jorge franco - el mundo de afuera

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Jorge Franco El mundo de afuera Editorial Alfaguara, 2014. 18 Isolda vive enamorada de los Beatles, sueña con ir a sus conciertos y tararea las canciones en la ducha. También intenta sacar las melodías en el piano y canta bajito que todos vivimos en un submarino amarillo, en un submarino amarillo, en un submarino amarillo. Se encierra en el cuarto y baila rock con el pelo suelto sobre la cara, trepada en los tacones de su mamá, con la falda recogida sobre los muslos, como la minifalda que no le dejan tener. Hay una guerra en un país que se llama Vietnam, en la que todos los días mue- ren personas por razones que no entendemos muy bien. En la mesa oímos a los grandes referirse a esa guerra con horror. Yo les pregunto qué tan cerca estamos de esa guerra o qué posibilidades tenemos de morir ahí. Respiro tranquilo cuando me explican que Vietnam está al otro lado del mundo. Sin embargo, no faltan los comentarios de los que anuncian una tercera guerra mundial y el fin del mundo. Con todo y eso, salgo a jugar todas las tardes con mis amigos. La limusina se detiene porque alguno de nosotros dejó una bicicleta atravesada en la loma, como si la calle fuera toda nuestra. El chofer pita y salimos de los ma- torrales para quitarla. Entonces vemos a Isolda, sola y muy derecha en el asiento de atrás. Nos miramos callados, con desconcierto y fascinación. Yo no esperaba verla ahí. Pero lo que realmente me sorprende es que ella no nos determina. Va quieta, peinada y vestida como una muñeca, y mira al frente como si no existié- ramos. Me acerco a la ventanilla, con la mano sobre la frente para evitar el reflejo, pero la limusina arranca cuando la vía queda despejada. Isolda va para el Club Unión a tomar la clase de natación. Va tarde por culpa de una crisis que tuvo Hedda antes de salir y Dita, que no estaba, ordenó por teléfo- no que Isolda se fuera sola. Gerardo conoce la rutina y toma la vía de siempre. Ya están cerca del club, pero le toca desviarse por las obras del edificio Coltejer. —Si no terminan rápido este bendito edificio... —comenta Gerardo.

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El mndo de afuera

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  • Jorge Franco

    El mundo de afuera

    Editorial Alfaguara, 2014.

    18

    Isolda vive enamorada de los Beatles, suea con ir a sus conciertos y tararea las canciones en la ducha. Tambin intenta sacar las melodas en el piano y canta bajito que todos vivimos en un submarino amarillo, en un submarino amarillo, en un submarino amarillo. Se encierra en el cuarto y baila rock con el pelo suelto sobre la cara, trepada en los tacones de su mam, con la falda recogida sobre los muslos, como la minifalda que no le dejan tener.

    Hay una guerra en un pas que se llama Vietnam, en la que todos los das mue-ren personas por razones que no entendemos muy bien. En la mesa omos a los grandes referirse a esa guerra con horror. Yo les pregunto qu tan cerca estamos de esa guerra o qu posibilidades tenemos de morir ah. Respiro tranquilo cuando me explican que Vietnam est al otro lado del mundo. Sin embargo, no faltan los comentarios de los que anuncian una tercera guerra mundial y el fin del mundo. Con todo y eso, salgo a jugar todas las tardes con mis amigos.

    La limusina se detiene porque alguno de nosotros dej una bicicleta atravesada en la loma, como si la calle fuera toda nuestra. El chofer pita y salimos de los ma-torrales para quitarla. Entonces vemos a Isolda, sola y muy derecha en el asiento de atrs. Nos miramos callados, con desconcierto y fascinacin. Yo no esperaba verla ah. Pero lo que realmente me sorprende es que ella no nos determina. Va quieta, peinada y vestida como una mueca, y mira al frente como si no existi-ramos. Me acerco a la ventanilla, con la mano sobre la frente para evitar el reflejo, pero la limusina arranca cuando la va queda despejada.

    Isolda va para el Club Unin a tomar la clase de natacin. Va tarde por culpa de una crisis que tuvo Hedda antes de salir y Dita, que no estaba, orden por telfo-no que Isolda se fuera sola.

    Gerardo conoce la rutina y toma la va de siempre. Ya estn cerca del club, pero le toca desviarse por las obras del edificio Coltejer.

    Si no terminan rpido este bendito edificio... comenta Gerardo.

  • Mi pap me prometi que me iba a llevar hasta el ltimo piso dice Isolda.

    Yo ni amarrado subo all. La van a subir hasta el pico ese raro que estn haciendo?

    Voy a ir hasta donde tienen puesta la bandera dice Isolda, pegada a la venta-nilla y mirando hacia arriba.

    Las calles del centro son estrechas y la congestin es brutal. La gente vuelve del almuerzo al trabajo y los locales comerciales estn abiertos otra vez. Gerardo se aleja ms para tratar de dar la vuelta por Maturn, pero alguien viene en contra-va y atranca el trfico. Les toca quedarse quietos en una cuadra llena de bares y de vendedores ambulantes. Y de putas, que tambin estaban almorzando y ahora vuelven a las cantinas. Isolda las mira con curiosidad. Gerardo verifica que las ventanillas estn cerradas, pero aun as, ella puede verlas embutidas en sus fal-ditas, y tan maquilladas como los payasos que animaron su primera comunin. Gerardo trata de distraerla.

    Y ya es capaz de atravesarse la piscina entera?

    Uf responde Isolda sin dejar de mirar hacia afuera.

    Esa piscina es bien grande. Y en qu estilo?

    Libre.

    Gerardo se pega de la bocina y a duras penas logra avanzar un par de metros. Quedan justo frente a un bar al que entran dos muchachos, uno de pelo largo y el otro con un peinado afro enorme. Isolda se re.

    Mire a ese, Gerardo.

    Y mire al otro. Ahora uno no sabe quin es hombre y quin es mujer.

    Isolda vuelve a rerse pero al instante se oye una gritera dentro de la cantina. Los dos muchachos que entraron salen corriendo. Los dos llevan una navaja en la mano y un hombre sale detrs de ellos.

    Agrrenlos, agrrenlos! le pide a la gente.

    Agchese, nia, acurrquese abajo! le ordena Gerardo a Isolda.

    Qu pas? pregunta ella, asustada.

    Gerardo no sabe qu pasa. De la cantina sale una mujer sin camisa, con las tetas apualeadas. Camina con los brazos estirados, como si buscara algo para apo-yarse. Gerardo vuelve a pegarse de la bocina, casi a los golpes, y le insiste a Isol-da, agchese, nia, no mire, no mire! Pero ella ya est enganchada a la mirada de la mujer, que parece suplicarle que la salve. Isolda grita con tanto miedo y con tanta fuerza que se queda muda. Gerardo se da la vuelta para tratar de tumbarla al suelo. Isolda no se mueve, est petrificada con un gesto de horror. Los dems

  • carros tambin pitan. La mujer se va de bruces contra la ventanilla de Isolda y deja en el vidrio la mancha ensangrentada de sus tetas. Se agarra de la manija de la puerta y mira a Isolda por ltima vez antes de caerse. Gerardo jala a Isolda de los hombros en otro intento para hacer que se agache. Isolda cede, pero no por el jaln sino porque se desmaya.

    Mrenla, est abriendo los ojos dice una de las dos monjas que la rodean en la clnica El Rosario.

    Don Diego y Dita la llaman, Isolda, Isolda, dice cada uno. Un mdico los acompa-a. Ella mira todo alrededor. Dita le toma la mano y le pregunta, en alemn, cmo se siente. Gut, responde, y una de las monjas, maravillada, se lleva las ma-nos al pecho y exclama:

    Tan chiquita y ya habla ingls.

    Es mejor que descanse dice el mdico.

    Yo me quedo dice Dita, y el mdico asiente.

    Don Diego sale acompaado de l y de las monjas, que sonren sin motivo. Afue-ra, sentado, est Gerardo. Se pone de pie cuando ve a don Diego, que le pone una mano en el hombro y lo tranquiliza:

    Ya despert, dicen que est bien.

    Gerardo suspira aliviado.

    Disclpeme por los insultos de hace un rato le dice don Diego.

    No, don Diego, si usted tiene razn. Yo no tena por qu meterme en esa calle con la nia. Todo fue por el afn.

    Vaya y lave el carro y despus vuelve por m. Don Diego regresa al cuarto y encuentra a Dita acariciando el brazo de Isolda. Le

    ronronea bajito una cancin alemana. Isolda tiene los ojos cerrados y entre las

    pestaas se le ven las lgrimas a punto de salir. Don Diego intenta decir algo,

    pero Dita lo calla con un dedo en la boca. Ella enreda la mano en el pelo de su

    hija y vuelve a tararearle la cancin de cuna.