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Junio-julio 2014 I Publicación bimestral de la Editorial Grupo Destiempos I ISSN: 2007-7483 I Reservas de Derechos al Uso Exlusivo: 04-2013-101814413100-1021 I 39

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Junio-julio 2014 I Publicación bimestral de la Editorial Grupo Destiempos IISSN: 2007-7483 I Reservas de Derechos al Uso Exlusivo: 04-2013-101814413100-1021 I

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Aralia López González

Universidad Autónoma Metropolitana

La nana pasa un pañuelo humedecido sobre mi frente. Es inútil. No logrará borrar lo que he visto. Quedará aquí adentro, como si lo hubieran grabado sobre una lápida. No hay olvido.

Castellanos. Balún-Canán (p. 31).

Se puede estar consciente de que no se posee la verdad y sin embargo no renunciar a buscarla. Puede ser un horizonte común…

Tzvetan Todorov. Crítica de la crítica (p. 169).

CONSIDERACIONES INTRODUCTORIAS

Si observamos en conjunto la producción literaria de Rosario Castellanos (1925-1974), tanto la poesía como la narrativa, el teatro, el ensayo y la crítica literaria, es fácil advertir dos preocupaciones mayores: la condición social y existencial de la mujer y la del indígena en la sociedad mexicana; enlazados ambos sujetos sociales por su condición de subalternidad ―incluso de servidumbre― en los espacios rurales y urbanos; localidad, región y nación. Con Balún-Canán (1957),1 su primera novela, se inicia su producción narrativa que, junto con el volumen de cuentos Ciudad Real (1960) y su segunda novela Oficio de tinieblas (1962), forman parte de lo que se llamó Ciclo de Chiapas, en el que los escritores incluidos trataron la agraviada situación social de los indios, descendientes mayas, en Chiapas.2 Por lo mismo a esta parte de su producción se la calificó como

1 México: Fondo de Cultura Económica, 1957 (Letras Mexicanas). Citaré de esta primera edición con páginas de referencia entre paréntesis. 2 Entre los narradores incluidos en el ciclo, contemporáneos a Castellanos, que recrearon la circunstancia indígena en Chiapas, están Antonio Castro con su primera novela Los hombres verdaderos (1959): el título corresponde al modo en que se autonombran los indígenas tzotziles y tzeltales; Eraclio Zepeda con el libro de cuentos Benzulul (1959); María Lombardo de Caso y su breve novela La culebra tapó el río (1962); aunque no

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indigenista, aun sin la aprobación de la autora, quien en una conocida entrevista se expresó así de esa suposición crítica:

Si me atengo a lo que he leído dentro de esta corriente que por otra parte no me interesa, mis novelas y cuentos no encajan en ella. Uno de sus defectos reside en considerar el mundo indígena como exótico en el que los personajes, por ser las víctimas, son poéticos y buenos. (…) Los indios no me parecen misteriosos ni poéticos. Lo que ocurre es que viven en una miseria atroz.3

Lo que la escritora rechaza es el maniqueísmo reivindicativo del indige-nismo tradicional de las primeras décadas del siglo XX, tanto en América Latina como en México, impulsado en este último por el indigenismo oficial de la Revolución Mexicana. Sin embargo, a propósito de Balún-Canán, en la misma entrevista parece aceptar lo “poético” del indio, referido al animismo o pensamiento mágico recreado en la novela, cuando justifica así el lirismo en la expresión de la niña protagonista y narradora de la primera y tercera partes de la obra:

… el mundo en el que se mueve es lo suficientemente fantástico como para que en él funcionen imágenes poé-ticas. Este mundo infantil es muy semejante al mundo de los indígenas, en el cual se sitúa la acción de la novela. (...) Así en estas dos partes la niña y los indios se ceden la palabra y las diferencias de tono no son mayúsculas.4

Argumento que no resuelve en sí el problema de la voz narrativa infantil al que se refiere aquí Castellanos, y que trataremos más adelante. A partir de Oficio de Tinieblas la autora abandona el asunto indígena y se concentra en el de la condición de la mujer provinciana en los cuentos de Convidados de agosto (1964); y en Álbum de familia (1971), libro también de cuentos, continúa con su peculiar “feminismo” pero ya en el ambiente de la clase

pertenece estrictamente al campo literario, Ricardo Pozas con su muy influyente relato testimonial etnográfico, Juan Pérez Jolote (1948); Ramón Rubín con El callado dolor de los tzotziles (1949). Por parecerme interesante, aunque no pertenecen al ciclo, enumero la participación de algunas escritoras que, por la época, elaboraron novelas indigenistas. Entre ellas Magdalena Mondragón que en Más allá existe la tierra (1947), trata la situación de los indios yaquis en Sonora; Concha de Villarreal, quien en Tierra de Dios (1954) relata los despojos de tierras a campesinos mayas en Yucatán; y Rosa de Castaño con Fruto de sangre (1958), donde se refiere a la enorme pobreza de un pueblo indígena cercano a la Ciudad de México. 3 Emmanuel Carballo. “Rosario Castellanos” en Protagonistas de la literatura mexicana (1965), México: Ediciones del Ermitaño y SEP, 1986 (Lecturas Mexicanas 48), p. 531. Sin embargo, cuatro años después, acepta el calificativo de indigenista: “Yo he hecho hasta ahora un tipo de literatura que se llama indigenista. Este es un título que no me gusta, pero que tengo que aceptar, porque es el que le corresponde”. Luis Adolfo Domínguez, entrevista en Revista de Bellas Artes, abril de 1969, fragmento reproducido en Rosario Castellanos. Obras I Narrativa, México: Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 9. 4 Carballo. “Castellanos” en Op. cit., p. 528.

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media del espacio urbano de la Ciudad de México. Sin duda la autora no había agotado todavía su interés literario en este tema, como puede apreciarse en la publicación póstuma de su pieza teatral El eterno femenino (1975), ambientada igualmente en la Ciudad de México. De cualquier manera, vale comentar que la situación de marginalidad de la mujer la había abordado, sin exclusividad, en el anterior ciclo “indigenista”. Sin olvidar que su tesis de Maestría en Filosofía Sobre cultura femenina (1950) la dedicó, mucho antes que en la ficción, al tratamiento pionero del problema de género.

En el sistema de producción de la escritora chiapaneca, se aprecia una continua profundización y ampliación de situaciones y temas recurren-tes, un tanto obsesivos, hasta que parece lograr expresarlos según su deseo. Ella misma explicó su quehacer escritural: “Lo que pasa es que yo escribo para mí. (...) Hay una serie de fenómenos en el mundo que no entiendo si no los expreso… y me interesa entenderlos. En la medida en que yo tengo una serie de semejanzas y de problemas que comparto con otro, se puede establecer la comunicación”.5 Así en el expresar (escribir), está implicado el entender. Nada extraño, pues la escritura literaria permite organizar la propia experiencia de la realidad, que se vive confusamente: especialmente en las experiencias difíciles o traumáticas. Considerando la persistencia de ciertas preocupaciones y su desarrollo en la poesía, el teatro, la narrativa y la ensayística de la escritora, es que me atrevo a proponer sin negarle individualidad a Balún-Canán, que esta novela tiene mucho de ejercicio preparatorio para acometer literariamente, con mayor comprensión y madurez, el problema estructural de carácter multiétnico y multicultural que, desde la independencia, se manifestó ideológica y políticamente como lucha por el poder entre liberales y conservadores. Lo mismo se proyecta al presente, aunque en otras circunstancias y versiones partidarias más actuales. Ejercicio preparatorio, que asimismo, vino a ser el cuento “Primera revelación” con respecto a su primera novela: “Escribí dos cuentos: uno de ellos “Primera Revelación”, es el germen de Balún-Canán”.6

La nación, en cuanto marco referencial y preocupación suprare-gional en sus novelas, no ha sido percibida por la crítica como relevante, pero late embrionariamente en Balún-Canán y se plasma, con énfasis en lo intercultural y lingüístico (lo comunicacional), en Oficio de Tinieblas. En esta novela, además, se incorporan personajes y situaciones semejantes a los de Balún-Canán,7 pero con más desarrollo narrativo, densidad 5 Domínguez. “entrevista de 1969”, en Castellanos. Obras -I- Narrativa, Op. cit, p. 9. Antes, en la entrevista con Carballo consignada en la nota 3, también había planteado que escribir era para ella explicarse las cosas que no entendía, pero no agregaba que también intentaba compartirlas y comunicarse con los demás. (Cfr. P. 530). 6 Carballo. “Castellanos”, op. cit., p.527- 7 El esquema de relación entre la niña y la nana en Balún-Canán se repite en Oficio de Tinieblas, en el de la joven Idolina y su nana Teresa, aunque ahora más activa en el desarrollo de la historia en su totalidad. De la

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histórica, y ya no se ambienta en Comitán, sino que se va ampliando a otros espacios de Chiapas como son Ciudad Real (San Cristóbal de las Casas) y el paraje de San Juan Chamula. En Oficio de Tinieblas, de modo más categórico que en Balún-Canán, el elemento “extraño” que dispara el conflicto y su trágico desenlace, viene de afuera (Ciudad de México) en la figura de un funcionario del gobierno central, Fernando Ulloa, agente en la novela del cambio social investido de la representación nacional.8

Por lo anterior, Castellanos no se reconocía en la etiqueta indigenista ―como tampoco en la de feminista―, porque su perspectiva socio-histórica y cultural implicaba un mayor horizonte de comprensión, destacando la “nación” excluida en los diversos proyectos nacionales: los indígenas y las mujeres de cualquier etnia o sector social. Para compro-barlo, vale acudir al siguiente comentario de la autora en 1966, publicado recientemente, a propósito de Los ríos profundos (1958) y de Todas las sangres (1964) del escritor peruano José María Arguedas:

Un día pude, al fin, leer Los ríos profundos, y confieso que me decepcioné un poco. El problema indígena (si es que se le puede llamar así) había sido tratado de una manera muy similar a como yo lo intenté en otra novela de cuyo nombre no quiero acordarme. Es decir, desde la infancia, desde antes de tener acceso a la razón. Que se describían con más lirismo que verdad ciertas condiciones de vida y que ante el horror que resultaba de todos esos elementos que se quisieron, en vano, embellecer, no se encontraba más salida que una compasión tan desgarradora como estéril. Pero ahora [refiriéndose a Todas las sangres] José María Argue-das ha tomado conciencia plena no del problema indígena, que es apenas un factor, sino de lo que es su patria: el Perú.” (El énfasis es mío).9

misma forma, sucede con Felipe Carranza Pech y Pedro González Winiktón en cada una de las novelas. Ambos son líderes de la rebelión de los indígenas en contra de los terratenientes; ambos también tuvieron que salir de sus comunidades y trabajaron en Tapachula, donde adquirieron el idioma español como segunda lengua y escucharon a Lázaro Cárdenas, lo que los motivó a abanderar las acciones reivindicativas de los trabajadores indígenas en su comunidad. Sus esposas, en el primer caso Juana, es estéril y antagoniza a Felipe; en el segundo, Catalina, también es estéril y antagoniza a Pedro más radicalmente, convirtiéndose en dirigente religiosa (ILOL) de la comunidad y protagonista de los acontecimientos al interior de la misma. El funcionario que llegó de México para instrumentar la Reforma Agraria, está esbozado en Balún-Canán, Utrillo, germen del Fernando Ulloa de Oficio de Tinieblas. En esta última la pareja de terratenientes, padrastro y madre de Idolina (Leonardo Cifuentes e Isabel Zebadúa), es un desarrollo de la de César Argüello y Zoraida Solís en Balún-Canán. Existen otras concurrencias, pero baste con las mencionadas. 8 En ocasiones se alude a él como “extranjero”, haciendo referencia al separatismo prevaleciente todavía en el Estado chiapaneco; ya que éste había pertenecido a Guatemala, con cierto carácter independiente, antes de que su gobierno local eligiera, al principio del siglo XIX, constituirse en parte de México. Caso semejante fue el de Yucatán. 9 Rosario Castellanos. “La novela como historia: Perú ante Arguedas”, en Andrea Reyes (comp.).Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario Castellanos, Vol. I, México: Conaculta, 2004 (Lecturas Mexicanas), p. 578.

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Lo citado confirma también lo que he venido planteando en anteriores trabajos.10 En ellos, entre otras cosas, sugerí la filiación neoindigenista para sus dos novelas, considerando que sus obras superaban la corriente indigenista por ampliar su reflexión al espacio y a la historia nacional. Superación que se evidencia, además, en el tratamiento no ideologizado de indios y blancos; tanto como en las desviaciones de la orientación estética realista mediante manejos discursivos ambiguos o poco transpa-rentes, que apelan a la desautomatización interpretativa del lector(a), lo que trataré posteriormente.

Pero, independientemente de la asignación indigenista o neo-indigenista que sólo permite distinguir a estas novelas, razonablemente, de las del indigenismo tradicional, Rosario Castellanos y José María Arguedas coincidieron en el uso de algunos elementos narrativos y, finalmente, en la concepción del “problema indígena” como un problema de la nación. Lo que merece, en rigor, un estudio comparativo entre los dos escritores latinoamericanos. Sobre todo si tenemos en cuenta que la escritora chiapaneca se adelantó al Arguedas de Los ríos profundos (1958) un año antes en Balún-Canán (1957); y, especialmente, dos años antes al de Todas las sangres (1964) en Oficio de Tinieblas (1962).

Aunque las etiquetas clasificatorias y las anticipaciones cronoló-gicas no son los criterios determinantes para juzgar los valores literarios, esto viene a cuento porque la crítica mexicana mantuvo a Castellanos en entredicho ―aun reconocida con premios significativos―, en comparación con la valoración concedida en América Latina a Arguedas;11 y, en México, con la concedida al Carlos Fuentes de La región más transparente (1958) y al de La muerte de Artemio Cruz (1962), novelas inmediatamente contemporáneas a las de la escritora. No desconozco la deslumbrante creación verbal de Arguedas. Tampoco la de Fuentes y sus innovadoras contribuciones a la novela mexicana, por lo que fue saludado merecida-mente como el novelista nacional de la época. Sin embargo, no me parecen equitativos los siguientes comentarios de Emmanuel Carballo con respecto a Fuentes y a Castellanos en su ya citado libro de entrevistas. El crítico dijo del primero: “Arreola y Rulfo son nuestro pasado inmediato; Fuentes, el profeta de la nueva literatura”.12 En contraste, calificando como el mejor libro de la segunda a Convidados de agosto (1964), juzgó de esta manera al texto y a la autora: 10 Aralia López González. La espiral parece un círculo: narrativa de Rosario Castellanos, México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 1991 (Texto y Contexto, 3), y “Oficio de Tinieblas: novela de la nación mexicana” en Revista La Palabra y el Hombre, México: Universidad Veracruzana, enero-marzo, 2000 (No. 113), pp. 119 a 126. 11 Aunque es bueno recordar la poca importancia que en la década de los años sesenta, le dieron a su obra importantes críticos como Emir Rodríguez Monegal y Luis Harss, igual por su regionalismo e indigenismo. Más que nada, también, por su adhesión a una literatura “comprometida” lo que ya tenía mala reputación en las proximidades del boom, con su despliegue de innovaciones formales y experimentaciones con el lenguaje. 12 Carballo, “Fuentes”, Op. cit., p. 539.

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… aún no arrincona en el olvido una de nuestras mayores deficiencias narrativas: el propósito didáctico. Hasta ahora Rosario Castellanos ha sido en cuentos y novelas una ensayista más que una narradora. Su inteligencia la ha traicionado: comenta y juzga con tanta pasión lo que está narrando que se olvida del lector, (...) A los tres cuentos y a la novela corta que recoge en este volumen les sobra univocidad y les falta, en igual medida, la equivocidad de las auténticas obras de arte”.13 (El énfasis es mío)

Y con respecto a su prosa narrativa en general, en la misma entrevista comentó lo que sigue:

Entre la prosa de sus compañeros de promoción, la de Rosario Castellanos es la mejor construida e ideológica-mente la mejor orientada. (No puede decirse, en cambio, que sea la más hermosa, la más significativa ni la más innovadora.) El ensayo y la crítica de libros (actividades que ejerce en forma esporádica) le permiten reafirmar dones que todos le reconocemos: la sagacidad y la ironía…14 (El énfasis es mío)

Quizás el proyecto narrativo mismo de Castellanos, planteado como el de escribir para entender y hacer entender los fenómenos que la rodeaban, sin tomarlo literalmente pero sí admitiendo dentro de su actitud estética otras en íntima relación de tipo epistemológico y ético ―tal como ella entendía su propia práctica literaria y la función de la literatura―, se percibió como un rezago en contraste con el ímpetu experimental que surgía en las Letras del país y en las de Latinoamérica. Sin dejar de destacar el peso crítico de Carballo en ese periodo. Por eso no puedo pasar por alto algunas de sus valoraciones sobre Castellanos: 1) Es “más ensayista que narradora”, ignorando los extensos pasajes ensayísticos de Fuentes en La región más transparente. 2) “Su inteligencia la ha traicionado”, refiriéndose a lo valorativo y conceptual de su narrativa, pero creo que es bastante obvio que eso no se diría de un hombre. Es evidente que las irremediables actitudes patriarcales y sexistas, ponen su huella en la apreciación crítica de Carballo, ya que como lo trató Castellanos en Sobre cultura femenina, la cultura masculina juzgaba la inteligencia en la mujer como anomalía (¿traición?) y proclividad al error. 3) [a sus obras narrativas] “les sobra univocidad y (...) le falta la equivocidad” del arte y, además, son didácticas. Afirmar esto implica no haber leído con atención

13 Carballo, “Castellanos”, Ibid., p. 533. 14 Ibid., pp. 519-520.

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a la autora, como se verá posteriormente, porque si algo no le falta a su discurso narrativo es equivocidad o ambigüedad artística. 4) Cuando dice, “El ensayo y la crítica de libros (… que ejerce esporádicamente)”, “lo esporádico” resulta discrepante ―aun considerando que la entrevista está fechada en 1962―, porque para 1965, año de publicación del libro de Carballo, la escritora tenía a su haber Sobre cultura femenina (1950), Novela picaresca española (1962), los ensayos literarios que se reunieron en Juicios Sumarios (1966) ―libro de 434 páginas―, y muchos de los comentarios periodísticos que recopiló Andrea Reyes en la reciente edición de Mujer de palabras (2004).

Por otra parte, poco favorecía a la misma Castellanos la severa autocrítica que ejerció sobre su obra. En el comentario con respecto a Arguedas, se refiere implícitamente a Balún-Canán como “una novela de cuyo nombre no quiero acordarme”. Y en la entrevista con Carballo, años antes, además de que se dedica a enumerar los defectos de sus poemarios, también la juzga fallida por su estructuración; por la disonancia lógica entre el discurso en primera persona y la edad de quien supues-tamente lo emite; y por la ruptura en el estilo debido a la discursividad repartida entre dos narradores con puntos de vista distintos. Tal parece que no consideró la legitimidad del procedimiento en función de que en la novela se cuentan dos historias con propósitos distintos, aunque se relacionan y se explican entre sí:

Está dividida en tres partes. La primera y la tercera, escritas en primera persona, contadas desde el punto de vista de una niña de siete años. Este hecho trajo consigo dificultades insuperables. Una niña de esos años es incapaz de observar muchas cosas y sobre todo expresarlas. (...) El núcleo de la acción, que por objetivo corresponde al punto de vista de los adultos, está contado por el autor en tercera persona. La estructura desconcierta a los lectores. Hay una ruptura en el estilo, en la manera de ver y pensar. Esa es, supongo, la falla principal del libro. Lo confieso: no pude estructurar la novela de otra manera.15

En el contexto literario de la época, y desde la exigencia de rigor de la filósofa y la docente académica que convivían en Castellanos, es posible que por una concepción no despegada del todo de la normatividad de los géneros, la estructura de Balún-Canán pareciera desconcertante. En la actualidad no creo que así lo parezca. En cuanto al problema de la focalización en una niña-personaje en quien se deposita, proyectivamente, la voz y la memoria de una narradora que se identifica con ella como medio

15 Ibid., pp. 527-528.

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para evocar la infancia (de ahí el tono lírico propio del recuerdo), Castellanos reprueba el recurso tanto en su novela como en la de Arguedas: quien funde también al narrador y al personaje, apenas adolescente, en Los ríos profundos. Sin embargo, que yo sepa, en el caso del escritor peruano los críticos no manifestaron extrañeza alguna. Al contrario, Arguedas se convirtió en un escritor canónico gracias a esa novela. En el discurso lírico del narrador-protagonista, no se subrayó la discrepancia lógica o inverosimilitud entre la edad del personaje y el discurso narrativo, seguramente se entendió como licencia “poética” de la ficción. Asimismo, se apreció como lograda síntesis lingüística y cultural de lo quechua y de lo español, con base en la biografía de Arguedas y su adhesión cultural identitaria al mundo indígena. No ignoro las diferencias entre ambos escritores, pero a los efectos de este trabajo, sólo intento destacar las coincidencias en comparación con la autocrítica de Castellanos, y con el tratamiento crítico –todavía influyente– de sus contemporáneos.

Lo extraño para mí es que Castellanos no advirtiera, con más atención, su relativa afinidad con el escritor peruano y mucho menos su anticipación a él. Tampoco advirtió la innovación que representaba entonces su abordaje multiétnico, multicultural y de género (perspectiva multirreferencial) en la visión de lo nacional y en la narrativa mexicana en particular. Desde luego, no podía suponer que se había anticipado también a lo que muchos años después ―dentro de la llamada posmodernidad―, iban a ser los estudios culturales, los de la subalternidad, los postcoloniales y los de género. Debido a esta lucidez “profética” del horizonte conceptual de la chiapaneca, sus novelas “regionales” se redescubren actualmente y reciben una especial atención de la crítica, en particular de la femenina y feminista. Tal vez esta concepción multirreferencial, incluso transdiscipli-naria, explica el antimaniqueísmo y la distancia crítica en el tratamiento de los sujetos y conflictos sociales representados en sus obras.16

ORIENTACIÓN REALISTA: DIVERSAS LECTURAS

En general, la narrativa de Castellanos ha sido ubicada dentro de la estética realista sin más diferenciaciones. Ella misma sólo especificó que se trataba de realismo crítico. Sin duda, Balún-Canán y Oficio de Tinieblas tienen vocación realista, por lo mismo admiten diversas lecturas extralite-

16 Es cierto que Castellanos no se identificó, como Arguedas, con la sociedad indígena; pero tampoco se reconoció en su clase criolla. Como la niña de Balún-Canán, se instaló en un desarraigo desde donde observaba crítica y existencialmente. Pero trató al “indio vivo” en interacción con el todo social en presente. En cambio, en La región más transparente, Fuentes abordó lo indígena desde una distancia mítica: son los casos de los personajes Teódula Moctezuma e Ixca Cienfuegos.

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rarias con base en aproximaciones críticas de carácter sociológico, antropológico y cultural, histórico, político y económico, comunicacional, feminista o psicoanalítico. Pero en el caso de Balún-Canán, considerando especialmente las partes primera y tercera, también se puede hacer una lectura en términos de novela de aprendizaje, con evidentes contenidos autobiográficos.17 Igualmente, admite un enfoque comunicacional, de acuerdo a la importancia que adquiere en la novela la incomunicación lingüística y cultural entre la comunidad indígena y la sociedad criolla (ladina). Estas formas de lecturas son las que privilegio, porque permiten hacer relevante la relación afectiva y comunicativa entre la nana y la niña, mediante la cual ésta tiene la oportunidad de reconocer al otro ―los otros―, posibilitando el desarrollo de su conciencia social e histórica. En contraste, la niña-personaje va advirtiendo la incomunicación que divide en dos a la sociedad comiteca (por extensión a la regional y a la nacional): escisión entre lo que podríamos llamar una nación imaginaria proyectada a la europea, y la nación real, predominantemente indígena y mestiza, cuya mitad es femenina, excluida de los beneficios y derechos de la primera. Esta disociación entre lo que se desea e imagina, y lo que es realmente, se ha interiorizado en lo individual y colectivo con efectos desastrosos para el logro de una nación democrática capaz de asumir creativamente, su historia y sus diferencias étnicas como “capital” humano y cultural.

En cuanto al tratamiento realista de Balún-Canán, éste se ve intervenido por variables simbólicas en sus tres partes. Tales son los sueños, los presagios, la imaginería cristiana e indígena que se entrecruza, animales totémicos como el venado (Cfr., pp. 68 y 69), y seres legendarios como el tzulúm: su nombre significa ansia de morir y se mueve sólo por voluntad de mando (Cfr. pp. 19 y 21); elementos naturales como el viento y el río que se personifican y adquieren matices simbólicos. Pero sólo me ocuparé más adelante de tres objetos comunes que operan como claves

17 Tales son, en lo doméstico, la relación de la niña Castellanos con la nana Rufina, quien le contaba relatos en los que mezclaba contenidos míticos e históricos. Su cercanía con la servidumbre indígena. En la constitución familiar, el padre –César Castellanos– era finquero y descendiente de apellido de abolengo social en Comitán. Otros apellidos de este tipo que aparecen en la novela, son Arguello, Rovelo y Mazariego. La madre, Adriana Figueroa –en la narración Zoraida Solís–, pertenecía a una familia sin bienes ni linaje. Para ella, el matrimonio con Castellanos casi veinte años mayor, supuso un ascenso social; y, en efecto, su hijo predilecto era el varón porque aseguraba la continuación del apellido y de la propiedad. El hermano –Mario Benjamín– era un año menor que Castellanos –hija primogénita también en la novela– poco apreciada por los padres en comparación con Mario. Este hermano murió a los 7 años, posiblemente de apendicitis. Su muerte provocó una gran alteración emocional en la madre quien llegó a desear la muerte de la hija y no la del hijo varón. En la novela, sin embargo, se alteran las edades reales en los niños personajes: la niña tiene 7 años y, cuando muere Mario, tiene 6, lo que se explicará más adelante. Las leyes de Reforma Agraria, por otra parte, afectaron la extensión de tierras que poseía el padre y, por tanto, el poder económico y social de la familia. Esto indujo a los padres a trasladarse a la Ciudad de México, lo que permitió a la joven Castellanos hacer estudios superiores. Existen otros elementos autobiográficos incluso en cuanto a las reacciones íntimas de la niña Castellanos frente a su situación familiar, pero baste con las mencionadas. V. “Rosario Castellanos” en Emmanuel Carballo. Los narradores ante el público, México: Mortiz, 1966. Samuel Gordon. “El pasado y la ira”, Revista Cultura Sur, México, núm.13, 1991. Rosario Castellanos. Cartas a Ricardo. México: CNCA, 1996 (Memorias Mexicanas).

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simbólicas en el relato: el cofre de la nana, las piedritas de Chactajal que la niña le regala a la nana y la llave que ésta roba del oratorio. Asimismo, en el discurso de disposición realista se intercalan otras formas discursivas de la cultura oral como canciones y cuentos populares; la versión libre del Popol Vuh y del Génesis en el relato cosmogónico de la nana (Cfr., pp. 28 a 30); el cuaderno escrito en español por un indio castellanizado ―memoria de la tribu―, que ¿prueba? la propiedad ¿legítima? de los Argüellos con respecto a Chactajal. (Cfr., pp. 56 a 60); la oración tutelar con la que la nana despide a la niña antes de su viaje a Chactajal: ¿viaje de iniciación? (Cfr., pp. 62 a 64); soliloquios en la segunda parte; las cartas del padre ―César Argüello―, en la tercera, etcétera. Todo lo anterior enriquece y amplía la realidad a la que se refiere el discurso, y rebasa su filiación realista otorgándole opacidad y ambigüedad semánticas.

ORGANIZACIÓN DEL DISCURSO: NUMERACIÓN Y NUMEROLOGÍA

Balún-Canán está organizada en tres partes: número perfecto de completamiento según Pitágoras, ya que indica principio, medio y fin. Número de la tríada familiar: padre, madre e hijo; y símbolo cristiano del uno ―Dios― en tres personas: padre, hijo y espíritu santo: la Trinidad. Pero en las culturas amerindias, también corresponde a la tríada rayo-trueno-relámpago, como símbolo de un Dios de las tormentas, hura-canes y meteoros.18 En los presagios de la nana, se advierte sobre futuras tormentas: “No es tiempo de diversiones, niña. Siente: en el aire se huele la tempestad.” (p. 19); la niña privilegia el viento y la palabra meteoro: “yo escogí, desde el principio, la palabra meteoro. Y desde entonces la tengo sobre la frente, pesando, triste de haber caído del cielo.”(p. 13).

En la primera y tercera partes se cuenta, en primera persona, la historia de la niña protagonista, dentro de su núcleo familia, una historia infantil en la que va asumiendo la destrucción de su mundo y también el acabamiento de su infancia ―inconciencia―, para acceder a la conciencia existencial e histórica en un proceso de individuación que pasa por el enfrentamiento con la muerte, el sentimiento de culpa y la soledad (Cfr., p. 292 y fin de la novela). Se acabaría, pues, una etapa de la vida y se iniciaría otra que lleva a la adultez. Esta narración está distribuida discursivamente en cada una de sus dos partes, en 24 capítulos, que en total agrupan 48 capítulos. En la primera edición ―la que utilizo―, ambas partes suman 139 páginas.

La segunda parte se hace cargo de una historia colectiva de carácter épico, en cuanto se representa el conflicto y el desenlace de la

18 Cfr. Jean Chevalier/Alain Gheerbrant. “Trinidad”, Diccionario de Los Símbolos, Barcelona: Editorial HERDER, 1993, pp. 1025 y 1026.

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lucha social entre la “casa grande” del patrón terrateniente de Chactajal y los “siervos” indígenas. El desenlace apunta a la derrota del régimen señorial, que debe dar paso a un nuevo orden social. También implica la terminación de una etapa histórica en la región y en el país. Intercaladas, por medio de soliloquios, se relatan brevemente las historias personales y los pensamientos de César Arguello, Zoraida y Ernesto (el falso maestro). Asimismo se narra la relación de éste último (hijo “bastardo” del hermano difunto de César) con Matilde (prima “solterona” de Argüello), historia de incomunicación, desencuentro, malos entendidos y sadomasoquismo entre hombre y mujer, que culmina con la muerte de ambos. Lo narrado en la segunda parte, se distribuye en 18 capítulos a lo largo de 142 páginas. Casi las mismas que ocupan en total las partes primera y tercera ―la historia individual de la niña en el contexto familiar―, que enmarcan a la segunda ―la historia del conflicto colectivo entre su familia y la comunidad indígena. Aquí se trata de un tema nacional: el de la lucha por la tierra, núcleo de la acción revolucionaria bajo el liderazgo de Emiliano Zapata; y motivo recurrente de las muchas rebeliones indígenas en Chiapas desde el siglo XVIII.19

Sorprende el cuidadoso y equilibrado diseño distributivo que, por lo menos en su paginación, evidencia el mismo rango de importancia que le otorga la autora implícita a ambas historias. Pero, lo más sorprendente es la investidura simbólica que en términos paratextuales adquiere, numerológicamente, la distribución capitular del texto, en total 66 capítulos, dando lugar a un plano de significación en clave simbólica, en el que se mezclan las creencias cristianas y las indígenas: interculturalidad de las representaciones simbólicas que trascienden la dimensión histórica de los acontecimientos narrados en el texto, aunque sin excluirla, y al mismo tiempo apunta hacia otros niveles de sentido. Castellanos, como el peruano José Carlos Mariátegui ―pensador marxista antidogmático―, parece decirnos que no hay revolución o cambio social que valga, si no se atiende y entiende la dimensión cultural de los sujetos históricos y las representa-ciones simbólicas que los orientan, a modo de determinaciones ―también históricas― en sus reacciones y acciones. Es decir, si no se toma en consideración en el nivel existencial, el carácter cultural-simbólico de las subjetividades en lo individual y en lo colectivo. Lo que supone, a diferencia del racionalismo a ultranza, considerar la producción mítica, mágica, religiosa: simbólica, de los seres humanos, en el rango de “otra” raciona-lidad distinta pero no exenta de pensamiento y juicio. En esto, entre otras cosas, consistió la visión avanzada de Castellanos en términos de mul-tirreferencialidad. Esto demuestra la densa equivocidad de su escritura, lo que llamo “acertijos” narrativos de la autora chiapaneca.

19 V. Antonio García de Léon. Resistencia y utopía, México: Era, 1985 (2 tomos).

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Con frecuencia se piensa que la función simbólica (imaginativa, trascendente), que opera analógicamente relacionando distintos planos de la realidad, es irreconciliable con el análisis objetivo de los hechos históricos. Pero no es así. Lo simbólico, connatural al fondo común del psi-quismo humano, añade ciertos valores en el plano espiritual a los hechos concretos, sin anular sus valores propios en el plano de la realidad histórica. Cirlot lo explica de este modo:

Este lenguaje de imágenes y emociones, basado en una condensación expresiva y precisa, que habla de las verdad-es trascendentes exteriores al hombre (orden cósmico) e interiores (pensamiento, orden moral, evolución anímica, destino del alma), presenta una condición (...) que le confiere indudable dramatismo. Efectivamente, la esencia del símbolo consiste en poder exponer simultáneamente los varios aspectos (tesis y antítesis) de la idea que expresa. Daremos de ello una explicación provisional; que el incons-ciente, o “lugar” donde viven los símbolos, ignora los distingos de contraposición. O también, que la función sim-bólica hace su aparición justamente cuando hay una tensión de contrarios que la conciencia no puede resolver con sus solos medios.20

Bien, en la teoría simbólica los números adquieren significados, equi-valentes a ideas, que se repiten a lo largo de las muy diversas épocas y culturas. Sin consideramos la división tripartita y capitular de Balún-Canán: 24–18–24 (XXIV–XVIII–XXIV), salta a la vista que a 18 le faltan 6 para llegar a 24. O que a 24 le sobran 6 para equipararse con 18. La segunda parte es tan extensa como la suma de la primera y de la tercera. Incluso tiene capítulos muy largos en comparación con la brevedad de los capítulos de las otras dos. Con ese cuidado de la simetría que se observa en la distribución discursiva, no me pareció gratuita la diferenciación numérica entre las partes. Y, en efecto, si el núcleo de la acción es la segunda parte en cuanto ruptura del orden económico y social; en la tercera se asiste a la ruptura catastrófica del orden familiar de la niña por la muerte del hermano, el hijo varón preferido de los padres y depositario del linaje de los Argüellos. Mario muere en la novela a los seis años de edad, aunque sabemos que en la realidad muere a los siete. ¿Por qué el desajuste, en este caso, con lo autobiográfico? ¿Por qué la coincidencia de que falte o sobre un seis en los capítulos? ¿Falta el hijo y sobra la hija? Aunque, más bien, ¿qué significa simbólicamente el seis? En el Diccionario de los símbolos se dice que es la fuente de todas las ambivalencias, que inclina al bien y al mal, a

20 Juan-Eduardo Cirlot. Diccionario de símbolos, Barcelona: Editorial Labor, 1969, p. 35.

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la unión y a la desunión. En la Biblia es el número de la Creación: termi-nación de la tarea divina, pero también significa la oposición entre la criatura y el creador. A modo del ángel caído, al ser humano le falta lo divino y le sobra Luzbel, o simplemente el bien y el mal conviven irremediablemente en la “criatura” acercándolo algunas veces y apartán-dolo casi siempre de su Creador.21

Por otra parte, en el mismo Diccionario, se afirma que en la simbólica maya el sexto día pertenece a los dioses de la lluvia y de la tormenta. Seis es un número nefasto: es también el día de la muerte.22 Balún-Canán está llena de augurios y presagios de muerte. En relación con la experiencia de la niña, en la primera parte, ésta entra en contacto con la muerte cuando llega a la casa el indio macheteado:

Venía desde lejos. Desde Chactajal. (...) Y allí, él. Desangrándose sobre una parihuela que cuatro compa-ñeros cargaban. (...) Y al moribundo le alcanzó el aliento para traspasar el umbral de nuestra casa. (p. 31).

La niña quiere saber, “necesita saber” por qué lo mataron y la nana le contesta:

Lo mataron porque era de la confianza de tu padre. Ahora hay división entre ellos y han quebrado la concordia como una vara contra las rodillas. El maligno atiza a los unos contra los otros. Unos quieren seguir, como hasta ahora, a la sombra de la casa grande. Otros ya no quieren tener patrón. (p. 32).

La conmoción de la niña se expresa en una especie de alucinación en la que la madre deja caer a los pies de una mujer pobre (la tullida), la entraña sanguinolenta de una res sacrificada. Y el padre, indiferente, está rodeado de esqueletos sonrientes, con una risa silenciosa y sin fin. Mientras, la nana lava la ropa de la casa en un río rojo y turbulento. (Cfr., pp. 32 y 33). Es en este capítulo, el X, cuando la niña refiriéndose al indio asesinado y a los cuidados de la nana, dice: “Es inútil. No logrará borrar lo que he visto. Quedará aquí, adentro, como si lo hubieran grabado sobre una lápida. No hay olvido.” (p. 31).

En esta misma primera parte, Ernesto mata al venado, animal sagrado de la comunidad indígena. La niña y Mario se acercan y la primera describe así la escena:

21 Chevalier. “Seis”, en Op. cit., p. 919. 22 Ibid., p. 921.

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No sabíamos que fuera tan fácil morir y quedarse quieto. Uno de los indios, que está detrás de nosotros, se arrodilla y con la punta de una varita levanta el párpado del ciervo. Y aparece un ojo extinguido, opaco, igual a un charco de agua estancada donde fermenta la descomposición. (p. 68).

Lo anterior, anticipa el desmoronamiento del orden señorial existente hasta entonces, rubricado en la segunda parte por el incendio del latifundio de César Argüello, y por el asesinato de Ernesto en venganza de la muerte del venado. En la tercera parte, muere Mario: ¿el sacrificado? Y la nana es despedida de la casa. ¿La muerte es la cifra del destino, la que falta o la que sobra en los deseos y proyectos humanos? ¿O es, por el contrario, el horizonte abierto a la renovación infinita de esos deseos y proyectos?

Mario se malogra a los seis años, y con él también se malogra el futuro promisorio de los Argüellos. Para la niña-protagonista, se cancela la infancia ¿a los siete años? Es posible, por lo menos simbólicamente en el recuerdo. Con el enfrentamiento a la muerte, al derrumbe familiar y al del orden social, se esfuma la inocencia. Pero, al mismo tiempo, se abre una posibilidad “otra” aunque de signo incierto. ¿En esto consiste la existencia y la historicidad humanas? De cualquier manera, la niña ha dicho que “no hay olvido” y ha establecido, también, un pacto de reparación con la me-moria agraviada de la nana indígena y con la de Mario: memoria comprometida de la cual la novela es un evidente resultado literario.

Sin embargo, aún se pueden observar otros aspectos del manejo numerológico. El total de los capítulos de la novela, suman 66: en el 6 está implícito el 3 y en el 66 se dobletea el seis. Le falta otro seis para convertirse en 666: el número de la Bestia, del Anticristo en el Apocalipsis. Es una cifra de hombre, como el tzulúm, tal como lo describe la nana: es hermoso, nadie se le resiste si se topa con él. Este ser simboliza la voluntad de poder, de mando, y asociada al poder aparece la muerte según la creencia indígena. Es también la pasión sexual incapaz de ser satisfecha, por eso en la novela el tzulúm sólo se lleva, supuestamente, a Angélica y a Matilde –mujeres reprimidas a la sombra de los Argüellos (Cfr., pp. 20-21; y p. 219). En Balún-Canán, se mezcla el diablo de la mitología católica con el Catashaná ―el mismo diablo― de la mitología popular indígena. También lo representa el hermoso y maligno tzulúm. No son diferentes, en este caso, en el pensamiento mágico existente en las dos culturas, el diablo, Catashaná y el tzulúm: principio del mal, en contrapeso con un buen Dios-Padre ¿a quien le falta el hijo?

Pero en el caso de la espiritualidad indígena, éstos también se han quedado sin dioses y sin su “palabra”, capaz de oponerse al mal. Motivo del acabamiento de su cultura, como lo indican los epígrafes en las tres

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partes de la novela. Se trata de remontar esta pérdida de la palabra sagrada, la de la memoria, tal como se plantea al inicio de Balún-Canán, en la voz de la nana en diálogo con la niña; “… Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es el arca de la memoria.” (p. 9). También como se aprecia en la palabra escrita por el indio, que atestigua la propiedad de Chactajal en manos de los Argüellos, cuaderno que la niña lee: “la herencia de Mario”:

“Yo soy el hermano mayor de mi tribu. Su memoria. Estuve con los fundadores de las ciudades sagradas. (...) . Aquí, en el lugar llamado Chactajal, levantamos nuestras chozas; (...) Ay, nos regocijaba creer que nuestra existencia era agradable a sus ojos. Pero ellos, en su deliberación, nos tenían reservado el espanto. Hubo presagios. (...) Altaneros, duros de ademán, fuertes de voz. Así eran los instrumentos de nuestro castigo. (...) Vimos todo esto, y en verdad, no morimos. (...) Vino primero el que llamaban Abelardo Argüello… [luego] José Domingo Argüello… Josefa Argüello… Rodulfo Argüello… Estanislao Argüello…” (pp. 56, 57 y 58, cap. XVIII, primera parte).

Pero ¿cómo remontar esta pérdida de la memoria colectiva y de la palabra sagrada? Además de con la palabra jurídica (leyes) que debe reparar la larga serie de atropellos históricos, también con la palabra comunicativa en el ejercicio cotidiano de una sociedad que se acepte a sí misma como intercultural. Aprovecho para subrayar ahora, la interco-municación que existe entre las partes y entre sus capítulos en Balún-Canán. No trataré estas correspondencias que, igualmente en el modo de distribuir el discurso e interrelacionar los capítulos con los mismos números, amplia el sentido de los acontecimientos narrados. Como ejemplo sólo señalaré la relación del cap. XVIII de la primera parte (el de lo citado anteriormente), con el XVIII que cierra la segunda, y en el cual Ernesto va en camino hacia Tuxtla para llevar la carta de César en la que denuncia la insubordinación de los indios y los daños causados. La carta no llega, pues todavía en Chactajal la rompe una mano anónima, la misma que antes le disparó al entrecejo, asesinándolo: así queda vengada la muerte imprudente del venado totémico, que Ernesto llevó a cabo (cap. XXII, primera parte); y su escarnio a los indígenas como falso maestro, en complicidad con Argüello para burlarlos y burlar las leyes. Relacionados con los anteriores, en el cap. XVIII de la tercera parte, muere Mario ―la voluntad de los brujos de Chactajal se ha cumplido―, no habrá más herederos de los Argüellos.

Queda patente que la voz de los dioses parece haber regresado para los indígenas; voz que históricamente es la de Cárdenas, oída por

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Felipe en Tapachula y trasmitida a la comunidad. Lo mismo que la “voz” escrita de las nuevas leyes. La memoria indígena despierta y, por lo menos en el texto, se interrumpe la “dinastía” de los Argüellos, enumerados en el escrito del indio: Abelardo, José Domingo, Josefa, Rodulfo, Estanislao, Otilia… Nombres que aparecen como fallecidos en la cripta de los Argüellos, donde sólo falta la inscripción del nombre de Mario, recién-temente muerto (p. 290, tercera parte, cap. XXII relacionado con la muerte del venado en el XXII de la primera parte). No estará el de Ernesto: Argüello pero “bastardo”. Si se lee la novela no en dirección lineal continua, sino saltando entre los capítulos encabezados por el mismo número en las tres partes, se observará que no cambia en conjunto la historia relatada, pero se revelan distintos planos de realidad y de significación, así como la polivalencia del sentido global de la narración. En la familia de la novela, falta finalmente Mario: es una ausencia, un vacío de valor como en la significación del cero, descubrimiento de los mayas mil años antes de que este concepto matemático fuera conocido por los europeos. En el Diccionario de los símbolos ―parece que aludiera a Mario― se dice lo siguiente:

En la mitología del Popol Vuh el cero corresponde al momento del sacrificio del dios héroe del maíz por inmersión en el río, antes de que resucite para subir al cielo y convertirse en sol (...) este momento es el de la desin-tegración de la semilla en la tierra, antes de que la vida se manifieste de nuevo. (...) En la glíptica maya, el cero se representa mediante la espiral, lo infinito abierto por lo infinito cerrado.23

Las coincidencias significativas de los números con algunos de los contenidos narrativos más significativos, me parecen demasiadas para ser obras del azar, sobre todo si nos lleva mediante un esfuerzo hermenéutico, al encuentro de otros planos no explícitos de significación que amplifican el sentido de la novela: vida y muerte, los términos del ciclo constante de regeneración y desaparición de la naturaleza en las culturas agrarias. Es esta también la rueda cíclica de las generaciones en la historia humana. La misma que va de las certificaciones de apellido y propiedades a la inscripción final de nombres sobre una lápida funeraria. Vida-muerte-vida-muerte-vida-muerte… sin fin, recordando a José Gorostiza, poeta signi-ficativo para Castellanos.24 ¿Se trata de esperanza o de desesperanzada

23 Ibid., pp. 276 y 277. 24 De Gorostiza Castellanos dice lo siguiente: “…leí Muerte sin fin, que me produjo una conmoción de la que no me he repuesto nunca. (...) Es el poema mexicano por excelencia. (...) Este tipo de poesía, que lleva la inteligencia a una combustión próxima a la luz, es el que yo quisiera escribir. (...)” . Y agrega que le disgusta la

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resignación? En la producción simbólica trascendente de las culturas y en sus literaturas, seguramente se encuentra la respuesta.

MEMORIA(S): LO NARRADO Y LOS NARRADORES

A cada historia corresponden dos voces narradoras y focalizaciones distintas. En las partes primera y tercera como ya se ha dicho, se cuenta la infancia de una niña de siete años, que no tiene nombre, narrada en primera persona y desde su punto de vista. Es la hija primogénita del matrimonio Argüello, que de la seguridad de un mundo familiar establecido ―casi un paraíso―, descrito en la primera parte, transita ―pasando como testigo relativamente inconsciente de la segunda―, a una forzada madurez en la tercera donde afirma su deseo de sobrevivir: “Pero Mario no puede correr; está enfermo. Y yo no puedo esperar. No, me marcharé sola, me salvaré yo sola.”. (p. 280). En esta parte asume una realidad quebrada ―expulsión del paraíso―, enfrentando separaciones que preludian la muerte y pérdidas irreparables: 1. La separación de la nodriza y nana india a quien despide la madre, también sin nombre en la novela, que es su fuente de amor y de conocimiento: “Entonces, como de costumbre cuando quiero saber algo, voy a preguntárselo a la nana.” (p. 27, cap. IX, primera parte). 2. La muerte del hermano –Mario– preferido de los padres por ser varón, el más querido, el más guapo, el más inteligente en comparación con ella. La niña tiene rivalidad y celos de Mario, lo que no excluye el amor, por eso el sentimiento de culpa a su muerte. (Cfr., pp. 281 a 283. cap. XVIII, tercera parte).25 3. La ausencia del padre que se va a Tuxtla ―capital del Estado―; la ausencia de la madre que se recluye en su cuarto, por el dolor y el duelo a la muerte del hijo preferido. (Cfr. P, 285, cap. XX, tercera parte). El aspecto del hogar descrito por la niña hacia el final de la novela, es el de un sepulcro, el de la desolación y la muerte. La cocina, espacio por excelencia de la nana en su carácter nutricio, sin ella aparece congelada:

Voy a la cocina. En el fogón el copo enfriado de ceniza. En las alacenas, durmiendo un sueño definitivo, los trastes. Las ollas con su gran panza de comadre satisfecha. Las tazas de ancha risa. Los tenedores con sus patitas de garza. Muertos. Y el comedor donde un orden frío impera. Y los muebles de la sala sobre cuyo dorso indefenso cae una lluvia de polvo.

poesía sentimental, pues trata de experiencias que no se rescatan del devenir de la realidad. Carballo, “Castellanos”, Protagonistas…, p. 526. 25 – ¿No quieres ver a tu hermano por última vez? Vuelvo la cara con repugnancia. No, no lo podría soportar. Porque no es Mario, es mi culpa la que se está pudriendo en el fondo de ese cajón. (p. 283).

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El oratorio con su puerta cerrada. (Loc. cit., el énfasis es mío).

Después de estas pérdidas, ingresa a un mundo inhóspito, sin vínculos afectivos, al mundo del desarraigo: una forma de exilio. Esta trayectoria, desde la parte primera a la tercera, es la que leo como un relato de aprendizaje condensado en el recuerdo, cuyo término a los efectos de la novela se lo hace coincidir con la muerte del hermano. Es decir, el transcurso y fin de una iniciación, se dramatiza como situación traumática. Entiendo lo atípica que resulta esta trayectoria, si aceptamos que la narradora y protagonista es una niña de siete años que sigue teniéndolos al final del relato. Aunque el cúmulo de experiencias traumáticas y significativas que conducen a la “madurez”, cancelando simbólicamente el estado infantil como en los relatos de iniciación, transitan por el pasaje del viaje a Chactajal de la familia Argüello y su ruina, en la segunda parte; y en la tercera por el viaje de regreso a Comitán, donde sobreviene la pérdida de la nana y donde muere el hermano. Esto supone la condensación de la vida emocional de una narradora que por encima del personaje, pero proyectándose en él, recrea dramatizadamente su infancia mediante un juego entre la memoria y la escritura: el pasado en el presente, inter-pretando los acontecimientos vividos desde una conciencia evidentemente adulta.

A propósito de Balún-Canán, Castellanos expresó con claridad que el sistema de creación de la novela fue naciendo de recuerdos infantiles:

A la novela llegué recordando sucesos de mi infancia. Así, sin darme cuenta, di principio a Balún-Canán; sin una idea general del conjunto, dejándome llevar por el fluir de los recuerdos. Después los sucesos se ordenaron alrededor de un mismo tema.26

Así pues, la escritura de la novela supone la concreción de un espacio de evocación, en el cual la narradora escenifica y explora los recuerdos de su yo infantil, viéndose a sí misma como niña desde la distancia consciente de un yo adulto. Una especie de regreso al origen que, en la experiencia estética, permite por condensación (la parte por el todo) y por recreación, repasar las faltas, ajustar cuentas con el pasado y, simbólicamente, propiciar un renacimiento: tal vez el redescubrimiento de las raíces profundas de la identidad a partir de las cuales puede autoconstruir su autonomía. De ahí el lirismo propio de la evocación que se aprecia en las partes primera y tercera de la novela. Entendido así, es evidente que la voz de la narradora está a cargo de un yo adulto, el cual no se revela más que

26 Carballo. “Castellanos” en Protagonistas…, p. 527.

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en el tipo de observaciones y en la destreza con el lenguaje. La niña y su(s) fantasma(s), es lo recordado y se objetiva en la creación del personaje: el mismo que actualiza en el presente de la narración pensamientos, emociones, acciones e interacciones pasadas.

Debe distinguirse, entonces, entre la “niña”-narradora y la niña-per-sonaje, no obstante la yuxtaposición lograda entre enunciación y enunciados mediante el uso de la primera persona. Por eso en la lectura pasa inadvertida dicha distinción, ya que en el recuerdo se identifican sujeto y objeto, interior y exterior. Además, vale observar que a partir del cap. XX de la primera parte, cuando la nana le dice: “Es hora de separarnos, niña” (p. 64), en los restantes capítulos (XXI, XXII, XXIII Y XXIV), la niña sigue narrando pero ahora en primera persona del plural, incorporándose mediante el “nosotros” a su grupo familiar y separándose de la nana. En estos capítulos se inicia el viaje a Chactajal, que culmina con la llegada. Pero todavía la niña no se separa del todo de su nana. Ya de noche y en su cama, cree verla llegar ―aunque con actitud distante, diferente― y se imagina que le dice estas palabras:

–Yo estoy contigo, niña. Y acudiré cuando me llames (...) . Duerme ahora. Sueña que esta tierra dilatada es tuya; que esquilas rebaños numerosos y pacíficos; que abunda la cosecha en las trojes. Pero cuida de no despertar con el pie cogido en el cepo y la mano clavada contra la puerta. Como si tu sueño hubiera sido iniquidad. (p. 74, el énfasis es mío).

La primera parte comenzó con la voz de la nana, induciendo a la niña a “recordar” que a los indígenas le arrebataron junto con su palabra, la memoria. A recordar el pasado remoto ―deuda histórica― que permitió que ella y su hermano disfruten en presente del latifundio de los Argüellos. (Cfr., p. 9). Y esta parte termina con la misma voz de la nana –ahora imaginada– que, profética, la induce a distinguir entre la realidad histórica y el sueño señorial que la oculta. Una vez más, la nana le anticipa los acontecimientos que están por venir y la hace depositaria de una memoria antigua y de un compromiso moral. Es ella, sin duda, el vínculo afectivo y ético con la memoria perdida sobre la que descansa la nación mexicana. El mundo que la niña creía homogéneo va escindiéndose y la enfrenta con un conflicto de lealtades entre el mundo indio y el mundo blanco y oligárquico al que pertenece: el mundo de los que mandan. Esta primera parte se sustenta en el diálogo externo e interno de la niña con la nana. Es ella quien revela la circunstancia histórica ―relatada también en el cuaderno “herencia de Mario―, que determina la división y el antagonismo entre indios y criollos. Por su parte, la nana se enfrenta también a un conflicto de lealtades entre su etnia y su amor por la niña

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blanca, que arropa como a una hija. Por eso, refiriéndose a los brujos de Chactajal, le dice:

– Mira lo que me están haciendo a mí y alzándose el tzec, la nana le muestra una llaga rosada, tierna, que le desfigura la rodilla. – No digas nada, niña. (...) su maleficio alcanza lejos. – ¿Por qué te hacen daño? – Porque he sido crianza de tu casa. – ¿Es malo querernos? – Es malo querer a los que mandan, a los que poseen. Así dice la ley (...) Yo salgo triste por lo que acabo de saber. Mi padre despide a los indios (...) Ahora lo miro por primera vez. Es el que manda, el que posee. (...) – Nana, tengo frío Ella, como siempre desde que nací, me arrima a su regazo. Es caliente y amoroso. Pero tendrá una llaga. Una llaga que nosotros le habremos enconado. (pp. 16 y 17, el énfasis es mío).

Los relatos, al mismo tiempo, míticos e históricos de la nana, van constituyendo parte de la memoria de la niña. Vale considerar la identificación afectiva de ésta con la nodriza, pues a través de esta relación crece su conocimiento de un pasado remoto cargado de vilezas. Un pasado que también le pertenece. La niña está cargada de ambivalencia con respecto a los seres que ama. Es juez y parte de sí misma y de los otros. Es heredera de culpas remotísimas e inmediatas. Dividida, va sufriendo una crisis de identidad. ¿Cómo la nación?

Ahora bien, ese pasado remoto se actualiza en el presente de la narración en la segunda parte. La transición de la voz narrativa en primera persona singular y plural de la niña protagonista, a una voz narrativa en tercera persona relativamente omnisciente, tiene una peculiaridad: está marcada por un enunciado en cursivas a cargo de una voz anónima, impersonal, pero que asume una memoria colectiva. La misma que a modo de introductor(a) de un discurso dentro de otro, supone un preámbulo explicativo: “Esto es lo que se recuerda de aquellos días:” (p. 75). No puede ignorarse los dos puntos que dan paso a un texto que, supuestamente, también está compuesto de recuerdos de un “se” impersonal pero colectivo –¿la memoria del pueblo indígena de Chactajal? O quizás la memoria comprometida de la misma narradora de la primera y tercera partes que ahora, se transforma en voz colectiva que testimonia, cronifica recuerdos y

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une sus dos pertenencias y lealtades. Nada puede clarificar en el texto esta suposición. Lo evidente es que una vez en la finca, la niña narradora y protagonista se diluye. Pero sería imposible no preguntarse, según el enunciado introductorio, quién o quiénes recuerdan “aquellos días”. Enunciado claramente separado tipográficamente del número I que da entrada al primer capítulo de los dieciocho de esta segunda parte. En efecto, un(a) narrador(a) en tercera persona omnisciente, extradiege-tico(a), que sin embargo asume un “se recuerda”, contextualiza la circunstancia histórico-social que determina la pérdida de rumbo de un destino familiar y el de la niña-personaje en particular. No obstante, esa circunstancia a pesar de los cambios históricos, sigue siendo en cierta forma la misma en Chiapas:

Llama la atención la amplia y multiforme gama de espacios económicos, sociales y culturales de un territorio abigarrado. La persistencia tenaz de la comunidad agraria, de la servidumbre rural, del latifundio abierto o simulado, de la atmósfera social de los indios, de la lucha por la tierra persistente y crónica como una guerra continua, a veces silenciosa y olvidada. La apariencia inacabada de las cosas y de las imágenes, la rayada repetición…27

En la tercera y última parte de la novela, ya se ha iniciado el regreso a Comitán. La niña narradora y personaje, retoma el discurso en primera persona del plural, tal como lo dejó en la primera parte. Pasan por Palo María, donde tiene su hacienda la prima de Argüello, Francisca, casi rehén de los indígenas pero que todavía los controla haciéndose pasar por bruja. Ella increpa a César:

–Pero yo soy la que se queda y ustedes los que se van. (...) Yo no cedo nunca lo mío. Ni muerta soltaré lo que me pertenece. Y así pueden venir todos y quebrarme las manos. Que no las abriré para soltar el puñado de tierra que me llevaré conmigo. (p. 219 y 220).

Francisca no da hospitalidad a César por miedo a hacerse sospechosa ante sus antiguos siervos. A diferencia de su actitud cuando los Argüellos iban hacia Chactajal. Han cambiado las circunstancias y esta mujer terrateniente, da la espalda a su familia para seguir controlando su “propiedad”, ahora en disputa con la comunidad indígena. La niña la ve de lejos, “vigilada por cien pares de ojos oblicuos.” (p. 221). Los “siervos” han dejado de serlo y, por el momento, dominan el espacio agrario.

27 Antonio García de León. Op. cit., Tomo 1, p. 13.

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Finalmente llegan a la casa ―su casa― de Comitán. La niña está deseando entregarle a la nana las piedritas que le trae como regalo de Chactajal. Se precipita la acción. La nana, una vez más profética, anuncia a Zoraida la muerte del hijo varón, Mario, según las deliberaciones de los ancianos de la tribu de Chactajal: “que no prosperen, que no se perpetúen. Que el puente que tendieron para pasar a los días futuros, se rompa.” (p. 231). Zoraida golpea a la nana y la echa de la casa. Con ella se va el regazo amoroso, el estímulo de la imaginación de la niña, la mediadora entre mundos e intérprete de la realidad que la rodea. Pero la niña, identificada con la nana, ha interiorizado sus palabras y su memoria. Así la evoca en las noches: cuando cierro los ojos en la noche se me representa el lugar donde mi nana y yo estaremos juntas. (p. 246).

Después de muchas peripecias en las que intervienen el miedo a hacer la primera comunión, asociada con la muerte, debido al relato popular en el cual la niña roba la llave del oratorio para conjurar el peligro de un Dios que castiga con el infierno: ella y su hermano son deso-bedientes, por lo tanto, según un cuento y juego popular ―interpretación sincrética del catolicismo―, morirán asfixiados por la hostia. Confundidos entre paganismo y doctrina católica, los hermanos entran en pánico. Mario enferma y muere. La niña cree haberse salvado pero es heredera, ahora, de otra culpa: supuestamente la de la muerte del hermano por no haber restituido la llave del oratorio ―según ella, la causa de su muerte― y, evidentemente, por haberlo sobrevivido en contra del deseo de los padres, en especial del de la madre. La niña, entonces, es culpable de vivir.

A partir de la memoria evocativa de la narradora infantil en primera persona, se reconstruye una historia dolorosa de rechazo familiar en función de su género femenino y de la fantasía de estar usurpando la vida a cambio, supuestamente, de la del hermano. Después de visitar la cripta familiar, donde está enterrado Mario pero todavía sin inscripción, la niña ―narradora y personaje– regresa a la casa-panteón, igualmente sepulcro de su infancia, y repara escrituralmente su culpa: es decir, inscribe el nombre de su hermano obsesivamente en toda la casa, convirtiéndola en tumba y mausoleo de Mario que, a diferencia de la verdadera tumba, éstos sí tienen su nombre inscripto por ella: la escritura tiene el don de exorcizar el mal, de reparar las faltas y cumplir las deudas:

Cuando llegué a la casa busqué un lápiz. Y con mi letra inhábil, torpe, fui escribiendo el nombre de Mario. Mario en los ladrillos del jardín. Mario en las paredes del corredor. Mario en las páginas de mis cuadernos. Porque Mario está lejos. Y yo quisiera pedirle perdón. (p. 292, el énfasis es mío).

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La casa, en su conjunto, se convierte en una inscripción sepulcral. ¿Es Balún-Canán un largo epitafio? ¿Es la retribución de una deuda histórica y de una deuda personal en el terreno de lo familiar? Sin duda, es una de sus posibles lecturas.

Sin embargo, aún no hemos terminado con los problemas del narrador(a) en esta novela. En los últimos enunciados de la niña-protagonista y fin de la enunciación de la misma como supuesta narradora de la primera y tercera partes, se aprecia un distanciamiento de la voz narrativa con respecto al personaje. Hasta aquí la narradora había mantenido, en lo general, el uso del presente en el relato. Llama la atención su alejamiento al contar en pasado la última acción de la protagonista. La misma que recuerda la relación con el indio macheteado ―semejante a Cristo―, que la niña dijo: “Quedará aquí, adentro, como si lo hubieran grabado sobre una lápida. No hay olvido.” (p. 31). El indio, Cristo y Mario, parecen funcionar como analogía de los “hijos” sacrificados para redimir las culpas –o acumularlas– de la humanidad. Pero lo que quiero señalar es que parece haber una separación entre la narradora y el personaje.

A lo largo de la novela en las partes primera y tercera, la narradora y el personaje se confundían en la presentificación dramatizada de la memoria compartida entre ambas instancias. Por otra parte, a menos que caigamos en la ingenuidad narratológica de confundirlos realmente, tendríamos que apelar a la instancia de un metanarrador(a) responsable de la cohesión entre las tres partes. Un metanarrador que se desdobla en la memoria –memorias– de la niña narradora en primera persona; y en la memoria colectiva de un(a) narrador(a) en tercera persona. No se entendería, de otra manera, la articulación de las partes y los cambios de la voz narrativa. Quizás el verdadero personaje protagónico de Balún-Canán es la memoria-memorias, a cargo de una misma narradora que adopta distintos puntos de vista y propósitos, de acuerdo con focali-zaciones y personajes diversos. Las partes primera y tercera están narradas en fragmentos cortos y en cierta forma episódicos ―estampas las llamó Castellanos―,28 al modo de imágenes ―recuerdos― como corresponde al funcionamiento de la memoria individual en una lógica existencial. La segunda parte, a cargo de una voz narrativa impersonal en tercera persona, que se hace cargo de lo que “se recuerda”, se aleja de los acontecimientos para atribuirles una lógica histórica a una memoria colectiva. Integrar dialécticamente lo individual y lo colectivo, lo existencial y lo social, lo privado y lo público, tiene el propósito de mostrar la interacción entre las subjetividades y la cristalización de los aconteci-mientos históricos (externos): mostrar la interacción entre la(s) memoria(s), la(s) historia(s) de la Historia, y la novela.

28 Carballo, “Castellanos”, en Op. cit., p. 327.

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Planteado así, no existe falla estructural en Balún-Canán, sino una complejidad narrativa que a través de una memoria evocadora de carácter personal en primera persona, y otra colectiva en tercera persona, dramatizan la lucha íntima y social entre grupos representativos del antago-nismo histórico y cultural que constituye a la nación. Subyace, en estos impulsos evocadores, un deseo de reparación del pasado y de un mejor futuro de reconciliación, en lo individual y lo colectivo, a los efectos de la tarea siempre inconclusa de construir la identidad personal y la nacional.

CONTEXTOS, TIEMPOS Y ESPACIOS

El tiempo de las acciones desarrolladas en el presente de la narración no es muy preciso. Se puede deducir una duración de nueve meses (¿alusiva a la gestación humana?), porque en el capítulo XII de la primera parte (pp. 36 a 40) se describe la fiesta de San Caralampio, cuya celebración es en febrero; y en el capítulo XXII de la tercera, Amalia (la catequista solterona) y la niña visitan el panteón en noviembre, mes de los difuntos. (p. 288). Nueve meses que marcan vida (fiesta) y muerte: la tumba de Mario dentro del mausoleo familiar de la “dinastía” de los Argüellos.

Las partes primera y tercera de Balún-Canán están situadas en Comitán, municipio fronterizo con Guatemala del estado de Chiapas, México.29 Balún-Canán es el nombre nativo de Comitán, que en la mitología indígena se refiere a los nueve guardianes del pueblo, entre ellos el viento, personificado poéticamente por la niña narradora y protagonista como un ente sagrado:

Ahora me doy cuenta de que la voz que he estado escuchando desde que nací es ésta, y ésta la compañía de todas mis horas. Lo que había visto ya, en invierno, venir armado de largos y agudos cuchillos y traspasar nuestra carne acongojada de frío. Lo he sentido en verano, perezoso, amarillo de polen, acercarse con –un gusto de miel silvestre entre los labios. Y anochece dando alaridos de furia. Y se remansa al mediodía, cuando el reloj del Cabildo da las doce. Y toca las puertas y derriba los floreros y revuelve los papeles del escritorio y hace travesuras con los vestidos de las muchachas. Pero nunca, hasta hoy, había venido a la casa de su albedrío. Y me quedo aquí, con los ojos bajos porque (la nana me lo ha dicho) es así como el respeto mira a lo que es grande. (...) Apenas llegamos a la casa busco a mi nana para comunicarle la noticia.

29 Lugar de residencia de la familia Castellanos y de la escritora hasta los 16 años, cuando ella y los padres se trasladan a la Ciudad de México para que la joven realice estudios superiores.

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– ¿Sabes? Hoy he conocido al viento. Ella no interrumpe su labor. Continúa desgranando el maíz, pensativa y sin sonrisa. Pero yo sé que está contenta. – Eso es bueno, niña. Porque el viento es uno de los nueve guardianes de tu pueblo. (pp. 22-23).

El título apunta en los contextos mítico e histórico entrecruzados, a la recuperación de la memoria indígena soterrada en la cultura criolla, subrayando que esta etnia fue legítima dueña de ese lugar, antes de que los españoles y criollos se apropiaran de él. De este modo se alude a un problema de legitimidad en cuanto a la propiedad de la tierra. Problema que corre, sin resolverse a lo largo de toda la historia de México (contexto jurídico y económico). En Balún-Canán, el contexto histórico nacional, es determinante. Se trata de la gestión presidencial de Lázaro Cárdenas (1934-1940), quien implementó el reparto de tierras según las leyes de la Reforma Agraria, entregando títulos de propiedad a los campesinos indígenas. Asimismo decretó la obligación de los finqueros (denominación dada a los terratenientes en Chiapas), de dar escuela y alfabetización a los trabajadores de las fincas, lo que sólo se simula sin cumplir realmente la ley. Se prohibió además el viejo régimen de trabajo tributario, casi gratuito –el baldío–, mediante la institucionalización del contrato salarial. A partir de la política indigenista de Cárdenas, los finqueros se alarmaron y comenzaron sus reacciones de resistencia y protesta. Cerraron filas e intentaron detener los cambios. Se quejaban ante las autoridades guberna-mentales de que los indios se organizaban e invadían sus tierras. El mismo padre de Rosario Castellanos participó en estas protestas. Como dato interesante que vincula los acontecimientos históricos con lo autobiográfico en el desarrollo de la novela, transcribo la siguiente información que nos ofrece el historiador García de León:

También don César Castellanos exponía (en un alegato que por sí solo justifica la trama de la novela Balún-Canán) que “en Comitán el salario mínimo que nos obligaban a pagar hace incosteable la agricultura, y pregunto si estoy obligado a sostener escuelas en las fincas de mi propiedad”. Reishangen, de la finca cafetalera La Libertad, denunciaba también el exceso de control laboral que pretendían impo-nerle “agentes del gobierno de México”.30

30 Antonio García de León, Op. cit., tomo 2, p. 199.

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Debido a dichas leyes, se erradicaba el régimen señorial prevaleciente en el que todavía se heredaba junto con la propiedad la fuerza de trabajo de los indígenas; por lo mismo, los trabajadores se sacudían la condición de siervos y pasaban a ser trabajadores inde-pendientes. Esta situación histórica se recrea en la novela y suscita la violencia social en la segunda parte, la que conduce al derrumbamiento del latifundio oligárquico. Comento que en la historia del país, el periodo de Cárdenas fue una época muy esperanzadora en cuanto a la justicia social. Nunca se estuvo más cerca de un tránsito real a un régimen democrático. A la fecha, como se sabe, en México sólo existen dos modelos presidenciales paradigmáticos: Benito Juárez y Lázaro Cárdenas.

Así, los finqueros ven disminuidos sus privilegios: poder econó-mico, social y político, en el tránsito del orden económico casi precapitalista (feudal), al orden capitalista moderno, con base en las políticas nacionales que impulsaban la competitividad en el mercado mundial. La consecuencia, en lo estructural, tenía que ser el cambio de relaciones sociales a consecuencia del cambio en las relaciones de producción. Esto dio lugar a la intensificación del antagonismo de la oligarquía chiapaneca, que se resistía a los cambios, con el gobierno federal y estatal. También intensificó el antagonismo entre los trabajadores indígenas y los “señores”, por la exigencia de derechos de los primeros y el endurecimiento de medidas coercitivas de los segundos. Esta es la realidad referencial (contexto sociohistórico, político, jurídico y económico), que se recrea literariamente y sustenta la ficción.

La segunda parte de la novela, se sitúa en Chactajal, localidad indígena y agraria cercana a Comitán, donde se ubica la finca ganadera y cañera de César Argüello. Aquí estalla violentamente la tensión social: los indígenas incendian los campos de caña, ya listos para levantar la cosecha y ser llevada al trapiche, y arruinan económicamente al finquero. Este acto –clímax de la historia relatada en la segunda parte–, supone también la emancipación de la condición del trabajo servil, y el ascenso de los trabajadores indios a la condición de actores históricos y sociales. En contraste, supone para la familia Argüello el descenso de su señorío “feudal”, y el ingreso a la condición competitiva de productores o empresarios agrícolas. La finca de Argüello en Chactajal y todos sus alrededores, había funcionado como una especie de gueto de la comunidad indígena ―límite y encierro. Cuando los trabajadores acceden a la conciencia histórica ―no fatalmente cíclica y mítica― rompen esos límites. Esta liberación de los espacios se dramatiza cuando un grupo de muchachos indios, “invaden” el río: la poza “de Zoraida” donde ella y sus hijos se están bañando (cap. X, segunda parte). Nadie tiene derecho ni a tomar agua del río ni a bañarse mientras los patrones están en él. Pero los

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chicos se echan al agua –“como si volvieran a su elemento propio” –, Zoraida retrocede y rubrica: “Van a ensuciar nuestra poza” (p. 151). Inicia la retirada como quien se despide “viendo largamente el río”.

Así se subraya en lo familiar, el desplazamiento territorial de los Argüellos, obligados ahora a convivir con “los otros” en el río, a lo que Zoraida se niega. Al tiempo que se abren los espacios para los indígenas, se estrechan los de la familia representativa de los “señores” comitecos. Este desplazamiento y encierro, culmina al final de la novela (tercera parte), cuando Argüello tiene que movilizarse a Tuxtla para mover influencias y pedir favores, y la casa solariega se transforma en un sepulcro: movimiento de la fortuna, de los hados, de los dioses, del destino. Movimientos pendu-lares del devenir histórico. Las fuerzas de la vida y de la muerte en constante lucha, determinando los tiempos y los espacios de la existencia individual y colectiva. Coinciden pues los acontecimientos externos de la historia colectiva de la segunda parte, con los acontecimientos formativos que estructuran la subjetividad y la nueva posición identitaria de la niña (clímax de su historia individual, fin simbólico de la infancia en la tercera parte).

De esta manera, los hechos de la segunda parte tienen que ver con el vertiginoso y traumático acceso de la niña a la conciencia social e histórica. Hechos que se insinúan en la primera parte por la nana (“trajeron malas noticias, como las mariposas negras”, p. 15); por el tío David (“ya se acabó el baldillito/de los rancheros de acá…” p. 24); por Amalia (“Dicen que va a venir el agrarismo, que están quitando las fincas a sus dueños y que los indios se alzaron contra los patrones”, p. 35); pero, sobre todo, en los acontecimiento de la primera parte, por el indio macheteado que llega a la casa: muerte que presencia la niña y cuya consecuencia es una grave conmoción, a la que se refiere cuando dice: “No hay olvido.” (p. 31). La reacción alucinatoria u onírica a esta experiencia traumática, implica la intuición de la culpa histórica de su clase con respecto al estado miserable de los indios, lo que justifica por ley de causa y efecto la desintegración de su entorno.

La niña se caracteriza en la novela por su curiosidad, por su anhelo de saber, por su sensibilidad estimulada en el contacto afectivo con la nana y por el constante diálogo entre ellas. En estas conversaciones, la nana va ofreciéndole la experiencia y memoria de su mundo. La importancia de este personaje como memoria histórica de los indígenas, y como fabuladora mítica que deposita en la niña “la otra historia”, induciéndola también a recordar desde una perspectiva ética, se manifiesta porque es ella quien abre el texto novelístico:

… Y entonces, coléricos, nos desposeyeron, nos arrebataron lo que habíamos atesorado: la palabra, que es

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el arca de la memoria. (...) Para que puedan venir tú y el que es menor que tú y les baste un soplo, solamente un soplo… (p. 63).

La nana sitúa a la niña y al hermano en la línea de descendencia de los conquistadores, pero al mismo tiempo, a lo largo del texto, va imponiéndole a la niña la tarea de recuperar “la palabra” que ella le trasmite, “que es el arca de la memoria”.

En la tercera parte, de nuevo en Comitán, la niña experimenta el derrumbe definitivo de la estabilidad familiar con la muerte del hermano. Esta otra muerte subraya la destrucción del antiguo régimen social, sustentado consanguínea y patriarcalmente en el hijo varón, heredero legítimo del apellido y de los bienes familiares. El padre se marcha a la capital del Estado para rescatar en lo posible sus privilegios y bienes. No sabe de la muerte de Mario. La madre reduce su espacio vital a los límites del encierro en su recámara. La novela termina, César no tiene certidumbre alguna sobre los trámites que realiza (Cfr., pp. 275-277), lo que también deja en suspenso la efectiva aplicación futura de las leyes de justicia social. Puede observarse que el contexto externo determinado por los hechos históricos, sociales, políticos y económicos del país, afectan en cadena al contexto familiar y, éste a la subjetividad e identidad de la niña, trastornando su posición existencial. A manera de conclusión de la novela, la niña cambia de estado dejando atrás la infancia: “ahora (...) ya conozco el sabor de la soledad (...)” (p. 290). Así, existencialmente, la niña es arrojada al mundo: a la intemperie, condenada ―como lo diría Sartre― a la libertad.

CLAVES SIMBOLICAS: UN COFRE, UNAS PIEDRAS Y UNA LLAVE

Chiapas tiene una larguísima historia de convivencia conflictiva entre dos mundos en permanente contradicción y, al mismo tiempo, en simbiosis. Entre luchas y luchas, rebeliones indígenas y represiones brutales, las más extrañas mezclas de creencias, mitos y situaciones van configurando una mentalidad intercultural, ya occidentalizada o ya indigenizada en continuo intercambio. Balún-Canán es una buena muestra de esto. La nana trasmite a la niña y a la familia en general los ancestrales relatos de su tribu mediante los cuales percibe la realidad, a la vez que invoca la protección de los santos católicos. Zoraida, junto con el catolicismo, incorpora prácticas como la cartomancia y la creencia en el poder maligno de los brujos de Chactajal. La niña y su hermano juegan con las sirvientas a los colores, y confunden a Dios con el diablo de las siete cuerdas sin poder delimitar la fantasía de la realidad ni el bien del mal en el relato de Vicenta, quien les cuenta que Conrado, un niño muy desobediente y malcriado,

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cuando iba a hacer la primera comunión Dios aprovechó para castigarlo transformando la hostia en una bola de plomo ―el alimento sagrado en arma mortífera―, por lo que murió asfixiado. Ellos están siendo catequi-zados y en breve harán la primera comunión. Después de oír la narración Mario le dice a la hermana que no quiere hacer la comunión. La niña, entonces, roba la llave del oratorio familiar donde esta ceremonia se llevaría a cabo, suponiendo así que impedirá la muerte de ambos ya que se reconocen como desobedientes, mentirosos y traviesos. En este caso, intentan engañar a Dios: tarea imposible pues él todo lo ve, lo oye, lo puede y cobrará su víctima. En el pensamiento mágico de los niños, esta es la situación a partir de la cual se desarrollarán los acontecimientos de la tercera parte. Por el lado de Zoraida, informada por la nada de que los brujos de Chactajal malograrán la vida de Mario, quiere apurar la comunión para conjurar la maldición contraponiéndole el sacramento cristiano.

En el curso objetivo de la historia, se mezclan pasiones, supers-ticiones, perjuicios, discriminaciones diversas como el racismo y el sexismo, aberraciones múltiples que, en el conjunto de la sociedad, afloran fácilmente determinando motivaciones y conductas. Todos y todas com-parten agravios reales o supuestos, profecías de distintos credos, hechicerías, trasvasamientos de creencias. La mentalidad premoderna convive con la moderna en un inquietante mundo de pulsiones primarias y razones establecidas que, en el mejor de los casos, constituye un universo mitopoético de gran potencia artística; pero, en el peor, constituye el núcleo de tensiones y angustias insuperables que obstaculizan el desarrollo de la conciencia histórica y la discriminación entre las esferas de la imaginación y la realidad, lo subjetivo y lo objetivo.

En el caso de la protagonista infantil de Balún-Canán, la madre es incapaz de contener la angustia de sus hijos, y ayudarlos a desenvolver su madeja de confusiones. Primero que nada, la madre está igual de confusa y no posee el único calmante para la angustia: el amor. La nana se ha ido: su única referencia de orientación. De ella sólo ha quedado su cofre.

En el cuarto de mi nana está todavía el cofre de madera con su ropa; el tzec nuevo, con sus listones de tantos colores; la camisa de vuelo; el perraje de Guatemala. Y, envuelta en un pedazo de seda, las piedrecitas que le traje de Chactajal. Vuelvo a cogerlas. Las guardo, para que se entibien entre mi blusa. Después voy a desayunar. (...) Luego, el vaga-bundeo solitario por la casa. ¡Qué grande es! (p. 238).

En el régimen de permutaciones simbólicas, por contigüidad y condensación, el cofre ―seno materno― sustituye el cuerpo y la presencia de la nana. En la simbología universal, el cofre es un objeto que contiene

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tesoros, materiales o espirituales, e igualmente su apertura puede suponer revelaciones fundamentales para la vida o para la muerte, desde luego. En general, puede ser el continente del legado de la tradición y de la Ley, donde se conserva la memoria y el corazón de una cultura: el conocimiento. Ejemplo paradigmático es el Arca de la Alianza.31 Adentro del cofre está todavía la ropa autóctona de la nana, y envueltas cuidadosamente las piedrecitas que la niña recogió para ella en Chactajal ―su tierra de origen amada y temida porque los brujos le atribuyen la traición a su raza: habla Español, sirve a los blancos, es india aladinada―. En el cofre, pues, permanecen simbólicamente las edades antiguas, los más remotos antepasados pero, sobre todo, el amor difícil y transculturado de la nana por la niña, a través del cual ella ha incorporado su memoria, sus palabras, sus relatos, su manera mágicamente “literaria” de ver y entender las cosas del mundo y de explicárselas. El cofre representa la memoria, el cora-zón―el amor― y el conocimiento trasmitidos sensible y afectuosamente.

En el mismo orden de encadenamientos simbólicos, las piedrecitas de Chactajal unen el pasado con el presente, suponen un intercambio de dones y de vínculos entre la nana y la niña, entre los dos mundos siempre divididos y siempre constitutivos de la identidad colectiva. La nana indígena, en esta novela y en general en la familia mexicana mestiza o criolla, es el vínculo entre los dos mundos, el regazo amado aunque devaluado que provee las necesidades básicas de los(as) niños(as). En la novela, el regalo ―las piedrecitas― es regresado a la niña, que lo arropa ahora en su pecho para darle calor, como hasta aquí lo había hecho la nana con ella, quien como nodriza la alimentó con la leche de su pecho moreno. En distintas tradiciones culturales, las piedras no son inertes, en ellas habitan el alma de los dioses, son animadas, caen del cielo, objetos celestes de origen meteórico como los “meteoros” ―palabra predilecta de la niña―, cargados de sacralidad que unen la tierra con el cielo, invocan también el conocimiento y la fertilidad. En la Biblia, la piedra simboliza sabiduría.32 Por otra parte, la niña se mantiene en constante contacto con la nana en sus ensoñaciones y construcciones imaginarias:

Cuando cierro los ojos en la noche se me representa el lugar donde mi nana y yo estaremos juntas. (...) Y de pronto mi nana bajará los párpados y me obligará a bajarlos a mí también. Porque delante de nosotros estará el viento con su manto de gala. (...) Oiremos su gran voz, temblaremos bajo su fuerza. (...) Y mi nana y yo quedaremos aquí sentadas, cogidas de la mano, mirando para siempre. (pp. 246-247, el énfasis es mío).

31 Cfr. Chevalier. Op. cit., p. 315. 32 Cfr. Ibid., pp. 827 a 834.

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Parece evidente que entre ambas, se abre un espacio sacralizado de contemplación, relacionado con las fuerzas de la naturaleza, con lo telúrico benéfico y respetado. La niña, obviamente, se identifica con esta tradición indígena en oposición al Dios castigador, al Cristo sacrificado y sangrante que le produce horror en las iglesias, con la tradición católica que rígidamente separa el bien del mal, excluye e incluye en función de una normatividad casi siempre incomprensible. En lo citado, se aprecia un espacio de paz, reverencia y adoración, mediante las amorosas manos unidas de la niña y la nana: un espacio de trascendencia humanizada.

Por el contrario, en la progresión narrativa de la tercera parte, la realidad que está por delante es la comunión, supuestamente salvífica, que no obstante implica en el imaginario de los niños, la muerte.

Mario y yo nos quedamos contemplando como hipnotizados ese pedazo de fierro que separa el oratorio de nosotros, del día de nuestra primera comunión. Empujada por un impulso irresistible fui y arranqué la llave de la cerradura. Mario retrocedió espantado. No quiso acompañarme. Se quedó allí mientras yo iba, sin testigos, a esconder la llave en el cofre de mi nana entre su ropa y las piedrecitas de Chactajal. (p. 263).

Estamos en el capítulo XII de la tercera parte: la niña comete una transgresión contra Dios. En el capítulo XII de la segunda parte, Ernesto ofende a los indios presentándose borracho en la escuela, maltratando a un niño, renunciando a seguir impartiendo clases inexistentes porque no tiene nada que enseñarles. En el XII de la primera parte, otro indio que se atreve a hablar en español, es ridiculizado en la Feria al extremo que al subirse a la rueda de la fortuna, se le expone a un accidente no ajustándole la barra que debía detenerlo. La nana llora. Ahora la niña no interrumpe su dolor por el ser humillado, igual que ella, en las actividades públicas de la sociedad comiteca. La niña, igual que los indígenas, es también un ser excluido socialmente: en su caso por pertenecer al género femenino. Un ser prescindible, siempre al borde de una amenaza de muerte dentro de un mundo de pertenencia que tampoco comprende. La llave robada, implica un desafío a la religión dominante: ella quiere vivir y salvar a Mario.

La llave, como sabemos, en el lenguaje de los símbolos supone tener el Poder, conferido en el catolicismo a San Pedro para abrir o cerrar las puertas del cielo, para enviar al infierno a los pecadores. Es símbolo, pues de dominio y poder de decisión.33 La llave es escondida en el cofre de la nana: en su simbólico seno materno dador de vida, se reúne con las piedrecitas de Chactajal. Aquí la niña ejerce también su poder de decisión 33 Cfr. Ibid., pp. 669 a 671.

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por lo menos en su imaginación simbólica, para unir lo dividido, lo evidentemente antagónico en términos históricos. Dentro de ella, “no hay olvido” ni tampoco exclusiones. Las piedrecitas le confieren sabiduría, las llaves le dan el poder de abrir y cerrar según su albedrío. Es decir, de afirmarse en el mundo como un ser responsablemente autónomo: ¿dones conferidos por “el poder” del amor de la nana, por su imaginación creadora, por su afirmación como ser en el mundo con derecho a la palabra y a la memoria, a pesar de su doble devaluación social en cuanto mujer e india?

Pero las cosas se complican. Mario, más convencional que la niña, no la acompaña en la transgresión. Claudica, siente terror ante el robo de la llave, desea devolverla. La niña, por el contrario, cada vez se afirma más en su decisión de “salvarse”. Si él no puede, podrá ella, aunque siente que está traicionando a Mario:

Y Mario apretando los dientes, resistiendo enmedio de sus dolores y pensando que yo lo he traicionado. Y es verdad. Lo he dejado retorcerse y sufrir, sin abrir el cofre de mi nana. Porque tengo miedo de entregar esa llave. Porque me comerían los brujos a mí; a mí me castigaría Dios, a mí me cargaría Catashaná. ¿Quién iba a defenderme? Mi madre no. Ella sólo defiende a Mario porque es el hijo varón. (p. 279).

Todo está decidido, Mario morirá no se sabe bien si por apendicitis o por pánico. La niña, en sus sentimientos, hereda otra culpa: condenar a Mario con su decisión y sobrevivir ella. Tendrá que reparar esta falta. También lo hará simbólicamente restituyéndole a Mario la llave en su tumba, lo que sucederá en el capítulo XXII cuando visita el cementerio. (Cfr., p. 290). Antes de marcharse cumple su deuda:

Pero antes dejo aquí junto a la tumba de Mario la llave del oratorio. Y antes suplico, a cada uno de los que duermen bajo su lápida, que sean buenos con Mario. Que lo cuiden, que jueguen con él, que le hagan compañía. Porque ahora que ya conozco el sabor de la soledad no quiero que lo pruebe. (p. 290, el énfasis es mío).

La soledad es la consecuencia de su transgresión-afirmación, de su deseo de vivir, también del cambio de estado de la dependencia a la independencia con respecto a sus actos. Soledad y libertad se equiparan. Pero ¿qué pretende al devolverle la llave a Mario difunto, qué pretende que haga con ella? Tal vez abrir el reino de los cielos, su cielo al cual le mantuvo lealtad a pesar de la ambivalencia de sus sentimientos. Él fue el sacrificado. Ella seguirá en la encrucijada existencial entre la tierra y el cielo, sea esto

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lo que signifique. Asumiendo como la nana su condición humana e histórica, en los estrechos márgenes de la fractura entre los dos mundos que constituyen la nación. Sin embargo, la niña accede al enorme espacio de la imaginación simbólica y literaria.