josef pieper - sobre el dilema de una filosofía no cristiana

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Tomado de: Revista Criterio, Nº 1249-1250, Diciembre de 1955, págs. 906-908, Buenos Aires, Argentina.

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Josef Pieper

Sobre el Dilema

de una Filosofía

no Cristiana

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- 2013 -

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Josef Pieper

Sobre el Dilema

de una Filosofía

no Cristiana

Tomado de: Revista Criterio Nº 1249-1250,

Diciembre de 1955, págs. 906-908,

Buenos Aires, Argentina.

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- 2013 -

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Sobre el Dilema de una Filosofía no Cristiana Josef Pieper

Münster (Westfalia)

abido es que las discusiones sobre el carácter problemático y hasta

contradictorio e ilógico del concepto de una “filosofía cristiana”

están muy en boga. ¿Cómo puede uno razonar de aquel modo que

llamamos el filosófico, una vez que haya aceptado con fe una determinada

interpretación (a saber: la teológica), del mundo y de la existencia humana?

Allí nos enfrentamos, en efecto, a un problema que no se puede tratar

a la ligera. Aunque no sea éste el asunto que nos ocupa ahora, quisiera

interesar al lector en los problemas que surgen a raíz de una filosofía no

cristiana. Conste de entrada, que no me refiero a ciertos problemas

intrínsecos (como el de la inmortalidad, de la obligación moral, etc.) de

solución difícil para una filosofía no cristiana, sino a la cuestión, hasta diría

al dilema que se halla precisamente implicado en la concepción misma de

una filosofía no cristiana, vale decir en una acepción de la filosofía que

prevalece desde hace varios siglos.

Acá hacen falta dos observaciones explicativas, mejor dicho: dos

restricciones. Primero que esta tesis del dilema de una filosofía no cristiana

está relacionada exclusivamente con la órbita de la civilización occidental,

quedando fuera de mis consideraciones aquellas partes de la India y de

China que aún no han sido impregnadas de la civilización occidental.

Segundo, que entiendo por filosofía el ideario de los grandes iniciadores de

la filosofía occidental como, por ejemplo, Pitágoras, Platón y Aristóteles.

Aunque en el fondo esto no signifique otra cosa que tomar al pie de la letra

el sentido corriente de la expresión, surgen de esta reflexión consecuencias

de gran importancia. Cierto es que a nadie se puede impedir imaginarse que

la “Filosofía” sea algo completamente estrambótico y “original”, pero

quien así piensa no podrá menos de tolerar que se lo interprete como si se

refiriese a lo que la palabra “Filosofía” significaba en los tiempos de su

origen. En efecto, creo que Bertrand Russell, quien habla en un tratado

intitulado History of Western Philosophy tanto de Platón como de John

Dewey, presupone, por lo menos, tal grado de concordancia entre la

“Enseñanza de las Ideas” platónicas y el “Instrumentalismo” de John

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Dewey, que ambas concepciones puedan pretender con razón que se las

reúna bajo el denominador común de la Filosofía.

El concepto “Filosofía”, empero, ha sido definido por primera vez en

la tradición occidental por Pitágoras, Platón y Aristóteles. Y esta su

definición ha sido confirmada unánimemente al menos hasta la postrimería

del medioevo, i, e. durante aproximadamente dos mil años. Por supuesto es

imposible interpretar en este espacio el antiguo concepto de filosofía en

toda su extensión, pero dos elementos importantes han de ser dilucidados

en estas líneas.

Primero: no hay que tomar por puramente anecdótico el significado

literal de la palabra philo-sophia. Según un relato antiguo, Pitágoras habría

dicho que ha nadie se puede llamar sabio (sophos), sino en el mejor de los

casos, philo-sophos, “el que busca afectuosamente la sabiduría”. Platón

parece haber aceptado este relato como una declaración de principios, pues,

en efecto, lo esencial del filosofar reside en él en alcanzar una sabiduría, no

obstante el hecho que jamás la podemos “poseer” por principio, mientras

nos encontremos en el estado de la existencia física.

Es tan imposible lograr esta sabiduría, como transponer el abismo

entre los dioses y los humanos. Ni siquiera Solón y Homero pueden ser

llamados “sabios” (“este epíteto sólo es apropiado para un dios”) más, por

otra parte se sostiene que “ninguno de los dioses está filosofando”. Quizás

uno no quede demasiado asombrado al enterarse que tal pronunciamiento

provenga de Platón, de por sí un tanto sospechoso como “pensador

religioso”. Pero también Aristóteles, el fundador de una filosofía

“científica”, ha dicho que la pregunta: “¿Qué es algo real?” (la pregunta por

la naturaleza de la “ousia”) “ha sido y sigue siendo repetida eternamente”,

ya que nunca puede ser contestada por los humanos. En otra parte,

Aristóteles declara que esta pregunta requiere una respuesta que sólo Dios,

de todos modos Él en primer término, sabe dar. (En consecuencia,

Aristóteles ha llamado “teología” a la metafísica, la filosofía en sentido

primario).

Este primer elemento del concepto primitivo de la filosofía significa,

brevemente dicho, nada más que una relación, por principio libre de

prejuicios, con la teología, vale decir una predisposición metódica para esta

última.

El segundo elemento concepcional es el siguiente: quien se aboca a

contestar una pregunta filosófica propiamente dicha (por ejemplo la

pregunta: ¿Qué es, en el fondo, la noción intelectual? ¿Qué es el espíritu?

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¿Qué es, en definitiva, este trozo de materia en forma de una hoja de papel

que sostienen mis dedos? ¿Qué quiere decir algo real?) ahonda al mismo

tiempo en la estructura del mundo entero, encarando la realidad de su

totalidad. Resulta, pues, que quien reflexione sobre una cuestión

propiamente dicha filosófica, se ve obligado eo ipso a hablar “de Dios y el

mundo”. Allí se destaca la diferencia entre el que está filosofando y el

científico. El físico o el historiador, empeñados en sus respectivas tareas de

investigación científica, no se ven forzados a hablar de Dios y el mundo, lo

que hasta podría llegar a ser contrario a los principios científicos, mientras,

por otra parte, sería afilosófico omitir este tema. Quienes investigan acerca

del autor de un código medieval, recién descubierto, y quienes buscan el

virus de una enfermedad contagiosa, no preguntan, al dedicarse a la

solución de estos problemas, por los secretos de la construcción del mundo

en general. Quien, en cambio, pregunta por lo fundamentalmente esencial

de la “enfermedad en sí”, no llegaría nunca a resultado alguno, ni se podría

a la altura del objeto de su especulación, si se negara a considerar la

constitución de la realidad, prevaleciente en el todo, “hablando de Dios y el

mundo”. Por así decir, no puede hacer otra cosa sino empezar por “Adán y

Eva”. Por ejemplo, no es admisible que pase por alto el problema

“enfermedad y culpa”. Con lo cual ciertamente no quiero afirmar que la

enfermedad siempre tenga que ver positivamente con el desorden moral

pero quien pregunta por la esencia misma de la enfermedad, no puede

evitar tomar nota al menos de la posibilidad de una conexión oculta entre

ella y un desequilibrio ético. Pero: ¿cómo se definen “la culpa” y “el

desorden moral”? ¿Sería posible decir algo aún medianamente importante

acerca de esta cuestión sin que se hablase de “Dios y el mundo” y de “Adán

y Eva”?

Concretemos la composición del segundo elemento del concepto

primitivo de la filosofía: puesto que el aspecto del preguntar filosófico

abarca formal y expresamente “todo”, resulta imposible una limitación

metódica del complejo de problemas, a diferencia de las condiciones que

reinan para las ciencias específicas. Un ejemplo: quien formula de manera

filosófica la pregunta: “¿Qué es el ser humano?”, destruiría el carácter

filosófico de tal problema antropológico si dijera: “Las afirmaciones

derivadas de la teoría de la herencia biológica, de la ciencia médica y de la

psicología no me interesan”. Pero igualmente quedaría aniquilado y

eliminado el carácter filosófico de la antropología si uno quisiera excluir de

antemano y por principio las nociones derivadas de la teología porque las

considerase carentes de interés.

Casi todos los diálogos de Platón demuestran que él comprendía así

el pensar filosófico. Por ejemplo, en el Symposion pregunta: “¿Qué es, en el

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fondo, el Eros?”. Contesta tanto el sociólogo (Pausanias) como el biólogo

(el médico Eryximacos). Luego le toca dar su opinión a Aristóteles, quien

afirma que no se puede decir nada acertado acerca de lo esencial del Eros, a

menos que se sepa algo de lo que sucedió al hombre en su desarrollo

espiritual de épocas pretéritas. Después Aristóteles relata el mito del

pecado original, de la caída del hombre y del castigo que sufre. Y,

finalmente, Sócrates da a conocer la enseñanza del Eros, que Diotima, la

sacerdotisa de Mantinea, le habría confiado como una sabiduría de

misterios, una especie de “teología mística” (“... y Diotima dijo: Yo,

empero, lo creí”). En el Menon: Después de que la discusión sobre la

naturaleza de la enseñanza y del estudio hubo terminado en un callejón sin

salida, Sócrates opina que ahora resulta imprescindible “dirigirse a quienes

sean sabios en los asuntos divinos”. En el Fedon: Pregúntase si el hombre

sea de una especie tal que podría disponer de sí mismo con libertad tan

absoluta que hasta estuviese facultado para darse la muerte. La contestación

“no” se funda en un fallo de los Misterios, según el cual los humanos viven

cual guardianes sobre un atalaya y en la tradicional idea religiosa, de

acuerdo a la cual la humanidad es uno de los rebaños de los dioses. Yo

trato de imaginarme cuál habría sido la respuesta de Platón si alguien,

palmeándole el hombro, le hubiese dicho que ésta ya no era filosofía

“pura”, sino que se había invadido un terreno extraño, vale decir el de la

teología. Es de suponer que Platón habría contestado que no se interesaba

por la filosofía, sino por la sophia, la sabiduría, y por una respuesta a la

pregunta que trata de hallar las raíces de las cosas. Platón diría, según mi

presunción, que precisamente este interés le pareciese idéntico con la

filosofía, y luego preguntaría, a su vez: Si tu rechazas la información del

mito como algo extraño al asunto, ¿cómo quieres que yo te crea seriamente

empeñado en la exploración de las raíces de todas las cosas?

¿Y cuál es la actitud de Aristóteles? Uno de los resultados más

emocionantes del libro clásico de Werner Jaeger sobre Aristóteles me

parece ser la conclusión que también detrás de la ontología tanto más

“científica” de la metafísica está el credo ut intelligam.

Sócrates, preguntado por su interlocutor sofístico quiénes son “los

sabios en los asuntos divinos” y “dónde se los puede encontrar”, no titubea

un solo momento... y, por consiguiente, Platón no lo hace tampoco. Si se

planteara la misma pregunta hoy a un hindú culto, pero no formado en la

órbita de la civilización occidental, la respuesta no sería menos precisa y

sobreentendida. Dentro del campo de acción de la civilización occidental,

empero, sólo el cristianismo es capaz de contestar esta pregunta, mientras

los modernos europeos y americanos secularizados no saben qué significa

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exactamente “sabiduría en asuntos divinos”, ni dónde o en quienes se la

podría hallar.

Con esta afirmación hemos llegado a un punto desde el cual se

vislumbra nuestro verdadero tema: el dilema de una filosofía que ignora el

mito y la teología y que, no obstante, aun pretende ser “filosofía” en el

sentido de Pitágoras, Platón y Aristóteles.

Antes de entrar de lleno en la materia, permítaseme una palabra

sobre la “filosofía cristiana”. Si el concepto primitivo de la “filosofía”

incluye per definitionem la predisposición metódica para la teología, si

“filosofar” implica forzosamente la contemplación de un asunto dentro del

horizonte de la realidad global, abarcando a “Dios y el mundo”, si,

finalmente, philo-sophia es la búsqueda afectuosa de una sabiduría que sólo

Dios posee con absoluta amplitud (¡todos estos elementos no son propios

del concepto de la filosofía cristiana sino del antiguo platónico-

aristotélico!), ¿cómo podría la idea de la sabiduría, la única capaz de

aplacar la sed intelectual del hombre, jamás precisar una rectificación

esencial o una adaptación al “progreso” de los tiempos cambiantes? Si éste

es el aspecto del concepto primitivo de filosofía, entonces la “filosofía

cristiana” es en éste nuestro mundo occidental sencillamente la forma

genuina, necesaria y natural de la filosofía.

Contemplada desde el punto de vista del concepto platónico-

aristotélico, no es la idea de la “filosofía cristiana” la que necesite de

defensa y justificación. En cambio, resulta extremadamente dificultoso, si

no imposible, responder a la pregunta cómo podría haber una filosofía no

cristiana..., siempre que se comprenda por filosofía sólo lo que se quería

expresar cuando esta denominación fue creada. Pues para cualquiera es un

resultado comprobable de investigación que fuera de la teología cristiana

no hay en nuestro mundo occidental nada análogo a lo que para Platón ha

sido el mito, la “sabiduría en asuntos divinos”, la enseñanza de los

misterios y la interpretación del mundo tal como les fuera transmitida por

los “viejos”.

Si, por otra parte, es exacto que toda verdad y sabiduría que para

Pitágoras, Platón y Aristóteles contiene la tradición mítica hayan sido

olvidadas y perdidas, o bien fundidas en el crisol de la enseñanza cristiana,

donde quedaron “conservadas”, ¿no llegamos entonces a la conclusión que

la filosofía sólo nutriéndose de la teología cristiana puede preservar aquella

armonía de la interpretación del mundo que distinguía a la filosofía clásica

de la antigüedad gracias a su cercanía con el mito?

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quí estoy preparado a oír la acotación: ¿No es sencillamente

absurdo afirmar que no exista filosofía no cristiana que merezca

realmente ser llamada filosofía? Yo respondería como sigue:

Concretada así, la idea resultaría extremadamente enrarecida, pero decidir

si se puede llamarla “absurda” sólo será posible cuando hayamos aclarado

qué es lo que comprendemos como “filosofía”, “cristiano” y “no cristiano”.

En lo que al primer punto concierne existen, sin duda, ciertas formas

de filosofía moderna que expresamente declinan ser filosofía en el sentido

antiguo, por lo que no pretenden en serio merecer esta denominación. Creo

que éste es el caso con respecto a determinadas manifestaciones de la

logística que no quieren ser otra cosa sino una exacta ciencia especializada

que sólo interese al experto, pero no al mundo entero, vale decir, no a todo

ser humano que sepa pensar.

Mucho más difícil es establecer cuándo una filosofía ha de ser

llamada “cristiana” o “no cristiana”, respectivamente. Para un individuo

que pertenece a este nuestro mundo occidental parece demasiado difícil

eliminar completamente las premisas emanadas de la tradición cristiana

para que uno pueda sostener que su pensamiento filosófico sea lisa y

llanamente “no cristiano”, i.e. no moldeado de ninguna manera por la

influencia ejercida, aunque sea en forma disimulada, por aquel contrapunto

teológico.

Esta dificultad se hace especialmente evidente en el caso de

Descartes. ¿Por qué es imprescindible que toda noción clara e inequívoca

sea la expresión de una verdad? Descartes contesta: “Porque Dios es veraz,

y es imposible que me engañe”. No caben dudas de que esta respuesta sea

un factor de aquella misma tradición de fe en cuya exclusión, por principio,

se basa presumiblemente la filosofía de Descartes. Y si Emmanuel Kant en

su “filosofía de la religión” cita la Biblia unas setenta y cinco veces, apenas

parece haberse mantenido “dentro de los límites de la razón pura”. Desde

luego, este hecho no será para nadie motivo de llamar a esa obra una

“filosofía cristiana”. Pero, ¿es admisible llamarla sin más “no cristiana”?

Aquí se trata de las famosas inconsecuencias que Jean Paul Sartre reprocha

a toda la filosofía del siglo XVIII. “El existencialismo ateo que yo

represento”, dice, “es más consecuente”. Sin embargo, la negación del

concepto cristiano de la Creación desempeña en la obra de Sartre un papel

tan importante que un nihilista pre-cristiano del talante del sofista Gorguias

no lo habría comprendido nunca. Por lo visto, hay que ser cristiano para

poder leer a Sartre.

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La “depuración” de la filosofía de los últimos restos de la

consustanciación con una interpretación teológica del mundo seguirá su

desarrollo cada vez más consecuente, y en el transcurso de esta

“liquidación” se sacrificarán, desde luego, poco a poco, todas las nociones

que se han originado en base a la estructura del credo ut intelligam. Tan

sólo el postrer resultado de este proceso sería una filosofía esencialmente

“no cristiana”. Decir de ella que equivaldría a una “no-filosofía”, en efecto,

no me parece nada absurdo. ¿Qué otra cosa sino un absurdo podría ser el

intento de llamar “búsqueda de la sabiduría” (philo-sophia) el descarte

intencional de esta misma sabiduría?

Hase dicho1: “Philosophy is at present under a double Threat: of

being draines of all humanistic value by reduction to semantica and logic,

or being swallowed by obscure, ambigous and inadequate theology. The

left-liberals in philosophicle thought need to meet this challenge by

formulating a philosophy that avoids both dangers”. Estoy plenamente de

acuerdo con la significación de la primera fase, máxime cuando ésta parece

sostener implícitamente que no toda teología ha de ser “oscura, ambigua e

inadecuada”. Pero si los izquierdistas liberales del pensamiento filosófico

estarán en condiciones y con ganas de aceptar una teología “no oscura, no

ambigua y adecuada”, es lo que me permito poner en duda. Pues

precisamente en esto consiste el dilema de una filosofía no cristiana.

1 “Actualmente la filosofía está expuesta a una amenaza doble: la de ser despojada de todo valor

humanista por la reducción a pura semántica y lógica, y la de ser absorbida por una teología oscura,

ambigua e inadecuada. Los izquierdistas liberales del pensamiento filosófico deben hacer frente a este

reto, plasmando una filosofía que eluda ambos peligros”.

Nota del autor: Así escribió John W. Yolton en una recensión bastante profunda, aunque todo menos

aprobatoria de mi libro “Leisure, The Basis of Culture” (El Ocio, la Base de la Cultura, Editorial Panteón,

New York, 1952, reproducido en “Philosophical Review”, Cornell University, Ithaca, N. Y., enero 1953).

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