es discurso, todo es público. «Tú no eres nada, tu pueblo lo es todo», reza una de sus consignas. Esto significa: tú nunca estarás contigo mismo, nunca solo con los tuyos, estarás siempre ante tu pueblo.

Sería por tanto erróneo decir que la LTI apela en todos los ámbitos exclusivamente a la voluntad. Pues quien apela a la voluntad invoca al individuo, aunque se dirija a la colectividad compuesta por seres individuales. La LTI se centra por completo en despojar al individuo de su esencia individual, en narcotizar su personalidad, en convertirle en pieza sin ideas ni voluntad de una manada dirigida y azuzada en una dirección determinada, en mero átomo de un bloque de piedra en movimiento. La LTI es el lenguaje del fanatismo de masas. Cuando se dirige al individuo, y no sólo a su voluntad, sino también a su pensamiento, cuando es doctrina, enseña los medios necesarios para fanatizar y sugestionar a las masas.

La Ilustración francesa del siglo XVIII tiene dos expresiones, temas o cabezas de turco favoritos: el embuste de los curas y el fanatismo. No sólo no cree en la verdad de las convicciones clericales, sino que ve en cualquier culto una estafa ideada para fanatizar a una comunidad y explotar a los fanatizados.

Nunca se escribió un manual más descarado del embuste clerical que Mi lucha de Hitler (eso sí, la LTI no habla de embuste de los curas, sino de propaganda). El mayor enigma del Tercer Reich seguirá siendo el hecho de que este libro pudiera y hasta debiera ser difundido entre la opinión pública y que aun así Hitler accediera al poder y lo retuviera durante doce años, a pesar de que la biblia del nacionalsocialismo llevaba años circulando antes de la toma del poder. Y nunca, nunca en todo el siglo XVIII francés, la palabra fanatismo (con el correspondiente adjetivo) ocupó una posición tan central y se utilizó con tanta frecuencia (invirtiéndose totalmente su valor) como en los doce años del Tercer Reich.

(...) Invitación del consulado italiano de Dresde a acudir el domingo 23 de octubre de 1932 por la mañana a la presentación de la película titulada Diez años de fascismo y expresamente anunciada como film sonoro, pues en aquel entonces aún existían las películas mudas. (...)

Por primera vez veo y oigo hablar al Duce. La película es un logro artístico. Mussolini habla desde el balcón del palacio de Nápoles a la multitud; tomas de la masa y primeros

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planos del orador, las palabras de Mussolini y los sonidos de respuesta de los interpelados. Se ve cómo el Duce se infla literalmente para pronunciar cada frase, cómo frena el impulso un momento para crear luego una expresión facial y corporal de suma energía y tensión, se oye la entonación ritual, eclesiástica, de sermón apasionado, donde siempre suelta sólo frases breves, a las que todos reaccionan afectivamente, sin realizar ningún esfuerzo intelectual, aunque no entiendan el sentido o, mejor dicho, precisamente cuando no lo entienden. La boca gigantesca. En ocasiones, movimientos típicamente italianos de los dedos. Y el aullido de la masa, los gritos de entusiasmo o, cuando se nombra al enemigo, silbidos estridentes. Y, una y otra vez, el saludo fascista, el brazo estirado.

Desde entonces lo hemos visto y oído repetirse miles y miles de veces, con ligerísimas variaciones, en forma de escenas grabadas en el congreso de Núremberg o en el Lustgarten berlinés o ante la Feldherrnhalle de Múnich, etcétera, etcétera, de tal modo que la película sobre Mussolini nos parece un obra normal y corriente, en absoluto extraordinaria. Pero así como el título de Führer es tan sólo una versión alemana del Duce, y la camisa parda sólo una variación de la camisa negra italiana, y el saludo alemán sólo una imitación del saludo fascista, la utilización cinematográfica de tales escenas como recurso propagandístico y la escena en sí, el discurso del líder ante el pueblo reunido, fueron copiados en Alemania del modelo italiano. En ambos casos se trata de poner al líder en con tacto directo con el propio pueblo, con todo el pueblo, y no sólo con sus representantes.

Si nos remontamos en el tiempo siguiendo la línea de este pensamiento, toparemos necesariamente con Rousseau, en particular con su Contrato social. Cuando Rousseau escribe como ciudadano de Ginebra, es decir, cuando tiene en mente las circunstancias de una ciudad-Estado, su imaginación considera lógico y natural dar a la política una forma antigua y mantenerla dentro de los límites propios de la ciudad, pues la política es el arte de dirigir una polis, una ciudad. Para Rousseau, el hombre de Estado es el orador que se dirige al pueblo reunido en la plaza; para Rousseau, las celebraciones deportivas y artísticas en que participa la comunidad del pueblo significan instituciones políticas y recursos publicitarios. La gran idea de la Unión Soviética consistió en extender, mediante la aplicación de los nuevos inventos técnicos, mediante el uso del cine y de la radio, el método espacialmente limitado de los antiguos y de Rousseau a lo ilimitado, en permitir al líder y hombre de Estado dirigirse realmente y personalmente “a todos”, aunque este “todos” equivaliera a millones de personas, aunque miles de kilómetros separaran a los diversos grupos. De este modo se devolvió al discurso la importancia que en la Antigüedad poseía entre los medios y deberes del hombre de Estado y se le dio, de hecho, una importancia superior, por cuanto en lugar de Atenas se abarcaba todo un país y más de un país.

Sin embargo, el discurso no sólo cobraba mayor importancia que antes, sino que también alteraba, necesariamente, su esencia. Al dirigirse a todos, y no sólo a los representantes elegidos del pueblo, debía resultar comprensible para todos y, por tanto, más popular. Popular es lo concreto; cuanto más tangible sea un discurso, cuanto menos dirigido al intelecto, tanto más popular será. Y cruza la frontera hacia la demagogia o la seducción de un pueblo cuando pasa de no suponer una carga para el intelecto a excluirlo y a narcotizarlo de manera deliberada.

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En cierto sentido, la plaza festivamente adornada, la sala o la arena, decoradas con banderas y pancartas, donde se habla a la multitud, pueden considerarse parte del propio discurso o incluso su cuerpo; el discurso está incrustado y escenificado en este marco, es una obra de arte total dirigida tanto al oído como a la vista; al oído doblemente, ya que el bramido de la multitud, sus aplausos y muestras de rechazo surten sobre el oyente un efecto cuando menos tan poderoso como el discurso en sí. Por otra parte, el tono del discurso se ve sin duda influido, sin duda teñido de forma palpable por la escenificación. La película sonora transmite esta obra de arte total en su plenitud; la radio sustituye el espectáculo ofrecido a la vista por la locución, que corresponde al informe del mensajero de la Antigüedad pero refleja fielmente el excitante doble efecto auditivo, el responsorio espontáneo de la masa. («Espontáneo» forma parte de las palabras preferidas de la LTI; ya se hablará de ello en su momento).

En alemán, a Rede [discurso] y reden [hablar, discurrir] sólo les corresponde el adjetivo rednerisch [declamatorio], que, desde luego, no tiene buena aceptación: una actuación «declamatoria» siempre está bajo la sospecha de ser pura bambolla. Casi podría hablarse de una desconfianza hacia el orador innata al carácter del pueblo alemán.

Los pueblos románicos, en cambio, ajenos a esta desconfianza y proclives a apreciar al orador, distinguen claramente entre lo oratorio y lo retórico. Orador es para ellos un hombre honesto que procura convencer mediante la palabra y que, en un esfuerzo sincero por manifestarse con claridad, se dirige tanto al corazón como a la inteligencia de sus oyentes. El adjetivo oratorio es una alabanza con que los franceses cubren a los grandes clásicos del pulpito y del teatro, a un Bossuet y a un Corneille. La lengua alemana también cuenta con tales grandes oradores, como Lutero o Schiller. Para lo sospechosamente «declamatorio» se utiliza en Occidente el término «retórico»: el rétor —que se remonta a la sofística de los griegos y a su decadencia— es el fabricante de tópicos, el ofuscador de la inteligencia. ¿Pertenece Mussolini a los oradores o a los rétores? Sin duda, estaba más cerca del rétor que del orador, y en el transcurso de su desgraciada evolución acabó totalmente entregado a lo retórico. (...)

Cuatro meses después de escuchar a Mussolini oí por primera vez la voz de Hitler. (Nunca lo vi, nunca lo oí hablar en directo, pues estaba prohibido a los judíos; al principio se me presentaba a veces en películas sonoras, luego, cuando me prohibieron el cine y tener un aparato de radio, oí sus discursos o algunos fragmentos por los altavoces instalados en las calles y en la fábrica.) El 30 de enero de 1933 ocupó el cargo de canciller, el 5 de marzo debían celebrarse las elecciones que lo confirmaran en su puesto y crearan para él un Reichstag dócil. Los preparativos de las elecciones, de los cuales formó parte el incendio del Reichstag — ¡otro elemento de la LTI!—, se realizaron a gran escala. El hombre no podía dudar de su éxito; habló desde Kónigsberg, absolutamente convencido de su triunfo. A pesar de la invisibilidad y de la distancia del Führer, pude establecer una comparación general con el discurso que Mussolini había pronunciado en Nápoles. (...)

Sólo oí fragmentos del discurso, de hecho, más sonidos que frases. No obstante, ya en aquel entonces tuve exactamente la misma impresión qué se repetiría en los años sucesivos hasta el final. ¡Qué diferencia respecto al modelo de Mussolini!

El Duce, por mucho que se le notara el esfuerzo físico con que insuflaba energía a sus frases, con que procuraba dominar a la multitud agolpada a sus pies, el Duce siempre

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seguía la corriente sonora de su lengua materna se entregaba a ella a pesar de toda su voluntad de dominio, era, incluso cuando se deslizaba de lo oratorio a lo retórico, un orador sin distorsiones, sin espasmos. Hitler, en cambio, fuera solemne, fuera sarcástico — las dos tonalidades que le gustaba alternar—, Hitler siempre hablaba o, más bien, gritaba de manera espasmódica. Incluso en el momento de máxima agitación, uno puede conservar cierta dignidad y calma interna, cierta seguridad en sí mismo, un sentimiento de armonía con uno mismo y con su comunidad. Hitler, el rétor consciente, exclusivo y fundamental, carecía de todo eso desde el principio. Incluso en el momento del triunfo se mostraba inseguro, acallaba a gritos a los adversarios y sus ideas. Nunca hubo serenidad, nunca hubo musicalidad en su voz, en el ritmo de sus frases, siempre sólo burdos latigazos dirigidos contra los otros y contra sí mismo. Su evolución, sobre todo en los años de guerra, transcurrió desde el agitador al acosado, desde las invectivas espasmódicas, pasando por la ira y la ira impotente, a la desesperación. Nunca entendí cómo pudo, con sus burdas frases muchas veces construidas de manera lesiva para la lengua alemana, con una retórica evidente y totalmente contraria al carácter lingüístico del alemán, ganarse a las masas y cautivarlas y sojuzgarlas durante un período tan terriblemente largo. Pues por mucho que se atribuya a la influencia prolongada de una sugestión que existió en su día, así como a la acción de una tiranía carente de escrúpulos y al terror («prefiero creer en la victoria a que me ahorquen», decía un chiste berlinés de la última fase), queda el hecho espantoso de que la sugestión pudo gestarse y perdurar en millones de personas hasta el último momento, en medio de todas las atrocidades.(...)Fronteras borrosas, inseguras, dudas y titubeos también en este caso. La postura de Montaigne: Que sais-je, ¿qué sé? La postura de Renan: el signo de interrogación, el más importante de los signos de puntuación. La postura de extrema oposición a la terquedad y a la confianza en sí mismo propias de los nazis.Entre ambos extremos oscila el péndulo de la humanidad y busca la posición central. Antes de Hitler y durante la época hitleriana se insistía hasta la saciedad en que todo progreso proviene de los tercos y en que todas las inhibiciones se deben a los partidarios del signo de interrogación. No es del todo seguro, pero sí sabemos con toda certeza otra cosa: que únicamente las manos de los tercos están manchadas de sangre.” (...) Quien piensa, no quiere ser persuadido, sino convencido; y quien piensa sistemáticamente, es doblemente difícil de convencer. Por eso, a la LTI la palabra “filosofía” le gusta casi menos que la palabra “sistema”. Muestra una inclinación negativa hacia el “sistema”, siempre lo nombra con desprecio, pero la hace a menudo. La filosofía, en cambio, es pasada en silencio y sustituida en todo momento por la “cosmovisión” [Weltanschauung].(...) Ellos [los nazis] no poseen un sistema, sino una organización, ellos no sistematizan con el intelecto, sino que auscultan los secretos de lo orgánico. (...)... yo ya había reflexionado en mis diarios sobre la doctrina central délfica de Rosenberg [Mito del siglo XX] relativa a la “verdad orgánica”. Ya entonces, antes de la invasión de Rusia, escribí: “¡Cuán ridícula sería con su retahíla de tópicos, si no tuviese consecuencias tan terriblemente asesinas!”Los filósofos profesionales, enseña Rosenberg, siempre cometen un doble error. En primer lugar, van a la “caza de la llamada verdad única y eterna”. En segundo, la buscan “por un camino meramente lógico, sacando más y más conclusiones a partir de axiomas del intelecto”. En cambio, si uno se entrega a los conocimientos del mismo Rosenberg, que no son filosóficos, sino propios de una cosmovisión nutrida desde las profundidades de una visión mística, entonces desaparecerá de golpe “todo el montón de escombros intelectualistas y exangües de unos sistemas puramente esquemáticos”. Estas citas

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contienen el fundamento más importante del rechazo de la LTI a la palabra y al concepto de “sistema” (...)La verdad única y válida para todos, que, según se supone, debe existir para una humanidad general e imaginaria, es sustituida por la “verdad orgánica” surgida de la sangre de una raza y válida sólo para esta raza. (...) El pensamiento aspira a la claridad, la magia se practica en la penumbra (...)

LA RAÍZ ALEMANA

Entre los escasísimos libros, todos relacionados con mi profesión, que pude llevar a la «casa de los judíos» se hallaba la Historia de la literatura alemana de Wilhelm Scherer, que tuve en mis manos por vez primera siendo estudiante de primer curso de Filología Alemana en Múnich y que desde entonces he vuelto a estudiar y a consultar una y otra vez. En la época que describo me ocurría a menudo, de hecho, cada vez que cogía el Scherer, que me quedara admirando su espíritu libre, su objetividad, su gran capacidad de síntesis, mucho más que antes, cuando tales virtudes me parecían algo lógico y natural tratándose de un científico. Y algunas frases, algunos juicios me aportaban conocimientos del todo nuevos y distintos que en años anteriores; el terrible cambio producido en Alemania hacía aparecer bajo una luz muy diferente todas las anteriores manifestaciones de la esencia alemana.

¿Cómo era posible ese terrible contraste entre el presente alemán y todas, realmente todas, las fases del pasado alemán? Yo siempre creía ver confirmados los traits éternels de los que hablan los franceses, los rasgos eternos del carácter de un pueblo, y en mis trabajos no cesaba de hacer hincapié en ellos. ¿Era todo eso falso? ¿O tenían razón los hitlerianos cuando reivindicaban, por ejemplo, la figura de Herder, el escritor que defendía el ideal de humanidad? ¿Existía un nexo espiritual entre los alemanes de la época de Goethe y el pueblo de Adolf Hitler?

En mis años de esfuerzos en el campo de la ciencia de las culturas, Eugen Lerch, empleando una expresión que luego se utilizaría con frecuencia, me reprochó en tono burlón haber inventado el «francés de larga conservación» (así como se habla de embutidos de larga conservación). Más tarde, cuando vi con qué infamia utilizaban los nacionalsocialistas una ciencia de las culturas falaz hasta la médula para erigir al alemán en hombre dominador por la gracia de Dios y del derecho y para rebajar a los otros pueblos, convirtiéndolos en criaturas de rango inferior, a menudo me avergoncé desesperadamente por haber desempeñado un papel hasta decisivo en este movimiento. (...)Tácito era por aquel entonces una personalidad muy apreciada y profusamente citada: en su Germania había creado una imagen muy hermosa de los antepasados alemanes, y una línea del todo recta conducía desde Arminio y sus seguidores, pasando por Lutero y Federico el Grande, hasta Hitler y sus SA, SS y HJ. Una de estas consideraciones históricas me impulsó a consultar el libro de Scherer, para ver lo que decía sobre los germanos. Y topé allí con una frase que me chocó y que, en cierta medida, me liberó.

Señala Scherer que en Alemania los auges y los declives en el campo del espíritu se producen con suma intensidad y llevan muy arriba y muy abajo: «El exceso parece la maldición de nuestra evolución espiritual. Volamos muy alto y caemos mucho más bajo. Nos asemejamos a aquel germano que, tras perder todas sus propiedades jugando a los dados, se juega su propia libertad en la última tirada, la pierde y acepta ser vendido

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como esclavo. Tan grande es —añade Tácito, que es quien cuenta esta historia— la terquedad de los germanos incluso en el mal; ellos la llaman fidelidad.»

Entonces comprendí por vez primera que lo mejor y lo peor del carácter alemán pueden remontarse, sin duda, a un rasgo básico permanente y común. Que existe una relación entre las bestialidades del hitlerismo y los excesos fáusticos de la literatura clásica alemana y de la filosofía idealista alemana. Cinco años más tarde, cuando se hubo consumado la catástrofe, cuando quedó al descubierto toda la dimensión de estas bestialidades y toda la profundidad de la caída alemana, un minúsculo detalle seguido de un breve comentario en Stalingrado de Plievier me recordó aquel pasaje de Tácito. (...) La Entgrenzung, la supresión de los límites, es la postura básica determinante, la actividad determinante del hombre romántico, sea cual sea la forma en que se manifiesta su esencia romántica, en el anhelo religioso, en la creación artística, en la filosofía, en la vida activa, en la moral o en la criminalidad. Siglos antes de que existieran el concepto y la palabra romanticismo, toda actividad alemana llevaba ya el sello de lo romántico. Precisamente al filólogo de las lenguas romances le resulta llamativo este hecho, pues Francia desempeñaba el papel de maestro literario de Alemania y de aportador de materias en la Edad Media, y cada vez que se adoptaba un tema francés en Alemania, se suprimían, en una u otra dirección, los límites que constreñían el original. (...)

Siempre me ha atormentado desesperadamente la pregunta por el nexo palpable entre la criminalidad nazi, a la que un término acuñado por la LTI -«subhumanidad» (Untermenschentum)- le viene realmente de perillas, y el anterior talante espiritual de Alemania. ¿Podía conformarme con que toda esa actividad espantosa era sólo una copia, sólo una devastadora enfermedad italiana importada, similar a la enfermedad francesa importada hacía siglos, tan virulenta en sus inicios?

Sin embargo, todo esto no solamente era mucho peor entre nosotros, sino diferente y, en el fondo, más venenoso que en Italia. Los fascistas reivindicaban ser los legítimos herederos del Estado romano de la Antigüedad y se consideraban destinados a levantar de nuevo el Imperio romano... Pero el fascismo no enseñaba que los habitantes de los territorios que había que reconquistar se hallaran en un nivel zoológicamente inferior al de los descendientes de Rómulo y que por una ley natural debían permanecer eternamente atados a su inferioridad, el fascismo no enseñaba esto, con todas sus crueles consecuencias, al menos mientras estuvo libre de la influencia retroactiva de su ahijado, el Tercer Reich.

Pero entonces volvía a aparecer la objeción que durante años me planteaba una y otra vez: ¿no estaré sobrevalorando el papel del antisemitismo en el sistema nazi, precisamente porque me afectó de una manera tan terrible?

No, no lo sobrevaloraba, y ahora queda del todo claro que constituía el centro y, en todos los aspectos, el elemento decisivo del nazismo. El antisemitismo es el sentimiento básico de rencor del pequeñóburgués austríaco depravado que era Hitler. El antisemitismo es, desde una perspectiva política, su idea básica obcecada, por cuanto empieza a pensar sobre la política en la época de Schönerer y Lueger. El antisemitismo es de principio a fin el recurso propagandístico más eficaz del Partido, es la concreción más eficaz y popular de la doctrina racial, sí, es para las masas alemanas idéntico a la teoría racial. Pues ¿qué saben las masas alemanas del peligro de la «negrificación» (Verniggerung) y hasta dónde llega su conocimiento personal de la supuesta

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inferioridad de los pueblos del este y del sudeste? Sin embargo, todo el mundo conoce a un judío. Para las masas alemanas, antisemitismo y doctrina de la raza son sinónimos. Y la doctrina racial científica -o, más bien, pseudocientífica- fundamenta y justifica todos los excesos y pretensiones de la soberbia nacionalsocialista, toda conquista, toda tiranía, toda crueldad y toda matanza.

Desde que me enteré de Auschwitz y de sus cámaras de gas, desde que leí el Mito de Rosenberg y los Fundamentos de Chamberlain, no dudé del significado central y decisivo del antisemitismo y de la doctrina de la raza para el nacionalsocialismo. (Por supuesto, queda por ver en cada caso si allí donde el antisemitismo y la doctrina racial no se consideran ingenuamente idénticos, el dogma de la raza constituye el verdadero punto de partida del antisemitismo o sólo su pretexto y su envoltorio.) Si se demostraba que se trataba de un veneno específicamente alemán segregado por la espiritualidad alemana, de nada servía probar la existencia de expresiones, costumbres y medidas políticas adoptadas de otros; en ese caso, el nacionalsocialismo no era una peste importada, sino una degeneración de la esencia alemana, un fenómeno patológico de los traits éternels.

El antisemitismo como rechazo social, como rechazo basado en la religión o en la economía, ha existido siempre y en todos los pueblos, ora aquí, ora allá, ora con menor intensidad, ora con mayor virulencia; sería del todo injusto atribuirlo precisamente a los alemanes y sólo a ellos.

Tres factores hacen del antisemitismo del Tercer Reich algo del todo nuevo y singular. En primer lugar: la plaga reaparece con mayor violencia que nunca en una época en que, como epidemia, parecía enterrada para siempre en el pasado. Me refiero a lo siguiente: antes de 1933 aún se producían aquí y allá agresiones antisemitas, igual que en los puertos europeos existen a veces casos de cólera o de peste; pero así como se tiene o se cree tener la seguridad de que no se producirán las epidemias medievales asoladoras de ciudades, también parecía imposible que volvieran a generarse persecuciones y privaciones de los derechos de los judíos como las de la Edad Media. La segunda singularidad, además del monstruoso anacronismo, consiste en que este no se presenta con la vestimenta del pasado, sino con la de la modernidad más absoluta, no como rebelión popular, como furor y matanza espontánea (aunque al principio aún se simulara la espontaneidad), no, sino con la máxima perfección técnica y organizativa; pues quien hoy en día piensa retrospectivamente en el exterminio de judíos, piensa en las cámaras de gas de Auschwitz. La tercera y esencial novedad, sin embargo, reside en la fundamentación del odio al judío en la idea de la raza. En todas las épocas anteriores, la hostilidad al judío se dirigía única y exclusivamente a la persona situada al margen de la fe cristiana y de la sociedad cristiana; la adopción de la confesión y de las costumbres del país tenía un efecto nivelador y (al menos en la generación siguiente) borraba la diferencia. La idea de la raza traslada la diferencia entre judíos y no judíos a la sangre, imposibilita cualquier compromiso, perpetúa la separación y la justifica como deseada por Dios.

Las tres novedades están estrechamente vinculadas y las tres remiten a la característica básica mencionada por Tácito, a la «terquedad incluso en el mal». El antisemitismo como un asunto de sangre es imborrablemente terco. Por el carácter científico que se atribuye, no es un anacronismo, sino que se adapta al pensamiento moderno, de modo que le resulta casi lógico y natural emplear los recursos científicos más modernos para

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conseguir su propósito. Y el hecho de que en ello se proceda con la máxima crueldad encaja con la característica básica de la terquedad desmesurada.

En el Nuevo Daniel escrito por Willy Seidel en 1920 se encuentra, además del alemán idealista, el personaje del teniente Zuckschwerdt, representante de ese sector social alemán que nos hacía odiosos en el extranjero y que el Simplizissimus combatía en vano en el interior. El hombre es trabajador; mirándolo bien, no se lo puede calificar de malvado y, desde luego, menos aún de sádico. Sin embargo, le encargan la tarea de ahogar a unos gatitos, y cuando saca la bolsa del agua, una de las crías sigue gimiendo. Entonces la hace «papilla roja» golpeándola con una piedra y grita: «¡Toma, zorra..., ya verás lo que significa un trabajo bien hecho!» (...)

En la idea de la raza, reducida y centrada en el antisemitismo y activada mediante este, se basa la peculiaridad del nacionalsocialismo respecto a otros fascismos. De él extrae todo su veneno. Realmente todo, incluso cuando se trata de enemigos en política exterior que no puede rechazar como semitas. El bolchevismo se convierte para él en bolchevismo judío, los franceses están «negrificados» y «judaizados», los ingleses se remontan a esa tribu bíblica de los judíos cuya pista se consideraba perdida, etcétera.

La característica alemana básica de la desmesura, de llevar las consecuencias lógicas hasta el extremo, de intentar asir lo ilimitado, proporcionaba un exuberante caldo de cultivo para la idea de la raza. ¿Pero es esta en sí un producto alemán? Al lanzar una mirada retrospectiva a su expresión teórica, veremos que la línea recta, en sus fases principales, empieza por Rosenberg, pasa por Houston Chamberlain -inglés, pero alemán de adopción- y llega al francés Gobineau. Su Essai sur l'inégalité des races humaines, publicado en cuatro volúmenes entre 1853 y 1855, es el primero en enseñar la superioridad de la raza aria, el rango supremo y único de la germanidad no contaminada y la amenaza que sufre por la sangre semita, de calidad mucho peor, que penetra por doquier y que apenas puede calificarse de humana. Aquí se da todo cuanto el Tercer Reich necesita para su fundamentación filosófica y su política; todas las demás ampliaciones y aplicaciones prenazis de la doctrina siempre se remontan a Gobineau, sólo él es o parece ser -por el momento lo dejo abierto- el autor responsable de la sanguinaria doctrina. (...)

... sin embargo, he de aferrarme a la opinión que me forjé en los años terribles: la doctrina de la raza desarrollada de un modo delirante para convertirla en privilegio de lo germano y en monopolio suyo sobre la humanidad, hunde sus raíces en el romanticismo alemán. Dicho de otra manera: su inventor francés es un correligionario, un sucesor, un discípulo -no sé hasta qué punto consciente- del romanticismo alemán. En mis primeros trabajos topé repetidas veces con la obra de Gobineau, un personaje al que tenía siempre presente. Debo creer en la palabra de los científicos, según los cuales estaba equivocado desde la perspectiva de la ciencia. Pero eso me resulta muy fácil; porque de una cosa estoy del todo convencido: Gobineau nunca fue un científico por un deseo primordial de serlo, nunca lo fue por mor de la ciencia en sí. Para él, la ciencia siempre estaba al servicio de una idea fija y egoísta, cuya certeza debía demostrar de manera irrefutable.

El conde Arthur Gobineau desempeña en la historia de la literatura francesa un papel más importante que en las ciencias naturales, pero resulta sintomático que este papel fuera reconocido antes por los alemanes que por sus paisanos. En todas las fases de la historia de Francia vividas por él -nació en 1816 y murió en 1882- se sintió vilmente

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despojado de sus posibilidades de actuación y desarrollo, de los privilegios que, según él, le correspondían como aristócrata, todo por culpa del poder del dinero, de la burguesía, de las masas que pugnaban por ascender y acceder a la igualdad de derechos, por culpa de todo aquello que él denominaba democracia, que odiaba y que consideraba la causa de la decadencia de la humanidad. Estaba convencido de proceder por línea directa de la nobleza feudal francesa y de la aristocracia originaria de los francos, sin mezcla alguna de sangre ajena. (...)

Se ha dicho que el ideal humanista preservó a los románticos (desde la perspectiva nazi se dice «les privó») de sacar la conclusión lógica de la conciencia de ser, en cuanto germanos, un pueblo elegido. No obstante, la conciencia nacional, sobrecalentada hasta alcanzar el grado de nacionalismo y chovinismo, reduce a cenizas ese escudo protector. El sentimiento de cohesión de la humanidad se pierde del todo; el pueblo propio contiene todo aquello que posee valor real para la humanidad. Y en cuanto a los enemigos de Alemania: «¡Apaleadlos a muerte! ¡El Juicio Universal no os preguntará por los motivos!» (...)

... Arndt que antes se atenía al ideal humanista se queja así en sus Discursos y glosas del año 1848, o sea, antes de la publicación del Essai sur l'inégalité des races: «Judíos y partidarios de los judíos, bautizados o no, trabajan incansablemente, colaborando con la izquierda más extrema y radical, en la desintegración y disolución de aquello que a nosotros, los alemanes, nos parecía hasta ahora lo más humano y sagrado, en la desintegración y disolución de todo amor a la patria y de todo temor de Dios. [...] Mirad y escuchad alrededor vuestro y preguntaos adonde nos llevaría este venenoso humanismo judío si no pudiésemos oponerle nada particular, nada alemán...»Ya no se trata de liberarse del enemigo externo, se lucha por cuestiones sociales y de política interna, y entonces los enemigos de la germanidad pura ya son «los judíos, bautizados o no». (...)

Para tranquilizar mi conciencia filológica, durante la época del nazismo intenté establecer esta línea que va de Gobineau al romanticismo alemán, y hoy la he reforzado un poco. Tenía y tengo la certeza de la estrecha relación existente entre el nazismo y el romanticismo alemán; a mi juicio, el nazismo habría surgido necesariamente de este incluso si no hubiese existido jamás el germano electivo Gobineau, cuya veneración por lo germano, por cierto, se centra más en los escandinavos y los ingleses que en los alemanes. Todo cuanto constituye el nazismo ya está contenido en germen en el romanticismo: el destronamiento de la razón, la animalización del ser humano, la glorificación de la idea del poder, de la fiera, de la bestia rubia...

Pero ¿no es esta una terrible acusación contra la corriente espiritual a la que el arte y la literatura alemanas (en un sentido lato) deben valores humanos tan importantes?

La terrible acusación se mantiene con razón, a pesar de todos los valores creados por el romanticismo. «Volamos muy alto y caemos mucho más bajo.» La característica determinante de la corriente espiritual más alemana se llama: ausencia de límites. (...)

LA MALDICIÓN DEL SUPERLATIVO

Una vez en mi vida, hace unos cuarenta años, publiqué algo en un periódico norteamericano. Para conmemorar el 70 aniversario de Adolf Wilbrandt, el New-Yorker

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Staatszeitung, de lengua alemana, editó un ensayo escrito por mí, su biógrafo. Cuando tuve entre mis manos el ejemplar que me correspondía por contrato, la imagen de la prensa norteamericana en general se me quedó grabada en la mente. De manera injusta probablemente o más aún, a buen seguro, pues todas las generalizaciones son falaces. Sea como fuere, esta intuición aparece de forma invariable y con absoluta nitidez cada vez que alguna asociación de ideas, por muy rebuscada que sea, me conduce al mundo periodístico estadounidense. Atravesando mi artículo sobre Wilbrand de arriba abajo en zigzag, partiendo las líneas, se publicitaba un purgante, y el anuncio se iniciaba con las siguientes palabras: «Treinta pies de intestinos tiene el hombre.»

Era agosto de 1907. Nunca pensé de forma más intensa en esos intestinos que en el verano de 1937. En la ocasión se informaba, una vez concluido el congreso del Partido celebrado en Núremberg, que la columna formada por la tirada diaria de la prensa alemana alcanzaba los veinte kilómetros y llegaba, por tanto, a la estratosfera —y eso que en el extranjero mentían hablando de la decadencia de la prensa alemana. Por esas mismas fechas, con motivo de la visita de Mussolini a Berlín, se indicaba que se habían invertido 40.000 metros de colgadura en la ornamentación festiva de las calles.

«Confundir cantidad con calidad, americanismo del más burdo estilo», apunté en aquella ocasión. Y el hecho de que los periodistas del Tercer Reich fueran alumnos aventajados de los norteamericanos se ponía de manifiesto en el creciente uso de letras cada vez más gruesas en los titulares y en la eliminación cada vez más frecuente del artículo ante los sustantivos más destacados —«Vólkischer Beobachter construye editorial más grande del mundo»—, recogiendo así la tendencia militar, deportiva y comercial a la máxima concisión.

Pero ¿eran realmente iguales los delirios numéricos de los norteamericanos y los de los nazis? Ya por aquel entonces tenía mis dudas al respecto. ¿No había un poco de humor en esos treinta pies de intestinos? ¿No se percibía cierta sincera ingenuidad en los números exagerados de la publicidad norteamericana? ¿No era siempre como si el publicitario se dijera: a mí y a ti, querido lector, la exageración nos proporciona la misma alegría, y ambos sabemos lo que significa? Así pues, yo no miento, tú ya extraes por tu cuenta las conclusiones pertinentes, que mis loas no pretenden engañar a nadie, sólo se te quedan grabadas de manera más sólida y agradable en la memoria ¡gracias al superlativo! (...) El carácter fabuloso de las cifras de los botines de guerra se ve, además, acrecentado por el hecho de que apenas se hace mención de las propias pérdidas; de igual modo, en las imágenes de batallas presentadas en el cine sólo yacen apilados los cadáveres enemigos. (...)A todo esto, llamaba la atención la desfachatez de las mentiras expresadas en números; uno de los fundamentos de la doctrina nazi es la convicción de la irreflexión y de la capacidad de embrutecimiento de las masas. El parte de guerra informaba en noviembre de 1941 de que 200.000 hombres estaban cercados en Kiev; pocos días después sacaron de ese mismo cerco a 600.000 prisioneros... A buen seguro, contaban a toda la población civil como soldados. Antes en Alemania se reaccionaba con una sonrisa ante las exageraciones numéricas de los países del Extremo Oriente; en los últimos años de la guerra resultaba estremecedor ver cómo competían los boletines japoneses y alemanes a la hora de decir las exageraciones más absurdas; y uno se preguntaba quién había aprendido de quién, si Goebbels de los japoneses o estos del ministro de Propaganda alemán. (...)

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Sin embargo, los superlativos numéricos sólo constituyen un grupo particular, aunque bien dotado, del uso del superlativo. Este puede considerarse la forma más utilizada de la LTI, cosa evidente, por cuanto el superlativo es el recurso más lógico del orador o agitador, la forma publicitaria por excelencia. (...) Cuando los poetas de la corte ensalzaban la fama del Rey Sol en ocasiones particularmente solemnes y en el estilo «peluca» del siglo XVII, decían que l'univers lo contemplaba. Después de cada discurso, de cada manifestación de Hitler, durante los doce años, pues sólo calló muy al final, siempre aparecía como tópico prescrito el siguiente titular: «El mundo escucha al Führer.» Cada vez que se ganaba una batalla, esta se convertía en la «mayor batalla de la historia universal». La palabra «batalla» pocas veces resulta suficiente: de hecho, se libran «batallas de aniquilación». (Una vez más, se cuenta de manera descaradamente segura con el carácter olvidadizo de las masas: ¡cuántas veces vuelve a ser aniquilado el enemigo que ya había sido declarado muerto!). (...) Luego, después de que Speer presentara las cifras desmesuradas de la producción armamentista, Goebbels subrayó aún más los logros alemanes enfrentando la exactitud de las estadísticas alemanas con las «acrobacias numéricas judías» de los enemigos. Enumerar y despreciar: sin duda, no existe discurso del Führer que no contenga dosis exhaustivas de ambas cosas: enumeración de los éxitos propios e insultos sarcásticos contra el adversario. Los recursos estilísticos que Hitler utiliza de forma burda son pulidos por Goebbels hasta conseguir una sofisticada retórica. (...) Necesariamente, el superlativo lleva implícita esta maldición en todas las lenguas. La exageración continua implica en todas partes, forzosamente, intensificar la exageración, y la consecuencia necesaria es el embotamiento, el escepticismo y la incredulidad definitiva. (...) La necesidad de superarse continuamente hasta el absurdo, hasta perder todo su efecto y provocar incluso creencias contrarias a sus intenciones. Cuántas veces apunté en mis diarios que esta o aquella frase de Goebbels era una burda mentira y que ese hombre no podía calificarse en absoluto de genio de la publicidad; cuántas veces apunté chistes sobre la jeta y la cara dura de Goebbels, cuántas veces anoté los amargos insultos contra la desvergüenza de sus mentiras, considerando tales andanadas la «voz del pueblo» que permitía albergar ciertas esperanzas. Sin embargo, no existe la vox populi, sino sólo voces populi, y sólo a posteriori puede determinarse con certeza cuál de las diversas voces es la verdadera, es decir, la que define el curso de los acontecimientos. Y ni siquiera puede afirmarse con toda certeza que ninguno de cuantos se reían o se indignaban por las burdas mentiras de Goebbels quedaba de alguna manera afectado por ellas. Cuántas veces oí decir en mi época de profesor en la Universidad de Nápoles que este o aquel periódico è pagato, que estaba pagado, que mentía por encargo, y al día siguiente, esos mismos que gritaban pagato! creían a pies juntillas algún evidente infundio de ese mismo periódico. Porque estaba impreso en letras gruesas y porque otros lo creían.(...) Y sé también que todo hombre culto lleva dentro un estrato psíquico de pueblo, que en un momento dado todo mi saber sobre el engaño, toda mi atención crítica no me sirven en absoluto. Alguna vez me avasalla la mentira impresa, cuando me bombardea desde todos lados, cuando son pocas, cada vez menos, las personas de mí alrededor que la ponen en entredicho, y al final ya nadie duda de ella.

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INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN

Guía para el Trabajo Final

I. En el Texto LTI, de Victor Klemperer, identifique las siguientes técnicas argumentativas:

Argumento cuasilógico de comparación (1)Argumento cuasilógico de identidad (2)Argumento cuasilógico de relación entre la parte y el todo (1)Argumento de nexo causal (2)Argumento de dirección (1)Argumento de relación persona-acto (2)Argumento de ilustración (2)Argumento por analogía (1)Argumento con metáfora (2)Disociación de nociones (1)

II. ¿A qué tipo de auditorio –en el sentido de Perelman- se dirige la argumentación y por qué?

III. ¿A qué tipo de discurso –en la tipología de Habermas- pertenece el texto? ¿Por qué?

Nota: Favor presentar el trabajo en computador, letra de 12 puntos, doble espacio.

La fecha límite para la entrega del trabajo es el 11 de junio, en la oficina del profesor. Puede enviarlo por al e-mail: [email protected]