juan de la cruz y nietzsche: lo mistico y lo trascendente

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Juan de la Cruz y Friederich Nietzsche: lo místico y lo trascendente

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Juan de la Cruz y

Friederich Nietzsche:

lo místico y

lo trascendente

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Juan de la Cruz y Friederich Nietzsche: lo místico y lo trascendente

2 José Antonio Gimeno Capín - 19 de Febrero de 2012

En todo pensamiento humano subyace una filosofía, o sea, el modo que tiene

el ser humano de comprender tres realidades: la naturaleza, el hombre y lo

trascendente. Todos poseemos el modo de comprensión de estas tres realidades, sea

consciente o inconscientemente, sea por ósmosis social o por una inspiración interior.

Lo cierto es que de esta comprensión nace un pensamiento ya sea ético, estético o

religioso. En este estudio me propongo estudiar dos autores lejanos en el tiempo,

(cuatro siglos les separa), en el espacio geográfico, (un español y un alemán) y de

pensamiento bien diverso (un asceta y un filósofo). Tantas divergencias que los

podemos comparar con el sol y la luna, pero, depende como se vea, ambos autores

reflejan en sí tanto el astro luminoso, como la luna resplandeciente en una noche

oscura. Aquí no trato de hacer una similitud o comparación de ambos pensamiento,

sólo mostrar entre ambos una búsqueda común.

Una inquietud puede dar lugar a un pensamiento, un pensamiento a una idea, y

la idea nos abre un camino. Todo camino tiene un punto de partida y un punto de

llegada, pero además, mientras camino se contempla un paisaje. El inicio del camino

para el carmelita español es el despojo de uno mismo que nos hace entrar en una

noche oscura, en cambio, para el pensador alemán el inicio es olvidarse de los ideales

socráticos-cristianos para entrar en una nueva etapa en la historia cíclica de la

humanidad. Pero, aunque el inicio y el final parezcan diversos, lo que les une es el

paisaje que se contempla al andar por ambos senderos: la “mística”. Ambos

pensadores se les puede denominar místicos, título que lo más seguro sería rechazado

por ambos. ¿Qué es la mística? no pretendo hacer una definición completa de este

término, pero para entender el desarrollo del estudio debemos concretar su

significado para no confundirnos. Mística lo uso en su sentido etimológico griego de

oculto, no tanto de un conocimiento intelectual de tipo mistérico, sino, más bien, de

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una “realidad mistérica”, para uno, más allá de lo sentidos, para el otro, más allá de los

valores, y, que el asceta o el filósofo trata de encontrar por medio de un camino bien

determinado.

Juan de la Cruz es un hombre creyente y contemplativo, que se expresa de

palabra y por escrito. Sus escritos son creaciones de todo el ser, no simples productos

de la inteligencia o explosiones de la sensibilidad. Nacido en Fontiveros (Ávila, España)

en 1542, se puede resumir su vida como la de un cristiano católico convencido,

deseoso de conformarse en todo al pensamiento y a la voluntad de la Iglesia Católica,

y, por otro lado, carmelita, entusiasmado por su vocación. Vive situado geográfica e

históricamente en la España del s. XVI con sus grandezas militares y sus miserias que

esta grandeza acarrea. Corrientes y movimientos le marcan de manera general o más

particular: la reforma y la contrarreforma, la herencia de los árabes y de la lucha para

expulsarlos, erasmismo, evangelismo, místicos del norte; reformas de las órdenes

religiosas … se añade a esto las desviaciones de los alumbrados, dejados y de toda

clase de visionarios con el complemento de la Inquisición.

Para profundizar en su pensamiento místico me baso sobretodo en dos

escritos: La Subida del Monte Carmelo y la Noche Oscura, dos obras unitarias pero con

una cierta distinción: duro, escolástico, conceptual en Subida; simbólico, descriptivo,

fluido en la Noche. Noche dice oscuridad, envolvente, soledad, silencio, espera pasiva.

Subida indica esfuerzo, camino áspero, dificultad, iniciativa. Sin embargo, prevalece la

unidad que les viene de la experiencia fundamental común y de la síntesis intelectual.

Una visión grandiosa del camino espiritual, desde el principio hasta el fin.

La figura del Monte le da el título, el simbolismo y en parte también el esquema

general. El simbolismo sugerido por el título tienen doble significado. En primer lugar,

indica lugar elevado de acceso difícil y esfuerzo requerido para ascender hasta él. El

segundo significado es más importante aún y sostiene el anterior, es el monte como

lugar elevado donde Dios se revela y el hombre se encuentra con Dios: Horeb, Sinaí,

Carmelo… Al fundirse los dos significados, la subida se convierte en el camino de

purificación para encontrarse con Dios (1S 5) .

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Las partes esenciales del Monte se articulan en torno a tres temas: unión con

Dios, camino de purificación, desviaciones. La unión con Dios es lo que da sentido y

finalidad a la negación, y da los criterios para valorar los demás bienes. Es una obra en

movimiento. Aunque tenga mucho de sistemática en el desarrollo, conserva el

dinamismo que le viene del plan de escalada al monte y de búsqueda de amor en la

noche. La espina dorsal es un proceso en que Dios se acerca gradualmente al hombre y

se va uniendo a él con mayor intimidad, al mismo tiempo que tiene lugar en el hombre

una transición del sentido al espíritu. Esta distinción (1S 2) de base antropológica

distribuye el plan a caminar: purificación del sentido y la purificación del espíritu según

la tres potencias: entendimiento, memoria y voluntad. El eje estructural son las tres

virtudes teologales: fe, esperanza y caridad que se hacen cargo de toda la labor,

unitiva y purificativa, sensitiva y espiritual que une y purifica al hombre entero, sentido

y espíritu en una de sus dimensiones.

En síntesis, desde un punto de vista doctrinal, Juan de la Cruz desarrolla una

visión profunda, genial del camino de liberación del hombre y su acercamiento a Dios

que le transforma. En función de esta visión desarrolla toda una teología original sobre

la naturaleza y la obra de las virtudes teologales; y desarrolla al mismo tiempo una

antropología de la naturaleza ideal y de la condición existencial del hombre.

Esta antropología nace en su raíz más profunda de una perspectiva teologal, o

sea, la iniciativa divina se anticipa a la respuesta humana como compromiso total de

vida. En función de esta iniciativa divina intervienen los medios ascéticos y modos de

proceder particulares. En primer lugar está Dios, como principio y como fin. Todo se

ordena a la unión con Dios, y todo proviene de ella en cuanto ya realizada en parte. De

esta visión teológica se desmiembra la formulación cristológica que se encuentra en 2S

7: Jesucristo está llamando con la palabra y el ejemplo, arrastrando a un seguimiento

incondicional. Lo que llamamos ascesis es simplemente docilidad frente a ese

llamamiento que invita a crear comunión de vida.

El proyecto teologal es primordialmente místico, pero alcanza de lleno al sector

moral y ético. Conceptos como hombre viejo, hombre nuevo, apetitos, negación,

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sobriedad en el uso de las cosas, daños del abuso: todo esto se desenvuelve en el

plano moral o con fuerte participación del mismo (3S 5,3). Pero esta purificación ética

y moral se lleva a cabo mediante las virtudes teologales con horizonte cristiano y

radicalidad ayudándose de las virtudes cristianas.

La antítesis Todo-Nada compendia el ritmo de contraste que domina, toda la

obra. Ramifica el simbolismo del Monte en varias otras contraposiciones: Dios y

criaturas, sentido y espíritu, hombre viejo y hombre nuevo, amor y apetitos, fe e

imágenes, esperanza y posesión. El movimiento y la subjetividad. Todo y nada son

actitudes del hombre en camino hacia la meta de unión con Dios: “todo” es la meta y

sus anticipaciones; “nada” son las cosas y los trozos de vida desenganchados que no

dicen relación con ella. La condición subjetiva del corazón humano es también un

hecho objetivo que se debe tener en cuenta en las valoraciones frente a lo creado, sus

juicios de valor sobre el mundo llevan buena dosis de este elemento de la subjetividad.

El centro de la atención no está en las cosas que se niegan, sino en la condición del

sujeto que obliga a negarlas o tratarlas con desprendimiento. No es posible hacer una

valoración objetiva, mientras no haya tenido lugar la liberación del sujeto que se

acerca a las personas y cosas en fe, amor, esperanza. es decir, cuando se reconoce a sí

mismo contingente y en dependencia amorosa de Dios.

En Juan de la Cruz existe un cierto dualismo antropológico: el más superficial,

entre sentido y espíritu, pero esta divergencia depende de otro dualismo más radical,

que es la ruptura del hombre de su comunión con Dios. El “sentido del pecado” es

condición humana, de sus grandezas y miserias, de sus inmensas capacidades y pobres

realizaciones. Constituye el punto neurálgico de la comunicación con Dios. Existe una

teología del pecado y de la gracia, expresada en términos de apetito y de amor. El

pecado deforma gravemente al hombre, y su influencia no desaparece por simple

cambio de opinión o propósitos de la voluntad; requiere una renovación del ser. Ahí se

origina la lucha: el hombre, ser totalmente radicado en Dios, y existencialmente

orientado hacia otros valores. Da lugar a un proceso: el hombre formado por Dios,

deformado por el pecado, transformado por la gracia redentora.

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Ahora pasemos a hablar sobre nuestro segundo autor, pero, antes debemos

dedicarnos brevemente en el estudio del tiempo que media entre ambos: tres siglos,

en donde la evolución histórica de este pensamiento más humanista, donde el centro

deja de ser el dogma teológico , desemboca en el pensamiento romántico del s. XIX. Se

podría sintetizar esta evolución en el Werther de Goethe publicado en 1774, pues esta

obra contiene la totalidad de los temas que se repetirán en un siglo, hasta que

Nietzsche descubra su significación más profunda. El centro del pensamiento no es el

yo que piensa, sino la naturaleza, la vida de la naturaleza. Esta ya no se reduce a

números matemáticos, síntesis de geometría y mecánica, sino que cede el paso a lo

evolutivo, al pensamiento sobre la evolución. Goethe se encuentra en los orígenes de

este pensamiento evolucionista: la evolución no es, en primer lugar, un hecho

verificable, ni una hipótesis científica probable, sino la expresión de un deseo. La

fusión con el todo, la visión de una larga cadena armoniosa de seres, la fecundidad y la

fertilidad, el arte imprevisible de las metamorfosis que dan a la naturaleza la poesía y

la divinidad que habían sido quebrantadas por la destrucción galileana y cartesiana del

mundo antiguo.

Pero la naturaleza es también el devenir, el ser visible del tiempo. Un tiempo

irreversible, señal de mi finitud y del poder divino. Pensar el todo, y sentirlo vivo, sería

una embriaguez peligrosa, un aniquilamiento del tiempo y del yo, si no se pudiera

descubrir en él un orden. Pero este orden ya no procede de la lógica aristotélica, del

cálculo de un Dios geómetra, sino de lo arqueológico, de lo originario, de la genealogía.

El todo y el devenir perfilan la figura de un ser cuyo origen se pierde en la lejana

noche. Los nocturnos de la música romántica son la mitología de los tiempos

modernos, la meditación sobre la madre universal, la noche de la que todo ha salido y

a la que todo retorna. La naturaleza es indiferente a las vanidades y palabras del

hombre, y, la libertad de la Ilustración, cede el paso al fatum. La reconciliación de la

vida con el todo es la comprensión de la necesidad, que no resulta del cálculo divino,

sino que tiene ciertos grados de perfección: las formas supremas servirán de modelo al

pensamiento que poseen el artista, el poeta, el profeta, son “tipos” que expresan el

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genio inconsciente de la humanidad al igual que las flores expresan el genio

inconsciente de la vida vegetal.

Sobre este trasfondo de positivismo y materialismo, en el s. XIX destaca

netamente lo que, con una simplificación un tanto burda, suele designarse como

filosofía vitalista. Entre estos filósofos destaca Friedrich Nietzsche (1844-1900).

Personaje profundamente trágico, de grandes dotes personales a la vez que con graves

padecimientos, más poeta que pensador, escribe con un estilo poético-retórico

brillante, con imágenes incisivas y a menudo en forma de aforismos concisos. Su lucha

por encontrar un sentido a la vida y solucionar el problema contra Dios del que nunca

se libera en realidad, lo lleva a una combate que realiza con todo el empeño y pasión

hasta derrumbarse tanto física como psíquicamente. Su pensamiento es una visión

objetiva y expresión de su propio estado anímico. Con toda su agresividad y

provocación no hace más que expresarse a sí mismo1.

En el mundo y en la vida humana se manifiesta la “unidad primordial” que toma

prestado del pensamiento de Schopenhauer . La vida humana es terrible y trágica, su

única salida es una transmutación de la moral ética para dar inicio al superhombre. “El

juicio moral tiene en común con el religioso en creer en realidades que no lo son... en

ese nivel, la palabra “verdad” designa simplemente cosas que hoy nosotros llamamos

“imaginaciones”. (p. 71). La línea divisoria entre el bien y el mal, lo verdadero y lo

falso, no posee en realidad ninguna verdad intrínseca, sino que toda su fuerza reside

en la adecuación a tal o cual voluntad de poder. ¿Pero qué es esta voluntad de poder?

Para Nietzsche la conciencia, la voluntad y la inteligencia no es un comienzo, sino una

desembocadura, no el primer término, sino el “último eslabón de una cadena”. La

voluntad (como la conciencia y el pensamiento en general) es el lejano eco de un

combate ya disputado en lo profundo de una lucha subterránea de las pulsiones.

Querer es experimentar el triunfo de una fuerza que se ha abierto un camino sin

saberlo nosotros, y la suprema ilusión consiste en tomar ese sentimiento por una

causalidad libre.

1 cf. AA.VV.- La filosofía del s. XIX, ed. Herder, Barcelona 1987 (Curso fundamental de filosofía 9), pág 163

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De una forma general, el dominio intelectual y la esfera de lo consciente no son

más que símbolos que descifrar, síntoma de los movimientos pasionales y del cuerpo.

Pero este simbolismo no es solo una fuerza inconsciente o del cuerpo, sino concierne

al conjunto de los fenómenos del mundo. Más que ser unas fuerzas consideradas en sí

mismas como nuevas sustancias metafísicas, la voluntad de poder nombra la polaridad

que las orienta, las estructura y define su sentido. Pero en un sentido no sólo absoluto

o que posee una dirección unívoca, sino, más bien, en un sentido múltiple que se

dibujará a partir de la diversidad cambiante de las perspectivas. En un significado más

amplio, la voluntad de poder designa el despliegue no finalizado, pero siempre

orientado, de las fuerzas ya sea en el mundo orgánico (pulsiones, instintos,

necesidades), en el mundo psicológico y moral (deseos, motivaciones, ideales) y en el

mundo inorgánico, ya que la vida sólo es un caso particular de la voluntad de poder.

Por lo tanto la línea divisora entre el bien y el mal, la verdad y la mentira reside

en su adecuación a tal o cual voluntad de poder. Valores de prudencia, o de riesgo, son

gobernados por tal o cual tipo de fuerza. La genealogía de la moral muestra no tanto

un conocimiento objetivo de la realidad, sino la fuerza intrínseca en generar vida.

Conocer y juzgar la realidad es reconocer un esquema de asimilación que se encuentra

disponible porque ya ha sido trazado por el cuerpo, es decir, por la voluntad de poder.

Cambia la lógica del conocimiento por la búsqueda por genealogía de los valores hasta

ahora asumidos por el hombre. Esta muestra al mismo tiempo un nacimiento y una

filiación: hace ver cómo la dirección inicial que gobierna tal o cual valoración persiste a

través de todas las derivaciones y transformaciones más remotas, como, por ejemplo,

en el caso del resentimiento. Un tipo superior de hombre crea sus propios valores

partiendo de la abundancia de su vida y energía. El sumiso e impotente, sin embargo,

teme al fuerte y poderoso e intenta contenerlo y domeñarlo afirmando como

absolutos los valores del rebaño. Y el resentimiento del débil crea nuevos valores

morales.

Es necesario crear valores que sean, a la vez, una expresión de vida superior y

un medio de intentar trascenderse a sí mismo, camino hacia el superhombre, hacia un

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nivel superior de existencia humana. Nietzsche, en nombre precisamente del instinto

dionisíaco, en nombre de aquel saludable hombre griego del s. VI a. C. “que ama la

vida” y que es totalmente terrenal, anuncia por un lado “la muerte de Dios”, y, por

otro, lleva a cabo un ataque a fondo contra el cristianismo, que para él es la traducción

teológica del pensamiento socrático. Pero Nietzsche no busca la desintegración de la

personalidad humana en un remolino de impulsos en lucha y pasiones desatadas. Todo

consiste en un problema de integración, como una expresión de fuerza, no de

mutilación o de mortificación, digamos que de inversión hacia la nada.

Esta inversión de la voluntad de poder hacia la voluntad de la nada es lo que

Nietzsche llama Nihilismo como el proceso de la desvalorización de los valores hasta

ahora supremos. En cuanto la metafísica ha recibido del cristianismo una peculiar

connotación teológica, la desvalorización de los valores hasta ahora supremos debe ser

expresada también en término teológicos mediante la sentencia: “Dios ha muerto”.

Dios, quiere decir, que lo suprasensible en cuando mundo “verdadero”, “más allá”,

eterno, respecto a este “terreno” de aquí abajo se hizo valer como auténtico y única

finalidad. Los valores hasta ahora supremos se des-valoriza y este ideal platónico-

cristiano pierde toda su fuerza como formadora de la historia.

A pesar de todo esto, Nietzsche está cautivado por la figura de Cristo: “Cristo es

el hombre más noble”; “el símbolo de la cruz es el más sublime que haya existido

nunca”. Distingue entre Jesús y el cristianismo. Cristo murió para indicar cómo hay que

vivir: “Lo que dejó en herencia a los hombres fue la práctica de la vida: su

comportamiento ante los jueces, los esbirros, los acusadores, y ante toda la clase de

calumnias y de escarnios, su comportamiento en la cruz [...]. las palabras dirigidas al

ladrón sobre la cruz encierran en sí todo el Evangelio”. Cristo fue un espíritu libre, pero

el Evangelio fue suspendido en la cruz o, mejor dicho, se transformó en Iglesia, en

cristianismo, es decir, en odio y resentimiento contra lo noble y lo aristocrático. El más

allá es la negación de toda realidad, y la cruz es una conjura “contra la salud, la

hermosura, la constitución bien conformada, la valentía de espíritu, la bondad del

alma, contra la vida misma”. ¿Y a partir de hoy?. El ateísmo, que es, según su sentido

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genealógico, la catástrofe imponente de una disciplina dos veces milenaria del instinto

de verdad que a fin de cuentas se prohíbe: la mentira de la fe en Dios.

Se desvanecen las mentiras de varios milenios y el hombre se ve exento de

engaños propios de su ilusión, pero en realidad se queda solo. No hay valores

absolutos, los valores son disvalores; no existe ninguna estructura racional y universal

que pueda servir de apoyo al esfuerzo del hombre; no existe ninguna providencia, ni

ningún orden cósmico. “La condición general del mundo para toda la eternidad es el

caos, no como ausencia de necesidad, sino en el sentido de una privación de orden o de

estructura, de forma, de hermosura, de sabiduría. El mundo carece de sentido. Sin

embargo hay una necesidad: el mundo tiene en sí mismo la necesidad de la voluntad. El

mundo desde la eternidad se halla dominado por la voluntad de aceptarse a sí mismo y

de repetirse.” Nietzsche asume la doctrina del eterno retorno que toma de Grecia y

Oriente. El mundo se acepta a sí mismo y se repite. A esta teoría cosmológica se le une

la doctrina del amor fati: amar lo necesario, aceptar este mundo y amarlo.

Al final del Nihilismo, la aparición del superhombre que será tan distinto del

hombre como este con el animal, no es un mito, sino la exigencia “económica” de la

voluntad de poder. Es necesario que la voluntad pueda encontrarse íntegramente del

lado del superhombre porque en el hombre está degradada. Así, pues, el superhombre

no realizaría a la humanidad sino a lo que en ella es más originario incluso que ella

misma, la voluntad de poder: sería la realización no de la esencia del hombre, sino de

la esencia de la vida.

Podemos observar una vez estudiado brevemente ambos autores que realizar

una dialéctica entre ambos nos llevaría a tratar de comprender la esencia del sol y la

luna, si se puede usar este simbolismo. Ambos podrían ser las dos figuras estelares que

aparecen en la historia, en la evolución del pensamiento humano. Ambos creen en

algo superior a ellos, un Dios que invita al hombre en su ser interior olvidándose de

todo lo terreno, pero, que para Nietzsche, esta misma divinidad muere por necesidad

evolutiva hacia una afirmación absoluta que abarca la misma imperfección, para que el

hombre evolucione al superhombre. La religión sirve para aquellos que tengan fe en

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su propia vida como vida que merece repetirse innumerables veces. Para Nietzsche

más allá de una felicidad prometida en otro mundo, es la felicidad del que sabe que

tiene un paraíso pero que no existe un infierno. Religión sin pecado ni culpa, porque

todo lo que se repite infinitamente no es ni bueno ni malo, es inocente, es sin más.

Única religión desprovista de nostalgia que suprime cualquier deseo de huir del

mundo, cualquier desvalorización del “aquí-abajo” en beneficio de toda trascendencia,

la doctrina establece, como cualquier religión, un vínculo con lo divino, entendido

como totalidad, unidad del yo y del mundo.

Para el místico de Ávila la finalidad de la vida humana, por medio de la imagen

del Monte y la Noche, es un hombre nuevo, divinizado en su ser y operaciones. No se

trata de cambiar ideales en un camino ascético sin finalidad alguna, sino de un

renacimiento humano profundo. La purificación es infusión de nuevos dones como la

luz, el amor y la fortaleza. Pero la Noche que transforma y diviniza es una obra de dos:

Dios que llama y el hombre que responde, pues es un camino de pasividad activa o

actividad pasiva. También Nietzsche se pregunta cuál debe ser su única doctrina y su

finalidad: “Que al ser humano nadie le da sus propiedades, ni Dios, ni la sociedad, ni

sus padres y antepasados, ni él mismo… “ ¿cuál es la finalidad del ser humano? no

tiene finalidad ninguna, el destino del hombre está inscrito en su propio instinto vital:

“nosotros hemos inventado el concepto ‘finalidad’: en la realidad falta la finalidad.”

Por la tanto si falta finalidad falta la causa primera del ser, o sea Dios. “El concepto

“Dios” ha sido hasta ahora la gran objeción contra la existencia… Nosotros negamos a

Dios, negamos la responsabilidad en Dios: sólo así redimimos al mundo”. Niega a Dios,

pero el hombre posee en su instinto una evolución hacia una nueva especie del

superhombre. La humanidad que se ha entregado irremediablemente a la esclavitud,

deja de ser la meta. “El superhombre es la meta”.

Mística humano-divina, pues aunque nos muestran dos concepciones

antropológicas muy distintas, en realidad ambos ven en el hombre y en su naturaleza,

una fuerza que le lleva a buscar en la noche de su existencia, en la subida de la

montaña , o desde la genealogía de la moral, una trascendencia. El primero en el

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cristianismo, el segundo negando este, pero aún así afirmando un halo mistérico que

lo define como eterno retorno, como aquello que renace de sus propias cenizas. No en

vano Nietzsche ve, en el nihilismo de hoy, un mañana del superhombre en un más allá

del bien y del mal, y que para Juan de la Cruz este más allá se encuentra tras los

sentidos y tras la inteligencia humana. Un misterio a descubrir de dos grandes autores

que primero trataron de alcanzar o comprender un camino, para luego, invitarnos a

caminar. Dos caminos bien diversos pero con un paisaje común: que el hombre se

trascienda, para que al trascenderse encuentre su verdadera realización…

Libros Consultados:

SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, Colección Maestros espirituales

carmelitas, Ed. Monte Carmelo, Burgos 1987. Introducción general de Eulogio

Pacho. pág. XXXII+1125.

AA.VV, La filosofía del s. XIX, ed. Herder, Barcelona 1987 (Curso fundamental de

filosofía 9)

FRIEDRICH NIETZSCHE, Crepúsculo de los ídolos, Alianza editorial, Madrid, 1973