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D. R. © 1956, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Av. de la Universidad 975; 03100 México, D. F. ISBN 968-16-1869-6 Impreso en México El Sureste de México EL TREN rueda por el seco altiplano. Cerros trágicos, adustos, amarillos y negros. Magueyes. Millares de agaves giran silenciosos, en rueda oscura, y los hilos del telégrafo sé desenvuelven, alargándose como los hilos de un telar, a trechos bordados con pájaros. Descendemos por el dorso de las cordilleras. Abro la ventanilla y el olor de las gardenias me embriaga ligeramente. Inquieta la cercanía del volcán. Es la espalda de Dios que viera Moisés por última vez en la cima del monte solitario. De Veracruz apenas una vislumbre. Portales con mesitas y gente a medio vestir. Suenan las marimbas. Huele a mar, a pescado, a frutas fermentadas. La brisa agita los penachos de las palmeras y las faldas sobre los muslos redondos de las muchachas. No basta un día para acostumbrarse a la luz. Hay demasiada claridad en el espacio marino. A Coatzacoalcos. Otro mundo. Un mundo fluvial, de tierras negras, de ferris, de zapateados, de arpas y guitarras. El timonel en su caseta da la señal y las aguas del Papaloapan se agitan cubiertas de espuma. Desde los puentes veo los autos y los camiones que llenan el ferri. Uno carga naranjas, otro piñas, otro enormes robalos plateados. La sangre escurre y forma un charco espeso y negruzco. Las mujeres tratan de arreglarse el peinado descompuesto por la brisa. Un hombre de rostro amarillo, doblado sobre un serrucho, le arranca largos sonidos quejumbrosos. Las cadenas caen. Se tienden las pasarelas y los autos toman la ribera opuesta con el ímpetu de unos toros a los que de pronto se abriera la puerta del corral donde hubiesen permanecido largo tiempo encerrados. Verdes jades tallados son las montañas de los Tuxtlas. Cambia la arquitectura y el sentido del árbol. Es la rama horizontal, el cobijo, el techo, la sombra. Allá la flor sedosa de la caña de azúcar, acá el pifiar, la estrella verde en la tierra negra. Palmas, columnas; enredaderas, festones; tabaco en las vegas, café en las alturas. Paraíso. Tengamos cuidado. La Naturaleza se devora a sí misma y sólo podrá ser domada con las máquinas. En medio de tanta riqueza, las cabañas comidas de humedad, la palidez dece ra de la gente. Cuando el camión hace un alto, se escucha, 1

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D. R. © 1956, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Av. de la Universidad 975; 03100 México, D. F.

ISBN 968-16-1869-6

Impreso en México

El Sureste de México

EL TREN rueda por el seco altiplano. Cerros trágicos, adustos, amarillos y negros. Magueyes. Millares de agaves giran silenciosos, en rueda oscura, y los hilos del telégrafo sé desenvuelven, alargándose como los hilos de un telar, a trechos bordados con pájaros.

Descendemos por el dorso de las cordilleras. Abro la ventanilla y el olor de las gardenias me embriaga ligeramente. Inquieta la cercanía del volcán. Es la espalda de Dios que viera Moisés por última vez en la cima del monte solitario.

De Veracruz apenas una vislumbre. Portales con mesitas y gente a medio vestir. Suenan las marimbas. Huele a mar, a pescado, a frutas fermentadas. La brisa agita los penachos de las palmeras y las faldas sobre los muslos redondos de las muchachas. No basta un día para acostumbrarse a la luz. Hay demasiada claridad en el espacio marino.

A Coatzacoalcos. Otro mundo. Un mundo fluvial, de tierras negras, de ferris, de zapateados, de arpas y guitarras. El timonel en su caseta da la señal y las aguas del Papaloapan se agitan cubiertas de espuma. Desde los puentes veo los autos y los camiones que llenan el ferri. Uno carga naranjas, otro piñas, otro enormes robalos plateados. La sangre escurre y forma un charco espeso y negruzco. Las mujeres tratan de arreglarse el peinado descompuesto por la brisa. Un hombre de rostro amarillo, doblado sobre un serrucho, le arranca largos sonidos quejumbrosos. Las cadenas caen. Se tienden las pasarelas y los autos toman la ribera opuesta con el ímpetu de unos toros a los que de pronto se abriera la puerta del corral donde hubiesen permanecido largo tiempo encerrados.

Verdes jades tallados son las montañas de los Tuxtlas. Cambia la arquitectura y el sentido del árbol. Es la rama horizontal, el cobijo, el techo, la sombra. Allá la flor sedosa de la caña de azúcar, acá el pifiar, la estrella verde en la tierra negra. Palmas, columnas; enredaderas, festones; tabaco en las vegas, café en las alturas. Paraíso. Tengamos cuidado. La Naturaleza se devora a sí misma y sólo podrá ser domada con las máquinas. En medio de tanta riqueza, las cabañas comidas de humedad, la palidez dece ra de la gente. Cuando el camión hace un alto, se escucha, adormecedor, el zumbido de los insectos. Sobre ese tenue fondo musical, el pájaro inventa sus melodías. ¿Acaso la señorita Howard no escribió sobre un mirlo que compuso una frase semejante a la del rondó, en el Concierto para Violín de Beethoven?

Santiago Tuxtla. El más pulido, el más dulce, el más hermoso pueblo de todos. Trato de recordarlo, pero sólo queda en mi memoria el hechizo misterioso de su cabeza gigante. Allí está viva la voluntad del escultor. La aplastada nariz respira, la boca de niño habla; su oreja taladrada recoge el sonido de la selva. A un lado el tabachín deja caer sus flores y la roja llamarada orca de sangre nueva la antigua, admirable brutalidad de esta cabeza. Sus rasgos arcangélicos y demoniacos no permiten saber si cayó del cielo como un meteoro, o brotó del infierno como un trozo de piedra quemada y subterránea.

El lago de Catemaco. Resplandece el agua, como una joya, engastada en su marco de volcanes extintos. Las islas semejan canastillas de flores. El aire tibio, con su dulce mano, nos cierra los ojos fatigados. Es grande la tentación, pero debemos desoírla y continuar el viaje.

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En la madrugada, la lluvia me despierta. A través de las celosías se escucha el torrente descargarse con furia sobre Coatzacoalcos. No es la lluvia, movida por el aire, a que estamos acostumbrados en el altiplano, sino el desencadenamiento de una fuerza primitiva. Diríase que el agua se ha transformado en plomo y en azogue. Yo me envuelvo en la sábana y floto, descargado de penas, en el regazo de este diluvio tropical.

A las diez me desayuno, sobre la acera, naranjas y ostiones en su concha. El chico, sentado en su costal, monda las naranjas con un gran cuchillo. El cuchillo se lo ha prestado una mujer compadecida de su pobreza; las naranjas se las han fiado. El ostionero, a su vez, descubre con la navaja el fresco, grisáceo y pequeño marisco dormido entre las paredes nacaradas de su casa; corta después el limón, el perejil, las cebollas moradas, con la misma fina y rápida destreza de su colega, el vendedor de naranjas. Toda su fortuna está a la vista, pero los dos afrontan el destino con la naturalidad confiada de los pájaros.

Corno el naranjero, corno el ostionero, hay millares y millares. Mujeres, niños, hombres. Venden hojas de tabaco, yerbas medicinales, dulces y pasteles coloreados, tacos —sobre todo tacos—, frutas, pájaros disecados, ofrendas, velas benditas, juguetes de barro, ollas, jarros, flores de papel, santos, periódicos, historias de crímenes, oraciones, zapatos viejos, ropas desechadas, chocolate, iguanas, armadillos, serpientes, antídotos contra las serpientes. Se están horas y horas, bajo sus grandes, entrafalarios, deformes sombreros de paja, disponiendo los manojos de hierbas, los montones de fruta, los pescados, con sus manos oscuras y delgadas. Salir de la ciudad, equivale a contemplar esos millares de manos en continuo movimiento, esas manos diestras y suaves que esperan, mientras llega su oportunidad, espantando las moscas, lo que es también una manera de espantar el tiempo vacío.

Es el día de nuestro viaje a La Venta. Por las ventanas del cuarto, observo el remolcador, lleno de gente, cruzar el río. Sus rojos faroles brillan en el sombrío metal del agua. Sobre el cielo incendiado por la aurora se recorta el negro festón de la selva.

Volamos hacia La Venta. El sol nos va siguiendo, a medida que avanzamos, reflejado en el agua de los pantanos revestidos engañosamente de espesa vegetación. En Las Choapas, las torres de los pozos petroleros se levantan a la orilla misma del cementerio. En Agua Dulce, aeródromos, carreteras y pozos extienden sobre el verde tapiz su grandioso y complicado dibujo, mientras el Ferrocarril del Sureste, como un largo gusano, parece huir de las brillantes y agitadas llamas que brotan de los escapes de gas.

Dejo el aeródromo de La Venta y avanzo por un sendero del bosque tropical. Huele a hierbas y a flores desconocidas. En el aire vibran los agudos reclamos de los pájaros. De pronto, al volver un recodo, dos ojos, a ras de tierra, me miran con fijeza. Sabía lo que me esperaba, sí, lo sabía de antemano, pero la fascinación de esos ojos surgiendo en medio de la selva, como los ojos de un jaguar enfrentándose al cazador que le sigue la pista, me hicieron olvidarlo todo, y la presencia de lo sagrado, semejante a un horroroso deleite, la sentí derramarse en medio del bosque solitario.

Avancé luego hasta el cráter en cuyo fondo, vencida por su propio peso, descansa una de las cabezas gigantes. Las lluvias, durante siglos, la han ennegrecido y sólo una vena de musgo verde se destaca en una de sus mejillas. El casco redondo y las piezas rígidas de las orejeras enmarcan el rostro. Los salientes pómulos, el duro,entrecejo, los párpados insinuados con suavidad, los sensuales y gruesos labios de la boca representan de un modo tan enérgico al vencedor de la selva y del pantano, que tenemos la sensación de asistir no a una revelación sino a un reconocimiento.

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A pesar del canal de Panamá y de la decadencia del ferrocarril del Istmo, Coatzacoalcos prospera. Sinfonolas, hoteles, cines, caminos, tehuanas descalzas de flotantes vestiduras, zopilotes, rancheros, petroleros, pescadores, marineros, ingenieros, aviadores, mendigos y vendedores orientales ofrecen una rara y endiablada

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mezcla de lo antiguo y lo moderno.

Se cruza el río y en la ribera opuesta, donde principia el ferrocarril del Sureste, a la sombra de las palmeras, cerca de las fraguas, de los talleres al aire libre y de las cabañas miserables de los pescadores, descansa el tren que sale a Campeche. Lo compone una máquina diesel, un coche comedor, un dormitorio y tres carros europeos pintados de rojo. Son los mismos carros alfombrados y refrigerados que recorren los paisajes suizos, los mismos que se deslizan frente a los castillos bañados por el Danubio.

Los descontentos no ocultan su despecho:

"¿A qué tanto lujo —gruñen— si sólo viajan los indios <macheteros'? Con sus honibles patas llenas de lodo, echan a perder las alfombras y los asientos forrados de terciopelo."

Los viajeros ignoran todo esto. Los veo estirarse y suspirar complacidos. Viven en casas sucias, dentro de la selva palúdica, y nunca han tenido una oportunidad semejante.

Un joven campesino, con su machete colgado al hombro, recoge sus objetos: un morral, una escopeta. Luego mira el sillón vacío. Hay un poco de lodo, ya seco, en la alfombra. Vuelve a sentarse, y de un modo discreto Señor, hay que guardar las apariencias!— lo limpia con su pañuelo. Luego baja y se pierde entre los árboles silbando una tonada.

Al través de las ventanas desfila el rico festón del bosque. A las ceibas se abrazan los nidos de las hormigas; en las charcas, los perezosos lagartos duermen la siesta en compañía de sus amigas las tortugas; las garzas blancas vuelan sobre los lirios azules y los tucanes se están inmóviles en las ramas de los árboles, fatigados de no lograr sacudir el estorbo de su enorme pico.

Por la mañana, las montañas arboladas aparecen cubiertas de niebla. Tembladeras y pantanos cuajados de platanillos y de orejas de elefante forman lagunas y remansos donde se reflejan los pesados ramajes del trópico. En largos trechos las enredaderas vencen a los árboles sofocándolos bajo su manto bordado de flores. Tabasco es el reino del agua, del brillo, de la onda, del perfume y del canto. Aquí se deslizan los ríos gigantes de México: el Mezcalapa, de cielos escarlata; el Tulija, todo reflejos y transparencias; el violento Usumacinta; el verde y remansado San Pedro.

Tierra virgen, futura gran despensa del mexicano, sobre la que flotan las nieblas del primer día de la creación, nos deja una figura simbólica: la del niño desnudo que, rodeado del mundo vacío, saluda el paso del tren agitando en el aire su manita.

Estas tierras de aluvión que hicieron retroceder a las aguas del Atlántico las cruzamos hoy gracias al heroísmo de un grupo de jóvenes ingenieros. Los problemas de un ferrocarril tropical son muy diferentes a los de otros ferrocarriles más estables. El agua de la lluvia socava en una noche los terraplenes, deshace los taludes, derrumba las montañas. Los ríos, que ayer se deslizaban bajo sus puentes, al día siguiente cambian su curso y se lanzan impetuosos contra las márgenes; las yerbas y la humedad invaden las vías y pudren los durmientes.

El hombre de La Venta, si bien talló en el jade o modeló en la arcilla pequeñas esculturas a las que distingue el mismo carácter de monumentalidad, prefirió desentenderse de los otros miembros y centrar su avidez creadora en la cabeza humana, seducido por su expresividad, por su misterio siempre renovado, por el rico lenguaje que encierra la peculiaridad de su forma. Separar esa cabeza del cuerpo, darle la autonomía que distingue a la luna colgada encima de los bosques milagrosamente sin que su realismo se divorciara nunca de la masa geométrica de la piedra, fue la hazaña artística que llevó a término el desconocido "olmeca" de las márgenes del Coatzacoalcos.

El río, el inmenso río, surcado por tenis, lanchones, remolcadores, barcos plataneros. Humean talleres y locomotoras. Arriba, Minatitlán, con sus grandes esferas plateadas, sus torres y sus chimeneas junto a las cabañas de techo puntiagudo, la ropa tendida a secar y los muelles de podridos maderos. Y la selva, el empuje

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de los verdes, los chorros de la vegetación, sombreando los ríos y los caminos de tierra colorada. En la otra orilla, el tubo de la aspiradora vierte el azufre amarillo sobre las bodegas de un carguero. Me pregunto: ¿Por qué el azufre no lo explotó Petróleos? ¿Por qué se entregó esta nueva riqueza a los norteamericanos?

Pienso en Cárdenas. Gracias a su fe, a su heroísmo, a su amor por la patria, es posible este increíble milagro, esta realidad de un bien recobrado para siempre. Hemos reconquistado el no Coatzacoalcos que fue holandés, inglés, norteamericano. La nube amarilla de la Sulphur es la única mancha que empaña este claro horizonte.

El Mezcalapa, por ejemplo, sin previo aviso, abandonó su cauce y principió a golpear el terraplén de la vía situado a medio kilómetro del enorme puente de acero. Hubo necesidad de transportar toneladas de rocas y formar un verdadero rompeolas para domar la impetuosa corriente.

La batalla contra los ríos, las ciénagas, las montañas derrumbadas —los elementos que deshicieron la expedición de Cortés a Las Hibueras-- no termina nunca. De día y de noche, bajo el sol y las lluvias, entre el fango y las arenas movedizas, los pequeños armones de los ingenieros recorren sin cesar los 735 kilómetros de vía; una red de talleres ocultos en la selva, un ejército de trabajadores que mueven picos y palas, grúas, plataformas y revolvedoras de cemento, enderezan taludes, cambian durmientes, reparan canales y puentes para que los trenes lleguen a tiempo y el lejano Sureste pierda el carácter insular que siempre lo distinguió en la atormentada geografía de México.

A partir de su descubrimiento en el siglo xvm, Palenque ha logrado hechizar a todos sus visitantes, con la sola excepción de Graham Creen; afligido por una larga caminata en mula y algunas diarreas adicionales. Su descubridor, el capitán Del Río —1787—, otro capitán, Guillaume Dupaix —1805—, el longevo y fecundo V. F. Waldek, "se casó —escribe Laurette Séjourné—, tuvo un hijo a los 80 años y murió a los 109", Stephens, pionero de la arqueología maya y el notable dibujante norteamericano Catherwood —1839L—, Desiré Chamay, académico que debía limpiar diariamente su sombrero de la profusa vegetación causada por la humedad de la selva —1857—, Maudslay, Seler, Tozzer, Spinden, Morley, Blom, Thompson —entre ellos, dos mexicanos ilustres: Miguel Angel Fernández y Alberto Ruz Lhuillier—, han sentido de un modo o de otro la fascinación de esas ruinas.

Palenque es, justamente, unas ruinas. Unas ruinas, y una selva espesa, húmeda y alta, habitada por criaturas ruidosas e invisibles. Ruz Lhuillier la compara a una fábrica. Un estruendo de sierras, de perforadoras, de martillos golpeados rítmicamente, de ruidos sofocados y arrastres metálicos, se escucha dominado por el chillido de los pájaros y el rugido espantable de los monos saraguatos.

Abundan el puma y el jaguar, pero no son ellos los principales enemigos del hombre, sino la venenosa nauyaca que reina en Palenque sobre un variado muestrario de serpientes. Cierta vez que el pintor Agustín Villagra se hallaba en una cámara del Palacio entregado al dibujo, los trabajadores mayas abandonaron su que-

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hacer apresuradamente y se marcharon diciéndole: "Adiós, profesor; lo dejamos muy bien acompañado." Villagra, inquieto, no tardó en descubrir a su inesperado huésped: una nauyaca lo miraba con fijeza desde una grieta de la bóveda.

Al lado de la nauyaca figuran arañas grandes como sapos y alacranes ponzoñosos; el mosco palúdico —Palenque tiene la gloria de ser una de las regiones más azotadas por el paludismo en el mundo—, la mosca chidem que pica la nariz y las orejas produciendo su caída, y otra mosca maligna, el colmoyote, cuya par-ticularidad consiste en introducir bajo la piel un huevecillo que al poco tiempo se transforma en un gusano peludo. Por añadidura —sólo cito aquí ejemplos aislados de una lista interminable—, los monos saraguatos, no conformes con imitar a la perfección el rugido del león, resultan los más activos trasmisores de la fiebre amarilla.

La selva es el escenario de una lucha por la vida de intensidad poco común. La mayoría de los animales se

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devoran los unos a los otros con inconsciente naturalidad, y si bien los órganos de la defensa como los del ataque se hallan proporcionalmente desarrollados en todos ellos, son los insectos, a causa de su manifiesta debilidad, los que recurren a los más ingeniosos medios con el fin de sustraerse a la persecución de sus enemigos.

Los hay como hojas secas o como briznas de hierba que inesperadamente levantan el vuelo; conocida es la gran mariposa que asusta a los pájaros pintándose en las alas los ojos de la lechuza, mientras su cuerpo alargado sugiere un corvo pico; y es todavía más notable, aunque menos familiar, el mimetismo del caimán pulgón, protegido con una máscara córnea y hueca que representa a la perfección la cabeza brutal de los lagartos.

La voracidad de la fauna tiene su complemento en la voracidad de la flora. La selva no sólo es devorada por ejércitos insaciables de hormigas, de insectos y de pájaros, sino que a su vez se devora a sí misma en una escala de grandiosa espectacularidad. Apenas hay árbol que no se vea asaltado y medio asfixiado por un espeso malito de enredaderas, bejucos y plantas parásitas. De hecho, en los tres pisos del bosque tropical —el mojado y oscuro donde vegetan las plantas de sombra, el intermedio de los arbustos y el aéreo del techo— se libra una sorda lucha de exterminio. Los agresivos vegetales necesitan espacio vital y hacen valer sus derechos continuamente atropellados. Hay unos que reclaman la sombra —son los cegatos— y para conservar la humedad indispensable deben permanecer contra todo intento de expulsión bajo la protección de la selva; hay otros, en cambio, que tratan de ganar su

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envolvió nunca una filosofía que llegara a abarcar temas tan poco usuales."

La preocupación por el tiempo, que tuvo sus orígenes en la necesidad de proporcionar al campesino un calendario agrícola lo más exacto que fuera posible, evolucionó hasta constituir una obsesión desligada de toda función práctica. Al principio se erigían estelas al finalizar un periodo de veinte años --katún en maya—, pero luego se tomó la costumbre de levantarlas cada diez, y más tarde cada cinco años. La locura metafísica se había apoderado de los sacerdotes-astrónomos. En ellas registraban la fecha de su calendario solar, el estado de Venus, la lunación correspondiente y el signo del dios que presidía la noche del día conmemorado. Y nada más. Una fecha tomada al azar, entre las coordenadas de la luna y de Venus, brillaba en medio del desorden cargada de divina significación. Ni un nombre, ni un acontecimiento, ni siquiera una victoria han logrado hasta hoy descifrarse en las estelas. Soberbiamente impersonales, despojadas de las manifestaciones de la vanidad humana que figuran tan profusamente en nuestros monumentos, el día de naturaleza celestial era exaltado fuera de toda relación humana y consagrado como un dios, lo cual permitía vivir a los mayas sin la carga de los héroes, sin los panegíricos que redactan sus vasallos, sin listas genealógicas, sin patrias agradecidas hasta las lágrimas y —bien inestimable— sin los oradores cívicos y sus tediosos, nauseabundos y falsos discursos.

Cuando el éxodo de los mayas se inició y todas las grandes ciudades fueron abandonadas simultáneamente, la selva, derrotada un momento, inició la conquista de los soberbios centros ceremoniales. En Palenque, la selva lo cubre todo. Desde las colinas en que una vez se levantara la metrópoli maya, la fresca y profunda vegetación se extiende como un inmóvil océano. Pero este océano avanza siempre dotado de un impulso irresistible. Los templos y los palacios —a Paul Rivet le recordaron las sitiadas ruinas de Angkor— alzan sus destruidas cresterías sobre el apretado follaje, y no son otra cosa que viejos cascos de embarcaciones arrancados al mar de la selva. Los mil años que duró su inmersión están escritos indeleblemente en sus arcos agrietados, en sus muros derrui-dos. No podemos entregarnos al juego innecesario que practican algunos turistas en los foros romanos, tratando de reconstruir con piezas rotas el rompecabezas de la ciudad imperial. Las ruinas serán siempre las ruinas. Una categoría sui generis, una grandeza melancólica y vencida en la que intervienen ya de una manera indisoluble el cincel del hombre y el cincel del tiempo, el trabajo de

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lugar al sol y deben adelgazar para abrirse paso, a codazos, entre los ramajes vecinos. Un vuelo sobre el bosque hace resaltar el dramatisrno de estos ignorados combates. Las copas, de distintos verdes, a veinte metros de altura, se abren expansivas y dominantes y con frecuencia se mezclan abrazándose con sus poderosas ramas y tratando de prevalecer sobre los demás, esforzada y silenciosamente.

Un árbol particularmente agresivo, al que se le ha dado el nombre de matapalo —oveja negra de la apacible familia de los higos--, podría ser visto como el símbolo de esta lucha que no da cuartel ni lo pide. Verdadero pulpo vegetal, con sus raíces tentaculares y su tronco flexible y vigoroso rodea a los árboles que tiene a su alcance, les chupa la savia y termina estrangulándolos.

Una selva así, tan voraz, tan fecunda, tan poco hecha para la convivencia humana, es natural que nos haga pensar en los esfuerzos del hombre por dominarla. El maya no sólo edificó una ciudad en las estribaciones de la sierra —Blom menciona edificios desparramados en una extensión de siete kilómetros—, sino que cultivó la tierra de modo que pudiera alimentar a millares de campesinos y a numerosos arquitectos, escultores, pintores, sacerdotes, astrónomos, grandes señores y guerreros.

El maíz, ayer como hoy, no sólo era la planta más preciada, sino la carne y la sangre mismas del hombre. De maíz estaba hecha la humanidad, la única que logró sobrevivir a los fracasados ensayos realizados por Hunab, el dios supremo, y de maíz eran los cimientos de la vida y de la cultura.

Fuera del maíz —de la victoria que representa su caña enhiesta y su dorado penacho-- y aun dentro de su campo, imperaba, avasallador, dominándolo todo, el Monstruo de la Tierra, el que da la vida y la muerte de un modo tan estrecho que a las dos comprende en el mismo abrazo. Todo nace y todo muere caótica y desordenadamente. El monstruo que devora a los muertos, hace brotar las semillas de maíz, sin cambios, sin pausas y sin diferencias apreciables. En la selva no hay inviernos ni veranos, no E-5, otoño ni primavera; su plasma húmedo y cargado de jugos nutricios puede ser visto como un horno genitor y como una tumba.

Es pues natural que el maya, para no enloquecer, opusiera al espantoso desorden la medida cósmica, el registro del tiempo por el tiempo mismo y lo impusiera como un enorme péndulo que todo lo llenara, en medio de la selva. "Ningún pueblo en la historia —dice Thompson— ha tenido un interés tan absorbente en el tiempo como lo tuvieron los mayas, y ninguna otra cultura des

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de la escalera. Se han borrado las últimas huellas del arte primitivo y se inicia la decadencia. Un nuevo estilo, el rococó maya, expresión última de un gran poder estatal y de una vida extraordinariamente refinada, aparece en el corazón de la selva.

El adorno blando, la voluta, la estilización de las plumas, el simbolismo religioso no ahogan la figura humana. A pesar de la frágil materia y de las injurias del tiempo, la carne sigue viviendo de un modo perdurable. No es la carne musculada del torso griego y su valiente modelado, sino el músculo que no abulta la piel, la línea armoniosa de las piernas, los volúmenes apenas insinuados del pecho y de los brazos, las dulces manos que sostienen amorosamente niños pequeños, la presencia, en fin, de una suavidad oriental expresada por una línea musical de gran pureza.

Acaso sea en Palenque donde la escultura maya alcanzó su apogeo. Algunos bajorrelieves aislados, como el admirable del Tablero de los Esclavos, ofrecen el último esfuerzo del artista maya por llegar a la síntesis. Aquí se despoja de todo simbolismo y el surco de su cincel sobre la superficie de la piedra calcárea nos deja la imagen final del gran señor palencano. Es un prototipo. Las airosas plumas del tocado contrastan con la saliente línea recta de la nariz; la graciosa curva de la barba la prolongan los hombros; el cuello sostiene el pesado collar de jades y la mano de retorcidos dedos semeja una flor que naciera del pecho. El hombre ha completado su metamorfosis. El intelectual, el astrónomo, el sacerdote, el señor reverenciado como un dios, han dejado muy atrás al campesino, al artesano, al oscuro plebeyo. De su vida, de los sentimientos que los animaron, de sus

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relaciones sociales, de su ciencia y de su arte sabemos muy poco. Es necesario llegar al descubrimiento de los frescos de Bonampak para que esta luz, perdida en la espesura, ilumine un fragmento más amplio de su existencia.

Antes de llegar a Tenosique el tren cruza el Usumacinta. El arco del puente, con toda su audacia, no altera la agreste soledad de este paisaje. Por las riberas escarpadas —verde que busca el verde— se precipitan hacia el agua las masas de verdura. Abajo, un cayuco es apenas una hoja que arrastra la corriente. Arriba, un niño descalzo que lleva en cada mano una botella de petróleo, avanza perdido entre los brazos metálicos de la gigantesca estructura.

Hoy, éste es el río. Una fuerza intocada, perturbadora, como lo fue en los días del capitán Juan de Grijalva. Pero México se mueve hacia el sur, hacia la reconquista de este paraíso abandonado y un día logrará domarlo. Será entonces un nuevo Papaba-

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la lluvia y del aire, con sus pátinas, sus misteriosas sustracciones, sus oscurecimientos, sus mantos de líquenes rojos, amarillos y verdes.

Si todavía hay una visión risueña en el mundo, ésa es la que ofrece hoy cabalmente Palenque, a la caída de la tarde, desde la galería posterior del Palacio. Los templos levantan sus graciosas formas sobre las colinas artificiales, reclinados en el pecho florido del bosque. Suena el agua y se oye el canto de los pájaros. Las naranjas brillan, como frutos de oro, y la armoniosa distribución de los santuarios, su aspiración a la altura, la elegancia suprema de su dibujo, establecen una ceñida correspondencia con la blanda, suave, voluptuosa vegetación que nos rodea. Una magia, un hábito del paraíso hacen recordar los templos chinos levantados asimismo sobre las colinas artificiales de la Ciudad Prohibida. El arte, para los mayas, era una necesidad, y no es posible sustraerse a la idea de lo que habrían gozado los príncipes cuando contemplaban su ciudad desde las frescas galerías de este Palacio.

El rococó brota de la Naturaleza con la fácil espontaneidad de una orquídea, y si la arquitectura es en Palenque tan esbelta como lo es el árbol, el estuco y sus estilos tienen algo también de la suavidad redondeada, de la profusión y de la plenitud de la vegetación tropical.

Los grandes bajorrelieves que encuadran la escalera interior del Palacio son quizá el lazo de unión, el eslabón perdido entre las cabezas de La Venta o Tres Zapotes y los estucos que señalan la culminación del periodo clásico. Conservan la fuerza, la monumentalidad, el dramatismo de las grandiosas piezas olmecas, aunque modificadas por la raza y el espíritu de los mayas. Desde luego, se trata de un diferente tipo de belleza. La religión se ha depurado, el hombre es distinto, la vida ha ganado en refinamiento. La nariz aplastada y bárbara ha sido sustituida por una atrevida nariz artificial que nace en medio de la frente, modificando la expresión del rostro; la cabeza ya no es la vigorosa cabeza redonda tocada con un casco, sino una cabeza deformada volunta-riamente. El ojo ha estilizado sus rasgos orientales y la gruesa boca sensual se ha transformado en una boca entreabierta de finos y temblorosos labios cargados de espiritualidad. El hombre de La Venta es todavía un fragmento de naturaleza, una terrible fuerza que no logra romper su pesado misterio; en cambio, el maya de Palenque es un producto de la civilización, una victoria sobre la hostilidad de su medio.

Los estucos no guardan relación con los bajorrelieves arcaicos

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pan, una fecunda realidad, un río —quizá el más bello del mundo— que lleve a las selvas abundantes en caza, a los campos labrados, a las ciudades mayas reconstruidas, al viejo y siempre nuevo mundo donde la Naturaleza y el arte, desde hace un milenio, celebran sus bodas ignoradas.

Salimos de Tenosique muy temprano y volamos una hora en nuestro pequeño y familiar Cessna, siguiendo las

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vueltas y revueltas del Usumacinta. Piedras Negras, Yaxchilán, Bonampak, las grandes y preciosas ciudades mayas, nacidas y muertas en el limo fecundo del río, han sido tragadas por la selva, y el paisaje parece recobrar su virginidad intocada. Corre el agua, como una serpiente, al fondo de los barrancos y de las montañas cortadas a pico. Ni un hombre, ni un pájaro perturban la majestad de este paisaje que yo observo con la frente pegada al plexiglás de la ventana, mientras una rueda aparece milagrosamente suspendida encima del mundo vegetal. Arboles. ¡Cuántos árboles! Las copas abren sus verdes sombrillas, estallan en densas burbujas, y se extienden como un mar de olas redondas cubriendo las montañas sólo para detenerse abruptamente, en las márgenes del río, al filo del agua verde, que se diría inmóvil si al chocar contra las peñas del cauce no se coronara por un rizo de espuma cambiante.

En un recodo, sobre la espalda de los montes, atropellando los árboles, surgen de improviso los templos de piedra blanca y las empinadas cresterías de la ciudad de Yaxailán. La soledad se puebla de milagros, y cuando el ala del avión se inclina para tomar Agua Azul, los santuarios salvados a la destrucción nos saludan como alegres banderas.

Campeche es una página de nuestros cuentos de niños. La olvidamos igual que los otros viejos libros de la escuela primaria y hoy vuelve a la vida de la imaginación pintada con el azul del mar, las velas de los pescadores, la cal rosa y violeta que estalla en las iglesias y en las casas coloniales. Por estas calles suena todavía la pata de palo del holandés Cornelio Jol, y asoman los bigotazos y el trabuco del feroz Lorencillo. En la Puerta de Mar, la campana da la voz de alarma; en la Puerta de Tierra y en los fuertes que coronan las eminencias vecinas se aprestan los soldados; la catedral se llena de mujeres llorosas, y en los patios los mercaderes echan por el pozo del aljibe su tesoro de joyas y de monedas de oro. ¡Que vienen los piratas!

Fuera de estos sustos, el comercio de ultramarinos y del célebre

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palo de tinte, la pesca y alguna agricultura permitían a los vecinos llevar lo que se dice una vida campechana. Ante todo, la buena comida. Engullían esmedregales empapelados, huachinangos aderezados con aceite de oliva, aceitunas, alcaparras y especias de las Indias; ostiones y camarones, faisanes en escabeche, venados en pibil, gallinas en pepitoria, cangrejos moros, langostas, guanábanas y frutas tropicales, dulces suntuosos y otros platillos que todavía pueden comerse en Champotón y en Campeche, inundaban la ciudad de capitosos olores, hacían dormir a sus habitantes bienhechoras siestas y eran en buena parte la causa de que los patios embaldo-sados con mármol ,y las anchurosas estancias presenciaran las batallas fingidas entre piratas y realistas que a diario libraba un número creciente de chiquillos.

Campeche, decía Héctor Pérez Martínez, es una vieja dama venida a menos. Su decadencia, como la de las antiguas señoras que chismorrean entre los candelabros de cristal y los sillones de bejuco de la sala, transcurre con dignidad, dentro de una atmósfera provinciana en que todavía la conversación, la sana alegría, el buen yantar, las risas espontáneas y los dichos agudos son parte esencial de la existencia.

No existen sinfonolas —Dios preserve a los campechanos de sus horribles estragos— ni se siente la necesidad de contar con dos o tres rascacielos. Sus limpias, estrechas callecillas, oniadas de nobles casonas, miran a los azules pálidos del mar, se oyen las campanas y los pregones de los vendedores, los novios andan por el malecón, cogidos de la mano, en tanto que las nubes se incendian en el cielo y las barcas de los pescadores, con las velas tendidas, regresan al puerto.

A medida que nos acercamos al norte de la Península, el paisaje sufre una transformación radical. La alta y jugosa selva de la cuenca del Usumacinta desaparece y es sustituida por el chaparral norteño. Penetramos en el otro mundo maya, el de la sequía, el de la caliza con arbustos pequeños, adustos y agresivos, los rojos caminos entre las peñas calcinadas, las cabañas de techados cónicos y las mujeres de flotantes huipiles, corvos perfiles y babuchas retorcidas.

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El poblado gira en tomo del pozo. Ya no se venera al sol fecundador, sino a Chaak, el dios de la lluvia. Centenares de brujos elevan sus preces a Chaak y miles de ojos observan el cielo con angustia. Toda una extensa región de Campeche lleva el nombre de los Chenes —los Pozos— y muchos pueblos se bautizan con el agua que mana en el interior de la roca: Bolonchén significa Nueve Pozos; Hopelchén, Cinco Pozos; Dzibalchén, Pozo Escrito; Sahcabchén, Pozo de Tierra Blanca y Kankatchén, Pozo de Tierra Colorada.

El dramatismo de esta lucha por el agua parece simbolizarlo el cenote Xtacumbilchunán —La Señora Escondida—, que ya a principios del siglo pasado llamó la atención de Stephens y de su compañero Catherwood. Un grabado del famoso Viaje a Yucatán nos muestra una tosca escalera construida de maderos que se hunde en las profundidades de la gran caverna. Por ella, como pequeñas hormigas y alumbrándose con antorchas, descendían las mujeres en busca del agua.

Cien años después, la escalera ha desaparecido, pero todavía las mujeres van al cenote con sus cántaros redondos montados sobre el anca. Las veo ganar penosamente la entrada, bañadas por la luz. Sus pequeñas figuras parecen todavía más frágiles en medio de aquel grandioso escenario pétreo, de aquella sombría ruina de la Naturaleza hecha de abismos, de rocas gigantes, de sombras opresivas, en cuyo fondo se escucha la clara voz de La Señora Escondida.

La ciudad de Kabah surge derrumbada al borde de la carretera. Son las diez y el sol extiende su ardiente manto cegador en el cielo. Frente a mí, la fachada del K-odzp-op, el Templo del Petate Enrollado, todavía bañada en la fresca claridad de la mañana. Un solo motivo, la máscara de Chaak, se ordena en largas y apretadas filas a lo largo y a lo ancho del K-odzp-op componiendo un gigantesco mosaico de ojos redondos, de fauces abiertas y de retorcidas narices que brotan de la fachada para invadir el espacio, como las plantas en una oscura habitación inclinan ansiosas sus tallos hacia la luz de la ventana. El barroco no se atrevió a pensar nunca en un motivo tan audaz y dinámico. Del suelo a la rota crestería, la nariz proboscidia del amado dios, la gran ménsula, el repetido signo de interrogación, figura un bosque de trompas que se alzan al cielo olfateando el aire reseco.

Para el que llega sin transición de las altas y jugosas selvas del Usumacinta al ondulado y severo paisaje donde florecieron Uxmal, Kabah, Sayil y Labná, las diferencias entre el estilo palencano y el estilo puuk se imponen a primera vista. Palenque es un arte civil; Kabah un arte religioso. A medida que la huella del hombre se debilita, la presencia del dios crece hasta hacerse omnipotente. La blanda carne mórbida de los estucos ha sido sustituida por la dura máscara de piedra, del mismo modo que el fragante bosque ha sido reemplazado por la llanura caliza. Hemos pasado del mundo de la abundancia al de la pobreza crónica, del reino mágico del agua a la sequedad angustiosa del norte de Yucatán. En medio del fuego solar ya no se concibe el estuco, las galerías abiertas a los chorros de la selva, la exaltación de los príncipes cubiertos de jades. La piedra tiene algo de la dureza cortante de la tierra, y la escultura es otra. Se diría que el hombre a fuerza de vivir en la cercanía de los dioses se ha deshumanizado y termina por contagiarse del sacro hermetismo.

Chaak, el dios de la lluvia, no es la máscara aislada de ChichénItzá, sino un muro vivo de la divinidad donde la sagrada nariz reclama la lluvia cantando reiterada y pesadamente su propia apoteosis. Pero esta glorificación no se halla exenta de una sensación de abatimiento ya que el sagrado apéndice, a semejanza de un petate enrollado, servía de acceso a las cámaras interiores reservadas a los sacerdotes. Yo subí por ella y la sentí bajó mis pies —no dejaba de ser una profanación— extrañamente viva. El antiguo sacerdote debió de experimentar lo mismo: Vivía mirado por los centenares de ojos divinos, en un cielo compuesto hasta el infinito por el rostro multiplicado de su dios, y cuando entraba en el santuario que era su casa y su defensa, su sandalia de jaguar debía de pisar la nariz y ascender por ella como el cornac de la India se apoya en la blanda y enrollada trompa para subir a su elefante.

Antes de abandonar el templo miro por última vez su fachada. El sol le daba de lleno, matizándola con su juego cromático. Oscurecía, iluminaba. Y su cincel de luz hacía vivir el rostro de los dioses.

Kabah representa la poesía de las ruinas solitarias. Dejando atrás el K-odzp-op me interné, entre palacios

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destruidos, por un camino del bosque. Escuchaba el ronquido humorístico del chinchibakal, los pájaros azules volaban sobre las copas de los árboles y como la selva conservaba algo del rocío nocturno, las leguminosas mantenían abiertas sus pequeñas hojas delicadas. En el fondo, cerrando el túnel de verdura, se ofrece el fragmento de un templo. Mi corazón apresuró sus latidos. El templo, de lisa fachada y un doble friso de columnillas, se alzaba mutilado en medio del claro, y su elegante sencillez contrastaba de un modo desagradable con el desorden del bosque reseco. La soledad, las piedras doradas, los pórticos oscuros, la selva que sólo espera un alto para echarse encima de los templos ayer rescatados, establecen, lo mismo en Kabah que en Sayil y en Labná, esa mezcla de arquitectura y Naturaleza, esa

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lucha eterna del árbol y la piedra que tanto conmoviera a Stephens, el pionero de la arqueología maya y que tan sentidamente describiera el lápiz de Catherwood, su fiel acompañante.

A pesar de su cercanía, todas las ciudades de la sierrita Puuk ofrecen una peculiaridad arquitectónica. Sayil conserva las columnas de Kabah y con ellas edifica un palacio de tres pisos y soberbias terrazas que es uno de los más hermosos de la zona maya; Labná potencia las cresterías de Savil y crea el arco famoso de entrada a uno de sus patios; Kabah concentra la máscara de Chaak en el Templo del Petate Enrollado y erige el arco triunfal sobre el camino blanco que conducía a la ciudad; Uxmal, a su vez, aprovecha el motivo de la casa del techo precioso, inventa nuevos motivos decorativos, otorga amplitud desconocida a los patios ceremoniales, reviste las pirámides de inesperados y ricos elementos, y si bien los cuatro centros se hallan bajo el signo de Chaak, la deidad favorita, es el arte de Uxmal en plenitud el que enriquece y magnifica el fecundo mito de una manera excepcional.

El hombre antiguo había sido formado con el solo propósito de que reverenciara y sostuviera a sus dioses. No era otro su papel en la tierra. "La creación —dice Alfonso Caso-- no es un don gracioso hecho al hombre por el dios, sino un compromiso que implica la adoración continua por parte del hombre." Se le exigía una eterna vigilancia, una tensión a punto siempre de estallar, para que la armonía del universo no sufriera alteraciones. El hombre vivía sostenido por el dios y el dios vivía sostenido por el hombre. En esta magna tarea participaban todos. El trabajo, la vida, la edificación de las casas y de los santuarios, el arte, eran una serie de procesos mágicos que reclamaban la intervención activa de la comunidad. El individuo, la vida privada, no existían entonces. El servicio de los dioses, su culto incesante, invadían las más secretas regiones de la existencia humana y figuraban destacadamente en primer término.

"La estatua de la deidad es la deidad misma —escribe Paul Westheim—, la encarnación de lo divino." No tiene que ver nada con la belleza, aunque hoy nosotros la consideremos casi exclusivamente desde un punto de vista que carecía de sentido para los mayas. Si Chaak parece brotar de todos los muros de Uxmal, es porque Chaak está presente asimismo en los cuatro rincones del cielo maya, en el mundo horizontal y en el mundo vertical, porque Chaak representa el viento favorable y el dañino, el agua buena y el agua mala, la vida y la muerte, la abundancia y la miseria. Lo que constituye la máxima preocupación del hombre, la divinidad proteica de la que depende su fortuna o su ruina, debe ser recordada, reverenciada, exaltada sobre todas las cosas. Chaak figura por ello en las esquinas de los palacios, se levanta como cántico en los tableros del Patio de las Monjas, ondula, semejante a una letanía, en el friso del Gobernador, asciende victorioso en las dos al- fardas de la Pirámide y remata, cargado de misterio y de poderes sobrenaturales, en el santuario superior del Adivino en que la gran puerta de entrada es la boca misma del amado y temido dios.

Las danzas, las ceremonias religiosas, las muchedumbres de fervorosos devotos que llenaban los patios, eran otras tantas manifestaciones del culto a la divinidad, la profunda, insustituible manera de decir "Dios está en todas partes." Han desaparecido las fiestas, las danzas, las invocaciones, pero todavía perdura como el frag-mento de una adoración colectiva, este ritmo de la piedra, este orden trascendente y sagrado, esta canción

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grave y aguda, esta gran letanía que viste la piedra, la convierte en la propia carne del dios y con ella instrumenta su gran coral donde ninguna voz se pierde y donde todas se funden, por obra de la fe, con la esencia misma del universo.

Yucatán es uno de los pocos lugares del mundo en que las ciudades muertas poseen una seducción que no distingue a las ciudades vivas. Las viejas urbes mayas tragadas por la selva durante siglos, olvidadas y estigmatizadas, parecen vengarse de la civilización occidental y de sus esfuerzos arquitectónicos imponiendo vic-toriosas, sobre Mérida y Valladolid, obra de los blancos, las piedras sagradas de Chichén-Itzá, de Uxmal y de Kabah.

Tal predominio no significa en modo alguno que las ciudades de traza española sean desdeñables. Mérida, por ejemplo, es quizá una de nuestras más hermosas capitales de provincia. No conoce los delirios barrocos del interior, las rosas y los verdes pálidos de Morelia o de Oaxaca, ni sus casas se desparraman en las pendientes de los ásperos cerros, como Tasco y Guanajuato. Mérida, tendida en la Ilanura,caliza, es más bien una ciudad blanca y austera, de torres desnudas, árboles que se duermen durante la noche y despiertan a la mañana siguiente como los vecinos respetables, calles estrechas y brillantes y casonas apadbles de ventanas salientes, defendidas por hierros coloniales. La domina un bosque de veletas y la impregna el olor a pan y a caballo, que debe de haber sido la atmósfera propia de las ciudades en el siglo xxx.

Se mira vivir intensamente a los árboles. Muchas veces, en el portal de la vieja "sorbetería" Colón —todo un cuadro finisecular—, admiré el llameante verde que rebosa la plaza mayor, entre la austera torre de la catedral y el doble portal del Ayuntamiento.

La gente, de cabezas redondas, no participa de las violencias verbales del Caribe. Habla reposada y claramente, con una persuasión cordial desconocida para nosotros. Las indias —aquí les llaman mestizas—, vestidas de flotantes huipiles bordados y listones de seda en el pelo, y los hombres, con trajes blancos, se mueven entre las carretelas y las blancas paredes recortadas sobre el profundo azul del cielo.

En Mérida se sienten, angustiosamente, las limitaciones del monocultivo. Los cafés, los bancos de los jardines públicos, las tiendas, son pequeñas y febriles bolsas donde se discute el alza y la baja del henequén, los excedentes que no logran venderse, los mil contradictorios rumores de un mercado particularmente inestable. El chofer del taxi, el limpiabotas, el propietario de los numerosos puestos de comidas regionales y refrescos, los peluqueros, obligados por su oficio a emprender conversaciones con muy diversas personas y a devorar toda clase de literatura periodística, muestran, casi sin excepciones, una razonable erudición en materia henequenera. Y es natural: el menor cambio, la más ligera oscilación, afecta la economía de todos.

Yucatán vive desde 1919 una crisis casi permanente. En los periodos álgidos es posible adquirir una mansión regalada, los comercios cierran sus puertas, los bancos están a punto de quebrar y se reducen al mínimo los gastos cotidianos.

Una ciudad que sólo conoce la prosperidad cuando en el mundo se organizan grandes matanzas humanas, debe de tener una idea sobre la guerra muy diferente de la nuestra. En el pasado conflicto de Corea hubo personas que rezaran fervorosamente porque se prolongase indefinidamente, ya que para ellos la paz significa llanto y miseria, y la guerra, abundancia y regocijo.

Muy europea y al mismo tiempo muy india, Mérida está llena de violentos contrastes. El Paseo Montejo no es otra cosa que un fragmento de los Campos Elíseos caído en plena selva tropical. Palmeras, ramones, tamarindos, laureles y naranjos forman umbrosos túneles junto a las pérgolas, los pórticos, las terrazas y las alti-vas mansardas de los grandes palacios franceses construidos por los hacendados de la época porfiriana. Esta clase, con pocas excepciones, está hoy en decadencia. El famoso palacio Cantón es propiedad del gobierno del Estado y sirve para dar recepciones oficiales; el doble palacio Cámara se ha transformado en una suntuosa casa de huéspedes, y los demás ofrecen claras señales de la ruina que sufren sus propietarios. Algunos se han

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resignado a vivir en los sótanos, como es el caso del señor Regil y Peón, que ha cedido su magnífica residencia al arzobispo; algunos envejecen rodeados de esplendores marchitos y otros se han vuelto locos y andan por las calles refiriendo historias extravagantes.

Al serle arrebatado el poder a la casta de los hacendados, surgió una segunda casta de revolucionarios enriquecidos ilícitamente, de nuevos intermediarios de los monopolios internacionales y de cordeleros, que también ha dejado su huella en el desenvolvimiento de la ciudad. El aristocrático Paseo Montejo —gigantesco museo de reliquias feudales— se ha prolongado, renovándose. Chalets y bungalows introducen una nueva tónica urbana. En una plaza moderna tres ex gobernadores han construido magníficas residencias, por lo que el pueblo ha bautizado el lugar con el nombre de la Esquina de los Tres Ladrones, de la misma manera que durante el callísmo los vecinos de la ciudad de México llamaron a la Plaza Iztaccíhuatl Plaza de Alí Babá y los 40 Ladrones?

Gentes desconocidas de la provincia, telegrafistas, maestros de escuela, empleadillos de baja estofa, profesionales sin clientela, militares que nunca presenciaron —ni leyeron— una batalla, han abandonado sigilosamente sus modestas casas de alquiler para instalarse orgullosa y plácidamente en mansiones rodeadas de soberbios jardines.

La desigualdad social, que es una sobresaliente expresión de nuestro país, en Yucatán sobrecoge particularmente porque se presenta en bloque, sin atenuaciones, como las edades en un corte geológico. Aquí se es muy pobre o se es muy rico; del palacio a la cabaña no hay tránsitos graduales; del pueblo a la ciudad no hay tampoco posible conciliación.

La presencia del indio maya carga de tintas más sombrías el espectáculo de las diferencias sociales. A pesar de los siglos de esclavitud, del hambre crónica, del alcoholismo, conserva su vigry su nobleza. Los indios colman las ciudades, desbordan los cpu, pos, alteran el lenguaje y las costumbres de los blancos y su actividad de hormigas, su generoso derroche humano, sus finos rostros inteligentes, hacen todavía más dolorosos el desamparo y la miseria a que los ha reducido su condición de siervos. Las ruinas de sus viejas ciudades y los mutilados fragmentos del pasado maya,

1 Sería una saludable diversión no exenta de implicaciones cívicas comparar las casas que habitaron los patrióticos gobernantes de nuestro país, antes de su exaltación, con las que habitan después de haber ejercido el poder. Esta metamorfosis nos mostraría sus habilidades para enriquecerse, el grado de su desprecio por la opinión pública, sus gustos particulares, la forma en que han logrado refinarse, etcétera, etcétera.

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dispersos en todos los rincones, obligan a pensar, con amargura, en la distancia que separa la decadencia actual de la antigua grandeza.

A semejanza de Mérida, cada pueblo del norte de Yucatán es, en menor escala, una victoria del hombre contra el desierto.

En este suelo que rechaza el arado, sembrar un árbol o enterrar a los muertos supone una dura tarea. Es necesario abrir con dinamita la pampa caliza y allegarse la tierra de lugares distantes. Pero ¡qué lozanía la del vegetal en ese puñado de tierra! Antes del mediodía, era hermoso permanecer en el patio de la hacienda, sobre las ásperas losas de piedra, disfrutando la seducción de la huerta.

La papaya, con su grueso tronco carnoso, su penacho de hojas y sus disparatados frutos, sugiere una jirafa. El plátano es también un pequeño monstruo vegetal. Las ramas verdes y jugosas se do.. blegan con el peso de los racimos y a veces el hombre debe acudir en su auxilio, apuntalándolas. El flamboyán 2 nos amenaza con disparar sus chorros de semillas, ocultas en sus curvadas vainas lustrosas, y sobre nuestra cabeza oscilan peligrosamente los grandes mameyes de pulpa carmesí. La palmera es ya la columna, el orden en medio de los opulentos

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mangos y los agresivos miembros de la numerosa familia de las zapotáceas. Es una maravilla ver subir el tronco.sin una desviación, en un impulso seguro y firme, todo voluntad de ascensión y de equilibrio para coronarse a grandes alturas con el aéreo capitel de su penacho.

El pich, a la orilla del estanque, es un gigante desparramado. Contrasta la finura de sus hojas con el ciclópeo tronco y las ramas horizontales, prolongadas y extendidas. En sí mismo resulta un bosque, una creación espacial de la Naturaleza tan audaz y equilibrada que hace pensar en un duomo florentino, hecho de plata y de verdes pálidos, de flores como estrellas azules, de ramajes claros y de hojas minúsculas agitadas por el viento.

Desde las palmas de jipi que abren sus abanicos rozando el suelo como la cola de un ave del paraíso, hasta los más altos árboles, la huerta yucateca es un juego de luz y de clorofila, de transparencias y formas delicadas, de matices y formas vegetales.

A mediodía las urracas —cau, en maya— vienen a beber en los caños. Vuelan vibrantes como una flecha y se disparan una tras otra, a centenares, a millares. Negrean los árboles y la yerba se estremece. Toda la huerta zumba en el ardiente mediodía, y se llena de voces sarcásticas, de chillidos y disputas, de gorjeos, de sil-

2 Nombre que también se da al "t-abachín", de la palabra francesa flamboyant.

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bos, de flautas, de angustiosos llamados sin respuesta. El hombre no ha nacido. Las aves solitarias tejen coronas vivas sobre las copas de los árboles.

Donde termina el henequenal o la selva espinosa, el pueblo surge como un oasis dominado por los redondos, espesos, brillantes laureles de Indias y la airosa espadaña de la iglesia. Ésta es la primera impresión. Luego vienen los detalles: cabañas de tejados cónicos entre la vegetación de los huertos familiares, las bardas de piedras encaladas, la plaza transformada en campo de béisbol. Y, ante todo, un perfume dulce de hierbas mezclado a la emanación cálida del desierto, una atmósfera de maíz y de henequén, de ojos oblicuos, de cabellos restirados, de pies descalzos y silenciosos.

En la mañana, los hombres están en el campo y las mujeres son las dueñas de los pueblos. Andan majestuosas, llevando en la cabeza tres bandejas con tres clases diferentes de maíz y montados a sus caderas los niños o los cántaros redondos. El tabernero limpia el mostrador y bosteza; en el molino se chismorrea; un cazador, con su vieja escopeta, cruza la plaza seguido de sus perros escuálidos; los zopilotes montan la guardia en el atrio de la iglesia.

En el sur hay más tierra. Abajo se extiende la misma interminable roca, pero cubierta de una tierra espesa, negra y roja, que tolera, sin muchas pérdidas, el cultivo de la caña de azúcar. En Ticul, en Tecax, en Cancaná, hasta la frontera con Quintana Roo, se elevan los penachos de las palmeras, el bambú forma apretados bosquecillos, los plátanos abren sus frescas hojas y las naranjas brillan en lo huertos umbrosos.

La gente en los mercados recuerda las terracotas de Jaina. Mujeres de anchos rostros, sólidas piernas y dulces senos, tejen palmas y venden calabazas amarillas, legumbres y carne de venado.

La opulencia del sur, donde la mayoría de los esfuerzos agrícolas han fracasado por una razón o por otra, no condiciona el bienestar humano. Aquí hay tantos pobres como en la zona henequenera, con la sola diferencia de que no se imponen limitaciones al trabajo y el campesino es el dueño efectivo de su tierra.

El bosque ha sustituido de nuevo al chaparral norteño, mas aquí también transitan en los senderos los mismos seres extraños y agobiados por la miseria. Una tarde, en medio del bosque, tropezamos con un hombre que nos acompañó largo rato. Era un mestizo. Su bigote negro y su pequeña barba resaltaban con fuerza en la palidez de su rostro. Llevaba un traje de mezclilla cubierto de remiendos, un morral, un calabazo lleno de agua y el machete a la cintura. Se dirigía a su milpa situada en un lugar apartado de la selva. Allí trabajaría tres o cuatro

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días y después volvería a su pueblo. Le pregunté si tenía una casa en el sembrado.

—No —me respondió—, no tengo casa. Duermo en el campo y como en el campo a la sombra de un árbol.

.Y si llueve?

—Si llueve me mojo —replicó sonriendo—. Eso es todo. —¿No le tienes miedo al tigre, a las serpientes?

—Al tigre lo oigo roncar a veces. Las serpientes, gracias a Dios, nunca me han picado.

—¿Tienes paludismo?

—Lo tuve cuando trabajaba de chiclero. Salimos del bosque con este color —dijo refiriéndose a la palidez de su rostro.

Caía ya la noche. La luna en creciente iluminaba débilmente los senderos. El campesino nos indicó el camino que debíamos seguir y se despidió de nosotros internándose en la espesa cerrazón del boscaje. No me angustiaba tanto la noche que aquel hombre pasaría entre las fieras, sin luz y sin abrigo, como la noche de su vida entera.

Un cenote es un pozo natural. El agua de las lluvias, filtrándose a través de las duras capas superficiales, disuelve las blandas calizas interiores y excava grutas fantásticas con sus finos y tenaces cinceles, hasta encontrar las corrientes del subsuelo. Su trabajo quedaría ignorado si la roca superficial se mantuviera firme, pero un día cede inesperadamente y el hombre puede admirar la obra realizada, durante siglos, en la profunda oscuridad, por el duendecillo del anhídrido carbónico.

El más célebre es el cenote abierto de Chichén-Itzá. Sobre los estratos de la caliza ennegrecida, las hojas de las trepadoras no bastan a suavizar su lúgubre apariencia. En los bordes, el bosque espinoso teje su festón; abajo, el agua verde, espesa, inmóvil, guarda el secreto de los sacrificios.

Los mayas respetaron el sentido dramático del enorme cráter, lo invistieron de un carácter sagrado y lo convirtieron en un circo. Allí las mujeres trataban de salir del agua aferrándose con los dedos enjoyados a las salientes de la roca, y el pueblo, vestido de fiesta, contemplaba, impasible, su interminable agonía.

Todo lo que me repele el cenote de Chichén, me fascina —uno entre millares— el de la hacienda Mukuiché o Árbol de la Tórtola. Concha milagrosa, el agua refleja el altar barroco de quebradas columnas y doseles atrevidos vestidos con el terciopelo de los líquenes. Entre los helechos y las plantas de sombra, como blancas serpientes, se anudan las raíces. Los árboles asoman las copas por la rota techumbre. El agua es fresca; la sombra verde, grave el silencio. No hay baño de sultana que iguale el esplendor de estas grandiosas obras formadas por la Naturaleza en el interior de la pampa caliza, sobre la que el sol hace llover su metal derretido.

Era domingo. Las estrellas ardían en el cielo colmado de vida. El portal iluminado del Ayuntamiento de Motul se había arreglado para el baile. En un rincón, la orquesta. Llegaban las mestizas de huipiles bordados. Viejas y jóvenes ocupaban las sillas, en racimos, y charlaban bajito, con la pierna cruzada, levantando la falda de encaje y arreglándose los moños de listones encendidos. Las frescas caras redondas y los ojos orientales alternaban con los rostros arrugados y expresivos de sus madres y de sus abuelas. Cien, doscientas, trescientas mujeres se distribuían entre la doble columnata y llenaban todos los asientos disponibles, mientras los hombres se hallaban parados en la acera, frente a la barrera que separaba el portal de la plaza. La orquesta tocaba sin cesar. El director, un hombre delgado que a veces rascaba un violín y a veces emitía dulzones maullidos a través de un ,saxofón, veía con inquietud la puerta de entrada.

Le pregunté a uno de los muchachos que contemplaban la escena:

—¿Acaso los hombres no bailan?

—A los hombres —me respondió— nos cobran cinco pesos y casi ninguno de nosotros tiene dinero. En

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cambio, las mujeres entran sin pagar.

Media hora después, un joven se resolvió a penetrar en el recinto acompañado de su novia. Bailaba turbado, casi de una manera ritual, hundiendo la cara en el cuello de la muchacha y seguido con atención por los ojos resplandecientes del mujerío.

Me fui 'a cenar y regresé dos horas más tarde. Diez hombres, los ricos del pueblo, con chaquetas oscuras y los cabellos untados de pomada, y diez señoritas de cursis vestidos modernos bailaban rodeados de mestizas inmóviles. Para éstas, ataviadas como unas reinas, ya habían sonado las doce de la noche y debían volver a la cocina sin que sus amados hubieran logrado abrazarlas dulcemente. Los sueños de amor resbalaban con las estrellas en la noche de Motul. Aquel baile era un poco el destino de las muchachas provincianas: esperar ataviadas toda su vida al hombre que no llega.

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Los toltecas lograron perforar las barreras dentro de las cuales la civilización maya se desenvolvía independiente y conquistaron el norte de Yucatán. Chichén-Itzá habría de ser la sede de los vencedores, su centro principal, su orgullosa metrópoli. Dos mundos divorciados se ofrecen en la arquitectura de Chichén no fundidos, sino superpuestos en unas memorables bodas de piedra. El altiplano había creado su propia mística y la impuso en la blanda y graciosa atmósfera del maya con una brutalidad varonil que en vano trató de suavizar la voluntad creadora de los vencidos.

El tolteca desdeña las pequeñas obras elaboradas del maya. No ama las cresterías, ni los recamados frisos, ni los adornos que revisten las fachadas de la vieja ciudad. Por el contrario, desnuda y potencia las formas dándoles una severa monumentalidad desconocida antes de su llegada. Los diminutos juegos de pelota los transforma en colosales estadios; multiplica las columnas preciosas; impone el zompantle donde se apilan los cráneos de los guerreros mnertos en los campos de batalla, importa las esculturas yacentes conocidas con el nombre de chaacmol y las plataformas de los sacrificios gladiatorios, y sustituye los mosaicos de piedra labrada por bajorrelieves de águilas y jaguares que devoran corazones humanos.

La máscara de Chaak, el signo del dios de la lluvia tan imperiosamente reclamado en las secas planicies, es sólo objeto de accidentales representaciones y su culto se ve sustituido por el de la serpiente emplumada de Quetzalcóatl llamada Kukulkán en maya. Esta activa serpiente se enreda al cuerpo del devoto como la serpiente clásica en el grupo de Laocoonte. Boa religiosa, monstruo ávido de sacrificios, extiende su poderosa cabeza al pie de las escalinatas, asciende en las alfardas y termina imponiéndose en las columnas de los templos superiores donde su cola estalla en el aire y su cabeza abre incansable las fauces armadas de redondos colmillos.

Por ello, subir a los templos equivale, literalmente, a ser devorado por Quetzalcóatl. El creyente es un nuevo Jonás, una víctima de la divinidad, un alimento insuficiente para su gula nunca saciada. No es posible evadirse. No hay escape, ni fuga, ni salida para el acosado devoto. Es inútil que el vencedor haya tratado de ocultar la siniestra finalidad de su dios favorito recubriendo de brillantes colores muros y columnatas; es inútil que el juego armonioso de las cornisas logre crear la elegai.cia proporcionada, tan peculiar al arte maya, si en la tierra y en c. aire se impone con fuerza telúrica la serpiente del altiplano alterando la quietud oriental en que se deleitaba el antiguo maya. Semejante a un dragón chino, aunque dotado de una naturaleza demoniaca ajena a esta risueña quimera, su cuerpo cilíndrico y emplumado, sus fauces abiertas y su lengua bífida parecen llenarlo y atropellarlo todo.

A la caída de la tarde, como tantas veces lo hiciera Morley, descanso en la derruida escalinata de Las Monjas. Sobre mí, los pericos heridos por el sol vuelan chillando en bandadas. Los troncos blancos del jabín y los frondosos ramajes oscuros de ramones y laureles sobresalen en el cenizo mar de la selva dominada por el puño de la gran pirámide, el redondo caracol y la masa regular del Templo de los Guerreros.

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Las columnatas y los pórticos, en los que crece la yerba, me traen el recuerdo de Pompeya. Las dos ciudades muestran sus esqueletos de piedras calcinadas, pero al menos en Pompeya el recuerdo del hombre suaviza con su ternura la desolación de la muerte. El horno del pan, el burdel, la mansión del patricio, las termas, hablan un lenguaje familiar. Por lo contrario, en Chichén todo permanece rodeado de opresores silencios. No queda la huella del hombre, sino la presencia desolada del dios, la victoria final de la Serpiente Emplumada. Aun la sangre de los guerreros decapitados se ha convertido en chorros de serpientes. Los símbolos de la muerte y de la sangre son los símbolos que predominan en las calaveras del zompantle. El hombre de los bosques del Usu-macinta se ha transformado en el soldado de corva nariz y duro rostro, enmarcado por la orejera, que monta la guardia, lanza en mano, sobre las columnas y los dinteles de los santuarios. La suave y mórbida carne está cubierta de corazas y escudos. Los nueve pisos de la pirámide, los nueve cielos pétreos, están subordinados a la serpiente. Arriba y abajo ella es la que gobierna y por todas partes el soldado alerta, el soldado que decapita, el inmóvil soldado idiota de todos los tiempos.

La tarde borra ya los perfiles de la gran metrópoli. Siento sobre mí su terrible peso. Las mil columnas del templo componen un ejército de soldados muertos; los tigres y las águilas, que devoran corazones, se animan en los bajorrelieves; las calaveras nos miran con sus cuencas vacías; la pirámide está hecha de huesos y en este mundo de crueles fantasmas se adelanta, animada de poderes sobrenaturales, la poderosa cabeza de Kukulkán y su lengua bífida se agita, con garras y dientes en el suelo de la plaza, como otra serpiente ciega que sólo reconociera el olor de la sangre13

32 EL SURESTE DE MÉXICO

La carretera deja atrás la vieja ciudad de Valladolid y alcanza Puerto Juárez, sobre los azules ardientes del Caribe, ya en el territorio de Quintana Roo. Penetramos en el último rincón de México, en la selva virgen transitada por los escasos mayas que escaparon a la Guerra de Castas, y por los buscadores de chicle.

El vacío que nos acompaña desde las márgenes del Coatzacoalcos aquí se hace intolerable. El maya vive en pequeñas y distantes aldeas, prisionero del bosque, y muchas veces, si no fuera por los cortes que muestran los troncos del zapote, creeríase que el hombre nunca se habría aventurado por estas lúgubres espesuras. De cual-quier modo, se experimenta la sensación ligeramente angustiosa de penetrar en una región hostil donde la soledad alcanza proporciones infinitas.

Frente a Puerto Juárez, donde principia la aventura marítima del Circuito del Caribe, se levanta Isla Mujeres. Según las historias de Bernal Díaz, la isla ganó su nombre debido a que los españoles descubrieron en sus templos muchos ídolos que tenían forma de mujer. Después de 400 años, por las calles arenosas, en las cabañas y en las playas, sólo vemos mujeres, blancas y esbeltas con el pelo en desorden y las faldas movidas por el viento. ¿Milagro? De ningún modo. Los padres, los maridos, los hijos, han salido a la pesca y ellas gobiernan la isla aguardando su regreso.

Volvieron al anochecer. Vivo en el cobertizo de un tenducho donde su propietario, el señor Skumpurdis, griego de la isla de Minos, me ha colgado una hamaca, y sentado en un cajón oigo sus cuentos. Vienen a comprar hilo, clavos, azúcar. Se quedan, junto al mostrador, agitando los brazos musculosos iluminados por la luz blanca de una lámpara de gasolina que oscila en el techo.

—Aquí vivió Piare Laffite, el pirata —dice uno—. La isla tiene una laguna interior comunicada con el mar por un riachuelo y allí buscan refugio las naves contrabandistas.

—¡Aquellos eran buenos tiempos! —salta un viejecillo—. ¿Cuándo sería, cuándo? —interroga inútilmente, clavando sus ojos descoloridos en el techo—. Bueno, no importa mucho el ario, pero a finales del siglo pasado, cuando yo era todavía un joven, sucedió que un barco contrabandista perseguido por unos buques de guerra

1 3 Mi impresión de la fuerza siniestra de Chichén Itzá es meramente literaria. Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, como lo ha probado co diversos escritos Laurette Séjoumé, "es el origen mismo de toda la vida espiritual" en los pueblos del México antiguo.

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norteamericanos se refugió bajo los mangles de la pequeña laguna. Pasaron muchos días. Los buques no se iban y el barco atrapado no podía hacerse a la mar. Así las cosas, el capitán nos manda llamar: "Muchachos —nos dijo—, tengo un cargamento de vino español, pero si salgo me lo quitan los gringos. Ayúdenme a enterrarlo en la playa." Hicimos un agujero y descargamos las botellas. Miles de botellas, señor, una montaña de botellas —el viejo se rasca excitado la cabeza y continúa su relato—: Nos pagó muy bien, porque eso sí, era un hombre honrado, y salió fuera con la promesa de volver. Lo aguardamos largo tiempo. Inútilmente. Debe de haber muerto de fiebre o quizá su barco haya naufragado, el caso es que no volvió nunca. Hablan del tesoro de Pierre Laffitte, pero el único tesoro que yo he visto es el de aquella montaña de vino. Los domingos, verá usted, salíamos un grupo de amigos con cualquier pretexto y nos íbamos a la playa. Asábamos pescado y bebíamos vino blanco, vino tinto, coñac y jerez. En la tarde regresábamos. ¡Ya podrá usted imaginarse cómo regresábamos! No podíamos remar, ni caminar derechos y nuestras mujeres se quedaban con la boca abierta sin saber dónde agarrábamos aquellas tremendas papalinas.

—yo quedará alguna botella? —preguntó un joven pescador.

—10h, no; nos las bebimos todas! En cinco o diez años nos las bebimos todas —exclamó el viejo, doblándose de risa—. Mi mujer todavía me dice: "Juan, confiésamelo, ¿dónde se emborrachaban entonces?", y yo respondo: "Era un tesoro. Un tesoro escondido. Un tesoro líquido, ¿sabes? El tesoro que nos dejó Pierre Laffitte."

El señor Skumpurdis anda entre los clientes con un puro en la boca y vestido de pantalones cortos que dejan al descubierto sus delgadas y ancianas piernas.

—Todos tenemos nuestras historias —dice con su marcado acento español—. La mía no es muy alegre. Yo soy un comerciante en esponjas. Tenía mi comercio en Madrid, donde viví largos años, pero la guerra de 1936 me arruinó como a tantos otros. ¿Quién compra una esponja en tiempos de guerra?

El señor Skumpurdis tiene que interrumpirse. Un hombre de noble cabeza, con una barba entrecana, los ojos febriles y descalzo, entró en el tenducho gritando:

—¡La guerra! Siempre hablando de la guerra. Yo desciendo en línea recta de García, el general García que combatió en 47 contra los americanos y puedo decirles que su heroísmo fue perfectamente innecesario. Ni logró salvar la mitad del territorio, ni su descendiente puede adquirir un triste par de zapatos.

Desapareció por la puerta del cobertizo y el señor Skumpurdis termina de envolver un poco de frijol en un periódico griego. —Pobre hombre —exclama—. Se divorció de su mujer, una americana, y desde entonces anda perdido. Es un hombre instruido, habla varios idiomas. Vino a la isla con el propósito de arreglar el turismo y se ha ido quedando.

—¿De qué vive? —pregunto.

—De sus cuentos. Una viuda lo aloja en su casa. Bebe lo que le ofrecen.

—Sí, es una pena —comenta el viejo—. ¡Un hombre de su inteligencia! La semana pasada un hijo suyo le mandó dos trajes nuevos. Los vendió en veinte pesos.

—Señor Skumpurdis, no terminó usted de contamos su historia.

—Queda poco por decir —suspira--. Tuve que cerrar el negodo. Mi mujer y mis hijos se volvieron a Grecia y yo, con los últimos centavos, me vine a Isla Mujeres. Apenas llegado, una epizootia terminó con las esponjas del Caribe. Fueron tiempos difíciles. Ahora tengo este negocio, y de mercader de esponjas que era me he convertido en mercader de tortugas.

—No hay nada que hacer en la isla —comentó un pescador-- O pescamos o nos aburrimos. Antes siquiera íbamos al teatro.

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El descendiente de García aparece de nuevo en la puerta:

—1Los tiranos! —exclama agitando sus largas manos enflaquecidas—. A esto, señor, es a lo que yo llamo tiranía: ¿No lo sabe usted? Giramos en torno a la base naval. Ella nos proporciona la luz, ella nos auxilia con su médico —el bribón cobra más que un médico de la ciudad— y ella, por último, es la que norma nuestros gustos y la que administra, arbitrariamente desde luego, nuestras diversiones.

—Señor García —suplica el arruinado mercader de esponjas.

—Hay que decirlo todo, señor Skumpurdis. El antiguo comandante de la base naval tenía una afición desmedida por el teatro y todos los sábados organizaba representaciones. ¡Muy bien, excelente, bravísimo! Lope, Calderón, Ibsen, Usigli. Sólo que cuando principiaba a gustamos el teatro fue sustituido por el actual comandante, que odia la escena y en cambio siente una furiosa pasión por la música. ¡Adiós, Lope; adios, Usigli! Si usted nos honra con su presencia hasta el sábado próximo tendrá el placer de oír cómo la banda de Marina destroza la partitura de Poeta y campesino. Temblamos pensando en las aficiones del nuevo comandante. Puede ser que se incline por la escultura surrealista y entonces... No digo más, lo dejo a su ilustrado criterio —concluye, y haciendo una reverencia abandona la tienda.

El señor Skumpurdis mueve su rapada y blanca cabeza: —Música o teatro, lo mismo da. Lo que importa es vivir como seres humanos y no como animales. Este mar es uno de los más ricos del mundo y sólo lo aprovechan los cubanos y los norteamericanos.

—Es la suerte de los pobres —interviene el joven pescador—. Ellos tienen barcos modernos, barcos plantas, permisos, dinero. Nosotros ¿qué tenemos? Unas barcas podridas, unas viejas redes. Ni siquiera contamos con una fábrica de hielo.

—Sí —dice el viejo—, necesitamos créditos, barcos. Sobre todo, una planta refrigeradora. Así podríamos almacenar el pescado y venderlo a buen precio. Nuestras langostas, nuestras tortugas, debemos tenerlas vivas., en corrales, y esperar a que los barcos de los gringos vengan por ellas.

La conversación, como es costumbre entre nosotros, se ensombrece de pronto. Aquí está de nuevo la irritante paradoja: medio millón de mexicanos hacinados en la roca estéril de Yucatán sufren hambre crónica a la orilla de uno de los mares más pródigos del mundo. ¿Qué comentar? ¿Qué decir? Los pescadores nos dan las buenas noches y se retiran a sus casas. Cenamos mojarras, que fríe el señor Skumpurdis en su cocinilla de petróleo, y jitomates grandes como la cabeza de un niño. Me envuelvo en mi cobertor, miro las estrellas arder sobre los tejados de lámina que agita el viento del norte, y no tardo en dormirme.

A la otra mañana, salimos en bote para ver las tortugas. En pleno mar, gruesas estacas clavadas sobre la arena y amarradas con recios cordeles forman las palizadas. A través del agua clara del Caribe se mira a cien tortugas apretarse unas sobre otras, vueltas al mar libre. Las grandes aletas de sus manos, sobresaliendo del agua, parecen buscar una salida entre las estacas, y el suave ademán de un prisionero irresoluto y ciego contrasta dolorosamente con las figuras antiguas y poderosas de estos supervivientes de un mundo extinto hace millares de años.

Un joven pescador salta al corral —charro de una nueva especie— y los monstruos se agitan. Ahora el agua, movida por centenares de aletas, se cubre de espuma y las tortugas interrumpen sus sueños de libertad para deslizarse como flechas, entre resoplidos y cabriolas del terciario, a lo largo y a lo ancho del estrecho cuadrángulo. El pescador, sin arredrarse, toma a la más pequeña por las manos, cabalga sobre ella y después de una breve lucha —un aletazo le partiría la cara—, la saca fuera del agua y la obliga a mirarnos con sus ojos saltones, miopes y pedantes, de mujer letrada, ya jamona, que en una lucha académica hubiera perdido las gafas y en vano tratara de buscar un tintero para arrojarlo iracunda 36 EL SURESTE DE MÉXICO

sobre su adversario. Por un momento, la imagen de la condesa de Pardo Bazán se ofrece a mi consideración,

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pero otra imagen más fresca, la del manatí de Oviedo, la de los monstruos marinos que retozan y se dejan cabalgar mansamente en las páginas de los primeros cronistas de Indias, termina imponiéndose.

El mito se ha transformado en una modesta sopa de tortuga. Cuando no se las llevan a Florida, puede vérselas en los mercados de Mérida y Campeche, tiradas boca arriba, despemancadas, con un banquillo de madera bajo su cabeza de serpiente y los ojos inyectados de sangre, aguardando el cuchillo del pescadero. Si, las tortugas son, en verdad, unos monstruos muy desgraciados.

Bosques de rosados corales formaron la isla de Cozumel sobre las aguas claras y tibias del Caribe. En el fondo blanco del mar, las olas dibujan una red temblorosa que destruye la sombra del bote. La proa no quiebra cristales, sino colores. Flotamos en el incendio de los jades, de las aguamarinas, de los ópalos. Arden con fuego frío los cobaltos y los azules metálicos. ¡Qué bodas de la playa amarilla y los verdes submarinos! ¡Qué juegos cromáticos, qué mi/agro cambiante y universal de las sombras y las luces! ¿No estalla el mar en bengalas? Detente. ¿No oyes cantar a las sirenas?

Belice es la est4mpa de la colonia inglesa en los trópicos americanos. Ha quedado atrás el mundo de las azoteas, de las casas de piedra, de los indios. Angostas carreteras cruzan los campos bien cultivados. Los bungalows de verdes tejados y ventanas con celosías se reflejan en el hermoso río poblado de botes blancos y negras barcazas. La bandera inglesa —rejón clavado en el morrillo de Centroamérica— ondea en la mansión del gobernador. Se toma el té en la veranda. Los negros andan por las calles enfangadas, entre las tiendecillas y las casas de madera. Las mujeres llevan sombrero —cierto, es un sombrero parecido al que usan los caballos de Nueva York en el verano, pero al fin y al cabo es un sombrero—, medias de algodón y vestidos floreados.

El Palacio de Justicia tiene barandales de hierro que recuerdan la Nueva Orleáns de los setentas. Las leyes británicas, encuadernadas en becerro amarillo, se ordenan en los estantes. El juez, negro también, con su peluca rizada y su toga, está sentado en el estrado y lleva un martillo en la mano. Dos policías, de pie junto a la puerta de la sala de audiencias, hacen resaltar la venerable majestad de la ley inglesa. Se tiene la impresión de que los fallos que aquí se dictan son justos, y la imagen de este pintoresco juez

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rodeado de sus libros y tocado con su peluca hace pensar en nuestros jueces de provincia, en mis legajos polvorientos, en su miseria y en la sospechosa rectitud de sus enrevesadas sentencias.

Contemplar a México desde la más lejana y miserable de las colonias inglesas no deja de ser una experiencia interesante. Mientras en Belice un proletariado archipobre va calzado y anda en bicicleta, los descendientes de los constructores de Palenque y ChichénItzá, en su mayor parte, van descalzos por los caminos, abrumados bajo el peso de la leña, y las mujeres deben emplear su tiempo y sus fuerzas en ir del pozo a sus chozas cargando el pesado cántaro, lo cual supone que los mayas mexicanos están reducidos a la infamante condición de las bestias de carga. Y esta diferencia subleva. La posibilidad de que un carromato jalado por un asno transportara el agua y la leña del vecindario a centenares de pueblos es todavía, entre nosotros, una posibilidad irrealizable.

El espectáculo de los guardias, del pequeño y limpio aeropuerto, de los eficientes empleados aduanales, también por contraste hacen pensar en nuestros policías hambrientos y ladrones, en nuestros agentes fronterizos empistolados, rapaces y despóticos. Y no es que un gobierno como el de Yucatán tenga menos dinero del que pueda emplear Inglaterra en Belice. No, es algo diferente. Allá se respetan los fondos destinados a la administración pública; en nuestras remotas provincias se consideran el patrimonio personal de los gobernantes. Allí hay honestidad y eficiencia en los servidores del Estado; en México predominan la incapacidad y la corrupción más descaradas.

De regreso a Mérida tomé la decisión de escribir la vida del henequén yucateco. La historia de nuestras plantas, como la historia de nuestros minerales, es en buena parte la historia de América Latina. En torno de ellas se mueven millones de esclavos, codicias, intereses, jugadas de bolsa e increíbles especulaciones. Han

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creado colosales fortunas y han determinado la ruina y la bancarrota de países enteros. Han permitido el ascenso de los gobiernos y los han derrumbado. Han provocado dramas nacionales, como el que sufrió el Brasil con el hule y con el café o como el reciente que padeció Guatemala con el plátano.

El henequén posee muchos de esos rasgos. El nacimiento y desarrollo de la industria, las rebelionek de los campesinos esclavos, los conflictos dramáticos a que dio lugar la avaricia de los monopolios extranjeros, los sangrientos episodios de la Reforma Agraria y la circunstancia de que la Revolución se haya visto traicionada por

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ladrones sin escrúpulos componen una sucia historia de explotaciones sucesivas, de fraudes colosales y de crímenes, iluminada a trechos por un impulso heroico, generoso y justiciero.

¿Son acaso mejores las historias en que intervienen los productos naturales de la América Latina? ¿Es otra la suerte del petróleo venezolano, del café colombiano, del hule brasileño, del estaño boliviano, del cobre y el salitre chilenos? Los opulentos regalos de la Naturaleza se han convertido, para nosotros, en frutos de ceniza y de lágrimas, y lo que debía ser causa de felicidad es motivo de esclavitud y de miseria.

No conoce la América Latina las horas alegres de la vendimia, el gozo del trigo segado, los cantos y las danzas con que Europa celebra la cosecha en la era, el vino en la cueva, la fruta en la despensa. Nada de eso sabemos nosotros. La rapacidad extranjera y la codicia propia son las culpables de que en los campos del trópico americano reine la tiranía, el hambre, el alcohol y la muerte. El líder Carrillo Puerto decía del henequén: "Es un eslabón en la cadena de servidumbre del indio." Así estamos. Lo que en otros pueblos es amor al cultivo, aquí es odio, odio y desesperación que rompen el aire venturoso de la égloga.

He tratado que este libro sea ante todo un documento. Mis simpatías y mis diferencias no me impidieron escuchar a las personas más diversas y de encontrados pareceres. Hablé lo mismo con el arzobispo y el hacendado que con el funcionario, el escritor, el especialista en cuestiones henequeneras o el intermediario de los compradores norteamericanos. Me acerqué a todas las personas que fueron testigos o actores de importantes acontecimientos o que tuvieron informaciones y documentos de primera mano. Estuve en aldeas y en haciendas apartadas, lo cual me permitió asomarme a la vida y al ambiente de los campesinos. En mis numerosos viajes por el interior de Yucatán siempre me acompañaron agricultores y técnicos de muy reconocida capacidad y en la ciudad de Mérida mantuve largas entrevistas con docenas de personas que de un modo o de otro y a través de circunstancias muy diferentes han intervenido de manera activ2 y constante en la vida de su Estado.

Mi preocupación mayor consistió en hablar con gentes que representaran, sin deformaciones, una actividad precisa, una actitud bien definida. El brujo, el cortador de pencas, el gobernante, la mujer que va por agua al pozo, el médico, el hacendado, hablan su propio lenguaje, expresan sus convicciones personales y yo me

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he cuidado mucho de no alterarlas, ni siquiera llevado por una intención literaria. Unas veces, he empleado sus relatos como un material informativo que me ha servido para redactar varios capítulos, y otras he respetado su unidad, presentándolos como entrevistas.

Por lo que hace a los historiadores del henequén, a todos los que nos han dejado escritos sobre el pasado de la planta, preferí en la mayoría de los casos citar sus palabras generosamente de manera que sus juicios permitieran reconstruir su manera personalísima de enfrentarse a los problemas que les planteaba la marcha de los acontecimientos.

De hecho, no hice otra cosa que vaciar en estas páginas el contenido de mis libretas de apuntes y es así como

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al concluir mi tarea de acarreo pude leer con sorpresa un libro en el que yo no intervenía casi para nada. Mera compilación de testimonios, de encuestas, de conversaciones que recogen con la mayor objetividad posible el sentir del hombre de la calle, se justifica porque en medio de una lucha enconada en que se escuchan las voces del gobernador, de los hacendados, de los cordeleros y de los funcionarios del Banco Ejidal, las voces de los auténticos trabajadores del henequén están ausentes. Que ellas se abran paso por sí solas a lo largo del libro, tal ha sido mi propósito. No creo en los discursos indigenistas —dice Alfonso Caso: cambio diez discursos indigenistas por una máquina de coser—, pero sí creo en la eficacia de la literatura para denunciar los crímenes y las injusticias de que se ha hecho víctimas a millones de indios mayas. Es decir, a millones de compatriotas.

¿Qué tierra es ésta?

1. Donde el ojo se descubre por primera vez a sí mismo. 2. El nacimiento de una península. 3. Cómo se puebla una llanura caliza. 4. Los animales trogloditas. 5. Presentación de mi personaje. 6. Sak-ki, la planta milagrosa. 7. Close-up del henequenal. 8. Menyah: hacer

con dolor.

1. BAJO el sol de la tarde ascendimos por la ruinosa escalinata de la pirámide Kinich Kalcmó que guarda una parte del venerado cuerpo de Zamná. En la cima, agitadas por el viento, ardían las velas amarillas y se derretían los pavos, los cerdos y los toros de cera que los mayas habían ofrecido a Zamná para que protegiera a sus animales contra robos y enfermedades. Enfrente, sobre la pirámide Kinich Kabul, se levanta el agrio convento almenado donde se venera a la Santa Virgen de Izamal. En el santuario, las mujeres, con el rostro velado por el rebozo y sosteniendo con una mano tres cirios encendidos, lloraban y pedían misericordia, mientras en el atrio, circundado por una doble columnata de piedra, los mendigos, los vendedores de ofrendas, los propietarios de pájaros amaestrados, los devotos y los borrachos aullaban y suplicaban rui-

dosamente.

Este conjunto de miseria y supersticiones establecía sin duda la continuación de nuestro mundo espiritual. En todas las partes donde se mezclan indios, iglesias, pirámides y fiestas, se establece un parentesco con el mexicano del interior, se prolonga un mundo de colores puros, de ardientes sentimientos y de perfumes densos —la tierra y el maíz— que nos es familiar de algún modo no cla-

ramente definido.

Las campanas del monasterio se habían echado a vuelo. Veía subir por las destruidas escalinatas a los indios con sus huaraches en la mano. Todo era lo mismo y, sin embargo, todo era distinto. Los ojos, que en nuestros altos valles siempre tropiezan con las montañas, aquí podían recobrar su penetración original abarcando el anchuroso llano hasta el límite de su propia curvatura. Desde la pirámide Kinich Kakmó el paisaje se ordena en graves y majestuosos círculos. A nuestros pies, los violentos, desordenados y oscuros verdes de los huertos; fuera de esta ceñida circunferencia, los verdes pálidos y simétricos del henequén componían un segundo círculo que se perdía, desvaneciéndose, en el redondo anillo azul del horizonte. Un horizonte marino de )60 grados, urJa llanura lisa sin ríos y sin montañas, una libertad visual en la que el ojo

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se descubría por primera vez a sí mismo, eran los rasgos que se imponían, con su originalidad absoluta, a la conciencia del hombre nacido en el altiplano.

Y es que nosotros pertenecemos a un mundo alto, circundado por grandes montañas. En cierta manera es un mundo de detritus, de ruinas y lavas volcánicas, dominado por el signo Cuatro Temblor que, según las profecías de los magos aztecas, señalará el fin de nuestra era. Somos, dicho en términos de tierra, los habitantes del México basáltico. El segundo México es el del granito. Aunque esta piedra se la encuentre en otras regiones, ella da su nombre al noroeste del país —la Baja California, Sonora y Sinaloa principalmente—, donde aflora a la

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superficie del suelo, se levanta en montañas o forma las costas que baña el Océano Pacífico.

El tercero es el México calizo y comprende Quintana Roo, Yucatán, Campeche, parte de Chiapas y parte de Tabasco, es decir, nuestra otra península, la del Sureste, la que se extiende— en esto se diferencia de las demás penínsulas— de sur a norte, esa mano blanca y plana, como la mano de Kukulkán, abierta a los azules, los índigos, los cobaltos, las caracolas y las espumas del Golfo de México y del Caribe.

2. La Península en más de un sentido es una advenediza, puesto que apareció de un modo inesperado y tardío cuando posiblemente ya las tierras altas de México estaban formadas y tenían un

carácter definido.

Yucatán se hace bajo las aguas someras del Caribe. Generaciones y generaciones de moluscos fueron dejando sus carapachos en las cercanías de las costas donde el mar no era profundo y la tierra principia su crecimiento. La caliza va cimentándose —un proceso en el que intervienen complejas reacciones químicas— el agua se evapora y ya tenemos el primer suelo, lo que podríamos llamar los cimientos, la base del primitivo solar de Yucatán.

En esta lucha de una tierra que trata de levantarse y un mar que no se deja arrebatar sus dominios, la victoria inicial es del Caribe. El agua cubre las calizas de origen orgánico y se produce lo que los geólogos llaman una ttansgresión marina. Pero el cementerio de moluscos, la acumulación de nuevas conchas crece imperceptiblemente, el mar se ve forzado a retroceder y así, una vez y otra en el solemne desfile de los siglos, hasta que la Penín-

sula cobra forma.

A cada transgresión marina corresponde una edad geológica. En el oligoceno, las conchas establecen los cimientos y el sur de

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la Península; en el mioceno, se estructura el centro, y en la etapa final, en el plioceno, se consolida de un modo perdurable el extremo norte de Yucatán. No termina aquí la historia de su evolución y desarrollo. En nuestra edad —el cuaternario— la joven tierra sigue creciendo a expensas de la sonda de Campeche y a diario

adelanta sus ejércitos de arenas y conchas ganándole espacio al viejo enemigo.

El proceso que determinó el nacimiento de una península y la conclusión del Golfo de México es mucho más complicado que todo eso. La Península posee una mecánica. Oscila suavemente como una balanza y oscila el mar que la circunda. En sus bases, extraños movimientos tectónicos se producen; los estratos horizon-

tales de la caliza cambian de forma o dan origen a las montañas sureñas.

De cualquier modo, haya sido así o de otra manera, ha nacido una península de originalidad absoluta, ya que nada iguala en el mundo a esta gran planicie caliza —formación típica de Karstque se levanta de un modo suave y gradual hacia el sur y hacia el este, sin ríos superficiales, sin grandes montañas, con grietas y fisuras, con cenotes y cuevas de misteriosa y lúgubre belleza?

3. Desnuda, blanca, la pampa caliza ofrece al sol su dura osamenta. Es una materia inerte, despojada de vida como las planicies yermas y solitarias de la luna, pero he aquí que los activos agentes de la intemperie principian a trabajar en ella. El aire, el agua de la lluvia, la humedad, alteran y disuelven las rocas vistiendo su desnudez con líquenes y algas, mientras en las aguas calientes de las

marismas se establece y pulula un mundo de seres increíblemente activos y voraces.

Luego, en el suelo fecundado prosperan las plantas herbáceas y más tarde, con timidez, de un modo precario, los arbustos. Sus raíces se introducen en las rocas, a manera de cuñas, y aceleran

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su disgregación preparando la tierra que necesita el árbol, último colono vegetal de la llanura caliza.

La selva ha dejado atrás su infancia y su juventud para entrar en la madurez. Se ha establecido una comunidad permanente y se ha llegado al clímax. Pero la selva del norte, a diferencia de la alta selva lluviosa establecida en el sur, debe vencer los numerosos problemas que le plantea su medio. La esponja, con fisuras de la caliza, deja escurrir las lluvias, y la planta, para sobrevivir, inicia

1 Tuve la fortuna de encontrar en Yucatán al eminente naturalista Bíbiano Osorio y Tafall. Durante un mes recorrí con él buena parte de la Península y a él debo las informaciones científicas que figuran en este capítulo.

¿QUÉ TIERRA ES ÉSTA? 43

una lucha contra la evaporación, tratando de retener el agua necesaria a su vida. Y el resultado es que esta selva norteña no se parece a ninguna otra. Sus hojas se endurecen y, en los casos extremos, evolucionan hasta convertirse en espinas; otras veces se hacen impermeables impregnándose de cera, o reducen su tamaño y se vuelven microfílicas, constituyendo la selva chaparra, erizada de espinas, que puebla el norte de Yucatán, y que los botánicos definen con el nombre de selva xerófita.

Mucho antes de que la selva iniciara su penosa adaptación al medio, cuando todavía la tierra no se vestía con su hosco ropaje, principia la inmigración de los animales. ¿Por cuántos caminos viene la vida? Por múltiples caminos. Las corrientes del Caribe llevan muchas plantas a través del Atlántico, los vientos arrastran semillas que fructifican en la tierra virgen, los animales sureños, una vez que las tierras de Panamá y Tehuantepec se soldaron en el terciario, inician su lenta invasión de la Península y los del norte hacen su aparición en el cuaternario empujados por los hielos que cubrieron el oriente de los Estados Unidos.

Los primeros animales en alcanzar la Península —aeródromo de tránsito, pista de aterrizaje provisional— quizá hayan sido las aves migratorias y las aves de largo vuelo. En sus viajes de sur a norte y de norte a sur, se detendrían sobre la húmeda y desnuda caliza, a trechos cubierta por las aguas, y los pájaros marinos en el desierto litoral se disputarían la pesca sobre las espumas del mar, como lo hacen aún, entre aletazos, combates y chillidos interminables.

Simultáneamente al crecimiento de los suelos —un poco por descomposición de las rocas, un mucho por acumulación de materias orgánicas—, al desarrollo de las selvas, van llegando nuevos y audaces pobladores. Los nidos de las aves sedentarias principian a colgar de los árboles, irrumpen los insectos voladores y los animales terrestres inician también su penetración victoriosa. Nadie ha referido las vicisitudes de estos anónimos Robinsones. Los avances de lagartijas y culebras que se arrastran penosamente a lo largo de Yucatán, para fijarse en los más lejanos extremos, constituyen una hazaña tenaz no registrada en las crónicas de los naturalistas.

Siglos después harían su aparición los animales de la selva. El venado —keh—, tan conspicuo que ha logrado figurar en la heráldica de Yucatán, el antiguo armadillo, cargado con su escudo y con su casa, la tuza subterránea, el pecarí y sus enemigos naturales, el manchado jaguar y el puma sanguinario. Sobre esta fauna peculiar compuesta en su mayar parte de seres horrendos —igua-

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nas, serpientes y alacranes venenosos— triunfa el mundo poético de las aves. Cuervos ladrones y fecundos, roncadores de largo pico y jaspeados como las perdices, torcazas castañas y tórtolas pardas de inquietas cabezas. Cada ave tiene su personalidad propia, su plumaje diverso, su canto y su pesado trabajo. La guacamaya, por ejemplo, con su gran pico corvo, su plumaje azul, rojo y amarillo y sus ojos rapaces y fríos, hace pensar en un mercader del Renacimiento; el carpintero, de cabeza roja y pecho blanco, derrocha su astucia y vivaz simpatía en agujerear los árboles del alba al anochecer; el cardenal, gallito arrogante, admirable por su vuelo de flecha incendiaria y el halcón cuyo ridículo copete lo hace verse

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ya como un togado, ya como un fraile, o ya como una vieja solterona.

No es posible mencionarlos a todos, a los tercos guardianes de los caminos y a los que van detrás de /os viajeros, a los repulsivos y a los agradables, a los abiertos y a los taciturnos; pero una lista, por somera que fuese, presentaría omisiones imperdonables si no mencionara al zopilote que tiene a su cargo la salubridad de selvas y poblados, al renombrado chel, el pájaro azul que vuela sobre las copas de los árboles con un rumor de seda rasgada, al bien plantado faisán, condenado como su pariente el estúpido pavo de

monte a ser el más preciado plato de la cocina yucateca, y a los verdes, inteligentes pericos de los que México guarda un fecundo anecdotario.

4. Yucatán tiene sus cavernas. En la claridad deslumbradora del sol, abren los negros hocicos, adornados con lianas y troncos retorcidos. Las cuevas no están vacías. Extrañas y deformes criaturas, venidas del mar o de la tierra, desde hace millares de años las habitan. Unos, los troglobios, se han adaptado de tal modo a la inalterable, húmeda y caliente atmósfera, que no podrían alejarse de ella sin exponerse a morir; unos más, los amigos de las cuevas, los troglófilos, habitan en la zona crepuscular, cerca de la entrada, un poco afuera y un poco adentro, en tanto que los últimos,

llamados troglóxenos, sólo pueden ser vistos como huéspedes ocasionales y furtivos.

Estos seres —a excepción hecha de las mariposas, los insectos y aun los grandes animales que de tarde en tarde las visitan— son animales inferiores, mal conformados para vivir a plena luz, colonizadores de algún modo predispuestos a llevar una existencia troglodítica, peces que vivían en las grietas y en las aguas cenagosas de la costa adonde no llega la luz o pequeños insectos que

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alentaban bajo las piedras. Su destino, por horrible que nos parezca, no es peor que el de su antecesores. La cueva representó para ellos su único refugio, la protección adecuada a su extrema debilidad, la sola forma de no morir expuestos a las inclemencias del tiempo y a los ataques de los animales más fuertes y mejor

adaptados.

Sin embargo, no es fácil la existencia en las cavernas. La criatura que busca su refugio debe evolucionar —la evolución no es otra cosa que la exploración de todas las posibilidades existentes— y perder el estorbo de los ojos a cambio de ganar una sensibilidad táctil de increíble finura. Como, por añadidura, no abunda el alimento, las deyecciones de los murciélagos establecen un verdadero círculo de ciegos devoradores de inmundicias. Insectos diminutos, cochinillas de inagotable voracidad, ricinúlidos de la familia de las arañas, rarísimos supervivientes de una línea muerta de evolución que no ha variado en millares de años, arañas peludas, grillos blanquecinos de largas patas y cangrejos de origen marino no sólo se alimentan del milagroso maná, sino que se devoran diariamente entre sí y sin darse punto de reposo.

Al lado de estos pequeños monstruos, sumergidos en las aguas tibias o arrastrándose entre el fango, viven los peces que al retirarse el mar quedaron atrapados en las cavernas. El más notable es el llamado Pluto Infernalis, descendiente de la anguila de piel jaspeada como el mármol --simbranchus mamonatus— que todavía alienta en la costa de Yucatán. De su cabeza deprimida se han borrado los ojos y hasta la huella de las órbitas; la blanca piel traslúcida y enrojecida por la sangre ha perdido las escamas de sus antecesoras. El ejemplar que logramos capturar en la cueva de Hoctún —no se conocen más de cuatro en el mundo— exploraba los bordes del frasco donde lo guardamos con las papilas táctiles de su quijada triangular, y daba la impresión de un ciego caído en una trampa que buscara la salida ayudado de su bordón

titubeante.

Comparten las aguas de las cavernas, aunque se les encuentre con mayor frecuencia en los cenotes, el bagre

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oscuro, cegato o enteramente ciego y de largas barbas táctiles; la tiflina, pequeño pez ciego perteneciente a una familia radicada en mares profundos y oscuros, el camarón antromysis cenotensis, el camarón palacmonidae y un largo cangrejo, ciego también, de origen marino.

Esta larga serie de insectos, de crustáceos y de peces coprófagos se mueven veloces o tardos, nadan agitando barbas y antenas, alargan papilas, brazos y tenazas, muerden y tragan, practican sin

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sanciones morales el canibalismo, copulan, nacen y mueren, mientras las estalactitas gotean disolviéndose en el húmedo calor, y los murciélagos vuelan y chillan dejando caer su maná sobre las criaturas enteramente hambrientas que habitan en la pesada noche amoniacal de las cavernas.

5. Mi personaje, el agave, la planta en que parece culminar la historia de una península, hace su aparición de una manera inolvidable. Se la ve prisionera entre las albarradas interminables extendiendo el haz de sus verdes espadas hasta llenar el último rincón de la tierra. Mérida, Motul, Umán, Muna, Baca, Hoctún, Halachó, todas las ciudades y los pueblos del norte de Yucatán están cercados por este ejército de gigantescos erizos vegetales.

El campo es el henequenal, el desierto poblado de agaves, el horizonte de espinas. Grande o pequeño, tierno o agresivo, igual a sí ,mismo, el henequén reiterado, obsesivo, monótono, termina en el primer encuentro por no decirnos nada. El bosque nos impide ver los árboles. El plantío, a fuerza de repeticiones, nos regatea la personalidad de cada individuo y el ojo fatigado es incapaz de diferenciar el matiz, la naturaleza, el sentido que distingue a cada planta inserta en la muchedumbre de los agaves.

Para los que nacimos en el altiplano el espectáculo del henequén no es una novedad después de todo. Entre su pariente el maguey, el agave de las montañas que emborracha a millares de seres, y este otro agave nacido para atar y no para desunir, hay una estrecha semejanza. Los dos se extienden por la tierra desnuda cubriéndola de hojas aceradas, los dos son plantas millonarias del desierto y los dos anuncian su muerte levantando en el aire la columna de su escapo coronada de flores amarillas. Exclamaba Humboldt al contemplar las grandes llanuras del interior de México sembradas con magueyes:

¡Qué contraste de formas vegetales es el que representa un campo de trigo, un plantío de agave o un grupo de plátanos cuyas hojas lustrosas guardan constantemente un verde tierno y delicado! En todas, las zonas, multiplicando el hombre ciertas producciones vegetales, modifica a su gusto el aspecto de la comarca sometida a cultivo.

Los dos agaves han creado, ciertamente, su propio paisaje, al acentuar las características de un desierto frío situado a 2 200 metros sobre el nivel del mar y las de un desierto costeño y tropical. Trópico, aquí, no supone abundancia, sino extremada pobreza. En

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primer término, pobreza de tierra, cuya escasez en el norte de Yucatán es tan grande que para sembrar las pequeñas matas se hace indispensable doblar tres hojas y sujetarlas con piedras —pezlej, en maya— hasta que las raíces, aferrándose como los tentáculos de un pulpo a las grietas de la roca sean capaces de sostenerlas. Y en segundo lugar, como ya hemos visto, pobreza de agua, que el henequén ha vencido, tras una larga lucha. Sus largas hojas, de bordes espinosos y rematados por una aguda púa, están cubiertas con una piel dura y cerosa que le permite retenet el escaso jugo que sus raíces extraen penosamente del suelo calizo y esponjoso.

La respuesta a las incitaciones de su medio permite al henequén —camello vegetal del desierto— ser una de las plantas más vigorosas y fecundas del mundo. A los tres meses, en los viveros regados brotan ya de las raíces los primeros hijos, idénticos a sus madres, que sugieren, por su abundancia, la estampa familiar de una gallina rodeada de sus polluelos. A los doce o quince años —el henequén vive de 20 a 25, sin que durante ese largo periodo deje de producir hijos—, surge del centro de la planta el escapo floral, llamado en maya boh y varejón

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en el español de la Península, henchido de numerosas flores hermafroditas y también de nuevos hijos en todo semejantes a los que nacen de las raíces. Es el último esfuerzo de la planta. La columna vegetal exige un con-sumo enorme de materias nutritivas a expensas de las acumuladas en las hojas y la planta muere por agotamiento, agitando en el aire su orgullosa bandera. No abundan los escapos en Yucatán. El agricultor se apresura a cortarlos, temeroso de que la miel de las flores caiga sobre las plantas vecinas y los insectos puedan dañarlas; en el centro de México, según lo ha referido de una manera inolvidable Egon Erwin Kisch, el agricultor mutila asimismo la florida gala de la planta. Los jugos nutricios destinados al escapo se transforman en la bebida que enloquece a los hombres y es causa de miserias y dolores sin cuento.

6. Mis relaciones con el henequén principiaron en el vivero de Xcanantún. Más de dos millones de plantas se extendían como estrellas verdes, absorbiendo ávidamente la luz del sol. Las bombas arrojaban una menuda lluvia y sobre el campo volaban enjambres de mariposas amarillas. En un extremo se habían sembrado diversas variedades de henequén y el guardián, un viejo indio que llevaba las gafas montadas en la mitad de su pequeña nariz, me las señalaba diciendo su nombre en maya: "este es el sak-ki, el henequén blanco, y éste es el ya-ax-ki, el henequén verde a quienes otros nombran sisalana. Aquí puedes ver el che-elem-lci, el agave de la costa; el yahum-ki, que significa cerca del pueblo; el chukum-ki, o sea el henequén de fibra colorada; el kitan-ki, el henequén jabalí, llamado así por sus espinas corvas, semejantes a colmillos y, por último, el bab-ki, el henequén nadador, porque nos parece que nada cuando el viento hace mover sus hojas."

De todos ellos, el único que se siembra en Yucatán es el sak-ki, el henequén blanco. Esta planta, a la que distingue un color ceniciento y la cual retuvo por largas décadas el monopolio mundial de las fibras duras —por más de medio siglo alimentó sin rivalidades a las glotonas engavilladoras de los Estados Unidos—, sólo puede existir en el desierto norteño, es decir, en la tercera parte de la Península, donde viven los dos tercios de la población sostenidos por su cultivo.

Al fiñalizar la primera Guerra Mundial, el henequén, tan maravillosamente adaptado a las condiciones de su medio, reinó solitario en el mercado; pero en los veintes el ya-ax-ki, el henequén verde, robado del sur de Yucatán y aclimatado en Cuba, en Haití, y, sobre todo, en Africa, principió a revelarse como un formidable competidor y ya para la década siguiente había logrado expulsar de su trono al henequén blanco, gracias a los esfuerzos botánicos de los agricultores ingleses radicados en Kenia y en Tanganika. Mediante la polinización de las flores del escapo se produjeron híbridos que rendían en menor tiempo un mayor número de hojas y cuya fibra demostró poseer una resistencia y una flexibilidad de que carecía el derrocado monarca de los agaves textiles. Los agricultores yucatecos, aferrados al cultivo tradicional, continuaron aprovechando exclusiva y obstinadamente los hijos brotados de las raíces, los cuales reproducen sin variaciones las características de la planta madre, cerrándose así la posibilidad de competir con el agave africano.

El destino botánico del henequén no ha sido, pues, halagüeño. Condenado a permanecer idéntico a sí mismo, se ha visto suplantado en el mercado mundial por un cercano y desdeñado pariente suyo del sur que fue sacado de contrabando —la exportación de las plantas estaba severamente prohibida—, mejorado por la fecundación de las flores que a él se le amputan sin consideraciones y cultivado en una tierra donde los hombres, lo cual parece increíble, son más pobres y están más esclavizados que en Yucatán.

Su condición de hijo del desierto debía ser más tarde la causa de su derrota. Ni él puede emigrar al sur —sufriría una decadencia irremediable —ni el desierto del norte puede admitir otro

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cultivo que no sea el del henequén. Y ahí se ha quedado, aparentemente inconmovible. En realidad, la pobreza del suelo ha terminado por debilitarlo. Las partes leñosas incrustadas en sus huesos y en sus arterias, las ligninas que son el terror de los agricultores, revelan, sin lugar a dudas, el hambre que padece nuestro héroe. De este modo las hambres se conjugan en una sola: la secular del campesino, la del henequén que lo sustenta, la de la tierra en la que nacen y mueren el agave y su cultivador el indio maya.

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7. El ojo, al fin, termina por educarse y distinguir la edad, la salud y la buena disposición de los agaves. El henequenal bien sembrado —un mecate2 debe tener un promedio de 108 matas— es tan hermoso como un viñedo italiano o como un olivar español. Las plantas, de erguidas y afiladas hojas cenicientas, se ordenan simétricamente en la llanura calcinada. Una severidad elegante, una economía de líneas donde no falta ni sobra nada, una síntesis entre lo formal y lo funcional, parecen constituir los rasgos esenciales de los agaves yucatecos. Verdes y tiernos en su primera juventud, vigorosos y austeros en su madurez, el número de hojas cortadas alrededor de su tronco permite calcular el grado de su desarrollo. "Éste es un henequenal de diez años —dicen los expertos—. ese tiene quince y ha llegado a la edad crítica en que su escapo debe ser amputado. Ese otro alcanzó ya el límite de su vida: tiene veinticuatro años." Ha sonado su última hora. Las hojas se marchitan, los viejos troncos oscuros se ven asaltados por los insectos y el henequenal se transforma en un cementerio de cadáveres insepultos a los que ha de prenderse fuego para que su corrupción no contagie a los jóvenes. Luego, el empobrecido campo descansa durante diez años de un esfuerzo que ha terminado con todas sus reservas.

El cultivo del henequén requiere tiempo y esfuerzos considerables. Ante todo debe tumbarse la selva que cubre el terreno destinado a la siembra. La "tumba" es sin duda la más pesada tarea agrícola. Por largo rato observé la forma en que un viejo campesino se enfrentaba a un monte de treinta años, erizado de espinas. Sostenía el tronco de los arbustos con una larga horqueta y luego los derribaba, pausada, ordenadamente, con su pequeño machete curvo. Trabajaba cubierto de hojas, de ramas, de insectos, empapado de sudor, el pelo revuelto y lleno de polvo, casi transformado en un árbol, mientras el claro de la selva se agrandaba en tomo suyo. De tarde en tarde tomaba su calabazo y bebía un poco de

2 Unidad de superficie que mide 400 m2.

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agua. Ganaba, según me dijeron mis acompañantes, siete pesos y medio por hacer la limpia de cuatrocientos metros cuadrados de selva.

Una vez que el "monte" yace en el suelo rocoso —con los árboles grandes se emplea el hacha— y el sol ha secado sus despojos, se le prende fuego. La "quema" es otro de los círculos del infierno del campesino maya. Los meses de febrero, marzo y abril, Yucatán se transforma en un horno. El humo de las quemas lo llena todo, el aire abrasa y el rojo sol parece colgar en un horizonte de ceniza sobre los campos calcinados.

Una quema no es un juego de incendiarios. Debe aprovecharse la ausencia de viento para que las llamas no alcancen los planteles vecinos, lo cual supondría la ruina de millares de ejidatarios. Negros, chorreando sudor, excitados, se mueven los hombres y gritan entre el humo sofocante y las llamas que ellos se empeñan en conducir como un rebaño de ciegas bestias enloquecidas. Así se preparaban los campos en los inicios de la agricultura maya y así se preparan en nuestros días aunque el incendio destruya las materias orgánicas y los delgados suelos terminen de empobrecerse.

Al llegar las primeras lluvias, cuando las plantas de los viveros han alcanzado una altura de 45 centímetros, se las corta a raíz de la cebolla, y se las siembra entre las cenizas todavía calientes de los campos abrasados. Para recibir a sus huéspedes el plantel ha sido acotado y defendido. No sólo lo circunda una albarrada para evitar las invasiones del ganado, sino un corredor limpio de malezas, llamado "guardarraya", que debe protegerlo contra el peligro de los frecuentes incendios.

Y ahora hay que esperar siete años a que las primeras hojas puedan ser cortadas, siete larguísimos años en que el agricultor ha de emprender, siempre con la ayuda del pequeño machete, su tarea fundamental, la lucha eterna contra la maleza invasora, el "chapeo" que ha consumido las fuerzas de varias generaciones de campesinos mayas.

A pesar de que esta faena es con mucho la más importante de Yucatán, el henequenal nunca se ve libre de huéspedes importunos. Al menor descuido, a la menor falta de vigilancia —y las ha habido en exceso durante los

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últimos tiempos—, una serie de hoscas criaturas vegetales traspasan las cercas y se instalan amenazadoras en los cultivos. El tsots-kab, "pelo de la mano", con sus delgadas ramas laza diestramente las hojas centrales de los agaves, se enreda en ellas y termina por estrangular a su víctima. Con esta maligna trepadora irrumpen el tes-ak, un bejuco intruso armado de

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espinas como sierras, el chi-mal, espino corto y venenoso, el beb, un arbusto defendido con espinas ganchudas —conocí a un vaquero a quien desgarró la nariz—, el catzin y el dzi-dzin-chay, planta de las albarradas cuyas espinas se rompen al entrar en la carne produciendo irritaciones y calenturas. A estos miembros de la selva xerófita debe sumarse el chucún, el venenoso árbol que causa más daño a los campesinos, y el subín, un curioso arbusto de dobles espinas huecas en donde habitan las hormigas.

Espinas como sierras, espinas como ganchos, espinas como lanzas, espinas como agujas. Entre ellas vive el campesino maya. El suelo, las albarradas, los árboles, el campo donde se mueve, a sus pies, a sus costados, frente a los ojos, sobre la cabeza, la realidad del henequén es la espina.

No podré olvidar nunca mi encuentro con los hombres del henequenal. El primero que descubrí era un viejo cortador de pencas. Llevaba huaraches atados con ásperas cuerdas a los tobillos, un calzón de manta y una camisa sucia y desgarrada. El pelo negro caía desordenadamente sobre el rostro impasible y manejaba con suavidad su machete. Yo lo miraba trabajar bajo el sol de fuego y se me oprimía el corazón. Tomaba las hojas, las limpiaba de espinas y luego las arrojaba de un modo mecánico al montón que formaban las hojas ya cortadas. Una hoja, otra más, cien, doscientas, quinientas, mil hojas. Ir y venir entre las eipinas, atar las hojas después en haces de cincuenta y llevarlas cargando en la espalda hasta la vía decauville, sin contar el viaje de ida y vuelta a su casa, es una tarea por la que se paga, oficialmente, siete pesos cincuenta centavos.

Cerca de él, sobre la roca, descansaba el calabazo con agua y el sabucán 3 que contiene la masa de maíz llamada pozole, el único alimento del campesino durante las diez horas de su diaria jornada. Le vi las manos: sarmentosas, traspasadas d.:: espinas, sangrientas, parecían vivir independientes de su cuerpo y retorcerse como los Cristos agonizantes de Grünewald. Traté de hablarle, de saber algo de su vida, pero la vista de aquellas manos espantosas y la triste resignación que reflejaban sus ojos fatigados me hicieron renunciar a mi propósito.

El henequenal silencioso no era otra cosa que una corona de espinas. Las rocas, como osamentas, blanqueaban entre las yerbas y los matorrales. Un árbol había logrado, a fuerza de adelgazar su tronco, colarse por el estrecho agujero de una peña y las manchadas hojas del henequén se proyectaban aceradas y hostiles, componiendo un inmóvil ejército de bayonetas vegetales en el llameante cielo del mediodía.

3 Morral, en el español de la Península.

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A pocos pasos de distancia, un indio apilaba junto a la albarrada sus haces de pencas. Llevaba igualmente una camisa hecha jirones, sus pantalones azules de mezclilla ostentaban numerosos parches de tela blanca y se cubría con la copa de un viejo sombrero que había perdido las alas. Sus negros ojos brillantes nos

miraban sin desconfianza. Estaba bañado en sudor y no cesaba de sonreír.

—Sí —nos dice en español entrecortado—, el español Sampo/ —después supe que este hacendado era un antiguo sacristán— me paga tres pesos cincuenta centavos por cada millar de hojas cortadas. Sólo para comer, nada para ropa. Y si no como, no puedo trabajar.

—¿Comes carne? —le pregunto.

—Los domingos. Entre semana, frijol y tortillas, chile y pozole. —¿Sabes leer?

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—No, no sé leer.

—¿Cuántos días trabajas en el ejido? —Dos días.

—¿Y los días restantes?

—El domingo atiendo la milpa. Los otros días corto leña, vendo huevos, cazo algo, lo que se puede.

—¿Qué edad tienes?

—Veintisiete dios. —¿Cómo te llamas?

—Sería mejor no decírselo —añadió con dulzura—. El dueño podría quitarme el trabajo.

—¿Qué deseas? —le digo—. ¿Qué esperanzas tienes?

—No tengo tierras, no tengo dinero, no tengo esperanzas. La esperanza de nosotros los pobres es la milpa.

Le tomo las manos para sentirlas más de cerca. A pesar de su juventud las tenía ásperas, deformes, manchadas de sangre negruzca. No guardan ninguna semejanza con las delicadas manos, ,ple, flexibles dedos elegantes que pueden admirarse en los bajorrelieves y en los estucos de Palenque. El sacerdote, el astrónomo, el artista, han vuelto a la tierra, a la servidumbre del enemigo, a su eterna lucha con la selva espinosa, aunque sus manos conservan el poder y la fuerza de las antiguas.

Al salir del henequenal, en un sendero, armado con una escopeta y seguido de su l perros, hallamos a otro joven ejidatario. No había logrado obtener un solo día de trabajo aquella semana y esperaba cobrar alguna pieza con que alimentar a su familia. Dejó la escopeta apoyada en la barda, se limpió el sudor con la manga de su camisa y se dispuso a charlar conmigo.

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—Ahora —explicó-- gano tres pesos noventa y seis centavos por millar de hojas cortadas. Estamos luchando porque nos paguen cuatro pesos dieciocho centavos. En las semanas buenas llego a cortar ocho mil hojas. ¿Qué podemos hacer con el dinero que se gana en el ejido? Cada uno de mis tres hijos casi se come un peso diario. Falta el dinero; nadie presta. Mi esperanza es que mis hijos pudieran estudiar un oficio.

—¿Qué piensas de los políticos?

—No me importan los políticos —tras de meditar un momento, agregó—: Quieren ganar dinero "suave" sin trabajar. —Pasas mucho tiempo en tu casa?

—Lo menos poeible. Nada es bonito. Nos alumbramos con velas. Nosotros los pobres no podemos coger el corriente. —¿Cuántas horas trabajas en el ejido?

—Más de ocho. Quizá diez. Salgo de mi casa a las tres de la mañana y llego al henequenal cuando sale el sol. No regreso antes de la seis. Hago cuatro horas de camino. Dos de ida y dos de vuelta.

Tratando de aclarar el sentimiento de arraigo que tiene el campesino por su tierra, del que todos me hablan y lo que hace muy difícil su traslado a otros lugares más fáciles del país, le pregunto si le agradaría abandonar el pueblo donde vive.

—No me gusta irme de mi tierra —respondió—. Me gusta el pueblo. Me gusta —dice con emoción—. Aquí debemos vivir, con esta miseria y no hay dónde escoger. Ni modo —concluyó sin amargura.

8. Las plataformas circulan por tres mil kilómetros de vía decauville llevando las pencas cortadas a las haciendas. El peón, sentado sobre los haces, arrea la mula que trota espantándose los tábanos y los enjambres de moscas que la acosan.

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La hacienda es una institución muy particular. Anuncia su presencia la alta chimenea y los copudos árboles de la huerta. Un arco morisco da entrada al anchuroso patio. En el fondo está la "casa principal", a un lado el cuarto de las máquinas con sus frontones neoclásicos y sus nichos que recuerdan las sepulturas de los cementerios yucatecos. Verdaderos castillos, hoy se ven comidos por la humedad, ruinosos y desiertos.

Yaxcopoil, Temozón, Makuiché, Uayalceh, Ruinas de Alcé,

54 ¿QUÉ TIERRA ES ÉSTA?

Dzununcán, algunas de las mejores haciendas, no son ya otra cosa que un conjunto de estancias desiertas, de escalinatas musgosas y de jardines abandonados. Los propietarios viven todos en Mérida y no pueden restaurarlas ni mantener los crecidos gastos que demandaba un estilo de vida feudal sostenido por innumerables esclavos, mas a pesar de su decadencia la hacienda representa una institución formidable. Su vetusta maquinaria es el centro adonde converge la producción de extensos plantíos y su anchuroso patio, circuido por las pobres chozas de los peones acasillados, está lleno de ruido y movimiento. En los tendederos se extienden, como ropa tendida a secar, las blancas fibras del agave, en las bodegas sA prensan las pacas, y el olor del nixtamal mezclado al ácido y picante del sosquil4 impregna la atmósfera soleada.

Sobre la plataforma en que se halla instalada la desfibradora trabajan atentos y graves los campesinos. La máquina no es complicada. Una cadena sin fin toma las pencas por el centro y las conduce a dos grandes ruedas armadas con cuchillas que raspan, una después de otra, las dos mitades de la hoja, y la fibra chorreante de jugos sale montada en un caballete de madera donde es atarla en haces y conducida a los tendederos.

Giran las ruedas y las cadenas revestidas de brillante cobre, y en medio del estruendo los mayas están de pie, manejando con las manos sarmentosas y ensangrentadas las pencas que sube sin cesar el montacargas. La inmovilidad de los esbeltos cuerpos, las caras resplandecientes e impasibles bajo los sombreros cónicos, la dignidad que baña estas figuras, los hace aparecer como dioses que fueran arrojados de sus moradas celestiales y condenados a vivir entre agudas espinas venenosas y entre hombrecillos crueles y rapaces.

Una planta del desierto hace carrera

1. La profecía de Zarrind. 2. E/ cáñamo, rival invencible. 3. La guerra de castas. 4. Transformación de la economía. 5. Yucatán inventa sus mdquinas. 6. El henequén ata el trigo del 'mundo. 7. E/ monopolio y sus opositores. 8. Olegario Molina, monarca del imperio henequenero.9. La rebelión de los hacendados.

1. LA HISTORIA del henequén principia con un hecho mitológico. Un día que Zamná, guía de los itzaes, sumo sacerdote y notable médico, salió al campo en busca de plantas que enriquecieran su herbario, se hirió la mano con la aguda espina de un vegetal desconocido. Deseoso de vengar a su amado príncipe, uno de los servidores cortó la hoja causante del daño y, al golpearla furiosa y repetidamente contra una peña, la hoja, quebrantada su dura piel, dejó escapar un manojo de largas y blancas fibras.

Zamná, para quien las cosas tenían una profunda significación, les habló de esta manera a sus discípulos: "La vida nace en compañía del dolor, origen de todo bien en la tierra. A través de una herida se nos ha revelado la existencia de una planta que será de gran utilidad a mi pueblo, a los hombres y a las mujeres del mundo maya."

La profecía del mago se cumplió a medias. En los primeros tiempos, de aquella fibra manchada con su sangre, los mayas cieron cuerdas para atar sus huaraches, las vigas de sus cabañas y las velas de sus embarcaciones. Con ellas prepararon trampas y cazaron jaguares y venados, sacaron agua de los cenotes, tejieron redes, abanicos y bolsas, cortaban los metales, construían arcos, hondas y arpones, transportaban las estatuas y las piedras

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labradas, armaban sus grandes penachos de pluma y maniataban a los prisioneros?

2. Al principiar la Colonia, el encomendero Martín de Palomar, en su Relación de Mérida que escribió con Gaspar Antonio Chi Xiu, refiriéndose a la planta decía: "Hay... una suerte de árbol que los indios llaman qui y los españoles maguey, vocablo isleño. Este árbol echa pencas como de cardo, de una braza de largo o menos, y la punta es una púa muy tiesa; de este árbol hay gran aprovechamiento para indios y españoles, porque sirve en lugar de cáñamo."

1 Renán Irigoyen: Los mayas y el henequén. Publicaciones de Henequeneros de Yucatán, 1950.

4 Se da este nombre a la fibra del henequén.

56 UNA PLANTA DEL DESIERTO HACE CARRERA

En 1535 el cronista real Fernández de Oviedo mencionaba al henequén como "un cardo del que se hace hilado y cuerdas harto recias"; y en 1566, el obispo fray Diego de Landa asentó en su célebre historia esta breve nota: "Tienen una yerba silvestre, que también /a crían en sus casas.., de la cual sacan su manera de cáñamo de que hacen infinitas cosas para su servicio." Más tarde, el fraile Cogolludo decía, refiriéndose a nuestra planta: "Hácese mucha jarcia de navíos, si bien no tan fuerte, ni durable, como la del cáñamo."

Todas estas referencias, bien esquemáticas por cierto, nos presentan al henequén como un pobre sustituto del cáñamo europeo. El cáñamo carecía de rivales. El velamen de los navíos de guerra, de los bucaneros y de los barcos mercantes franceses, ingleses, holandeses y españoles —eran los cuatro grandes de la época— se ma-nejaba con cuerdas de cáñamo. De cáñamo eran también las escalas, los cables que amarraban las embarcaciones a los muelles y hasta la estopa que se empleaba en los cañones.

Era difícil imaginar entonces que el cardo de Oviedo o la yerba silvestre de Landa pudieran llegar a disputarle su bien establecido imperio al cáñamo. Por lo demás, nadie lo intentaba. Por más de doscientos años la industria estuvo en manos de los indios. Ellos sembraban el agave en los patios y en los huertos de sus casas y ellos lo beneficiaban fabricando las hamacas y las cuerdas destinadas a satisfacer sus diversas necesidades. A mediados del siglo XVM la reducida industria casera —el henequén figura, sin destacarse, en una lista de treinta y dos productos regionales— principió a competir seriamente con el cáñamo y a cobrar importancia, de modo que ya para 1780 lograron exportarse 73 cables de 14 a 25 pulgadas de grueso y 120 brazas de largo, 61 calabrotes y 876 piezas menores.

En 1783 el alférez de fragata José María Lanz se transformó en un defensor y en un apasionado propagandista del henequén. Durante las prolongadas estadías de los navíos españoles en los puertos de Veracruz y La Habana, para economizar el costoso cable fabricado en Holanda, se les ocurrió reemplazarlo con el yucateco, demostrándose, escribe Lanz, que "bajo su aspereza, conservaba resistencia y firmeza para competir y para exceder al reservado cáñamo. Así vengó, en algún modo —afirma luego, con entusiasmo propio de los innovadores—, el agravio sufrido por tantos años de olvido."

Ya, ya oía las objeciones de los conservadores, de los tradicionalistas, de los que rechazan toda novedad antes aún de haberla ensayado. Sí, era deplorable su "mala vejez", su corta vida, que no permitía utilizar los residuos como se utilizaban los del cáñamo. A éstos respondía Lanz: "Podían emplearlos para tacos de artillería... y otras precisas menudencias del servicio de bajeles." "¿Y por unos mezquinos residuos —arguye indignado— iba a desdeñarse la baratura del henequén, la valentía y firmeza que demostró en nortes y tempestades?" Estaba en juego nada menos que la vida preciosísima de los hombres, "la vida —exclama, arrebatado de un lirismo contagioso—, esta existencia amada, objeto de los cuidados y de las investigaciones de la humanidad; hagámonos, pues, honor —concluye su alegato— no prefiriendo lo accesorio a lo formal, ni confundiendo el todo con las partes."

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Ignoramos si la marina española oyó los consejos de su vehemente alférez, pero el caso es que a finales del xvin Yucatán proveía a los armadores campechanos en su totalidad y no tocaba sus puertos ningún barco que no se abasteciera de 20 o 25 quintales de cordaje, pues lo mismo se utilizaba en cables y calabrotes que en muras y contramuras, escotines, ostagas, guardines de timón, brazas y contrabrazas, palanquines de vela y de cañón, viradores de leva, masteleros y sus batículos, guardamancebos de vergas, amantillados, aparejos de combés, acolladores, y "aun para toda maniobra".

El lento, aunque seguro ascenso de la industria —sólo en el año de 1813 se exportan 88 451 costales por el puerto de Sisal "a cuatro reales cada uno"— descansaba en el agobiante esfuerzo del indio. Así y todo, Policarpo Antonio Echánove, en sus Apuntaciones para la estadística de Yucatán en 1814, se queja amargamente del abandono en que se tenía a materia tan preciosa.

Exclusivamente —dice-- se halla en manos de los indios, cuya indolencia confesamos; y si a pesar de ella notamos tanto producto, ¿qué sería en manos laboriosas? Puede decirse que acomoda perfectamente al indio este fruto, porque a la circunferencia de su casa es un maná de provisión diaria; o una mina que contempla desde el descanso de la hamaca; y luego que le estrecha cualquier necesidad, se levanta y la remedia cortando y labrando algunas pencas en la mañana, que le dan un duplo o un triple para llenar su urgencia.

¿Y citi otras manos laboriosas podían haberse encargado de sembrar y beneficiar el agave como no fueran las de los indios? El blanco era capaz de organizar el comercio y de quedarse con la mayor parte de las ganancias, pero se hubiera dejado matar antes

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que empuñar el tonkás y el pashké —dos simples maderos destinados a raspar las duras y resistentes hojas del henequén—, o de pasarse largas horas en el interior de una cordelería cardando la fibra y luego trenzándola sobre su muslo desnudo e inflamado como lo hacía el indio perezoso.

3. La Península de Yucatán siempre se distinguió por su carácter insular. El mar y los bosques impenetrables del sur fueron barreras dentro de las cuales pudo desenvolverse una civilización de fuerte originalidad, hasta que la expansión de los pueblos toltecas logró traspasarlas, iniciándose un nuevo periodo en la cerrada historia de los mayas. En este primer choque con el mundo exterior los mayas lograron conquistar a sus conquistadores, pero el golpe sufrido posiblemente dejó en ellos una cicatriz imborrable. Todavía los frescos de Chichén-Itzá describen, de un modo harto realista, la forma en que los mayas eran cogidos por los cabellos y alanceados sin piedad por los guerreros mexicanos. Siglos más tarde, del mar del cielo llegaron otros guerreros intrusos: los españoles. Aunque sus armas —como las armas de los toltecas— eran muy superiores, los mayas ofrecieron una resistencia inigualada por otros pueblos de América, durante doce años.

Los episodios de la conquista no hicieron más que avivar el odio que los mayas sentían por los extranjeros invasores. La pobreza del suelo, por otra parte, determinó que en Yucatán la Colonia extremara sus crueles procedimientos. Los españoles vivían, más que de la tierra, del trabajo de los indios vencidos. Debían pagar un elevado tributo al encomendero y, por añadidura, excesivas contribuciones parroquiales. Este sistema de opresión, llevado a su punto máximo de resistencia, determinó que el indio maya llegara pronto a una conclusión desoladora: aunque agotase sus fuerzas en el trabajo, nunca ganaría lo suficiente para comer.

De un lado, pues, estaba el pequeño grupo de los encomenderos y eclesiásticos blancos, y del otro las masas de indios esclavos. La fluidez que mantenían los estamentos sociales en la Nueva España no existía, o apenas existía en Yucatán. Como los españoles preferían casarse en Cuba, con mujeres de su raza, y eran celosos de sus privilegios de sangre, el mestizaje, aun el clandestino, que tenía lugar en otras partes de las Indias, no logró operar allí en una escala satisfactoria. Las leyes contribuían a mantener el rígido aislamiento en que vivían los mayas. Ningún blanco, de acuerdo con las ordenanzas de Tomás López, estaba autorizado a permanecer más de

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24 horas en un pueblo, por lo que gran número de indios sólo veía a los encomenderos el día en que les eran cobrados los tributos.22

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Abrumados de trabajos, sujetos por deudas infames a las haciendas ganadero-maiceras que pronto se extendieron por el sur y el oriente de la Península, despojados de sus arcos y sus flechas, sin que se les permitiera usar armas de fuego ni montar a caballo, privados de escuelas y de estímulos, veían en la embriaguez el único medio de librarse del infierno al que habían sido condenados.

El hecho de que Yucatán, al realizarse la independencia, se adhiriera voluntariamente a México no mejoró el destino de los indios. Mientras la esclavitud desaparecía —al menos legalmente en el resto del país—, la constitución local mantuvo su vigencia; los tributos fueron reemplazados por contribuciones más onerosas y no se aligeró la pesada carga de las obvenciones parroquiales.

Desaparecido el virreinato, México se desintegraba, falto de una poderosa cohesión interna. Las contradicciones de la sociedad colonial y las codicias personales determinaron la conocida serie de asonadas, cuartelazos y pronunciamientos a la que Yucatán no logró sustraerse. Los diferentes caciquillos se disputaban como perros rabiosos la nada suculenta gubematura, y para triunfar sobre sus adversarios armaban a los indios y se valían de ellos haciéndoles promesas que jamás pensaron en cumplir.

Cuando los mexicanos invadieron Yucatán en la época de Santa Anna, el gobernador Barbachano, siguiendo la costumbre establecida, llamó a los indios, les dio armas de fuego y les prometi& solemnemente librarlos de los impuestos y de las obvenciones parroquiales.

Los indios —dice Eligio Ancona— acudieron a este llamamiento. del mismo modo que los demás habitantes de la Península y los periódicos tuvieron para ellos frases lisonjeras y encomiásticas, en que se les decía que eran la columna más firme en que descansaba la defensa de la patria.33

Naturalmente, al concluirse la guerra, los indios no recibieron las tierras ni se les dispensó la redención de los impuestos ofrecida por Barbachano. ¿Cómo iba a sostenerse el Estado, privado de las tierras que pagaban impuestos? ¿De qué viviría la Iglesia sin el sostén de sus obvenciones?

El 8 de diciembre de 1846, un nuevo pronunciamiento que halagaba al separatismo regional declaró la neutralidad de Yucatán en la injusta guerra que libraban los Estados Unidos contra México, y la segregación de la Península. Yucatán recobraba su autonomía en un momento nada oportuno. Los indios burlados sabían ahora manejar las armas de fuego y el puñado de explotadores no recibía ningún auxilio del exterior.

2 Eligio Ancona, Historia de Yucatán, t. IV. Barcelona, 1889. 8 Eligio Ancona, op. cit.

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Entre los caciques mayas que habían aprendido las tácticas guerreras de los blancos, se contaban Manuel Antonio Ay, cacique de Chichimilá; Cecilio Chi, de Tepich, y Jacinto Pat, de Tihosuco. Los tres tenían objetivos muy diferentes. Chi, el más sanguinario, trataba de exterminar a los blancos para que los mayas se hicieran dueños absolutos de la Península; Ay se conformaba con expulsarlos y Pat sólo deseaba el gobierno de los indios.4 Descubierta la conspiración, Ay fue sentenciado a muerte y su cadáver desnudo quedó expuesto en el pueblo de Chichimilá.

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Posiblemente la muerte de Manuel Antonio Ay habría concluido la recién iniciada rebelión de los esclavos si las divisiones políticas de los blancos no la hubieran fomentado. Manuel Barbachano y Santiago Méndez, perpetuos aspirantes a la gubernatura del Estado, sostenían una pugna irreconciliable que compartían, con una ferocidad no menor, sus partidarios. Ser barbachanista equivalía a ser enemigo mortal de un mendista, y viceversa. Rivalidades mezquinas, intrigas de campanario, ofensas que se juzgaban imperdonables, encarcelamientos y destierros, determinaban que los pocos recursos disponibles se emplearan en aquella lucha, mientras los indios, provistos de armas por los ingleses de Belice, apretaban sus filas.

El 30 de julio de 1847, un relámpago cruzó la saturada atmósfera y el anuncio de la próxima tempestad paralizó de terror el corazón de los blancos. Cecilio Chi, en la madrugada, cayó con sus hombres sobre el pueblo de Tepich, asesinó a todos sus habitantes, saqueó sus bienes y violó a las mujeres. Al saberse en Mérida la noticia, el periódico oficial recomendaba: "Estemos alertas los de las otras castas; seamos un Argos para observar, valientes para atacar al enemigo común, inexorables para castigarlo. Sangre y no más que sangre de indios sublevados debe ser el santo de nuestros pueblós."

La sangre, en efecto, como una ola, barrió durante los primeros meses todo el sur y el oriente de Yucatán. Los caminos se veían llenos de fugitivos, de carretas y ganados; ardían pueblos y haciendas; se luchaba en las torres de las iglesias y los muertos llenaban los campos y las ciudades.

4 Ibid. UNA PLANTA DEL DESIERTO HACE CARRERA 61

Los artistas de la época nos han dejado, en los ingenuos retablos que a punto de destruirse conserva el museo de Mérida, su visión de aquellas hecatombes. Como en los cuadros de la degollación de los santos inocentes, aquí también se describe el martirio de los niños con particular deleite. Unos son tomados de los pies y estrellados sin misericordia contra el suelo; otros patalean en el aire traspasados por las bayonetas; los hay que besan el cadáver de sus madres y hay niños muertos a quienes sus madres —a punto de morir— besan amorosamente, y abundan los niños cuyos miembros se distribuyen de un modo uniforme entre los cadáveres de barbudos colonos y señoras mutiladas que cubren el suelo de las plazas.

Si los indios hubieran pintado sus propios tormentos, es indudable que nos habrían legado una colección de horrores igualmente asombrosa porque un crimen daba origen a una represalia peor y una represalia se respondía con un crimen aún más sanguinario.

Yucatán vivió entonces, de un modo más real y angustioso, las escenas que veinte arios después habían de vivir los colonos blancos en el oeste de los Estados Unidos. En el año trágico de 1847, las dos terceras partes de los pueblos, las haciendas y las ciudades estaban en manos de los rebeldes y sus batallones enloquecidos habían llegado a ocho leguas de Mérida y solamente a cuatro de las murallas de Campeche, pero sus triunfos iniciales, con ser tan espectaculares, y su abrumadora mayoría, eran incapaces de darles la victoria final. En realidad, no fueron los auxilios que el gobierno español de la isla de Cuba envió al puñado de blancos que se refugiaba en Mérida ni los esfuerzos de los mayas del norte y del oeste de la Península los que al final vencieron a los rebeldes, sino sus propias condiciones internas. La Colonia los había triturado. Degradados por las supersticiones, el alcohol y la esclavitud más infamante, cortados de su antigua cultura, tratados como bestias de carga durante tres siglos, no tenían otro programa ni otro impulso que el del odio.

Sin ideas precisas acerca de la felicidad humana como no fuera la elemental de la embriaguez mezclada a la esperanza de ver exterminados a sus opresores, no podían entender otro lenguaje que no fuera el de la muerte, el incendio y la devastación. Engañados por todos —ignoraban que los ingleses fomentaban su rebelión con el propósito de hacerse dueños de la Península—, al ser derrotados finalmente,5 no les quedó otro camino que buscar un refugio en

5 Yucatán se reincorpora a México en agosto de 1848.

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los bosques de lo que es hoy el territorio de Quintana Roo. Puestos a escoger entre la esclavitud y la barbarie total, prefirieron esta última voluntariamente. Cien años después de su frustrada rebelión, pueden verse los últimos restos de los vencidos mayas vagar como espectros entre los árboles de los bosques sombríos. Cubiertos de harapos salen de sus cabañas y miran con asombro el paso de los viajeros. Han olvidado el motivo de su forzado exilio, pero nosotros lo recordamos aún y pensamos que la sola libertad, en sus actuales condiciones, no puede significar ningún bien para ellos.

Un pueblo que luchó tanto contra la opresión no merece ese horrible destino.

4. La guerra de Castas introduce cambios fundamentales en la economía de Yucatán.° En 1851 las cuatro quintas partes del territorio habían sido ocupadas por los rebeldes y devastadas; la propiedad rural, valuada en seis millones, se redujo a dos, y de una población calculada en 600 mil habitantes, quedó escasamente la mitad. Aún así, durante los once años corridos de 1847 a 1858, los cuales señalaron el periodo álgido de la guerra, el henequén había sido —según escribía el señor Antonio García Rejón— "la tabla de salvación en el naufragio general". La mayoría de los pobladores de Mérida y Motul vivía de la industria, fabricando hilo, sogas y costales, y se exportaban anualmente 70 mil arrobas de productos, lo que permitía distribuir entre los obreros una suma de 20 a 25 mil pesos anuales.

Ninguno de los historiadores del henequén ha insistido en el hecho de que esta importante producción descansó en el agobiante esfumo de los indios. Fueron ellos, ciertamente, la tabla de salvación en el naufragio que afrontaron los blancos y, apurando el símil de Rejón, la única manera de que alcanzaran la orilla sanos y salvos.

La imposibilidad de que la industria se alimentara exclusivamente con las plantas cultivadas en los solares privados de los indios determinó que las antiguas haciendas maicero-ganaderas iniciaran su transformación, y se desvaneciera sin remedio la placentera imagen de Echánove de aquel maya perezoso que, cuando lo apremiaba alguna necesidad, le bastaba saltar de la hamaca y cortar unas hojas para satisfacerla.

También el paisaje sufría una alteración radical. La selva chaparra del norte, con su escuálido ganado y sus ocasionales campos

6 Renán Irigoyen, ¿Fue el auge del henequén producto de la guerra de castas?, Mérida, 1947.

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de maíz, retrocedía y era sustituida por los abiertos espacios sembrados de henequén. Yaxcopoil, una de las mayores fincas, al ser vendida en 1864 tenía, según el inventario llegado a nuestro conocimiento, 2 435 mecates plantados el año de 1851, con un valor de $4 868.75 y dos máquinas raspadoras Solís.

La situación del trabajador permaneció inalterable en medio de los cambios. Posiblemente, desde la época colonial se estableció el sistema de que todo peón endeudado con el propietario debería permanecer en la hacienda hasta que la deuda fuera saldada. En la práctica, esta posibilidad no se daba nunca. El indio solicitaba préstamos con motivo de sus bodas, del nacimiento de sus hijos o de los funerales de sus parientes. No pedía por menos ni por más. Como los campesinos chinos, sólo el matrimonio, el nacimiento o la muerte de sus familiares lo forzaban a venderse, a renunciar a su libertad y a quedar entregado sin defensa, sin posibilidad de escape, en manos del rapaz hacendado.

Ese género de esclavitud, por más que pertenezca al pasado, es todavía objeto de enconadas polémicas en libros y periódicos. El señor Cámara Zavala, a quien debemos lo poco que se ha escrito sobre el conjunto de la industria henequenera, tiene buen cuidado de aclarar en la parte correspondiente de su historia que las deudas no devengaban intereses ni se pagaban mientras el deudor permaneciera viviendo en la misma finca. "Es también absolutamente falso —afirma— que pasaran de padres a hijos, pues con la muerte del deudor quedaban extinguidas." 47

No se trataba, claro está, de un acto filantrópico de los hacendados. Uno de los campesinos más pobres del mundo, si no podía pagar los intereses —exigírselos hubiera supuesto su aniquilamiento—, menos habría

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podido pagar la totalidad de la deuda. El hecho de que el padre muriera o de que el joven se casara bastaba para conservar al peón arraigado a la finca. ¿Adónde ir, si las condiciones eran en todas partes iguales? La deuda, en último extremo, suponía un medio de arrebatarle al peón su libertad; su monto —el propietario se encargaba de que no subiera demasiado— carecía de importancia. Podía deber veinte pesos o cincuenta, el peón nunca estaría en condiciones de pagarlos. Ahora mismo, después de veinte años de reforma agraria, con un salario de veinticinco pesos semanales, no debe parecemos que su solvencia merezca la confianza de los prestamistas.

7 Gonzalo Cámara Zavala, "Historia de la industria henequenera hasta 1919". Enciclopedia yucatanense, t. III, México, 1947.

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5. La máquina de raspar henequén se convierte en una obsesión peninsular. Había sonado la hora de arrinconar el tonkós y el pashké y hacer que los indios, en lugar de quebrarse la espina dorsal desfibrando hoja por hoja en sus maderos primitivos, se la quebraran, con más provecho para los blancos, en los campos de hene-quén. Yucatán carecía de forjas y de toda tradición mecánica. Aquella hoja, regada con la sangre de Zamná, tan fecunda, tan poco necesitada de agua, ofrecía en cambio una increíble resistencia al intento de arrancarle las valiosas fibras que constituyen su esqueleto.

En el primer intento los ojos se vuelven a los Estados Unidos. Por espacio de dos años se envían a los ingenieros contratados, en todos los barcos que tocaban la Península, cajas de pencas muchas veces revestidas de cera para evitar su evaporación. Todo fue inútil. En 1833 Henry Perrins, cónsul norteamericano en Campeche, llevó a Yucatán un armatoste, pero resultó inservible. Poco después apareció un tal Mr. Thompson con otra máquina. Tampoco sirvió para nada. Luego de Thompson, un cura de Conkal, el padre Cerón, adaptó una cuchilla a la rueda de su carruaje, v aunque en lo fundamental esta rueda supuso la solución del problema mecánico, no se sabe si el ingenioso invento llegó a funcionar satisfactoriamente.8

Ya en 1830 un hombre llamado Basilio Ramírez construyó una desfibradora de tal modo eficiente que un grupo de hacendados, entusiasmados, reunió siete mil pesos, compró la finca Chacsilcín y constituyó, por medio de acciones, la llamada Compañía para Cultivo y Beneficio del Henequén. Si bien la máquina de Ramírez cayó en el olvido y la compañía fracasó, puede decirse que este primer intento de organización agrícola señala el nacimiento de la verdadera industria henequenera.58

Una especie de fiebre alquimista que trataba de destilar el oro verde contenido en el agave, una fiebre mecánica que llenaba las imaginaciones de ruedas y engranajes, vigilias interminables sobre planos confusos débilmente iluminados por la luz de las velas, hombres delirantes que salían de sus casas gritando iEurekai y regresaban temblorosos y abatidos; proyectos, sueños, experimentos fracasados a medias; ideas magníficas en el papel y detestables

8 Narcisa Trujillo, "Las primeras máquinas desfibradoras de henequén '. Enciclopedia yucatanense, t. IV, México, 1947.

9 En 1847, Mr. James R. Hitchcok desembarcó en Yucatán con una nueva máquina. Destruía la fibra y resultó extremadamente complicada. Mr. Hitchcok le introdujo reformas, pero como pedía diez mil pesos por enseñar a construirla y no ofrecía seguridades, el gobierno local se desentendió del asunto.

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en la práctica, se sucedieron en Yucatán, de modo ininterrumpido, por más de un cuarto de siglo. El gobierno local, por su parte, no cesó de atizar el fuego sagrado. En 1850 se decretan recompensas y exenciones de impuestos a fin de estimular la producción, y, en 1852, el Congreso del Estado estableció un premio para el que inventara la máquina de raspar henequén.

Ese mismo año, un yucateco, Manuel Cecilio Villamor, solicitó un privilegio para vender una máquina de su invención. Villamor no era un mecánico sino un agricultor de Calotmul a quien la guerra había destruido sus

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propiedades, y un aficionado a las letras que escribió la novela Agripina y su duende. En 1853, una comisión nombrada por el gobierno comprobó oficialmente que su máquina era capaz de raspar tres pencas en un minuto y que, para mayor asombro, las raspaba no en las cuatro operaciones habituales, sino de una sola vez y con el acostumbrado desperdicio.

La ansiada máquina era al fin una realidad. De nuevo los hacendados progresistas de Yucatán integraron una sociedad y le dieron a Villamor catorce mil pesos para que construyera su modelo en Nueva Orleáns. Un año después, la máquina, fundida en hierro, hacía su entrada triunfal en Mérida y quedó instalada, con grandes esperanzas, en la hacienda de Conkal. Algún tiempo funcionó satisfactoriamente. Después, el complicado mecanismo principió a destrozar las hojas, reventaba a los animales que la impulsaban, y terminó su breve carrera convertido en un montón de ruedas inservibles. La sociedad se liquidó y la naciente industria parecía condenada a depender del pachké y del tonkós primitivos, cuando en 1856, José Esteban Solís, sobrino del carpintero Eleuterio Antonio Solís, que había sido colaborador y socio de Villamor, solicitó un nuevo privilegio del Congreso local para otra máquina de su invención.

El premio decretado en 1852, todavía vacante, fue solicitado esta vez por José María Millet, José Esteban Solís y Florentino Villamor, hijo del fracasado inventor Manuel Cecilio. Examinadas las máquinas, se demostró que en veintiuna horas de trabajo, la de Millet raspó 2 107 pencas con 124 libras de rendimiento; la de Villamor 1 615 con 63 libras; y la de Solís, 6 342 con un beneficio de 373 libras. José Esteban Solís fue un tipo magnífico. Pensaba, desde pequeño, que el hombre es útil a la sociedad en la medida en que "contribuye a sus adelantos, a su perfeccionamiento y riqueza" y esta idea de servicio, de considerar el mejor trabajo como el trabajo que se realiza por los demás, lo hacía vivir con el deseo de realizar un invento provechoso. Oscuro artesano, sin

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dinero, sin estudios, "sin haber cursado las matemáticas —según dice en su franco y valiente estilo— ni el tratado de las maquinarias", privado de estímulos, reducido a la pobreza de su ambiente, sintió como otros muchos yucatecos la necesidad de contar con una eficiente máquina desfibradora. El indígena más laborioso, trabajando toda la mañana —a mediodía era necesario dejar la tarea porque el calor hacía intolerablemente cáustico el jugo de la planta—, no era capaz de beneficiar más de seis libras, y esta lentitud, unida a la pérdida de una cuarta parte del filamento y a la carencia de brazos, suponían un obstáculo casi invencible para el auge de la industria.

Sustituir a estos métodos antiguos que tantos inconvenientes presentaban —escribe Solís-- por otros sencillos que, economizando brazos, diesen mayor ventaja y pudieran emplearse hasta en las horas más calurosas del verano, evitando tanto desperdicio y aumentando el producto, era una obra que ciertamente merecía la pena de emprenderse aun a costa de inmensos sacrificios.

Y puso manos a la obra. Era el año de 1846. En 48, las victorias de los rebeldes lo obligaron a dejar sus amadas ruedas y a empuñar las armas. Tres años después, herido del pie izquierdo, estaba de vuelta en su taller. Desde luego, conocía la invención de Villamor, y aceptaba como válido el principio de una rueda armada de cuchillas, pero su ingenio consistió en simplificar los inútiles y complicados mecanismos propuestos anteriormente, haciéndolos eficientes, económicos y fáciles de transportar.

En 1857 había concluido la primera máquina y obtuvo autorización del Congreso local para venderla. En 67, vencido su privilegio, se dirigió nuevamente a la Cámara, solicitando una prórroga por otros diez arios. Las razones que aduce proyectan cierta luz sobre su carácter y sobre el estado de la industria henequenera durante la década 1857-1867. Su máquina, lanzada al mercado en 1857, había sido adquirida por los pocos hacendados que ya tenían sembrado henequén, pues hasta que no vieron los capitalistas —dice Solís en su escrito a la Cámara— que la fama pública dio su verdadero crédito al henequén, hasta que no vieron materialmente cómo los que tenían planteles y máquinas se enriquecían, no empezaron el cultivo la mayor parte de los hacendados. Aún en estos tiempos todavía, por desgracia nuestra, creen algunos que el henequén no da tanto como los otros

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ramos de la agricultura.

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Por lo visto, los hacendados no aceptaron sin resistencia, a pesar de todas las lecciones, el nuevo cultivo. Como, por añadidura, el agave tarda de seis a siete arios en producir y los hacendados antes de obtener las primeras cosechas no pensaron en hacerse de máquinas, Solís había logrado, durante los diez años que permaneció en vigor su privilegio, vender un total de 64 desfibradoras, venta que le proporcionó una entrada de ocho mil pesos. ¿Era aquélla su ganancia por veinte años de lucha y de esfuerzos agotadores? De ningún modo. En ensayos y en materiales había gastado catorce mil ganados con su trabajo, de manera que en 1867 pesaba sobre él una deuda de seis mil pesos, la cual para la época en general y para Yucatán en particular representaba una pequeña fortuna.

Era, pues, justo que se le prolongara su extinguido privilegio.

Desaparecidas las vacilaciones de los hacendados, sembradas considerables extensiones, y próximas ya las cosechas, la década 1867- 1877 representaba el auge y la única posibilidad de que Solís se resarciera de sus pérdidas.

El 8 de septiembre de 1868, el Congreso, contra lo que se esperaba, no le prorrogó el privilegio, pero en cambio decidió otorgarle el legendario premio de dos mil pesos prometido en 1852. Las consecuencias de este inexplicable fallo darían la razón a Solís, cuando pintaba más tarde el destino reservado a los inventores de su país y de su tiempo: "Parece que la suerte —exclama—, si les acuerda un nombre para el porvenir, les depara también una vida de martirio y de amargura, de ansiedad y de disgusto." Villamor, saliendo de su prolongado letargo, entró en una furiosa actividad. En lugar de aplicarse a mejorar su armatoste —que buena falta le hacía—, escribe artículos, edita memorias y folletos, lanza a la circulación corrosivas hojas volantes, habla como un poseso, se allega testigos y por todos los medios trata de probar que su máquina era anterior a la de Solís y que éste se la había robado.

Nunca en los tribunales de Mérida se llevó un juicio tan prolongado y apasionante. Entre los arios 70 y 71 Villamor se atrevió a reclamar de Solís el pago de diez mil pesos "por daños y perjuicios que le había causado al usurparle su invento", absurda demanda que Solís combatió a su vez publicando la Alegación defensiva titulada "Para hacer reír", en que especificaba de la manera siguiente las características de ambas máquinas:

El sistema de la máquina de V., señor D. Cecilio —dice con su humorismo de artesano—, es llevar sus cuchillas en un cilindro

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para que se pudieran raspar seis, ocho o diez pencas, por su gran extensión: y para mover este cilindro necesariamente debía V. de usar de ruedas dentadas; y el sistema de mi máquina es tener seis cuchillas aseguradas en el círculo de una rueda y raspar una sola penca.»

Si V. antes que yo plantó en Conkal su máquina, la que usurpé posteriormente haciendo la mía igualita en su mecanismo, en sus medios de acción y siendo V. de facciones finas y yo de groseras y mal combinadas ¿por qué no recurrieron a V.

todos supuesto que con V. o conmigo iban a obtener una misma máquina con resultados iguales? ¿Por qué abandonaron la de V. y todos recurrieron a la mía?

Por una razón muy sencilla.

Porque la de V. destrozaba el filamento, mataba a las bestias, causaba enormes gastos su plantación y no sé qué diabluras más tenía, y la mía lo sacaba menos mal raspado y entero; luego la mía tenía algo distinto de la de V. y ese algo constituye mi invención; es una cosa que nació de mí y no de V., que yo imaginé, pensé, inventé y

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ejecuté; y V. ni aun soñó; y ese algo es mi propiedad, es lo que constituye mi ventaja sobre la invención de V. y ésa me ha sido premiada; luego, ¿qué le usurpé a V.? ¿De qué le despojé que tanto se empeña en que le pague diez mil pesos? Si los pidiera V. por amor de Dios, soy cristiano algo viejo, y tal vez aunque dejara a mis hijos en la mendicidad, enriquecería a los de V. con el sudor ya acopiado de mi rostro; pero ¿a fortioribus? iNequaquand

Después de un largo duelo en que Villamor estuvo a punto de dar con sus huesos en la cárcel acusado por difamación, el enorme expediente llegó al Tribunal Superior de Justicia y en 1876 se hizo público su fallo: los jueces mexicanos le daban la prioridad del invento a Villamor y no sólo condenaban a Solís a pagarle cuatro mil pesos sino a cargar con los cuantiosos gastos del proceso.

La muerte de Villamor, ocurrida en 1875, aunque le impidió disfrutar de su triunfo jurídico, en cambio le evitó el disgusto de presenciar su derrota moral, ya que los vecinos de Mérida, indignados por la notoria injusticia del fallo, reunieron los cuatro mil pesos y se los dieron a Solís, con lo cual se rindió un último tributo

al sencillo inventor y a su importante contribución en la carrera de la planta milagrosa.

6. De 60 a 70 la pequeña industria del henequén prosperó mucho apoyada en "la rueda Solís", que hizo posible el cultivo de grandes

10 Después de cien años se sigue el modelo de Solís en todas las desfibradoras del mundo.

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extensiones desérticas. Si el año de 1860 había sembrados 65 mil mecates, nueve arios después la superficie aumentaba a 400 mil.

En 1861, el banquero y hacendado Eusebio Escalante importó el primer motor de vapor, suceso de la mayor importancia, ya que al ser adoptado por la mayoría de los hacendados, permitió emplear máquinas de grandes velocidades y aumentar considerablemente la producción: en 70 se exportaron 19 893 pacas; 22 479 en 72; en 74, fueron 30 527; en 76, llegaron a 41 864; y a 51 389 en 1877. Para 1880, la cifra saltó a 112 911 y en 89 ascendía ya a 252 432, con un valor de $ 10 243 693.78.

La producción que hasta 1860 había consistido principalmente en artículos elaborados de henequén —hilos, sacos, cordelería marítima, etc.— principió a transformarse y a ser sustituida, cada vez en mayor medida, por la materia prima sin elaborar, es decir, por el llamado "henequén en rama". ¿Qué había pasado? ¿Por qué Yucatán cerraba las puertas de las cordelerías que fueron el sostén de su economía, para limitarse de un modo exclusivo al cultivo y a la desfibración del henequén blanco?

Este cambio obedeció a un hecho extraordinario, ya remoto, cuyas consecuencias sólo pudieron apreciarse cabalmente en la Península al iniciarse la década de los setentas. Sucedió que en 1831 —el año en que Yucatán luchaba por invei. Lar su desfibradoraCyrus Hall McCormick, un joven norteamericano, vestido con un frac y ceñidos pantalones blancos, seguía con la cabeza descubierta, y ante el asombro del pueblo de Steers Tavern, en Virginia, una extraña máquina de su invención, jalada por un vigoroso caballo. Las ruedas de la máquina abrían un ancho surco en el trigal, segando con facilidad los altos tallos cargados de espigas doradas. Lo que no había podido realizar el padre, inventor de numerosas máquinas destinadas a la agricultura, lo había logrado su hijo Cyrus, a los 22 años de edad, resolviendo un problema que parecía insoluble.

Los vecinos apenas podían dar crédito a lo que veían sus ojos. La figura del segador, hundida en el trigo y moviendo sin descanso su afilada guadaña, principió, desde aquel día inolvidable, a hundirse en el pasado. El triunfo no ofuscó al joven McCormick. Siguió perfeccionando su maquinaria los años siguientes, hasta 1847, en que logró no sólo segar el trigo sino amarrar los haces al mismo tiempo y de un modo automático. Un problema se presentó. Los campesinos le tenían miedo a la engavilladora y se negaban a comprarla, alegando que los fragmentos de alambre con que se ataban los haces mataban a sus ganados y arruinaban la

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paja. Entonces se pensó en sustituir el alambre por un cuerda resistente y barata. Yucatán ofreció la solución del problema. En el suelo formado por las conchas de los moluscos crecía el agave fourcroydes, la fibra larga, blanca y firme que un día descubriera Zamná hiriéndose la mano.11 No iba en el futuro a servir a su pueblo, sino a sacrificarlo. Las grandes cordelerías, muchas de ellas equipadas con moderna maquinaria, se vieron obligadas a cerrar sus puertas incapaces de sufrir la competencia de las cordelerías norteamericanas y Yucatán se resignó a exportar de un modo exclusivo el henequén en rama, la materia prima que había de transformarse en el binder twine. Durante los próximos 70 años, esta cuerda, bautizada con un nombre extranjero, ataría las cose-chas de trigo. Sin ella, en las épocas amargas, el mundo no hubiera podido comer su pan acostumbrado.

7. Aún antes de 1875, en que por primera vez la máquina engavilladora de McCormick utilizó el henequén yucateco, se advirtió un curioso fenómeno: el firme crecimiento de la producción no guardaba una relación proporcional con el precio que se fijaba a la fibra en el mercado norteamericano. En 1860 había sembrados 65 mil mecates; en 69, eran 153 802 y en 78 se calculaba en 781 mil mecates la superficie cultivada con el agave. Por el contrario, si en 1872 se cotizó la libra en 11 3/4 (centavos de dólar), en 73 bajó a 9, en 74, de 8¼ a 5½, en 75 de 5½ a 4½, y de 76 a 80 se sostuvo, con ligeras fluctuaciones, en 2.82 centavos. Durante los cuatro años comprendidos entre 80 y 83 no cambió la cotización,

pero en 84 y 85 descendió hasta la bajísima de 1.87 y 1.76 respea tivamente.

El origen de la compleja situación ha de buscarse en las condiciones peculiares que hicieron posible el desarrollo de la industria henequenera. Ciertamente, la invención de la "rueda Solís" y la existencia de numerosos esclavos no bastaban a incrementarla de un modo estable. Tanto el cultivo del henequén, debido a la lentitud de su desarrollo, como la adquisición de una maquinaria por rudimentaria que se la supusiera requerían capitales. Los hacendados, apenas salidos de la guerra de Castas, no tenían dinero, ni en Yucatán existían instituciones bancarias que pudieran facilitarles los créditos indispensables. Vino a remediar estos inconvenientes el señor Eusebio Escalante, propietario de una importante casa de comercio en Mérida que tenía como corresponsales

11 Entre las fibras duras que ensayó McCormicic figuraba el yute, pero ofrecía poca resistencia a los insectos y los haces se desbarataban. El henequén, aunque más caro, era en cambio invulnerable a los insectos.

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en Nueva York a los hermanos Thebaud, compradores de productos henequeneros. Escalante, hacendado y hombre de negocios que veía el auge creciente de la industria, propuso a sus corresponsales un negocio brillante: refaccionar a los hacendados. La operación se hacía en esta forma: Escalante entregaba el dinero a los hacendados; éstos firmaban pagarés a la orden de Thebaud Bros., que proporcionaban el dinero y se encargaban de endosar los documentos a los banqueros. Los deudores "pagaban el interés del 9 % anual y la diferencia entre este tipo y el cobrado por los bancos resultaba la utilidad de los intermediarios".32

Los préstamos concedidos a los hacendados, si bien ayudaron a consolidar la naciente industria, también fomentaron una ruinosa especulación que muchas veces estuvo a punto de estrangular con sus propias cuerdas a los confiados agricultores. Thebaud Brothers de Nueva York, la casa monopolizadora del henequén, no sólo otorgaba créditos a los hacendados, sino que les vendía toda clase de costosa maquinaria, a condición de que les fuera pagada con henequén. De este modo "aseguraban los agentes el doble negocio de la venta de máquinas y de la compra del henequén, que pagaban a los productores adeudados con un descuento del precio corriente en plaza".613

Todo ayudaba a las casas compradoras y a sus agentes. Los intereses acumulados de los préstamos, de los descuentos y las ganancias obtenidas por la venta de maquinaria y las especulaciones realizadas con la fibra se

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acrecentaban debido a las condiciones propias del mercado capitalista.

El monopolio mundial no se implantó en Yucatán sin oposición. Juan Miguel Castro, propietario de la finca Chimay, pertenecía a la generación de José Esteban Solís. Dotado de una sagaz visión, fundó la ciudad y el puerto de Progreso, fue un propagandista del henequén y un enemigo incansable de los monopolios extranjeros. Su energía estaba en proporción a los problemas que enfrentaba la naciente industria. Viajaba constantemente a Europa y a los Estados Unidos tratando de abrir nuevos mercados; logró introducir sistemas que abatieron los costos del transporte; estableció normas de clasificación para la calidad de la fibra y, ante todo, empleó sus fuerzas y su tiempo en combatir al mona polio y a sus agentes nacionales.

12 Gonzalo Cámara Zavala, op. cit.

13 Gustavo Molina Font, La tragedia de Yucatán. México, 1941.

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En su folleto E/ henequén de Yucatán, Castro denunció las ganancias que obtenían los acaparadores en su doble papel de vendedores de maquinaria y compradores de henequén, y tanto insistió sobre el problema que la legislatura local, en 1876, aceptó fijar un impuesto de 5 centavos por cada arroba de henequén en rama que se exportara. Washington protestó oficialmente y el Presidente Lerdo de Tejada envió la nota al gobernador, que era entonces el gran historiador de la Península Eligio Ancona. Ancona expuso la justicia de su decreto y no se presentaron nuevas reclamaciones diplomáticas, pero el enorme esfuerzo de Juan Miguel Castro estaba condenado al fracaso. No era el productor de la fibra el que fijaba el precio de su mercancía, sino el especulador radicado en el extranjero. Una tendencia cada vez más ostensible a bajar los precios en provecho del monopolio y de sus agentes nacionales, una oposición creciente entre los intereses de los hacendados y los de las casas compradoras, ensombrecieron desde el principio el risueño cuadro del auge henequenero, determinando con precisión los rasgos coloniales de la prometedora industria.

8. Ya para 1890 la "rueda Solís" era sólo un recuerdo. La insadable engavilladora McCormick devoraba millones de metros de binder twine y el invento del extraordinario artesano era insuficiente para satisfacer su renovado apetito. De nuevo la necesidad creó una generación de audaces inventores entre los cuales figuraban, en primera línea, Timoteo Villamor, hijo del fracasado Manuel Cecilio, y el español Manuel Prieto. Otra vez tuvieron lugar en Yucatán reñidas competencias y litigios prolongados. Timoteo Villamor había logrado mejorar la primitiva máquina mediante el empleo de cadenas conductoras de hojas, innovación revolucionaria que también mostraba la máquina de Prieto, bautizada con el nombre de La Vencedora; pero en una competencia pública esta última hizo honor a su nombre, raspando veinte mil pencas diarias. Aunque otras máquinas —la Torroella, la Pascal, la Loria dieron simultáneamente e1 mercado, los hacendados prefirieron la de Manuel Prieto. Los resultados de estas innovaciones no se hicieron esperar. Entre 90 y 93 existían en las fincas henequeneras 1 300 máquinas de vapor, 256 kilómetros de líneas férreas y los mecates en cultivo ascendían a cerca de dos millones y medio.

El número de agentes compradores y la cuantía de sus operaciones también habían registrado un aumento considerable. A las primeras casas de'Eusebio Escalante y Dondé, se habían sumado en los treinta arios finales del xrx las de Felipe Ibarra, José María Ponce, Pablo González, Carlos Ureelay, Federico Skiner y Arturo Picrce --estos dos como agentes directos de negociaciones norteamericanas—, y la casa de Olegario Molina y Compañía, que trabajaba en conexión con G. Amsink y Cía., de Nueva York.

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En 1900 ocurrió un hecho que habría de señalar un rumbo diferente a las condiciones que hasta entonces normaron el mercado internacional del henequén. John Pierpont Morgan, llamado El Magnífico, logró que las principales cordelerías de los Estados Unidos renunciaran a la ruinosa competencia que se hacían entre sí —

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McCormick, Deering, Glessner, Jones— y estableció con ellas el gigantesco trust de la International Harvester Co.

La International Harvester —tenía un capital inicial de 120 millones de dólares–,-, llamada a ser la principal compradora del henequén yucateco, no cometió el error de nombrar a un agente norteamericano para que operara en Yucatán bajo sus órdenes, lo que se hubiera prestado a fricciones y suspicacias nada favorables al funcionamiento del monopolio. Con un penetrante sentido de las operaciones comerciales eligió a don Olegario Molina que, a más de ser banquero y el principal comprador de la fibra, era un próspero hacendado. Un contrato firmado por la International Harvester y la Casa Molina en 1902, y sólo conocido 20 años después, estipulaba, de un modo perentorio, que Molina se comprometía a bajar el precio de la fibra teniendo en cuenta siempre las indicaciones del monopolio. Su primera cláusula no deja lugar a dudas sobre lo que la Intemational Harvester exigía de su agente mexicano:

Queda entendido —especifica el notable documento— que Molina & Company usarán cuantos esfuerzos estén en su poder para deprimir el precio de la fibra de sisal, y que pagarán solamente aquellos precios que de tiempo en tiempo serán dictados por la

I. H. Co.

Por este contrato no sólo se ataba de manos al hacendado, imposibilitándolo para exigir cotizaciones favorables a sus productos, sino que de hecho convertía a Molina en el principal enemigo de sus colegas. La International Harvester pronto se hizo sentir de una manera implacable. Si en 1902, antes de su franca interven-ción en el mercado, la libra de henequén, con auxilio de la competencia que se hacían las cordelerías, se cotizaba a 9.48 centavos de dólar, al afro siguiente la primera medida de la International Harvester consistió en. bajarla a 8 y en los siguientes continuó descendiendo fatalmente hasta 1911, que llegó a 3 centavos.

La contradicción que se estableció, irreconciliable, a partir de la consolidación de la industria entre los productores yucatecos

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y los consumidores norteamericanos, la encarnaba en su doble carácter de productor y comprador don Olegario Molina. En 1897, como los precios descendieron al grado que se pensó en industrializar la fibra, un recurso a que parecía acudir Yucatán siempre que las cotizaciones hacían incosteable la exportación del henequén en rama, don Olegario no vaciló en intervenir, montando, sin reparar en gastos y con modernas instalaciones, una cordelería llamada La Industrial, que se vio obligada a cerrar sus puertas porque al ario siguiente la guerra de Cuba hizo subir los precios de modo inesperado. Molina pensó también en buscarle otros usos industriales al henequén y pagó de su bolsa costosos experimentos para extraer alcohol y papel del bagazo, pero estos ensayos, realizados tímidamente, si tuvieron éxito en el laboratorio, resultaron un fracaso en la práctica y no tardaron en ser olvidados.

A partir de su asociación con la International Harvester, Olegario Molina no volvió a insistir de modo resuelto en sus ensayos industriales. Su política se sintetizaba en esta frase: "Producir mucho para poder vender barato" y siempre que un hacendado acudía a él para exponerle sus problemas, éste era su invariable consejo: "Siembre usted más henequén." Era evidente que tenía intereses en el campo; mas el hacendado, como lo prueba la ten-dencia a la baja que normó la década 1900-1910, siempre fue vencido por el agente del monopolio extranjero. Sus comisiones, por pequeñas que fueran sobre el enorme volumen del henequén exportado, unidas a sus ganancias de hacendado —no sabemos si a su propia producción le daba un trato más benigno—, le permitieron acumular tira gran fortuna. Llegó un momento en que don Olegario lo era todo en Yucatán. En el año de 1902, en que se consagró como agente universal de la International Harvester, sustituía en la guberrutura del Estado al general Cantón, héroe de la guerra de Castas y defensor del imperio de Maximiliano. Probo administrador, a don Olegario se debió la transformación de Mérida en una ciudad moderna. En torno suyo se creó una poderosa aunque reducida casta de hacendados y fue el primero en ejercer un dominio absoluto sobre la economía, la

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política, la sociedad y las finanzas de Yucatán.

9. En 1908 se hizo público en Yucatán que las ganancias de la International Harvester de 1903 a 1907 habían ascendido a 37 854 165 dólares, lo cual suponía que en sólo cinco arios recuperó la tercera parte del capital invertido. El Agricultor, órgano de la Cámara Agrícola de Yucatán, comentaba la noticia diciendo:

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Estas opulentas ganancias de la Internacional han sido proporcionadas naturalmente en buena parte por los hacendados yucatecos que no han tenido a bien ofrecer la resistencia que era del caso, no para anular las ganancias de la Intemational, porque es justo que toda empresa, hábil y diestramente manejada, gane y prospere; pero para impedir, sí, que determinara un desequilibrio en nuestras finanzas y nos trajera a la dura situación en que ahora se encuentra el Estado.

Los hacendados nunca ofrecieron un frente unido ante las ruinosas especulaciones de los monopolios extranjeros y sus agentes nacionales. Tenían un escaso espíritu de grupo, una falta de solidaridad en la hora del peligro, que no guardaba relación con la tenacidad y la audacia demostradas en la manera de hacer prosperar sus fincas henequeneras, debido quizá a la absoluta dependencia en que se les mantenía. Don Olegario era el distribuidor de créditos, recompensas y castigos, el comprador de sus productos y, por si esto fuera poco, era también el gobernador y el jefe de grupo que disponía a su arbitrio de todos los recursos del Estado. El temor a quedar excluidos de los beneficios económicos, y aun a las consideraciones sociales que dispensaba la casta, determinó que sus agrupaciones —el Sindicato de Hacendados Henequeneros y la Cámara Agrícola de Yucatán fundada en 1906— sólo intervinieran tibiamente cuando no les era posible evadir su responsabilidad.

El anuncio de las ganancias obtenidas por la International Harvester —eran ganancias casi todas salidas de los bolsillos de los hacendados— colmó su paciencia y la Cámara decidió librar una batalla contra el monopolio. Al principio, se trató de sustraer una parte de la producción a fin de obtener más altas cotizaciones, pero bien pronto se advirtió que este plan era irrealizable. Muchos hacendados estaban comprometidos a entregar su henequén a los compradores que les habían facilitado créditos, y los que se hallaban libres de deudas necesitaban vender sin dilación su fibra para sostener los gastos de la producción. Por otro lado, los bancos, que indirectamente manejaban los monopolios, se negaban a facilitar un centavo.

Se enviaron entonces comisionados a la capital y después de muchas gestiones pudo lograrse que los bancos locales, bajo la presión de la Secretaría de Hacienda y del Banco Nacional de México, financiaran la pignoración de cien mil pacas. "Cuando más se confiaba en el buen éxito de la campaña —escribe Cámara Zavala—, el Banco Yucateco recibió de México la orden de vender una buena parte de las pacas que tenía pignoradas, con lo que se desbarató todo el plan de la Cámara Agrícola."

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Aquel fracaso les abrió los ojos a los hacendados. En 1910 fue establecida la Comisión de Hacendados Henequeneros de Yucatán que tenía por objeto exportar y vender la fibra entregada por sus socios. El año siguiente, con la intervención de diversos bancos, quedó establecida la Negociación Exportadora del Henequén, pero ambas instituciones no eran capaces de influir en la fijación de los precios. El 10 de enero de 1912 se instaló la Comisión Reguladora del Mercado del Henequén, en la que intervenían no solamente hacendados y banqueros, sino también el gobernador del Estado. A éste se le autorizó "contratar un empréstito de cinco millones de pesos que pagarían los productores con una contribución de medio centavo o un centavo por kilo del henequén que se produjera, según el precio de venta".714 Aunque la intervención de la Reguladora se tradujo de inmediato en una sensible mejoría de las cotizaciones, toda su fuerza oficial no fue capaz de evitar

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que la International, a través del Banco Nacional, comprara las cien mil pacas sustraídas penosamente a la voracidad del monopolio norteamericano.

Sin embargo, la creación de la Reguladora significó una modalidad de enorme importancia dentro de la economía yucateca. La impotencia de los hacendados para defender sus productos frente a los monopolios extranjeros motivó la intervención del Estado, y así el poder de los agentes nacionales pasó, con variada fortuna, a las manos de los gobernantes. Pero antes de abrirse el periodo revolucionario, justo es que presenciemos el espléndido final de la dorada época de don Olegario Molina.

14 Gonzalo Zavala, op. cit.

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Las fiestas y el aguafiestas

1. Don Porfirio visita Yucatán. 2. 2. Donde los hacendados demuestran que no son esclavistas. 3. El Partenón habla: sé ático o retírate.4. Las áureas ondas del Pactolo. 5. ¿Seres humanos comprados y vendidos como mulas en América? iEn el siglo xxl Yo tengo que verlo, dijo

Mr. Turnar. 6. El mercado de esclavos. 7. 7. El increíble masoquismo de los indios mayas. 8. 8. Siberia, un asilo de huérfanos.

1. A FINES de 1905 se dio como un hecho que Porfirio Díaz visitaría Yucatán. En pocos años la remota y casi desconocida provincia había logrado, sin minas, sin buenas tierras cultivables y sin industria, crear una sólida economía que era la envidia y la admiración de los mexicanos. Si en el centro del país el maguey, asombro de Humboldt, había formado a lo largo de los siglos la llamada "aristocracia pulguera" y formidables riquezas, en Yucatán otro maguey, la agave aurif era, como era conocida la planta milagrosa, había creado la poderosa casta de los "reyes del henequén". El desierto, pues, se transformaba en paraíso. Los hoteles franceses con sus hermosas mansardas que adornaban el paseo de la Reforma de la capital principiaban a levantarse en el paseo Montejo de Mérida; los ferrocarriles cruzaban la llanura caliza, los barcos llenaban sus puertos, y el triple signo de la libertad, del progreso y de la justicia presidía una sociedad apenas ayer arrancada a la selva tropical. ¿No era oportuno y hasta urgente que un grupo de honorables terratenientes, de caballerosos intermediarios del ca-pital extranjero, ataviados con severas levitas y cuellos duros, le dieran la mano a otro grupo idéntico sobre el que pesara no hacía mucho tiempo el feo dictado de separatistas?

Don Olegario Molina, el primero de los hacendados y gobernador del Estado, hizo solemnemente la invitación y don Porfirio la aceptó conmovido. No sólo debían inaugurarse grandes obras públicas sino que iba a celebrarse, un poco tardíamente, la conclusión de la guerra de Castas realizada en 1901 por el régimen de Díaz.

Sobre este asunto escribía el periódico yucateco La Democracia, el 15 de junio de 1905: "La sustracción semisecular de las tribus mayas a la obediencia de los poderes locales y federales era una nota oprobiosa para la nación mexicana, un fenómeno político-social que comprometía la buena opinión a que tiene derecho en lo que toca a su fuerza y su cultura."

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