ivan turgueniev - relatos de un cazador

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RELATOS DE UN CAZADOR de Iván Sergéyevich Turgénev

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  • RELATOS DE UN CAZADOR

    de

    Ivn Sergyevich Turgnev

  • INDICE I - Jermolai y la molinera II - Birouk III La Muerte iV - Chertapkanof y Tredopuskin V - Los cantores rusos Vi - El enano Kaciano VII El miedo VIII La cita IX - Una cacera de patos silvestres X - El bosque y la estepa

  • I JERMOLAI Y LA MOLINERA

    Una tarde salimos, Jermolai y yo, para cazar en "tiaga". Ignora el lector, probable-mente, la significacin de este trmino, que le voy a explicar en pocas palabras.

    Un cuarto de hora antes de ponerse el sol, durante la primavera, se penetra en el bos-que, sin el perro, el fusil a la espalda. Des-pus de andar algn tiempo, el cazador se detiene junto a un claro, observa lo que alre-dedor ocurre y carga el arma. Rpidamente el sol declina; pero mientras dura su retiro triunfal, deja una claridad tal al bosque, los pjaros trinan con ganas y la atmsfera trans-lcida hace brillar la lozana hierba con nuevos reflejos de esmeralda.

    Hay que aguardar... El da concluye. Gran-des resplandores rojizos, que poco antes ilu-minaban el horizonte, vienen blandamente a tocar ahora los troncos de los rboles; luego suben, abarcan con sus fuegos el ramaje, los brotes vivaces, y al fin slo alcanzan la ex-

  • tremidad de las copas y envuelven con vago velo de prpura las ltimas hojas.

    Pero en seguida todo cambia, toma el cielo un color celeste plido y matices de azul re-emplazan lo rojizo en el poniente. Se impreg-na con el perfume de los bosques el aire ms fresco, y algn aroma tibio, acariciador, sale de entre las ramas.

    Despus de un ltimo canto, los pjaros se duermen, pero no todos a la vez, sino por especies: primero los pisones, despus las currucas, luego otros y otros. En el bosque aumenta la oscuridad. Ya la forma de los r-boles os parece indistinta y confusa.

    Y en la bveda azulada se ven apuntar su-tiles chispitas; tmidamente se muestran as las estrellas.

    Ahora, casi todos los pjaros estn dormi-dos.

    Los petirrojos y las picacitas silban an, pero bien pronto enmudecen. Se ha odo el grito melanclico de la oropndola. A cierta distancia, el ruiseor lanza su primera nota. Ya la impaciencia os devora. De pronto, hay algo que slo podr comprender un cazador:

  • interrumpe el silencio un ruido particular, dos alas que se agitan speramente y el ` valdch-nep", inclinando con gracia su largo cuello, sale, se destaca sobre el follaje oscuro de un abedul y endereza justo hacia el can de vuestra escopeta. Esto es lo que se llama ca-zar en "tiaga".

    Me haba puesto en camino, pues, acom-paado de Jermolai. Pero debo presentaros tambin a este personaje.

    Grande y flaco, Jermolai es un hombre muy fuerte y slo tiene cuarenta y cinco aos. Su frente chica se anda muy bien con su nariz escasa; los ojos agrisados y en la boca un gestito de burla, no anuncian bondad.

    En cualquier estacin del ao lleva un caf-tn de nankn amarillento, cortado a la ale-mana, ceido al talle con una especie de cin-turn llamado "kuchak". Casi siempre anda con una gorra de terciopelo, regalo que le hizo un propietario en algn momento de buen humor. De su cintura cuelgan dos bol-sas: una delante, dividida en dos partes, para el plomo y la plvora; la otra atrs, para la

  • caza. En cuanto a los tacos, Jermolai los lleva en el profundo doblez de su gorra.

    Con el dinero que gana vendiendo la caza, hubiera podido comprarse una caja para la plvora y un morral. Pero semejantes ideas de lujo no le pasaron nunca por la cabeza, y su destreza, al cargar la escopeta, siempre es motivo de admiracin para los espectadores.

    Su escopeta es de un tiro y da tan fuerte culatada, que el pobre hombre tiene en la mejilla derecha una hinchazn. Ningn otro cazador, con tal arma, hubiese conseguido una sola pieza. Pero Jermolai muy rara vez ha errado un tiro.

    Tena un perro que responda al nombre de Valetka; maravillosa criatura a la que su due-o nunca daba de comer.

    -Yo alimentar un perro! -deca-. Qu dis-parate! El perro es un animal inteligente; muy bien que sabe hallar lo que necesita.

    Y a la verdad, aunque Valetka era algo fla-co, caz y vivi mucho tiempo. Nunca procur perderse ni se le ocurri abandonar a su due-o.

  • Solamente una vez, cuando era joven y es-taba con la efervescencia de las pasiones, desapareci durante dos das. Pero repito que le ocurri eso en una sola ocasin.

    A Valetka le caracterizaba una completa indiferencia por las cosas de este mundo; si no se tratase de un animal, yo dira que esta-ba hastiado.

    Este pobre perro era abominablemente feo. Sentado, por lo general, en sus dos patas

    traseras, la cola recogida, pareca siempre enfurruado; jams una sonrisa le aclaraba la cara sumida.

    Era la gran distraccin de los sirvientes, cuyas observaciones descorteses, sin embar-go, y cuyas chocarreras no prevalecan co-ntra su filosofa y su indiferencia.

    Con quienes tena que vrselas y arreglar cuentas era con los pinches de cocina. Le ocu-rra allegarse a las ollas para aspirar la at-msfera caliente y perfumada, y entonces era la persecucin a muerte del pobre perro, que escapaba a todo lo que daban sus patas.

    Durante una cacera era infatigable y hus-meaba bastante bien. Pero si tena la suerte

  • de atrapar a la carrera una liebre herida, all la devoraba hasta el ltimo huesecillo, sin dejar nada.

    Pobre de l, entonces, si Jermolai lo sor-prenda; le caan una lluvia de palos y una avalancha de injurias en todos los dialectos conocidos y desconocidos.

    Jermolai perteneca a un gentilhombre de la antigua nobleza.

    En estas grandes casas, generalmente no se prefiere la caza a las aves de corral. Slo en grandes ocasiones, aniversarios, casa-mientos, elecciones de magistrados, se ve a los cocineros aderezar becacinas y otros vol-tiles de largo pico.

    Obedeciendo a la agitacin que se apodera de un ruso cuando arrostra circunstancias excepcionales, los cocineros inventan salsas y condimentos tan extraordinarios, que el con-vidado a un banquete aparatoso vacila un buen rato antes de resolver cmo ha de llevar a la boca tal o cual manjar que le presentan.

    Nuestro cazador estaba obligado a suminis-trar, para la mesa seorial, dos gallos silves-tres y dos perdices por mes; cumplido este

  • tributo, iba a donde le daba la gana y viva a su antojo.

    Eso s, su amo no se preocupaba de pro-veerlo de plvora, y sin duda, segn el mismo principio, Jermolai dejaba sin alimento a su perro.

    Jermolai era un original autntico; nada le preocupaba y se dejaba vivir en una indife-rencia absoluta.

    Distrado, bastante expansivo, no le gusta-ba quedarse mucho tiempo en el mismo sitio, sino que, a pesar de su andar pesado y lento, caminaba de cincuenta a sesenta "verstas" por da.

    Su existencia era un tejido de aventuras y peripecias de todo orden. Le suceda el caso de pasar la noche en un pantano o bajo un puente; bromistas perversos lo encerraban en un stano o en una cochera o le tomaban en rehenes su perro y sus ms indispensables prendas de vestir.

    Pero nada tena la virtud de conmoverlo, y al otro da se le vea aparecer conveniente-mente vestido y detrs le segua Valetka.

  • Malhumorado, por lo comn, slo desbor-daba alegra cuando en la taberna se encon-traba con algn buen compinche.

    No siempre, en tal caso, la charla duraba mucho, porque Jermolai acostumbraba a le-vantarse y dejar a su compaero sin mayor ceremonia.

    -Adnde diablos vas a ir? La noche est negra.

    -Voy a Chaplino. -Y qu necesidad tienes de arrastrarte

    hasta Chaplino, que est a diez "verstas" lar-gas de aqu?

    -Voy a dormir en casa del campesino Sa-frono.

    -Mejor es que te quedes a pasar la noche aqu.

    -No, dormir en Chaplino. Y se va caminando en la oscuridad a travs

    del bosque y los pantanos. Llega, encuentra al campesino Safrono mal dispuesto a recibirlo y hasta pronto a darle de bastonazos.

    - Te voy a ensear -dice el dueo de la granja- a despertar a la buena gente! Inco-modar a estas horas!

  • Con todos sus defectos, Jermolai tiene cier-tas condiciones raras: es imposible que nadie sea ms hbil en la pesca.

    Es incomparable su destreza cuando se po-ne a pescar en aguas corrientes, como su talento para agarrar cangrejos con la mano o las codornices con trampa. Atrapa los ruiseo-res imitando sus cantos y gorjeos. Una sola cosa no puede hacer: educar un perro. Porque eso requiere paciencia y Jermolai no la tendr nunca.

    Este singular personaje estaba casado. To-das las semanas se iba a pasar un da en la choza donde viva su mujer. All vegetaba la pobre criatura desde haca aos; su marido jams le llevaba una sola moneda. Y, por cier-to, ella aceptaba con alegra cualquier trabajo que se le quisiera dar.

    Perezoso, despreocupado, Jermolai se por-taba con su mujer de la manera ms grosera y ruda que pueda imaginarse. Temblaba la infeliz como una hoja bajo su mirada; para complacerle, corra a entregar el ltimo kopek por aguardiente, y cuando, tendido con indo-

  • lencia junto a la estufa, se dorma, lo tapaba con su manto.

    He observado en l, con frecuencia, indi-cios de gran crueldad. No me gusta nada la expresin de su cara cuando despena con una dentellada algn pjaro herido. Hasta el lti-mo de los lacayos se crea muy superior a este vagabundo y lo trataba con desdeosa indiferencia, a fin de que resaltase su preten-dida superioridad. Sin embargo, los campesi-nos que lo haban perseguido y corrido como una liebre, terminaron por acostumbrarse a las maneras de este Nemrod salvaje y com-partan con l su frugal desayuno.

    Tal era el compaero que yo escog para cazar en el bosque de abedules que se ex-tiende sobre la ribera del Ista.

    Numerosos ros de Rusia tienen, como el Volga, una costa escarpada y la otra a flor de agua. Tal es el Ista, que serpentea graciosa-mente en medio de la llanura; apenas habr, en todo su curso, quinientos metros de lnea recta. Desde alguna loma pueden distinguirse perfectamente los estanques alimentados por sus aguas, los diques de sus bordes, los ver-

  • geles que salpica su curso, los gansos que se recrean a sus orillas.

    El Ista es muy rico en peces. Durante los grandes calores los campesinos buscan su ribera para conducir los mulos bajo la fresca sombra del arbolado. A lo largo de los ribazos pedregosos, que dejan escapar agua de ma-nantial, fra y limpia, revolotean y silban zor-zales y chorlitos; bandadas de patos se desli-zan en la corriente; grullas y garzas reales aparecen inmviles en lo ms lejano de las ensenadas...

    Al cabo de una hora habamos matado dos becacinas; decidimos terminar nuestra "tiaga" a la maana siguiente, despus de dormir en el molino.

    Las aguas del Ista tenan ahora un tinte azul sombro, la atmsfera pareca agravada por los vapores que se movan sobre el ro.

    Minutos despus golpebamos la puerta del molino.

    -Quin es? -grit una voz ronca, de per-sona mal despierta.

    -Cazadores que quieren pasar la noche; abrid, pagaremos.

  • -Voy a dar aviso al dueo de casa -respondi el muchacho.

    Se alej refunfuando palabras muy poco amables.

    -El amo no quiere -declar. -Pero por qu? -Porque desconfa. Ustedes son cazadores

    y podran hacer que el molino se incendiase. Caramba! Las escopetas, la plvora...

    - Qu ridcula idea! -El ao pasado unos mercaderes d pesca-

    do pasaron aqu la noche y no se sabe cmo se produjo un incendio y ardi todo.

    -Pero no podemos quedarnos a dormir al raso.

    -Hagan ustedes lo que quieran. Y se march ruidosamente, sin duda con

    objeto de no escuchar las amables maldicio-nes que le echaba Jermolai.

    -Vamos a la aldea -propuso mi compaero-. Aunque hasta all hay dos kilmetros.

    -No -repliqu-, hemos de quedarnos, y por poco dinero nos darn algunos manojos de paja.

  • Aprob Jermolai y volvimos a golpear la puerta.

    -Qu queris, pues? -grit el muchacho con irritacin-. Ya se os ha dicho que no!

    Le explicamos nuestro deseo. Fue a consul-tar con su amo y al rato se abri la casa y sali el molinero.

    Era hombre de estatura alta, cara espesa y gorda, vientre ancho y rollizo. Accedi a mi peticin.

    Cerca del molino haba un cobertizo abierto a los cuatro vientos. Se nos trajo paja y heno, el muchacho coloc el samovar sobre la hier-ba de la orilla y en cuclillas sopl en el impro-visado fogn; prendi el fuego en los carbo-nes y las llamas iluminaron su rostro y figura juveniles.

    El molinero me propuso al fin que durmi-ramos bajo su techo. Rehus, porque prefer quedarme al aire libre. Fue a despertar a su mujer y a los pocos minutos vino con leche, huevos, pan, y, adems, t.

    Vapores espesos se levantaban del ro. Oase, distante, el grito rpido de la polla de agua, y hacia las ruedas del molino un ruidillo

  • alternado, iscrono, producido por el goteo de la esclusa. Hicimos fuego de vivac, y mientras Jermolai coca algunas patatas, yo me dorm. Me despert bien pronto el rumor de una con-versacin cerca de m. Levant la cabeza: junto al fuego la molinera charlaba con mi cazador.

    Pude advertir, por los giros de su lenguaje y por la pronunciacin, que no perteneca ni a la clase de loe campesinos ni a la de los bur-gueses. Era,

    indudablemente, una "dvorovi". La observ con atencin. Pareca de unos treinta aos. Su semblante plido y enflaquecido conservaba an los vestigios de una gran belleza. Me gus-taban sobre todo sus ojos de mirada triste y llena de melancola. Sentado junto a ella, Jermolai se ocupaba en echar virutas a las brasas.

    -Hay todava peste en Jelsoukhino -dijo la molinera-. Las dos vacas del padre Ivn se han muerto. Que Dios nos ampare!

    -Y a propsito, cmo andan vuestros puercos? ' -pregunt Jermolai.

    -Bien.

  • -Deberas regalarme por lo menos un le-chn. Nada respondi la molinera. Luego de un minuto la molinera le pregunt

    -Con quin has venido aqu? -Con el seor de Kostamarova. Ech Jermolai al fuego algunas ramas se-

    cas y con el chisporroteo un humo espeso le dio en la cara.

    -Por qu tu marido no quiso dejarnos en-trar en su casa?

    -Tiene miedo. -Vean eso, maldito panzn..., tiene mie-

    do... Querida Arina, anda y treme algunas gotas de aguardiente.

    Se levant la molinera y desapareci en la sombra. Jermolai canturre:

    De tanto ir a cazar gast la bota y la suela. Arina Tirmofeiovna volvi con una jarra y

    un vaso. Se persign el cazador y bebi de un trago. -Esto me gusta -dijo con placer.

  • La molinera fue a sentarse en el mismo si-tio de antes.

    -Qu te pasa? -le pregunt Jermolai-. Tie-nes mal aspecto.

    -La tos me rompe; hace noches que no puedo cerrar los ojos.

    -Bueno, no se te ocurra consultar a los mdicos.

    Si no te encuentras bien es mejor que ven-gas a verme.

    -Cuidado, Jermolai; despertad a vuestro amo, las patatas estn cocidas.

    -Que duerma en paz -dijo l con tono bur-ln-; est muerto de cansancio, que duerma.

    Me incorpor sobre el heno, con la mayor tranquilidad. Jermolai se aproxim y me dijo suavemente:

    -Amo, las patatas estn cocidas, queris levantaros y comer?

    Sal del cobertizo. Quiso Arina alejarse, pero la interpel con

    viveza: -Hace mucho tiempo que tenis alquilado

    este molino? -El da de la Trinidad sern dos aos.

  • -De dnde es tu marido? No me respon-di.

    -Tu marido, de dnde es? -De Beleva: burgus de esa ciudad. -Y t? -Yo perteneca a un seor. -A quin? -Al seor Zverkof. Ahora soy libre. -Ese Zverkof, no es Alejandro Silich? -Justamente, yo era "dvorovi" de su mujer.

    Mir con curiosidad a Arina. -Conozco al que era tu amo.

    - Ah! -repuso a media voz y bajando la cabeza. Esta mujer me inspiraba mucha com-pasin. Por lo siguiente. Me relacion con el seor Zverkof mientras estaba en Petersbur-go. Ocupaba un cargo bastante alto y gene-ralmente se le tena por hombre instruido y discreto.

    Estaba casado con una mujer espesa, hin-chada, malhumorada y llorona, cuyo trato se dulcificaba solamente para hablar a su hijo, nio mimado e insoportable.

    Lo fsico del seor Zverkof prevena muy poco a su favor. Figura larga y casi cuadrada,

  • nariz tambin larga, que terminaba en grue-sas fosas nasales, cabellos grises formando cepillo sobre una frente llena de arrugas. Sus labios delgados se agitaban de continuo con un movimiento convulsivo. Y acababan de hacer antiptico su aspecto la baja estatura y el feo modo de caminar.

    No recuerdo la ocasin en que me hallaba con l, un da, viajando en coche. A guisa de hombre serio, me dio toda clase de buenos consejos.

    -Permtame usted, seor, comunicarle una observacin. La nueva generacin habla de todo y no sabe de nada. Usted no conoce su pas, porque emplea usted el tiempo en leer libros extranjeros. Por eso hace usted una sarta de razonamientos con respecto a esto y aquello; quiero decir que con respecto a sir-vientes siervos habla usted de ellos sin cono-cerlos.

    Se interrumpi en esto el seor Zverkof, se son las narices con energa y tom rap.

    -Sobre dicho asunto -continu-, voy a con-tarle una ancdota que quiz le interese. Mi mujer, segn sabe usted, trata a sus camare-

  • ras con una bondad incomparable. Lo nico que no acepta es que sean casadas. Est eso en sus principios. Y tiene razn. Convendr usted conmigo en que una camarera no puede servir debidamente a su ama si necesita ocu-parse de sus nios, y de esto, y de aquello. Vea usted lo que sucedi. Atravesbamos un da una de nuestras aldeas mi mujer y yo, cuando nos llam la atencin la hija del "sta-rosta". Era bonita y hasta de fisonoma que prevena a su favor. "Coco -dijo mi mujer-, quisiera llevarme esta chiquilla a San Peters-burgo para hacer de ella mi camarera." "Con muchsimo gusto, querida" -la respond.

    Todo se arregl a satisfaccin; el "starosta" se deshizo en agradecimientos, la muchachita llor algo. Usted sabe, en las aldeas la gente es tan tonta...; nos la llevamos.

    Era muy lista, y a eso aada una suma vi-vacidad. Ya instruida en el servicio, pronto fue la preferida entre las camareras de mi mujer.

    Se la recompens con confiarle el guarda-rropa, los encajes, las joyas: favores extraor-dinarios, en fin.

  • En tales condiciones, seor, sirvi Arina a la seora de Zverkof durante diez aos.

    Pero imagnese usted que un buen da veo entrar a la hija del "starosta" en mi escritorio sin pedir permiso.

    Llega hasta m y se me echa a los pies, manera sta que yo no soporto, pues no ad-mito que un ser humano falte a su dignidad. "Qu quieres?", le pregunt. "Padre mo, Alejandro Silich, vengo a suplicaros una gra-cia." "Qu gracia?" "Quisiera casarme." Con-fieso que me asombr. "Pero t sabes, ton-tuela, que tu ama no tiene otra camarera que t." "Seguir sirvindola como siempre." "Sa-bes muy bien que no aceptamos camareras casadas." "Melania puede reemplazarme." "Nada de razonamientos."

    Qu quiere usted? Yo soy de manera que la ingratitud me pone fuera de m, y espe-cialmente con relacin a mi mujer, verdadero ngel de bondad. Tendra consideraciones para con ella el peor de los malvados. Ech de mi presencia a la camarera y supuse que pa-sado algn tiempo abandonara sus ridculos proyectos de matrimonio. Transcurrieron seis

  • meses y la muchacha vuelve a formularme el mismo ruego. Se las dije como lo mereca. Pero me sorprendieron, luego de un tiempo, al decirme que segua con las mismas disposi-ciones... Era demasiado, la despedimos.

    Queda as explicado por qu la molinera, es decir, Arina, me interesaba tanto.

    -Hace mucho tiempo que te casaste con el molinero?

    - Dos aos. -Tu amo te lo permiti, al fin? -Me rescataron. -Quin? -Saveli Alexevich. -Quin es? -Mi marido. -Tal vez mi amo os habl de m. No saba qu responderle, cuando laa fuer-

    te voz del molinero grit: "Arina! Arina!" Ella co-

    rri. -Y su marido, es bueno con ella? -

    pregunt a Jermolai. -Bastante bueno. -Tienen hijos? -Tuvieron uno, que se muri.

  • -Debi de gustarle mucho, pues, al moline-ro, para que se decidiese a rescatarla.

    -No s; lo cierto es que ella sabe leer y es-cribir, lo cual es muy til en su oficio.

    -Hace tiempo que la conoces? -S, yo venda caza a sus amos, cuando vi-

    va el lacayo Petrucka... Qu triste, esta po-bre mujer no tiene salud!

    Despus de un silencio, Jermolai prosigui: -Qu buena "tiaga" habr de aqu a cinco

    o seis horas! Nos convendra dormir algo. Una bandada de patos silvestres pas cer-

    ca de nosotros, y los omos caer sobre el ro a treinta pasos del molino.

    La noche era oscura y fra. En el bosque el ruiseor desgranaba el te-

    soro maravilloso de sus melodas. Nos arropamos con el heno, y al rato est-

    bamos en un sueo profundo. Fin

  • II - BIROUK Regresaba de cazar, solo, en drochka. Para

    llegar a mi casa faltaban an ocho verstas. Mi buena yegua recorra con paso igual y rpido el camino polvoriento, aguzaba las orejas y de vez en cuando soltaba un relincho en seguida sofocado.

    Mi perro nos segua a medio paso de las ruedas traseras. En el aire se ola la tormenta.

    Lentamente, frente a m, se levantaba una nube violcea, por encima del bosque; vapo-res grises corran a mi encuentro, las hojas de los sauces se removan susurrantes.

    El calor, hasta entonces sofocante, dej paso a una frescura hmeda, penetrante.

    Espole a la yegua, descend al barranco, atraves el lecho desecado, cubierto de espi-nos, y al cabo de algunos minutos me intern en el bosque.

    El camino serpenteaba entre masas de no-gales y avellanos; reinaba profunda oscuri-dad, y yo avanzaba al azar.

    Mi pequeo vehculo chocaba contra las races nudosas de tilos y encinas centenarias,

  • o bien se hunda en las huellas dejadas por otros carros.

    La yegua empez a sentir miedo. Un viento impetuoso vino a penetrar en el

    bosque, ruidosamente, y sobre las hojas caan gruesas gotas de agua. Un relmpago cruz el firmamento y le sigui el estampido de un trueno.

    La lluvia se convirti en un verdadero to-rrente, que me oblig a reducir la marcha; mi yegua se embarraba; yo no vea a dos pasos de m.

    Me guarec en el follaje. Acurrucado, tapada la cara, me arm de

    paciencia para aguardar el fin de la tormenta. Al resplandor de un relmpago, distingu a

    un hombre en el camino. Vena hacia donde yo me hallaba.

    -Quin eres? -me pregunt con voz atro-nadora.

    -Y t? -Soy el guardabosque. Y cuando me hube identificado: -Ah!, ya s, ibas a tu casa -dijo. -Oyes la tormenta?

  • -Es tremenda -respondi la voz. En ese momento, el destello de un relm-

    pago ilumin a mi interlocutor, y pude verlo claramente. Al repentino resplandor sigui un trueno y arreci la lluvia.

    -Hay para rato -dijo el guardabosque. -Qu se puede hacer? -Quieres que te lleve a mi isba? -Con mucho gusto. -Sube, pues, a tu drochka. El guardabosque tom mi yegua por la bri-

    da y sac el vehculo de la huella pantanosa donde nos habamos detenido.

    Me agarr al almohadn del vehculo, que se balanceaba como un barco en un mar tem-pestuoso.

    La yegua resbalaba y a cada momento es-taba a punto de caer... La espoleaba Birouk pegndole con el ltigo, ya a la derecha, ya a la izquierda.

    Avanzaba en la sombra, como un espectro, y una vez atravesado el bosque nos detuvo junto a su choza.

    -Es aqu, mi amo.

  • Mir. A la luz de los relmpagos alcanc a ver una pequea isba en medio de un recinto de csped.

    Despus de atar el animal a la reja, el guardabosque fue a llamar a la puerta. Por una de las estrechas ventanas se filtraba un dbil hilo de luz.

    -Ya! -grit una voz infantil, apenas hubo llamado el hombre.

    Escuch unos pasitos precipitados de pies descalzos. Movieron el picaporte y una chiqui-lla de doce aos abri la puerta.

    -Alumbra al amo -dijo Birouk-, mientras llevo el coche al cobertizo.

    La nia levant los ojos y me hizo seas de que la siguiera.

    Constaba la cabaa del guarda de una sola habitacin baja, llena de humo y sin ningn tabique. Del muro colgaba una vieja manta desgarrada. Sobre un taburete haba un fusil y dos los de trapos. Una claridad vacilante alumbraba triste y miserablemente la habita-cin.

    En medio de la estancia, una cuna se hallaba sujeta mediante una larga percha.

  • Tras apagar la linterna, la nia se sent en un taburete y se puso a mover la cunita con sua-ve balanceo.

    Observ este cuadro con el corazn opri-mido. Solamente la ansiosa respiracin de la criatura adormecida turbaba el silencio sepul-cral.

    -Ests sola? -pregunt a la chiquilla. -Sola -me respondi, temerosa. -Eres la hija del guardabosque? -S -dijo balbuceando. Se abri la puerta y Birouk entr. Al ver la linterna en el suelo frot una ceri-

    lla y encendi una vela que haba sobre la mesa.

    Rara vez haba tenido ocasin de ver a un tipo tan fuerte. Grande, poderoso de espaldas y de pecho, y bien plantado de talle. Sus vi-gorosos msculos resaltaban bajo la remen-dada camisa. Una negra barba le cubra mas-culino y duro el mentn, cejas tupidas som-breaban sus negros ojos, de mirada viva. Se plant frente a m, las manos en la cintura.

    Agradec su ayuda y le pregunt su nom-bre.

  • -Foma -dijo-, y Birouk, por sobrenombre. Lo examin con atencin. Muchas veces

    Jermolai y los paisanos me haban hablado de este guardabosque; le teman como al rayo, a causa de la eficaz diligencia que pona en sus funciones.

    Con l, era imposible robar ni un pequeo haz de lea. Hiciera el tiempo que hiciera, siempre estaba al acecho, dispuesto a caer sobre el merodeador. Con frecuencia le hab-an tendido emboscadas. Pero l siempre se haba alzado con la victoria.

    -Ah! -dije despus de recordar-, Eres Bi-rouk! He odo decir que eres implacable.

    -Sencillamente cumplo con mi deber -repuso bruscamente-. Debo ganarme honra-damente el pan que me da mi amo.

    -As, pues, no tienes mujer? -No -dijo tristemente-, mi pobre amiga ha

    muerto; pronto har tres meses que nos dej. -Pobres nios! -murmur. Pero l ya haba desechado sus dolorosos

    pensamientos y sali, dando un portazo. Examin la isba, que me pareci an ms

    triste. Un olor acre de humo se me meta en

  • la garganta. La chiquilla, sin moverse del ta-burete, segua balanceando la msera cuna.

    -Cmo te llamas? -Aulita -respondi dbilmente. -La tormenta remite -dijo entrando el

    guardabosque-. Si el amo lo dispone, yo lo conducir a la linde del bosque.

    Me dispuse a partir. Pero Birouk tom su fusil y examin la ba-

    tera. -Y para qu esa arma? -Ah, en el barranco de Kabouyl, apostara

    a que estn cortando lea. -No podras orlo desde aqu. -De aqu no, pero s desde el patio. Partimos. Ya no llova. En el horizonte se

    prolongaba una espesa cortina de nubes, que era surcada por relmpagos. Sobre nosotros, el cielo tena un sombro color azul, y las co-quetas estrellas procuraban atravesar con su brillo las hmedas nubes.

    Respir con placer el olor penetrante del bosque mojado, y escuch el ruido ligero de las gotas que caan de las hojas.

    Birouk me sac del ensueo.

  • -All es -dijo, sealando hacia el oeste. Yo nada oa, sino el dulce susurro de la bri-

    sa al pasar y de las hojas al caer. -Ya les dar- dijo mientras me traa el co-

    che. -Dejemos aqu mi drochka. Permteme que

    vaya contigo al barranco. -Bien, mi amo. A la vuelta te acompaar. Fuimos. El guardabosque iba delante, yo lo segua

    dificultosamente a travs de los matorrales y de la crecida maleza. De trecho en trecho se detena para decirme: Oyes los hachazos? Pero a mis odos no llegaba ruido alguno.

    Minutos ms tarde ya estbamos en el ba-rranco; amain el viento, y alcanc a or nti-damente los hachazos.

    Seguimos nuestro camino atravesando por entre la maleza; el musgo, rebosante de agua, ceda bajo nuestros pies como una es-ponja cuando la aprietan.

    Me lleg al odo el rumor de algo que se quiebra, sorda y prolongadamente.

    -Se acab -rezong Birouk-, lo cortaron.

  • Ya menos oscuro el cielo, nos hallbamos en la extremidad del barranco.

    -Qudate aqu -me dijo el guardabosque. Con paso furioso se agach, manteniendo en alto el fusil, y se arrastr entre los matorra-les.

    Yo escuchaba con atencin. Se oan unos golpecitos rpidos, el hacha que desbroza de ramas el rbol cado. Despus, el ruido rechi-nante de las ruedas de un carro. Asom el caballo.

    -Alto ah! Eh! Para! -vocifer Birouk. A estas palabras sigui una queja lastimera.

    -No te escapars, viejo! -grit el guarda-. Espera!

    Me precipit hacia el lugar de donde salan los gritos, y despus de tropezar varias veces llegu junto al rbol derribado.

    Birouk tena tendido en tierra y fuertemen-te sujeto al paisano. Al verme lo dej incorpo-rarse. Era un pobre hombre, de sucia cara y barba revuelta. A pocos pasos se hallaba el carro y un viejo jamelgo.

  • El guardabosque, con la manaza siempre agarrada al cuello del ladrn, tom al animal por la brida.

    -Adelante, Corneja -dijo vivamente. -El hacha, recjala -le pidi el paisano. -Cierto -murmur Birouk-, puede servir. Y

    levant el hacha. Volvamos, yo tras ellos. Durante el camino

    comenz de nuevo la lluvia y aguantamos un chaparrn. Despus de una penosa marcha llegamos a la choza.

    Birouk dej el caballo en medio del patio, sujet los perros y nos hizo entrar en la isba.

    Cuando el guardabosque le hubo desatado las muecas, el prisionero se sent en el ban-co.

    -Qu aguacero! -dijo Birouk-. Ahora no puedes partir. Descansa, por favor, yo enjau-lar a este pjaro al otro lado.

    -Gracias, pero no le causes dao. El paisano me mir con agradecimiento. Me

    promet gastar toda mi influencia en conse-guir apaciguar la severidad del guardabosque.

  • En un rincn estaba quieto el infeliz, plida y ensombrecida la cara, la desolacin en los ojos.

    Los nios estaban dormidos. Sentndose a la mesa, Birouk tom su cabeza entre las ma-nos. En medio de un absoluto silencio, un gri-llo comenz a cantar.

    -Foma Birouk! -exclam el paisano-. Fo-ma, Foma!

    -Qu hay? -Deja que me vaya. El guardabosque permaneci callado. -Te lo suplico..., el hambre... ya ves... d-

    jame libre. -Te conozco -dijo el guarda con sequedad-,

    tu vida es robar, despus robar, robar siem-pre.

    -Deja que me vaya -prosigui el palurdo-, sabes..., ah!, el intendente tiene la culpa, l nos arruin a todos!

    -Esa no es razn para robar. Suspir el paisano; movimientos febriles lo

    sacudan y agitaban su respiracin. -Piedad! -clam con desesperacin-. Mis

    hijitos se mueren de hambre, sultame!

  • -No robes. -Pobre caballo mo, no tengo otra cosa. -Basta, cllate y permanece quieto, porque

    aqu hay un seor. Birouk se acomod tranquilamente de co-

    dos en la mesa. Segua lloviendo. Yo esperaba ansioso el fin de semejante escena.

    De repente, el paisano se incorpor, con un esfuerzo supremo, y grit:

    -Ah, tigre sediento de sangre! Crees que no vas a morir, lobo rabioso?

    -Ests borracho? -dijo el guardabosque. -S, estoy borracho, he bebido por cuenta

    tuya, devorador de hombres? S, qudate mi caballo, t te irs tambin! Tigre!... Est bien, pega!

    El guardabosque se haba puesto en pie. -Pega de una vez! -grit furioso el paisa-

    no. La pequea Aulita se haba levantado y es-

    taba delante del desgraciado. -Ahora, silencio -dijo el guarda. Y cami-

    nando tom al ladrn por los hombros como si lo fuese a sacudir con violencia.

    Corr en defensa del infeliz.

  • -No te muevas, seor! -me grit Birouk. Pero nada me intimid y ya tena cerrados

    los puos, cuando con gran sorpresa ma, Birouk desat la cuerda que ataba los brazos del ladrn; luego, agarrndolo por el cuello, abri la puerta y lo lanz fuera.

    -Vete al diablo con tu caballo! Silencioso, el guarda entr de nuevo en la

    isba. -Bien -dije a Birouk-, me has asombrado;

    eres un buen hombre. -Dejemos eso, amo -rezong-, y no lo

    cuentes a nadie. Puesto que ya no llueve, ahora puedo acompaarte.

    -Ah, cmo corre! -dije escuchando el ruido de un carro que pasaba.

    Una hora despus me despeda de Birouk en la linde del bosque.

    FIN

  • III LA MUERTE Vecino de campaa tengo a un propietario

    joven, cazador infatigable, pero de una des-treza algo novicia.

    Fui a verlo, en una hermosa maana de ju-lio, y le propuse salir a cazar gallos silvestres.

    -Es lo mejor que se me podra proponer -dijo-. Acepto, sin embargo, con la condicin de que iremos a Zucha despus de pasar por mi posesin. Ver usted mis entinares, donde estamos haciendo cortas.

    Consent. En seguida hizo ensillar su ye-gua, visti un traje verde cuyos botones de metal figuraban cabezas de jabal, se provey de un morral, un frasco de plvora trabajado en plata, y un fusil francs que acababa de adquirir.

    Despus de mirarse tres o cuatro veces en el espejo, partimos con Esperanza, como se llamaba un excelente perro de caza.

    Segua a mi vecino su "dciatski", hombre-cillo rechoncho, cara cuadrada, espaldas an-chas y espesas. Nos acompaaba tambin un intendente, individuo delgaducho y alto, de

  • rostro estrecho, cuello de jirafa, rubio, miope; y afligido, adems, por el nombre de Gottlieb von der Kock.

    Mi amigo no tena de siempre la posesin de esa tierra, sino heredada de una ta, la consejera Kardon Kartaef. Mujer tan obesa, que en los ltimos tiempos de su vida le fue imposible caminar.

    Llegados a la posesin, marchamos a tra-vs del soto.

    -Esperadme aqu -dijo mi amigo Ardalion a los que nos acompaaban.

    El alemn fue a sentarse a la sombra y abri un libro sentimental de Juana Schopen-hauer, y el "dciatski" permaneci montado y all le vimos, al volver, pues no haba cambia-do de sitio.

    Dimos varias vueltas y rodeos sin descubrir cosa alguna, hasta que Ardalion Mikailych me invit a cruzar al entinar.

    -Con mucho gusto -le respond-, porque presiento que hoy no cazar nada.

    Volvimos luego al prado donde habamos dejado a nuestros compaeros. Cerr el ale-mn su libro y mediante muchos esfuerzos

  • pudo ahorcajarse sobre su yegua, reacia y maosa; a la menor contrariedad tiraba co-ces, y no vala ms, por otra parte, que el caballo del "dciatski"; ste no lleg a domi-nar su cabalgadura sino a fuerza de mucha espuela y latigazos.

    No me era desconocido el lugar. Durante mi infancia le visitaba con mi preceptor, Desi-derio Fleury.

    Este bosque de Chapliguina no era muy considerable. Pero los rboles haban alcanza-do una altura prodigiosa: doscientas o tres-cientas encinas alternaban con fresnos gigan-tes. Sus grandes copas negruzcas se recorta-ban con la nitidez de los avellanos y de los serbales; sus ltimas ramas remataban en un ramo de hojas verdes y all planeaban gavila-nes y mochuelos.

    En la profundidad de este follaje espeso, otrora el mirlo silbaba alegremente, las urra-cas golpeaban con el pico la corteza de los rboles; las currucas diminutas gorjeaban en las ramas bajas, verdes y frescas, sin temor a las liebres que furtivamente atravesaban los setos. Una ardilla, a veces, asomndose, luca

  • su pelaje rojo amarillento y su cola empena-chada.

    Entre las helechos haba lirios que mezcla-ban su aroma al de las violetas, cerca de las fresas coloradas y perfumadas.

    Chapliguina me gustaba, por la delicia de su reposo hasta en los ms fuertes calores; una atmsfera transparente nos envolva con su embalsamada frescura. Horas de encanto haba yo pasado en este bosque, horas de poesa y de ensueo. Por eso fue grande mi pena cuando ocurrieron los desastres causa-dos por el invierno de 1840.

    Mis viejos amigos, los grandes rboles, las encinas y hayas, estaban 'cados en tierra; estos prncipes, reyes de la naturaleza, se pudran como cadveres de viles animales. Otros, heridos por el rayo, perdan su corteza. An conservaban algunos vestigios de juven-tud, pero ninguno tena su pasada magnifi-cencia.

    Lo que me pareca ms extrao es que ya no hubiese sombra en el bosque de Chapli-guina. Estos

  • nuevos titanes, vctimas de la clera celes-te, me llenaban de compasin. Hasta les atri-bua sentimientos. Repentinamente acudieron a mi memoria los siguientes versos de Kalt-sof:

    Di qu te has hecho, voz ideal, fuerza orgullosa, virtud real. Adnde ha ido, hacia qu nube, tu fuerte savia que siempre sube? -Cmo -pregunt a Ardalion- no se corta-

    ron estos rboles en 1841 1842? Han perdi-do ahora la mitad de su valor.

    -Debiera usted haberle hecho esta obser-vacin a mi ta -me respondi-. Muchas veces le ofre- cieron comprarle esta madera, pero rehus siempre.

  • -"Mein Gott, mein Gott!" -exclamaba el alemn-. mn-. Qu lstima! Qu pena!

    Explic el joven teutn, en un lenguaje ms o menos incomprensible, todo el senti-miento que le inspiraban los rboles muertos. Por lo que toca al "dciatski", su indiferencia era absoluta, y se diverta en escalar los vie-jos troncos agusanados.

    bamos a llegar al sitio donde se haca la corta, cuando se levantaron gritos y cruzaron confusos rumores. Un joven, de pronto, pli-do, el traje deshecho, sali de la espesura, a pocos pasos de nosotros.

    -Qu te ocurre? -pregunt Milkailych-. Adnde corres as?

    -Ah, seor, qu cosa ms espantosa! -Pero qu pasa? Habla, pues! JO-El rbol, mi amo, el rbol aplast a

    Mximo. -Cmo?... El capataz, el adjudicatario de

    los trabajos ?... -S, padre; estbamos ocupados en cortar

    un fresno. Mximo nos observaba y nos ex-hortaba, cuando la sed le hizo acercarse al pozo. En ese momento mismo el rbol cedi,

  • le gritamos al capataz para que se apartase, pero ya era tarde. Dios sabe por qu cay el rbol con tanta rapidez.

    -Muri en seguida? -No, padre; pero tiene las piernas y los

    brazos quebrados. Corro a llamar al mdico Selivestrich.

    Ardalion le orden que volase a la ciudad y volviese con un mdico.

    En el sitio referido hallamos al pobre Mximo en tierra; le rodeaban algunos cam-pesinos. No se quejaba, pero no era difcil advertir la dificultad de su respiracin. En sus ojos haba una mirada de asombro, un rictus en sus labios amoratados. La penumbra de un tilo envolva su cara con cierto tinte mortuo-rio. Pudo, al fin, reconocer a Ardalion. Pe-nosamente habl

    - Ah, padre!... Enviad a buscar al sacerdo-te. Dios me ha castigado... Hoy domingo tra-baj con mis hombres. Por eso estoy castiga-do. No tengo ni brazos ni piernas... Veo venir la muerte... Si me queda dinero, que se lo den a mi mujer, despus de pagar mis deu-

  • das. Siento que todo ha concluido, perdo-nadme.

    -Dios te perdona -dijeron los campesinos mientras el moribundo se agitaba convulsi-vamente.

    Hizo un esfuerzo y recay. -No hay que dejarle morir -observ Arda-

    lion-. Que tomen la estera del carro y le lle-ven al hospital.

    -Ayer -murmur el moribundo- di el dinero a Jfime..., para la compra de un caballo; hay que dar el caballo a mi heredera...

    Se le prometi que as se hara. La muerte se lo llevaba, sus miembros se

    encogieron, despus pareci encogerse. -Ha muerto -dijeron algunos campesinos. Silenciosamente nos apartamos y salimos

    al campo. La muerte del pobre capataz me hizo, re-

    flexionar. Tiene el campesino ruso una manera carac-

    terstica de morir. No puede decirse que sea indiferencia en el momento supremo, y, sin embargo, el campesino encara la muerte co-

  • mo un simple trmite, como una formalidad inevitable.

    Hace algunos aos, un campesino hubo de morir quemado en el incendio de una granja. Un burgus le salv de morir all. Fui a verle en su cabaa. Todo era sombro y el aire vi-ciado, malsano.

    -Dnde est el enfermo? -pregunt. -Aqu, padre -me dijo una vieja campesina

    con la cantilena comn a las mujeres afligi-das.

    Me acerqu al paciente; estaba cubierto con su manta y respiraba con dificultad.

    -Y bien, hermano, cmo va eso? Al orme, el enfermo ensay un movimien-

    to, aunque sus numerosas llagas le ocasiona-ban sufrimientos horribles.

    -No te muevas - le dije-. Cmo te encuen-tras?

    -Muy mal, como veis; en artculo de la muerte.

    -No deseas nada? Silencio. -Necesitas t? -No, gracias.

  • Me apart; me sent en un banco. All estuve una hora en medio del silencio

    de la "isba". En un ngulo, detrs de una me-sa, y bajo el sitio de los iconos, haba una chicuela de cinco aos, ms o menos. Mordis-queaba una corteza de pan.

    En el primer cuarto la cuada del paciente picaba

    repollos para la provisin de invierno. - Eh, Auxinia! -llam el moribundo. -Qu?

    -Dame "kwass". Se lo llev la campesina y todo volvi al si-

    lencio. -Le administraron los sacramentos? -aventur a media voz.

    -S, amo, antes de que llegarais. -Vamos -dije-, todo est arreglado; el en-

    fermo aguarda la muerte, no espera otra co-sa.

    Sal de la "isba", cuyo olor me sofocaba. Otra vez se me ocurri ir a casa de un lla-

    mado Kapitan, cirujano en el hospital de Krasnagori, que haba sido con frecuencia mi compaero de caza.

    Dicho hospital estaba establecido en un ala del antiguo castillo seorial. Su fundadora fue

  • la seora del lugar. Haba reglamentado todo, hasta los menores detalles del establecimien-to, y hecho inscribir encima de la puerta: "Hospital de Krasnagori". Un elegante libro estaba destinado a registrar los nombres de los enfermos. En la primera pgina, uno de los numerosos parsitos que vivan al abrigo de la caritativa seora, haba escrito los ver-sos que siguen:

    En tan lindo paraje, donde reina alegra, alzaron este templo la belleza y la fe; admi-rad, habitantes de Krasnagori,

    de los seores vuestros la tierna simpata. Otro haba escrito: Y. yo tambin, amo la naturaleza! Y su firma Juan Kubiliatnikof. El hermano Kapitan adquiri seis camas y

    se consagr enteramente a los enfermos po-bres. Se le confi el cuidado de dos indivi-duos, de los cuales, uno, Pablo, haba sido grabador; padeca ausencias de espritu, que para l significaban desagradables trastornos; y la otra era una anciana, de nombre Milikitri-sa o Manos Secas. Encargada de la cocina,

  • preparaba remedios, tisanas y, en algunas ocasiones, ayudaba al viejo Pablo a calmar a los enfermos demasiado agitados por la fie-bre. Generalmente, el grabador, sombro y taciturno, canturreaba una romanza en que haba cierto asunto de Venus y de su belleza, etc. Adems, tena una mana curiosa: pedir permiso a todo el mundo para casarse con una tal Melania, muerta y enterrada desde haca mucho tiempo. Manos Secas le repren-da amistosamente y procuraba tranquilizarle, hacindole cuidar los pavos.

    Mientras hablaba entr en el patio un carro de cuatro ruedas conducido por un campesino cuyo "armiak" nuevo dejaba recuadrarse las anchas espaldas; el caballo era fuerte y pesa-do como lo son en los molinos.

    -Ah! Buen da, Vasli Dimitrich! -grit el frater Kapitan desde la ventana-. Muy bien venido.

    Y me advirti: -Es el molinero de Leonbovchinsk. Descendi el campesino del carro, con difi-

    cultad, y una vez en la habitacin del frater se persign piadosamente al ver un crucifijo.

  • -Y bien, Vasili, qu ocurre? Tiene usted mal aspecto.

    -S, Kapitan, no ando bien. -Qu le sucede a usted? -Me sucede esto: Hace poco fui a la ciudad

    a comprar piedras de moler y las llev al mo-lino.

    Quise descargarlas sin ayuda. Pesaban demasiado y tuve que esforzarme. Desde en-tonces sufro mucho y ahora me siento bas-tante mal.

    -Debe de ser una hernia -dijo Kapitan-. Cundo fue eso?

    -Han pasado diez das. -Ah! -exclam el otro, sentenciosamente-.

    Con su permiso voy a examinarle. Y ambos se ocultaron detrs de una puer-

    ta. -Mi pobre Vasili -dijo luego Kapitan-, esto

    no tiene solucin. Si hubiese usted venido antes yo lo habra curado en seguida. Pero ahora ya se ha declarado la inflamacin y puede empezar la gangrena. Necesita usted quedarse aqu algn tiempo.

  • Har todo lo posible para sacarlo del peli-gro, pero su situacin es grave.

    -Por una cosa de nada debo morir? -Yo no digo que usted se muera, Vasili. Pe-

    ro aseguro que no puede usted volver a su casa en semejante estado.

    El molinero reflexion, se rasc la frente y luego, tomando su bonete, se dirigi al patio.

    -Adnde va usted, Vasili? -Al molino. Si debo morir, es preciso que

    arregle algunos asuntos. -Se arrepentir usted: Ni siquiera com-

    prendo cmo pudo llegar hasta aqu. Se lo ruego,

    qudese. -No, hermano Kapitan; prefiero morir en

    mi casa. -Es un caso gravsimo, Vasili; le ase-guro que debe usted quedarse.

    -No, no, vuelvo a casa; prescrbame alguna droga, algn remedio y nada ms.

    -No se conseguir nada solamente con po-ciones.

    -Estoy decidido, me voy. -ojal no tenga usted que arrepentirse;

    tome esta receta.

  • Sac el molinero cincuenta "kopecks", los entreg al enfermero y subi al carro.

    -Adis -dijo-; acurdese usted bien de m, no abandone a mis hurfanos si por acaso... -Qudese usted, crea lo que le digo.

    El campesino se limit a hacerle una seal con la cabeza, castig su caballo y sali a la calle grande, mal Pavimentada y llena de ba-ches. Vasili procuraba evitar las sacudidas; saludaba alegremente a sus conocidos y nadie pudo sospechar que morira al da siguiente.

    Ya lo dije: el ruso encara la muerte de una manera particular. Cuntos ejemplos podra traer al caso!

    Me acuerdo de ti, Avenik Sorokunof, que fuiste mi mejor amigo! An veo tu larga cara de tsico, tus ojos verdosos, tu modesta sonri-sa, tus miembros flacuchos, y oigo tu palabra acariciadora y triste. Vivas en casa de un seor, gran rusfilo, Gur Krupionikof, donde educabas a sus hijos. Soportabas con pacien-cia anglica las burlas del seor Gur, las des-cortesas del intendente, las amargas moles-tias que te causaban tus alumnos.

  • Si acaso erraba en tus labios alguna sonri-sa llena de melancola, jams dejabas escapar una ligera queja.

    -Tu dicha inefable era cuando al anoche-cer, libre ya de toda obligacin, venas a sen-tarte a la ventana. Qu clase de encanto en-contrabas en esas poesas que elevaban tu alma y te hacan olvidar los fastidios y las miserias! Haba entonces otra expresin en tu cara y algo de radiante. Te sorprendas amando a la humanidad.

    No puedo convertirte en un hroe, porque, sin duda, muchos sobrepasaban tu inteligen-cia, tu saber, pero nadie tena tu buen cora-zn y tu sensibilidad.

    Cremos que el campo reparara tu dbil salud. Pero desmejorabas visiblemente, pobre amigo mo. Tu habitacin daba al jardn. All las eglantinas y las rosas te ofrecan mezcla-dos sus perfumes, los pjaros gorjeaban para ti, una acacia dejaba caer sus flores sobre tus cuadernos y tus libros preferidos.

    Vena, a veces, un amigo de Mosc a visi-tarte. Gran ocasin de alegra. Escuchabas con xtasis los versos que te recitaba. Pero el

  • insoportable oficio i de preceptor y una en-fermedad incurable te consuman; te llevaban a la tumba los interminables y fros inviernos de la campaa rusa, mi pobre, pobre Avenik!

    Poco antes de que muriese fui a verle. Su amo, el seor Gur, no le despeda. Pero le priv del sueldo y haba tomado, adems, otro preceptor.

    Ese da, me acuerdo, Sorokunof estaba a la ventana en un viejo silln. El tiempo era magnfico. Un soberbio sol de otoo tenda alegremente sus reflejos sobre una hilera de tilos deshojados; slo algunas hojitas amari-llas tiritaban al extremo de las ramas y vola-ban arrancadas por el viento. La tierra, ya sorprendida por las heladas, traspiraba bajo los rayos del sol. En los aires una sonoridad inaudita, un extraordinario eco.

    Estaba mi amigo envuelto en un batn; una corbata verdosa pona en su cara cierto tinte colrico.

    Me recibi con alegra y, tendindome la mano, me hizo sentar a su lado. Estaba le-yendo una coleccin de poesas de Koltsof, copiadas cuidadosamente.

  • -Poeta verdadero ste -me dijo entre dos accesos de tos. Y con palabra afnica empez a recitar la siguiente estrofa:

    Tiene entonces ligadas sus alas el halcn? Y cerrado el camino al espacio y al sol? Le imped continuar. El mdico le haba

    prohibido hablar. Aunque no segua el movi-miento cientfico y literario de la poca, le interesaba algo el porvenir del mundo; parti-cularmente llamaba su atencin la filosofa alemana. Le habl de Hegel y le hice una ex-posicin de su sistema.

    -S -reflexion-, comprendo; grandes ideas, grandes ideas.

    Esta curiosidad infantil de un hombre a la muerte, de un infeliz abandonado, me con-movi hasta las lgrimas.

    Sorokunof no se haca ilusiones sobre su estado; sin embargo, nunca se quejaba de sus sufrimientos.

  • Procur distraerle. Conversamos de Mosc, de la literatura rusa, de nuestros comunes recuerdos de juventud. Hicimos memoria de amigos difuntos.

    -Te acuerdas de Dacha? -dijo al fin-. Qu alma tena! Y cmo me quera! Qu ser de esa hermosa flor? Tal vez habr enfermado la pobre...

    Yo le dejaba la ilusin y no le daba noticias de Dacha. Festejada, adulada por comercian-tes ricos, slo soaba con joyas y coches.

    "Acaso, pens, su enfermedad no es incu-rable y se le podra sacar de aqu."

    Adivin mi pensamiento. -Te advierto que no llegar al invierno. No

    hay que incomodar a nadie. Adems, estoy acostumbrado a esta familia.

    -No tienen corazn -le respond. -Sin embargo, no es gente mala. Algo bru-

    tos tan slo. Por lo que se refiere a los veci-nos..., uno de ellos, el seor Kasakin, tiene un encanto de hija, instruida, ella...

    Un acceso de tos le cort la palabra. -Si pudiese siquiera fumar... Pero ni eso. -Debieras escribir a tu familia.

  • -No, sera intil. Cuando haya muerto lo sabrn. Le hice algunos relatos que le intere-saron viva mente. Por la noche nos separa-mos. Ocho das despus me lleg una carta del seor Gur, en estos trminos:

    "Debo anunciaros, seor, que vuestro ami-go A. Sorokunof ha entregado su alma a Dios el jueves pasado y que esta maana se le enterr a mi costa en el cementerio de la igle-sia. Conforme a sus ltimos deseos, os envo sus libros y cuadernos de poesas.

    "Le quedaban veintids rublos y cosas que

    remitimos a sus herederos. Ha muerto en una especie de insensibilidad, hasta al despedirse de nosotros.

    "Mi esposa Cleopatra os saluda; le fatig mucho los nervios la muerte de vuestro ami-go. En cuanto a m, me gobierno la salud y me reitero vuestro muy humilde servidor.

    G. Krupionikof." Otros hechos anlogos me acuden a la

    memoria, pero los dichos son suficientes.

  • Sin embargo, uno es bastante curioso y merece aadirse.

    Una vieja propietaria muri en mi presen-cia no hace mucho tiempo. En pie, a la cabe-cera de su cama, el sacerdote deca las ora-ciones de los agonizantes. Al cabo de algunos minutos, notando que la enferma ya no se mova, la crey muerta y acerc a su boca un crucifijo.

    -No tan rpido, espere -balbuce la vieja. Meti una mano bajo la almohada. Cuando la amortajaron, se encontr bajo

    su almohada una moneda de plata. Se haba propuesto pagar ella misma al sacerdote que le administrase la extramauncin.

    S, los rusos tienen una extraa manera de morir.

    FIN

  • IV CHERTAPKANOF HY TREDOPUS-KIN

    En una clida maana de esto, volva de

    caza acompaado de Jermolai. Merecido por el movimiento de la "telega"

    estaba l adormecido y sacuda la cabeza sin poderse despertar.

    Los perros roncaban tranquilamente junto a nosotros y escapaban a los tbanos que atormentaban al pobre caballo.

    Nos rodeaba una nube de polvo. El cochero tom un camino boscoso. Las ruedas del carro tropezaban a cada instante con la maleza cre-cida.

    Jermolai acab por despertarse y dijo: -Pero por aqu ha de haber gallos silves-

    tres. Con esta noticia bajamos y penetramos en

    la espesura. Bien pronto mi perro encontr una banda

    de gallos silvestres, sobre los que Jermolai y yo descargamos nuestros fusiles.

  • Nos preparbamos a disparar de nuevo, cuando la enramada: abrindose junto a m, dej pasar a un caballero.

    -Con qu derecho, seor, caza usted en mis tierras? -pregunt con altanera.

    El personaje que hablaba de esta suerte pronunciaba por la nariz y por accesos, preci-pitadamente. Le observ con atencin. Nunca en mi vida se me haba cruzado semejante persona. Imagnese un hombrecito rubio, de nariz respingona, torcida y de largos mosta-chos colorados. Tena metido hasta las cejas un bonete persa. Llevaba un traje amarillo gastado con adornos de galones de plata en todas sus costuras. Todo denunciaba el largo uso, pues estaba sembrado de zurcidos; un cuerno de caza colgaba de sus hombros. De su cintura sala la punta de un pual.

    El caballo era flaco, htico, y asimismo los dos perros que le acompaaban.

    Aspecto, miradas, movimientos y expresin del desconocido mostraban una loca audacia y un indomable orgullo. Los ojos, de un verde azulado, daban vidriosos destellos; miraban al azar, como los de un hombre ebrio.

  • La cabeza hacia atrs, inflaba los carrillos, se sacuda como un gallo de la India. El con-junto de sus modales recordaba muchsimo al pavo. Repiti su pregunta.

    -Ignoraba que estuviese prohibido cazar en este bosque -le respond.

    -Est usted en mis tierras, seor. -Segn sus deseos, voy a retirarme. -Permita usted, es un noble a quien tengo

    el honor de hablar? Me present. -En ese caso -agreg-, contine usted ca-

    zando. Me honra satisfacer el gusto de un gentllhombre. Soy Pantalei Chertapkanof.

    Dicho esto, mi interlocutor se inclin; y afirmndose en los estribos dio a su caballo un recio latigazo. El pobre animal se encabri-t, ech espuma y le quebr la pata a uno de los perros, que lanz lamentables ladridos.

    Pantalei, fuera de s, redobl el castigo al animal. Luego, saltando al suelo, examin la pata del perro, escupi sobre la herida y le empuj. Se agarr en seguida a las crines de su caballo y puso el pie en el estribo.

  • El animal alarg el pescuezo y al rato des-aparecan en la espesura.

    O los latigazos que Chertapkanof segua dando a su pobre caballo, y luego su cuerno de caza, con cuyo sonido vibrante llenaba los bosques.

    En ese momento sali del matorral, cerca de m, otro personaje: caballero bajo y grue-so, que montaba un caballo bayo. Me pregun-t si no haba visto a un caballero que monta-ba un animal zaino colorado. Y como le res-pondiese afirmativamente:

    -Hacia dnde enderez? -Por all. -Os lo agradezco humildemente, monse-

    or. Espole su cabalgadura y se alej en la di-

    reccin que le haba indicado. Le segu con los ojos hasta que su casquete puntiagudo no se vio ms entre las ramas.

    Este segundo personaje pareca exacta-mente opuesto al primero, por su aspecto: la cara hinchada, redonda como una bola; su expresin era de bondad y timidez; venitas azules le surcaban la nariz espesa; en la parte

  • delantera de la cabeza no tena un solo cabe-llo; en lo bajo de la nuca, un cerco de pelo feamente rubio. Sus ojos, que no cesaban de guiar nerviosamente, daban la impresin de haber sido horadados por un taladro, y en sus labios gruesos y colorados flotaba una conti-nua sonrisa. Vesta sobretodo verde con boto-nes de cobre; los pantalones de pao no le llegaban ms que a las rodillas y dejaban al descubierto la caa de sus botas y lo rechon-cho de sus pantorrillas.

    -ste quin es? -pregunt a Jermolai. -Ivano Ivanovich Tredopuskin, que vive

    con Chertapkanof. -Debe de ser un pobre hombre. -No es rico, y tampoco lo es Chertapkanof.

    No tienen un cntimo. -Por qu viven juntos? -Por afecto. El uno va adonde va el otro.

    Como dice el proverbio: Por donde pasa el caballo con su casco, el cangrejo pasa con sus pinzas.

    Salimos del matorral. Cerca de nosotros dos perros ladraron, y entre la maleza corri una liebre grande.

  • Tras ella se lanzaron los galgos. Luego lle-g Chertapkanof. Procuraba en vano dirigir la jaura. De su ancha boca escapaban sonidos inarticulados e ininteligibles; se enfadaba con su cabalgadura y la hartaba de latigazos. Los lebreles buscaban, la liebre torci camino y cruz como una flecha delante de Jermolai. Los perros salieron para otro lado.

    -Guarda: fuego! -grit Chertapkanof. Jermolai dispar el arma, la liebre rod

    como una bola sobre la gramilla seca; salt un perro y la atrap.

    Chertapkanof, en un abrir y cerrar de ojos se ape, y sacando su pual le hundi hasta el mango en el cuerpo de la presa. Lanz un grito de victoria y se llen de orgullo cuando vio llegar a Tredopuskin.

    -Debiramos privarnos de la caza en esta estacin del ao -dije a Chertapkanof, sea-lndole un vecino campo de avena.

    -Ese campo me pertenece -respondi con sequedad.

    Le cort las patas a la liebre y se la at a la silla.

    Y dijo a Jermolai:

  • -Segn las leyes de la caza, te debo el tiro, querido. En cuanto a vos, seor -dijo recal-cando cada slaba-, os quedo agradecido.

    Mont de nuevo. -Me permits preguntaron vuestro nom-

    bre? Se lo dije otra vez. -Me place haberos conocido. Cuando la

    ocasin se presente, hacedme el placer de visitarme.

    Luego, con un ademn de impaciencia: -Pero dnde est Fomka?

    -Su caballo ha cado y revent -dijo Tredo-puskin.

    -Cmo? Revent Orbacane? Pfon pfi! Dnde est?

    -Ms all del bosque. Chertapkanof sali al galope. Tredopuskin me salud dos veces, por su

    amigo y por l; y, como de ordinario, se alej al trote a travs de la maleza.

    Me pregunt por qu dos seres tan diferen-tes por carcter y maneras podan vivir jun-tos, y comuniqu mi asombro a Jermolai. ste me dio noticias que permiten, junto con otras,

  • formarnos una idea completa sobre ambos personajes.

    Pantalei Tremeich Chertapkanof tiene en el pas reputacin de atolondrado, de hombre peligroso y fantstico. Y con todo, es orgullo-so como Artaban y un perdonavidas de lo peor. Sirvi en el ejrcito; motivos desagra-dables le obligaron a dimitir, y sali con gra-duacin de teniente. Su familia tena en otro tiempo grandes propiedades y viva como vi-ven los grandes seores de la estepa. Siem-pre estaba servida la mesa del castillo, nadie peda hospitalidad sin obtenerla, y hasta los caballos de los extraos eran cuidados y ali-mentados a lo grande. La casa de estos ricos castellanos era numerosa: msicos, cantores, y en los das de fiesta toda la turba de los criados se hartaban de aguardiente. Iban du-rante el invierno a Mosc, en sus espaciosas "kolymagues". A veces, de vuelta de la ciu-dad, se quedaban sin un cntimo y se vean en caso de vivir con los productos de la granja y de los establos.

    Pantalei, es decir, Eremei Lukich, haba heredado una tierra ya empobrecida, pero no

  • llevaba una vida menos alegre. No dej a su hijo, al morir, ms que la aldea de Beztonow, cuya poblacin se compona de 3o hombres y 70 mujeres, todos esclavos de la corona. Le corresponda tambin el octavo de las tierras de Kolobradova. Como no quera saber nada de los mercaderes, con los salteadores, como l deca, el difunto haba enseado a sus sier-vos un gran nmero de oficios.

    Se arruin, precisamente, por persistir en esta mala combinacin. Al menos satisfizo todas sus excentricidades. Quiso tener un da un carruaje desmesurado. Y lo tuvo, en efec-to. Para hacerlo andar hubo necesidad de re-quisar todos los caballos y todos los hombres de la aldea. Pero al primer ensayo se abri y se deshizo.

    Eremei Lukich hizo levantar en el lugar un monumento y ya no se preocup ms del asunto. Tuvo en seguida la fantasa de edifi-car una iglesia sin ayuda de un arquitecto. Se encarg l mismo de disear los planos y fun-damentos.

    Para fabricar los ladrillos se quem una selva ntegra. Luego se pusieron los cimien-

  • tos. Por su solidez y extensin, aquello poda soportar una catedral. Los muros se elevaron, despus la cpula... Pero luego se derrumb. "No es nada", pens Eremei. "Que se empiece de nuevo." De nuevo se construy la cpula, de nuevo se derrumb.

    "El nmero 3 es divino", pens Lukich. "Ensayemos una tercera vez." Y el mismo accidente se repiti, ms terrible y ms peli-groso. Grandes grietas surcaron los muros de la iglesia y amenazaron su solidez.

    -Han puesto algn maleficio en esta cons-truccin -dijo el propietario-. Las brujas de la aldea tienen la culpa.

    Y de acuerdo con sus rdenes, fueron azo-tadas todas las viejas del lugar. Despus de reflexionarlo, desisti de edificar el templo. Slo quedaron sus ruinas, que atestiguaban una fantasa del seor Lukich. Poco despus decidi reconstruir todas las casas de la aldea sobre un modelo uniforme. Las junt de tres en tres, en forma de tringulo. En el medio del tringulo haba un poste que remataba en un nido de estornino.

  • Diariamente tena nuevas extravagancias. Ya se haca preparar una sopa de lampazo, ya le daba por hacer cortar las colas de todos los caballos para fabricar casquetes a sus criados. A veces quera reemplazar el lino por ortigas y alimentar los puercos con hongos. Habiendo ledo un da, en un peridico de Mosc, un artculo concerniente a la buena moral de las aldeas, decret que todo el mundo aprendiese este artculo de memoria y lo recitara con frecuencia.

    En aquella misma poca, por motivos de "orden y regularidad", Eremei quiso que todos sus sbditos tuviesen un nmero y lo llevasen marcado sobre el cuello del traje. Cada vez que un campesino se encontraba con su amo, gritaba: "Nmero 21." "Nmero 7." Y el amo responda: "Dios te guarde."

    -A pesar de sus buenas medidas, Eremei lleg a una situacin muy embarazosa. Se vio en el caso de hipotecar todas sus tierras y tuvo que venderlas al poco tiempo. La ltima aldea suya, donde estaba la iglesia sin cpula, fue rematada por el Estado. Tal acontecimien-to ocurri despus de su fallecimiento. Meses

  • antes haba muerto en su castillo, rodeado de su servidumbre, bajo los ojos del mdico. El pobre Pantalei no recibi, como herencia, ms que el casero de Beszonovo.

    Cuando la enfermedad de su padre se de-clar, Pantalei estaba en el regimiento y tena diecinueve aos. Criado por una madre dbil e indulgente, pudo satisfacer siempre todos sus caprichos. Las esperanzas de su madre, Vasilia Vasilievna, no se realizaron, porque su Pantalei se hizo un franco holgazn.

    El padre haba descuidado la educacin del hijo, absorbido por sus extravagancias y re-formas econmicas. Slo en cierta ocasin le administr un buen castigo. Ese da, es ver-dad, lo haba puesto de malsimo humor un accidente sufrido por uno de sus galgos.

    Vasilia Vasilievna nunca hizo mayores gas-tos para la educacin de su hijo. Haba desen-terrado como preceptor a un viejo alsaciano invlido, llamado Birkopf. Hasta en sus lti-mos das temblaba al suponer que este men-tor pudiese renunciar al empleo. Birkopf se aprovechaba de semejante disposicin, beba como un agujero y se lo pasaba durmiendo

  • desde la maana a la noche y desde la noche a la maana. Pantalei termin su educacin en falso, y entr en el ejrcito.

    Grande fue su sorpresa para Pantalei cuando lleg con licencia, para los funerales de su padre, y vio que su fortuna se hallaba reducida a nada. Con la desesperacin, Panta-lei cambi completamente. Ya no se le reco-noca. Haba sido hasta entonces perezoso, pero bueno y honesto. A partir de entonces fue violento y pendenciero, pele con sus ve-cinos, ricos o pobres, y se mostr descorts con las autoridades civiles.

    -Soy -deca en cualquier ocasin- un noble chapado a la antigua.

    Al "stanovoi" un da casi le mata porque no se quit el sombrero al encontrarse con l.

    Le devolvan la pelota, por cierto, y aquello era una contienda sin fin. Los funcionarios siempre teman tener que dirimir asuntos con Chertapkanof. Que le hicieran una observa-cin a disgusto suyo, y l propona arreglar la cuestin con un duelo a muerte. Vaya! -deca-. Yo no tengo apego a la vida. Adems, soy un noble chapado a la antigua."

  • Por otra parte, su probidad era perfecta, y siempre tomaba la defensa de sus campesinos cuando su causa era justa. Les amparaba hasta el ltimo extremo. "Que yo no sea Chertapkanof si no aplasto al temerario que se atreva a invadir el derecho ajeno."

    Tikone Tredopuskin no poda, como su amigo, enorgullecerse de su nacimiento. Su padre perteneca al comn y no adquiri la nobleza sino al precio de cuarenta aos de un servicio asiduo e irreprochable. Perteneca al nmero de esos hombres a quienes la mala suerte combate con una pertinacia que parece odio personal.

    Durante sesenta aos tuvo que luchar co-ntra todas las miserias que son la herencia de la gente nfima. Se debata como un pez en el hielo; viva al da, nunca durmi su borrache-ra completa.

    El pobre hombre pas as una existencia de mrtir y muri en algo como un granero, sin dejar un solo cntimo a sus hijos. Luch va-namente contra la desgracia, como una liebre cada en la red; todos sus esfuerzos lograban solamente que se enredase ms en la malla.

  • Bueno y honesto, la gente se aprovechaba de ello. Casado con una tsica, tuvo varios hijos que murieron temprano. Sobrevivieron dos, Tikone y su hermana Matrona.

    Se cas sta, joven todava, con un aboga-do retirado de los negocios.

    Por lo que se refiere a Tikone, logr su pa-dre hacerlo entrar como supernumerario en una administracin. No permaneci mucho tiempo en ella; la situacin precaria que haba sobrellevado, de continua lucha con el fro y el hambre, el ver los sufrimientos de su madre, los desesperados esfuerzos de su padre, las duras exigencias de los propietarios y de los proveedores, todo concurri a darle un ca-rcter tmido y reservado.

    A la vista de un superior caa en sncope, como un pajarillo que se siente atrapado. Con frecuencia, la naturaleza adjudica aptitudes y gustos contrarios a los que necesitaramos a fin de cumplir con los deberes de nuestra condicin.

    De esta suerte haba hecho que Tikone, hijo de un pobre empleado, fuese persona- dulce, benvola, inclinada a los goces, dotada

  • de un gusto y de un olfato admirablemente finos... Le desarroll estas disposiciones y, sin embargo, le conden a nutrirse de repollos agrios y de carne podrida. No por eso dej de hacerse hombre. Pero desde entonces, su papel en el mundo result de lo ms curioso.

    El destino, que tan cruelmente haba marti-rizado al padre, no fue ms clemente con el hijo, y le hizo su juguete. No le llev ni una sola vez a la desesperacin, ni a las profundas angustias; pero le zarande a travs de todas las Rusias, le hizo amo y criado, le someti a funciones ridculas.

    Tan pronto se le encontraba con cargo de mayordomo en casa de alguna protectora biliosa y exigente, como se le poda descubrir comensal de un

    rico mercader, avaro hasta la medula. O s no, tena la cancillera de un gentilhombre de ojos rasgados y pelo cortado a la inglesa, o era semibufn de un propietario aficionado a la caza.

    En suma: haba pasado por todas las mise-rias de las posiciones dependientes. Infinidad de veces, por la noche, al retirarse a su habi-

  • tacin, decidi, avergonzado y con lgrimas en los ojos, escaparse y procurarse otra ocu-pacin en la ciudad prxima, y dejarse morir de hambre si no hallaba empleo.

    Pero invariablemente su timidez le venca, le presentaba las ideas de la vspera con apa-riencia triste, y le obligaba a renunciar a sus proyectos. Era probable, por otra parte, que pudiese hallar una colocacin? "No me acep-taran", murmuraba el infeliz, y se agachaba a ponerse el collar de sus miserias.

    La situacin de Tikone era, pues, deplora-ble; desde luego porque careca de las cuali-dades propias del bufn. No era capaz de bai-lar hasta caer rendido de cansancio, ni de gastar mil moneras, abundar en bromas y frases _graciosas, bajo la amenaza sorda de un castigo; no poda rer y cantar desnudo y expuesto a un fro de veinticinco grados bajo cero; era imposible que bebiese aguardiente con tinta o comiese hongos venenosos.

    Sabe Dios lo que hubiera sido del pobre Tredopuskin s su ltimo amo no hubiese es-crito en el testamento: "Doy a Zez (por otro

  • nombre Tikone) y a sus herederos, la aldea de Bsrilendefka."

    Pasado algn tiempo, el honesto legatario muri de apopleja. Puso la justicia sus sellos y, al cabo de quince das se reunan los pa-rientes del difunto. Se llam a Tredopuskn, que compareci en seguida.

    Los herederos conocan las funciones de Tikone en casa del pariente muerto. Y as fue-ron los silbidos y los gritos cuando lo vieron entrar en la sala.

    - Seor terrateniente! Amigos, aqu est el nuevo amo!

    -S -dijo uno que se pagaba de ingenioso-, este seor es perfecto, se sabe lo que es. Jus-tamente... es un... un..., un seor?

    Y estall en una risa olmpica. El pobre bufn no quera creer que fuese

    verdad tanta dicha. Fue preciso mostrarle la pertinente disposicin testamentara. Se son-roj, gui los ojos, abri la boca y acab por ponerse a llorar.

    Con tales demostraciones, los espectadores lanzaron un hurrah! y los vidrios temblaron como en un da de tormenta.

  • Bsrilendefka no era, al fin y al cabo, ms que una aldea de veintids almas. Y los presentes no la tenan en mucho. Pero, pues-to que la ocasin era buena, por qu no di-vertirse? Cierto seor Rostilaf Adamych Stop-pel discurri ms. Se aproxim a Tikone hasta rozarle la cadera y le dijo con desdn:

    -Usted, seor, desempeaba, creo, en casa del difunto Fedorych, funciones de bufn. Era usted su criado favorito?

    El seor Stoppel era un fino conversador, y dijo con la mayor desenvoltura estas pala-bras. Tikone, pasmado, no saba qu respon-der. Escuchaban los herederos al hombre es-piritual, que repiti su pregunta. Pero Tredo-puskin, con la mirada perdida, no saba qu responder.

    -Le felicito a usted -dijo Stoppel-. Os felici-to, nuevo seor. Verdad que pocas personas se aven

    dran a emplear vuestros medos de hacer fortuna. Pero cada uno tiene sus gustos, no?

    Alguien, en el fondo de la sala, hizo or una exclamacin de asombro. El seor Stoppel

  • supuso que semejante burla era una alaban-za, e insisti con ganas:

    -Podra usted decirnos qu clase de mri-to le ha hecho a usted digno del pequeo le-gado? Aqu estamos en familia, hable usted sinceramente.

    No comprendi Tkone las palabras del se-or Stoppel, se limit a menear la cabeza. Otro heredero, hombre joven, con la frente llena de placas amarillas, grit

    -S, s, tiene usted razn. Usted segura-mente sabe caminar con las manos, o bailar con las piernas al are.

    -O imita el canto del gallo. Y otro, despus de una risotada: -O tal vez baila sobre esa nariz. Una voz grit al fin: - Basta! No tenis vergenza de ator-

    mentar a este pobre hombre? Todos se volvieron. Era Chertapkanof. Pa-

    riente lejano del difunto, le haban convocado tambin. Segn su costumbre, se haba man-tenido apartado y no conversaba con nadie.

    -Basta! -grit moviendo la cabeza, furi-bundo.

  • El elegante Stoppel, al ver en el interruptor un hombre de escasa apariencia, no le tom en serio.

    -Quin es? -pregunt. -Cualquier cosa -le dijeron al odo. Confir-

    mada su sospecha, le habl con altanera: -Desde cundo tenemos un inspector ge-

    neral supremo? Qu clase de pjaro es us-ted?

    Chertapkanof salt como un cohete y grit tartamudeando de coraje:

    -Quin soy yo? Pantalei Chertapkanof, de la ms rancia nobleza. Mi bisabuelo estuvo en el sitio de Kazn, bajo el Terrible. Y t, eres noble siquiera?

    Adamych palideci. La interpelacin, tan espontnea y viva, le haba turbado. Chertap-kanof se adelant impetuosamente hacia l, que retrocedi asustado.

    -Quiero dos pistolas! Armas, pronto! A tres pasos de distancia. O pdeme perdn y lo mismo a este pobre hombre.

    -Dadle explicaciones -clam la asamblea-. Es un loco. Cuidado!

    -Perdn -balbuce Stoppel-. Yo no saba...

  • -Y a l, a l, pdele perdn -le impuso Chertapkanof con una voz firme.

    -Perdneme usted tambin -aadi el otro, que pasaba por el espantoso trance.

    Pantelei tom de la mano al antiguo bufn y cruz la sala con l. La asamblea, tan ruido-sa momentos antes, se haba calmado como por ensalmo.

    A partir de ese da tan frtil en emociones, los dos seores terratenientes ya no se sepa-raron. Tikone, dbil y fofo, profesaba a su amigo una especie l de culto. Consideraba a Pantalei un hombre instruido, inteligente, ex-traordinario.

    Y, sin duda, su educacin, aunque deficien-te y mala, era muy superior a la de Tikone. Hablaba el ruso y mal el francs. En materia de grandes espritus rusos, estimaba a Derva-jine y tena pasin por Marlinski.

    Das despus de mi encuentro con los dos amigos, fui a visitar a Chertapkanof en Bez-sonovo. Desde lejos se vea su casa, edificada en un sitio sin rboles, sobre una tierra alta, y pareca un nido de guilas en las rocas inac-cesibles.

  • Las dependencias de la finca formaban cuatro cuartos: el establo, la cochera, los ba-os y el cobertizo.

    Ni foso ni empalizada rodeaban la propie-dad ni sealaban el lmite del seoro.

    Al llegar cerca del cobertizo hall cuatro o cinco perros ocupados en despedazar el cad-ver de un viejo caballo. Uno de ellos levant un momento su hocico teido de sangre, mir y volvi a devorar. Junto a los perros haba un muchacho de cara plida, vestido a la manera cosaca. Amenazaba a los animales con un largo ltigo.

    -Est tu amo? -le pregunt. -Llamad con las manos. Baj del coche y entr por la galera. No tena apariencia de lujo la casa de Cher-

    tapkanof. Las vigas de la armazn, ennegre-cidas por el tiempo, haban cedido en ms de un lugar; las chimeneas estaban en ruinas. Los pequeos cristales, de azulados reflejos, tenan cierto aspecto melanclico, y encajados en aquellos muros amarillentos, antiguos, daban la impresin de ojos, ojos turbios de viejas malvadas.

  • Llam y nadie respondi. Adentro hablaban, sin embargo. Y o las si-

    guientes palabras de una voz gritona: -A. B. C. D. Vamos, pues, imbcil. Volv a llamar y la misma voz grit: -Entrad, entrad. Di con una antecmara oscura, inmediata a

    una pieza con la puerta abierta. All estaba Pantalei, abrigado con un batn que se abra sobre largos pantalones y sentado en una vieja silla. Con una mano cerraba el hocico a un perro de aguas y con la otra le acercaba a la nariz un pedazo de pan.

    -Ah! -dijo con dignidad-, encantado de ve-ros. Estoy dando una leccin a Vinzov. Tiko-ne! Ven aqu, hay una visita.

    -Voy! -respondi Tikone. Eh, Mara, dame el ltigo!! Y reanud tranquilamente la leccin de su

    perro. Mientras tanto, yo examinaba la habita-

    cin. Una mala mesa de cuatro patas dispare-jas y seis sillas desfondadas componan todo el moblaje. Las paredes, blanqueadas de cal, tenan manchitas que representaban estrellas.

  • Bajo un velo de polvo un antiguo espejo. Y telas de araa colgando del cielo raso resque-brajado.

    -A. B. C. D. -pronunciaba lentamente Cher-tapkanof. Luego exclam de repente, hacien-do una contorsin-: Bestia estpida, come!

    Modestamente, el pobre animal estaba sentado sobre sus patas traseras; manso y bueno, atenda cada movimiento de su amo y procuraba cumplir en seguida sus rdenes. Pantalei le ofreca de comer, gritando:

    -Come, pues, animal! Al ver que no se decida a comer, le dio un

    puntapi. El perro se alej sin quejarse, aun-que debi de dolerle que le tratasen tan mal delante de una visita.

    Se abri la puerta contigua y entr Tredo-puskin haciendo reverencias.

    Me levant y fui hacia l. -Por favor, os lo ruego, no os levantis. Nos sentamos juntos, mientras Chertapka-

    nof se iba a otra pieza. -Hace tiempo que estis en nuestra tierra

    de Canan? -me pregunt Tredopuskin, des-

  • pus de toser discretamente, apoyando la punta de los dedos sobre su labio superior.

    -Hace pocas semanas. -Ah, bravo! Qu hermoso da el de hoy!...

    Los cereales prosperan. Una bendicin. Y me mir con un gesto agradecido y como

    si conviniera que me diese aquellas informa-ciones. Y prosigui:

    -Ayer Pantalei mat dos liebres. Tuvimos contratiempos. Pero qu liebres!

    -Tiene buenos perros el seor Chertapka-nof?

    -S, excelentes -respondi Tredopuskin con entusiasmo-. Son los mejores de la jurisdic-cin, porque cuando el propietario de Bezso-novo desea algo, todo ha de ceder.

    Entr en ese instante Pantalei y el sem-blante de Tikone, iluminndose, pareca decir: "Vea usted mismo si sera posible encontrar un hombre semejante a ste!"

    Hablamos los tres de caceras. -Queris ver una jaura? -me pregunt

    Chertapkanof. Y sin aguardar a que le res-pondiese llam a su criado Karp, que apareci en seguida, muchacho vestido con traje de

  • nankn, adornado de anchos botones blasona-dos.

    -Di a Foma que me traiga a Ammalat y Saiga. Pero en forma..., comprendes?

    Una sonrisa contrajo la boca de Karp. Me-ne la cabeza, como signo de inteligencia, y desapareci. A los pocos minutos Foma vena con los dos perros atrahillados.

    Chertapkanof escupi en las narices de uno, que se qued quieto. Se sigui conver-sando y mi husped fue dejando su fanfarro-nera y pareci ms simptico. De pronto me mir y dijo con cierta ingenuidad:

    -Pero por qu se queda sola? Por qu no aprovecha vuestra buena compaa? Eh, Ma-ra, ven!

    Hubo un movimiento en la sala contigua, pero ninguna voz respondi.

    -Ma...a...ra, ven con nosotros -dijo sua-vemente Pantalei.

    Entr una mujer que tendra alrededor de veinte aos, alta, esbelta. Tena el cutis cetri-no de las bohemias. Sus ojos almendrados estaban rasgados de amarillo y sombreados de muy negras pestaas. Los dientes tenan

  • blancura de marfil y tocaban el coral de los labios. Negros los cabellos, caan sueltos so-bre sus espaldas. Vesta de blanco y llevaba un chal celeste, echado artsticamente; levan-tado sobre uno de los hombros, dejaba ver un brazo fino, terminado por la mano, de lnea aristocrtica. Avanz algunos pasos y pareci cohibida.

    -Permitidme que os presente a Mara, mi mujer, si usted quiere.

    Ella se sonroj algo cuando la salud. Me agradaba mucho con su nariz afilada, las me-jillas plidas, medio sumidas y los rasgos, en fin, que denunciaban pasiones fuertes y una perfecta despreocupacin.

    Se sent junto a la ventana. A fin de no aumentar su cortedad, me puse a conversar con Chertapkanof. De tiempo en tiempo ella me echaba ojeadas que parecan dardos de serpiente.

    Tikone se sent a su lado y le dio conver-sacin. Ella sonrea, y los labios, levantndo-se, hicieron la expresin de su cara, no digo felina, tampoco leonina, y menos angelical.

  • Una expresin realmente extraordinaria y muy hermosa de contemplar.

    -Bueno, Mara -dijo el dueo de casa-, no tienes algunos refrescos para nuestro hus-ped?

    -Hay algo de confitera. -Pues, dnoslo, y tambin aguardiente. Y

    trae tu guitarra y canta. -No, no quiero. -Por qu? -Pues, porque no tengo ganas. -Pero por qu? -No s. -Qu loca! En fin, trae lo que te he pedido. Fue y volvi; puso las golosinas en la mesa

    y nuevamente se sent junto a la ventana. Ahora su fisonoma era perversa, se alzaban y recaan sus pestaas como las antenas de una avispa. Por sus miradas ariscas tena yo la impresin de que habra tormenta. De pronto se levant. Bajo la ventana pasaba una mu-jer. Le grit: " Axinia!" Parece que, al volver-se, la mujer resbal y cay. Mara retrocedi para que desde abajo no la vieran y rompi a rer a carcajadas. Resonaron agradablemente

  • a los odos de Chertapkanof las notas argenti-nas de aquellas carcajadas y le alegraron de nuevo. La tormenta se disip.

    Con atmsfera calma, desde ese momento, nos dimos a jugar locos de contento y a char-lar como colegiales. Mara rivalizaba con no-sotros en alegra, sus ojos echaban alternati-vamente claridad y sombra, su cuerpo tena ondulaciones de ola, su naturaleza salvaje se revelaba ntegra.

    Una inspiracin la hizo correr a buscar su guitarra, y quitndose el chal enton una ro-manza. Pura su voz como el cristal resonaba en nuestro corazn. Notas fuertes, como el ruido del mar, alternaban con una cadencia suave, con gorjeo de ruiseor. Despus un aire de danza bohemia, con el refrn: "Ai jghi, govori, al jghi."

    Chertapkanof se dej llevar por el ritmo de la danza, Tredopuskin zapateaba. Mara exal-tada, inspirada, haca volar las notas melodio-sas y fascinantes. Exhausta, al fin, interrum-pi su canto y dej correr sus dedos ligera-mente sobre las cuerdas de la guitarra. Sin embargo, con un ltimo mpetu, lanz todava

  • vigorosas notas. Y Pantalei, que haba relaja-do el paso, recomenz con ms bro, casi to-caba el cielo raso, gritando: ";Rpido! Rpi-do!"

    Dej Bezsonovo a medianoche, contento de mi visita y de mis amigos.

    FIN V LOS CANTORES RUSOS La aldehuela de Kolotova era, en otro

    tiempo, propiedad de una anciana, a quien le haban puesto el sobrenombre de "la Esquila-dora", debido a su carcter vido y de empre-sa. Ahora perteneca a un alemn de Peters-burgo. Construida sobre un montculo, la atraviesa un horrible barranco que forma el medio de la calle. Las aguas de la primavera y del otoo se juntan en la concavidad del ba-rranco y separan el casero en dos partes prximas, pero muy diferentes. No se puede echar un puentecillo sobre tal especie de ro,

  • cuyo lecho de arcilla est encajado a gran profundidad.

    Aunque el aspecto del paraje nada tiene de agradable, no hay habitante de los alrededo-res que no conozca la aldea y no venga con frecuencia a ella.

    Al comienzo del barranco hay una casita aislada de la poblacin. Una chimenea remata su techo de paja; tiene una sola ventana, que se abre hacia el lado del barranco, y en el invierno, cuando la luz de adentro pasa a tra-vs de sus cristales, parece un ojo de miradas penetrantes.

    Se la ve desde lejos. Sirve a guisa de es-trella conductora a los viajeros cuando hay niebla y tiempo brumoso.

    Esta "isba" no es otra cosa que una taber-na, o un "prytinni", como dicen en el pas. Encima de la puerta hay una tabla pintada de azul. El aguardiente que all se despacha, aunque tan caro como en cualquier parte, es el artculo ms acreditado en toda la regin, y por eso el propietario, Nicolai Ivanitch, siem-pre tiene muchos clientes.

  • Es un hombre forzudo, de mejillas frescas y coloradas. Ahora est algo grueso, sus ca-bellos blanquean y los rasgos de su cara es-tn hinchados por la grasa. Pero conserva un aire de gran benevolencia.

    Hace ms de veinte aos que habita en el casero. Es muy listo y posee el don de atraer a los parroquianos, sin gastar nunca amabili-dades extraordinarias.

    Le gusta a la gente estarse all, bajo su mi-rada paternal y corts. Tiene finura, es escru-tador, conoce a fondo a cuantos le rodean y la vida que llevan. Pero nunca se dara a repartir censuras y halagos. Permanece tranquilamen-te a la sombra, detrs de su mostrador. Cuando la taberna est vaca, se sienta a la puerta y traba conversacin con los transen-tes. Ha visto y observado mucho. Conoci a tantos gentileshombres que venan a pro-veerse de aguardiente en su casa! Cuntos se han arruinado! Cuntos han muerto! Las autoridades civiles le respetan y el "stanovoi" nunca pasa delante de su "isba" sin entrar a saludarle. Verdad que se le deben servicios.

  • Hace algn tiempo detuvo a un ladrn y le oblig a devolver lo que haba

    Es casado. Su mujer, delgada y flacucha como era, ha engrosado. Supo merecer la entera confianza de su marido y ste le deja llaves y cuidado del negocio, y ella sabe hacerse temer tanto como Nicolai. Tienen hijos todava pequeos, pero ya inteligentes y astutos, como lo denuncia su cierto aspecto de zorros.

    Un da, al empezar la tarde, caminaba yo por lo alto del barranco. Era el mes de julio y haca un calor trrido. Volaba en los aires un polvo blanco que sofocaba.

    Los cuervos, erizadas las plumas, entre-abierto el pico, parecan implorar caridad. Solamente los gorriones no dejaban su grite-ro y se perseguan piando con la vivacidad de siempre.

    Me mora de sed. No tienen pozo los habi-tantes de esta aldea. Se conforman con el agua barrosa de un estanque cercano. A m este limo me repugnaba y decid pedir a Nico-lai un vaso de "kvass" o de cerveza.

  • S, como dije, nunca es atrayente el aspec-to de la aldea, durante el verano resulta abso-lutamente espantoso; la deslumbradora clari-dad del sol hace resaltar toda la fealdad de estos techos de paja. El barranco profundo, una plazuela quemada por el sol y donde se ven algunas gallinas hticas; luego el estan-que negro, bordeado de lodo por un lado, y en el otro un dique en ruinas; y ms lejos un ribazo donde un rebao de ovejas busca una _brizna de pasto.

    Entr en la aldea. Me miraban los chiquillos con aire de asombro. Sus ojos se dilataban para verme mejor y los perros ladraban en todas las puertas. Minutos despus llegaba al "prytinni".

    Un campesino alto sali a la puerta. Estaba sin sombrero y retena su capa de frisa un grueso cinturn. Su cara era flaca y una espe-sa cabellera gris dominaba su frente arruga-da; llamaba a alguien y no pareca del todo dueo de s, indicio cierto de abundantes liba-ciones.

    -Ven! -gritaba con voz ronca y realzando las espesas cejas-. Parecera que no puedes

  • arrastrarte siquiera. Vamos, hermano, pron-to!

    El hombre a quien se diriga era pequeo, rechoncho y cojo. Vena por el lado derecho de la "isba". Llevaba una larga tnica bastan-te limpia, un bonete muy puntiagudo, encas-quetado, lo que le daba una expresin mali-ciosa. Una perpetua sonrisa, fina y amable, vagaba constantemente en sus labios.

    - Voy, querido! -dijo acercndose a la ta-berna-. Por qu me llamas? Qu ocurre?

    -Ah!, qu puede hacerse en una taberna, amigo? Hay gente que te espera: Iacka el Turco, Diki Barin y el capataz de Jisdra. Han apostado un cuarto de cerveza a ver quin canta mejor.

    -Iacka va a cantar -dijo el recin llegado, es decir, Morgach.

    -Verdad, hermano? No ser molestarse en vano?

    -No -dijo el otro, Obaldoni-, cantarn. Hay una apuesta.

    -Entremos, entonces -y agachndose pasa-ron el umbral de la taberna.

  • Esta conversacin me interes, porque haba odo hablar de Iacka el Turco como de un gran cantor. Quise juzgar por m mismo, alargu el paso y entr en la "isba".

    No han entrado muchas personas en una taberna de aldea. Tal vez los cazadores las conozcan porque en todas partes se meten.

    Esta clase de establecimientos se compo-nen, ordinariamente, de una entrada oscura. Luego hay una espaciosa pieza dividida por un tabique. Nunca los clientes franquean esta separacin, en la que se ha practicado una abertura que permite ver lo que sucede al otro lado. Hay una larga mesa de encina, y sobre esta especie de mostrador el dueo del "prytinni" sirve las bebidas. Detrs del tabique se ven las "chtofs" cuidadosamente tapadas. En la parte donde estn los parroquianos no hay, generalmente, ms que algunas barricas vacas, un banco y una mesa. Y suspendidas en la pared unas groseras "lubot-chnyas".

    Mucha gente estaba ya reunida cuando lle-gu. Nicolai estaba detrs del mostrador, con su aire regocijado, y serva aguardiente a los que iban entrando.

  • En medio de la pieza estaba Iacka el Turco, hombre de unos veinticinco aos, plida y flaca la cara, de cuerpo delgado y largo. No pareca gozar de buena salud. Sus salientes pmulos, mejillas sumidas y ojos grises, de-nunciaban un alma apasionada.

    Presa de una enorme emocin, temblaban todos sus miembros y su respiracin era des-igual. Le dominaba la idea de que iba a cantar en pblico. A su lado haba un hombre de ms o menos cuarenta aos, alto y fuerte. Todo lo contrario de Iacka, sus anchas espaldas hac-an juego con sus brazos nerviosos y fuertes. Algo cobrizo el cutis, como el de los trtaros. A primera vista su semblante pareca cruel, pero luego se adverta cierta dulzura reflexi-va. Rara vez levantaba los ojos y entonces echaba una ojeada a su alrededor, como un toro bajo el yugo. Su vieja levita pareca ras-pada, de tan usada, y la corbata era ya una simple hilacha. As era el llamado Diki Barin por Obaldoni. Frente a ellos estaba sentado el capataz de Jisdra, el rival de Iacka.

    ste era un hombre de estatura mediana, bien formado. Tena cara cencea, crespos los

  • cabellos, nariz levantada, era ojizarco y sedo-sa su barba. Hablaba poco, tena las manos bajo las piernas, mova un pie, despus el otro; y llamaba as la atencin sob