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Introducción Ser padre es una gran aventura. Es algo fabuloso... y, atrevámo- nos a decirlo, también es algo muy agotador tanto física como emocionalmente. Todos soñamos con los hijos que tendremos algún día. Y luego los niños nacen. Y aunque nuestras expecta- tivas se vean sobradamente cumplidas porque nos hacen muy felices, ello no quita que algunas veces nos sintamos desespera- dos e impotentes. A menudo los nuevos padres se sienten in- defensos ante la intensidad de los sentimientos de afecto que les invaden y la complejidad del nuevo mundo en el que están entrando. Laurence, que trabaja como asistente maternal, jamás habría imaginado que llegaría a desestabilizarse hasta tal punto. Pacien- te, asequible y competente con los hijos de los demás, no puede menos que sorprenderse porque su hija la saca de sus casillas. El hecho de no poder ofrecerle a Lola lo que tanto ha dado a otros la desespera, y se juzga a sí misma negativamente: «No soy una buena madre». ¡Los hombros de los padres tienen que soportar el peso de tantas cosas...! Son los responsables de la educación, de la protec- ción y de la salud de sus hijos. ¡Y hasta llegan a creer que son los encargados de garantizarles la felicidad y el éxito! «¡Qué suerte tiene usted!», exclama la gente cuando se en- tera de que los hijos de los otros han acabado sus estudios y se han casado. ¡Como si fuera tan simple! Pero la verdad es que la Los padres perfectos no existen.indd 13 20/7/09 15:40:55

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Introducción

Ser padre es una gran aventura. Es algo fabuloso... y, atrevámo-nos a decirlo, también es algo muy agotador tanto física como emocionalmente. Todos soñamos con los hijos que tendremos algún día. Y luego los niños nacen. Y aunque nuestras expecta-tivas se vean sobradamente cumplidas porque nos hacen muy felices, ello no quita que algunas veces nos sintamos desespera-dos e impotentes. A menudo los nuevos padres se sienten in-defensos ante la intensidad de los sentimientos de afecto que les invaden y la complejidad del nuevo mundo en el que están entrando.

Laurence, que trabaja como asistente maternal, jamás habría imaginado que llegaría a desestabilizarse hasta tal punto. Pacien-te, asequible y competente con los hijos de los demás, no puede menos que sorprenderse porque su hija la saca de sus casillas. El hecho de no poder ofrecerle a Lola lo que tanto ha dado a otros la desespera, y se juzga a sí misma negativamente: «No soy una buena madre».

¡Los hombros de los padres tienen que soportar el peso de tantas cosas...! Son los responsables de la educación, de la protec-ción y de la salud de sus hijos. ¡Y hasta llegan a creer que son los encargados de garantizarles la felicidad y el éxito!

«¡Qué suerte tiene usted!», exclama la gente cuando se en-tera de que los hijos de los otros han acabado sus estudios y se han casado. ¡Como si fuera tan simple! Pero la verdad es que la

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inmensa mayoría de los padres, incluidos los que parecen haber tenido «mucha suerte», han sufrido y dudado, y han tenido que enfrentarse a circunstancias de oposición, crisis y fracasos. El mito del hijo perfecto, y del padre que sabe lo que tiene que hacer para conseguir que lo sea, sigue viviendo en los nume-rosos textos que explican «qué hay que hacer para que un hijo salga bien, como si fuera cómo hacer bien la receta del pastel de chocolate».*

Si el hijo no satisface nuestras expectativas, si no es perfec-to, podemos llegar a albergar resentimiento contra él por causa de la imagen deformada que nos transmite de nosotros mismos. Porque nuestro hijo es un poco como nuestro espejo. Tendemos a considerarlo como una prolongación y como una parte de no-sotros. Proyectamos en él lo que somos ahora y esperamos que llegue a ser la persona que nos habría gustado ser. Representa nuestro yo idealizado. Inconscientemente, le encargamos la ta-rea de restaurar nuestra imagen, y por tanto, cualquier decepción nos hiere profundamente. Somos particularmente sensibles res-pecto a sus éxitos y sus fracasos, y, aunque no siempre sepamos darnos cuenta, a veces nos cuesta tomar la distancia necesaria respecto a las peticiones, trastadas o transgresiones de nuestros hijos, y hasta en lo referente a sus necesidades. Nuestros actos no siempre son ni adecuados, ni pedagógicos.

Así pues, educar no es algo fácil. En esta tarea, apenas sirve de nada la ayuda de los «expertos», de esos pediatras, psiquiatras infantiles y otros psicólogos que sueltan sentencias con aire de saberlo todo, unas sentencias que, por otro lado, fluctúan a mer-

* Comentario de Jacqueline Costa-Lascoux, presidenta de la FNEPE, politóloga, directora de investigación en el CNRS en L’École des Parents, abril-mayo de 2006, n.º 557.

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ced de las modas. Por ejemplo, «El arte de cuidar a los bebés»* varía según las épocas. «Se debe acostar al recién nacido sobre el vientre.» «¡Sobre todo, nada de almohada! ¡Puede asfixiarse!» «¡Ni hablar! ¡Hay que acostarlo sobre la espalda!» «De eso nada, es peligroso. Si regurgita el alimento, acuéstelo de lado...» Y lo mismo ocurre con cada acto cotidiano; es decir, con el modo de transportarlo, la lactancia, el sueño... No resulta fácil hacer frente a la culpabilidad cuando no se siguen las prescripciones de moda. ¡Sobre todo cuando otros padres parecen desenvolverse de maravilla! ¡Las familias de los demás parecen tan armonio-sas...! Sus hijos son encantadores, se comportan estupendamente y van bien en la escuela... Al final, otra vez estamos ante el mito del hijo perfecto. En especial las madres son las que más tienden a compararse con las demás y a culpabilizarse; en cambio, por lo general los padres son conscientes de «que están debutando en ese oficio» y, aunque cada vez están más con el bebé y asumen más responsabilidades, rara vez se sienten obligados a conocerlo y a dominarlo todo.

Antes, las cosas eran más sencillas: los niños tenían que obede-cer, y, si no lo hacían, se les castigaba. Los padres no dudaban en utilizar la fuerza. Les pegaban y castigaban, y lo encontraban jus-to. Los golpes y las humillaciones no estaban considerados como actos de violencia, sino como métodos educativos normales. Las cosas eran simples porque nadie las cuestionaba. Los padres te-nían el derecho y el deber de corregir a sus hijos. Somos herede-ros de una tradición educativa basada en la violencia, cuya efica-cia se ha puesto de manifiesto convirtiéndonos en seres agresivos o depresivos, y en cualquier caso desgraciados. Las escasas voces

* Según el título de un libro de Geneviève Delaisi de Parseval y Suzanne Lallemand, Ed. Odile Jacob, 1998.

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que se alzaban contra la crueldad de esas prácticas y sus funestas consecuencias para las personas se vieron reducidas al silencio, y lo único que queda es la idea de que los hijos de antes se portaban mejor.

«Los puntos de referencia han desaparecido», se suele decir hoy en día, aunque dichos puntos de referencia no fueran más que ignorancia e incluso ceguera. Pero a decir verdad, cuanto más estudiamos la psicología del niño, menos certezas tenemos. Las necesidades de un niño varían en el curso de su desarrollo, son múltiples, y su psiquismo es mucho más complejo de lo que imaginábamos. En otros tiempos, se creía que el bebé no era más que un tubo digestivo y se le trataba como tal. En nuestros días, se sabe que es una persona, a la que, por desgracia, no siempre sabemos tratar como tal. Somos conscientes de que algunos de nuestros comportamientos respecto a nuestros hijos les hacen daño y les causan tristeza. Cada vez es más difícil creer en que un azote dado a tiempo es algo bueno, y no podemos seguir en-gañándonos pensando que los castigos que infligimos a nuestros hijos serán eficaces de una u otra manera.

Algunos dicen que los niños de antes eran más tranquilos, más dóciles, más obedientes... Pero miremos las cosas de fren-te: las quejas de los padres en lo que respecta a la falta de respe-to y al olvido de las tradiciones por parte de sus hijos no son de ayer. «Nuestro mundo ha llegado a un punto crítico. Los hijos ya no escuchan a sus padres. El fin del mundo no puede estar lejos», decía hace dos mil años un sacerdote egipcio. En las pa-redes de Pompeya, todavía pueden verse pintadas con insultos a los profesores. «Nuestros jóvenes son unos maleducados. Se burlan de la autoridad y no muestran ningún respeto respecto a los ancianos. Los chicos de hoy no se levantan cuando un viejo entra en una habitación. Contestan a sus padres y charlan en vez de trabajar. Sencillamente, son malos», decía Sócrates (470-399 a. de C.). La violencia en la escuela y la falta de res-

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peto de los jóvenes hacia los menos jóvenes no son para nada un fenómeno nuevo. En todas las épocas los adultos se han quejado de ello. La idea de que «antes las cosas eran mejores» es una cuestión de perspectiva, que depende de la ilusión de cada uno. Antes, a los niños se le dejaba solos, a su aire, con el perro. ¿Acaso contribuía eso a la estructuración del com-portamiento más que el ordenador, la consola, el televisor y otras pantallas con las que se les deja hoy en día? En la escuela, los niños revoltosos trataban de usted a los profesores, pero lanzaban muchas bolitas, manchaban las paredes de los váte-res con dibujos obscenos y acosaban a las chicas en los aseos. Hace cuarenta, treinta e incluso veinte años, a pocos niños se les escuchaba y se les respetaban sus necesidades. ¡He tenido la ocasión de oír tantos testimonios de soledad, de heridas y de profundo aburrimiento...!

En nuestros días, en los albores del tercer milenio, ser docente en una escuela no es fácil. Es un hecho. Los jóvenes de ayer se callaban en presencia del adulto, pero los alumnos de hoy espe-ran más: ya no sólo se conforman con escuchar al profesor. Si se aburren, lo ponen de manifiesto. Pero en mi opinión, eso no se debe a que sus padres no les hayan puesto límites.

En todas las épocas ha habido la creencia de que se estaba produciendo una crisis de autoridad, el síndrome del «niño rey». Aunque algunos padres sean libertarios por convicción, laxis- tas por defecto de afirmación o sobre todo de presencia, en Fran-cia, por ejemplo, la inmensa mayoría de las familias siguen sien-do autoritarias. Las estadísticas* no pueden ser más claras: ¡el 84 % de los padres franceses todavía pegan a sus hijos para hacer-les obedecer y el 30 % lo hacen de un modo muy severo! E incluso

* Encuesta SOFRES realizada en 1999 por la asociación «Educar sin pegar». Sólo el 16 % de las personas preguntadas que tenían hijos nunca les pegaban, el 33 % lo hacían raras veces, y el 51 %, a menudo.

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los estudios* parecerían apuntar hacia un aumento de la violen-cia paterna debido al estrés y al agotamiento de las madres.

En nuestros días, la actitud denominada permisiva suele ser objeto de críticas; se suele decir que hemos respetado demasiado a nuestros hijos, confundiendo el respeto al niño con el temor a que éste manifieste su oposición o simplemente sus emociones. Numerosos pediatras y hasta psiquiatras se han convertido en abogados de volver a implantar la autoridad e incluso los casti-gos corporales. Y aunque esta reflexión sea un tanto reciente, no por ello ha dejado de conseguir un cierto éxito, cuyas razones las comprenderemos a partir del próximo capítulo.

Si hay crisis de autoridad, se trata más de nuestra falta de au-toridad interior y de una falta de conciencia de nosotros mismos que de un defecto de autoritarismo. Como veremos más adelante, cuanto más autoritarios se muestran los padres, menos seguros de sí mismos están. A los niños de ayer se les educó en el temor, y ciertamente los de hoy tienen menos miedo, están más informa-dos y más estimulados, y no tienen ninguna necesidad de que sus padres vuelvan a ser más autoritarios.

La vida psíquica de los niños es compleja, y la de los adultos, tam-bién. La relación entre ambos lo es más todavía. Nuestros hijos dicen mucho de cómo somos nosotros. ¿Quiénes son? Su historia empieza con la nuestra. El niño lleva en sí mismo todo su árbol genealógico. Está habitado por la historia inconsciente de la fa-milia y manifiesta emociones que algunas veces se han visto ne-gadas durante varias generaciones. Nuestras reacciones ante ello no pueden ser neutras, ya que, consciente e inconscientemente, sus emociones están influidas por las nuestras. Como nuestros

* www.naturalchild.org

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actos les afectan, ellos reaccionan, y luego nosotros reaccionamos ante sus reacciones... Es imposible no tener en cuenta este círculo si se quiere comprender lo que pasa entre ellos y nosotros.

Cualquier doctrina simplista se basa en el «es necesario» y en el «hay que», excluyendo la dimensión del inconsciente que des-de ese momento se vuelve sospechosa. Entre un padre y su hijo pasan todo tipo de cosas. En general, el análisis de los defensores de la vuelta a la autoridad sólo contiene la dimensión fenomeno-lógica; es decir, la que pertenece al orden de lo observable. Pero la educación de un hijo implica a muchas personas. Normalmente creemos que es cosa de dos; es decir, del padre y de la madre, pero por lo menos hay cuatro personas más que influyen directa o indirectamente en el hijo: los abuelos. ¿Quién no se ha asom-brado alguna vez al verse utilizar el mismo tono autoritario, los mismos insultos o descalificaciones que sus padres, a pesar de haberse comprometido a no pronunciarlos jamás de tan hirien-tes que fueron? En ocasiones nos encontramos dominados por conductas automáticas que son superiores a nosotros y nos sen-timos desarmados ante nuestras propias reacciones.

En los manuales dedicados a dar consejos a los padres se omi-te con demasiada frecuencia la dimensión sistémica. Relación con el hijo, pero también entre el padre y la madre, entre estos últimos y sus propios padres, y con los respectivos suegros. Sin olvidar la fuerza del inconsciente, lo que no se dice, los secretos, las emociones inhibidas, los rencores y los dolores inexpresados que hay en la familia. Todo ello desempeña un papel.

El niño interior de los padres también entra en juego; es de-cir, lo que éstos eran cuando eran pequeños. Frente a nosotros, ni que sea inconscientemente, nuestro hijo nos recuerda lo que un día fuimos. El nacimiento de un bebé nos remite al origen de nuestra propia historia. Nuestras emociones se entremezclan; basta con una herida que ha permanecido abierta de un modo inconsciente y el nudo pasa a ser inextricable. Todo aquello que

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hasta entonces se había mantenido en silencio dentro de noso-tros se pone a gritar. Nuestra propia infancia reaparece a través de manera retrospectiva, o aún peor, fuera de nuestra conciencia, alterando nuestras percepciones y guiando nuestras actitudes ha-cia nuestros angelitos.

Hay muchas clases de padres. Algunos aceptan enfrentarse a los abismos de perplejidad frente a los que los colocan sus retoños. Otros simplifican la cuestión optando por el autoritarismo, pero con el regusto de «no me imaginaba a mí mismo siendo padre de esta manera».

¿Qué es lo que determina el estilo educativo por el que vamos a optar? Desde el nacimiento hasta los dieciocho años, la educa-ción de los hijos es un tema que monopoliza las conversaciones. Están los aficionados a los cachetes, los que creen ciegamente en los límites y los que recomiendan escuchar al niño. Los que cas-tigan, y los que prefieren sancionar y responsabilizar. Los que imponen un orden estricto y los que abogan por la democracia familiar. Los que lo dejan llorar y los que enseguida acuden a consolarlo. El paisaje paterno es muy variado. ¿Cómo orientarse? ¿Cómo saber qué es lo más acertado?

En realidad, hoy contamos con muchas más referencias que en el pasado. Sabemos muchísimas cosas sobre el crecimiento y las necesidades del hijo, y sobre su cerebro y su inteligencia, pero también sobre su afectividad. En sus laboratorios, los científicos han llevado a cabo múltiples observaciones y experiencias, des-cubriendo cosas que ponían en entredicho las antiguas creencias. Pero a pesar de que han puesto en evidencia las ventajas y los inconvenientes de los diferentes métodos educativos, es como si sus estudios no se hubieran leído o entendido, y cuando lo son, no es raro que se contemplen con una pizca de ironía. ¡La cien-cia molesta! No queremos nuevas indicaciones que cuestionen

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nuestras costumbres, y que a veces nos lleven a sentirnos mal. Preferimos continuar apegados a nuestras creencias, denigrando los resultados obtenidos por los investigadores.

En pocos ámbitos como en éste circulan tantos tópicos tras-nochados. En la esfera de la educación, lo irracional todavía sigue reinando. ¡Y eso es así hasta entre los expertos, como los psi-quiatras infantiles o los psicólogos, de los que cabría esperar que fueran más científicos! Cada uno se centra en su análisis personal y se permite enunciar leyes como si fueran evidentes, mientras que ignoran las estadísticas y los estudios comparativos sobre la cuestión. Pero, antes de juzgarnos, vayamos un poco más lejos en la comprensión de este fenómeno, porque hay razones que explican este estado de cosas.

En términos de educación, cada persona tiene unas ideas muy arraigadas, aunque probablemente las vaya cambiando muchas veces en el transcurso de su existencia, sobre todo si tiene hi-jos. Cada gesto cotidiano tiene sus «pros» y sus «contras». En las parejas, éste es el tema más conflictivo, y hasta puede suceder que los desacuerdos los conduzcan al divorcio. Esta cuestión per-turba también las relaciones entre los padres y los suegros. Las convicciones de cada uno se expresan por medio de un silencio educado o son el detonante de vivas discusiones, hasta el punto de que en las reuniones familiares este tema pasa a ser sagrado. Es imposible discutirlo tranquilamente. Las posiciones parecen inconciliables y la energía que se gasta en defenderlas es desme-surada. La virulencia de los debates sorprende. ¿Por qué tanto ardor?, pues porque, más allá de las teorías, está nuestra propia historia. Tanta pasión tiene sus razones. Aunque indudablemen-te nuestros comportamientos paternos estén modelados por las tendencias de nuestra época, y por las imposiciones de los pedia-tras y los psiquiatras de moda..., no deja de ser un barniz super-ficial. A menudo entre lo que decimos y lo que hacemos hay un abismo. Admitámoslo, nuestras actitudes educativas tienen poco

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que ver con la ciencia, la experiencia o la razón. A algunos eso les hace sufrir, y leen, se informan y buscan. Otros, porque no consiguen hacer frente a la incomodidad que lleva vinculada esta contradicción porque se sienten más heridos o porque todavía no han logrado identificar sus heridas, rechazan sus emociones y se construyen un frente vinculado a sus afectos. Es como si ac-tuáramos según nuestros valores, cuando, en realidad, nuestros valores se adaptan a nuestro modo de actuar.

A veces, todo va bien; la familia nada en una felicidad compar-tida. Pero de repente la cosa cambia. Un comportamiento o una palabra del hijo basta para desencadenar un tornado: «¿Qué me ha dicho ese mocoso?» La relación con los hijos está marcada por altos y bajos vertiginosos. Si los primeros se les explican a los amigos, a la familia y se asocian con cosas alegres, los segundos se pasan más o menos en silencio porque nos culpabilizan y son demasiado dolorosos.

Como no tienen a nadie con quien hablar y a quien confiarse sin que se les juzgue, los padres con reacciones impulsivas co-rren el peligro de encerrarse en su propio secreto, y de caer en la trampa de una dinámica que puede empujarlos al maltrato in-fantil. A otros, que se niegan a ser violentos, lo que les ocurre les puede hacer caer en una fuerte depresión. Están los que deciden ponerse en manos de un psicoterapeuta, y los que no hablan —ni consigo mismos— de lo que pasa en su interior. Contentándose con evitar la intimidad con sus hijos, se encierran en una política educativa rígida, van entrando en un estado depresivo o se vuel-can doblemente en su trabajo.

Admitámoslo, a veces, nuestros queridos hijitos nos vuelven locos. De bebés, no duermen como está previsto, regurgitan la leche, lloran sin razón aparente durante horas... Cuando son un poco más mayores, se revuelcan por el suelo, se niegan a ponerse

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los zapatos, muerden a su hermano pequeño... De la escuela nos traen notas catastróficas y observaciones desagradables por parte de los profesores. Siempre tienen la habitación como una leone-ra, que a veces se extiende hasta el salón. En la época de la adoles-cencia, cuando las hormonas hacen de las suyas, nos obsequian con oleadas de mal humor, y luego se encierran a cal y canto en su habitación con la música a todo volumen...

Pero todo eso ya lo sabíamos, y aunque nos decíamos que lo haríamos mejor que los demás, mejor que nuestros propios pa-dres..., al final, nos desengañamos. La vida con los hijos es una dura prueba para los nervios: el ruido de sus gritos, el desorden, sus necesidades nunca satisfechas, su resistencia ante nuestras demandas... Ciertamente, es algo agotador. Pero ¿qué es lo que nos aleja de nuestros hijos hasta el punto de que a veces su simple presencia nos resulte estresante? Querer a los hijos no es nada sencillo. ¡Hay tantas complejas dinámicas que se entrecruzan para complicar las cosas...! Habría que empezar a profundizar en este tema. Por otro lado, resulta inútil escribir un enésimo libro sobre la educación, plagado de «es necesario...» y de «hay que ha-cer...». En primer lugar se trataría de arrojar un poco de luz sobre los resortes inconscientes que se hacen con el poder. ¿Cómo nos sentimos nosotros, los padres, por causa de las tonterías, decep-ciones y transgresiones de nuestros hijos, pero también respecto a sus emociones y necesidades?

En mi calidad de madre, me he observado y me hecho mu-chas preguntas a mí misma. Como psicoterapeuta, he escuchado a muchos padres cuyas reacciones iban de un extremo a otro. Padres indefensos frente a la intensidad de la violencia de la que a veces eran rehenes, padres sorprendidos por sus propias actitu-des, parejas desgarradas por sus diferencias sobre las cuestiones educativas, padres llorosos, padres enfurecidos, padres inquie-tos... En estas páginas he querido decir lo que comúnmente se mantiene en silencio. Los fenómenos causantes de la repetición

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de la historia de cada uno son bien conocidos, pero rara vez se habla de ello. Se suele estigmatizar a los «malos padres»; sin em-bargo, mi intención es bien distinta. Lejos de juzgarnos como buenos o malos, se trata de comprender mejor lo que se está tra-mando dentro de nosotros y que nos impide ser el padre que nos gustaría ser. El objetivo de este libro es proponer pistas para que cada padre pueda ser dueño de sus comportamientos.

La obra se divide en cuatro partes:

•   Dramatización,  culpabilización,  reacciones  impulsivas, justificación... En primer lugar estudiaremos lo que noso-tros sentimos ante nuestros hijos. Para la inmensa mayo-ría de padres, los hijos son lo más preciado de este mundo. La sonrisa de un hijo basta para iluminar un instante. La mirada de un bebé nos emociona. La risa de un chiquillo nos derrite... Sin embargo, puede suceder que los hiramos y hasta que lleguemos a odiarlos. En la primera parte, nos dedicaremos a profundizar en el reverso de la medalla, en nuestras dificultades, nuestras zonas de sombra, nuestras vergüenzas, y en la herida que nos causa no ser el padre o la madre que tanto nos habría gustado ser.

•   En la segunda parte analizaremos las causas de nuestros ex-cesos. Las respuestas que damos ante los comportamientos de nuestros hijos hablan más de nuestra historia y de nues-tra propia infancia que de los adultos en los que nos hemos convertido. Sin embargo, no todas nuestras reacciones ex-cesivas en relación con nuestros hijos proceden de nuestra historia lejana. En la vida nada es tan sencillo, y todo com-portamiento es multicausal. Asimismo, en la segunda parte voy a separar artificialmente las causas físicas, psicológicas y sociales, las dinámicas del presente y las que proceden de nuestro pasado. Es importante recordar que, en la vida real, se yuxtaponen varias causas y que a menudo la convergen-

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cia de varios orígenes es lo que hace que nuestros compor-tamientos sean tan sólidos y tan difíciles de modificar. En las páginas siguientes, espero convencerles de que la com-plejidad no es forzosamente complicada, y que, en cambio, ¡el simplismo a menudo nos complica la vida!

•   En la tercera parte, seguiremos las edades del hijo. No to-dos los padres tienen dificultades con todas las edades, y cada una de ellas presenta nuevos desafíos. Del nacimiento al joven adulto, seguiremos la evolución de nuestros hijos, y sobre todo la nuestra respecto a ellos.

•   Este libro le invita a emprender un viaje interior. Compren-der es bueno, pero cambiar, es mejor. La cuarta parte es un cuaderno de prácticas para que lo utilice a diario y repare los errores que ha cometido. En contra de la impactante fórmula del título de un conocido libro,* no todo se deci-de antes de los seis años. Los hijos reaccionan muy rápida-mente a nuestros cambios de actitud. Siempre hay tiempo para recomponer una relación.

Elija ahora mismo un cuaderno que le parezca bonito y con-signe en él tanto sus dificultades como sus éxitos. Siempre estará ahí para recibir sus enfados, sus lágrimas y sus sonrisas, y para ayudarle a superar los obstáculos si se desanima. Será su diario de a bordo.

¿Hemos de ser tolerantes con nosotros mismos en tanto padres? En realidad, la tolerancia hacia nuestros propios com-portamientos destructivos y el sentimiento de culpabilidad son a menudo concomitantes. Yo prefiero trabajar para cambiar la tolerancia por un verdadero respeto hacia sí mismo. Es decir, sin

* Tout se joue avant six ans, de Fitzhugh Dodson. Es como si el título francés fuera un resumen erróneo del pensamiento del autor. El título original de la obra es How to parent.

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ninguna clase de tolerancia, contemplar los comportamientos excesivos de cada uno tal como son, pero sin emitir juicios sobre la persona. Podemos decirnos: «Si actúo de este modo, es porque tengo razones para hacerlo. Ahora lo que debo hacer es descubrir dichas razones para recuperar la libertad de comportarme como verdaderamente me gustaría hacerlo».

Así pues, en las páginas siguientes le invito a que se enfrente con su realidad, sin tolerancia pero con respeto, e incluso con ternura, hacia sí mismo.

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parte i El padre frente a su hijo

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Nuestros hijos son... nuestros hijos. Con ellos nos gustaría compor-tarnos como los adultos que somos, como sus padres, garantizán-doles protección, ternura y apoyo en toda circunstancia, y sabien-do guiarles por este mundo para que, en la medida de lo posible, a su vez se conviertan en adultos, en hombres y mujeres felices que se sienten bien consigo mismos. Nos sentimos responsables de su educación y deseamos que sea la mejor posible... Pero puede su-ceder que no lleguemos a cumplir esta misión. Algunos padres «desconectan» puntualmente. Otros gritan sin cesar. Algunos sa-ben arreglárselas cuando su hijo aún es un bebé, pero empiezan a sentirse mal en cuanto el pequeño comienza a enfrentarse a ellos. Para otros es lo contrario, se ven indefensos ante la inmensa depen-dencia del recién nacido, pero se sienten muy cómodos en cuanto su hijo empieza a expresarse. Algunos tienen más facilidad con las chicas; otros, con los chicos; algunos, con los niños más pequeños, y otros con los adolescentes. Ciertos padres reservan su trato más duro para un hijo en concreto, mientras que dejan tranquilos al res-to de los hermanos. Unos siempre están furiosos, y otros nunca es-tán tranquilos. Podemos reaccionar de un modo excesivo o sentir-nos completamente indefensos ante ellos, y castigarlos sin motivo, mosqueándonos por una tontería, o bien reaccionar completamen-te al revés, sintiéndonos como paralizados delante de ellos...

Así pues, ¿qué es lo que a veces nos impide comportarnos con nuestros hijos del modo como nos gustaría hacerlo?

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1La tendencia a la dramatización

En el curso de una cena, un invitado vuelca un vaso de vino... Rápidamente, nos precipitamos para secarlo y tranquilizarlo: «No pasa nada». Pero ¿qué sucede si le pasa lo mismo a nuestro hijo? Seamos honrados, reconozcamos que más bien tendemos a reprochárselo: «¿No puedes tener más cuidado?» «¡Vaya! Sólo esto faltaba.» «¿Te crees que no tengo otra cosa que hacer, que limpiar?» ¡En la familia, un simple vaso volcado enseguida pasa a tener las connotaciones de una catástrofe!

De hecho, en cuanto se trata de nuestros hijos, es como si todo pasara a tener otra dimensión. Tendemos a minimizar o a excu-sar el comportamiento de los hijos de los otros y a sobreestimar el de los nuestros. El niño de nueve años de edad de una amiga se olvida de cerrar el tapón de la bañera antes de abrir el grifo; me-dia hora más tarde, evidentemente la bañera sigue vacía, ya que el agua se escapa por el desagüe... Y usted lo disculpa intentan-do frenar el ardor de su padre, que quiere castigarlo. Y hasta lo defiende: «No es grave, puede pasar, no ha prestado atención...» Pero si su hijo a esa misma edad comete la misma «tontería», usted se exaspera por causa de su falta de atención. Reconozcá-moslo, siempre estamos dispuestos a disculpar a los hijos de los demás por hacer las mismas cosas que no aceptamos que hagan los nuestros. Con los demás nuestras reacciones tienden a ser más comedidas, más prudentes, y, por tanto, más eficaces.

Ya sea en lo referente a sus «tonterías», por causa de sus notas,

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o por su modo de comportarse la inmensa mayoría de los padres tienden a perder el sentido de la proporción. Una mala nota basta para que entre en escena el fantasma de la repetición e incluso del paro... No ha puesto la mesa, ha dejado tirados sus zapatos en la entrada, se ha olvidado la chaqueta en el colegio o el libro de matemáticas y no puede hacer los deberes, se niega a comer los guisantes o el pescado, se está más tiempo del permitido delante del ordenador... Todo invita a gritar: «¡Qué hecho yo para tener un hijo así!»

Los padres se justifican: «No es la primera vez, ya se lo he pedido por las buenas, y siempre es lo mismo». Es fácil oír que el último problema no es más que «la gota de agua que colma el vaso». Pero ¿en verdad eso es así? ¿O acaso hay otra cosa que con-tribuye a que nos exasperemos demasiado cuando nuestros hijos no se comportan como esperamos que lo hagan? Se diría que los padres se sienten obligados a reaccionar con fuerza. Las «faltas» y las «tonterías» de nuestros hijos nos provocan tanta tensión que hasta llegamos a decir verdaderas barbaridades: «Hugo, ven aquí enseguida. ¡Si no paras, te voy a dar una paliza que no vas a ol-vidar en toda tu vida!» En esta frase se dicen tantas cosas que a todos nos resulta familiar. ¿Qué ha hecho Hugo que sea tan grave para merecer «una paliza que no va a olvidar en toda su vida»? ¿Qué ha hecho para que su mamá llegue a amenazarlo con pegar-le? Contemplemos a la víctima, a Émeline. No presenta morado alguno, ni sangra, y sale corriendo en dirección a sus amiguitas... Simplemente su hermano la ha empujado, ella se ha caído y luego ha ido corriendo a quejarse a su madre. Este es el gran delito de Hugo. Ciertamente, el empujón de Hugo merece que se le cas-tigue, pero sobre todo invita a pensar: ¿Por qué se muestra tan agresivo con su hermana?

«Una paliza que no vas a olvidar en toda tu vida»... La ame-naza es claramente desproporcionada. ¿Qué crédito puede con-ceder Hugo a las palabras de su madre? Si las palizas son inefi-

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caces, las amenazas de palizas también lo son, por no hablar de las amenazas exageradas que nunca se ponen en práctica... Sin embargo, casi todos los padres cometen esos excesos, esos abusos de lenguaje y algunas veces de poder basados en el castigo físi-co. Nuestras reacciones emocionales nos superan, y nos llevan a adoptar actitudes educativas que no siempre se corresponden con las que estamos de acuerdo. Casi todos hemos perdido algu-na vez los estribos por cosas que no justifican que nos enfademos de ese modo. Y como lo sabemos, eso es algo que siempre nos hace sentir culpables.

«¡La culpa la tiene él! ¡Ha conseguido sacarme de mis casillas! Nunca me escucha, es un vago, lo lleva en la sangre, y además es insoportable...» Para los padres no es fácil asumir sus desviacio-nes de lenguaje o de comportamiento, y en general proyectan su responsabilidad sobre sus hijos.

Por raro que parezca, y a pesar de la clara ineficacia de nues-tros gritos, ¡seguimos gritando! ¿Qué es lo que nos empuja a proseguir por este camino a pesar de ser conscientes de que sólo nos conduce al fracaso? «Sé bien que no sirve para nada, pero no puedo evitar hacerlo.» Otros no intentan evitarlo, sino que encuentran justificación para sus gritos y no cuestionan la per-tinencia de su estilo educativo, aunque también se hayan dado cuenta de la ineficacia de las actitudes represivas. Sus observacio-nes lo demuestran: «No cambia, siempre es lo mismo; por mucho que yo haga, por mucho que le castigue, etc., siempre empieza de nuevo...»

En nuestro interior pasa algo que nos desborda, y que va más allá de la realidad de los hechos que le reprochamos a nuestro hijo.

Resumiendo, ¿nuestras reacciones son tan intensas porque nuestros hijos exageran, o acaso exageramos sus faltas para justi-ficar la intensidad de nuestra respuesta emocional?

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