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JEAN LORRAIN

RECLAMACIÓN PÓSTUMA Y OTROS RELATOS

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Jean Lorrain

Paul Alexandre Martin Duval, cuyo seudónimo fue Jean Lorrain, nació el 9 de agosto de 1855 en Fécamp, Francia. Fue periodista, poeta, escritor y dramaturgo, cuya obra se enmarca en el movimiento simbolista.

En 1882 publicó su primera colección de poesía Le Sang des dieux y colaboró con revistas como Le Chat noir y Le Décadent. En 1883 publicó su segundo poemario, La Forêt bleue, y además frecuentó el salón literario de Charles Buet. En 1891, con Sonyeuse, colección de relatos cortos, consiguió su primer éxito en ventas. A partir de 1895 colaboró en el semanario Journal, donde publicó sus «Pall-Mall Semaine» y con lo cual se convirtió en uno de los periodistas mejor pagados de París; sus ácidas crónicas fueron muy populares y temidas en la época. En 1896 fue admitido como miembro de la Académie Goncourt; al año siguiente, la crítica dio la bienvenida a su novela Monsieur de Bougrelon y la calificó como una obra maestra, sin embargo, en 1901, publicó su más famosa obra: Monsieur de Phocas.

Falleció el 30 de junio de 1906 en París, Francia, a la edad de cincuenta años.

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Reclamación póstuma y otros relatosJean Lorrain

Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes

Christopher Zecevich Arriaga Subgerente de Educación

Doris Renata Teodori de la Puente Asesora de Educación

María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: María Inés Gómez RamosCorrección de estilo: Claudia Daniela Bustamante BustamanteDiagramación: Ambar Lizbeth Sánchez GarcíaConcepto de portada: Melissa Pérez García

Editado por la Municipalidad de Lima

Jirón de la Unión 300, Lima

www.munlima.gob.pe

Lima, 2020

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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LA PRINCESA DE LAS AZUCENAS ROJAS

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Era una austera y fría hija de reyes; apenas dieciséis años, ojos grises bajo altaneras cejas y tan blanca que se habría dicho que sus manos eran de cera y sus sienes de perlas. La llamaban Audovère. Hija de un viejo rey, siempre ocupado en lejanas conquistas, había crecido en un claustro, en medio de las tumbas de los reyes de su dinastía, y desde su primera infancia había sido confiada a unas religiosas, ya que había perdido a su madre al nacer. El claustro en el que había vivido los dieciséis años de su vida estaba situado a la sombra de un bosque secular. Solo el rey conocía el camino hacia él, y la princesa no había visto jamás otro rostro masculino que el de su padre. Era un lugar rústico, al abrigo del camino y del paso de los gitanos. Nada penetraba en él sino la luz del sol y además debilitada a través de la bóveda tupida formada por las hojas de los robles.

Al atardecer, la princesa salía del claustro y se paseaba escoltada por dos filas de religiosas. Iba seria y pensativa, como agobiada bajo el peso de un profundo secreto, y tan pálido, que se habría dicho que iba a morir pronto. Un largo vestido de lana blanca con un bajo bordado con amplios tréboles de oro se arrastraba tras sus pasos, y un círculo de plata labrada sujetaba sobre sus sienes

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un ligero velo de gasa azul que atenuaba el color de sus cabellos.

Audevère era rubia como el polen de las azucenas y el bermejo algo pálido de los antiguos cálices del altar. Y aquella era su vida. Tranquila y con el corazón pleno de alegría, como otra mujer habría esperado el regreso de su prometido, ella esperaba en el claustro el retorno de su padre; y su pasatiempo y sus más dulces pensamientos eran pensar en las batallas, en los peligros de los ejércitos y en los príncipes masacrados sobre los que triunfaba el rey. A su alrededor, en abril, los altos taludes se cubrían de prímulas, que se ensangrentaban de arcilla y hojas muertas en otoño; y siempre fría y pálida dentro de su vestido de lana blanca, en abril como en octubre, en el ardiente junio como en noviembre, la princesa Audovère pasaba siempre silenciosa al pie de los robles rojizos o verdes. En verano solía llevar en la mano grandes azucenas blancas crecidas en el jardín del convento, y era tan delgada y blanca ella misma que podría haberse dicho que era hermana de las azucenas.

En otoño eran las digitales las que llevaba entre sus dedos, de color violeta, tomadas en la linde de los

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claros del bosque; y el color rosa enfermizo de sus labios se asemejaba al púrpura avinado de las flores y, cosa extraña, no deshojaba jamás las digitales, sino que las besaba con frecuencia, mientras que sus dedos parecían experimentar placer al despedazar las azucenas. Una sonrisa cruel entreabría entonces sus labios y se habría dicho que realizaba algún oscuro rito, y era, en efecto (los pueblos lo supieron más tarde), una ceremonia de sombra y sangre. A cada gesto de la princesa virgen se hallaban ligados el sufrimiento y la muerte de un hombre. El anciano rey lo sabía. Y mantenía lejos de la vista, en aquel claustro ignorado a aquella virginidad funesta.

La princesa cómplice lo sabía también: de ahí su sonrisa cuando besaba las digitales y despedazaba las azucenas entre sus hermosos dedos lentos. Cada azucena deshojada era un cuerpo de príncipe o de joven guerrero herido en la batalla, cada digital besada una herida abierta, una llaga ensanchada que daba paso a la sangre de los corazones; y la princesa Audevère no contaba ya sus lejanas victorias. Desde hacía cuatro años que conocía el hechizo, iba prodigando sus besos a las venenosas flores rojas, masacrando sin piedad las bellas azucenas, dando la muerte en un beso, quitando la vida en un abrazo,

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fúnebre ayuda de campo y misterioso verdugo del rey, su padre.

Cada noche el capellán del convento, un anciano ciego, recibía la confesión de sus faltas y la absolvía; pues las faltas de las reinas solo condenan a los pueblos, y el olor de los cadáveres es incienso al pie del trono de Dios. Y la princesa Audovère no sentía ni remordimiento ni tristeza. En primer lugar, se sabía purificada por la absolución; además, los campos de batalla y las noches de derrota donde están en los estertores de la agonía, con infames muñones enarbolados hacia el rojizo cielo, los príncipes, los forajidos y los mendigos, agradan al orgullo de las vírgenes: las vírgenes no sienten ante la sangre el  horror  angustiado de las madres; y, además, Audovère era sobre todo la hija de su padre.

Una noche, un desgraciado fugitivo acababa de derrumbarse con un grito de niño a la puerta del santo asilo; estaba negro de sudor y polvo, y su pobre cuerpo agujereado sangraba por siete heridas. Las religiosas lo recogieron y lo instalaron al fresco, más por terror que por piedad, en la cripta de las tumbas. Depositaron junto a él una jarra de agua helada para que pudiera beber,

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y un hisopo mojado en agua bendita con un crucifijo, para ayudarle a pasar de la vida a la muerte, pues daba ya sus bocanadas con el pecho oprimido por la agonía. A las nueve, en el refectorio, la superiora mandó rezar por el herido la oración de difuntos; las religiosas, emocionadas, regresaron a sus celdas y el convento se sumió en el sueño.

Solo Audovère no dormía y pensaba en el fugitivo.

Apenas lo había visto cruzar el jardín, apoyado en dos viejas hermanas, y un pensamiento la obsesionaba: este agonizante era, sin duda, algún enemigo de su padre, algún fugitivo escapado de la masacre, último despojo varado en aquel convento después de algún horroroso combate. La batalla debía haberse librado en los alrededores, más cerca de lo que sospechaban las religiosas, y el bosque debía estar a estas horas lleno de otros fugitivos, de otros desgraciados sangrando y gimiendo; y toda una humanidad sufriente rodearía de aquí al amanecer el recinto del convento, donde los acogería la indolente caridad de las hermanas.

Era pleno julio y las azucenas embalsamaban el jardín; la princesa Audovère descendió al mismo. Y, a través de

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los altos tallos bañados por el claro de luna que se erguían en la noche como húmedas hojas de lanza, la princesa Audovère se adelantó y se puso lentamente a deshojar las flores. Pero, ¡oh misterio!, he aquí que se exhalan suspiros y quejas y que lloran las plantas. Las flores, bajo sus dedos, ofrecían resistencias y caricias de carne; en un momento, algo cálido le cayó sobre las manos que ella tomó por lágrimas, y el olor de las azucenas repugnaba, singularmente cambiado, cambiado en algo insípido y pesado, con sus copas repletas de un deletéreo incienso. Y, aunque desfallecida y encarnizada en su trabajo, Audovère proseguía su obra asesina decapitando sin piedad, deshojando sin descanso cálices y capullos; pero mientras más destrozaba más innumerables renacían las flores.

Ahora todo era un campo de altas flores rígidas, levantadas hostiles bajo sus pasos, un auténtico ejército de picas y alabardas transformadas a la luz de la luna en cuádruples pétalos y, cruelmente fatigada, pero presa del vértigo, de furia destructiva, la princesa seguía desgarrando, marchitando, aplastando todo ante ella, cuando una extraña visión la detuvo. De un manojo de flores más altas, una transparencia azulada, un cadáver

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humano emergió. Con los brazos extendidos en cruz, los pies crispados uno sobre otro, mostraba en la oscuridad la herida de su costado izquierdo y de sus manos sangrantes; una corona de espinas manchaba de barro y sanie el entorno de sus sienes; y la princesa, aterrorizada, reconoció al desgraciado fugitivo recogido aquella misma tarde, al herido que agonizaba en la cripta.

Él levantó con esfuerzo un párpado tumefacto y con tono de reproche dijo:

—¿Por qué lo has hecho?

Al día siguiente encontraron a la princesa Audovère tendida, muerta, con los ojos vueltos, con azucenas entre las manos y apretadas sobre el corazón. Yacía atravesada en un sendero a la entrada del jardín, pero a su alrededor todas las azucenas eran rojas.

No volverían a florecer blancas en el futuro. Así murió la princesa Audovère por haber respirado las azucenas nocturnas de un claustro, en un jardín en julio.

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RECLAMACIÓN PÓSTUMA

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Para Oscar Wilde

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Colgada junto a la ventana, la cabeza de pintados labios, sosegada y pálida, goteaba sus pesados coágulos de sangresobre un barreño de cobre deslumbrantey colmado hasta los bordes de lirios y jacintos. Esos grandes ojos verde mar de pupilas apagadas, esos cabellos de un rubio rojizo, nimbo de oro brillante, hasta los toscos chorros de púrpura salpicandoese cuello martirizado, henchido de sordas quejas,

él, que los había pintado, ebrio de feroz esperanza,cuando hubo hecho secar todo al fuego del hogar,besó largo rato aquella boca rosácea,

colgó la cabeza en la pared y, vistiéndose de negro,le hizo de su dolor de hombre un sombrío incensario,artista enamorado que de un molde de escayola vive.

¿Y qué es esa cabeza que tiene usted ahí, un vaciado de escayola o una cera pintada? ¡Está muy conseguida como horror, y como una bonita perversión de gusto, esa cabeza de decapitada sobre ese cobre lleno de lirios del valle y de jacintos! Se diría un primitivo… alguna santa Cecilia… ¿Es antiguo por lo menos?

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Y De Romer, poniéndose de puntillas, acercaba sus ojos miopes al tapiz y analizaba como curioso prodigiosamente interesado el yeso coloreado colgado de la pared de mi gabinete de trabajo.

Y cuando le hube confesado que el primitivo que con tanta sinceridad admiraba era una simple copia de una escayola del Louvre decapitada para la circunstancia, una fantasía que había tenido yo de poseer, sangrante y martirizada, la famosa Mujer desconocida de Donatello1, que la degollación de aquel busto era invención mía, y que era yo quien había dado la orden y el encargo al vaciador de que lo agravase con grumos de sangre; cuando por fin le hube informado, algo confuso, como un niño cogido en falta, de que la bárbara iluminación de aquella escayola, el verde glauco de las ciegas pupilas, el rosa marchito de los labios, los toques dorados de los cabellos y hasta el púrpura húmedo de los coágulos eran mi obra de pintor o más bien el torpe entretenimiento de un día de pereza pasado en probarme en vanos tanteos, dijo:

—No tan torpes —mascullaba De Romer, esta vez tan cerca del vaciado de escayola que su mejilla casi rozaba los

1 Donatello (h. 1386-1466), escultor florentino, uno de los grandes renovadores del arte renacentista.

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sanguinolentos coágulos—; no tan torpes…; al contrario. Su ejecución es ingenua, pero con una rara verdad de sentimientos… de sensación, quiero decir, o más bien de intuición, porque usted nunca ha visto ninguna cabeza de mujer guillotinada, que yo sepa.

Y, cuando, algo incómodo, yo balbuceé: «¡Evidentemente, no!», De Romer se volvía hacia mí, muy serio de pronto, y, clavando sus claros ojos en los míos, dijo:

—¡Ah!, entonces, ¿tiene usted todas las perversidades y todas las audacias? ¡O sea, que ahora se dedica a mutilar las obras maestras!

Y como yo permanecía callado, estupefacto ante este ataque, prosiguió:

—Ha cometido usted lisa y llanamente respecto a Donatello un crimen de leso pensamiento y una profanación. Es su sueño lo que usted ha decapitado al hacer de su busto una cabeza de mártir; la Mujer desconocida, cuya cabeza decapitada y sangrante tiene ahí, vivió, si no en la realidad, al menos en el cerebro del artista, y con una vida muy superior a nuestra

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miserable existencia humana, ya que fue evocada en el pasado por unos ojos visionarios hace mucho apagados, ha atravesado las revoluciones y los siglos y, en el aburrimiento de nuestros sombríos museos, su forma todavía nos obsesiona, a nosotros, modernos desprovistos del don de visión y de fe, y de su sonrisa misteriosa y su imperecedera belleza.

—Entonces, ¿usted cree? —murmuré, emocionado a mi pesar por el tono grave y atildado de De Romer.

—Yo no creo nada, salvo que es usted un verdugo. ¿Qué satánica idea de mutilar ese busto se ha apoderado de usted? Es una fantasía totalmente diabólica y no parece en absoluto que usted lo sospeche. Eso nunca le ha impedido dormir, ¿no es cierto? ¡Ah!, es usted un gran criminal, y un criminal inconsciente, la especie más peligrosa; y después ¿ha dormido en esta sala, si no dormido, trabajado hasta tarde, despierto y solo de noche, y nunca ha tenido pesadillas, ni siquiera inquietudes? Pues bien, está usted felizmente organizado; yo no hubiera salido tan bien librado.

Y como yo, intrigado por todo aquel misterio, insistía para conseguir explicaciones más amplias, añadió:

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—Solo tengo que decirle —concluía De Romer— que mutilar una obra maestra es un verdadero crimen, y que ese juego resulta a veces peligroso.

Y, sin querer informarme más, De Romer me estrechaba la mano y se despedía.

Este De Romer es un loco, un desequilibrado de imaginación ardiente, cuyos cabales han naufragado hace mucho tiempo en las prácticas del ocultismo; uno de esos innumerables obsesos del más allá que flotan sumergidos en la lectura de Éliphas Lévi, entre el misticismo aterrorizado de Huysmans y los camelos del salón de los rosacruces. Muy bondadoso era yo al prestar atención a las quimeras que habían pasado por su cabeza a propósito del vaciado de escayola entrevisto en mi casa; a este paso, los estudios de los escultores estarían poblados por visionarios, y la Escuela de Bellas Artes sería una sucursal de la consulta de Charcot2, mientras que todos los escultores que yo conocía resultaban ser, en cambio, alegres juerguistas robustos y barbudos de ideas y tez claras, más preocupados por las sensaciones

2 Jean-Martin Charcot (1825-1893), médico francés que trabajó sobre la hipnosis y la histeria. Sus descubrimientos en el campo de las enfermedades nerviosas le permitieron fundar la neurología moderna.

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que por los sueños. Aquellas ensoñaciones de De Romer eran cuentos chinos que no me impedirían dormir.

Unos días después, mientras trabajaba por la noche en la soledad y el silencio de mi gabinete de trabajo, al amor de la lumbre, con los criados acostados, yo era el único que estaba levantado en medio del recogimiento de la casa; dejé de repente de escribir y levanté instintivamente la cabeza con la angustiosa sensación de que ya no estaba solo en la amplia sala amortiguada por tapices, y de que alguien que yo no veía estaba allí. Y sin embargo no había nadie a mi alrededor, a lo largo de las paredes, los vagos personajes de un viejo tapiz que vivían su vida de lanas y sedas imprecisas, la caída de los pesados cortinajes de unas ventanas herméticamente cerradas, y aquí y allá, en la sombra, con los destellos intermitentes de la chimenea, el oro de un marco o el centelleo de un objeto decorativo despertando bruscamente en la arista de un arcón; no había nadie, nadie visible, y, sin embargo, en el silencio de aquella casa muerta y de aquel barrio perdido, de aquel suburbio guateado de nieve, mi pluma había dejado de chirriar sobre el papel, mi respiración subía más corta y más silbante, había alguien allí, si no en aquel aposento, entonces detrás de aquella puerta, y aquella

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puerta iba a abrirse empujada por un ser o una forma desconocida, una forma cuyos horribles pasos no hacían el menor ruido, pero cuya presencia sentía yo afirmarse de un modo espantoso.

Cualquier cosa era mejor que aquella angustia, prefería cualquier cosa a aquella duda, y ya perfilaba el movimiento de levantarme para ir a aquella puerta cuando, anonadado, volví a caer en la silla. Al ras de un portier de seda de color verde descolorido, bordado de plata, ocultando una puerta condenada, acababa de ver, perfilándose en claro sobre el azul del tapiz, un pie desnudo; y aquel pie estaba vivo, abrillantado en los dedos por el nácar de las uñas, un poco rosado en el talón y una textura de piel tan lisa y tan pálida que se hubiera dicho un precioso objeto de arte, un alabastro o un jade posado sobre la alfombra. ¡Oh, la combadura de aquel pie! ¡La transparencia de sus carnes! La seda verde del portier lo cortaba justo por encima del tobillo, tobillo tan delicado que solo podía pertenecer a una mujer. Cuando me levanté, precipitándome en contra de mi voluntad hacia la adorable aparición, el pie ya no estaba allí.

¿Han notado el imperceptible perfume de éter que se desprende de la nieve? La nieve tiene sobre mí casi los mismos efectos que el éter, me desequilibra y me altera;

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hay personas a las que incluso vuelve locas; y nevaba desde hacía tres días; atribuí mi visión a la nieve.

Además, la aparición no se repitió, e, inquieto al principio durante unos días, pronto reanudé mis hábitos de veladas solitarias en mi gabinete de trabajo. Pero semanas después, una noche en que me había rezagado corrigiendo notas hasta muy entrada la noche, me sobresalté en mi sillón, bruscamente incorporado por la horrible certeza de que una vez más ya no estaba solo, y de que algo desconocido vivía allí, cerca, entre aquellos tapices y aquellas paredes: mis ojos se dirigían instintivamente al portier de seda de color verde descolorido. Dos pies desnudos, esta vez femeninos y encantadores, se combaban sobre la alfombra; crispaban en ella sus dedos como agitados por una impaciencia febril, y, por encima de sus tobillos, la seda verde del portier se ondulaba en toda su altura, dilatándose y abollándose en el lugar de un vientre y de unos senos, dibujando un cuerpo entero de mujer de pie detrás del tapiz.

Al mismo tiempo me hicieron levantarme el encanto y el horror: un poder más fuerte que mi voluntad me

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arrastraba; con los ojos dilatados de terror y las manos por delante, me precipité hacia aquel cuerpo intuido; lo presentía joven, esbelto, elástico y frío; ya no estaba allí, mis impacientes manos se cerraban sobre el vacío arañando con las uñas los bordados de la seda.

Sin embargo, esa noche no había nieve.

Por agotamiento llegué a poner en duda mi portier verde pálido y sus arabescos de orfebrería; lo había comprado en Túnez, en uno de esos bazares de allí, y todo era turbio en él, tanto su procedencia como sus emblemáticos bordados en forma de pájaros y flores; su tonalidad misma me inquietaba. Hice retirar el portier; la disposición de mi gabinete sufrió con ello, pero yo recuperé mi tranquilidad y reanudé el curso de mis trabajos nocturnos como si nada hubiera pasado.

Precaución inútil, porque hace unos días, tras dormirme por la noche después de la cena, con los pies en los morillos, en el dulce calor de la alta habitación amiga, me desperté de pronto transido y con el corazón acobardado en la oscuridad, junto a una chimenea apagada.

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Todo el cuarto estaba sumido en noche profunda, y una especie de capa de plomo pesaba sobre mis hombros, clavándome al sillón en el que acababa de despertarme, y esto justo frente a la escayola coloreada de la Mujer desconocida, y vi, ¡oh, terror!, que la cabeza cortada brillaba de un modo extraño en la sombra. Con los ojos fijos se bañaba, nimbada de oro, en un halo de claridad: una aureola la irradiaba, y sus ojos, sus terribles ojos cuyas ciegas pupilas yo mismo había enlucido de azul de ultramar, clavaban su mirada, que era dos rayos, en la puerta condenada, ahora viuda del portier que había mandado quitar.

Y he aquí que en el vano de aquella puerta se erigía, se erguía, un cuerpo de mujer, un cuerpo de mujer completamente desnuda, un cuerpo azulado y frío de mujer decapitada, un cadáver de muerta apoyado todo lo alta que era contra la puerta misma, con una herida roja entre los dos hombros y sangre corriendo en hilillos del cuello abierto.

Y la cabeza de escayola colgada en la pared miraba el cadáver, y en el marco oscuro de la puerta maldita el cuerpo decapitado se estremecía lentamente; y sobre la

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oscura alfombra los dos pies se retorcían, convulsos en una angustia atroz; en ese momento la cabeza clavó en mí su mirada de ultratumba y rodé exterminado sobre la alfombra.

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EL DOBLE

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Para Romain Coolus

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«Al descender la escalera del palacio, ella se cruzó con grandes sombras que subían en sentido inverso: eran formas de caballeros con cascos, damas con capirotes y monjes con capuchas; también había entre ellos prelados con mitras, lansquenetes y pajes; el perfil de los morriones, de las banderas y las lanzas se destacaba de negro sobre la alta tapicería, pero no eran más que sombras y no hacían ningún ruido.

Gerda se detuvo, no atreviéndose a dar otro paso ante ese cortejo silencioso.

—No temas —graznó el cuervo posado sobre su hombro—, son más vacíos que el humo, son los sueños; en cuanto se apagan las luces, todas las noches invaden el palacio».

Siempre adoré los cuentos, y, suavemente desplomado bajo el redondel luminoso de mi lámpara, me embriagaba deliciosamente con el delicado opio de esta historia de hadas, una de las más poéticas visiones del narrador Andersen, cuando en el silencio de la habitación adormecida un doméstico irrumpió bruscamente. Me extendió una tarjeta sobre una bandeja: se trataba de un señor que traía un libro y quería entregárselo en manos

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al señor; por mucho que le dijeran que el señor no recibía, estaba ausente, había salido, el visitante insistía; me di cuenta de que no había sido muy bien protegido y, resignado, tomé la tarjeta. «Michel Hangoulve»; ese nombre no me era desconocido. «¿Joven o viejo?», pregunté al conserje. «Joven, muy joven», me respondió. «Bueno, será algún debutante que se hizo presentar un día en una sala de redacción —pensé—, a menos que haya visto su nombre firmando algún artículo de alguna pequeña revista. Hay que alentar a los jóvenes». Hice una señal para que lo dejaran pasar.

Apenas vi a mi hombre lamenté haber dejado entrar al Sr. Michel Hangoulve. Totalmente lampiño, con los ojos redondos sobresalientes y la piel del rosado vinoso de un antojo, se adelantó con precaución y a saltitos, con su largo espinazo ondulado obsequiosamente tendido hacia mí, de una fealdad a la vez tan servil y tan chata que inmediatamente sentí una aversión instintiva a esa cara de cobarde y de hipócrita. Se disculpó con una cortesía exagerada de su insistencia, objetando la gran admiración que profesaba por mi talento; había aprovechado la rara oportunidad de una publicación para forzar mi puerta y pedirme consejos… y también un artículo, porque ahora

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se extendía en las dificultades hoy acumuladas ante todo debutante, ante la indiferencia de la prensa en materia de literatura, la degradación de los diarios invadidos de entrevistas de chicas y de rufianes, en la gran autoridad de mi pluma en materia de arte —y se atrevía a mirarme sin reír—, sobre la quiebra del libro, sobre la agonía merecida de la novela de albañal, y después de algunas indirectas a Zola y una feliz broma sobre la exposición, el Parque de Bouteville y la pintura simbolista, finalmente insistió en el gran servicio que un hombre como yo podía hacerle con algunas palabras, menos que nada, dos o tres líneas en un artículo, y en mi benevolencia por todos tan conocida.

Mientras tanto, con un gesto discreto había depositado su libro sobre mi mesa. Era un volumen in-octavo, casi de lujo, adornado por un frontispicio de Odilon Redon y del que toda una lista de nombres de las finanzas y el mundo, publicada en primera página, adulaba y tranquilizaba la vanidad de los suscriptores; yo lo había tomado por compostura y, mientras lo hojeaba, con el rabillo del ojo observaba a ese inquietante Michel Hangoulve; su aplomo real y su timidez actuada despertaban mi interés. Con su cara prognata y sus

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dientes amenazadores, era una verdadera curiosidad el cuidado que ponía en desmentir la audacia de sus apetitos, los mil y un melindres de sus gestos estrechos, de sus manos acariciadoras, incesantemente frotadas una contra la otra, las restricciones de su forma de hablar, sus balbuceos, sus reticencias, como si estuviera siempre atareado por corregir alguna frase demasiado atrevida, y con sus miradas de virgen con los párpados caídos, donde sentía pasar relámpagos de homicidio y de estrangulación; había a la vez algo de anarquista y de colegial en este joven bonachón, y, pensándolo bien, era el colegial el que arruinaba al anarquista al tiempo que lo volvía interesante, ya que es agradable encontrar una tara de hipocresía en el odio. Por faltos de gracia que fuesen los veintitrés años de este joven autor, todavía no le daban derecho a tantos rencores altaneros contra una sociedad cuyo mayor crimen, a su manera de ver, era sin duda ignorar su obra; pero ya no era esa feliz mezcla de envidia y de bajeza, de servilismo y de malos instintos, lo que me intrigaba de mi visitante.

Cuanto más lo observaba, tanto más se veía visiblemente presa de una agitación singular; literalmente, no podía mantenerse en su sitio. A cada minuto se

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levantaba de su asiento, iba a sentarse bruscamente en otro, pero para abandonarlo de inmediato y volver a su lugar original. Finalmente, en medio de su conversación, eran perpetuas sacudidas y sobresaltos como si alguien le hubiera hablado repentinamente al oído, mudanzas completas de su cuerpo hacia no se sabe qué presencia invisible, y saludos, gesticulaciones y movimientos de toda su cara, tensiones de la cabeza y del cuello hacia no sé qué misterioso consejo. En la tibieza y el sosiego de la habitación ensombrecida de misterio y de viejas tapicerías, la cosa adquiría proporciones alarmantes. Todo se agrava fácilmente con aspectos sobrenaturales en algunos decorados, a la caída de la noche; y en el claroscuro de la habitación cerrada, en el resplandor ambiguo de la única lámpara nublada de gases azulinos y de brasas rojizas del hogar, no podía evitar cierto terror; a la larga, el mano a mano me angustiaba: ese Michel Hangoulve, con sus saltitos y su agitación, me oprimía como una pesadilla.

Evidentemente no estaba solo, alguien había entrado con él, alguien que le hablaba, al que él respondía y cuya presencia lo obsesionaba, pero cuya forma escapaba a mis ojos, se perdía en la noche, permanecía invisible. Las

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frases del cuento de Andersen me alucinaban, tenaces como un remordimiento:

«Al descender la escalera del palacio, ella se cruzó con grandes sombras que subían en sentido inverso: eran formas de caballeros con cascos, damas con capirotes y monjes con capuchas; también había entre ellos prelados con mitras, lansquenetes y pajes; el perfil de los morriones, de las banderas y las lanzas se destacaba de negro sobre la alta tapicería, pero no eran más que sombras y no hacían ningún ruido».

Eso me hizo acechar a mi hombre cada vez que se levantaba, esperando y temiendo a la vez ver aparecer a sus espaldas, sobre el fondo de la tapicería, alguna sombra espantosa y velluda: su doble.

Ese Michel Hangoulve, ¿en qué oprimente y extraña atmósfera de cuentos de Hoffmann y de Edgar Allan Poe se movía, pues?

Hasta el sonido de su voz me impresionaba ahora; era agria como el alzamiento de una polea y entrecortada por risitas bruscas, casi burlonas. ¿Era él u otro el que se reía con sarcasmo en esos espantosos minutos? En las

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noches de invierno, la salvajina, en los bordes de los ríos congelados, tiene esa extraña manera de piar.

Y el horrible hombre continuaba multiplicando su volubilidad y su amabilidad; cuanto más lo miraba, tanto más su aspecto de larva se volvía visible y me llenaba de espanto. Había llegado a no atreverme ya a mirar en los rincones oscuros ni en el agua estancada del hielo; tenía demasiado miedo de ver surgir allí alguna forma innominada.

No había entrado solo en mi casa, eso era cada vez más evidente: ¿qué atroz presencia iba a dejar tras él en el cuarto embrujado? Ese miserable alucinaba la atmósfera, embrujaba los objetos y los seres; era alguna larva animada al servicio de un espíritu malvado, un ser fantasmal, alguna mandrágora encantada por una voluntad oculta y cuyo homúnculo insubstancial se desbarataba delante de mí.

Y en mi fuero interno pensaba en Péladan.

Lo que también me tranquilizaba era este pasaje del cuento:

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«Gerda se detuvo, no atreviéndose a dar otro paso ante ese cortejo silencioso.

—No temas —graznó el cuervo posado sobre su hombro—, son más vacíos que el humo, son los sueños; en cuanto se apagan las luces, todas las noches invaden el palacio».

Después de todo, tal vez no era más que un sueño, un humo vacío.

Por fin, el equívoco visitante se despidió; se retiró con abundancia de reverencias y cantidad de promesas, jamás olvidaría mi recibimiento tan cordial, y todo su agradecimiento, etc., etc. Por fin, tuve la felicidad de ver que la puerta se cerraba tras él. De inmediato llamé a la servidumbre: «Jamás estaré para el Sr. Michel Hangoulve, jamás, ¿me entienden?». Y habiéndome inclinado sobre el hogar, tomé la pala e hice quemar un poco de incienso.

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