ifigenia en tauride
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Reelaboración del mitoTRANSCRIPT
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IFIGENIA EN TAURIDE
Ifigenia encontró sin buscarla la revancha a una esclavitud padecida a manos de distintos
hombres que creyeron amarla, o por los que ella se creyó amada, sin otro fundamento que un
manojo más o menos arreglado de palabras que sonaban huecas. Oquedad –de los sentidos
vacíos de todo contenido, pero también de los sentimientos devastados– que vista a la distancia
y sin el consuelo de las distracciones que ocupan el presente, era lo único que quedaba de ellos.
Adláteres obstinados que se empecinaban en un permanecer pétreo hasta que lenta,
imperceptiblemente, el tiempo transcurrido corroía los eslabones de un pasado flaco. Poco a
poco, en tanto se alejaba de ellos, los peores recuerdos se disolvían en el aire. Y el argumento de
las palabras, como un fósil, perdía toda carnadura, toda cualidad, y se quedaba simplemente en
eso, en palabras.
Tantas empecinadas, dolorosas, inútiles tentativas de alcanzar en el encuentro con los
hombres el hallazgo místico de sí misma, la delicada inflorescencia de ese sentimiento
tembloroso que le embarraba el pecho, la destilación de todo lo que germinaba blando y virgen
tras sus párpados cada vez que cerraba los ojos. Tantas equivocaciones que habían terminado en
muecas de gente desentendida, que prefiere que las cosas se arreglen solas, sabiendo que nunca
van a arreglarse solas y entonces no pueden más que empeorar. Había medias palabras, gestos
de descuido, momentos de desprotección que arrasaban insensiblemente la ternura, y así el amor
se convertía en un colosal castillo de naipes, levantado con milagro y sin conciencia, y
reconstruido cada vez con más extenuantes esfuerzos. La convivencia era una piedra de molino
que cada día dejaba tras sí una estela de finísima, volátil y laboriosa... harina. Y entre platos
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fregados, relojes despertadores y vencimientos caprichosos, algo se iba escapando,
inevitablemente.
El sentimiento espasmódico, cosmogónico, esencial, que Ifigenia descubría cada vez con
el mismo asombro en el marco de su cama y de un nuevo amor; el instante de fusión en que
comprendía el movimiento de los cielos y sus constelaciones, era una memoria efímera que se
desvanecía con demasiada rapidez, dejándola nuevamente en el portal de una vida con escoba,
donde después de barrer la vereda se paraba con las manos en la cintura para mirar a ambos
lados, rascarse un poco la cabeza y meterse en casa.
Ifigenia ya sabía, y estaba resignada, a que esas visiones desmesuradas del universo que
le venían cuando hundía sus uñas en la carne de un hombre caliente y húmedo apretado a ella,
se repetían cíclicamente durante cierto tiempo, a veces semanas, a veces meses. Luego, sin
remedio, aparecían ciertas interferencias que deterioraban la conexión, falsos ritmos que no
respetaban el tempo, mascaradas tristes que malvestían la desnudez. Otros intereses y motivos,
como cuerpos extraños, dañaban la liturgia y todo se transformaba, cada vez más, en un cruce
de diagonales desviadas, en marionetas inarmónicas que vivían el momento en la más oscura
soledad.
Así las cosas, terminó por convencerse de que todo lo que no tuviera que ver con el
trabajo y las ocupaciones consistía en ese apenas. Ifigenia asistía con estólida indolencia a ser
un instrumento mientras negaba, como un capullo, uno a uno sus pétalos cada vez, hasta
encerrarse en sí misma y dejar que el compañero de turno usara su cuerpo, definitivamente
perdida y sacrificada la guía hacia la vida.
La savia que la había recorrido se retiraba sin remedio hasta que se sentía un madero
viejo, seco, ajado. Aunque por fuera su juventud sonriera, se emocionara o se encolerizara,
aunque condujera su automóvil, mantuviera al día la tarjeta de crédito y fuera eficiente en su
profesión, aunque la franqueza abriera su corazón sin dificultades y su carácter agregara energía
a la delicadeza de sus facciones, había un centro de su ser, frágil y asustadizo, que se agostaba
sin defensas, que chocaba contra las paredes, revoloteando como un pájaro ciego.
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Siempre sucedía, por supuesto, que las cosas iban hasta algún final y entonces Ifigenia, el
madero viejo y seco, se dejaba naufragar contra cualquier costa bárbara, resignada a dejarse
morir. Pero como no podía ser de otra manera, siempre sobrevivía, y es que los finales siempre
venían por otro camino, equívoco y mentiroso, poblado de reproches miserables, rencores
menores y cuentas pendientes que eran apenas un maquillaje grotesco para la anémica palidez
de su solitaria orfandad.
Entonces Ifigenia, en el ínfimo pedazo de sol de aquella playa desastrosa, renacía tras la
tempestad. Sin saberlo, en los recuerdos de la casa paterna, en los lentos soliloquios malheridos,
en los brazos de los amigos que la rodeaban como una campana de cristal, encontraba los
primeros rasgos de una primavera inmadura. Y de a poco recomenzaba, con manos torpes, a
moverse hacia el sol, a buscar otra vez, en otro hombre, el abrazo con el infinito.
Pero los sucesivos tropiezos, o acaso un cansancio de los ojos del espíritu, le hicieron
creer en la fatalidad de los oráculos, en el destino que se escribía sobre el agua, de un modo
mucho más furioso e indeleble que sobre la superficie árida de la roca. Quizá era su sino la
esclavitud doblegada bajo el pesado, extenso y sombrío cuerpo de un hombre. Quizá la felicidad
consistía en visiones de vestal que duraban un parpadeo, luces fugaces y poderosas que
iluminaban por un instante la negra oscuridad del universo. Y el resto eran los sufrimientos,
terrores y, sobre todo, la inmensa soledad entre las columnas del templo, planificando las
compras de la semana, los paseos de los feriados, los cafés con canela sorbidos sobre frías mesas
de mármol.
Hasta que, sin pensarlo, sin esperarlo, encontró la forma de vengar, si no la pérdida de la
luz, al menos la humillación consentida, la idea de ser una herramienta, un medio, una moneda.
El odio feroz de sentir que su cuerpo era recorrido sin respeto por músicas vulgares y formas
grotescas del amor. El veneno que corría por sus venas con cada eyaculación sudorosa,
resoplante, blasfema, en su cuerpo mudo.
Quien ocupaba el costado izquierdo de su cama se había transformado, otra vez, en un
espejo impenetrable, que devolvía una figura similar a la suya, y como ella, pétrea y quizá
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angustiada. Sus noches de yacer ajena se sucedían con la regularidad de los ciclos lunares, así
como las estaciones, las visitas médicas y las noticias de la televisión. Y cada una de esas
noches intentaba participar del juego, sólo armada de una ternura triste, de una benevolencia
desesperada. Pero quizá la molicie de la rutina, o el hastío de esa angustia que acabó por
resultarle indiferente, le hicieron tomar distancia de la tristeza. Endureció sus costados débiles y
enfrentó las noches con todos los músculos dispuestos a que, si había un sacrificio, no iba a ser
el de ella. Acariciando con suavidad el otro cuerpo que hervía y se consumía tan cerca y tan
lejos, poco a poco, encontró una sensualidad distinta, que no le venía de afuera sino de sí
misma, de ciertos puntos interiores que se disparaban con su propia voz. Y como todos los
caminos, por unívocos que sean, siempre ofrecen recodos, Ifigenia aprendió a adentrarse cada
vez más en ellos.
Para eso, el destino puso a su lado a quien sirviera a tales designios. Ifigenia se descubrió
encontrando su propio punto de fuga, exclusivamente a través de su cuerpo, sin necesidad de un
compañero de pulso y de iluminaciones. Ciertas noches se sorprendió boqueando ávida en busca
de un aire que le faltaba, sofocándose y explotando por fin internamente. Y el hombre la
consentía, se empeñaba en cumplir su papel estoico y guerrero, acompañaba su carrera frenética
como un simple anfitrión, como tantas veces y durante tanto tiempo lo había hecho ella. Ifigenia
se encarnizaba en una lucha consigo misma, una lucha que la aturdía y la enajenaba en un vacío
negro de ardida satisfacción. A su lado, o sobre, o debajo, el hombre sostenía con esfuerzo sus
arrebatos de hembra alzada, de ménade loca, que a veces lo cabalgaba en el rostro dejándolo al
borde de la asfixia, o lastimaba sin compasión articulaciones y músculos en su búsqueda ciega.
Luchador al fin, creía que, como en la guerra, vencer era resistir más tiempo, encontrar en el
dolor y el agotamiento las armas de la victoria. Sólo que la victoria nunca llegaba, ya que
después del trance electrificado en que los ojos se le desorbitaban y la voz le llegaba como
desde las entrañas, Ifigenia se desvanecía, simplemente, en una beatitud límbica y ausente. Y el
hombre no podía vencer sobre la ausencia, sobre esos restos deshechos que ni siquiera podían
representar el papel de contendiente que miles de veces animaran.
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Ifigenia descubrió así que también podía ser potente, encontró que la tensión superficial
de su piel era enormemente placentera y se dedicó con fervor a ella. Evitó cada vez que pudo la
penetración de su cuerpo y fue complaciente con todas las sensaciones que pudiera
experimentar su exterioridad. Aprendió uno por uno los lugares que tenían un potencial erótico
desconocido; los descubrimientos estaban coronados por un placer desmedido, un éxtasis
desaforado y salvaje. Así, en soledad, Ifigenia supo que, cuando ya abandonaba la primera
juventud, existían otras dimensiones de su ser.
Reveló secretos iniciáticos. Supo que ejercer el poder modifica las coordenadas del
placer: no era menor ni mayor, sino distinto. Como una droga, el dominio multiplicaba las
dimensiones de su persona, y su atención se focalizaba en cada detalle, cada nueva percepción
hiperbólica. Exploró los límites de la morbosidad, de las perversiones, de lo prohibido. La
excitaba desconocerse buscando novedades que forzaran sus sentidos. Sin perder de vista las
formas cotidianas de la civilidad diurna –normas de cortesía, revistas de moda, cine los viernes,
grupos de estudio los sábados–, esperaba la noche como espera el animal su presa, esclavo del
instinto.
El hombre seguía callando a su lado y cada día se desdibujaba más y más. A pesar de que
nunca dejaba de presentarlo como a su compañero, Ifigenia se dio cuenta de que se le hacía
difícil pensar en él como complemento de su vida. Perpleja concluyó que ni siquiera lo
consideraba un apéndice. Sólo la comodidad en las costumbres, en el orden construido, le
hacían sentir cierto apego frágil.
El mundo así conseguido era controlable, manejable, posible. Nunca más sus tiempos
iban a medirse en la clepsidra del amor, para postergarla a un futuro siempre evasivo. Esa nueva
integridad se transmitía a todos los aspectos de su persona: su empleo dejó de ser insignificante
y mediocre para acceder a la adrenalina del escalafón. Su propia imagen cambió, y con ella la
consideración de los demás. Todo estaba lleno de una fuerza suya hasta ahora desconocida.
Las cosas crecieron en sus manos. Podía realizar proyectos, soñar nuevos espacios,
seducir con sus trucos aprendidos. Todo, o casi todo, era posible si se había encontrado el
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propio destino, la propia razón de existir. Si se había hallado la manera de pensarse, de
imaginarse, de crearse a sí misma.
Experimentó algunas situaciones de infidelidad, ella que siempre se había confiado al
amor como a un rito sagrado, para convencerse de que el cambio era radical y definitivo y de
que, en su nuevo papel de sacerdotisa, no tenía importancia la víctima sobre el altar. Todo
estaba dado por un orden escrito en las estrellas, como siempre había sido, sólo que ahora, por
fin, era ella la que oficiaba.
Dentro de ese universo previsible, quizá le pareció natural y hasta lógico que aquella
sombra gris, que ocupaba noche tras noche la mitad del lecho, partiera. Porque lo cierto es que
un buen día, sin decir agua va, el hombre se marchó. Del mismo modo en que había llegado, con
pocas o ninguna palabra juntó sus cosas, sin humildad ni indiferencia, como un hoplita que
cumple su deber marcial, y se fue.
Desde lo alto de su ventana Ifigenia lo vio alejarse, distinguiendo apenas el arnés de su
pesada mochila de campaña. Luego se volvió para recorrer el templo, donde como siempre los
cuartos siguen repitiéndose en sucesión circular, como las estaciones: el dormitorio, el living, el
cuarto de baño, la cocina.
Su camino se abría inabarcablemente y las sábanas de su cama lucían más blancas y
resplandecientes que nunca. Desde entonces otros, como antes, llegaron y se fueron. Cada uno
dejó en su piel su marca y recorrió su perfil. Y ella, a ciegas en los vapores del oráculo, siguió
dándose a sí misma. Ya nunca volvió a asomarse para verlos partir; en cambio, espera con
sosegada ansiedad la llegada de cada nuevo visitante. Porque sabe que ha crecido, y que es hora
de volver a casa.
El tiempo fue perdiendo vértigo; como se horada una roca, la vida fue redondeando sus
aristas, buscando su textura. Los animales internos fueron anidando en su pecho, aquietando sus
juegos cachorros, creciendo en la elocuencia de los silencios. Los pensamientos fueron
haciéndose más anchos y de otra materia, reposada y profunda, carnal e impalpable.
Ifigenia cambió de pieles sin dejar de ser ella misma, y en cada piel que caía pudo
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conocer su futuro: aprendió así, maravillada pero con la discreción que impone el
descubrimiento de lo obvio, su oficio de sacerdotisa, que no tenía que ver con la magia, que no
tenía que ver con la oscuridad, que no tenía que ver con los dioses.
Supo que para el sacrificador no hay más que una sola víctima: la primera. Todas las
demás son sólo recuerdos de ese conocimiento esencial, alertas que impiden olvidar lo develado,
meditaciones que expanden esa primitiva sabiduría, como los círculos concéntricos que se
irradian cuando una piedra se hunde en el agua. En ese camino orbital recorrido infinitamente,
cuidando de apoyar cada vez el pie en las huellas ya marcadas, latía lo más importante de su
viaje, lo que nadie había visto más que ella.
De tanto andar ha llegado tan lejos que extraña las noches tendida bajo el cielo negro, en
las que al entregarse a un hombre lo sentía latir dentro, lo ayudaba a nacer y se nacía ella. Las
noches en que el universo era todo uno y ella podía tocarlo con las manos, pero no sólo cuando
accedía al amor, sino también cuando soñaba un mañana y con los ojos muy abiertos miraba el
titilar de las estrellas, o cuando pedía un deseo al soplar una cortadera. Ahora que ha dejado
atrás el periplo brutal del amor devoto, extraña una patria perdida que le es familiar, lejana y
dolorosamente, hecha de hierbas y de olores, de vocablos y gestos, de músicas y costumbres.
Ya no cree ni en la liturgia ni en el destino, cree en sí misma. Quiere dejar pronto el
templo, frío y desangelado, y espera en la ventana, mirando el horizonte. Sabe con certeza que
por allí vendrá, y mientras bebe su café se pregunta cómo será el que la lleve de regreso a su
tierra.