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Idea e imagen de la muerte en Miguel de Unamuno Estoy avergonzado de haber alguna vez fin- gido entes de ficción, personajes novelescos para poner en sus labios lo que no me atrevía a poner en los míos y hacerles decir en broma lo que yo siento muy en sedo. (Vida de Don Quijote y Sancho: «El Sepulcro de Don Quijote», Cap. I1, p. 5.) La visión que Unamuno comparte conmigo de la idea y de la ima- gen de la muerte, al leer sus pensamientos, no es la que un médico me comunica cuando han fallado sus esperanzas. Ni es la del antropó- logo que ha estudiado para demostrarme el proceso fundamental que acabó, por completo, con un ser en tal o cual modalidad, época y des- arrollo. Ni es tampoco una pura teoría metafísica donde el concepto del ser y no ser campea por todas las páginas, llamando a uno «acto», y al otro, la carencia de una posibilidad. La visión en Unamuno no es parcial, a pesar de no querer él, a pro- pósito, abarcar el concepto teológico de la muerte que conocía perfec- tamente. Y no es parcial su visión aún faltándole esa cúpula al edificio, porque la estructura de su visión no es la que dimana de una fe acep- tada y defendida. Su visión nace con la inquietud de un hombre de carne y hueso, y anda a tientas en el laberinto de su propia vida, que él, con frecuencia, llama muerte. Y, muchas veces, los dos conceptos son intercambiables en su dialéctica. En la correspondencia juvenil de Unamuno con Jiménez Ilundain, en 1890, encontramos ya planteado el problema con todo dramatismo:

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Page 1: Idea e imagen de la muerte en Miguel de UnamunoIdea e imagen de la muerte en Miguel de Unamuno Estoy avergonzado de haber alguna vez fin gido entes de ficción, personajes novelescos

Idea e imagen de la muerte en Miguel de Unamuno

Estoy avergonzado de haber alguna vez fin­gido entes de ficción, personajes novelescos para poner en sus labios lo que no me atrevía a poner en los míos y hacerles decir en broma lo que yo siento muy en sedo.

(Vida de Don Quijote y Sancho: «El Sepulcro de Don Quijote», Cap. I1, p. 5.)

La visión que Unamuno comparte conmigo de la idea y de la ima­gen de la muerte, al leer sus pensamientos, no es la que un médico me comunica cuando han fallado sus esperanzas. Ni es la del antropó­logo que ha estudiado para demostrarme el proceso fundamental que acabó, por completo, con un ser en tal o cual modalidad, época y des­arrollo. Ni es tampoco una pura teoría metafísica donde el concepto del ser y no ser campea por todas las páginas, llamando a uno «acto», y al otro, la carencia de una posibilidad.

La visión en Unamuno no es parcial, a pesar de no querer él, a pro­pósito, abarcar el concepto teológico de la muerte que conocía perfec­tamente. Y no es parcial su visión aún faltándole esa cúpula al edificio, porque la estructura de su visión no es la que dimana de una fe acep­tada y defendida. Su visión nace con la inquietud de un hombre de carne y hueso, y anda a tientas en el laberinto de su propia vida, que él, con frecuencia, llama muerte. Y, muchas veces, los dos conceptos son intercambiables en su dialéctica.

En la correspondencia juvenil de Unamuno con Jiménez Ilundain, en 1890, encontramos ya planteado el problema con todo dramatismo:

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«Qué cosa más terrible es atravesar la etapa del intelectualismo -le dice- y encontrarse un día en que, como llamada y visita de adver­tencia, nos viene la imagen de la muerte y el total acabamiento. ¡Si supiera usted qué noches de angustia y qué días de inapetencia espi­ritual! Lo terrible de las úlceras de estómago es que empieza éste a digerirse a sí mismo, destruyéndose. Así, en la úlcera del intelectualis­mo:, la conciencia se devora a sí propia en puro análisis. Aconsejan dis­traerse, lo cual quiere decir disiparse, enfangarse en la obsesión d~ la vida. Es inútil. Cuando nos llaman debemos responder, y cuando la imagen del morir nos sobrecoge, pensar en ella sin descanso hasta verlo todo a su través como quien lleva gafas de color.»

Unamuno no se equivocaba al hablar así de la imagen de la muer­te. El la consideró bajo todos los aspectos posibles y para ninguno de ellos encontró solución ni consuelo. El vio la muerte como lo que viene después de estar aquí, en el tiempo y en el espacio. Y la palpó cuando veía que el tiempo, al pasar, va separando lo indivisible y lo instantá­neo de un pensamiento, de un deseo, de un suspiro. Unamuno no con­cibió la muerte como un mecanismo de descomposición, que también lo es, pero la vio en aquel horror en que es vista pocas veces, porque no abundan los hombres que son capaces de reflexionar sobre lo tran­sitorio o lo no temporal siquiera de la multiplicidad de sucesiones en que se deshace un acto humano. «Corruptio unius, generatio alterius», había dicho Aristóteles, pero Unamuno vio esa mutacion en un instan­te, en un cerrar de ojos, sin que hubiera un punto de partida y de lle­gada, lo esencial en todo movimiento y en todo cambio. Unamuno sien­te su conciencia y en esa sensación sabe separar lo que es tiempo, de lo que es una sucesión casi interminable. >De ahí que la muerte le fuera su compañera inseparable. No fue nunca un silogismo, ni siquiera una verdad, sino una continua vivencia de morir, sabiendo qué es la vida y qué poco de ella se prueba y se saborea aquí, y ahora, en el momen­to presente.

Para Unamuno la muerte fue siempre una condición, la condición de morir o de haber nacido para morir. En su novela Niebla, el pro­tagonista nos dice: «Cuando morimos nos da la muerte media vuelta en nuestra órbita y emprendemos la marcha hacia atrás, hacia el pa­sado, hacia lo que fue. Y así, sin término, devanando la madeja de nues­tro destino, deshaciendo todo el infinito que en una eternidad nos ha hecho, caminando a la nada, sin llegar nunca a ella, pues que ella nun­ca fue» 1.

1 UNAMUNO, MIGUEL DE, Obras Completas, Las Américas Pub. Co., 1967, P. 578. (Citaremos siempre por esta edición indicando las siglas O. C. y el número de página correspondiente.)

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Unamuno sabe que morir no es una decisión personal en la que él entra como árbitro de su propio destino. Pero sí es un acto personal de pura percepción. Pero, para don Miguel, esa percepción de la realidad, llamada muerte, no le prueba que el alma es espiritual, o sea, que al separarse del cuerpo ella puede mantener su vida y operaciones inde­pendientemente de la materia. A don Miguel, tal principio no le era desconocido, educado, como lo había sido, en aulas donde tales con­ceptos eran enseñados con infranqueable fortaleza. Lo que Unamuno desea y lo que le interesa indagar es como se retiene la vida y cómo pudiera evitarse la muerte. Si se puede dejar de morir, si llegara el hombre a sumergirse en su propia conciencia, donde la sucesión de los minutos que pasan carece de prioridad y posterioridad, donde cada ins­tante es eterno y donde el alma parece quedarse sumergida, escondida en las profundidades de su propio ser, donde no hay tiempo.

En el ensayo P~enitud de Plenitudes, de 1904, aparece este sentir hondo y crucial de la muerte, en Unamuno, con un dejo inolvidable una vez leído: «¿Cómo un hombre que crea de veras en su propia exis­tencia va a creer en su propia muerte, en su muerte existencial?» 2. Y no es un juego de palabras. Unamuno está terriblemente agobiado bajo la incertidumbre de la respuesta a su misma pregunta angustiosa. No es una hipótesis de la que está hablando, aunque suena a eso. Pero ¿cuándo fue don Miguel amigo de hipótesis y, sobre todo, en asunto de vida y muerte? El quisiera que hubiera una manera de desenten­derse del pensamiento de la muerte, pero, como dejamos dicho, es una decisión personal la que queda envuelta en toda su pregunta y de ahí que nada pueda, en absoluto, sosegar su mente. Unamuno pudiera ha­ber recurrido a todos y cada uno de los métodos de la ascética, y es­pecialmente a los de Ignacio de Loyola, otro vasco con dudas y proble­mas a la misma edad que don 'Miguel. Pero el método de pensar en la muerte, prescrito y observado por el fundador de los «Ejercicios Espi­rituales», jamás le hubiera llenado el ánimo a este vasco del siglo xx que no desea enmendar su vida, sino evitar la muerte. Y mientras con­sidera la verdad de las Coplas de Jorge Manrique, se va dando cuenta que esa misma meditación lo ha acercado un paso más a la mar, « ... que es el morir».

Don Miguel, profundo conocedor de la lengua griega, lo era tam­bién del pensamiento griego. Parménides de Elea y los que hablaron de la imposibilidad de retener el tiempo, como lo es el de retener el aire en un puño cerrado, debieron cansarlo y agotarlo, no por lo sutil, sino por lo inútil de su razonamiento. Unamuno conocía, como si él hu-

z o. O., tomo 1, p. 1175.

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biera creado su propio cronómetro para medir el fluir del tiempo, que en cualquier nivel de la realidad en que se detuviera, allí iría como una sombra pesimista y trágica, la disminución de su ser en la forma más Íntima y personal, aunque él no quisiera admitirlo.

Toda decisión es volver hacia atrás en el tiempo, pues es una com­paracion entre los principios que gobiernan nnestras acciones y la ex­periencia que la vida nos ha dispensado. Cada acto de amor, cada acto de fe, es una progresión intensa, por superficial que el acto parezca~ que nos mueve y nos saca de donde estábamos y nos compele, en ma­yor o menor impulso libre, a cambiar. Y ese cambio es ya una posición total y completa que nos hace sentirnos .distintos. A veces esa posición ni siquiera trasciende a los sentidos y se queda en el ambiente de lo espiritual. A don Miguel, hombre de recia voluntad y de hábitos fuer­tes y varoniles, no le incomodaba la imagen de la muerte ante los sen­tidos despiertos. Eso sería lo de menos. Para él, lo que la muerte le traía a la mente era algo que él mismo nunca pudo abarcar por com­pleto, pues la idea misma destruía en él el cristal, o lo empañaba de tal manera, que el aliento del pensamiento o de la imagen se iba, de­jándole agonizando, con su sola apariencia de llegada. Para don Miguel «el momento de la muerte» nunca llegó porque aunque él, amigo eter­no de la paradoja y de la antítesis, nunca pudo conciliar en su razona­miento las palabras «momento de la muerte», pues la palabra «muerte», con su sola imagen, traía consigo la agonía eterna de no volver a ser.

Unamuno, como Heidegger en su libro Ser y Tiempo, cree que la muerte es una modalidad fundamental de la vida. O sea, que nuestra vida es portadora de la muerte', en sí misma. Y no sólo porque nuestra vida depende de un hilo en las mil enmarañadas circunstancias en que se encuentra el hombre por ser un ser contingente, sino porque, de he­cho, morimos a cada momento. Nuestros momentos más llenos de gozo y de placer llevan el germen de acabarse en cualquier momento, y ese cesar de todo lo comenzado es un presagio de lo que ocurrirá un día, sin retorno, sin alborear el siguiente día.

San Agustín, otro de los grandes favoritos maestros de UnamunO, pensaba igual cuando dijo que el hombre ha nacido para morir. Claro está que esta muerte de que habla San Agustín tiene el acento cristia­no, iluminado por la fe. Y el acento de la muerte continua y diaria en Unamuno, carece de la sublimación cuotidiana y se enreda en las den­sas posibilidades que la razón a oscuras puede ofrecerle.

La muerte no es algo que Unamuno poetice por encontrar en ella su inspiración. La experiencia poética de la muerte de que hablan al­gunos autores y, principalmente S. Serrano Poncela 3, está lejos de ser-

3 SERRANO PONCELA, S., El pensamiento de Una1nuno, Fondo de Cultura Eco­nómica, México, D. F., 1953, p. 116.

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lo si se analiza su correspondencia y se adentra el lector, de lleno, en la concepción unamunesca de la «meditatio mortis». Y o no veo en el poema Para después de mi muerte, «El corte de un testamento al estilo renacentista, que se ocupa de la fama que la obra deje en sustitucion de la fragilidad corporea» -como piensa Serrano Poncela-, 'Yo ya no soy / hermano. SobrevÍveme / tú, mi obra, y lleva sobre / el mundo la sombra de mi / sombra, mi triste nada'» 4. Unamuno nunca hubiera querido contentarse con que la sombra de su sombra, recorriera el valle de los muertos porque, ¿a quién les daría el mensaje que él quería de­jar eternizado al no morir él para siempre? Unamuno, al hablar de «su obra», no se refería a sus escritos; eso sería muy poco pedirle a Unamu­no, y para él, muy poco ofrecernos. El conocía la filosofía de Platón; en los Diálogos había aprendido y había creído encontrar la confortante doctrina de que lo absoluto, lo que no muere, está en cada experiencia humana. O sea, que tiene el espíritu humano el maravilloso privilegio de percibir a través de lo sensible, lo espiritual y divino, y de aprisio­nar a través de lo que pasa lo que la vida tiene de inmortal. En la ur­dimbre bellísima de las ideas platónicas y de su lugar en un celeste asiento, Platón nos había revelado que en cada acto que ejecutamos, en cada mirada de amor, en cada acento silencioso, en cada verdad sentida, llevamos algo de trascendente, como son esos mismos concep­tos de que hablamos entre los hombres cuando queremos significar algo. y don Miguel quería ser trascendente, quería aprisionar la vida, pero no como idea fría, aunque bella, sino como una persona de carne y hueso. De ahí que reclame que su obra, esa obra que es él mismo, pues­to que, como Machado, bien podría repetir don Miguel: «Gaminante no hay camino, el camino se hace al caminar» s. Y don Miguel no quie­re que su obra, su vida, se convierta en sombra. Una sombra no es una sustancia, es la negación de algo muy bello que es la luz. Por eso, re­pito, no creo en lo que suele afirmarse de que don Miguel poetizó la muerte. Unamuno es un hombre de la Ilustración, pero de la que co­menzó con el descorrer del velo de las esencias eternas en el mundo de Platón. De ahí que don Miguel exigiera que sus ideas no murieran, y tenía razón. Las ideas no pueden morir. El hombre es eterno, una vez nacido. Unamuno no creyó jamás que su sed de ser eterno pudiera sa­ciarse en la triste consolación de su fama como escritor y pensador. En la teoría de las Ideas de Platón, la persona humana no existe. Y don Miguel no podía concebir el ser persona sin ideas, ni un mundo de ideas sin persona. De ahí que la fama que le sigue a la persona después de la muerte le deja totalmente vacío y desilusionado. Por eso también es­cribió: «Tú también morirás, morirá todo / y en silencio infinito / dor­mirá para siempre la esperanza.» Y no es ésta la poesía de un escéptico

4 Op. cit., loe. cit. 5 MACHADO, ANTONIO, Proverbios y Cantares, XXIX.

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agnóstico. Es el grito que el dolor causa dentro de un hombre profun­damente sincero, cuando ve que el final de todas las cosas es volver a la nada.

San Pablo había dicho que el hombre interior cristiano, al pasar de esta vida a la otra, dejará de creer, porque el objeto de su fe le está patente; dejará de esperar, porque el objeto de su esperanza se le en­tregará como un don; pero que el amor jamás dejará de existir, pues la vida de los bienaventurados es amar en la visión beatífica. Don Mi­guel dice que: «morirá todo / y en silencio infinito, / dormirá para siempre la esperanza». Yo no veo en esta trágica exclamación ninguna poetización de la muerte. Los sentidos no pueden amar lo que les ofen­de, y el espíritu de un Miguel de Unamuno no podría poetizar ni la imagen ni la idea de su mayor enemigo: la muerte.

La transposición de términos Sueño-M uC1'te, que vemos a lo largo de toda la poesía de Unamuno, no significa que Unamuno quiera en­contrar, como dice Serrano Pon cela, un «refugio en el sueño», ... «hu­yendo de la angustia existencial», .,. «el escape a la agonía, soñando». La muerte simbolizada en el sueño fue patrimonio literario y lo seguirá siendo mientras el hombre quiera, pero eso no quiere decir que sea «escape a la agonía» en Unamuno. Para Heidegger, a quien Unamuno re-crea constantemente en sus más íntimos conceptos sobre la muerte, toda la vida vive de muerte, y la vida misma se completa con ésta. Ese «completarse» no es perfección en el sentido escolástico. Es «finaliza­ción» en el sentido trágico del que hablará Unamuno en su Del Senti­miento TrágicO' de la Vida:

y hemos llegado al fondo del abismo, al irreconciliable conflicto entre la razón y el sentimiento vital. Y llegado aquí, os he dicho que hay que aceptar el conflicto como tal y vivir de él. A1lOra me queda el exponeros cómo a mi sentir y hasta a mi pensar, esa desesperación puede ser base de una vida vigorosa, de una acción eficaz, de una ética, de una estética, de una religión y hasta de una lógica 6.

Pensar que Unamuno hubiera querido refugiarse en el sueño para dejar de sentir la honda congoja de ser hombre, es lo mismo que creer que Unamuno hubiera alguna vez pensado en el suicidio. Y todos los lectores suyos se horrorizarían con semejante pensamiento. Oigamos lo que el propio Unamuno nos dice de ese sueño que es la muerte:

Eres sueño de un dios; cuando despierte ¿al seno tornarás de que surgiste? ¿Serás al cabo lo que un día fuiste? ¿Parto de desnacer será tu muerte? ¿El sueño yace en la vigilia inerte?

6 UNAMUNO, MIGUEL DE, Del Sentimiento Trágico de la Vida, Las Américas Pub. Ca., New York, 1965, p. 98.

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Por dicha aquí el misterio nos asiste: para remedio de la vida triste, secreto inquebrantable es nueslra suerte. Deja en la niebla hundido tu futuro y ve tranquilo a dllr tu último paso, que cuanto menos luz, vas más seguro. ¿Aurora de otro mundo es nuestro ocaso? Sueña, alma mía, en tu sendero oscuro: «Morir, dormir ... donnir ... ¡soñar acaso! 7

y estos pensamientos encuentran un eco perfecto en su poema ti­tulado Vend1'á de Noche:

Vendrá de noche cuando todo duerllla Vendrá de noche cuando el alma enferma

se emboce de vida, vendrá de noche con su paso quedo, vendrá de noche y posará su dedo

sobre la herida. Vendrá de noche y su fugaz vislumbre volverá lumbre la fatal quejumbre;

vendrá de noche ... ¿Vendrá una noche recogida y vasta? ¿Vendrá una noche maternal y casta

de luna llena? Vendrá viniendo con venir eterno: vendrá una noche del postrer invierno ...

noche serena ... Vendrá como· se fue, como se ha ido -suena a lo lejos el fatal ladrido­

vendrá a la cita ... Vendrá de noche, en una noche clara, noche de luna que al dolor ampara,

noche desnuda, vendrá... venir es porvenir... pasado que pasa y queda y se queda al lado

y nunca muda ... 8

La riqueza del pensamiento de Unamuno, no sólo en asuntos tan serios como la muerte, la vida, pero aún en otros de pura naturaleza estética o literaria, consiste en ese abismo que nos presenta al dejarnos asomar a su alma insondable. Y esa impresión que nos dejan sus pala­bras nace del encuentro con su alma, convencida de que la percepción de que el hombre es lo que es, nO' se limita a un actO' solo, aislado\ tal como el mismo pensamiento, sino que el hombre tiene el poder de con­vertir sus pensamientos en antenas para captar la fuente de su propia conciencia y ver, observar y deducir porque la muerte parece como si

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7 UNAM~ÚNO, M. DE, Obras Completas, Afrodisio Aguado, S. A., 1958, España, T. XIII, p. 464.

8 ¡bid., T. XIV, p. 610.

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fuera la que condiciona la actividad entera de ese hombre despreocu­pado o escrupuloso, superficial o ensimismado. Y surge don Miguel, de tal percepción, no para poetizar su tragedia, sino para confirmarse o confirmarnos en lo que todos sabíamos: que nuestra naturaleza está orientada hacia la muerte. Pero semejante conclusión no lo desorienta, como al enfermo deshauciado. Tampoco lo entusiasma como si fuera una realidad entre sueños, presentida. Por lo contrario, saca fortaleza de su propia debilidad. Y aquella torturante y acucian te experiencia que debió sacudir el alma de Jorge Manrique al componer las coplas en que inmortalizó no sólo la muerte de su padre, pero la muerte de todos los que venimos a este mundo, en don Miguel se convierte en fuente de pensamientos que parecen metafísicos, pero que si se acerca uno a ellos, trascienden la frontera del ser y elel no ser, y nos llevan casi casi a creer que Unamuno llegó a tener una cierta intuición mÍs­tica, en sentido Jato, de la Nada de que un día habló San Juan de la Cruz. Y el efecto que la contemplación de la muerte y de sus inexora­bles reclamos deja en el ánimo de Unamuno no es el ordinario en el pensador o escritor que, tratando esos temas, dejara de darle, por lo tanto, importancia a las cosas que lo rodean. Nada deja de tener valor objetivo en la contemplación de la vida en Unamuno. El sentimiento trágico no le empaña sus ojos para ver las cosas más pequeñas, y no porque éstas le rodeen y de su relación con él arranque su importancia. Unamuno nunca dejó de ser cortés, atento, amigable, caritativo, y has­ta escrupuloso cuando se trató de ayudar a quienes acudieron a su con­sejo y enseñanza. Su existencia personal ni comenzaba con él ni termi­naba en menudencias acerca de él personalmente. Todo era personal e individual a su alrededor. Si para escribir, como él escribió, ensayo, teatro, novela y poesía se requiere la abstracción como esencial de su concepción de la vida y de la muerte, sería un error craso el suponer que el hombre que vivió la encarnación de su propia definición, «el hombre de carne y hueso», se hubiera divorciado, en sus ideas, de esa carne y de esos huesos sin los cuales no hay vida.

Toda abstracción, y cuanto más profunda más peligrosa, le debió dar una prueba irrefutable de lo misterioso de ese proceso que se llama la subsconsciencia. Cada vez que él buceaba en el ámbito de las posibili­dades de la existencia humana, debió ahogarse, y se decidía a subir lo antes posible a la superficie de la corriente vital, donde sus sentidos par­ticiparán de la experiencia total del conocimiento. Lo desconocido le aterró siempre, pero no por ignorancia, sino por lo que tal periferia de sombras le ofrecía de tortura. Unamuno tenía que ser el centro de su actividad anímica. Todo lo que se escapara de esa percepción carecía de valor, y lo dejaba vacío. Cuando este enemigo, «lo desconocido», llegó a adquirir proporciones desmedidas, otro mundo se le ofreció

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como medio de acabar con tal gigante. Y se dedicó a escribir «novelas». ¿Por qué el novelizar le ayudó poderosamente a defenderse del poder de lo enigmático, de lo que no tenía poder de evitar? Porque en la no­vela, que en él es otro género distinto del que tradicionalmente llama­mos así, le ofreció la capacidad de crear «situaciones» y, ante esas situa­ciones, la muerte volvió a aparecer. En la novela pudo dar saltos mortales de la duda a la certeza, de la opinión a la fe; claro está, una fe unamuniana nacida dentro de él. Fue en la novela donde la muerte experimentada, vivida, presentida, aceptada y, sobre todo, vencida, apa­rece con toda la fealdad que lo que es real le presenta a la imaginación que, a su vez, puede cambiar colores, olores y sabores pera, como todo lo humano, no puede cambiarse a sí misma. ¿Qué muerte en sus novelas no es la revelación de sus propios sentimientos de la muerte misma en él? La creación literaria en Unamuno le debe más al pensamiento y a la realidad de la muerte, sea ésta biológica, moral, metafísica (si cabe esta experiencia en su terminología), social y literaria. Trató la muerte y de la muerte, no como un San Francisco, o un San Pablo, quienes la consideraban como la gran libertadora de estas cadenas en que la vida presente retenía el alma, nacida para ver a Dios cara a cara. La vio en su proceso de descomposición y miseria. Pero eso sólo fue como un ensa­yo para lanzarse luego a su gran problema, el de ser inmortal.

Al asumir el papel de intérprete del Evangelio de San Juan, al hablar Jesús con Nicodemo, Unamuno no va contra el comentario de los Padres de la Iglesia, a lo largo de la tradición. Lo que a él le interesa es que ha encontrado una forma de asegurarse de que hay una posibilidad de 1;10 morir, o, si se quiere, de «volver a nacer». En sus ensayos M editacio­nes Evangélicas, una de ellas titulada «Nicodemo el Fariseo» (1899), dice U namuno:

Respondió Jesús y le dijo: De seguro y bien de seguro te digo, que él que no naciere otra vez no puede ver el reino de Dios 9.

¿Cómo -se dice Nicodemo- he de poder cambiar ahora y re­novarme y hacerme hombre nuevo? Débome a mi pasado; aún más, no soy sino el resultado de mi vida ... ¿Qué sin fe no he de salvarme? Pero la fe no es voluntaria; se debe a gracia, y si 110 la tengo, ¿qué hacer? Menester me sería hacerme otro; pero entonces no sería ya yo 10.

Unamuno no puede creer que el Dios que creó al hombre a su ima­gen y semejanza, vaya a destruir esa imagen. ¿y qué mayor destruc­ción que la anihilación? Dios no puede contradecir sus atributos y su

9 O. C., T. lII, p. 129. 10 O. C., T. lII, p. 130.

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Omnipotencia no admite la posibilidad del absurdo. Unamuno se refu­gia en esta verdad, aun no creyendo en ese Dios que puede hacer todo menos lo absurdo.

En 1900, Unamuno publica La Fe, pero esta fe nace de él y no es la fe-virtud infusa-que según los teólogos es un don de Dios:

P.-¿Qué cosa es fe? R.-Creer lo que no vimos. ¿Creer lo que no vimos? ¡Creer lo que no vimos, no! Sino crear

lo que no vemos. Crear lo que no vemos, sí, crearlo, y vivirlo, y con· sumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo, viviéndolo otra vez, para otra vez crearlo ... y así en incesante tormento vital 11.

Si leemos despacio lo que Unamuno nos enseña que es la fe, veremos que va parafraseando a su manera poética y creadora las palabras de San Pablo al definir la naturaleza de la fe, en el versículo 1, capítulo XI de la carta a los Hebreos: «Fe es la evidencia de las cosas que no vemos y la convicción de las cosas que esperamos».

En 1904, Unamuno publica la Vida de don Quijote y Sancho. Vea­mos lo que dice que es la vida y la muerte para él: «¡La vida es sueño! ¿Será acaso también sueño, Dios mío, este tu Universo de que eres la Conciencia eterna e infinita?, ¿será un sueño tuyo?, ¿será que nos está soñando?» 12 En 1910, en La Conversación Segunda, Unamuno vuelve al tema de la muerte, pero es más abstracto su juicio aquí que en todo lo que hemos visto: «Olas que sólo fueron sueños del mar ... Sí, sueños del mal'. El mar también sueña y son sus olas sus sueños; sueña la eternidad, el tiempo; sueña IDios el mundo. ¡Ay, el día que despierte! 13.

Pero esa impresión de abstracción desaparece cuando escribe su extraordinaria obra, Del sentimiento tl'ág1co de la vi,da (1912). Aquellos principios que aparecieron en 11orno al casticismo, y en otras obras y cartas personales, en esta obra llegan a ser concretos, bien definidos. Aquí hay un grito de desesperación~ un resabio de nostalgia y de tragedia. Nada está visto con catalejos, todo aparece en una dimensión que abar­ca la vida completa del que siente el peso de haber nacido. En 1904, en su ensayo La, locura del rJoctnr Montm'co, deja asentado el problema de ser hombre con una sensibilidad suprema al definir el ámbito del «yo» que no puede morir: « ... Diga lo que dijere la razón, la gran alcahueta, nuestras entrañas espirituales, eso que llaman ahora el Inconciente nos dice que para no llegar, más tarde o más temprano, a no ser nada, el camino más derecho es esforzarse por serlo todo.» 14

En La Tía Tula, aparece otra manera de morir: Llegó a faltarle el habla y las fuerzas... parecía aquella mirada

una pregunta desesperada y suprema como si a punto de partirse pam

11 O. C., T. IlI, p. 227. 12 O. C., T. IV, p. 377. 13 Op. cit., !p. 561. )4 O. C., T. 1, p. 1131.

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nunca más volver a tierra, preguntase por el oculto sentido de la vida ... fue como si en el brocal de las eternas tinieblas, suspendidas sobre el abismo, se aferrara a él, a su nombre, que vacilaba sintién­dose arrastrado. Quería abrirse con las uñas la garganta, mirábale des .. pavorida, pidiendo con los ojos aire; luego con ellos le sondeó el fondo del alma y soltando su mano, cayó ... 15.

y en otra parte:

Le dio un desmayo. Al volver de él no coordinaba los pensamien­tos. Entró luego en una agonía dulce. Y se apagó como se apaga un:l tarde de otono cuando los últimos rayos del sol, filtrados por nubes sangrientas, se derriten en las aguas 16.

y de ese ámbito personal da el salto a la realidad del mundo que lo rodea y de su necesidad de seguir viviendo. En su ensayo Mí religión, publicado en 1907, nos dice:

y bien, se me dirá: ¿cuál es tu religión? Y yo responderé: Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aún a sabiendas de que no he de encontrarla mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con El luchó Jacob 17.

Nada quedará estático en la fenomenología del «yo» de Unamuno. Unamuno se da cuenta de que desnudo viene el hombre a este mundo y desnudo parte de él, pero la desnudez del que parte es sólo metafórica. De serlo así, no le importaría partir. La desnudez corporal de un infante no tiene nada que ver con la plenitud de conciencia con que el corazón deja de palpitar en un cuerpo que abarca la sustancia llamada vida. y con esa vida, todo lo que don Miguel considera su posesión. Esta ple­nitud de conciencia de la muerte es lo que da fuerza al pensamiento unamuniano cuando él rechaza los dogmas filosóficos que hablan de la muerte y prefiere la experiencia confrontada de cada minuto. Para Unamuno el «quotidie moriol'» de San Pablo fue más que una expresión mística. Fue el marco y la estructura, el horizonte y la mirada, el secreto y la oración, la sonrisa y la ironía, el deseo de saber y la paradoja de cerrar la puerta a ese conocimiento. Para Unamuno el morir no fue nunca 10 que él entendió por muerte. También los animales mueren. Para él, la muerte era el haberse dado cuenta de lo que es morir, eso sería ab­surdo, sino para seguir viviendo después de pasar por esa estrecha puerta donde el sentimiento ya no es trágico, sino que la razón es la que trági­camente se niega a aceptar soluciones para su aniquilación. A esa lucha

15 O. C., T. II, p. 1065. 16 O. C., T. II, p. 1107. 17 O. C., T. IV, P. 395.

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muy mal pudiérase llamar desesperación, cuando es el grito del corazón que quiere vivir para siempre.

Dios no ha muerto. Dios no puede morir. Yo estoy formado a la ima­gen de Dios, diría un ferviente creyente. Yo no puedo morir para siem­pre, la imagen de nios en mí se rebela frente a ese pavoroso destino sepulcral. Pero don Miguel no tiene a su lado ese ángel de la guarda que le susurra al creyente tan consoladoras esperanzas. Unamuno tiene que luchar, y va a comparar su lucha con la de Jacob contra el ángel del Señor. En 1925 publica La Agonía del Cristianismo; allí vuelve a apare­cer la lucha de la fe como el problema más trascendental de la vida. Allí es donde el lector puede sentir la negra y amarga decepción que don Miguel sufre al darse cuenta de su vida frente a la muerte, una pendiente de la otra: «Agonía quiere decir lucha. Agoniza el que vive luchando, luchando contra la vida misma, y contra la muerte. Es la jacu­latoria de Santa Teresa de Jesús: 'Muero porque no muero'.» 18

UnamUno sabe muy bien que la jaculatoria de Santa Teresa de Jesús tiene su origen como expresión de su vida de unión mística con el Ama­do. Por eso, don Miguel sigue explicándonos lo que él quiere decir con la cita teresiana: «Lo que yo voy a exponer aquí, lector, es mi agonía, mi lucha por el cristianismo, la agonía del cristianismo en mí, su muerte y su resurrección en cada momento de mi vida íntima». 19 Y más adelante seguirá explicando: «Se habla de 'struggle for lHe', de lucha por la vida; pero esta lucha por la vida es la vida misma, la 'life', y es a la vez la vida misma, la 'struggle' ... Sólo se pone uno en paz consigo mismo, como don Quijote, para morir.» 20 Después de leer el poema Vend.rá la Noche, sería un error pensar que Unamuno quería escaparse de la muerte, y con ese escape deshacerse del problema que ese ineludible evento trae con­sigo. No, Unamuno ni quiere evitar la muerte, como un fenómeno natu­ral y biológico, ni quiere despreocuparse de la trascendencia de aceptar tal demanda. Lo que Unamuno pretende es arrancarle a la muerte ese aguijón, y rendirla impotente, por su pma voluntad de seguir viviendo. Lo que San Pablo había escrito «<Muerte, ¿dónde está tu victoria?, muerte, ¿dónde está tu aguijón?»), denunciando a la muerte impotente, porque San Pablo sabe muy bien en quién ha creído y sabe que en el último día el Justo Juez le resucitará para siempre. Unamuno quiere re­clamar ese privilegio de ser resucitado, denuncia a la muerte como impo­tente destructor, y la fuerza de su demanda no nace de la misma fuente que la del apóstol de las Gentes, sino de la fuente de este apóstol, el apóstol de la duda, de la agonía', de la exaltación del derecho de ser persona y, de ahí, el derecho de ser preservado hasta la eternidad. La vo­luntad de Unamuno, como la de Saulo de Tarso, no se rendirá hasta ver

18 O. C., T. IV, p. 829. 19 Ibid. 20 Op. cit., p. 830.

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la evidencia de quien le detiene el paso. Pero, en el caso de don Miguel, no puede ser la muerte lo que le detenga ni su paso ni su vuelo. Esa voluntad de vivir, y esa indomable fe en la necesidad de ser eterno. pare­cerá al lector que nacía en don Miguel como un trapecio para evitar las consecuencias de ser vulnerable en esa nota esencial. Nada pudiera estar más lejos de la verdad. La voluntad es una facultad creadora también. Entre la voluntad y el entendimiento se conjuga el destino eterno del hombre. Y en ese maridaje de las dos facultades del hombre está lo que llaman los teólogos «la imagen de Dios» en el hombre. De esa imagen nace en don Miguel el aspirar a ser como. Dios, y de estar, como Dios, segmo de su ser. Y como Dios participar otra vez en la resurrección de su propia personalidad. Unamuno no quiere igualarse a Dios. Lo que él quiere y exige es que Dios exista. ¿Por qué, pues, no aceptar esa nece­sidad de la existencia de Dios, como un dogma, y de ahí ascender, como la mayoría de los creyentes, por las criaturas, al Creador, por los efectos, a esta Causa Suprema; y, por el sentimiento trágico de la vida, al ver lodo lo contingente y la mudanza de esta vida, llegar a la existencia de su Ser Necesario, del que depende y dependerá nuestro ser eterno? Don Miguel, admite esto y, más aún, lo explica como pocos filósofos lo han hecho.

Unamuno anda buscando la manera de ser inmortal y esa búsqueda es ya hallazgo maravilloso. Si estudiáramos detenidamente todas las im­plicaciones de su búsqueda de esa inmortalidad, veríamos que es una conciencia profundamente sincera la que habla, diciendo que no. puede creer. No se cree en lo. que se posee. Y Dios no andaba tan lejos de la pista de Unamuno. Incapaz de haber sido cooperador con Dios en su nacer como don !Miguel de Unamuno, sí quería ser el coadjutor de Dios en la salvación de su personalidad. Y esa personalidad, tantas veces con­fundida, como mal entendida, no. es algo extrínseco a la persona humana. No es otra cosa la persona misma vista por nosotros los hombres'y man­tenida por Dios como se mantiene todo lo que El ha creado. Unamuno no quiere en su urgente busca más que el desarrollo normal de la lrber­lad humana, llegando a su clímax verdadero. La muerte no es el peor de los enemigos de Una muna. Lo que se cierne sobre su espíritu como enemigo. fatal es, ¿qué pasará después de la muerte? Si en cada acto de vida va un germen de la muerte, como dijimos antes citando. a Heideg­gel~ ¿no será precisamente lo. opuesto lo que don Miguel esperaba encon­trar al morir, o sea, la vida? De ahí la fuerza de su argumentación sobre la inmortalidad del alma. La preocupación no va separada jamás en Unamuno. Inmortalidad, para don Miguel, y horror a la muerte, suenan distintamente y, sin embargo, son las dos caras de una misma moneda. No fue una vanidad en Unamuno el encararse a Dios para pedirle la

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inmortalidad. Eso es lo que distingue al cristiano. Pero la demanda de Unamuno no viene de rodillas porque no nace de una verdad promul­gada. Viene de una intuición de la naturaleza del alma y de su pensa­miento. Es un mundo cuajado de misterios, pero misterios que don Miguel quiere y cree expurgar y delucidar desde su estudio en la Uni­versidad de Salamanca. Para él, cada problema se convirtió en un mis­terio que entraña la vida de aquÍ, y Dios quiera que también la que sigue después. Se ha dicho que Unamuno fue y es un místico. Nadie que co­nozca lo que el misticismo ortodoxo enseña, pudiera decir que Unamu­no reúne las características del misticismo anténtico. No obstante, a su modo, sí lo es. Lo es como lo han sido tantos españoles que hablaron, como don Miguel, de la vida y de la muerte. Lo específico del misticismo español es su carácter realista, humano y vital. Los místicos españoles suspiran con ansiedad por la unión con Dios, y esa unión no disminuye en nada la individualidad de la persona y su fuerza vital. De alú que Unamuno se conforme a ese carácter del misticismo español. De esta manera, don Miguel, como otros españoles, representa la posición con­creta e individual del hombre frente a Dios, frente a sí mismo y frente a sus conciudadanos. ¿No fue esto mismo lo que don Miguel nos dejó dicho cuando escribió?

El modo de vivir, de luchar por la vida y vivir de la lucha, de la fe, es dudar. Ya lo hemos dicho en otra obra nuestra, recordando aquel pasaje evangélico que dice: 'creo, socorre mi incredulidad' (Mar­cos, IX, 23) 21,

21 O. c., T. IV, pp. 833-834.

JOSÉ L. MORALES, PH. D. Sto John's University

New York

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