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INTERESES POLITICOS Y CONCEPTO DE PODER
EN EL TEATRO ESPAñOL DEL SIGLO XVI
Alfredo Hermenegildo Université de Montréal
Una vez cerrado el largo año de reflexiones sobre el teatro calderoniano, bueno nos parece
volver ahora la vista atrás e intentar recuperar de nuevo esa visión de conjunto que abarca lo que fue
la producción dramática de toda la época áureosecular. El teatro del siglo XVI, con sus altibajos, con
sus aciertos y sus fracasos, con sus atisbos y sus servidumbres, con su búsqueda constante de un
público en formación, nos ofrece, esa es nuestra hipótesis, un panorama teatral en el que se
manifiesta la concepción del poder, de los poderes, vigente de modos distintos a todo lo largo y
ancho de la centuria.
Sírvanos de punto de partida aquel soneto de José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano
dedicado a la figura de Clotaldo, el tutor y celoso guardián del Segismundo calderoniano. Dicen así
los últimos ocho versos :
A nada su obediencia condiciona, todo ignora de errores y de horrores. De nada es responsable : él obedece; con breve explicación se satisface si alguna vez la duda se le ofrece. No distingue entre buena y mala ley, nunca juzga las leyes ni las hace, sólo le importa lo que mande el rey.1
¡Sólo le importa lo que mande el rey! En el teatro del siglo XVI hubo pocos clotaldos. O
mejor. Casi no hubo clotaldos. Sí hubo otros segismundos, que, aun siendo criaturas literarias de
menor belleza que la del príncipe calderoniano, surgieron como símbolos de la revuelta en busca de
libertad. Vamos a estudiar en este trabajo de qué manera se encarna el concepto de poder en las
distintas vías dramáticas abiertas por la constante experimentación hecha con los varios públicos a
los que las piezas dramáticas se dirigían.
Durante los reinados de los Reyes Católicos, de Carlos V y de Felipe II, va surgiendo una
serie de actividades teatrales o parateatrales en las que se manifiesta, de modo sensible, el uso de
1.- José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, Estampas calderonianas, España Nuevo Milenio, 2000,
p. 21.
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unas tradiciones dramáticas y escénicas salidas de la práctica clásica greco-romana, de las vivencias
artísticas renacentistas, de las fiestas cortesanas tardomedievales, de las prácticas litúrgicas cristianas
o de las actividades juglarescas. En otras palabras, el siglo XVI no tiene un teatro ya hecho –nunca
ha habido un teatro en ninguna época, todo hay que decirlo-, sino un teatro en devenir. La
dependencia que la escena de la múltiple España tiene con respecto a otras tradiciones literarias o
festivas, es muy grande. Pensemos, a título de ejemplo, en la sólida conexión existente entre la poesía
cancioneril y la producción dramática de Juan del Encina2. El siglo XVI –e incluso las dos o tres
últimas décadas del XV- es el período en que se manifiestan unas tendencias multiformes que
suponen otros tantos intentos de crear un teatro teniendo en cuenta, como es lógico, la existencia de
públicos diversos y condicionados por intereses u obediencias múltiples.
Decíamos en otro lugar que «cada período es un mundo atado a una tradición, a unos
problemas contextuales, a unas posibilidades materiales y a la existencia de un público determinado.
La connotación subyacente en el adjetivo [pre-lopesco] se convierte así en una consideración
marcada ideológicamente por una concepto centralizador de la historia política de España. Con un
perspectivismo moderno y, en consecuencia, irreal, se ha tendido a organizar a posteriori la
evolución del teatro español como el movimiento de una masa informe que se dirige, con una especie
de conciencia programada, hacia el cenit, el punto omega de la creación dramática, Lope de Vega,
Calderón de la Barca y la comedia barroca. Semejante manipulación no es aceptable. Durante la
elaboración del teatro del siglo XVI se excluye toda idea de lo que será el teatro más tarde. Lope de
Vega no está en la mente de Torres Naharro. Naharro sí está en la mente de Lope de Vega. La
perspectiva [antes --> después] es la nuestra. La de los autores del XVI sólo podía ser la identificada
como [antes --> ahora]. Por eso es preferible dejar de lado el sintagma [pre-lopesco] y hablar de un
teatro en formación. Surtz [estudia…] el “nacimiento de un teatro”. Yo diría que se trata de un teatro,
el español, que sigue naciendo, de un teatro en constante crecimiento. Cuando hablamos de teatro
primitivo, de comedia nueva, de teatro moderno, estamos instalándonos en el centro de la historia,
actitud lógica para comprender nuestra propia realidad, pero fundamentalmente discutible si
pensamos en el momento de cada creación.»3
2.- Antony van Beysterveldt, La poesía amatoria del siglo XV y el teatro profano de Juan del Encina,
Madrid: Insula, 1972. 3.- Alfredo Hermenegildo, El teatro del siglo XVI, Madrid: Júcar, 1994, p. 16. La alusión a Ronald
Surtz se refiere a su obra The Birth of a Theater. Dramatic Convention in the Spanish Theater from Juan del Encina to Lope de Vega, New Jersey-Madrid: Princeton University Press-Castalia, 1979.
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Partiendo de la noción [historia de la construcción de un teatro], hemos de recurrir a
identificar la trayectoria que siguen las diversas maneras de teatralizar teniendo en cuenta la
presencia de un destinatario final, el público que asistía a las representaciones. Y ese público era muy
diverso y polimorfo. Hemos fijado dos conceptos que definen y agrupan los dos modelos de público
hacia el que se dirigían las múltiples experiencias dramáticas. Son los públicos cerrado -o cautivo- y
abierto los que integran, en su relativa universalidad, otras formas más particulares o anecdóticas.
Recordemos unas frases de nuestra obra ya citada: «De ahí la consideración del espectador colectivo
como elemento clave para diseñar el mapa de la evolución de la literatura dramática en el siglo XVI.
En vez de público, hay que hablar de públicos, en plural. Y ese conjunto variopinto de espectadores
puede dividirse en dos segmentos con características bien diferentes.
Por una parte hay un público selecto, cerrado, cautivo, que asiste a las representaciones
dentro del marco que condiciona su inserción social. En el sistema comunicativo que rige la fiesta
teatral, el espectador cautivo tiene un rol relativamente ritualizado; posee un papel previsto por la
convención que rige el espectáculo. El mensaje le llega condicionado por una finalidad
predeterminada. Al espectador cautivo, colectivamente considerado, no se le permite la desviación, la
divergencia ideológica. El espectador cautivo es parte del mecanismo que mueve la representación.
El público cerrado, selecto y cautivo que asiste a las representaciones en las universidades, en los
colegios jesuíticos, en la empresa evangelizadora del arzobispo valenciano Juan de Ribera, o en los
palacios reales, nobles y eclesiásticos -según la tradición elitista de Encina, Fernández, Avila,
Vicente o Torres Naharro-, condiciona irremediablemente las farsas y églogas salmantinas, las
tragedias clasicistas de Pérez de Oliva, las obras del padre Acevedo, el Auto de Caín y Abel de Jaime
Ferruz, la Tragedia de los amores de Eneas y de la reina Dido, de Juan Cirne, la anónima Tragedia
de la castidad de Lucrecia, la Farsa a manera de tragedia, de Juan Pastor, o la serie de piezas
dramáticas de Diego Sánchez de Badajoz.
El nuevo público surge con el teatro profesional. Es el agente receptor de otra manera de
utilizar el arte dramático. Es un destinatario de la comunicación teatral que no está definido a priori
más que por su condición de imprevisible. Es el público que empieza a llenar los corrales, los teatros
comerciales. Parece evidente que el ejercicio conformador del espectáculo no puede llevarse a cabo
de la misma manera cuando va destinado a dos tipos de público radicalmente diversos. Para dirigirse
al espectador cautivo, la moralización, la catequesis, la enseñanza se convierten en objetivos que no
encuentran una resistencia deliberada por parte del espectador. El público cerrado forma parte, de
algún modo, de las coordenadas que definen la obra. El espectador abierto es un punto indefinido al
que hay que llegar, un destinatario nebuloso al que hay que atraer antes de que la representación
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empiece, un temible y temido adversario con el que hay que iniciar la lucha dialéctica. Algunos
escritores supieron establecer el contacto y ganar al espectador a su causa. Lope de Rueda es un buen
ejemplo. Otros vieron fallar sus esfuerzos y fracasar la empresa teatral en la que habían puesto tanto
empeño. Es el caso de la tragedia del horror, la tragedia fuertemente matizada por una
intencionalidad política durante los últimos decenios del reinado de Felipe II.»4
Al tratar de describir el problema del concepto de poder y de la presión de los intereses
políticos en el teatro del siglo XVI, parece lógico suponer que, cuando la pieza se pone en escena
ante un público cautivo, el concepto de poder y los intereses políticos vienen impuestos desde arriba,
desde el lugar social de los grupos y las clases dominantes. Cuando el destinatario primero del
ejercicio teatral es un público abierto, el problema es diferente. Se vende, no se impone, una forma de
poder no necesariamente coincidente con la defendida por los agentes instalados en la cumbre socio-
política. De la misma manera que el público se instala ante el espectáculo con prejuicios, quereres,
creencias e intereses variados, también los escritores y los directores escénicos construyen los textos
como ejercicios abiertos capaces de arrastrar hacia su propia ladera ideológica las varias formas de
«ser espectador». La consideración de estas dos líneas de fuerza nos permitirá ordenar de modo
convincente los diversos modos de hacer teatro vigentes en el siglo XVI español.
Pero veamos, antes de seguir más adelante, cómo se enfrentó la sociedad española de
aquellos decenios con el problema del poder.
Para José Antonio Maravall, surgen tres temas del máximo interés cuando se analizan
aspectos del poder del Estado y la soberanía. «En primer lugar, el poder, un elemento del Estado tan
decisivo en su moderna significación que existe una tendencia a identificar uno u otro. En segundo
lugar, la relación individuo-comunidad, de la que cabe decir también algo parecido, sin referencia a
la cual no cabe entender nada de lo que en el terreno del nuevo Estado renacentista acontece. En
tercer lugar, la vida económica […].»5 En otras palabras, podemos afirmar la existencia de tres
formas de poder: 1) la del Estado y de su máximo representante, el monarca; 2) la de las clases
dominantes, incluidas en ellas la Iglesia, la Nobleza, las clases adineradas y no necesariamente
nobles, etc…; y 3) la del esquema paterno-familiar que controla y marca la existencia misma de esa
célula, la familia, desde la que el individuo tiene prevista su integración en el ámbito más extenso
que es la sociedad global.
4.- Hermenegildo, op. cit., pp. 17-18. 5.- José Antonio Maravall, Estado moderno y mentalidad social. Siglos XV a XVII, Madrid: Revista
de Occidente, vol. 1, p. 249.
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El teatro del siglo XVI se enfrenta con la existencia de esas tres formas de poder. Aun
reconociendo la citada triple dimensión, vamos a detenernos fundamentalmente en la primera forma,
la del Estado y el monarca. El Estado moderno se organiza en torno a un eje constituido por la
integración, en su definición misma, de la referencia a la potestad soberana. «Para Burckhardt el
Estado no era otra cosa que la relación del príncipe y aquellos sobre los que manda. De tal manera, el
poder, el mando, se convierte visiblemente en el eje de la construcción política»6. En consecuencia, si
ese poder del monarca se transforma en un ejercicio abusivo de las prerrogativas que justifican su
existencia, la construcción política misma hace agua y puede venirse abajo junto con la sociedad de
la que emerge. La preocupación de los dramaturgos del quinientos, de una parte de ellos, es
precisamente ese «ejercicio abusivo» del poder llevado a cabo por ciertos reyes.
Maravall considera muy válida la tesis de Vicéns7 «de que en el siglo XVI se dan en la
estructura de la organización política o del Estado, tres estratos o capas: primeramente, un estrato de
jurisdicciones señoriales sobre la mayor parte de la población campesina; en segundo lugar, una serie
de jurisdicciones autónomas, que se mantienen incluso en el ámbito reservado a la potestad del
príncipe, las cuales son poseídas por cuerpos y colegios privilegiados; finalmente, el área del propio
poder monárquico, cuya evolución, en el XVI, sufrió diversos altibajos [… pero] la presencia de esas
capas de dominación [no] contradice el papel central y decisivo que al poder político en general y a
su concentración en manos del príncipe hemos venido reconociendo»8. Dentro de esa serie de
jurisdicciones autónomas que señala Maravall en segundo lugar, se integran, desde nuestro punto de
vista, los poderes familiares que resultan ser los propios de una institución o cuerpo privilegiado por
la organización social. Es indudable que en la escena del siglo XVI también se aborda el problema de
la eficacia de dicho poder y del abuso que de él hacen sus representantes más señalados. Pero no
olvidemos que el «colegio» privilegiado por la sociedad renacentista de España es precisamente la
Iglesia, que usó y abusó de su poder de control sobre el conjunto de los miembros de la sociedad,
aliándose de modos sutiles con los distintos poseedores de las riendas del Poder, con mayúscula, es
decir, el rey y el Estado, las clases privilegiadas y la institución familiar propiamente dicha. De todo
ello quedan rastros en el teatro del Renacimiento español.
6.- Maravall, op. cit., vol. 1, p. 250. 7.- Jaime Vicéns Vives, «Estructura administrativa estatal en los siglos XVI y XVII», XI Congreso
Internacional de Ciencias Históricas, vol. 4, Estocolmo, 1960, pp. 3-4. Apud Maravall, op. cit., vol. 1, p. 250.
8.- Maravall, op. cit., t. 1, pp. 250-251.
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Antes de entrar en los textos dramáticos en cuestión, quisiéramos recordar brevemente de
qué modo percibían el ejercicio del poder real ciertos grupos intelectuales anclados en la tradición
medieval o abiertamente identificados con los nuevos aires renacentistas.
Según describe Maravall9, todavía en el siglo XV un monarca como Juan II de Castilla se
consideraba «rrey e soberano señor non rreconosciente superior en lo temporal». Ya en pleno siglo
XVI, se guarda en circulación la fórmula surgida del feudalismo. Carlos V, al abandonar la
Península, otorga a Adriano de Utrecht el 18 de mayo de 1520 el ejercicio provisional de su «poderío
real absoluto», que él usa «no reconociendo superior en lo temporal». La equiparación del rey con el
emperador tiene plena vigencia jurídica en el quinientos y llega a ser un principio aceptado en el
derecho público renacentista. El rey aparece así como el agente de un poder situado más allá de toda
instancia jurídica. El monarca ya no es el primus inter pares, sino que se alza por encima de
cualquier otro posible ejercicio jurídico del poder, se coloca sobre el derecho y no hay potestad que
pueda hacerle frente con la ley.
En tiempo de los Reyes Católicos, ciertos escritores como Diego de Valera, Palma, Juan de
Lucena o Hernando del Pulgar, afirman el origen divino del poder y del derecho real de gobernar.
Maravall10 afirma que esta concepción del derecho divino que los reyes tienen de reinar «se
da, más que en juristas y teólogos de rigurosa formación, en escritores tales como historiadores,
poetas, autores de comedias, y también en notarios, funcionarios reales, etc.». Es cierto que hay una
escuela de intelectuales en el siglo XVI que considera el origen divino del poder real como un
concepto caduco. Para Vitoria, el origen del poder sólo pertenece a la república. «Mas este poder –
dice Maravall11- no puede ser ejercido por la propia República y de ahí que tenga que entregarlo a
uno o varios. Obsérvese que en Vitoria no es el ejercicio del poder lo que se entrega, sino el poder
mismo.» La república cede al monarca la auctoritas, es decir, la capacidad personal de mandar, pero
la potestas, es decir, la sustancia o contenido del poder que asume el rey, no depende de la voluntad
de la comunidad, sino del modo de asunción de la auctoritas que el rey realiza. Y estamos tocando
así la noción misma de poder. Si la asunción de la potestas es abusiva, el monarca se convierte en
tirano y, según ciertos autores de finales del XVI, entre ellos el padre Mariana, el tirano que abusa de
su potestas pierde también la auctoritas y el reino puede tratar de liberarse del símbolo de la opresión
que es el soberano. En otras palabras, cuando el rey se convierte en tirano, deja de ser rey y, en
consecuencia, la república puede prescindir de él.
9.- Op. cit., vol. 1, pp. 253-264. 10.- Op. cit., vol. 1, p. 261. 11.- Op. cit., vol. 1, p. 262.
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Pero volvamos unas líneas atrás. Cuando Maravall afirma que el carácter divino del
ejercicio del poder por el rey fue defendido a ultranza más que por juristas y teólogos de rigurosa
formación, por escritores tales como historiadores, poetas y autores de comedias, parece dejar de lado
– y no entraré ahora en el problema concreto del teatro barroco- la existencia de un grupo de autores
trágicos que, en el último tercio del siglo XVI, pusieron muy en tela de juicio el carácter divinal de la
autoridad, la auctoritas, del soberano. En el teatro finisecular, justo a las puertas de la comedia
nueva, surgen dos concepciones opuestas e irreconciliables de lo que supone el comportamiento
regio en el ejercicio de la autoridad y en la asunción del poder. Luego volveremos sobre este asunto
fundamental.
Vayamos ahora a los textos dramáticos en los que se ha planteado el problema que suponen
algunas de las formas de poder apuntadas líneas arriba. En primer lugar tomamos en consideración la
institución familiar y su estructura de autoridad. La figura del padre, del marido o, en su defecto, del
hermano, ocupa la cima de la pirámide institucional. En numerosas comedias del teatro barroco se
puso en duda buena parte de las prerrogativas de esta instancia de poder. Baste recordar las
calderonianas El médico de su honra o El pintor de su deshonra, así como varias obras de Tirso de
Molina (Marta la piadosa), de Lope de Vega (El acero de Madrid), etc., etc. Pero reduciéndonos al
tiempo que nos interesa, obras como la Egloga interlocutoria de Diego de Ávila, la Comedia
Himenea de Torres Naharro o algunas de las piezas de Lope de Rueda, abren de par en par las
puertas de la revuelta filial contra unas estructuras de poder, controladas por padres, maridos o
hermanos, sofocantes para los «súbditos» masculinos o femeninos, pero fundamentalmente para los
femeninos.
La Égloga interlocutoria12 de Diego de Avila es obra burlesca en la que, siguiendo las claves
de lo grotesco, se parodian prácticas sociales pertenecientes al estamento dominante, aristocrático, no
al mundo pastoril y campesino, a pesar de que todos los personajes pertenecen al mundo de lo rural.
Tenorio, el protagonista masculino, es un instrumento burlesco con el que se invoca la liberación de
la norma. El carnaval -y el realismo grotesco que le caracteriza- es el elemento que explica buena
parte de las actitudes del pastor y de la ridícula organización de su boda. La visión del mundo
reflejada en los esponsales de los pastores sirve de contrapunto a la que explica la ceremonia aristo-
crática de un desposorio. Una y otra corren paralelas como la doble cara de la vida, la de los que
dominan e imponen las severas normas que coartan la sublime locura interior, y la de quienes se
sitúan al margen de dichas reglas para dar salida a los sentimientos más elementales, o sea, la de
aquellos que colocan al ser humano en comunión directa con la naturaleza. La autoridad paterna, el
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poder del padre que organiza y dirige el ajuste del matrimonio de su hijo, queda aquí caricaturizado
con una serie de rasgos desconstructores de la norma que asegura la estructura familiar. Hontoya, el
padre del pastor grosero, y Benito, el casamentero, se ponen de acuerdo para organizar unos ridículos
esposales que reflejan bien la otra cara, la grotesca, de lo que fueron las bodas señoriales en los
principios del siglo XVI. El pastor casadero se rebela contra la larga intervención de su padre y de
Benito en un asunto que sólo le interesa a él. Y dice así:
¿Querés saber, padre, qué tengo pensado? Que entramos a dos tomáis por remedio d’estaros metiendo palabras en medio, porqu’este mi hecho se quede olvidado.13
Más interesante y explícita resulta la condena del abuso del poder exhibido por la cabeza de
la célula familiar en la Himenea de Torrres Naharro. El Marqués, hermano de Febea que asume la
autoridad por faltar el padre, ve cómo se revuelve contra su autoridad la joven enamorada de
Himeneo, el galán. Cuando se acercan los últimos compases de la comedia, el Marqués abre el
diálogo con Febea:
MARQUÉS: Señora, vos ¿qué hacéis, que no decís ni habláis lo que pasa entr'él y vos? FEBEA: Yo digo que, pues que veis cuán mal camino lleváis, que podéis iros con Dios. MARQUÉS: ¿Por qué? FEBEA: Porque paréis mientes que me quesistes matar porque me supe casar sin ayuda de parientes, y muy bien. MARQUÉS: Pues, gracias a Dios. FEBEA: Amén.14
Febea no acepta el poder fraterno que se constituye socialmente como válido, pero que en la
visión de la comedia resulta ser abusivo y destructor de la felicidad individual. La Himenea
naharresca supone un gesto desarticulador de la linea de la auctoritas familiar por ser esta realizada
con rasgos propios del abuso de la potestas. Y en este teatro cortesano que construyó Torres Naharro,
12.- Véase Teatro renacentista. Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid: Espasa Calpe, 1990, pp. 63-111. 13.- Id., pp. 98-99. 14.- Teatro español del siglo XVI. Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid: SGEL, 1982, vv. 1592-1603.
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como en el de Ávila citado arriba, se deshacen las estructuras del poder en la familia para dar paso a
una necesaria búsqueda de la realización individual en un asunto tan personal como es el de la
selección de la pareja. Si Ávila lo hace al modo carnavalesco, es decir, usando signos caricaturales,
Naharro se vale del discurso directo («porque me supe casar / sin ayuda de parientes») como icono
verbal de la necesaria insurrección contra el abuso de poder. Hay que decir que, en ambos casos, las
aguas vuelven a su cauce, al que prevé la estructura familiar, pero dicho cauce ya no será el mismo.
En la Egloga interlocutoria todo ha quedado resuelto, pero la burla de las normas sociales sobre el
control ejercido por la familia en torno al porvenir de los hijos casaderos es evidente. En el caso de la
Himenea, sin recurrir ni a la tragedia dramatizada en la Celestina, cuyo uso intertextual es claro, ni a
los rasgos del carnaval, la boda se realiza, pero según el proyecto diseñado por los dos amantes,
Febea e Himeneo, y no por el hermano de la muchacha, el fracasado Marqués. El espacio social de
las clases dominantes aristocráticas queda bien dramatizado en una y otra obra, de carácter
claramente cortesano y dirigidas a unos espectadores bien identificados dentro de lo que hemos
llamado «público cerrado o cautivo».
Otro problema plantea, dentro de la misma dinámica, la obra dramática de Lope de Rueda.
Situada en la vereda que conduce al teatro marcadamente profesional y, por lo tanto, dirigido al
público abierto, fue llevada a las tablas también ante espectadores pertenecientes a la órbita del
espectador «cautivo o cerrado». Sabemos ciertamente que Rueda representó sus obras con frecuencia
ante públicos cortesanos. Pues bien, en sus comedias se plantea también el problema del poder
familiar. Tomemos el ejemplo de la Medora. En un medio social de comerciantes, surge la crisis
producida por la existencia de unos gemelos, Angélica y Medoro, hijos de la pareja que forman
Acario –identificado en la nómina de personajes como «ciudadano» y no como noble- y Barbarina.
La existencia de los gemelos, célula germinal de la violencia en las narraciones míticas15, produce un
desequilibrio en la estructura y en la unidad familiar, que se ven amenazadas inmediatamente por las
locuras del poseedor de la autoridad en el grupo, Acario, el paterfamilias. Sus amores con la
muchacha Estela le llevan más allá de los límites de lo tolerable. Por otra parte, quien comparte algo
del poder familiar con él, quien más cercana se encuentra de la «autoridad», la esposa Barbarina, está
totalmente enloquecida por su deseo irracional de parecer joven. Uno y otra son castigados con las
disparatadas burlas de que son objeto. Angélica se enfrenta abiertamente con la manera de actuar de
sus progenitores.
15.- Véase las obras de René Girard: La Violence et le Sacré (París: Grasset, 1972) y Des choses
cachées depuis la fondation du monde (París: Grasset, 1978).
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Angélica habla con su criada Paulilla de la brecha que la separa de sus padres, quienes la
tienen encerrada y envidiosa de la triste suerte corrida por su hermano gemelo, que «dizen que
murió»16 (marca textual anunciadora del secreto que oculta la historia). Al mismo tiempo, Angélica
habla de su madre, siempre preocupada por los ritos mágicos, por enjalbegarse el rostro, teñirse el
cabello y pintarse las manos, de tal modo que parece «disfrez de Carnestoliendas»17. Como en otra de
las comedias ruedescas, Los engañados, Paulilla señala a los «viejos sin vergüença, que quieren
igualarse con los moços»18.
Ese choque entre la instancia de la autoridad familiar y la de los hijos y los criados –la
conversación entre Paulilla y Angélica es muy significativa19- produce un efecto claro en la economía
general del drama. Y todo terminará con la aceptación, por parte de los padres, de la boda de
Casandro y Angélica. Se habrá destruido así el maleficio de los gemelos, que dejan de integrarse
socialmente como agentes de la peligrosidad y de la violencia, para aparecer como mujer casada con
Casandro (Angélica) y como hijo no atado a la unidad familiar por su condición de geminidad
(Medoro). Se habrá condenado así abiertamente el ejercicio del poder familiar por parte de Acario,
que queda burlado, rebajado, y acepta el modelo de vida preferido por su hija Angélica.
La segunda forma de poder vigente en el siglo XVI es, recordemos lo dicho más arriba, la
de las clases dominantes, incluidas en ellas la Iglesia, la Nobleza, los grupos adinerados y no
necesariamente nobles, etc. Nos interesa particularmente el poder de la Iglesia en este acercamiento
al teatro del siglo XVI. El teatro catequístico, que ocupa un amplio espacio en la actividad escénica
de los siglos XVI y XVII –pensemos en los autos sacramentales y en su función estabilizadora del
orden dentro de la sociedad que los produce-, es fundamentalmente un ejercicio de poder llevado a
cabo por la Iglesia. Es cierto que el endoctrinamiento de las masas tiene una finalidad religiosa. Pero
también es verdad que, tras los contenidos y los objetivos religiosos, se oculta una manipulación del
espectador, una clara voluntad de integrarlo dentro de las estructuras que gobernaban la sociedad. La
doble y extraña actitud de ciertos teólogos negando el pan y la sal al teatro de los corrales y
defendiendo la actividad catequística, que usaba los mismos recursos y, con frecuencia, los mismos
16.- Lope de Rueda, Las cuatro comedias. Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid: Taurus, 1986, p. 188. 17.- Rueda, op. cit., p. 188. 18.- Rueda, op. cit., p. 189. 19.- Rueda, op. cit., pp. 188-189.
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Hermenegildo…/11
actores y «autores», surge de modo resplandeciente en la larga controversia sobre la licitud o ilicitud
del teatro en la España clásica20.
Pero examinando de cerca la fórmula más frecuente en la actividad escénica catequística,
nos encontramos con una muestra del ejercicio abusivo del poder por parte de las instancias
eclesiásticas. Y esto arranca de las églogas pastoriles de Encina y de los autos de Lucas Fernández,
pasa por la obra de Pero López Ranjel21 y la de Sánchez de Badajoz22, para llegar a la magna
colección recogida en el Códice de autos viejos23. El modelo se repite con frecuencia, tal como
describimos en el capítulo «El pastor objeto y el teatro primitivo» de nuestros Juegos dramáticos de
la locura festiva24. Son obras que dramatizan una historia de evangelización progresiva, una
integración gradual de los diversos pastores en el espacio controlado por la «verdad» dominante, y
una transgresión, falta o pecado corregidos y neutralizados recurriendo a la doctrina oficial. Los
actantes de la transgresión o de la carencia –muchas veces el pecado pastoril es el simple
desconocimiento de la «verdad» religiosa- son encarnados, en principio, por unos pastores con
ciertos rasgos salidos de la tradición festiva popular. Y aunque la fuerza dramática de la transgresión
es, en general, de muy poca envergadura, esos personajes salidos de la tradición pastoril son
recuperados e integrados al servicio de la proclamación de la «verdad» oficial, la que se propaga y
predica en la égloga, comedia, farsa o auto catequísticos. La disputa «teológica» entre los pastores
incultos y los agentes portadores del discurso oficial es siempre desigual. Los pastores catequizados
se limitan, tras un mínimo rechazo inicial de la «verdad» que les es propuesta o de la figura que
aparece como el poseedor de los secretos de dicha verdad, a hacer preguntas que darán ocasión,
cuando llegue el momento, para que el catequista ejerza su papel endoctrinador y luzca su sabiduría
20.- Véase Emilio Cotarelo y Mori, Bibliografía de las controversias sobre la licitud del teatro en
España, Madrid, 1904. Hay una edición facsímil, con estudio preliminar e índices, publicada por José Luis Suárez, en Granada: Universidad de Granada, 1997. Sobre el tema, son útiles también Alfredo Hermenegildo, «Norma moral y conveniencia política. La controversia sobre la licitud de la comedia», Revista de Literatura, 47, 1985, pp. 5-21, y José Luis Suárez, «La licitud del teatro en el reinado de Felipe II: textos y pretextos.», El teatro en tiempos de Felipe II. Actas de las XXI Jornadas de teatro clásico, Almagro, 7, 8 y 9 de julio de 1998. Ed. Felipe B. Pedraza Jiménez y Rafael González Cañal, Almagro: Universidad de Castilla-La Mancha-Festival de Almagro, 1999, pp. 219-251.
21.- Pero López Ranjel, «Farça a honor y reuerencia del glorioso Nascimiento de Nuestro Redemptor Jesuchristo y de la Virgen gloriosa madre suya». Ed. Joseph E. Gillet, PMLA, 41, 1926, pp. 860-890.
22.- Diego Sánchez de Badajoz, Farsas. Ed. Miguel Ángel Pérez Priego, Madrid: Cátedra, 1985. 23.- Códice de autos, farsas y coloquios del siglo XVI. Ed. Léo Rouanet, Barcelona-Madrid: L’Avenç-
Librería de M. Murillo, 1901. 4 vols. 24.- Alfredo Hermenegildo, Juegos dramáticos de la locura festiva. Pastores, simples, bobos y
graciosos del teatro clásico español, Palma de Mallorca: Olañeta, 1995, pp. 36-65.
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teológica. No hay una auténtica lucha dialéctica entre ambos bandos. Los pastores son simples
modelos de lo que debe ser la actitud sumisa y la aceptación de los catequizados.
La dinámica interna de las obras estudiadas en nuestros Juegos dramáticos hace que el
drama religioso de tema navideño, por ejemplo, se perfile como un tejido de signos organizado a
partir de un modelo muy generalizado, en el que el pastor grosero, inculto y, con frecuencia,
malhablado, es el agente transgresor del orden que preside la situación inicial de la fábula. Y por
medio de la doctrina desplegada ante el burdo pastor por otros compañeros ya catequizados o por
agentes eclesiásticos –clérigos, abades, etc.-, la ignorancia de la «verdad» o su rechazo por parte del
rústico personaje son neutralizados y los sujetos catequizables integrados en el orden religioso
dominante. Los casos de las dos églogas navideñas de Juan del Encina25, de la Egloga o farsa del
Nascimiento y el Auto o farsa del Nascimiento26, ambas del salmantino Lucas Fernández, de la Farsa
a honor e reverencia del glorioso Nascimiento de Nuestro Redemptor, del ya citado López Ranjel, y
numerosas piezas de Sánchez de Badajoz y del Códice de autos viejos, son un instrumento
privilegiado por sus autores para proponer un ejemplo claro de integración en el discurso oficial
dramatizado con el concurso de unas figuras teatrales en estado de indefensión ideológica y
manipuladas alegremente como ejemplo de conversión a la «verdad» oficial. Es una de tantas
muestras de cómo se ejercía el poder dentro de ese segundo nivel social a que hacíamos alusión
páginas atrás.
Las obras de Encina y Fernández, de tema religioso pero claramente construidas como
teatro cortesano, recurren al mismo modelo incluso en églogas o comedias de tipo profano. Sirva de
ejemplo la Farsa o cuasi comedia de una doncella, un pastor y un caballero27, de Fernández. En ella
se dramatiza la figura del pastor grosero enamorado de la doncella perdida en el «escuro valle»28
enfrentado con el caballero y castigado por este. Al final el pastor grosero acepta que el caballero le
venza en la lid de amores y se quede con la dama. El rústico obedece la decisión del caballero («Ora
digo, señor bueno, / que, aunque peno, / que la llevéis en ora buena»29). El pastor es dominado,
sometido. E incluso acompaña a los amantes hasta el pueblo cantando y bailando. Su figura no ha
servido más que para poner de relieve la superioridad del caballero. Exactamente del mismo modo
que hemos señalado en las piezas dramáticas de tipo religioso.
25.- Juan del Encina, Teatro completo. Ed. Miguel Ángel Pérez Priego, Madrid: Cátedra, 1991, pp.
97-116. 26.- Lucas Fernández, Teatro selecto clásico. Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid: Escelicer, 1972, pp.
201-275. 27.- Lucas Fernández, op. cit., p.115-149. 28.- Lucas Fernández, op. cit., p. 119. v. 2.
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La figura del rey es un objeto dramático privilegiado en el último tercio del siglo XVI. Y
con ella, ciertos escritores abordan el problema del uso o abuso de poder que el monarca puede hacer.
La teoría del derecho divino de los reyes supone la existencia de una serie de principios, que van
desde la consideración de la monarquía como creación y ordenación divina y la afirmación del
derecho hereditario irrevocable, hasta la afirmación de que el soberano es responsable sólo ante Dios
o de que la no resistencia y la obediencia absoluta son de prescripción divinal. Por eso afirma
Maravall30 que, «a diferencia de tratadistas de moral y política, los autores del teatro mal llamado
“clásico”, o mejor, barroco, se [lanzan] a una campaña de deificación de la figura del rey, y todos los
elementos de la teoría del derecho divino de los reyes que venían insertándose en la concepción de la
soberanía, [cobran] ahora en ellos un relieve de primer plano».
La afirmación de Maravall necesita ciertas matizaciones. La visión del rey como delegado
de Dios, como vice-Dios o, en algún caso, como ente divinizado31, es una línea de pensamiento muy
abundante en el teatro comercial, en el de los corrales dirigido a un público abierto. Piénsese en la
comedia lopesca El mejor alcalde, el rey32, en que la figura del soberano se atribuye la identificación
con el Yo, con mayúscula, propio del discurso bíblico en la consideración de la figura divina -«Yo
soy yo»-. Pero no es una línea de pensamiento universal. Hay abundantes comedias del ciclo lopesco
o calderoniano en que la imagen del rey deja de ser intocable. Hay que decir, sin embargo, que en los
decenios que preceden la aparicion de la comedia nueva o coincidiendo en el tiempo con ella, surge
en la dramática peninsular un grupo de escritores que tratan la figura real como un objeto escénico de
rasgos desmesurados. hipertrofiados. Para unos, el soberano es la encarnación misma de la maldad,
de la tiranía, del abuso de poder y del no respeto de los seres humanos que le rodean. Para otros, el
monarca es la suma de todas las virtudes, es el modelo perfecto de quien, por su carácter mesiánico,
recibe el poder de Dios, es la imagen radiante de un ser capaz de sacrificar su vida por sus súbditos y
de consagrar todos sus esfuerzos a perpetuar la paz, la estabilidad y la justicia en el reino que la
divinidad le ha confiado. El rey de esta segunda perspectiva pasa a ser un monarca divinizado y a
convertirse en el modelo mítico de la perfección. Es evidente que el referente de este segundo
29.- Lucas Fernández, op. cit., p. 135. vv. 511-513. 30.- Maravall, op, cit., vol. 1, p. 268. 31.- Alfredo Hermenegildo, «La imagen del rey y el teatro de la España clásica», Segismundo,
Madrid, C.S.I.C., 12, 1976, n° 1-2, pp. 53-86. 32.- Lope de Vega, El mejor alcalde, el rey, en Comedias I. Ed. J. Gómez Ocerín y R. M. Tenreiro,
Madrid: Espasa Calpe, 1960, vv. 2202-2220.
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ejemplo de monarca es Cristo, el buen pastor, tal como lo describe fray Luis de León en De los
nombres de Cristo33.
Los dos grupos de escritores pertenecen, curiosamente, a dos Españas distintas. Los
primeros nacen en la España periférica. Jerónimo Bermúdez era gallego; Cristóbal de Virués,
valenciano; Lupercio Leonardo de Argensola, aragonés; Juan de la Cueva, andaluz. Los defensores
de la mitificación del rey, Diego López de Castro y, sobre todo, Gabriel Lobo Lasso de la Vega, se
inscriben en la órbita madrileña y cortesana. El concepto de monarca que unos y otros exhiben es
radicalmente distinto, como hemos señalado líneas arriba. Añadamos los altercados que tuvo
Bermúdez con la justicia filipina en torno al problema de la conquista de Portugal34 y la compleja
actitud de Juan de la Cueva ante el mismo problema lusitano35.
Resulta muy significativo un pasaje del Arte nuevo de hacer comedias de Lope de Vega,
donde se dice así:
Elíjasse el sujeto y no se mire -perdonen los preceptos- si es de Reyes, aunque por esto entiendo que el prudente Filipo, Rey de España y señor nuestro, en viendo vn Rey en ellas [en las comedias] se enfadaua, o fuesse el ver que al arte contradize, o que la autoridad real no deue andar fingida entre la humilde plebe.36
La curiosa alusión al rey Felipe II merece ser leída desde la perspectiva que ofrece la
transición de la tragedia de finales del siglo XVI a los principios de la comedia nueva. El enfado
filipino se debe, según el pasaje lopesco, o bien a la supuesta preocupación real por una hipotética
alteración de la preceptiva clásica en lo que a la presencia escénica de los reyes se refiere, o bien a
una utilización «fingida» de la figura soberana que podía acarrear el menoscabo de la autoridad.
Tenemos tendencia a dejar de lado las preocupaciones de Felipe II por el respeto o la transgresión de
las normas clásicas y a ver, en su aludido enfado, el reflejo de un claro enfrentamiento entre la visión
que de la monarquía tenía el tercero de los Austrias y la que proyectaban ciertos pasajes de
33.- Alfredo Hermenegildo, «Fray Luis de León y su visión de la figura del rey», Letras de Deusto,
Bilbao, Universidad de Deusto, 13, 1983, 25, pp. 169-177. 34.- Francisco Javier Sánchez Cantón, «Aventuras del mejor poeta gallego del siglo de oro: Fr.
Jerónimo Bermúdez», Cuadernos de Estudios Gallegos, 20, 1965, pp. 225-242. 35.- Anthony Watson, Juan de la Cueva and the Portuguese Succession, Londres: Tamesis, 1971. 36.- Lope de Vega, El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Ed. Juana de José Prades,
Madrid: C.S.I.C., 1971, p. 291.
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determinadas obras teatrales en las que la figura del soberano era empleada como signo teatral. La
interpretación del texto lopesco no contradice los estudios recientes en los que se pone de manifiesto
el gusto de Felipe II por el teatro37, pero sí abona el terreno de quienes pensamos que el rey Prudente
rechazaba el uso de la figura real en los tablados. Una revisión rápida de cómo presentaban la figura
del soberano los autores de fines del XVI nos dará tal vez respuesta a la duda que abre el texto de
Lope de Vega. Pero es muy verosímil que Felipe II hubiera detestado las obras de los Bermúdez,
Virués, Cueva y Argensola. Y que hubiera encontrado aceptables las de Lobo Lasso de la Vega.
Empecemos por el caso del último. Lasso escribe dos tragedias –o al menos, sólo
conservamos dos- tituladas La honra de Dido restaurada y La destrucción de Constantinopla. En la
consagrada a la reina fundadora de Cartago, la primera38, se presenta a la soberana que llega a dar su
vida, suicidándose, por fidelidad a la figura de su esposo, muerto asesinado, y por asegurar la
perpetuación de la recién creada ciudad. Dido aparece como el cúmulo de todas las virtudes y acaba
siendo glorificada y deificada. Es el modelo exacto de lo que debe ser el soberano idolatrado por su
pueblo. En la tragedia asiste el espectador a todo el proceso de concepción, configuración, trazado,
construcción y organización de la nueva ciudad-estado, así como a la dramatización de una segunda
etapa, en la que hay que cimentar y fijar de modo definitivo la nueva estructura recién creada. Es
entonces cuando se presenta la muerte y glorificación de Dido. La soberana es utilizada para
predicar el carácter divinizado de un monarca surgido de la restauración del mismo orden roto por
un tirano destructor del paraíso primordial, el que existía en la Tiro desorganizada por el brutal
monarca hermano de Dido, el rey Pigmalión. Es decir, el orden político monárquico es
fundamentalmente bueno. Cuando por culpa del tirano (Pigmalión) se desmoronan sus cimientos, es
posible recrear la misma estructura recurriendo a un monarca justo y mesiánico. Es decir, Dido.
Lasso se separa de los otros dramaturgos de fin de siglo, de los que hablaremos a
continuación. Y se aleja desde el punto de vista de las estrategias dramáticas, el uso de las tres
jornadas, la supresión del coro y de las unidades de lugar y tiempo, el uso del horror como forma de
atraer al público a la moralización y a la enseñanza, la acción representada más que contada, etc.,
etc. Pero donde se manifiesta el acercamiento al discurso de la comedia nueva, al del teatro barroco,
37.- Véanse Teresa Ferrer Valls, La práctica escénica cortesana: De la época del Emperador a la de
Felipe III, Londres: Tamesis-Institució Valenciana d’Estudis I Investigació, 1991, y Carmen Sanz Ayán, «Felipe II y los orígenes del teatro barroco», Cuadernos de Historia Moderna, 1999, 23, pp. 47-78.
38.- Gabriel Lobo Lasso de la Vega, Tragedia de la honra de Dido restaurada. Ed. Alfredo Hermenegildo, Kassel: Edition Reichenberger, 1986.
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es en la consideración del rey bajo nuevos ángulos, bajo perspectivas extremadamente positivas y
favorables, y en la supresión del tirano destructor del equilibrio social.
En el caso de los otros trágicos, los nacidos en la periferia peninsular, el problema se plantea
de modo radicalmente distinto. Ni Virués, ni Cueva ni Argensola ofrecen la figura del rey
divinizado y reverenciado que surge en la tragedia lassiana.
Cristóbal de Virués39 escribe cinco obras dramáticas, dos de las cuales vamos a examinar
brevemente, La gran Semíramis y La cruel Casandra. En la primera pretende el autor predicar al
público una «virtud divina» que no se encarna precisamente en el ejemplo que ofrece, si no es por
vía de contrarios. El modelo de la reina Semíramis es el que hay que rechazar, el opuesto al de la
«virtud divina». La sucesión de tres reyes –Nino, Semíramis y Ninias- es la historia de la
destrucción del orden político y social. Desde que el primer monarca, Nino, aparece en escena, sus
gestos tiránicos desarticulan el equilibrio político vigente e introducen un virus destructor en el
espacio dramático. Tras la dramatización de los incidentes, la obra desemboca en la desesperanza.
Ninias, el último de los tres, se comporta con la misma desfachatez política usada por sus dos
predecesores. Nada se ha resuelto. Todo sigue igual, en marcha irrefrenable hacia el caos político y
social, como resultado de la acción tiránica de un monarca que ha abusado de la potestas y se ha
convertido en tirano. Virués hace responsable al rey de sus propios actos, incluso de los más
repulsivos. Esta tragedia no es, en modo alguno, un teatro al servicio del poder.
Con La cruel Casandra, se abre una nueva brecha en el edificio de las monarquías. El
Príncipe que abusa de la potestas descubre su propia debilidad política y deja que en el vacío de
poder creado por su propia incompetencia, penetren los cortesanos envidiosos y conspiradores. Es el
caso del innominado Príncipe y de la cortesana Casandra, que, como una auténtica maestra del
crimen, correrá hacia su propia perdición y empujará a la corte entera hacia la destrucción definitva.
Lupercio Leonardo de Argensola escribió tres tragedias, Isabela, Alejandra y Filis. Perdida la
última en circunstancias extrañas y sospechosas, de las dos que han quedado, hay una, la
Alejandra40, que viene a sumarse a la serie de tragedias de fin de siglo donde se manifiesta la
brutalidad, la locura, la tiranía o la incapacidad de los reyes. En la tragedia aparece un monarca,
Acoreo, que vive a merced de las intrigas cortesanas. Es personaje retraído y dado a la venganza y a
la crueldad. También aquí, como en la viruesina Casandra, son los cortesanos quienes ocupan el
vacío de poder creado por un rey tiránico y llevan la acción hacia la catástrofe final. El escritor ha
39.- Poemas dramáticos valencianos. Ed. Eduardo Juliá Martínez, Madrid: Real Academia Española,
1929, vol. 1, pp. 25-178.
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jugado con los signos más extremados para provocar el horror en el espectador. Los iconos usados
en escena llegan hasta el límite de lo tolerable: miembros humanos cortados, la sangre de uno de los
personajes corriendo por las manos de Alejandra, que corta su propia lengua con los dientes, las
cabezas de los dos niños inocentes, etc. Y sin embargo, tanta abundancia de signos para producir
terror reducen su eficacia y llegan casi hasta el extremo de la inoperancia. Lo único que queda claro
es la incompetencia, la brutalidad y la tiranía del rey Acoreo.
Pero donde el salvajismo y la locura real se manifestan de modo más virulento es en la
Tragedia del Príncipe tirano41, del sevillano Juan de la Cueva. El héroe es el príncipe Licímaco,
heredero del reino de Colcos. Con él, Cueva creó un monstruo que, en su inverosimilitud, pierde
fuerza para provocar el fin aparentemente moralizador de la tragedia. El Príncipe, en sus primeras
palabras, habla de reprimir «el mundo todo a quien mi brazo espanta, / haciendo que mi nombre / se
honore cual deidad, cual furia asombre»42. El Príncipe, bien lejos de la divinizada y mesiánica Dido o
del rey del «Yo soy yo» ya citado en la lopesca El mejor alcalde el rey, quiere que le teman sus
súbditos y que le odie toda la tierra. Su crueldad con los hombres, con su propio padre –el impotente
e incapaz rey de Colcos- y con los dioses –ordena quemar el templo de Marte-, corre paralela con la
ambición desmedida y con una incontrolada actividad erótica.
Hay otras obras donde la brutalidad del monarca le ha llevado hasta las fronteras de lo
inimaginable. Ha abusado del ejercicio de la auctoritas y ha dejado de ejercer la potestas para
comportarse como un tirano. En otras palabras, ha dejado de ser rey. Los casos dramatizados en el
Atila furioso de Virués o en las Nise lastimosa y Nise laureada del gallego Jerónimo Bermúdez
podrían añadirse a la lista. Y no olvidemos que todas estas obras se escriben en una época, el reinado
de Felipe II, en que ciertos intelectuales ponen en tela de juicio el carácter intocable de la acción
política real, época en que escribe el padre Mariana y defiende el regicidio cuando el monarca ha
dejado de ser rey para ser tirano. Si la comedia nueva o el teatro barroco tienen tendencia a defender
la figura sagrada del rey, este grupo de autores trágicos se alza más bien como abanderado de una
lucha ideológica en que el soberano debe comportarse con arreglo a las normas de la justicia y del
respeto a los súbditos. Y los fines catastróficos de las tragedias no hacen más que sellar y afirmar y
confirmar la necesidad de aminorar el uso del poder, de eliminar el abuso de poder que en ciertos
momentos puede dar al traste con la sociedad entera.
40.- Obras sueltas de Lupercio y Bartolomé Leonardo de Argensola. Ed. Conde de la Viñaza, Madrid,
1889, vol. 1, pp. 165-275. 41.- Juan de la Cueva, Comedias y tragedias. Ed. Francisco A. de Icaza, Madrid: Sociedad de
Bibliófilos Españoles, 1917, vol. 2, pp. 209-269. 42.- Cueva, op. cit., vol. 2, p. 212
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El siglo XVI fue, pues, un terreno abonado para que el teatro, en sus distintas
manifestaciones ante varios tipos de espectadores, pusiera de relieve la necesidad de afirmar la
libertad de los hijos ante el poder de los padres, afirmación hecha en positivo (la Himenea de
Naharro) o por vía de la burla (la Egloga interlocutoria de Diego de Avila o la Comedia Medora de
Lope de Rueda). El teatro catequístico, construido dentro del marco cortesano o en el campo más
amplio de la instrucción de masas, es el único que refleja y no condena al agente del ejercicio del
poder sobre el espectador, la Iglesia. Y finalmente, los trágicos de fin de siglo despliegan un
concepto de poder real que, por vía negativa, viene a ensalzar al verdadero rey y no al que abusa de
su poder y llega a destruir la sociedad misma en que vive. Si el teatro del siglo XVII tuvo tendencia a
proclamar la virtud del rey, que pocas veces aparece como tirano, las obras dramáticas del XVI, con
alguna excepción ya señalada, destruyen el icono del soberano divinizado, desconstruyen el ejercicio
del poder por medio de unas muestras que en modo alguno podían agradar al rey Felipe II, el máximo
representante del modelo de gobierno, el que preveía la asunción de la auctoritas y la ejecucion de la
potestas. En las obras de los trágicos de fines de siglo casi se afirma lo contrario de lo que Alcalá
Zamora describe como característica fundamental de Clotaldo: sólo le importa lo que mande el rey.
En las obras aludidas se rechaza de plano lo que dice y lo que hace el rey, el rey tirano. No abundan
los clotaldos en la tragedia del horror.
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