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Historia Actual Online, 37 (2), 2015: 147-167 ISSN: 1696-2060 © Historia Actual Online, 37 (2), 2015: 147-167 147 IDENTIDAD NACIONAL, BIPARTIDISMO Y VIOLENCIA EN CO- LOMBIA: LOS DESAFÍOS DE LA MULTICULTURALIDAD CONSA- GRADA POR LA CONSTITUCIÓN DE 1991 Fernán E. González G. * * Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), Bogotá, Colombia. E-mail: [email protected] Recibido: 15 septiembre 2014 / Revisado: 18 febrero 2015 / Aceptado: 6 mayo 2015 / Publicado: 15 junio 2015 Resumen: El presente artículo presenta los desafíos que las transformaciones sociales, políticas y culturales de las recientes décadas, consagradas institucionalmente por la Constitu- ción de 1991, han representado para la identi- dad colombiana, caracterizada por la adhesión a los partidos tradicionales y el monopolio del campo religioso por la Iglesia católica. Para ello, el autor contrasta el pluralismo religioso, cultu- ral, étnico y político consagrado en el texto de 1991 con una mirada histórica sobre la configu- ración de los partidos conservador y liberal, el régimen de cristiandad republicana antes vigen- te y la matriz racista de las elites para hacer evidente la gradual erosión del monopolio polí- tico del bipartidismo y de la hegemonía católica sobre el campo religioso Palabras clave: Bipartidismo, Nacionalismo, Identidad nacional, Cristiandad republicana, Matriz racista, Pluralismo político, cultural y religioso, Laicidad estatal. Abstract: The present article shows the chal- lenges produced by the social, political and cultural transformations in the recent times in Colombia to the national identity based on the allegiance to the traditional parties and the Catholic Church and the way how the 1991 Constitution has consecrated the religious, cul- tural, ethnic and political pluralism in sharp contrast with the previous history of the coun- try, characterized by monopoly of political life in the hands of the Liberal and Conservative parties, as well as the religious monopoly in the hands of the Catholic Church and the racist background of the Colombian elites. Keywords: Bipartisanship, Nationalism, Nation- al Identity, Republican Christendom, racist background, Political, cultural and religious pluralism, State laicity. n primer lugar, quiero empezar por agra- decer a Fernando López-Alves y a los otros organizadores de este encuentro la oportunidad de retomar el tema de la identidad nacional en Colombia. Hace algunos años, en 1989, me había ocupado de este tema pero en una coyuntura política bastante diferente de la actual 1 , cuando, paradójicamente, la tradición de monopolio cultural de los partidos tradicio- nales y de la Iglesia católica empezaba a res- quebrajarse con el desmonte del Frente Nacio- nal y la pluralización creciente del campo reli- gioso. Ese resquebrajamiento se ha venido pro- fundizando en las décadas siguientes hasta la coyuntura actual de mayor pluralismo político y cultural, consagrado institucionalmente por la Constitución de 1991. El contraste entre esos 1 Fernán E. González, 1989 “Reflexiones sobre las relaciones entre identidad nacional, bipartidismo e Iglesia católica”, en Villa de Leiva, Memorias del V Congreso nacional de Antropología, ICAN-ICFES, 1989. E

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© Historia Actual Online, 37 (2), 2015: 147-167 147

IDENTIDAD NACIONAL, BIPARTIDISMO Y VIOLENCIA EN CO-LOMBIA: LOS DESAFÍOS DE LA MULTICULTURALIDAD CONSA-GRADA POR LA CONSTITUCIÓN DE 1991 Fernán E. González G.* * Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP), Bogotá, Colombia. E-mail: [email protected] Recibido: 15 septiembre 2014 / Revisado: 18 febrero 2015 / Aceptado: 6 mayo 2015 / Publicado: 15 junio 2015

Resumen: El presente artículo presenta los desafíos que las transformaciones sociales, políticas y culturales de las recientes décadas, consagradas institucionalmente por la Constitu-ción de 1991, han representado para la identi-dad colombiana, caracterizada por la adhesión a los partidos tradicionales y el monopolio del campo religioso por la Iglesia católica. Para ello, el autor contrasta el pluralismo religioso, cultu-ral, étnico y político consagrado en el texto de 1991 con una mirada histórica sobre la configu-ración de los partidos conservador y liberal, el régimen de cristiandad republicana antes vigen-te y la matriz racista de las elites para hacer evidente la gradual erosión del monopolio polí-tico del bipartidismo y de la hegemonía católica sobre el campo religioso Palabras clave: Bipartidismo, Nacionalismo, Identidad nacional, Cristiandad republicana, Matriz racista, Pluralismo político, cultural y religioso, Laicidad estatal.

Abstract: The present article shows the chal-lenges produced by the social, political and cultural transformations in the recent times in Colombia to the national identity based on the allegiance to the traditional parties and the Catholic Church and the way how the 1991 Constitution has consecrated the religious, cul-tural, ethnic and political pluralism in sharp contrast with the previous history of the coun-try, characterized by monopoly of political life

in the hands of the Liberal and Conservative parties, as well as the religious monopoly in the hands of the Catholic Church and the racist background of the Colombian elites. Keywords: Bipartisanship, Nationalism, Nation-al Identity, Republican Christendom, racist background, Political, cultural and religious pluralism, State laicity.

n primer lugar, quiero empezar por agra-decer a Fernando López-Alves y a los otros organizadores de este encuentro la

oportunidad de retomar el tema de la identidad nacional en Colombia. Hace algunos años, en 1989, me había ocupado de este tema pero en una coyuntura política bastante diferente de la actual1, cuando, paradójicamente, la tradición de monopolio cultural de los partidos tradicio-nales y de la Iglesia católica empezaba a res-quebrajarse con el desmonte del Frente Nacio-nal y la pluralización creciente del campo reli-gioso. Ese resquebrajamiento se ha venido pro-fundizando en las décadas siguientes hasta la coyuntura actual de mayor pluralismo político y cultural, consagrado institucionalmente por la Constitución de 1991. El contraste entre esos

1 Fernán E. González, 1989 “Reflexiones sobre las

relaciones entre identidad nacional, bipartidismo e Iglesia católica”, en Villa de Leiva, Memorias del V Congreso nacional de Antropología, ICAN-ICFES, 1989.

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momentos permite caracterizar este período como un deterioro paulatino y progresivo del monopolio bipartidista de la vida política co-lombiana y de la pérdida paulatina del virtual monopolio del campo religioso por la Iglesia católica. En honor a la verdad, esas transforma-ciones culturales habían comenzado a eviden-ciarse desde la crisis del Frente Nacional, pero se profundizan cuando se hace evidente que el sistema bipartidista se muestra incapaz de res-ponder adecuadamente a las tensiones sociales producidas por los profundos cambios sociales y demográficos de los años recientes. 1. LA RUPTURA DE LA TRADICIÓN BIPARTIDIS-TA Y DE CRISTIANDAD REPUBLICANA: HACIA LA SECULARIZACIÓN DEL ESTADO Y EL PLURA-LISMO POLÍTICO La tradición política del bipartidismo y la estre-cha relación entre la Iglesia católica y el Estado colombiano se habían iniciado muy temprana-mente, casi en los albores de la vida republica-na, con el surgimiento de los partidos conser-vador y liberal desde la primera mitad del siglo XIX. En buena parte, los enfrentamientos entre los dos partidos se referían al papel social y político de la Iglesia católica, los alcances de la participación de las masas populares en la vida política, el ritmo de las reformas sociales y eco-nómicas que pretendían poner el país a tono con el mundo moderno y las relaciones entre el Estado central y las regiones2. Por eso, las rela-ciones con la jerarquía y el clero católicos se convirtieron en una de las fronteras entre los partidos tradicionales, hasta que la Constitución de 1886 reconoció a la Iglesia como elemento esencial de la identidad nacional, lo que fue refrendado oficialmente por la dirigencia del partido liberal en los comienzos del Frente Na-cional en 1957. Y la formación de los partidos como confedera-ción de redes regionales y locales de poder permitió compensar la fragmentación tanto del territorio3 como de las elites regionales4 para

2 Fernán E. González, “Aproximación a la configura-

ción política de Colombia” en Para leer la Política. Ensayos de historia política colombiana, Bogotá CINEP, 1997. 3 Frank Safford y Marco Palacios, Colombia .País

fragmentado, sociedad dividida. Su historia, Bogotá, Grupo editorial Norma, 2002.

articular el centro con las regiones y localidades a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX. Pero, el monopolio cultural y político de los partidos tradicionales empezaron a verse supe-rados por los rápidos cambios de la sociedad colombiana desde los años sesenta del siglo XX, como la urbanización acelerada y masiva, pro-ducto de la migración del campo a la ciudad, que trajo como resultado la metropolización o concentración de la población en las grandes ciudades, sin suficientes servicios y una econo-mía incapaz de absorber el aumento de mano de obra, lo que producía una gran informalidad laboral. Además, en el mundo rural se presen-taba también la migración desde zonas campe-sinas sobrepobladas a zonas más periféricas de la frontera agraria, donde la presencia de las instituciones estatales era escasa y la conviven-cia social quedaba abandonada al libre juego de las comunidades campesinas. A esto se añadía el aumento notable de la co-bertura educativa en la secundaria y la univer-sidad, la radicalización de capas medias urba-nas, el acceso de la mujer a la educación profe-sional y al mundo laboral, la crisis de la estruc-tura familiar tradicional, la rápida secularización de las capas medias y altas, que traía consigo la pérdida del monopolio cultural y religioso de la Iglesia católica en esos sectores. Esta pérdida del monopolio cultural de la Iglesia católica se veía profundizada por la creciente pluralidad del campo religioso, junto con los cambios in-ternos de la propia Iglesia, por el impacto del Concilio Vaticano II y las conferencias episcopa-les de Medellín y Puebla, cuya asimilación de-sigual produjo la radicalización de sectores cle-ricales y religiosos con la consiguiente ruptura de la unidad interna de la Iglesia5. Por otra parte, la creciente movilización social por fuera de los marcos del bipartidismo, seña-lada por varios trabajos de Mauricio Archila6, hacía evidente la erosión gradual de la capaci-

4 Marco Palacios, 1986, “La fragmentación regional

de las clases dominantes en Colombia. Una mirada histórica”, en Estado y clases sociales en Colombia, Bogotá, Procultura, 1986. 5 Fernán E. González, “Iglesia Católica y Estado co-

lombiano (1930-1985)”, en Nueva Historia de Co-lombia, Bogotá, Planeta Colombiana, 1989. 6 Mauricio Archila, 2003, Idas y venidas, vueltas y

revueltas. Protestas sociales en Colombia, 1958-1990. Bogotá, CINEP, 2003.

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dad mediadora de los partidos tradicionales frente a las tensiones de la cambiante sociedad colombiana desde los años sesenta. El caso de la radicalización de la organización campesina de la ANUC y su distanciamiento frente al go-bierno bipartidista,7 junto con el auge del mo-vimiento indígena, especialmente en el Cauca8, son dos ejemplos importantes del divorcio en-tre movilización social y régimen político. Pero también es visible la distancia de amplios secto-res sindicales frente al sistema bipartidista, con el cual se habían relacionado la CTC, Central de Trabajadores Colombianos, ligada al partido liberal y la UTC, Unión de Trabajadores de Co-lombia, cercana al partido conservador. Esta rápida secularización de la sociedad colombiana y la pérdida del monopolio del campo religioso por parte de la Iglesia católica se expresaron en el reconocimiento del pluralismo cultural, étnico, religioso y regional del país por la Constitución de 1991, que fue luego refrendado por la Corte Constitucional, cuando declaró inexequible la mayor parte de los artículos del concordato con la Santa Sede, lo que significaba la eliminación de todo tipo de privilegio a la Iglesia católica y su jerarquía y la reafirmación de la naturaleza secular del Estado colombiano y la igualdad de todas las confesiones ante la ley. Esta sentencia fue rechazada, obviamente, por el presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana, monseñor Pedro Rubiano, entonces arzobispo de Cali, que alegaba que la Corte carecía de competencia

7 Estudiado a fondo por León Zamosc, Los usuarios

campesinos y la lucha por la tierra, Bogotá, CINEP, 1982 y “Transformaciones agrarias y luchas campe-sinas en Colombia: una visión retrospectiva (1950-1990)”, en Análisis político, # 15, abril de 1992. 8 Cfr., Virginie Laurent,, Surgimiento y auge del mo-

vimiento indígena en Colombia”, capítulo de su libro Comunidades indígena, espacios políticos y moviliza-ción electoral en Colombia, 1990-1998, Motivacio-nes, campos de acción e impactos, Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, ICANH e IFEA, Instituto francés de estudios andinos, Lima, 2005. La situación de las minorías étnicas en los años anteriores fue analizada por Myriam Jimeno y Adolfo Triana en su libro Estado y minorías étnicas en Co-lombia, Bogotá, Cuadernos del Jaguar y la Fundación de Comunidades colombianas, 985, que liga los desarrollos de estos movimientos con las políticas desarrollistas del Frente Nacional y las agencias de cooperación internacional como la Alianza para el progreso.

para decidir sobre tratados públicos internacionales ya perfeccionados y solo podría intervenir previamente al canje de ratifi-caciones antes de que entrara en vigor9. Para otros sectores de la Iglesia, el nuevo texto constitucional y la sentencia de la Corte estaban en plena concordancia con las posiciones que el Vaticano II había asumido en materia de libertad religiosa, igualdad ante la ley y relaciones entre la Iglesia católica y otras confesiones religiosas10. Es más, la Constitución Gaudium et Spes llegaba incluso a pedir a la Iglesia que renunciara al ejercicio de derechos legítimamente adquiridos cuando puedan empañar la pureza de su testimonio o lo exijan las nuevas condiciones de vida. Y la razón aducida para esa renuncia era que la Iglesia no ponía su esperanza en privilegios otorgados por el poder civil sino que reconocía la autonomía de la sociedad y de la comunidad política en los asuntos de su propia competencia. Obviamente, la consagración total de la separa-ción entre Iglesia y Estado, la consiguiente afir-mación de la neutralidad del Estado y la defini-ción de la libertad religiosa en función del indi-viduo y de los grupos religiosos11 evidenciaba ya la mayor conciencia nacional de los derechos de las minorías de toda índole y el acelerado cre-cimiento de otras confesiones religiosas que había diversificado el campo religioso12. Esta nueva situación lleva a Rodolfo Ramón de Roux a caracterizar la Constitución de 1991 como el inicio de “un nuevo umbral de laicización”, que refleja la secularización que se ha producido en la sociedad y el aumento del pluralismo religio-so13.

9 Pedro Rubiano, monseñor “Conferencia Episcopal

de Colombia: la sentencia sobre el Concordato”, en Iglesia y Religiones en Colombia, número especial de Política Colombiana, Bogotá, Contraloría General de Colombia, volumen III, no.2, 1993, 21-27. 10

Fernán E. González, “A propósito del Concordato”, en Ibidem, 29-34. 11

Manuel José Cepeda, “La libertad de religión y de cultos en la Constitución de 1991”, en Ibidem. 12

Ana Mercedes Pereira, “La pluralidad religiosa en Colombia. Iglesias y sectas”, en Nueva Historia de Colombia, Bogotá, Editorial Planeta Colombiana, 1998, 197-217. 13

Rodolfo Ramón de Roux, “Las etapas de la laiciza-ción en Colombia” en Jean-Pierre Bastian, coordina-dor, La modernidad religiosa: Europa latina y América

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2. EL RECONOCIMIENTO DE LA PLURALIDAD CULTURAL EN LA CONSTITUCIÓN DE 1991: LA RUPTURA CON LA MIRADA HOMOGÉNEA DE NACIÓN Otro de los avances logrados en la Constitución de 1991, fue el reconocimiento de la diversidad cultural, que recogía, según Myriam Jimeno14, una lucha de varias décadas de las organizacio-nes indígenas, acompañada por otros grupos no indígenas dentro y fuera del país, como la co-munidad de antropólogos y cientistas sociales, junto con algunos sectores reformistas del es-tablecimiento, vinculados al Instituto de Refor-ma Agraria, INCORA y al manejo de los asuntos indígenas15. Así, las organizaciones indígenas pasaron de reivindicaciones particularistas a proyectarse públicamente para lograr el reco-nocimiento de la pluralidad en una nación su-puestamente homogénea, yendo más allá de la tensión estructural entre pueblos indígenas y Estado nacional. Por eso, señala esta autora, que la Constitución de 1991 es un resultado parcial de un intenso esfuerzo de movilización y organización y no un nuevo punto de partida, como algunos pretenden. Esos logros se exten-dieron a otras minorías como la afrocolombia-na, cuya situación era menos marginal al con-junto de la sociedad nacional. Los grandes cambios de orientación introduci-dos por la Constitución de 1991 son descritos por la antropóloga Esther Sánchez en varios aspectos: en primer lugar, la consideración de que la discriminación negativa sufrida por los

Latina en perspectiva comparada, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, 71-72. 14

Myriam Jimeno, “Reforma constitucional en Co-lombia y pueblos indígenas: los límites de la lay”, traducción española de “Reforma Constitucional na Colombia e Povos Indígenas: Os limites da lei”, en Alcira Ramos, Constitucoes nacionais e povos indíge-nas, Belo Horizonte. Editora da UFMG, 2012. 15

Muchas alusiones a la importancia de la disciplina antropológica en estas luchas están recogidas en el libro compilado por Jaime Arocha y Nina S. de Frie-demann, Un siglo de investigación social. Antropolo-gía en Colombia, publicado en Bogotá, Etno, 1984. Especialmente los capítulos de Myriam Jimeno sobre la consolidación del Estado y antropología en Co-lombia, Roberto Pineda Camacho sobre la reivindi-cación del indio en el pensamiento social colom-biano y Jaime Arocha y Nina de Friedemann sobre el ejercicio de la antropología en grupos indígenas colombianos.

indígenas a lo largo de la historia puede dar lugar a la valoración de la diferencia cultural y a un trato especial consagrado en derechos espe-ciales; en segundo lugar, el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural de la nación que superaba el énfasis en los mecanismos y su-puestos de la homogeneidad étnica y cultural, para reconocer el multiculturalismo o intercul-turalidad; en tercer lugar, el reconocimiento de los indígenas como sujeto colectivo de derechos y, finalmente, la valoración geopolítica de la protección a los indígenas como contribución a la preservación de la biodiversidad, especial-mente en las zonas de selva húmeda. Estos cambios de orientación significan una profunda ruptura con la invisibilización de los indígenas por las elites dirigentes de los partidos políticos y con el papel subordinado al cual eran relega-dos en la vida política. Para entender la importancia de estos cambios recientes, conviene recordar la importancia del papel de los partidos tradicionales en la historia del país, cuyo carácter oligárquico es un fiel reflejo de la jerarquización y discriminación social y racial que caracteriza a la sociedad. Pero hay que tener en cuenta que ellos constituyeron una respuesta a la fragmentación del poder de las elites regionales y la falta de legitimidad de los nuevos gobiernos republicanos, una vez desapa-rece el vínculo unificador y legitimador de la Co-rona española. Por eso, hay que adoptar una lectura tripolar de la vida política que interrela-cione las competencias de grupos locales y regio-nales de poder con las contradicciones en torno a los temas de la política nacional16.

3. HACIA LOS ORÍGENES DEL MONOPOLIO PO-LÍTICO DEL BIPARTIDISMO Esa interrelación de los polos regionales, locales y nacionales permitirán ir superando gradualmente la fragmentación regional de las elites, señalada por Marco Palacios17, y el carácter localista de la

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Fernán E. González, "Aproximación a la configura-ción política de Colombia" en Un País en construcción., vol II., Estado, instituciones y cultura política., CON-TROVERSIA # 153-154, Bogotá, CINEP, 1989, 23-24, reproducido en Fernán González, 1997, Para leer la Política. Ensayos de historia política colombiana, CI-NEP, Bogotá, tomo I, 24-29. 17

Marco Palacios, “La fragmentación regional de las clases dominantes en Colombia. Una perspectiva

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vida política, evidenciada en las luchas de la Independencia y de la llamada Patria Boba, heredado de la tradición colonial de ciudades y villas, con un escaso control más allá de su cercano hinterland rural18. Estas luchas reflejaban la inexistencia de una nación preexistente, como muestra Jaime Jaramillo Uribe, que señala que esas luchas ocultaban problemas más de fondo como el desarrollo desigual y el aislamiento de las provincias, la fuerza de instituciones locales como los cabildos de villas y ciudades con sus tradiciones y sentimientos particularistas, que terminan produciendo “una explosión de aspiraciones locales a la soberanía” y una gran “hostilidad a la antigua capital del virreinato”, particularmente fuerte en las provincias más desarrolladas económicamente como Antio-quia, Cartagena, Tunja y El Socorro, con núcleos urbanos importantes como Cartagena19.

histórica”, en Marco Palacios. 1986, Estado y clases sociales en Colombia, Bogotá. Procultura, 1986. 18

Armando Martínez Garnica, El legado de la “Patria Boba”, Bucaramanga, Universidad Industrial de San-tander, UIS, SIC, 2002, “La reasunción de la sobera-nía por las provincias neogranadinas de la primera república”, en Anuario de historia regional y de las fronteras, Bucaramanga, UIS, # 7, septiembre de 2002; 2004, “Las juntas neogranadinas de 1810”, en varios, La Independencia en los países andinos: Nue-vas perspectivas, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar y OEI, Quito; 2005, “La transición de un reino indiano de la monarquía hispánica a un estado repu-blicano en las provincias neogranadinas (1810.1816), en varios, Independencia y transición a los estados nacionales en los países andinos: nuevas perspecti-vas, Bucaramanga, Universidad Industrial de San-tander y OEI, 2007, “La Independencia del Nuevo Reino de Granada. Estado de la representación his-tórica” en Manuel Chust y José Antonio Serrano, editores, Debates sobre las independencias iberoa-mericanas, Madrid, AHILA. 2007, “La reasunción de la soberanía por las juntas de notables en el Nuevo Reino de Granada”, en Manuel Chust, coordinador, 1808. La eclosión juntera en el mundo hispano, Mé-xico, Colegio de México y Fondo de Cultura Econó-mica, 2009, “La eclosión juntera en el Nuevo Reino de Granada” en Aristides Ramos, Oscar Saldarriaga y Radamiro Gaviria, editores, Bogotá, Universidad del Rosario, 2007; Ana Catalina Reyes, “La explosión de soberanías: ¿nuevo orden republicano o viejos con-flictos coloniales?”, en Anuario de historia regional y de las fronteras, Bucaramanga, UIS, # 12, septiembre de 2006. 19

Jaime Jaramillo Uribe, “Nación y Región en los orígenes del Estado nacional en Colombia!, en Ensa-yos de historia social., tomo II, Temas americanos y

Por eso, sostiene Alfonso Múnera, la causa del fracaso del intento inicial de construcción de la nación era que la Nueva Granada no existía como unidad política: cuando se rompe la relación con el Imperio español no había una elite criolla que impulsara un proyecto nacional sino varias elites regionales con proyectos diferentes, “con sus propios proyectos e intereses”20, debido a que la geografía, las pésimas comunicaciones, la pobreza del reino y sobre todo la larga tradición de autonomía regional hacían imposible el ejercicio de una autoridad central durante el período colonial y los comienzos de la república21. Pero esta mirada crítica es matizada un tanto por Jaime Jaramillo que señala cierta lógica de continuidad entre las nuevas naciones y las unidades administrativas y políticas de la Colo-nia española: a pesar del aislamiento de las regiones y las dificultades de transporte y co-municación, el territorio neogranadino poseía “algunos factores de unidad”, que podrían con-siderarse “como gérmenes positivos para la posterior formación de un Estado-nación en el sentido moderno”. Aunque el intercambio co-mercial entre las regiones era escaso, existía alguna de percepción de semejanzas y diferen-cias en el conjunto de los virreinatos, audiencias y capitanías por parte de los gobernantes del Imperio, como lo muestra las propuestas del conde de Aranda y Godoy de dividir a Hispa-noamérica en tres monarquías bajo el poder de tres príncipes españoles. Por eso, sostiene Ja-ramillo, la elite criolla de fines del siglo XVIII, “tenía la conciencia de pertenecer a una unidad territorial y política que se llamaba Nueva Gra-nada” 22. La existencia de este germen de cierta unidad nacional es corroborada por los análisis de

otros ensayos., Bogotá, Tercer Mundo Editores y Ediciones Uniandes, 1989, 110-111 20

Alfonso Múnera, El fracaso de una nación. Región, clase y raza en el Caribe colombiano (1767-1810), Bogotá, Banco de la República y El Ancora editores, 1998. Ver la Introducción, 12-13 y 18-19. 21

Ibidem, 23-25. 22

Jaime Jaramillo Uribe, “Nación y Región en los orígenes del Estado Nacional en Colombia”, en Ensa-yos de Historia Social, Bogotá, Tercer Mundo Edito-res y Ediciones Uniandes, 1989, tomo II, 106-109.

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Margarita Garrido23, que ha señalado la exis-tencia de una red protonacional de poderes que preparaban la construcción de una nación, aun-que no cubría homogéneamente a todo el país. Este desigual cubrimiento de la red criolla del poder se manifestó en las elecciones de dipu-tados americanos para las Cortes, ordenadas en 1803 por la Junta Central, que permiten a Ga-rrido identificar su zona de influencia en el cen-trooriente del país, “cuyo centro estaba en San-ta Fe, Tunja, Mariquita, Pamplona, Socorro y Neiva, provincias todas vecinas del altiplano central y que mantenían lazos políticos con la capital”, con débiles relaciones con la Costa Caribe, pero que coincidía, en buena parte, con el territorio de la actual Colombia y deja por fuera a otras regiones que formarían parte de Venezuela, Ecuador y Panamá.24. Además, algu-nos intentos de fomentar de fomentar cierta identidad nacional ya habían aparecido en los escritos de algunos criollos ilustrados como Pedro Fermín de Vargas, Antonio Nariño, Fran-cisco José de Caldas y Francisco Antonio Zea. Lo mismo que en las propuestas de homogeniza-ción racial de la población, por su "blanquifica-ción" por medio del mestizaje y el mulataje, hechas por Pedro Fermín de Vargas25 y José Ignacio de Pombo.26 Pero las dificultades que afrontó el proyecto bolivariano y los enfrentamientos regionales mostraban que el desafío que afrontaban nues-tros próceres fuera cómo construir una nación

23

Margarita Garrido, “La Política local en la Nueva Granada, 1750-1810”, en Anuario de Historia Social y de la Cultura, 1987, ·# 15, y):“Propuestas de identi-dad política para los colombianos en el primer siglo de la República” en Javier Guerrero (compilador), Iglesia, movimientos y Partidos: Política y violencia en la historia de Colombia, Memorias del IX Congre-so de Historia, Tunja, 1985. 24

Margarita Garrido, Reclamos y Representaciones. Variaciones sobre la política en el Nuevo Reino de Granada, 1770-1815, Bogotá, Banco de la República, 1993, 94-99, especialmente p.98. 25

Jorge Orlando Melo, (1989): "Etnia, región y na-ción. El fluctuante discurso de la identidad", en IDENTIDAD. Memorias del simposio Identidad étnica, identidad regional, identidad nacional, Villa de Leiva, Congreso de Antropología, ICAN-COLCULTURA, 1989, 29-31 26

Citado en Alfonso Múnera, (2005), Fronteras ima-ginadas. La construcción de las razas y de la geogra-fía en el siglo XIX colombiano, Bogotá, Editorial Pla-neta Colombiano, 142-147.

cultural y políticamente homogénea a partir de un Estado construido sobre la base tanto de una unidad administrativa del Imperio español como de una sociedad de castas, jerarquías de poblaciones y privilegios locales27. La magnitud de ese desafío es presentada por Marco Pala-cios desde el punto de vista de la fragmentación de las elites regionales: la nueva época inaugu-rada por la Independencia “se caracteriza fun-damentalmente porque las clases dominantes que emergen de la Colonia enfrentan la tarea de dirigir políticamente la nación recién inven-tada”. Para ello, las clases dominantes deberían “desbordar el localismo colonial” y superar “la dispersión regional del poder “.28 En esos momentos iniciales se destaca la aguda conciencia de Bolívar de la amenaza que podría representar la diversidad racial y cultural de nuestras naciones en formación como potencial disruptivo de la sociedad: el miedo a la “pardo-cracia” y al caudillismo al que podría conducir es una de las ideas centrales de su alambicado proyecto de la constitución boliviana. En su famosa Carta de Jamaica, Bolívar expresa sus interrogantes sobre la identidad de estas nacio-nes y de sus clases dirigentes: comparando el estado de América con la desmembración del Imperio Romano, que hizo restablecer las “anti-guas naciones” con algunas modificaciones, que formaron sistemas políticos conformes a sus intereses y circunstancias, “o siguiendo la ambi-ción particular de algunos jefes, familias o cor-poraciones”. En cambio, en el caso americano no era posible el regreso a una nación preexis-tente, ni a unas tradiciones culturales previas, ni a un derecho previo legítimamente adquiri-do. Para el Libertador, “nosotros [...] no somos ni indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”. Esa situación ambigua e intermedia coloca a los criollos en una situa-ción complicada, entre dos fuegos: “siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa”, tenemos que disputar

27

Marco Palacios, “La fragmentación regional de las clases dominantes en Colombia: una perspectiva histórica” en Estado y clases sociales en Colombia, Bogotá, Procultura, 1986, 90- 96. 28

Ibidem, 89-96.

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éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores”29. Su conciencia de desarraigo, como criollo ame-ricano atrapado entre dos mundos, hacía muy consciente al Libertador de que no existía una nación previa a la Independencia, y de que el nacimiento de una nación no era natural ni automáticos sino construido políticamente, Y era consciente del desafío de construir una nación cultural y políticamente homogénea a partir de un Estado construido sobre la base de una unidad administrativa del Imperio español y de una sociedad de castas y de jerarquías de poblaciones y privilegios30, precisamente en el momento en que estas jerarquías empezaban a ser amenazadas por el creciente mestizaje y un nuevo estilo de poblamiento no sujeto a los controles y jerarquías del Estado español. De ahí su desconfianza frente al liberalismo orto-doxo y su cercanía al republicanismo, lo mismo que su miedo frente al desorden social y los problemas raciales, que agrupaba bajo la ame-naza de la Pardocracia: el alambicado proyecto de constitución boliviana pretendía responder, con una falta de realismo político, a estos pro-blemas31. Por eso, los enfrentamientos entre Bolívar y Santander mostraban diferentes visiones sobre la construcción de la nación: para Bolívar, la aplicación de las instituciones liberales en una sociedad basada en castas y regiones desiguales produciría el caos social si no se preparaba a la población subalterna con un proyecto de edu-cación moral y un sistema político mixto entre las antiguas clases dominantes de la Colonia y los líderes militares surgidos en las guerras de Independencia; mientras que, para Santander, bastaba la plena vigencia de las instituciones republicanas para asegurar el funcionamiento de la república: el recurso a las amenazas de anarquía y caos social solo buscaba legitimar el

29

Simón Bolívar, Obras Completas, La Habana, Ed. Lex 1950, vol I (1799-1824), 164. 30

Marco Palacios, “La fragmentación regional de las clases dominantes en Colombia: una perspectiva histórica” en Estado y clases sociales en Colombia, Bogotá, Procultura, 1986, 90- 96. 31

Cfr. Fernán E. González, “Relaciones entre identi-dad nacional, bipartidismo e iglesia católica, 1820-1886.”, en Fernán E. González, Para leer la Política, Ensayos de historia política colombiana, Bogotá, CINEP, 1997, 236-251.

poder absoluto de Bolívar; de ahí sus quejas contra la campaña que Bolívar y sus seguidores desarrollaban contra las instituciones de la re-pública32. Los protopartidos de los amigos de Bolívar y Santander desembocarían más tarde en la divi-sión entre los partidarios y opositores del go-bierno de Márquez, sucesor de Santander, que parte de la la creación de la burocracia republi-cana incipiente bajo los dos gobiernos del general Santander, que busca respaldo regional en los caudillos provinciales en ascenso (Obando es un buen ejemplo) y en los grupos sociales secunda-rios dentro de las oligarquías regionales, dejando de lado a las familias principales de ellas, que podrían representarle alguna competencia (como a los Mosquera), lo mismo que a los caudillos militares de origen venezolano, más cercanos al grupo bolivariano33. Esta combinación permite articular los poderes del orden central con los poderes locales y regio-nales, cuyo origen arranca de los tiempos colo-niales. Luego, la resistencia de los caudillos milita-res y las elites regionales y locales contra la dicta-dura de Urdaneta (1830) y su participación en la Guerra de los Supremos (1839-1841) preludian la formación del futuro partido liberal y su oposi-ción a los gobiernos protoconservadores de Már-quez, Herrán y Mosquera (1836-1848), que re-presentan la coalición de santanderistas modera-dos y antiguos bolivaristas, triunfantes en la gue-

32

Fernán E. González, “El proyecto político de Bolí-var: mito y realidad”, en Fernán E. González, 1997, Para leer la Política. Ensayos de historia política colombiana, Bogotá, CINEP, 1997, tomo 2, 29-42 Y 1997, “Reflexiones sobre las relaciones entre identi-dad nacional, bipartidismo e Iglesia católica”, en o. c., 214-218. 33

Frank Safford, “Aspectos sociales de la política en la Nueva Granada, 1825-1850”, en F. Safford. Aspectos del Siglo XIX en Colombia. Medellín: Ediciones Hombre Nuevo, 1977; “Formación de los Partidos políticos durante la primera mitad del siglo XIX”, en Aspectos políticos de la historia colombiana del siglo XIX. Memorias de un seminario. Bogotá: Fondo cultural cafetero, 1983. También J.L Helguera, J.L., “The problem of Liberalism versus Conservatism in Colombia: 1849-85”, en F. Pike (Ed.), Latin American History. Select problems. Identity, Integration and Nationhood. New York: Harcourt, Brace and world, Inc., 1964, 223-237.

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rra34. Pero pronto aparecerán temas de orden nacional en la lucha política, como las discusiones sobre el papel político de la Iglesia, el carácter laico o confesional del Estado y de la educación pública, las relaciones Iglesia y Estado, la natura-leza del ordenamiento territorial del Estado (pro-vincialización, federalización o centralismo), el ritmo lento o acelerado de las reformas sociales y económicas que se consideraban necesarias para poner el país a tono con el mundo moderno y el carácter autónomo o subordinado de la movili-zación política de las llamadas clases subalter-nas. De ahí el papel determinante de las guerras civiles, en especial la de los Supremos, en la formación de los imaginarios de esas coaliciones de poder35 y de los programas ideológicos que les sirven de paraguas. Las guerras civiles y las confrontaciones electorales producen como resultado, a mediados del siglo XIX, el surgimiento de los partidos conservador y liberal como coaliciones laxas de élites regionales y locales muy diversas. Esas confederaciones sirven de intermediarias frente a las instituciones estatales del centro a las que sirven como instrumentos que les permiten al Estado central hacer algún tipo de presencia en las regiones, al tiempo que proporcionan el apoyo electoral que él requiere para su legitimación, con base en sus relaciones clientelistas con los sectores populares. Esas contraposiciones de amigos y enemigos absolutos ilustran la manera como se articulaban las elites regionales entre sí: por esto, en Colombia no se podía hablar de una Comunidad Imaginada de carácter homogéneo, caracterizada por la referencia a un pasado común, real o inventado, un presente compartido y un proyecto común de futuro, que se refleja en sentimientos de “compatriotidad”36 sino de una Comunidad

34

Fernán E. González, Partidos, guerras e Iglesia en la construcción del Estado Nación en Colombia (1830-1900), Ediciones La Cerreta, Medellín, 2006, 25-36.. 35

Fernán E. González, “La Guerra de los Supremos (1839-1841) y los orígenes del bipartidismo” en Boletín de Historia y Antigüedades, Academia Co-lombiana de Historia, Bogotá, # 848, 2010. 36

Benedict Anderson, Imagined Communities Reflec-tions on the Origin and Spread of nationalism, Verso editions, Londres, 1983.

política escindida en partidos políticos contrapuestos, cuyos copartidarios excluyen a los distintos como enemigos absolutos por fuera de la patria37, a la vez que incluyen a los grupos subordinados por medio de relaciones clientelares al tiempo que excluyen a los que no pertenecen a sus clientelas. Otro de los puntos de conflicto entre los partidos fue la relación con las masas populares o grupos subalternos: la movilización de los artesanos urbanos de las Sociedades democráticas a favor de la candidatura liberal de José Hilario López en 1848 y las acciones de los “zurriagueros” contra propietarios del valle del Cauca, constituyó un acercamiento del partido liberal a las clases subordinadas. Estas movilizaciones fueron criticadas por los ideólogos conservadores, como Mariano Ospina Rodríguez y José Eusebio Caro, desde el mito antijacobino, que las consideraban como un remedo criollo de los clubes jacobinos de la Francia de 178938. Sin embargo, la participación de las Sociedades democráticas en el golpe de estado de Melo hizo que los liberales se arrepintieran de la idea de organización política de las masas populares y se contagiaran del “miedo al pueblo”, que había caracterizado antes solo al partido conservador39. Esta exclusión se manifestaba en la invisibiliza-ción de las diferencias raciales: uno de los me-jores ejemplos es el de José María Samper, que sostenía que los cuarenta años de vida republi-cana habían solucionado definitivamente “el problema de las razas” que había producido el

37

Para la idea de comunidad imaginada escindida, puede ser útil el análisis de Tulio Halperin sobre la aplicación de la concepción de Anderson a la Argen-tina de Rosas: “Argentine counterpoint: rise of the nation, rise of the State”, en Sara Castro-Klarén y John Charles Chasteen, Beyond Imagined Communi-ties, Reading and writing the Nation in nineteenth Latin America, The John Hopkins University Press, Baltimore, 2003. 38

Fernán E. González, “El mito antijacobino como clave de lectura de la Revolución francesa”, en Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultu-ra, # 16-17, 1988. Reproducido en Fernán E. Gonzá-lez, Para leer la Política. Ensayos de historia política colombiana, CINEP, Bogotá, 1997. 39

Citada por Fabio Zambrano, “Documentos sobre sociabilidad política en la Nueva Granada a media-dos del siglo XIX”, en Anuario Colombiano de Histo-ria Social y de la Cultura, # 15, 1987.

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sistema colonial español. Para él, nunca había existido en la Nueva Granada “luchas entre las castas”, aunque el régimen colonial había en-gendrado “odios profundos entre las diversas razas y castas”. Sin embargo, una lectura más detallada de su obra nos acerca a la imagen que tenía del indígena, compartida por buena parte de las elites neogranadinas del siglo XIX, como muestra Alfredo Gómez-Muller40. En otro de sus ensayos, este autor subraya “la matriz ideológi-ca racista”, presente en nuestros padres funda-dores: Camilo Torres en su Memorial de Agra-vios pedía la igualdad entre los españoles de América y los españoles de la península; por su parte, Bolívar presenta a la elite criolla como heredera de los derechos de Europa, opuestos a los de los primitivos habitantes de América y amenazados por el “triunfo de África”, que tan-to temían los mantuanos de Venezuela. Y ya en el siglo XX, este autor se refiere a la propuesta de Rafael Uribe Uribe que hacía en 1907 sobre la reducción de salvajes41. Esta concepción de Samper se hace evidente en sus quejas por la mal imagen que se forman los viajeros europeos de nuestro país porque sus primeros contactos tanto en México como en la Nueva Granada se realizan con “las clases infe-riores de la sociedad” que habitan nuestras costas; hay que ir más allá de los “zambos cos-teños” para llegar a las ilustres ciudades de Medellín, Popayán y Bogotá. Hay que superar las costas insalubres de Veracruz para encon-trar a la ciudad de México, digna de ser la capi-tal de una gran nación europea. De igual modo, detrás de la ilustre Buenos Aires habita “el te-rrible gaucho de las pampas”, mientras que detrás de Lima, “opulenta y refinada”, se en-cuentra “la turba imbécil de los indios del Cuz-co”.42

40

Alfredo Gómez-Muller, “L’image de l’indigène dans la penseé colombienne du XIXéme siècle”, en Pluralis. Revue d’Anlyse de d’information sur la Co-lombie, número 5, des. 1992. 41

Alfredo Gómez-Muller, “Reconstruir la conviven-cia”, en La reconstrucción de Colombia. Escritos políticos, La Carreta editores, Medellín, 2008, 54-57. 42

José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones y la condición social de las repúblicas colombianas (hispanoamericanas) con un apéndice sobre la geo-grafía y la población de la confederación granadina, edición facsimilar, Universidad Nacional, Bogotá, 1969, 3-4.

Ese contraste entre civilización y barbarie es ilustrado, según Samper, en la contraposición entre los indios y zambos que viven en las tie-rras cálidas, por un lado, y los habitantes de raza “más pura”, de origen español, que habi-tan las altiplanicies frías del interior del país43. Esta afinidad cultural entre los criollos y los españoles, al lado de las diferencias frente a indígenas y negros evidentes en el comporta-miento ambiguo de estas castas en las luchas de la independencia, lleva a este autor a propo-ner, como horizonte político, una confederación de los pueblos españoles de España y América, hermanos por la raza y las tradiciones44 . Para Gómez-Muller, Samper definía la identidad de la nación exclusivamente a partir de su com-ponente hispánico, que considera infinitamente superior, moral e intelectual a los componentes indígena, negro o la mezcla de ambos. Así, con-sidera este autor, que la ideología racista de este proyecto político constituye la “verdadera matriz simbólica del proceso de construcción de la nacionalidad y de sus instituciones políticas, sociales y culturales a lo largo de todo el siglo XIX”…”Para Samper y los otros miembros de la elite dirigente, conservadora y liberal, no existe otra cultura ni civilización distinta de la de Eu-ropa y de los Estados Unidos de ´Norteamérica” Y el grado de civilización de los pueblos indíge-nas se mide con referencia a su cercanía al mundo europeo: los indígenas relativamente civilizados, ya sedentarizados, se contraponen a los absolutamente bárbaros, belicosos e indo-mables, desprovistos de vida civil. Los primeros son susceptibles de regeneración y asimilación progresiva mientras que los segundos deben ser sometidos a la fuerza y sus sobrevivientes deben ser asimilados de manera inmediata45. Este proceso de blanqueamiento es relacionado por Cristina Rojas con el deseo civilizador de la elite criolla, que soñaba con realizar el sueño de “una nación mestiza” 46., incluso por medio de la violencia, a la que esta autora se acerca des-de la cultura. Ella pasa de la “violencia no re-presentada” de las múltiples exclusiones a la

43

José María Samper, 1969, 100 y 186. 44

Ibidem, 7, 12 y 52. 45

Gómez Muller, 1992, 29-31- 46

Cristina Rojas, Civilización y violencia. La búsqueda de la identidad en la Colombia del siglo XIX, Grupo editorial Norma, Bogotá, 2001.

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“representación de las violencias”, oscurecidas por las identificaciones partidistas: el discurso sobre la violencia y la civilización ha modificado las identidades de los actores individuales y colectivos, al representarlos y estigmatizarlos los como violentos. Estas identificaciones son producto de las representaciones tradicionales de la historia, que crean fronteras entre “civili-zados” y “bárbaros”, entre violencia legítima e ilegítima, que sirve para descalificar o legitimar la resistencia o la opresión de unos u otros ac-tores47. Este manejo de la representación se refleja en la negación de las diferencias identitarias de los indígenas y de sus propiedades comunales en su atribución de ciudadanía individual para atribuirlos su ciudadanía individual, lo mismo que el otorgamiento de libertad a los esclavos negros, acompañada del miedo a su supuesta naturaleza criminal que los convertía en anta-gonista interno Estas luchas por la representa-ción hacía que el deseo civilizador pasara por la violencia porque se suprimían las historias re-gionales, locales, nativas y femeninas y se esta-blecían jerarquías diferenciadoras entre criollos, mestizos, mulatos, indígenas, negros y zam-bos48. Según Rojas, este manejo de las representacio-nes permitió a la elite de comienzos de la vida republicana, relativamente pobre, pequeña y dispersa por el territorio, trazar fronteras entre sus miembros, letrados y “civilizados", y el resto de la población, analfabeta, mestiza, mulata, negra o zamba, que eran la “barbarie”. Para esta autora, las divisiones políticas colombianas no obedecieron a factores económicos sino culturales: el poder y la ciudadanía estaban reservados a los que poseían los “secretos de la civilización occidental”. Y las disensiones entre liberales y conservadores se suscitaban en torno a los lenguajes que se deberían usar para esa misión civilizadora: los liberales acudían a las libertades individuales y la educación laica mientras los conservadores se basaban en la autoridad del gobierno y la moral, respaldada en la alianza con la Iglesia católica y la educa-ción religiosa.49 Por eso, concluye la autora que los colombianos fueron incapaces de inventar

47

Ibidem,.33 48

Ibidem, 66-72. 49

Ibidem, 141, 194-196.

una nación durante el siglo XIX, porque la cons-trucción de comunidad se enfrentaba al sistema de diferencias, raciales, regionales y de género, que traía consigo el impulso civilizador50. 4. LA PARTICIPACIÓN SUBALTERNA DE LAS MASAS POPULARES EN LA VIDA POLÍTICA Sin embargo, era innegable cierta participación de los grupos indígenas en la vida política na-cional y sus guerras civiles, como señala James Sanders51: desde el siglo XIX, los indígenas cau-canos habían desarrollado un discurso y una estrategia para negociar con el Estado republi-cano, aunque durante las guerras de indepen-dencia muchos indígenas se habían alineado con la causa realista, por temor a perder la pro-tección paternalista del Estado español frente a las amenazas de los latifundistas criollos52. Bajo la república, debieron adaptarse al nuevo con-texto político de las luchas entre conservadores y liberales: el discurso liberal promovía, en teo-ría, la inclusión de los grupos populares pero consideraban las aldeas y propiedades comuna-les de los indígenas como obstáculos al desarro-llo de la economía y la vida ciudadana. La cate-goría universal de ciudadano individual, otorga-da a los varones adultos y propietarios, suponía la superación de identidades basadas en la raza, casta y religión, que deberían desaparecer para acceder a la ciudadanía. Por su parte, el partido conservador no era hostil, en principio, a las tierras y organizaciones comunales de los indí-genas, heredadas de la tradicional separación colonial entre “la república de los españoles” y los pueblos de indios. Y apelaban al sentimiento religioso y a la relación con la Iglesia católica para reclutar a los indígenas para sus tropas en las guerras civiles y sus votantes en las eleccio-nes. La defensa conservadora de las tradiciones y su aceptación de los cuerpos corporativos dentro del Estado los acercaba a las poblacio-nes indígenas pero su elitismo y renuencia a

50

Ibidem, 315. 51

James Sanders, “Belonging to the Great Granadan family. Partisan struggle and the construction of Indigenous Identity and Politics in Southwestern Colombia, 1849-1890”, en Nancy Appelbaum, Anne Macpherson and Karin Alejandra Rosemblatt, edi-tors, Race and Nation in Modern Latin America, Chapel Hill and London, The University of North Carolina Press, 2003. 52

Jairo Gutiérrez Ramos, Los indios de Pasto contra la república, 1809-1824, ICANH, Bogotá, 2007.

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considerarlas impedían una alianza duradera con ellos. Pero, algunos jefes liberales como José María Obando tenía fuertes lazos clientelistas con grupos indígenas. La mayor conciencia de los costos políticos del discurso liberal y el gradual cambio de la posición indígena frente a los cau-dillos liberales como Julián Trujillo fueron lle-vando a una erosión de la tradicional lealtad de los indígenas caucanos a favor del partido con-servador, junto con un acercamiento al partido liberal. Esta necesidad que tenían las elites de los dos partidos de conseguir apoyo en las po-blaciones subalternas fue aprovechada por los indígenas para adaptar las definiciones elitistas y racistas de la ciudadanía universal a su con-texto particular. Así, en sus reclamos apelaban a su pertenencia a la gran familia neogranadina bajo el “manto de la ciudadanía”, que presen-taban como perfectamente compatible con las comunidades indígenas, que tenían los mismos derechos y obligaciones de los ciudadanos no indios. Pero hay que tener en cuenta que los aboríge-nes caucanos se referían a sí mismos como “in-dígenas civilizados” en contraposición a los “indios salvajes” de las selvas amazónicas y de la sierra del Darién. Para James Sanders53, la asunción de este discurso “racializado” termi-naba reforzando los estereotipos de las elites; por eso concluye que la apropiación de las ca-tegorías de raza y nación por parte de los gru-pos subalternos podía, al mismo tiempo, minar y reforzar el racismo y la exclusión54. De ahí concluye Peter Wade55 que los debates recien-tes sobre la posibilidad de combinar la ciudada-nía universal con los derechos particularistas no

53

James Sanders, “Belonging to the Great Granadan family. Partisan struggle and the construction of Indigenous Identity and Politics in Southwestern Colombia, 1849-1890”, en Nancy Appelbaum, Anne Macpherson and Karin Alejandra Rosemblatt, edi-tors, Race and Nation in Modern Latin America, Chapel Hill and London, The University of North Carolina Press, 2003. 54

Ibidem, 61-63 55

Peter Wade, “Afterword. Race and Nation in Latin America. An Anthropologist view”, en Nancy Appel-baum, Anne Macpherson and Karin Alejandra Rosemblatt, editors, Race and Nation in Modern Latin America, Chapel Hill and London, The Universi-ty of North Carolina Press, 2003, 276-277.

son tan nuevos como parecen, con la diferencia de que en el contexto actual el debate haya penetrado ya la esfera pública. Para él, el multi-culturalismo oficial no representa una ruptura con el pasado que insistía en la ideología del mestizaje, pues hoy los discursos de la negritud e indianidad han sido objetivizadas por la pers-pectiva nacional dominante para restringirlas a aspectos específicos como la música y la danza con un enfoque romántico, paternalista y direc-tamente racista. Las relaciones entre los indígenas caucanos y la naciente república son también analizadas en el estudio ya clásico de María Teresa Findji y José María Rojas56, que destacan las peticiones de los gobiernos locales del Cauca en pro del res-tablecimiento de los antiguos tributos colecti-vos de la época colonial, que alegaban que su supresión y su reemplazo por impuestos muni-cipales, junto con su reclutamiento militar han producido tal descontento entre los indígenas, que los han llevado a retirarse de los poblados y dejar de trabajar en las haciendas. El informe atribuye la resistencia de los indígenas al “esta-do casi salvaje en que se encuentran por el mal-trato colonial”. Pero estos choques se veían matizados, según los autores, porque el miedo de perder el acceso a la mano de obra indígena fue llevando a las autoridades regionales a aceptar la propiedad comunal de los resguardos y la autoridad de los cabildos en las parcialida-des indígenas, a pesar de las reformas liberales, que impulsaban la propiedad privada y la aboli-ción de los cacicazgos hereditarios como base de la ciudadanía57. Al lado de estas tensiones y compromisos, estos autores destacan la participación de algunos caciques en las filas patriotas, como Agustín de Calambás, fusilado por los realistas después de la batalla del Tambo, explicable por los nexos de algunos indígenas con los curas patriotas de Toribío y La Plata. En cambio, los indígenas pa-recen haber estado ausentes de la Guerra de los Supremos (1839-1841), que tuvo un desa-rrollo importante en el Cauca, con mucha parti-cipación de la población negra. Esta ausencia contrasta con la presencia de guerrillas indíge-

56

María Teresa Findji y José María Rojas, Territorio, economía y sociedad Páez, CIDESE, Universidad del Valle, Cali, 1985. 57

Ibidem, 64-69.

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nas lideradas por el coronel indígena José María Guainás, al que Tomás Cipriano de Mosquera había tratado de reclutar para sus tropas opuestas al golpe de Melo en 1854, pero cuyos esfuerzos habían sido neutralizados por los partidarios payaneses de Obando (el exgober-nador Rafael Diago y los presbíteros Manuel María Alaix y Teodoro Sandoval). Para Findji y Rojas, este es el punto de partida de la hegemonía de la dinastía de Guainás en Tierraadentro, Lame y Calderas, con nexos con Toribío-Tacueyó, que desempeñaría un impor-tante papel en las siguientes guerras civiles del siglo XIX, cuyo poder territorial recogía las alianzas matrimoniales de los caciques desde el siglo XVIII. Se destaca el reconocimiento de la participación de los indígenas de Jambaló y Pitayó en la victoria de Mosquera en la guerra de 1863, que es premiada con la devolución de las tierras de sus resguardos, de las que habían sido despojados por el caudillo conservador Julio Arboleda. Según esos autores, el resultado de esta parti-cipación es el surgimiento de “caciques sin caci-cazgos”, dirigentes indígenas que se integran a la sociedad republicana del Cauca por medio de la jerarquía militar, y menos frecuentemente, por la castellanización. Esta situación se hace notoria en la participación del “batallón Gueinás” en la Guerra de los mil días (1899-1901), pero también en el surgimiento de “montoneras”o guerrillas en Caldono, Pitayó, Jambaló, Tambo y el actual Quilichao. Por otra parte, los indígenas de Tierradentro militaban en las fuerzas del gobierno. Para Findji y Rojas, estas luchas internas entre grupos indígenas reflejan el hecho de que los partidos tradiciona-les y sus facciones habían logrado dividir a los indígenas según un referente externo a sus tradiciones58. 5. HACIA LA EROSIÓN DE LA CAPACIDAD ME-DIADORA DE LOS PARTIDOS TRADICIONALES Pero precisamente en los comienzos del siglo XX, el surgimiento de grupos disidentes de los partidos, junto con los problemas agrarios y obrero en los años veinte y treinta del siglo XX, constituyó la primera amenaza al monopolio bipartidista de la vida política. A ellos se

58

Ibidem, 71-75.

añaden las luchas indígenas lideradas por Quintín Lame59, Gonzalo Sánchez y Eugenio Timoté, que significaron una ruptura con el liderazgo de los Guainás, al servicio del gobierno conservador, aunque el movimiento de Manuel Quintín Lame, entre 1910 y 1920, permanecía todavía alineado con el partido conservador, debida tal vez a sus nexos con los curas católicos. Según Findji y Rojas, esta lealtad de Lame al partido conservador sería una de las causas de su derrota.60 Para Mónica Espinosa, el intento de Lame de buscar una alianza con el conservatismo en el sur del Tolima, junto con su religiosidad y cercanía a los curas católicos, se juntaban con la complejidad de la lucha legal por la recuperación del gran resguardo de Ortega y Chaparral, para producir una escisión del movimiento61. Sin embargo, la importancia del movimiento de Lame, residía en su reivindicación del derecho de la población indígena dispersa a la tierra, pero también de la libertad y el alma de su raza. Su lucha se concentraba en la defensa de las parcialidades, el rechazo a las leyes de extinción de los resguardos, la negativa a pagar terraje, la afirmación de la autoridad de los cabildos, la recuperación de las tierras usurpadas por los terratenientes, el desconocimiento de los títulos no basados en cédulas reales y la condena de la discriminación racial de los indígenas. Lame no era miembro de ninguna parcialidad de resguardo ni ejerció ninguna autoridad indígena tradicional sino un terrajero y comerciante de caballos, que había participado en las tropas conservadoras del general Carlos Albán en la Guerra de los mil días en el Cauca y Panamá. Esta movilización indígena coincidía con la agitación socialista y comunista, lo mismo que con la actividad de algunos intelectuales de izquierda, algunos de ellos caucanos, que

59

Joanne Rappaport ha analizado la manera como Quintín Lame interpretaba la historia de la cuestión indígena del Cauca en La Política de la memoria. Interpretación indígena de la historia en los Andes colombianos, Editorial de la Universidad del Cauca, Popayán, 2000. 60

Findji y Rojas, 1985, 75-77. 61

Mónica Espinosa Arango, 2009, La civilización montés. La visión india y el trasegar de Manuel Quin-tín Lame, Uniandes-Ceso, departamento de Antro-pología, 162-170.

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reivindicaban la causa indigenista y formarán, en los años treinta, el Instituto Nacional Indigenista. Este interés se ve expresado en la obra de Antonio García Nossa, que logró insertar la reivindicación del indio en el pensamiento social colombiano, apartándose tanto de las concepciones paternalistas y exotistas sobre el indígena pero también de miradas mesiánicas del indigenismo que buscaba resucitar culturas ya muertas62. El interés de los grupos de izquierda de los años veinte por los problemas indígenas se hace manifiesto en el nombramiento, en 1925, de Quintín Lame como vicepresidente de la Confederación Obrera Nacional, CON, presidida por Ignacio Torres Giraldo, que daría lugar, en 1926, al Partido Socialista Revolucionario. Algunos de los miembros de este grupo como José Gonzalo Sánchez y Eugenio Timoté, antiguos compañeros de lucha de Lame, van a adherir al partido comunista. Sin embargo, el énfasis comunista en la supremacía del proletariado y la necesidad de que campesinos e indígenas se subordinaran a él, despertaba roces con las reivindicaciones culturales y territoriales de los grupos indígenas63. Lo mismo ocurría con los intentos de los dirigentes comunistas de organizar a los indígenas en ligas campesinas que se apoyaban en los terrajeros, opuestos a los indígenas que poseían tierras de los resguardos y conservaban ciertas relaciones con los partidos políticos. La consiguiente división del movimiento indígena y la represión violenta por parte de las autoridades gubernamentales acabaron con el movimiento de las ligas campesinas64 Pero estos inicios de la erosión de la capacidad mediadora del bipartidismo en esos años se vieron mitigados por la polarización en torno a las reformas modernizantes de López Pumarejo, junto con el surgimiento del populismo gaitanista y el recrudecimiento de la intransigencia de algunas facciones del conservatismo, que produjeron un reavivamiento de las identidades partidistas. La polarización política y social, producida por la resistencia de los sectores tradicionales de los

62

Alexander Betancourt, Historia y Nación, Ediciones La Carreta, Medellín, 2007, 146-149. 63

Mónica Espinosa, o. c., 163.170. 64

Joanne Rappaport, o. c., 170-171

dos partidos y de la Iglesia preparó el camino a la llamada Violencia de los años cincuenta, desencadenada a raíz del triunfo del partido conservador en las elecciones de 1946. Los inicialmente aislados hechos de violencia, asociados a los intentos conservadores de imponer su hegemonía en algunas localidades, se fueron generalizando con ocasión del asesinato del candidato liberal disidente Jorge Eliécer Gaitán en 1948, cuando la reacción popular por su asesinato produjo como respuesta una intensificación de la represión oficial del régimen conservador. Esto llevó a la generalización de la violencia: grupos de liberales y comunistas se organizaron en guerrillas y grupos de autodefensa campesina, mientras los conservadores respondían con la organización de grupos de contraguerrillas, la politización conservadora de la policía (los llamados “chulavitas”) y el uso de grupos de asesinos (“los pájaros”). En términos de las identidades partidistas, la Violencia de los años cincuenta produjo una desarticulación de los niveles locales y regionales de los partidos frente a las direcciones centrales porque la lucha guerrillera se concentraba en el mundo campesino local, aunque se mantuviera la referencia identitaria al nivel nacional del partido, que se veía incluso intensificada porque era la única posibilidad de encontrar sentido a su experiencia de violencia65. Se produjo entonces cierto divorcio entre las guerrillas liberales y la dirección del partido, al lado de un fuerte enfrentamiento entre las guerrillas relacionadas con los gamonales liberales y las influenciadas ideológicamente por el partido comunista. Este reforzamiento de las identidades partidistas explica el éxito inicial del gobierno bipartidista como salida a la Violencia, pero también su incapacidad para afrontar los nuevos problemas que el país iba a enfrentar en los años siguientes: la convivencia pacífica entre los partidos tradicionales y sus respectivas facciones tuvo como resultado el bloqueo tanto al surgimiento de nuevos poderes como al logro de las reformas sociales y económicas necesarias para los problemas que estaban apareciendo en la segunda mitad del siglo XX. Este cerramiento de la vida política ha sido visto por muchos

65

Daniel Pécaut, o. c., 565-573.

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analistas como la causa del surgimiento de grupos guerrilleros más radicales, aunque las nuevas fuerzas políticas y sociales pudieron expresarse por medio de las disidencias de los partidos, que seguían expresando todavía a la inmensa mayoría del pueblo colombiano66. Sin embargo, el auge de la movilización social por fuera de los partidos hacía cada vez más evidente la erosión paulatina de la capacidad mediadora de los partidos67 al tiempo que en n el mundo rural surgían guerrillas de carácter más radical, influenciadas por diferentes lectu-ras del marxismo leninismo: el Ejército de Libe-ración Nacional, ELN, de inspiración castrista nacería de la confluencia entre grupos urbanos radicalizados y antiguos grupos guerrilleros provenientes del gaitanismo, incapaces de in-sertarse en el partido liberal oficialista cuando lo hizo el disidente Movimiento Revolucionario Liberal, MRL. Una situación semejante se pre-sentaría con el Ejército Popular de Liberación, EPL, donde convergieron grupos urbanos radi-calizados, de orientación maoísta, con antiguas guerrillas gaitanistas, incapaces de insertarse en el régimen bipartidista. Esas nuevas guerrillas resultan de la combinación entre una opción jacobina de orientación marxista leninista, con-diciones de exclusión económica y social y la creciente incapacidad de los partidos tradicio-nales de articular políticamente a las masas excluidas de campesinos con el conjunto de la nación. En cambio, el surgimiento de las FARC, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, más ligadas al partido comunista ortodoxo, tiene otro origen: la radicalización de las auto-defensas campesinas vinculadas al partido y enfrentadas a las guerrillas vinculadas al partido liberal, igualmente marginadas del régimen bipartidista. 6. LA QUIEBRA DEL BIPARTIDISMO Esta incapacidad de los partidos tradicionales frente a los cambios sociales y políticos de los años sesenta y setenta hizo que Francisco Gu-

66

Alexander Wilde, Conversaciones entre caballeros. La quiebra de la democracia en Colombia, Bogotá, Tercer Mundo editora, 1982, 32-34. Daniel Pécaut, “Colombia: violencia y democracia”, en Análisis Político, no. 13, agosto-septiembre, 1991. 67

Fernán E. González, Poder y Violencia en Colom-bia, CINEP-ODECOFI, Bogotá, 2014, 325-356.

tiérrez68, caracterizara us libros recientes la evolución política de esos años como “la quie-bra del bipartidismo”. Para él, las contradic-ciones internas del Frente Nacional, como pacto de paz entre los partidos, propuesta de recupe-ración democrática y de desarrollo de corte reformista, terminaron produciendo una “de-mocratización anómala” por el predominio y autonomización de los poderes regionales y locales frene a los intentos modernizantes de facciones más tecnocráticas de los partidos. El resultado no previsto del intento civilizador de la competencia entre los partidos fue su lenta descomposición, que terminó por convertirlos en confederaciones laxas de políticos regiona-les69 por el auge del faccionalismo interno de los partidos: el sistema clientelista y la subdivi-sión permanente de los grupos era el fruto del ascenso de los poderes locales, junto con el desprestigio de los mecanismos de cohesión nacional o regional como las convenciones y directorios y el desdibujamiento de los meca-nismos identitarios. La combinación de estos factores producía la desarticulación de los nive-les de poder nacional, regional y local: esto dificultaba la acción colectiva del nivel nacional y abría, según Gutiérrez, el camino a la crimina-lización de la vida política70. Esta desarticulación afectaba profundamente la relación entre el Estado, las regiones y localida-des porque los partidos tradicionales habían suplido, a lo largo de la historia, la precariedad de la presencia de las instituciones estatales en muchas partes del territorio nacional y com-pensado la inexistencia de una ciudadanía co-mún71. Según Daniel Pécaut, la hegemonía de los partidos tradicionales hacía aparecer a la so-ciedad colombiana como definitivamente dividi-da en dos subculturas, que definían por separado el contenido de las identidades colectivas, sin dejar nunca lugar para una imagen unificada de nación ni un Estado independiente de los parti-

68

Francisco Gutiérrez, ¿Lo que el viento se llevó? Los partidos políticos y la democracia en Colombia 1959-2007, Grupo editorial Norma; Bogotá, 2007. 69

Francisco Gutiérrez, “La gallera política: el oficia-lismo y sus mañas”, en Ibidem, 169-210. 70

Francisco Gutiérrez, “La criminalización de la polí-tica”, en Ibidem, 342-414. 71

Fernán E. González, “¿A qué partidos se llevó el viento en Colombia?” en Controversia # 196, CINEP, junio de 2011.

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dos72. En otro de sus artículos, este señala que “la unidad simbólica de la nación” apenas tenía oportunidad de ser reconocida en “una sociedad dividida y fragmentada, con un Estado sin autori-dad”, porque “el pluralismo de los partidos y de sus facciones que hacían las veces de democracia, no bastaba para suscitar un sentido de una ciu-dadanía común y menos todavía el de un espacio común de arreglos de los conflictos”73 En ese contexto, las prácticas políticas no se construyen por referencia a la simbología nacional sino por medio de transacciones y conflictos entre los poderes de diferente nivel: esto explicaría tanto la persistencia del clientelismo como las dificulta-des para desarrollar un movimiento populista que convocara a la unidad simbólica de la nación y al intervencionismo estatal en la economía74. Pero conviene aclarar que, para este autor, la precariedad estatal va más allá de las ausencias de ejército, policía y servicios públicos para ex-presar la reticencia de la sociedad a organizarse a través del Estado. Esta precariedad tiene, obvia-mente, que ver con la escasez de sus recursos económicos, pero sobre todo por la resistencia de una sociedad para expresarse por medio de un espacio público y su preferencia por mantener el libre juego de intereses y contradicciones entre grupos y personas, que obliga a la negociación permanente dentro de los grupos en el poder. Paradójicamente, sostiene Pécaut, esta precarie-dad del Estado tiene algunas ventajas porque priva de apoyo a intervenciones autoritarias y militaristas y a movimientos de corte populista75: el “liberalismo por accidente” caracteriza la manera como las confederaciones de poder

72

Daniel Pécaut, “Colombia: violencia y democra-cia”, publicado originalmente en Análisis Político, mayo-agosto de 1991, reproducido luego en Daniel Pécaut, Guerra contra la sociedad, Editorial Planeta Colombiano, Bogotá, 2001, 35. 73

Daniel Pécaut, “Presente, pasado y futuro de la violencia”, publicado originalmente en Análisis Polí-tico, ·# 30, enero-abril de 1997, reproducido en Gue-rra contra la sociedad, o. c., 114, 74

Daniel Pécaut, “Populismo imposible y Violencia”, publicado originalmente en Estudios Políticos # 16, Instituto de Estudios políticos, Universidad de Antio-quia, Medellín, enero-junio de 2000, reproducido en Guerra contra la Sociedad, o.c., 55. 75

Daniel Pecaut, 2001, “Colombia: violencia y demo-cracia”, publicado originalmente en Análisis Político, mayo-agosto de 1991, reproducido luego en Daniel Pécaut, 2001. Guerra contra la sociedad, o. c., 27-36.

local y regional y sus representantes en el Con-greso habían frenado siempre al poder presi-dencial, especialmente en sus intentos refor-mistas76. Pero, obviamente, esta precariedad estatal y debilidad de la identidad nacional implicaban serias limitaciones para el monopolio estatal de la coerción legítima y la capacidad del intervencio-nismo estatal, especialmente en el tema de la reforma agraria. Por eso, la frustración del refor-mismo agrario y la consiguiente radicalización de los movimientos campesinos, llevaron a un clima de agitación social, que sería aprovechado en algunas regiones por los movimientos guerri-lleros de las FARC, ELN y EPL. En ese sentido, la precariedad del Estado configuraba el escenario ideal para el surgimiento de la violencia recien-te, cuando grupos de colonos campesinos, vin-culados a diversas líneas del pensamiento mar-xista-leninista, optaron por no articularse a las redes locales y regionales de poder de los parti-dos tradicionales. Por otra parte, estos desajustes entre los rápi-dos y profundos cambios sociales y la inadecua-ción de la respuesta institucional para afrontar-los produjeron como resultado la creciente deslegitimación de la clase política tradicional, que quedó encerrada en su propia lógica buro-crática y clientelista. Pero también los políticos tradicionales se quejaban, a veces con razón, de que las reformas modernizantes pensadas por los tecnócratas de la burocracia central no te-nían suficientemente en cuenta los intereses y las particularidades de las regiones que repre-sentaban. La vida política nacional se vio enton-ces caracterizada por las tensiones entre secto-res tecnócratas y sectores clientelistas, bajo las administraciones de Lleras Restrepo, Misael Pastrana, Alfonso López Michelsen y Julio César Turbay Ayala (1966-1982). Esta crisis de legitimidad de los partidos tradi-cionales y de las instituciones estatales con las que se identificaba produjo, como respuesta, la reforma política de la Constitución de 1991, que

76

Daniel Pécaut, “Ciudadanía e instituciones en situaciones de conflicto”, en Fernán E. González, editor, Hacia la reconstrucción del País: desarrollo, política y territorio en regiones afectadas por el con-flicto armado, ODECOFI, COLCIENCIAS y CINEP, Bo-gotá, 2008, 312-313.

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pretendió poner fin a los vicios más evidentes de la vida política del país y reconoció la plura-lidad del país en lo étnico, religioso, cultural y regional Se pensó en la Constituyente como un intento de pasar por encima de las formas tradi-cionales de actividad política por medio de la apelación directa al Pueblo Soberano, para suplir y corregir las deficiencias de la llamada clase polí-tica, evidenciadas en la incapacidad del Congreso para autorreformarse.

7. LOS RESULTADOS NO PLANEADOS DE LA CONSTITUCIÓN DE 1991 En ese sentido, esta posición crítica contra el Congreso y la clase política explica las críticas al Frente Nacional como un régimen político ce-rrado por el monopolio político del bipartidis-mo: para Antonio Navarro Wolff77, uno de los propósitos principales de los constituyentes de 1991 era “abrir la política, encerrada en la féru-la bipartidista por cerca de 150 años”. Se supo-nía que unas normas más laxas sobre las orga-nizaciones políticas favorecería al pluralismo político, pero el desarrollo de la real Politik pro-dujo resultados bastante diferentes de los espe-rados, dada la capacidad de rápida adaptación de la clase política tradicional para aprovechar las nuevas reglas que buscaban favorecer a las minorías mediante la inscripción de múltiples listas para aprovechar los residuos. Así, la com-posición del nuevo Congreso elegido fue muy semejante al que habían revocado los constitu-yentes de 1991, lo que frustró o limitó muchas de las reformas por la legislación posterior, que se suponía debería concretarlas y reglamentar-las. Frente a la posición de Navarro, Eduardo Piza-rro Leongómez78 aceptaba que la Constitución de 1991 abrió las compuertas del régimen polí-tico pero produciendo un resultado contrario al esperado pues profundizó la ya preocupante atomización política, que afectaba no solo a los

77

Antonio Navarro Wolff, “La Constitución y la polí-tica”, en Revista Foro, # 41, julio 2001, dedicado del tema “Diez años de la Constitución de 1991. ¿Orden nuevo, viejo régimen?, 2001, 4-8. 78

Eduardo Pizarro Leongómez, “La reforma política: el dilema entre incorporación y gobernabilidad” en Revista Foro, # 41, julio 2001, dedicado del tema “Diez años de la Constitución de 1991. ¿Orden nue-vo, viejo régimen?, en Revista Foro, # 41, julio 2001, 99-110.

partidos tradicionales sino también a la izquier-da y las minorías étnicas y religiosas, al tiempo que dejaba de lado los problemas de la gober-nabilidad democrática: incentivaban aún más la tendencia a la fragmentación anárquica de los partidos y la extrema personalización de la vida política, que terminaban convirtiendo a los par-tidos en conjuntos de microempresas electora-les, lo que impedía la acción concertada de los partidos del gobierno y de la oposición al hacer imposible tanto la disciplina interna de las ban-cadas de los partidos como la fiscalización de la gestión gubernamental, al tiempo que abría las puertas a la corrupción e irrupción del narcotrá-fico en la vida política. Sin embargo la reforma logró la consolidación de algunos grupos políticamente independien-tes, junto con el auge de los movimientos cívi-cos y el impulso a la descentralización, iniciada en los ochenta con la elección popular de alcal-des. Lo mimo que un mayor equilibrio entre las ramas del poder en lo nacional, lo mismo que entre las regiones y el estado central, el reco-nocimiento del pluralismo cultural, étnico, reli-gioso y regional del país y la consagración cons-titucional de derechos económicos, sociales y culturales para la mayoría de la población, que, además, quedaban protegidos por el mecanis-mo de la tutela Al lado de esa secularización de la sociedad y el Estado, los cambios descentralizantes de la política y administración pública acarrearon efectos no planeados, que afectaron profun-damente al régimen político. Así, la elección popular de alcaldes y gobernadores junto con otras reformas de descentralización, termina-ron produciendo una mayor desarticulación de niveles de vida política, pues la mayor autono-mía de los políticos locales y regionales frente a las jefaturas nacionales de los partidos rompía con el esquema de las maquinarias políticas, que hacían depender el acceso a la burocracia y gasto público de las localidades del reparto del poder regional entre los parlamentarios de cada departamento, que negociaban con el ministro de Gobierno o del Interior el nombramiento de los gobernadores y con el resto de los ministe-rios y agencias departamentales el acceso a la burocracia y gasto público en el ámbito nacio-nal.

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Esta desarticulación del sistema tradicional de las “maquinarias” políticas, que permitían a los partidos tradicionales mediar entre las localida-des, las regiones y el Estado central para equili-brar el poder de los notables locales, produjo una democratización interna de las maquinarias políticas: el ascenso de los intermediarios- la rebelión de los tenientes-, con poder político propio, permitía acceder directamente a los funcionarios del poder central, lo que hacía casi innecesaria la intermediación de los jefes políti-cos del orden nacional e incluso nacional. Esto llevó a la creciente descomposición de los gran-des baronatos electorales en las regiones, donde proliferaban nuevas facciones organizadas alre-dedor de antiguos tenientes que accedieron a altos puestos en la burocracia regional y nacional. Esto obligaba a un mayor grado de negociación interna entre las diversas facciones regionales y a la tendencia -de hecho- a las circunscripciones unipersonales, dada la falta de cohesión interna de cada facción y el precario control del jefe re-gional sobre sus supuestos subordinados79. Para profundizas más esta tendencia hacia la fragmentación, la mayor complejidad de la vida política y del funcionamiento del Congreso re-quería de políticos profesionales, de dedicación exclusiva, lo que conspiraba contra los notables regionales, que combinaban el manejo de sus negocios con la actividad política de medio tiempo. De ahí el divorcio entre los notables, dirigentes gremiales y políticos profesionales, que eran vistos como grupo emergente que desafiaba el dominio político de los notables, que se consideraban los detentadores naturales del poder local y regional.80. A estos cambios políticos se añadía la penetra-ción del narcotráfico en todas las estructuras económicas, políticas, sociales y culturales de la vida colombiana, que contribuyó a la mayor deslegitimación de las instituciones y la difusión de la violencia en toda la vida nacional que llegó a hacer imposible la distinción entre violencia política y no-política..Por otra parte, el recurso

79

Fernán E. González, “Crisis o transición del sistema político colombiano”, en Controversia # 1771, di-ciembre de 1997, 46-47; “Fragmentación de la polí-tica, conflicto y sentido de lo nacional”, en Pedro Santana, editor, Reforma política y paz, Foro Na-cional por Colombia, Bogotá, 1998, 130-131. 80

Ibidem.

a la financiación de dineros provenientes del narcotráfico transformó las relaciones entre los actores armados y la población civil, pues intro-dujo la lucha por el control territorial de las regiones cultivadoras de coca y amapola como ingrediente adicional del conflicto armado, permitió una expansión territorial del conflicto y mejoró la dotación de los actores armados gracias a los recursos casi ilimitados del narco-tráfico. Paradójicamente, esta fragmentación del po-der, junto con el referendo, pensado como me-canismo encaminado a fortalecer la participa-ción popular, produjeron un escenario proclive a un mayor fortalecimiento del ejecutivo, iden-tificado con la persona del presidente Uribe. Además, la coyuntura del consiguiente endure-cimiento de la opinión pública frente a la salida negociada del conflicto y la resistencia de los poderes locales y regionales al avance político de los grupos cercanos a las FARC en sus terri-torios, favorecía las propuestas de la negación de los aspectos sociales e ideológicos de la in-surgencia y de la necesidad de la recuperación militar del territorio, centrales en el programa de Uribe. Así, esta combinación de factores fue hábilmen-te aprovechada por el presidente Álvaro Uribe Vélez para producir una ruptura de la frágil coalición de tendencias, facciones y grupos políticos, que solían agruparse bajo el paraguas del partido liberal. Para ello, utilizó las diferen-cias de esas facciones internas del liberalismo tradicionalmente opuestas a los intentos re-formistas del ejecutivo y del nivel nacional de los partidos para agrupar a algunas facciones en nuevos partidos, que representaban federacio-nes más reducidas de la clase política tradicio-nal. Este mayor faccionalismo del poder aumen-taba el margen de maniobra del ejecutivo que podía negociar al menudeo con cada congresis-ta, al que podía ofrecer nombramientos para sus seguidores y gasto público para sus regio-nes, en vez de enfrentarse con las dos grandes confederaciones de jefes regionales y locales, los partidos liberal y conservador, que limitaban su poder. Y de esta negociación con los políticos individuales, pasó luego a contemplar la nece-sidad de forzar el agrupamiento de los congre-sistas individuales en varias federaciones, equi-valentes a las diversas facciones regionales y

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nacionales en que tendían a dividirse los parti-dos tradicionales de los cuales provenían. Por eso, paradójicamente, el resultado de esta rearticulación de poderes regionales y locales ha sido una concentración del poder en manos del presidente, nunca vista antes en la historia política del país, que se acerca a los caudillos neopopulistas de otros países vecinos81. Para eso, Uribe modificó su inicial posición morali-zante y descalificadora de la clase política como corrupta y clientelista, concretada en sus pro-puestas como la revocatoria del mandato y el sistema unicameral, para negociar con la clase política tradicional, casi exactamente en los mismos términos de la política normal del país. Este cambio trajo como consecuencia la alianza de Uribe con los grupos más corruptos y opues-tos a las reformas sociales y económicas de la clase política tradicional. Lo mismo que a tole-rar sus alianzas locales con narcotraficantes y paramilitares, como se evidencia en las investi-gaciones y juicios de la llamada “parapolítica”. Además, se trata de una alianza con una clase política totalmente subordinada al ejecutivo central, de cuyas prebendas burocráticas de-pende totalmente. Esto contrasta con la situa-ción anterior, pues en el pasado, la clase políti-ca tradicional de los niveles regional y local constituía una especie de freno contra las ten-dencias homogenizantes y tecnocráticas del ejecutivo central82. Pero, además de esta reagrupación de los gru-pos regionales de poder por fuera del biparti-dismo, Uribe Vélez representó otra importante ruptura con la tradición política colombiana: la apelación directa al pueblo, del estilo populista, que se expresó principalmente en los llamados “Consejos Comunales” como el escenario privi-

81

Fernán E. González, “El retorno de los caudillos en Iberoamérica” en Adolfo Chaparro, Carolina Galindo y Ana María Sallenave, editores, Estado, democracia y populismo en América Latina, Universidad del Rosario y CLACSO; Bogotá, 2008. 82

Autores como Ronald Archer y Matthew Shugart han llamado la atención sobre los límites que “el poder negativo del Congreso” oponía tradicional-mente al aparente predominio presidencialista de Colombia. Cfr. Ronald Archer y Matthew Soberg Shugart, “El potencial desaprovechado del presiden-cialismo en Colombia”, en Scott Mainwaring y Matthew Sober Shugart, Presidencialismo y demo-cracia en América Latina, Buenos Aires, Paidós, 2002.

legiado de los encuentros entre el poder y el pueblo como mecanismos de una especie de democracia directa en la que el gobernante se encuentra con la comunidad en vivo y en direc-to, sin pasar por las institucionalidades estata-les, ni mucho menos por la mediación de los partidos políticos. Se presentaba así una idea de un Estado “comunitario”, que trataba de rom-per la barrera entre lo público y lo privado, para que la comunidad participe presentando direc-tamente sus problemas al mandatario83. Ade-más, la interlocución directa del presidente en esos ámbitos se veía reforzada por auxilios loca-les y regionales, que eran presentados como resultado de la benevolencia del ejecutivo y de su cercanía a los problemas cotidianos de la población. Sin embargo, en contra de los señalamientos de neopopulismo84, los epígonos del uribismo, como José Obdulio Gaviria rechazaba las acusa-ciones de “presunto fujimorismo” contra Uribe: su propuesta de Estado comunitario no era “un complot contra los partidos, sino contra el en-quiste clientelista que hoy se apropia de lo pú-blico y comunitario”85.Según Gaviria, la apela-ción directa al pueblo, representado por sus dirigentes locales, regionales y gremiales, no era opuesta sino complementaria con la inter-locución con el Congreso y la clase política tra-dicional. Por otra parte, Uribe aprovecha también la percepción generalizada sobre la ineficiencia de la actividad política para lograr consensos tam-bién explica la simpatía de la población con un estilo microgerencial de administración pública, concentrada en la autoridad del presidente, que pretende la interlocución directo con la pobla-ción sin la intermediación de funcionarios y políticos. Y con las agremiaciones económicas, los sectores tecnocráticos, ilustrados y especia-

83

José Obdulio Gaviria, Reelección. Que el pueblo decida, Bogotá, Editorial Planeta Colombiano, 2004, 213 ss.; A Uribe lo que es de Uribe, Bogotá, Editorial Planeta Colombiano, 2006, 69 y ss. 84

Cristina de la Torre, Álvaro Uribe o el neopopulis-mo en Colombia, Medellín, La Carreta editores, 2005, 37-54. Las citas de Uribe están tomadas de Álvaro Uribe, Del escritorio de Uribe, Medellín, Libros del IELA, 2002, passim. 85

José Obdulio Gaviria, Reelección. Que el pueblo decida, Bogotá, Editorial Planeta Colombiano, 2004, 213-216.

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lizados, Uribe adoptó un lenguaje moderno para justificar sus actos de gobierno a través de amplias exposiciones estadísticas y técnicas, al lado del ofrecimiento de algunas exenciones tributarias y grandes subsidios 86 Esta combinación de estilos y lógicas políticas podría entenderse como una hábil inserción en los diferentes contextos de la vida colombiana: Uribe adopta un lenguaje moderno con los sec-tores modernos del Estado y la sociedad, un lenguaje político tradicional para dialogar con los jefes políticos locales y regionales y una apelación directa, de carácter antipolítico, para dirigirse a los sectores por fuera de los partidos, a los que descalifican como esencialmente co-rruptos. En ese sentido, podríamos afirmar que, en bue-na parte, el éxito de Uribe se debe a que com-bina hábilmente diversas formas de hacer polí-tica, que corresponden a la manera diversa como funciona políticamente el país y el estilo diferenciado de la presencia de las instituciones estatales. Esta combinación de estilos políticos es el resultado tanto de las tensiones internas de los partidos tradicionales como de la paula-tina erosión de su capacidad mediadora, que representan una crisis profunda pero no total del tradicional sistema político. Este desdibu-jamiento o declive de los partidos tradicionales significa una ruptura profunda con la historia política del país porque el monopolio del bipar-tidismo había representado una diferencia fun-damental con otros países de Iberoamérica porque había logrado neutralizar tanto los in-tentos de caudillos militares del orden nacional o regional como los movimientos populistas, de carácter inclusionario, de sectores populares subordinados..

8. EL RECONOCIMIENTO DE LA PLURALIDAD: LA RUPTURA CON LA MIRADA HOMOGÉNEA DE NACIÓN Otro de los avances logrados en la Constitución de 1991, el reconocimiento de la diversidad cultural y el auge del movimiento indígena es

86

Cristina de la Torre, Álvaro Uribe o el neopopulis-mo en Colombia, Medellín, Ediciones La Carreta, 2005, 37 y ss.

presentado por Christian Gros87 en relación con la crisis de las reformas del desarrollo nacional populista impulsadas por varios gobierno lati-noamericanos, que entraron en crisis en los años setenta: para él, esta crisis coincidió con la aparición de nuevos movimientos indígenas y la adopción de políticas neoliberales de desregu-lación económica y social. Pero en el caso co-lombiano, la situación sería diferente por la debilidad numérica de la población indígena con la consiguiente ausencia de una tradición indigenista y la importancia de una conciencia mestiza, hacían diferente; por eso, en Colombia se priorizaron las identidades sociales priorita-rias fueran las regionales, partidistas y de clase, en vez de nacionales o étnicas. Además, en Colombia tuvo menos peso el modelo nacional populista de desarrollo, que fue de “baja inten-sidad” bajo López Pumarejo, “desarrollista” bajo Lleras Restrepo y frustrado, con Gaitán y Rojas Pinilla. Aparentemente, las clases domi-nantes colombianas lograron enfrentar las crisis de los años treinta y la rearticulación del país a la economía mundial manteniendo el modelo político heredado del siglo XIX. Por eso, la crisis de los años ochenta y noventa, no es, en Co-lombia, de carácter económico sino político, debida a la incapacidad del Estado y del régi-men político de enfrentar los profundos cam-bios de la urbanización y modernización. Por eso, opina este autor, el problema colombiano no es el derrumbe del Estado sino “el derrumbe de los dos partidos hegemónicos”88. Por eso, Gros se sorprende por la seriedad con que los gobiernos colombianos han asumido las consecuencias de la consagración constitucional del carácter multiétnico y pluricultural de la nación. En particular, el reconocimiento de la territorialidad de los resguardos, que abarca-rían buena parte del territorio nacional, a pesar de que los indígenas ocupan una parte muy limitada del territorio, en regiones débilmente habitadas..Para él, el reconocimiento de los resguardos y sus respectivas autoridades puede obedecer a que el Estado ha tratado de com-pensar su debilidad por medio de una suerte de dominio indirecto del Estado, por medio del

87

Christian Gros, Nación, identidad y violencia: el desafío latinoamericano, Universidad Nacional de Colombia, Universidad de los Andes e IFEA, Bogotá, 2010. 88

Ibidem, 53-56.

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reconocimiento de los indígenas como un inter-locutor “territorializado” y “comunitarizado”, que convierte a sus organizaciones en mediado-ras entre el Estado y las comunidade con una especie de “neocorporatismo” en un Estado que promueve “un neoliberalismo bien tempe-rado”89. Estos cambios de los años ochenta y noventa producen, según Gros, un resultado importante para las comunidades: la construcción de una “comunidad imaginada”, supracomunitaria y supraétnica, que representa la aparición de un nuevo actor colectivo frente al debilitamiento o desaparición de los actores colectivos que ha-bían monopolizado antes el espacio público, como los partidos tradicionales y la Iglesia cató-lica. Esto trae como consecuencia la “reindiani-zación” de algunas poblaciones rurales, que parecían antes participar, social y culturalmen-te, del mundo mestizo. Esta nueva identidad, además de responder al interés de beneficiarse de las políticas de discriminación positiva, signi-fica “una revolución en las representaciones sociales”. Pero este profundo cambio no repre-senta un retorno a un pasado idealizado sino la construcción de una etnicidad instrumentaliza-da de acuerdo con un modelo establecido por la combinación entre la movilización indígena y la nueva política indigenista impulsada desde la perspectiva de la globalización, aplicada por académicos y tecnócratas a la realidad nacional. Paradójicamente, señala Gros esta movilización indígena que reivindica una identidad particu-lar, se presenta como un movimiento de inte-gración a la sociedad nacional90. Pero este autor insiste en dos aspectos aparen-temente contradictorios: en primer lugar, des-taca el carácter autónomo de la movilización indígena, que se inició en contra de los poderes públicos y logró el abandono de las políticas de asimilación y el reconocimiento constitucional de la pluralidad étnica y racial. Pero subraya, igualmente, el efecto positivo del fracaso del modelo desarrollista nacional y del éxito de las políticas neoliberales de la globalización, de la cual nada bueno podría esperarse para el mo-vimiento indígena, pero cuyas políticas descen-tralizadoras llevaban a un reconocimiento de una mayor autonomía de las comunidades. Para

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Ibidem, 56-60. 90

Ibidem, 60-61.

él, la aceptación del pluralismo étnico y racial, que significa una profunda ruptura con la ho-mogenización impulsada por el liberalismo del siglo XIX y el desarrollismo del siglo XX, aparece ligada a las nuevas ideas políticas, surgidas en la crisis, bajo la presión de los nuevos movimien-tos sociales y la globalización de esos años91. Esta ruptura con la concepción tradicional de la nación, concluye Gros, hace que Colombia pa-rezca estar ante una encrucijada, que hace que “todo esté por inventar”: las comunidades indí-genas buscan una integración mediante la dife-rencia mientras que el Estado debe lograr que la autoridad delegada mediante formas indirec-tas de presencia compense la fragilidad de la presencia de sus instituciones. Para esto, habría que superar dos peligros: la tendencia al replie-gue comunitarista, de tipo defensivo, que acep-taría como inevitable la fragmentación social y consideraría imposible que las poblaciones in-dígenas se pudieran apropiar de los cambios institucionales favorables a la construcción de una sociedad multicultural. Este repliegue su-pondría que no hay un conjunto de valores compartidos más allá de las divisiones religio-sas, étnicas o de clase. Y el peligro contrario, la prescindencia de las instituciones estatales, que protejan y regulen esa sociedad en beneficio de los que no pueden enfrentar la integración a la sociedad en términos equitativos. La autonomía de las comunidades no debe, según Gros, iden-tificarse con el desmonte neoliberal del Estado, que solo puede favorecer a los más fuertes, sino con la construcción de un Estado diferente que haga posible que una sociedad pluriétnica se sienta representada por él.92. En ese sentido, considera Myriam Jimeno93 que los logros alcanzados en la lucha de las organi-zaciones indígenas y sus aliados están lejos de ser definitivos ya que abren nuevos retos que obligan a continuas renegociaciones para sos-tenerlos. Así, señala Jimeno, el desarrollo de los derechos especiales de los indígenas como suje-

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Ibidem, 67-70. 92

Ibidem, 146-149. 93

Myriam Jimeno, “Reforma constitucional en Co-lombia y pueblos indígenas: los límites de la lay”, traducción española de “Reforma Constitucional na Colombia e Povos Indígenas: Os limites da lei”, en Alcira Ramos, Constitucoes nacionais e povos indíge-nas, Editora da UFMG, Belo Horizonte, 2012.

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tos colectivos de derechos colectivos ha aca-rreado no pocas discusiones y tensiones con normas nacionales, lo mismo que muchos con-flictos con derechos individuales e intereses nacionales. Estos conflictos se presentan en situaciones particulares como casos de adop-ción, nacimiento de mellizos, matrimonios con miembros externos a la comunidad y la práctica de cultos rechazados por la mayoría de la co-munidad. Sin embargo, muchos de ellos se han ido aclarando con ayuda de expertos antropó-logos y la abundante jurisprudencia que las Cortes y tribunales han venido produciendo. Pero subsisten todavía problemas referentes al impacto de obras de infraestructura, la explota-ción de recursos petroleros o mineros en las localidades, la transferencia de recursos, la competencia de la justicia en determinados casos y la presencia de la policía o el ejército nacionales en sitios de los territorios indígenas. Esos campos fronterizos representan problemas por falta de antecedentes y las tensiones de uno u otro lado, especialmente en torno a la explotación de recursos, que no puede ir en desmedro de la integridad cultural, social y económica de las comunidades indígenas, que deben ser previamente consultadas. Los casos de desencuentros son numerosos: las tensiones entre los U´wa y la explotación petrolífera del bloque Samoré, los problemas del carbón del Cerrejón y la sal de Manaure (Guajira), el oro en la frontera con el Brasil y la madera del Pacífico. Esas tensiones son enfrentadas de manera diferenciada en regiones y localidades, según el equilibrio de fuerzas entre las organizaciones indígenas, los poderes locales y las instituciones estatales realmente existentes en los territorios. Estos desafíos se corresponden, de alguna ma-nera, con los planteados por la erosión de la capacidad mediadora de los partidos tradiciona-les y de la Iglesia, que suplieron, a lo largo de la historia, la llamada precariedad de la presencia de las instituciones estatales en la sociedad y el territorio. El problema es que el mero debilita-miento de esas mediaciones no soluciona los problemas de la vida política colombiana sino que se hace necesarias profundas trasforma-ciones de los partidos, tradicionales o no, que articulen los ámbitos de poder regional y local con los poderes del orden nacional, al lado del fortalecimiento de las instituciones estatales, especialmente las del ámbito local.