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La búsqueda de la felicidad

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François Garagnon

JOYy la búsqueda de la felicidad

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1.

El hombre que dormía en los árboles

Una pequeña pluma blanca caída del cielo diseñó un arabesco armonioso en medio del patio, como si un ángel viniera a poner su firma sobre la belleza del alba, para convidar allí a los frutos de la Providencia. El campanario de Saint Germain pareció elegir ese instante para hacer sonar el ángelus de la mañana. En el patio desierto se oía simplemente un palmoteo sordo e irregular, como el ruido producido por una mano desconoci-da: una jovencita intentaba aprender a saltar a la pata coja, de arriba abajo, tirando una piedra ovalada sobre una rayuela de tiza improvisada. La pequeña pluma rozó la mejilla de la niña, pareció dudar un instante en la marcha de su trayectoria y terminó por posarse de manera inestable sobre su espalda, como si intentara, inútilmente, encontrar refugio en ella. Diver-tida y sorprendida a la vez, la muchacha quedó inmóvil sobre un pie, se hizo con la pluma con infinita delicadeza, como lo hubiera hecho con una mariposa, y fue a sentarse en un banco contemplando la pequeña y sedosa pluma, cuya parte vellosa deslizó sobre la palma de su mano.

Un curioso crujido, a la vez suave e insistente, vino a distraerla de su ensoñación. La muchacha aguzó el oído y se acercó con curiosidad al lugar de donde salía el silencio interrumpido. Lo primero que hizo fue observar el cielo antes de lanzar su mirada escrutadora a la frondosidad de un gran

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castaño. En medio del follaje, a una distancia respetable del suelo, se balanceaba algo que ella tomó en principio por la lona de un paracaídas, y que no era sino una hamaca de la que trataba de salir un pasajero de la noche, un tanto despeinado y todavía bastante preso del sueño; hasta tal punto resultaban sus gestos imprecisos y desordenados.

¡Oh, mira qué pájaro tan gracioso!, no pudo impedir gritar en voz alta la chica, poniendo sus manos en las caderas y sa-cando pecho, como un vigilante de jardín que se temiera una infracción de las normas.

Ante esta interpelación, el propietario de la hamaca se inclinó sobre el borde, y después, tras haberse aplicado a corregir un peligroso movimiento de balanceo, ofreció una amplia sonrisa a aquella muchacha de París, aparecida tan subrepticiamente debajo del árbol que él había escogido como domicilio para pasar la noche. Después de haberse desenredado de sus telas, cayó rodando de su nido, de rama en rama, con la impresionante velocidad de un primate del zoo de Vincennes. Había pasado la noche en ese majestuoso castaño que está a la salida del patio de Rohan, oasis de silencio en el corazón del barrio latino.

Una vez en el suelo, se sacudió, desempolvó sus ropas para mejorar su aspecto, sacó de su bolso un trozo de fieltro al que dio, con unos puñetazos y palmetazos enérgicos, la forma pa-recida de un sombrero. Colocó cómicamente el mencionado sombrero encima de su cabellera suelta, para gozar del placer de retirarlo haciendo divertidas reverencias, al modo de un joven paje, con la pierna derecha extendida hacia delante y la mano izquierda detrás. Esta anticuada galantería honraba a la princesa que supuestamente encarnaba aquella chiquilla de calcetines blancos, que observaba con una pequeña sonri-sa estupefacta esta escena llena de teatralidad, de la que era espectadora única y al tiempo entusiasmada.

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– ¿A qué familia de pájaros perteneces?, preguntó ella con aplomo. Creo no haber visto todavía a ninguno que se te parezca.

– ¡Pues claro, es normal! Soy lo que se podría llamar un pájaro emigrante. Vengo de muy lejos, de un país en el que hay más árboles y silencio que aquí, créeme. Me ha costado mucho encontrar un castaño de esta envergadura, pero éste es muy hermoso y enseguida lo he convertido en mi amigo.

– O sea, ¡que eres un explorador! ¿Te gusta viajar?– Ni sí, ni no; la verdad es que no lo sé bien. Viajar repre-

senta a la vez una riqueza y una complicación. Se descubre el ancho mundo y eso enriquece. Pero también se abandona el pequeño mundo, y eso es una pérdida.

– ¿Abandonar el pequeño mundo? ¿Quieres decir el primer círculo, el más cercano a tu centro? Si es así, eso no es bue-no. No hay que alejarse jamás de sí mismo. ¡Eso no es nada bueno!

Ella hizo una mueca hosca, antes de añadir con una insis-tencia cargada de vacilación:

Y... ¿qué sientes en tu corazón cuando te vas a dormir? ¿La alabanza o la tristeza? ¿Cuál es el canto que primero te sale?

A manera de respuesta, rebuscó en su bolso y sacó de él una flauta de madera clara, muy sencilla y muy hermosa. Comenzó a tocar un aria nostálgica, como si fuera un canto de exilio, conservando una ligera sonrisa en sus labios. Se diría que él jamás se desprendía de esa simpática sonrisa. Ni siquiera en los momentos más serios.

– ¡Qué bonito!, exclamó la pequeña. Entonces, si he enten-dido bien, tú no cantas, te dejas en-cantar. Quiero decir que despiertas en ti algo que canta, ¿no es así?

– ¡Bien dicho! ¡Sí, sí! Eso es exactamente, dijo el joven con repentina alegría. No soy yo quien canta, ese algo canta en mí y yo me sirvo de este pequeño trozo de madera perforada para que produzca música…

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– ¡Es muy hermosa tu pequeña música interior! ¿Has su-frido mucho?

– ¿Por qué me preguntas eso?, dijo él con una seriedad un tanto fingida.

– No sé… Tengo la impresión de que… cuanto más se conoce el vacío, más se respira la plenitud.

– ¿La plenitud?– Sí, ya sabes: cuando se saborea verdaderamente, todo

cobra sentido; ¡todo! ¡Incluso el sufrimiento!– Entonces, ¿todo esto tiene algo que ver con la felicidad?

¡Eso está bien! He recorrido todo este camino para buscarla.– ¿El qué?, ¿la felicidad?– ¡Oh! Es una larga historia, ¿sabes? Piensa que justo antes

de llegar aquí, yo estaba en el desierto… pero dame un poco de tiempo para aterrizar, ¿te importa?

El pájaro emigrante se tomó tiempo para lavarse la cara en la fuente de piedra que adornaba una esquina del patio, y emitió un profundo suspiro de satisfacción al descubrir los primeros rayos del sol que acariciaban el pavimento. Se puso a merodear por el primer espacio iluminado por la claridad de la mañana, como un danzante lo hubiera hecho en el haz de luz redondo proyectado sobre el escenario. Después, empezó a caminar junto a esta graciosa muchacha que jugaba a rayuela a las siete de la mañana, y que murmuraba para sí historias, acariciando soñadoramente el dorso de su mano con una pluma de tórtola. Los dos llegaron, atravesando un porche, al Boulevard Saint-Germain, mezclándose en la corriente llena de precipitación de los parisinos que se lanzaban a toda velocidad hacia sus lugares de trabajo.

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– ¿No te apetece tomar un desayuno de silencio conmigo?, preguntó la muchacha.

– Hablas de una forma muy extraña. Quiero decir: no como la gente de aquí, sino muy misteriosamente, se diría que…

– Es porque soy extranjera.– ¿Extranjera?– Sí, sí. Extranjera al mundo, a todo esto… dijo ella ele-

vando la espalda y barriendo con un gesto distraído toda la agitación del entorno. Y tú, ¿eres monje, pastor? ¿O, tal vez, poeta?

– Yo soy Sagamore. Encantado, como has dicho tú. Y no tengo la impresión de ser otra cosa que yo mismo.

– ¿Sagamore? ¿Es ese tu verdadero nombre? Es muy her-moso. Suena como un grupo de caballeros en un campo de batalla. Entonces, tú eres un caballero heroico, un encantador de estrellas, un obrero del paraíso… en fin, algo parecido a esto, ¿no?

– ¡Ah!, tienes razón: probablemente sea algo parecido.– Y ante todo, ¿qué es lo que haces en los árboles? ¿Coges

el aire del tiempo, enderezas las nubes torcidas, o qué?– ¿Y por qué te interesa tanto saber de dónde vengo y quién

soy?– Porque se ve claramente que no eres del país. Das la im-

presión de tener sed. Me recuerdas a un pequeño pájaro perdido que se posa sobre el borde del estanque para beber, cuando ya no hay nadie en la plaza… Ven conmigo. Te voy a llevar a la Casa-del-silencio-que-habla. Vas a ver: es, sin duda, el lugar adecuado para los que tienen sed.