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JI FIGURAS DE SEGUNDO TERMINO Tenía yo siete u ocho años cuando hizo mi padre un viaje a la capital de la república, no recuerdo ya con qué objeto. En el interín de esa ausencia, Malvina, mi hermana, y yo solíamos escribirle largas cartas con nuestros garrapatos de entonces; y en aquellas misivas, que procurábamos fuesen la expresión vehemente de filial cariño, cuanto esto era compatible con nuestra experiencia en toda suerte de asuntos, nos contraía- mos principalmente a hacerle una multitud de ~ncar- gas relativos a juguetes y frutas, los cuales cumpliÓ' nuestro buen padre con religiosa exactitud. Nunca olvidaré el indecible júbilo con que recibí una hermo- sa castruera o dulzaina con guardas de latón dorado ... Pero lo que produjo en mí mayor satisfacción fue el regalo de un lindo libro, El Bufton de los niños, en edición lujosamente encuadernada y enriquecida con bellos grabados. Vaga aún en el ambiente de mi me- moria el suave aroma de las manzanas maduras que acompañaban a esos objetos en los baúles del equi- paje de mi padre ... Para Malvina trajo otro libro muy interesante como , lectura infantil: El Almacén de los niños; y a los de- más chicos los colmó de alegría con el obsequio de di- v~r~as baratijas, entre otras, peonzas, boliches y ser- VICIOS completos de loza para el comedor de las muñecas de Julia. Esta vivaracha chicuela, que había encargado por conducto de mi madre un candelerito· con vela encendida, también para uso de las muñecas,

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JI

FIGURAS DE SEGUNDO TERMINO

Tenía yo siete u ocho años cuando hizo mi padreun viaje a la capital de la república, no recuerdo yacon qué objeto. En el interín de esa ausencia, Malvina,mi hermana, y yo solíamos escribirle largas cartas connuestros garrapatos de entonces; y en aquellas misivas,que procurábamos fuesen la expresión vehemente defilial cariño, cuanto esto era compatible con nuestraexperiencia en toda suerte de asuntos, nos contraía-mos principalmente a hacerle una multitud de ~ncar-gas relativos a juguetes y frutas, los cuales cumpliÓ'nuestro buen padre con religiosa exactitud. Nuncaolvidaré el indecible júbilo con que recibí una hermo-sa castruera o dulzaina con guardas de latón dorado ...Pero lo que produjo en mí mayor satisfacción fue elregalo de un lindo libro, El Bufton de los niños, enedición lujosamente encuadernada y enriquecida conbellos grabados. Vaga aún en el ambiente de mi me-moria el suave aroma de las manzanas maduras queacompañaban a esos objetos en los baúles del equi-paje de mi padre ...

Para Malvina trajo otro libro muy interesante como, lectura infantil: El Almacén de los niños; y a los de-

más chicos los colmó de alegría con el obsequio de di-v~r~as baratijas, entre otras, peonzas, boliches y ser-VICIOS completos de loza para el comedor de lasmuñecas de Julia. Esta vivaracha chicuela, que habíaencargado por conducto de mi madre un candelerito·con vela encendida, también para uso de las muñecas,

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LUCIANO RIVERA y GARRIDO

recibió igualmente una linda ánfora o jarra -lilipu-tiense, de loza de Natá. Interrogada la niña por unamigo de la casa acerca del destino que daría a aque-lla monísima vasija, respondióle al punto con la do-lJOsura y prontitud ocurrente que le eran caracterís-ticas:

-¡Esta es para tomar aguardiente, amigo!Julia acababa de cumplir tres años.Trajo mi padre de Bogotá cinco muchachos, huér-

fanos o expósitos, de la última clase del pueblo de lacapital, con el objeto de redimir de la triste esclavitudde la miseria a aquellos desgraciados y hacer de ellosbuenos servidores de la hacienda, y más tarde hom-bres útiles para la sociedad. Llamábanse José, León,Agustín, Benedicto (a quien se le decía Benedo, paraabreviar) y José chiquito, designado así para distin-guirlo del otro José, que se denominaba también Jo-sé Herrera o José grande. Véase, pues, que este adje-tivo pomposo no está reservado exclusivamente paralos soberanos y los conquistadores de fama.

José grande, León y Agustín eran mestizos de blancoe india, de muy diferente aspecto entre sí, no obstantelas afinidades de raza, y, asimismo, de diverso tem-peramento moral. José grande era un chico poco dadoa las bromas, o sea, lo que llaman los psicólogos, uncarácter serio; de mediana inteligencia, robusto ybien dispuesto para el trabajo, aunque un si es no esrebelde a la disciplina reglamentaria que mi padretenía establecida para sus servidores. Poco comunica-tivo y adusto de fisonomía y modo de ser:,ejercía cier-ta autoridad sobre sus compañeros, la cual obedecíanéstos de una manera tácita, sin murmurar, y como co-sa natural, efectuándose en ello algo semejante al cum-plimiento de una ley atávica: la sumisión de la tribua la voluntad del cacique, origen del gobierno en lospueblos salvajes. León y Agustín eran altos para suedad, cenceños, de espíritu alegre y expansivo, cari-ñosos con los niños, respetuosos con los señores yleales y buenos criados, particularmente el primero.Eenedo, indio de raza pura, muisca sin mezcla, de co-

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lar cetrino y cabellos ásperos, con ojillos de víbora yuna sonrisa sarcástica, que no desamparaba sus delga-dos labios y hacía más notable una cicatriz como denavajazo que tenía en la mejilla izquierda, era la per-sonifIcación de la astucia y de la picardía infantiles.Dado a las bromas, juguetón, bullicioso e inquieto, yadicto a toda una suerte de hábitos irregulares, cons-tituía el Judas de la cuadrilla, y resumía en sí todoslos defectos de la hez del populacho bogotano.

Desde luego no se les conoció colectivamente en lahacienda sino con el denominativo de chinos, el cualse da, por lo común, en la capital de la república, alos muchachos del pueblo que vagan anónimos porcalles y plazas, merodeando en las fondas y husmean-do en las tiendas de comestibles; criaturas errantes quepasan por los talleres, se asoman a las casas particula-res, de las cuales se retiran llevándose por equivocaáónalgo que no les pertenece; y se pescan en los atrios delos templos, en los vestíbulos de los teatros, en losalrededores de los tejares, por los lados de Las Cruces() en las alturas de San Diego, a inmediaciones de loscuarteles o en la plaza del mercado. Entiendo que deese gremio original y típico surgieron después, a me-dida que las necesidades de la cultura social crearonnuevas industrias y oficios nuevos, los voceadores deperiódicos y los lustradores de calzado ...

El mayor de los cJ:linos traídos por mi padre, Joségrande, contaría quince años; el menor, José chiquito,personificación cumplida de la incuria, del desaseo Tde la pereza, con aditamento de una hambre atrasa-da que no satisfacía nunca y una sarna tenaz en lapiel cabelluda que sóla la infatigable caridad de mibuena madre consiguó destruir al cabo de muchotiempo, tendría siete años.

-jTantic~ pan, mis amitos! Decía José chiquitocon voz lacnmosa y anheloso ademán el día que llegóa nuestra casa, habituado ya a esa eterna frase, gritode su profunda miseria desde que aprendió a hablary se lanzó solo en la lucha terrible por la vida, a las.::allesy plazas de la populosa capital ...

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LUCJANO RIVERA y GARRIDO

Cuánto frío, cuánta hambre, cuán absoluto desam-paro habría padecido aquel desvenntrado niño desdeel día en que, abandonado quizás por una madre sin:entrañas, había vagado al azar, medio desnudo, sinque nadie detuviese un instante las miradas en la in~finita miseria de su ser! ... Entonces no existían enBogotá los establecimientos benéficos que, para honrade la humanidad, se han fundado después con la no-ble mira de aliviar y proteger a los niños desvalidos;''1 nada puede dar idea de lo que esas míseras criaturaspadecerían bajo los rigores de un clima frígido, cu-biertos de harapos y mal alimentados.

Detalle curioso: José chiquito afirmaba que su ape-llido era Rodríguez. ¿Cómo pudo llegar a saber esehijo de las calles el nombre de su padre? ..

Por de contado, aquellos rapazuelos, particularmen-te el insigne Benedo, nacidos y criados en la vía pú-blica, a merced de todas las malas influencias del me-dio ambiente en que existían, libres como la luz y sinmás amparo que el de Dios y sus agentes sobre la tie-rra, las buenas almas, eran repertorios vivos de inci-dentes curiosísimos y no siempre edificantes, de lavida de absoluta miseria y salvaje independencia enque por aquellos tiempos vegetaba la infancia desva-lida de la capital. Mil hechos y casos, los más heter'o-géneos entre vistas de ejército, fusilamiento de crimi-nales, procesiones de Corpus y Semana Santa; ecosde ópera, recogidos desde la calle, en la puerta delteatro; aires de retreta; entierros de señoras y de gene-rales; elecciones; fiestas de plaza, y mil cosas más. Da-do a la admiración de todo aquello que se presentabaa mi mente con los caracteres de lo sorprendente y delo maravilloso, como que mi espíritu de niño quimé-rico era un verdadero kaleidoscopio, en el cual se su-cedían incesantes los mirajes más complicados y se-ductores, me quedaba alelado oyendo las fantásticasrelaciones de los chinos cuando en las hermosas no.ches de luna, sentados sobre la yerba que tapizaba elpatio, nos congregábamos la gente menuda de la casapara jugar, contar cuentos y departir sabrosamente.

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Como acababa de pasar la revolución de 1854, eranlos recuerdos de los incidentes más notables de la to-

o ma de Bogotá por el general Mosquera, e14 de diciem-bre de aquel año, lo que constituía la flor de las im-presiones de los chinos, testigos oculares, si bien le-janos, de aquella jornada memorable. Cuando de es~grande acontecimiento se tratab'! en nuestras infantI-les conversaciones, Benedo, olvidado del incondicio-nal respeto que José grande inspiraba a todos ellos, lGinterrumpía sin reparo y asumía las solemnes funcionesde narrador. Entonces, arrebatado por el calor del épi-co relato, imitaba el sonido de las cornetas, simulabacon los labios, ayudado de pies, manos y dientes, loscañonazos, los disparos de la fusilería, el redoble delos tambores, los ecos armoniosos de la música, elzumbido de las balas, los ayes de los heridos, el ester-tor de los agonizantes, las maldiciones de los vencidosy los clamores victoriosos de los vencedores: en fin, elcuadro completo de la batalla! Eran de verse las mue-.casy contorsiones que el diabólico muchacho ejecutabacon los labios, las narices, los ojos y hasta con las ore-jas; y aquella cicatriz de navajazo que tenía en la me-jilla izquierda como que se profundizaba más y mása medida que la narración animada del combate ibaacentuando con creciente vivacidad y energía las di-versas pericias de que he hablado. ¡Yo estaba en la glo-ria!. .. ¡Tácito, el más ilustre de los historiadoreslatinos, no consiguió interesar en tan alto grado miinteligencia de hombre, como logró impresionar mimente de niño aquel ignorante muchacho con sushipérbólicos relatos, en esa edad tierna, tanto más fe-liz cüanto más inocente!

Aquellos pobres niños tuvieron fines muy distintosunos de otros. José grande, mal inspirado por su ca-rácter altanero y voluntarioso, huyó de nuestra casaaño y medio o dos años después de haber venido aella. Supimos al principio que se había comprome-tido como sirviente en una hacienda de las inmedia-ciones de la ciudad de Palmira; pero mi padre, desobli-gado por la ingratitud del chino, a quien siempre trató

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con especial deferencia, no quiso reclamarlo. En se-guida lo perdimos de vista y nunca volvimos a sabernada de él.

León, que era, sin duda, el mejor y el más noblede los chinos, nos acompañó muchos años y fue siem-pre un servidor honrado, jovial, afectuoso y muy adic-to a los intereses de la casa. Amaba a mi madre conla ternura de un buen hijo, y profesaba a mi padreprofundo respeto, aliado a una lealtad sin sombras.Por mi parte, yo lo prefería entre sus compañeros pa-ra asociarlo a mis excursiones selváticas y a mis en-tretenimientos infantiles, porque ninguno sabía inge-niarse como él para descubrir nidos de pajarillos enlas ramas más altas de los guayabos y de los chiminan-gas y construir ranchitos en la espesura del bosquevecino. La revolución de 1860 lo encontró casi forma-do ya; y habiendo sido reclutado y después enroladO'en las tropas del general Mosqucra, como sucedió conla mayor parte de los peones y criados de la hacienda,hizo la campaña del Cauca y las de Antioquia y elTolima, y fue a morir de un balazo en la plaza de SanDiego, en Bogotá, su ciudad nativa, durante el com-bate del 18 de julio de 1861, que dio como resultadola toma de la capital por las huestes revolucionarias.¡Quién hubiera dicho a León, cuando se alejó de laciudad en donde vio la luz primera, que no habríande volver a contemplarla sus ojos sino al tiempo deexhalar el último suspiro! ...

A la sazón me encontraba en la capital como estu-diante externo del colegio de los Padres Jesuítas. Entan tremendo día no concurrimos a las clases; y a lacaída de la tarde, después de terminada la batalla,vagaba en compañía de otros condiscípulos por los si-tios en donde esa mañana se habían batido furiosa-mente y ahora se mostraban revestidos por ese aspec-to terrible que adquieren los lugares que han servidode teatro a un combate reciente. Asustado y cofnnovidodiscurría entre la multitud de curiosos que haciendólos más variados comentarios, cruzaban el campo ycontemplaban con asombro los cadáveres que yacían

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por doquiera, cuando de improviso me encontré conManuel Santos, honrado mulato, excelente peón de lahacienda de mi padre, quien había ido a Bogotá comosoldado del general Mosquera y recorría aquellos para-jes asociado a quince o veinte camaradas de su bata-llón, para recoger los cuerpos de los muertos en gran-des parihuelas que llevaban consigo, y conducirlos aun lugar determinado, donde, reunidos en montonesde siniestro aspecto, eran quemados inmediatamente.Después de las efusivas manifestaciones recíprocas, pro-pias de las circunstancias, Manuel Santos me dijo:-j Venga conmigo, niüo, y verá una cosa muy triste,

que acaso no sospecha usted. " Venga!y al decir esto me condujo detrás de un cerrilló que

se levantaba a corta distancia de la iglesia de San Die-go, cerca de la capilla de la Virgen del Campo ...¡Jamás olvidaré el doloroso espectáculo que se presen-tó a mi vista! ... León, nuestro querido León, el chinofavorito de la casa, amable compaüerito de mis juegos.infantiles, yerto y rígido, atravesada la cabeza por unbalazo que había dejado allí un agujero negro y pro-fundo, del cual manaba una sustancia amarillenta;con los brazos en cruz, abultado el vientre, medio des-nudo, perdida la muerta mirada en el espacio azul,yacía sobre la ensangrentada yerba ... ¡Pobre León!¡Quién me hubiera dicho, cuando poco tiempo antesme separé del querido hogar paterno, que no habríade volver a· verlo sino así, destrozado por la violentamano de la muerte! ...

Entre lVlanuel Santos y sus compañeros lo condu-jeron al lúgubre montón, y algunas horas después noquedaban del desventurado muchacho silla unos cuan-tos huesos, medio calcinados por el fuego.

Agustín nos acompafíó también algunos afíos. Conel tiempo se separó de nuestro lado, no recuerdo porqué causa, aunque sí me alrevo a afirmar que ella nosería desdoros a para el muchacho; vivió en diferenteshaciendas, siempre bien remunerado, porque resultóvaquero habilísimo; y al fin murió de fiebre pernicio-sa en el caserío de Los-Chancos.

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Benedo, no obstante su genial viveza, mejor pudieradecir, su característica inclinación a picardihuelas ycosas non sanctas, vivió igualmente al lado nuéstromucho tiempo. Mostróse siempre sarcástico, maliciosoy egoísta, porque naturalmente era así, y sólo los san·tos consiguen triunfar de la índole que recibieron conla vida. Por último, él también se separó de la casa,y en seguida fuimos informados de que residía en elpueblo de San Pedro. Después nada volvimos a saberde ese original muchacho, que acaso exista todavía, yquien, a no haber salido nunca de Bogotá, habría lle·gado a ser una exacta reproducción de el nifío Agapito,inolvidable tipo del chino bogotano maravillosamentefotografiado por el nunca bien sentido Ricardo Silva.

José chiquito, encargado del importante ramo delas aves domésticas, especie de caricatura de mayor-domo de corral, a quien mi madre había confiado lavigilancia del gallinero y sus anexidades, vivió en ca-sa en tanto que el hambre insaciable de que padecíaa todas horas, la sarna y otras dolencias íntimas, a lascuales no eran extraños los dedos de los pies, le difi-cultaron las escapadas, cosa a que era muy inclinadopor naturaleza, como todos sus congéneres, pues es biensabido, no existe chino bogotano en servicio activoque no se haya juído por lo menos cuatro veces du-rante su condición de tal; pero, tan pronto como cre-ció un tantillo y se vio menos enclenque y libre deaquella maldición cabelluda que proclamaba a gritossu mala sangre y, después de haber resistido a todoslos agentes químicos y fannacéuticos, sólo vino a ce-der ante la diligencia incansable de mi madre, des-apareció de la casa en una bella mañana, y no se suponada de él en algún tiempo.

Mi buena madre, que había cobrado ley al chino,por lo mismo que lo veía tan estúpido y tan desgra-ciado, entró en mil afanes y puso en campaña a todoslos servidores de la hacienda y a personas de fuera deella, a fin de que descubriesen su paradero; pero alprincipio toda investigación en ese sentido resultó in-fructuosa. Quince días despuéil, el tío Lemas, persona

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de quien tendré que hablar detenidamente en la pro-secución de estos Recuerdos, encontró el cadáver de.José chiquito medio devorado ya por las gallinazas, enel centro de un espeso bosque, distante legua y mediade la casa, hacia las umbrías de la cordillera central. Sepresume que el muchacho, poco conocedor de los al-rededores de "La-Isla", supuesto que no había vuelto-a salir de allí desde que vino de Bogotá, medio idiotacomo era, se extravió en la selva, no pudo volver a darcon ninguna de las angostas sendas practicadas en ellapor los leñadores, y murió de inanición. ¡Terriblecosa! ... Por algún tiempo ocultaron a mi madre lalúgubre noticia, pero al fin hubo que revelarle la ver-dad, y entonces derramó muchas lágrimas, sumamenteimpresionada y conmovida por aquella desgracia, dela cual no fue responsable.

** *

Enfrente de las habitaciones, hacia el norte, se en-contraba el potrero destinado al ganado de cría. En elcentro de esa limpia y vastísima pradera, de una re-gularidad de parque inglés, se levantaba un tupidoguadual, que cubría con su denso y fino follaje de unverde muy tierno, dos o tres hectáreas de terreno; y ala izquierda de esa espléndida decoración vegetal, queen una pintura habría parecido inventado adrede parael efecto artístico, se veía otra arboleda de distinta es-pecie, formada por vigorosos guayabos, sereno asilo detodos los azulejos y pericos de la comarca, y cuyo colo-rido, de un verde bronceado, comunicaba al paisajecierta semejanza con los aspectos característicos de lasislas oceánicas. Un gramal, verde en toda estación co-mo un campo de arroz, a causa de la humedad cons-tante de la tierra, formaba magnífico tapiz sobre aque-lla pintoresca dehesa, donde pacían ordinariamenteochenta o cien vacas robustas, escogidas en los hatosmás afamados de la provincia. Era tan manso por logeneral aquel ganado que, cuando íbamos de paseo·

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por esos lados, llamábamos a las vacas por los nombresmás o menos apropiados o caprichosos con que los

vaqueros y ordeñadores las designaban: ¡Pintada! ¡Hos-quita! ¡Verrugosa! ... ¡Tomal ... ¡To.mal ... y al pun-to venían hacia nosotros como dÓCiles corderos; seacercaban, conteniendo la ruidosa respiración; fijabanen nosotros sus grandes ojos de pupilas de ébano hú-medo sobre córnea opalina, estúpidos a fuerza de serdulces en la expresión; y nos lamían las manos, ale-jándose en seguida con sonoros resoplidos, o acompa-ñándonos en la marcha algún tiempo con su andarlento y mesurado. Sin embargo, así como en las agru-paciones humanas mejor constituídas suelen encon-trarse caracteres esquivos o índoles refractarias a todainsinuación expansiva y benévola, que tarde o tem-prano demuestran lo que en realidad son, así entreaquellos rebaños mansos y accesibles solían encontrar-se algunas reses absolutamente intratables, las cuales,o permanecían alejadas, como desdeñosas de nuestrosagasajos o, irritadas por el color rojo de los chales demis hermanitas, amagaban embestirnos, y nos hacíanhuir desbandados, dan40 gritos terribles que, al seroídos desde las habitaciones por nuestra buena madre,la hacían entrar en desazón y la obligaban a enviar enauxilio nuéstro a aquellos de los servidores que estu-viesen al alcance de su voz.

En los llanos superiores que forman la base de lagran cordillera central, pastaba el ganado horro, o sea,las vacas que habían malogrado la cría, a las cuales,así como a un número considerable de novillas, acom-paliaban tres o cuatro toros corpulentos, de raza pa·tiana uno de ellos. Desde una gran distancia alcanzá-bamos a oír los sordos y prolongados bramidos deaquellos animales enormes; y cuando paseábamos poresos contornos, nos deteníamos atemorizados, pues lavoz ronc:a y hondamente sonora de aquellos sultanesde la llanura llevaba a nuestra mente la idea confusade fieras escondidas en los antros enmarañados delbosque, o de cosas más terribles aún, que no acertabaa definir nuestra infantil comprensión.

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El corral, sitio cerrado en donde todas las mañanasse ordeñaba un número considerable de vacas, ocu-paba un espacio regular, al sureste de la casa, a lasombra de un higuerón muy elevado y ramoso, asilode incontables parejas de garzas y coclíes. Bajo ese ár-bol añoso pasaba yo largas horas, sentado en sus grue-sas y salientes raíces, sin cansarme de admirar la corpu-lencia de su rugoso tronco y lo encumbrado y tupidode su lustroso follaje, interpolado a trechps por va-riadas parásitas de cerúleas y fragantes flores. A cortadistancia discurría el riachuelo Guabitas, sobre unplano inferior dél terreno, entre márgenes cubiertaspor guijas de diversos colores y arbustos de medianatalla.

Desde las cuatro y media de la mañana empezabanel trajín y la faena de los ordeñadores; y cuando las¡lumbres de oro y rosa de la aurora sucedían a los pá-!idos destellos de la luna menguante, y teñían condelicados toques de una luz violácea las empinadas ci-mas de las cordilleras, ya las vacas y los ternerilloshabían entonado el rudo coro de discordantes brami-dos y balidos que no terminaría antes de cuatro horas.por lo menos.

En las inmediaciones del corral se cruzaban frasescomo las siguientes, cuando aún no había amanecidodel todo:

-No encuentro mis maneas: ¿dónde diablos me lashabrán puesto? ..

-¡Ajá! Pues si vos no lo sabés, respondía otra voz, nosé quién te lo podrá decir, porque no tenés aquí pa-jes que te estén cuidando tus cosas.

-¡Adiós demonios! Ya me quebraron mi socobe (1)ordeñador. ¡Hoy sí!-iMadrecita mía y Señora! Exclamaba una de las

muchachas ordeñadoras, abrigándose a medias con unpañoloncito deshilachado y recogiendo de prisa losenseres del oficio: Ino permitás que hoy vaya a estar

(1) Vasija hecha con el fruto de una curcubitácea, semejantea la calabaza, que se produce en los rastrojos.

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hecha una condenada, como ayer, esa b(lrcina deldemontres! ,

-¡Upar lUpa!, decía el mayordomo con voz impe-riosa, presentándose de improviso por aquellos sitios"con una soga enrollada ~n la mano. ¡Apuren, que noscoge el día! ¡No charlen tanto!

Las cercas que formaban el corral estaban construí-das con guaduas gruesas y eran altas y muy sólidas;dos puertas de las llamadas de trancas, daban accesoal cercado. Generalmente esas puertas consisten en dosescalones de madera fuerte, plantados a distancia detres a cuatro metros el uno del otro, sobre cuyos trave-saños, muy resistentes, se deslizan, no sin dificultad, enrazón de su peso, ocho o diez guaduas fornidas, muylargas. Se necesitan las fuerzas de un jayán cuando seha de dejar libre el espacio que obstruyen esas guadua~enormes, para que entren o salgan los transeúntes ylos animales; y si como sucede por lo común en la es-tación lluviosa, se forma allí un hondo fangal, cada díamás profundizado por el obligado paso de las caballe-rías y ganados, entonces la empresa de abrir tales puer-tas toma proporciones de un verdadero acto épico.

En uno de los ángulos o esquinas del corral habíauna gran horqueta, la cual sostenía un cántaro de barr(}quemado, de considerable capacidad y con la boca cu-bierta por un paño de lienzo burdo, que servía de co-lador. En ese cántaro se depositaba la leche, a medidaque eran ordeñadas las vacas, para llevarla de allí a lacanoa de la quesería.

A la verdad, es uno de los cuadros más propios paraTe~ocijar el ánimo de los amantes de la vida campestreel que ofrece el corral de una hacienda del Valle delCauca, en los momentos destinados a la curiosa opera-ción de ordeñar, detalle interesante de una industriasimpática, que da' vida y prosperidad relativas a estepueblo esencialmente ganadero. Aquí, una hermosa va·ca de piel blanca, negra o pintada, robusta y provistade cuantiosa ubre, se deja sujetar sin resistencia por lavigorosa mano de lozana campesina, quien al puntoprocede a extraer la leche que, en albos y calientes

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cftorros, cae humeante y espumosa en el fondo de lim-pio socobe, mientras que el ternero, con el hociquilloOltado, e inquieto y retozón, forcejea y se debate, pro-testando contra aquella tiranía insoportable que, a sumodo de ver, acabará por hacerlo morir de hambre;allá, dos mocetones fornidos, negro el uno, mestizo eletro, apenas si a fuerza de lidia consiguen dar en tie-rra con una res bravía que, recién parida, se resiste adejarse ordeñar y, por ende, a verse privada del ali-mento de su hijuelo aterido y flacucho, el cual, con elpelaje erizado y húmedo en partes, bala tristemente asu lado; en otro sitio, y confundidas con algunas muje-res de edad, verdaderos vestiglos, curtidas por la intem-perie, encorvadas por el peso de los años y medio abri-gadas apenas con rebozos desgarrados y sombrerosinverosímiles, cinco o seis muchachas de diversas razas,blanca y gorda como sabanera, una; morenas, de ojospardos y aterciopelados, como buenas mestizas, otras;esbeltas mulatas y negras de porte úrogante, las más;recogida la falda de pancho hacia la cintura en gruesorodete que hace valer las airosas caderas, y desnudaslas rollizas pantorrillas, todas en cuclillas, ordeiíantranquilamente Lis vacas más mansas, sin mayores con-tratiempos, y refiriéndose las unas a las otras sus amor-cejos y percances de las humildes hijas de los camposque ignoran los disimulos y fingimientos de la civili-zación, y celebrando con ruidosas carcajadas, que de-jan en descubierto dientes tan blancos como las gotasde leche que se escurren por entre sus dedos, los inci-dentes más o menos agudos de su rústica pero originaly animada conversación. Aculhi, otros ordeñadores,que han dado con vacas menos tolerantes, son acogidospor ellas con embestidas o coces, que reciben los agre-didos con las expresiones y juramentos más acentuadosdel vocabulario de los vaqueros ... Las reses bramanen tono bajo y profundo, o rumian pausadamente;los becerrillos exhalan trémulos balidos; y el leve y.pacible rumor de los diálogos íntimos de las mucha·chas, desconcertado a las veces por las voces regañonas

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LUCIANO RIVERA Y GARRIDO

y cascadas de las viejas y por los fuertes resoplidos delas vacas; las nubecillas de humo que se elevan de loscigarros que fuman algunos ordeñadores mientras re-posan; el cielo sereno y azul de las encantadoras ma-ñanas de verano; las frescas brisas y perfumadas aurasde los bosques vecinos, embriagadoras en aquellas pri-meras horas del día; los trinos y gorjeos de los travie-sos cucaracheros, esos tenores alados de las selvas cau-canas, que dicen cosas tan festivas en sus cantos deretozona melodía; el lejano ladrar de los perros y elolor especial que se levanta de la tierra y del ganado,insulso, si se quiere, pero saludable; todo esto, mez-clado y refundido en una impresión compleja y difícilde fijar por medio de la palabra, forma un conjuntograto, que habla a la mente de paz y tranquilidad, yt;umerge el ánimo en la deliciosa contemplación delos encantos de la vida pastoril ...

Agustín, el chino que participaba con León de laspreferencias y agasajos de todas las personas de la:familia, había cobrado fama en la hacienda de ser unode los ordeñadores más diestros. Mi padre hacía gran-des elogios de la habilidad del muchacho para lidiarel ganado, por lo cual tenía fundadas en él las mejoresesperanzas, y frecuentemente decía que el ágil bogo-tanito llegaría a ser con el tiempo el vaquero másaventajado de la comarca. Los repetidos elogios de mipadre i del mayordomo exaltaron en gran manera elamor propio de Agustín, de tal modo, que no habíavaca brava ni becerro cimarrón a los que no se atrevie-se. Veíase en el corral por esa época una vaca arisca,de piel rop, alta, membruda y con unos cuernos enor-mes y agudos, la que era <:onocida con el nombre dela Candela, por alusión al color encendido del pelaje.Una mañana la Candela amaneció con el diablo den-tro del cuerpo, y se resistió más que de costumbre paradejarse ordeñar. Irritado Agustín ante aquella tena-cidad que ya le cargaba, se acerc6 a ella y le dio unatremenda bofetada que la hizo bramar de dolor y de

. Íra. Enfurecida la res dirigió una mirada truculenta alchino; y sin decir ¡allá voy! ni darle tiempo para

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I:\IPRF.SIO:"iF.S y RECUERDOS

huir, se lanzó sobre él con la enorme cabeza inclinada,lo derribó de una topetada en el terranal, revolcóloallí y arremetió de nuevo con tal violencia, que cuan-do los demás order1adores acudieron veloces a defen-derlo y lo levantaron, hecho una miseria de polvo,estaba sin sentido y lo inundaba un arroyo de sangreque brotaba de honda herida dejada en la mejilla de-recha por uno de los cuernos de la iracunda vaca.

¡Pobre Agustín! Decir cuánto deploramos su des-gracia sería cosa de nunca acabar. Mi madre lo hizotrasladar inmediatamente a un cuarto vecino de nues-tro dormitorio, y allí lo cuidó con el mismo interésafectuoso que si se hubiera tratado de uno de nosotros.Por lo demás, durante el resto de su corta vida, Agus-tín llevó en la mejilla derecha la redonda cicatriz dela' cruenta cornada.

Como los chinos, Santiago también era bogotano.Joven de familia decente, a quien el padre, viejecillozapatero, Illuy honrado y venerable pero sumido enuna miseria negra. había confiado al mío; Santiago,digo, \'ino a nuestra casa, traído por mi padre de Bo-gotá. por allá en los aIlOSde 1849 a 1850, Huérfanode madre, probo por naturaleza y sano de espíritu, perotímido. encogido y poco comunicativo, se había for-mado al lado liu(~stro, y casi era considerado entre nos-otros como miembro de familia.

La existencia de ese pobre joven revistió diversas fa-ses, completamente opuestas entre sí. Era una especiede mayordomo de segundo orden, en quien mi padredepositara mucha confianza, de la cual era bien digno,par cierto. el honrado Santiago. Cuando tuvo veinti-cinco años, él. en quien el despertar de las pasiones serabía mostrado tardío, se enamoró perdidamente deuna preciosañnpanguita de Guadalajara, y aun pensóen casar'Se con ella, a lo cual es probable que no sr," .'hubiera opuesto mi padre; pero hé ahí qu<;,•.q.frtipro- , '!' .

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viso, de la noche a la mañana como suele decirse, lacosa cambió de una manera totalt y el amartelado mo-zo, olvidado de novia, bailes, serenatas y cenas, seconvirtió en el hombre más devoto y rezandero; detan extremado modo, que ya no pensó en otra cosaque en santos y novenarios. El cuartito que le servíade habitación en la hacienda se convirtió en oratorio,donde no hubo santo ni santa que no tuviera un ni-cho particular, desde el taumaturgo San Antonio dePadua, que se veía en diversos ejemplares, de bulto,al óleo, en papel y en yeso, hasta San Pascual Bailón'YSanta Rita de Casia, vencedora de imposibles, repre-sentados también en las más variadas formas. Confe-saba sus culpas cada'ocho días en los viajes semanalesque hacía a la ciudad; y ya no habló sino de relacionescon sacerdotes, beatas y sacristanes, y de las congrega-ciones y hermandades diversas en que se había afilia-do y de cuyos directores y presidentes había recibidomuchos escapularios y medallas, que son como las in-signias de los numerosos batallones de devotos con quecuenta la corte celestial. Si a imitación del virrey Sa-lís, guardadas las debidas proporciones, Santiago nose hizo fraile, fue porque en esos lejanos tiempos, noié si más o menos dichosos que los nuéstros, a ese res-pecto, no existía en Guadalajara un solo convento.

En casa estábamos pasmados grandes y chicos an-te aquella transformación tan rápida como inesperada,pues son raras las ocasiones en que se ve a un hombrejoven cambiar la risueña perspectiva de una boda an-helada con ardor, por los cilicios, el ayuno y las pri.vaciones d~ la vida cenobítica; pero aquello pasó así,r nadie improbó semejante conducta, porque nuestrospadres daban el ejemplo de tolerancia bien entendidaen materia de asuntos de conciencia. Por lo demás,nunca pudimos descubrir los verdaQeros motivos queimpulsaron a Santiago a proceder de esa manera; perollÍ juzgo que ellos debieron de ser graves, porque esejoven era naturalmente frío y de imaginación poco ac-cesible a las influencias de la pasión y del sentimiento.

Con el transcurso del tiempo fue a Santiago y a

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IMPRE'lIONES y RECUElUJOIi

Gabriel a quienes mi padre confió el encargo de trans-portar, por turno, al puerto de Buenaventura, los pro-ductos de un establecimiento de destilación que fundóen la hacienda. Sai1tiago conoció entonces por esoslados a una mujer insinuante y buena moza, cuyosatractivos modificaron algún tanto el exceso de fervorreligioso, y con quien acabó por contraer matrimonio.Establecido ya por aquellos lugares fue protagonista.en una aventura terrible, ocurrida muchos años deii-pués. Paso a referirla.

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Hacía poco tiempo que había sido entregada al ser·vicio del público la vía nueva del camino de Cali aBuenaventura, en la sección comprendida del "Boque-rón del Dagua" a Juntas, pueblecillo situado en elfondo de un vallejuelo selvoso y húmedo, sobre unaespecie de península .o lengua de tierra, angosta y pla-na, que dejan entre sí, al unirse, el río últimamentenombrado y el rumoroso Pej:.ita, de aguas casi verdesa fuerza de ser límpidas. Aquel trayecto, no obstantela estructura abrupta del territorio que atraviesa, esconsiderado, con razón, como el mejor camino de he-ITadura con que cuenta la república, y honra muchoal contratista que lo dirigió, el inteligente y laboriosoantioquefío D. Juan Jacobo Restrepo, quien, sin co-nocimientos profesionales en ingeniería, y guiado tansólo por un excelente sentido práctico y una energíade titán de que ya había dado valiosas muestras enlas montañas de su país natal, como empresario dieminas, ejecutó una de las obras más persistentes y atre-vidas que pueden encontrarse en nuestras cordilleras.Imagine el lector una serranía rocallosa, casi perpen-dicular, de algunas leguas de longitud y altura varia-ble, sobre la cual se ha trazado, cortándola a pico,una senda angosta, de piso firme, suspendida sobreprofundo abismo, en cuyo fondo se precipita, despe-ñado entre enormes pedrejones y empinadas rocas, el

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tumultuoso y amarillento Dagua, de renombre geográ-fico. Palmo a palmo fue volada la roca por la pólvora;y en donde este explosivo no se consideró suficiente-mente poderoso para destruir los obstáculos acumula-dos por la naturaleza, como para hacer inexpugnablesaquellos farallones endurecidos por el sol de los siglos,fue el brazo de peones heroicos, suspendidos con rejosa garfios de hierros enclavados en la roca y apercibidoscon bien templada herramienta, lo que logró venceren aquella lucha terrible, efectuada entre un pigmeo,el hombre, y esa fuerza imponderable que se llama lanaturaleza bravía. Gran número de vidas costó tanimportante obra, porque a menudo sucedía que unamina estallaba intempestivamente y destrozaba a cuan-tos trabajadores se encontraban, por desgracia, al al-cance de sus estragos; y también ocurría que un hom-bre, colgado sobre el abismo, sentía de repente que elrejo que lo sostenía, rozado por el frote continuo ton-tra la áspera ~eña, se reventaba, y el infeliz era pre-cipitado desde aquella enorme altura e iba a estrellar-se en la profundidad, sobre las grandes piedras quecolman el atormentado lecho del Dagua. Muy consi-derable fue asimismo, la suma de dinero que se invir-tió en la construcción de esa vía; pero ella quedó ter-minada, y hoy son incalculables los servicios quepresta al país; servicios tanto más valiosos cuanto elpensamiento de unir el Valle del Cauca con el océanoPacífico, por medio de un camino de hierro, tenderácada día más y más a convertirse en un mito si, pormedio de un acto patriótico, no se confía a colombia-nos competentes y honrados la dirección de ese asunto.

De trecho en trecho los ángulos principales de laramificación forman codos salientes en la vía, y éstatuerce a la derecha o a la izquierda, para descendercon mucha suavidad, tánto, que el viajero apenas ad-vierte que baja; y algunas de esas prominencias de laroca constituyen caprichosos hacinamientos que simu-lan, ya un torreón desmantelado, ya un derruído frag-mento de muralla, ya un templo en ruinas. Varios deellos han recibido denominaciones especiales, concor-

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dantes con su apariencia, como, por ejemplo, La-Igle-sia, gran peñasco rojizo que, visto des?e lejos, pa:~teresiduo de fachada de catedral carcomIdo por el tIem-po. Allí la senda se estrecha mucho; y si se vuelve lacabeza a un lado, casi se tropieza con la formidable pa-red de piedra, de la cual se desprenden a la más levevibración del aire, grandes trozos de aluvión; si se~dirigen las miradas hacia arriba, sólo se ve la faja decielo, gris y nebuloso casi siempre, que dejan entre sílas paralelas serranías; y si se invierte el rostro haciala derecha, únicamente se distingue, inclinándose unpoco, el insondable precipicio en cuyo asiento ruge elDagua. Con alguna frecuencia se derrumban en esey otros parajes igualmente peligrosos, mulas cargadas,de las cuales no se alcanza a ver después en lo hondode la sima sino un confuso montón de huesos desque-brajados sobre los que se ciernen las aves de rapiña.

Muchos años antes de la época a que se contraenmis recuerdos, la vía se encaramaba, puede decirse así,por el filo de la cordillera de Las Hojas; y despuésde pasar o deslizarse a la vera de abismos profundísi-mos, selvosos y turbios como antros, y de romperse lacrisma cien veces entre angostos canjilones. y barri-zales interminables, el viajero iba a resultar por undescenso o caída brusca de la serranía, que denomi-naban bajada de "La Puerta", y llegaba al pueblo deJuntas, admirado de encontrarse con vida. Hoy las co-sas han cambiado en las proporciones muy considera-bles que dejo descritas; y por el nuevo camino, ademásde contarse con mayor seguridad por lo firme del pi-so y, casi pudiera agregarse, lo científico y racional de]a vía, encuéntranse de trecho en trecho risueñas pose-siones, como la muy pintoresca de "El Naranjo", yotras, en que sus propietarios han aprovechado losreducidos espacios cubiertos de tierra feraz, para cul-tivar maíz y sembrar pasto y árboles.

En un viaje que hizo Santiago, de Cali a Juntas,donde a la sazón residía su esposa, lo sorprendió latnoche antes de llegar a la venta del "Boquerón delDagua", que es el punto en que comienza la porción

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temible del ~carpado camino. Deseoso de llegar a sucasa, y confiado en el conocimiento práctico que, teinía del pavoroso trayecto, no consideró como incon- 'veniente para proseguir, la circunstancia de haberoscurecido mucho la noche, y continuó la marcha.Montaba un caballo vigoroso, pero poco diestro, puesera la primera vez que transitaba por allí, por lo cualfue, sin duda, muy temerario en no usar de suma cau-tela de aquel lugar para adelante.

Al llegar al sitio denominado La.Iglesia, donde lavía forma una curva estrecha y orilla un abismo demuchos metros de profundidad, la noche se había en-tenebrecido tanto, que Santiago no alcanzaba a dis-tinguir en las tinieblas, no ya la cabeza de su cabalga-dura, pero ni siquiera sus propias manos. Nunca se I

pudo saber si fue el caballo quien en su ignoran-cia del camino, no cruzó a tiempo, o si fue Santiagoquien lo impulsó con ímpetu para que prosiguiera lamarcha: fue lo cierto que de improviso el pobre mozosintió que el animal se derrrumbaba; y sin que élmismo pudiéra explicar cómo se efectuaron los hechos,rodó con él; pero en el esfuerzo supremo que hizopara zafarse de la montura, obedeciendo al instintivosentimiento de la preservación de la vida, la espuelasujeta a su pie derecho se introdujo y qucdó fuerte-mente ajustada entre la estrecha grieta que dejabanen medio dos lajas finísimas, y el infeliz, suspcndidoasí, a semejante altura, pudo darse cuenta del ruidohorrible producido por el desventurado bruto, al des-peñarse en el hondo abismo, arrastrando consíEo, a sup~so, piedras, tierra y malezas; y quedó colgado, pen-diente apenas de la espuela, y con la cabeza haciaabajo ... Hasta él llegaba el eco distante y rOnco delas corrientes del Dagua; el viento húmedo de la nochele azotaba el rostro; y la luz de los relámpagos de unatempestad lejana que se desataba fragoro~a por lassoledades inmensas del Pacífico, le dejaba entrever elpavor?so precipicio ... Sin embargo. como la grieta delas lajas en que habia quedado cogida la espuela re-sistía bien 5U peso, recobró un tanto la esperanza; y

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haciendo esfuerzos sobrehumanos, comenzó a gritar,pero a gritar no como se quiera, sino de la manerahorrorosa como. debe hacerlo un hombre a quien sedegüella. A una distancia enorme lie oyer9n los ladri-dos de un perro, que respondía a esos damores descrlados ...

Es indudable que la última hora de Santiago no ha-bía llegado, pues al cabo de un corto rato sus tremen-dos alaridos fueron oídos por los moradores de un;lcasita poco distante, quienes, alumbrándose con tizo-nes encendidos, a guisa de antorchas, y ayudados porlos arrieros de una recua de mulas, que había toldadocerca, acudieron y, no sin trabajo,10 libertaron delmortal trance. Cuando lo subieron al camino, vieronque el pobre Santiago tenía la cara negra por efectodel agolpamiento de la sangre a la cabeza, y observa-ron que había perdido el sentido.·

-Valiente suerte la de este paisa, ¡hij'un demoniolExclamó con vehemente admiración uno de los arrie·ros, que era antioqueño: ¡Hij' un diablol ¡Si casisitoque nada le sucede al cristiano estel

Condujeron a Santiago como les fue dado a la ca·sita, y allí recobró el conocimiento pasado algún rato,a beneficio de las enérgicas fricciones de aguardientecon yerba-mora que le propinó la caritativa casera,no sin que de vez en cuando el antioqueño dejase deprorrumpir entre dormido y despierto en reiterados¡Hij'un demonio! ¡Hij'un diablol mal repuesto aúnele la inaudita sorpresa que el caso produjo.

Al día siguiente tuvo que proseguir Santiago el via-je a pie ha~a su casa, pues del caballo y la monturasólo habrían podido dar noticia las gallinazas que,descendidas de las altas cumbres al abismo, devoraronel cadáver del animal.

Santiago quedó desde entonces medio demente; yya fuese esta circunstancia, ya el pesar determinadopor reveses pecunia.ios y otras calamidades, lo ciertoes que el pobre hombre tuvo la inmensa desgracia decontraer el vicio de la embriaguez; y un día en quehabía tomado más licor que de costumbre, aprove-

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chando la fatal coincidencia de que su esposa se ha-llaba ausente de la casa, cogió una navaja de afeitary se degolló con ella ... Cuando la infeliz mujer re-gresó al hogar, encontró a su infortunado marido baoñado en sangre, ¡muerto ya! Horrendo fin, al cualllevó la más degradante de las pasiones a un hombredestinado por su honradez y buena índole, a unasuerte mejor. pebiera señalarse como ejemplo a tan·tos desdichados, víctimas del abominable vicio; tantomás abominable cuanto abate el alma, destruye elcuerpo y convierte a un hombre, enantes delicado,sensible y digno, en el más despreciable de los seres.