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Capacidades estatales, gobernabilidad democrática y crisis global Osvaldo Iazzetta 1. El nuevo escenario creado por la crisis global La crisis financiera desatada en Estados Unidos en el 2008 se propagó rápidamente por todo el globo teniendo amplios efectos en los niveles de actividad económica y el desempleo de los países centrales 1 y provocando una contracción del comercio que ha golpeado duramente a las economías de nuestra región. La desaceleración del consumo en las economías más pujantes ocasionó un descenso en la demanda de commodities (petróleo, energía, alimentos y minerales) que afecta a las economías de la región y sacude su clima social y político. 2 El alcance global de esta crisis también plantea nuevos y muy serios desafíos para las democracias de la región que exhiben una estabilidad que debe ser resguardada, pese a sus límites y múltiples asignaturas pendientes. En que medida éstas pueden verse sacudidas por este contexto crítico y cuáles son las capacidades efectivas de sus estados para procesar este escenario sin comprometer su perdurabilidad y posibilidades de perfeccionamiento , son cuestiones que no pueden estar ausentes en la agenda pública de nuestros países. Este documento se propone evaluar las capacidades de los gobiernos democráticos para movilizar recursos que permitan procesar las turbulencias desatadas por este escenario internacional y controlar los riesgos que éstas puedan representar para el desempeño de sus democracias. ¿Qué consecuencias acarreará esta crisis para nuestros países? ¿Qué tareas son necesarias para amortiguar esos efectos y filtrar las implicancias adversas de este crítico contexto? Aunque se ha hablado insistentemente sobre las restricciones que el proceso de globalización impone a la soberanía de los estados nacionales, hoy debemos interrogarnos sobre el impacto de una crisis global, aún en curso, sobre las democracias latinoamericanas. 1 En España la tasa de desempleo ha trepado al 18.5 %. 2 En un informe del 25/08/09, la CEPAL proyecta una caída del 13% en el volumen de las exportaciones e importaciones para los países de América Latina y el Caribe en el año 2009. El sector más afectado por el embate de la crisis económica global en la región fue el comercio, que padece una contracción sin antecedentes. El volumen de las exportaciones de la región descenderá el 11%, su peor resultado en 72 años (desde 1937). El desplome comercial se origina en la fuerte declinación de la demanda internacional, el descenso de los precios de algunas materias primas básicas, las dificultades para el financiamiento del comercio, entre otras (Véase “CEPAL proyecta que comercio regional caerá 13% en 2009”). 1

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Capacidades estatales, gobernabilidad democrática y crisis global

Osvaldo Iazzetta

1. El nuevo escenario creado por la crisis global

La crisis financiera desatada en Estados Unidos en el 2008 se propagó rápidamente por todo el globo teniendo amplios efectos en los niveles de actividad económica y el desempleo de los países centrales1 y provocando una contracción del comercio que ha golpeado duramente a las economías de nuestra región. La desaceleración del consumo en las economías más pujantes ocasionó un descenso en la demanda de commodities (petróleo, energía, alimentos y minerales) que afecta a las economías de la región y sacude su clima social y político.2

El alcance global de esta crisis también plantea nuevos y muy serios desafíos para las democracias de la región que exhiben una estabilidad que debe ser resguardada, pese a sus límites y múltiples asignaturas pendientes. En que medida éstas pueden verse sacudidas por este contexto crítico y cuáles son las capacidades efectivas de sus estados para procesar este escenario sin comprometer su perdurabilidad y posibilidades de perfeccionamiento, son cuestiones que no pueden estar ausentes en la agenda pública de nuestros países.

Este documento se propone evaluar las capacidades de los gobiernos democráticos para movilizar recursos que permitan procesar las turbulencias desatadas por este escenario internacional y controlar los riesgos que éstas puedan representar para el desempeño de sus democracias.

¿Qué consecuencias acarreará esta crisis para nuestros países?

¿Qué tareas son necesarias para amortiguar esos efectos y filtrar las implicancias adversas de este crítico contexto?

Aunque se ha hablado insistentemente sobre las restricciones que el proceso de globalización impone a la soberanía de los estados nacionales, hoy debemos interrogarnos sobre el impacto de una crisis global, aún en curso, sobre las democracias latinoamericanas.

Si bien el escenario global es el mismo para toda la región, no afecta a todos los países por igual. Las situaciones difieren de un país a otro y esa disparidad se manifiesta en el desempeño económico y cuentas públicas, en el afianzamiento de sus instituciones y prácticas democráticas como también en la capacidad de sus estados para amortiguar los efectos de la crisis sobre el orden doméstico.

Del conjunto de variables posibles, escogemos aquellas capacidades estatales que permitan afrontar este contexto y preservar cierta autonomía decisoria en un marco de severas restricciones. Se trata de un aspecto crucial pues, si bien no es posible aislar a nuestros países de ese clima internacional, los márgenes de acción que muestren nuestros estados definirán sus posibilidades de respuesta frente a aquél.

A. Marco conceptual y analítico

A. 1. Gobernabilidad democrática y capacidades estatales

1 En España la tasa de desempleo ha trepado al 18.5 %.2 En un informe del 25/08/09, la CEPAL proyecta una caída del 13% en el volumen de las exportaciones e importaciones para los países de América Latina y el Caribe en el año 2009. El sector más afectado por el embate de la crisis económica global en la región fue el comercio, que padece una contracción sin antecedentes. El volumen de las exportaciones de la región descenderá el 11%, su peor resultado en 72 años (desde 1937). El desplome comercial se origina en la fuerte declinación de la demanda internacional, el descenso de los precios de algunas materias primas básicas, las dificultades para el financiamiento del comercio, entre otras (Véase “CEPAL proyecta que comercio regional caerá 13% en 2009”).

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La idea de gobernabilidad fue empleada originalmente en el período de entreguerras para designar problemas de inestabilidad económica.3 En los años 70, el concepto se asoció a la reacción que encarnó el neo-conservadorismo frente a “los excesos de participación” y la “sobrecarga de demandas sociales” que esta corriente presentaba como una amenaza potencial para la democracia.4 Pese a sus marcas de origen, la expresión fue recuperada al promediar los años 80 para señalar los desafíos que enfrentaban las nuevas democracias instaladas en la región. Desde luego las connotaciones y los usos del concepto variaron según las características propias de los procesos de transición a la democracia y los legados históricos de cada caso. En los países en los que la subordinación del poder militar a las nuevas autoridades civiles resultó más compleja y traumática, los desafíos de gobernabilidad se mantuvieron ligados a esos temas (es el caso de Chile).

En otros países, acosados por la aceleración de procesos inflacionarios –Argentina y Brasil- la idea de gobernabilidad democrática se confundió con gobernabilidad económica, esto es, con la capacidad de controlar variables macroeconómicas que regulan el pulso cotidiano de la sociedad y que se tornaron decisivas para asegurar la estabilidad de la democracia cuando su continuidad aún permanecía amenazada y necesitaba probar su superioridad de cara al pasado autoritario.

El ingreso de la gobernabilidad como un aspecto central de la agenda democrática de esos años tuvo algunas implicancias decisivas: por un lado instaló la preocupación por la disponibilidad de recursos que permitan conducir la economía y asegurar un umbral mínimo de certidumbre, pero al mismo tiempo puso en evidencia el enorme desafío que significa encarar esa tarea sin comprometer la calidad de la democracia que se proclama defender.

Algunos casos nacionales mostraron que la recuperación de la gobernabilidad a cualquier costo, provocó un vaciamiento institucional de la democracia. En esos casos primó un enfoque restringido de gobernabilidad que privilegió la “gobernabilidad económica” desentendiéndose del deterioro ocasionado a las instituciones democráticas, aun cuando se aseguraba su continuidad. Estas experiencias permitieron advertir la necesidad de un enfoque ampliado que considere tanto la efectividad de las políticas destinadas a restablecer certidumbre como su impacto sobre las instituciones democráticas. En otras palabras, las políticas que invocan como meta reponer la gobernabilidad no pueden ser juzgadas en sus propios términos, también deben ser evaluadas por sus efectos sobre la calidad de la democracia.5 De todas maneras, la idea de gobernabilidad democrática alude a las condiciones de posibilidad de gobernar en el marco de las instituciones y procedimientos democráticos, asumiendo que la democracia no sólo expresa un principio de legitimidad sino que también debe asegurar una conducción eficaz de los procesos sociales.6

Desde esta perspectiva, la gobernabilidad democrática consiste en gobernar no sólo en forma democrática, sino también eficaz. De modo que la gobernabilidad democrática depende tanto del funcionamiento de los gobiernos democráticos como del desempeño de sus estados.7

3 Véase al respecto Mario Dos Santos (1991).4 Esta idea formó parte de las preocupaciones condensadas en los informes de la Comisión Trilateral a comienzos de esa década. Una rigurosa lectura crítica sobre sus fundamentos puede hallarse en Helmut Dubiel (1993). 5 Sobre este tema puede consultarse a Mario dos Santos (1994) y Luciano Tomassini (1998). 6 Véase Norbert Lechner (2007: 353-354). Para Malloy (1993:102-103), “…gobernar una sociedad es básicamente resolver problemas por medio de políticas públicas”. A su entender, la cuestión central de la gobernabilidad es “…cómo pueden y cómo hacen los gobiernos para convertir el potencial político de un conjunto dado de instituciones y prácticas políticas en capacidad de definir, implementar y sustentar políticas”. 7 Véase Mainwaring y Scully (2009:129). Para ambos autores “los estados eficaces son importantes para una gobernabilidad democrática exitosa" (2009:134).

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El estado constituye una de las dimensiones cruciales de la gobernabilidad democrática aunque no la agota.8 A nadie escapa que ese desafío exige tanto de recursos políticos –apoyo político-social, mayorías parlamentarias, legitimidad social, liderazgos democráticos, predisposición al diálogo, etc.- como de recursos estatales que deben estar al alcance de todo gobierno, independientemente de las capacidades adicionales que éste pueda añadir.

Tal vez convenga distinguir entre capacidades de gobierno y capacidades estatales a los fines de diferenciar las capacidades que puede aportar temporariamente un gobierno, de aquellas provenientes de una construcción institucional del aparato estatal, sostenida en el tiempo.9

La disponibilidad de capacidades estatales no resulta indistinta para juzgar las posibilidades de los gobiernos de ejecutar sus programas y cumplir sus metas. El enfoque neo-institucional en sus diferentes versiones, contribuyó a prestar mayor atención sobre ciertos aspectos internos del aparato estatal que permiten implementar sus políticas resguardando ciertos márgenes de autonomía frente a las tentativas de colonización privada.10

Sin embargo, algunas políticas pro-mercado impulsadas para recuperar gobernabilidad vinieron acompañadas de un desmantelamiento alarmante de capacidades estatales básicas que comprometieron la posibilidad de ejecutar políticas efectivas, cualquiera fuese el signo de éstas. Las motivaciones de orden fiscal que guiaron a muchas de esas iniciativas –en un contexto de fuerte endeudamiento- no permitieron distinguir entre la venta de activos estatales y el desmonte indiscriminado de su aparato institucional.

Contra lo que sugieren ciertas experiencias exitosas en las que la reducción del sector empresario tuvo como correlato un fortalecimiento de las capacidades estatales, en algunos países de nuestra región la retirada del estado como actor económico también significó el debilitamiento de capacidades regulatorias y de coordinación que resultaban más necesarias para el estado luego de transferir tareas estratégicas al sector privado.

Estados más débiles no sólo significa estados desprovistos de capacidades técnicas y administrativas indispensables para ejecutar políticas sino también, estados que quedan a merced de las capacidades analíticas provisorias aportadas por instituciones privadas (fundaciones) o por los organismos multilaterales de crédito.11

El énfasis en estas cualidades internas del aparato estatal no debe impulsarnos a ignorar otras funciones básicas del estado que convendría repasar apelando tanto a algunas referencias clásicas como a prestigiosas lecturas actuales.

A. 2. Estado y capacidades estatales

La definición clásica de estado proveniente de la tradición weberiana destaca la centralización y territorialidad como dos componentes inseparables.12 Desde esta perspectiva el estado es entendido como una institución monopólica que controla los medios legítimos de coerción física, ejerciendo sobre esa base, un dominio sobre un territorio delimitado.13

8 La inclusión del estado dentro de la idea de gobernabilidad no es compartida por quienes entienden que ésta tiene como foco cognoscitivo y práctico al gobierno. Tal es lo que sugiere Aguilar Villanueva (2007:4-5). 9 Bresser Pereira (1998:518 y 541) reduce la idea de gobernabilidad “a la capacidad política de gobierno para intermediar intereses, garantizar la legitimidad y gobernar”. El problema más grave –desde su perspectiva- es que los gobiernos no pierdan el apoyo de la sociedad civil, dado que en términos prácticos, la gobernabilidad se confunde con la “legitimidad” del gobierno. 10 Véase Skocpol (1989) y Sikkink (1993).11 Con la revalorización de las capacidades administrativas, la idea de un estado fuerte comenzó a asociarse con las capacidades internas generadas por los estados antes que con su capacidad de imponerse sobre la sociedad civil. Véase al respecto el estudio comparado sobre Brasil y Argentina efectuado por Sikkink (1993).12 Estos son dos aspectos resaltados por Michael Mann (2007:55) en su relectura de Weber. 13 En su “sociología del estado” Weber resalta –siguiendo la tradición inaugurada por Hobbes- la importancia del monopolio legítimo de la violencia física convirtiéndolo en el medio específico

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Sin embargo, el listado de mecanismos monopólicos fue ampliándose con nuevos aportes teóricos que sumaron el monopolio fiscal (Elias, 1993), y el monopolio de la violencia simbólica (Bourdieu, 1996), tan indispensables para estos autores, como lo fue para Weber el de la violencia física.

Pese a esta ampliación, ese listado de mecanismos monopólicos no se confunde con -ni agota- el amplio abanico de funciones básicas que un estado moderno cubre habitualmente. Con el advenimiento de la sociedad de masas el estado asume nuevas responsabilidades que sobrepasan su papel de simple garante de la seguridad pública y la justicia pues existe una mayor presencia de masas y sus necesidades son tomadas en cuenta por dicho estado (políticas de salud, educación y seguridad social).14

El desplazamiento de sus tareas no es ajeno a la naturaleza cambiante de las inseguridades que el estado ha debido contener. Sucede que el estado es –siguiendo la interpretación que Rosanvallon (2008:16) nos ofrece de Hobbes-, un reductor de incertidumbre. Ello es así porque teniendo el monopolio de la violencia legítima, reduce la incertidumbre física, organiza la defensa y limita la violencia interior. Pero el propio Hobbes –agrega Rosanvallon- también reconocía que el problema no era sólo la muerte causada por la inseguridad, sino la inseguridad social y económica. A la seguridad pública que el teórico inglés reclamaba en tiempos de guerras civiles, luego se sumó la seguridad social destinada a los ciudadanos carentes de propiedad privada. Ello no sólo indica crecientes obligaciones para el estado sino también maneras cambiantes de entender la inseguridad y el riesgo a los que están expuestos los individuos. En ambos casos, el estado es entendido como un productor de certidumbre, variando el carácter de la incertidumbre que motiva su intervención.

Por consiguiente, reflexionar sobre el estado y las condiciones que debe reunir para asegurar una gobernabilidad democrática implica pensar principalmente, en su capacidad para reducir las formas de incertidumbre que enfrenta una sociedad.

Una vez aceptado que el estado resuelve ciertos problemas de acción colectiva generados por una sociedad de individuos—primero- y de mercado –después-, es justo reconocer que también instala nuevos riesgos originados en el gran poder que debe reunir para que tales soluciones sean posibles. Eso explica que la concentración de recursos y tareas encaradas por el estado haya convivido con una constante y tenaz búsqueda por parte de la sociedad civil para hallar modalidades de control y supervisión destinadas a “institucionalizar la desconfianza” que despierta el abrumador poder que reúne.15

Por consiguiente, la construcción de capacidades estatales no puede desligarse de la aspiración a un estado democrático, entendiendo a éste como un horizonte normativo que debe guiar nuestras acciones. Aunque no es posible reconocer ese estado en el que hoy existe en nuestros países, delinear sus rasgos puede ayudarnos a orientar nuestros esfuerzos en una dirección que promueva su democratización.

A continuación, ofreceremos un listado tentativo de condiciones o capacidades, distinguiendo dos niveles: uno que consideramos propio de un estado a secas y otro con el que intentaremos bosquejar aquellas que imaginamos como parte de un estado democrático.

del estado sin cuyo control éste perdería su condición de tal. En consecuencia, el estado puede resignar otros medios –económicos, ideológicos, etc.- pero nunca a aquél. 14 El mismo Weber (1997:664) reconoce que junto a las clásicas funciones de “...protección de la seguridad personal y de orden público (policía)...” y a “...la enérgica protección organizada dirigida hacia fuera (régimen militar)...” asociadas al monopolio legítimo de la violencia física, también existe “...el establecimiento del derecho (función legislativa)...”, “...la defensa de los derechos adquiridos (justicia), el cuidado de los intereses higiénicos, pedagógicos, políticos-sociales (las diferentes ramas de la administración)...”.15 Véase O'Donnell (2001).

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Desde luego este ejercicio no constituye una tentativa original. Guillermo O’Donnell (2008:52) en sus trabajos recientes ha aportado una rigurosa base teórica y operativa para pensar estos niveles que permiten “mapear empíricamente diversas situaciones” estatales. Esa grilla permitiría reconocer la “anatomía” de cada estado concreto e identificar tanto situaciones satisfactorias -cuyo sostenimiento cabe alentar-, como situaciones preocupantes y merecedoras de especial atención.16

Con ese mismo espíritu y recuperando buena parte de este aporte, intentaremos ofrecer un listado tentativo de capacidades estatales reconociendo dos niveles que detallamos a continuación.

A. 3. Listando capacidades estatales

Recuperando una tipología que Weber formuló para las instituciones económicas,17 sugerimos distinguir instituciones estatales en sentido estricto (en sí mismas relevantes) que resultan cruciales para establecer si existe o no estado -esto es, atributos que resultan indispensables para crear un orden en una sociedad, independientemente de la forma política que ésta adopte para organizarse-, e instituciones estatales democráticamente relevantes para aludir a aquellas que favorecen la democratización y no necesariamente están presentes en todo tipo de estado.

Esta distinción también permite identificar requisitos o condiciones de primer orden y de segundo orden.18 Dentro de las primeras ubicamos aquellas capacidades básicas que definen a un estado a secas (esto es con independencia del régimen político que lo acompañe). A los fines de ofrecer un ejemplo ilustrativo, podemos acordar que no existe un estado efectivo si éste no logra erradicar la violencia privada y si no dispone de recursos fiscales básicos para afrontar sus responsabilidades públicas.

Ambas representan condiciones de primer orden pues definen un umbral mínimo que es preciso considerar mucho antes de juzgar si ese estado es o no democrático. Un régimen democrático que realiza elecciones periódicas, competitivas, etc., pero convive con un estado incapaz de suprimir y controlar la violencia privada o impotente para recaudar impuestos que sostengan sus responsabilidades, nos revela a un régimen político desprovisto de estado en su sentido más elemental. Estas condiciones establecen una frontera entre la existencia o ausencia de un estado efectivo y nos indica su fortaleza o debilidad, mucho antes de evaluar su democraticidad.

No resulta indistinto para la suerte de una democracia disponer o no de un estado capaz de cubrir estas funciones. Un mapeo de la realidad latinoamericana nos exige aceptar que en algunos casos estamos en presencia de estados incapaces de imponerse en ciertos aspectos centrales de la soberanía (monopolio de la recaudación impositiva y de la fuerza) frente a grupos privados que le disputan este derecho.19 Aunque un estado débil sigue siendo de todos modos un estado20, una estatidad incompleta como la que padecen algunos estados

16 O’Donnell (2008:48-52) presenta cuatro niveles. El primero ofrece una caracterización minimalista del estado para designar tareas o desempeños básicos de todo estado; el segundo alude a un estado funcionante, en el sentido que desempeña un conjunto de actividades normalmente presupuestas por la existencia de tal entidad; el tercero un estado adecuado, es decir un estado que se desempeña de maneras que satisfacen más plenamente sus responsabilidades y, por último, un estado democrático, esto es, un estado que ha avanzado en la dirección de satisfacer todas o buena parte de estas características en un estado de y para la democracia.17 En sus ensayos metodológicos, Max Weber (1973:53) formuló una distinción entre instituciones económicas en sentido estricto e instituciones económicamente relevantes que retomamos –y recreamos con cierta licencia-, para pensar el vínculo entre estado y democracia.18 Un abordaje de este tipo efectuó Medina Echavarría al analizar la problemática del desarrollo distinguiendo entre requisitos de primer orden y requisitos de segundo orden. Véase Faletto (1996:193). 19 Véase al respecto Waldmann (2003:15).20 Tal es lo que sugiere Waldmann (2003:15).

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latinoamericanos, no puede dejar de tener consecuencias serias para la edificación de un orden democrático.

Las condiciones de segundo orden son aquellas que el estado fue sumando a medida que se ampliaba la arena democrática y las demandas ciudadanas crecían en complejidad, cubriendo tareas que exceden a las que son propias de un simple estado.

Condiciones o capacidades de primer orden

a. Capacidad de suprimir el riesgo potencial de la violencia privada

Este es un rasgo decisivo de todo estado pues supone disponer de capacidad para proteger a los ciudadanos de otros ciudadanos y en especial de grupos privados armados ligados al narcotráfico, mafias, etc.21 Las tasas de delitos y homicidios en la región son un indicador ilustrativo de esta competencia del estado.22

Es preciso resaltar que en regiones en las que el estado está muy erosionado y ha perdido el control de la violencia organizada, los peores crímenes los cometen milicias irregulares, organizaciones políticas o cárteles criminales. En estos casos –entre los que se cuentan varios países de nuestra región- la peor amenaza contra la libertad ya no proviene de un estado superpoderoso sino de la anarquía.23 Este escenario plantea preguntas que el pensamiento liberal no está preparado para contestar y explica la reciente e inesperada revalorización del estado encarada por algunos exponentes de esta corriente, alarmados por la fuente potencial de riesgo que representa su erosión en diversos puntos del planeta.24

b. Capacidad para ejercer el monopolio fiscal

Esta dimensión ha sido resaltada por varios textos clásicos que señalaron la existencia de un vínculo indisoluble entre estado e impuestos.25 Disponer de un estado eficaz supone entre otras cosas, asegurar ciertas capacidades extractivas como el cobro de tributos. En tanto poder centralizado, el estado concentra cuantiosos recursos que la sociedad contribuye a formar con sus impuestos, asegurando emprendimientos de magnitud que no podríamos concretar en forma aislada. La prestación de funciones y servicios básicos del estado (seguridad pública, justicia, salud, educación, funciones de regulación, entre otras) exige recursos que no se corresponden con la recaudación tributaria que muchos estados latinoamericanos registran actualmente.26

A nadie escapa que en países con fuerte desigualdad social las posibilidades de ejercer estas capacidades extractivas se ven seriamente desafiadas por los grupos privados más concentrados, reproduciendo un círculo vicioso en el que el estado carece de capacidad fiscal para compensar y revertir esas desigualdades.27

21 Frente a la extendida imagen de un “estado fuerte”, el estado latinoamericano aún mantiene zonas y huecos controlados por grupos privados que se sustraen ampliamente a su alcance (véase Waldmann, 2003:29). O’Donnell (2004:53) sugiere que un punto ciego en la teoría democrática predominante radica en que éstas asumen la existencia de un “estado pos-hobbesiano” que ejerce un alto grado de control sobre su territorio. Sin embargo, tal estado raramente existe en muchas de las nuevas democracias latinoamericanas en las cuales, el poder estatal coexiste con poderes locales que logran imponer su propio orden. El estado –agrega- es relevante en estos casos, pero por su ausencia.22 Mainwaring y Scully (2009:132) señalan que un ejemplo de la dramática variedad de la gobernabilidad democrática puede verse reflejada en esta competencia del estado. 23 Véase al respecto Gray (2001:150-152). 24 Un claro testimonio de ello es el libro de Francis Fukuyama (2005) titulado La construcción del Estado. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI.25 Nos remitimos especialmente a Elias (1993) y Schumpeter (2000).26 Como sugieren Mainwaring y Scully (2009:134-136) la recaudación tributaria de los estados latinoamericanos es deficiente e inadecuada para sostener sus obligaciones. En nueve países de la región la recaudación tributaria equivale a menos del 15% del PBI cuando el promedio de los 15 países de la Unión Europea en el 2003 fue del 40%.

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Esta debilidad también resulta reforzada por la ausencia de políticas persistentes en el largo plazo tanto como por la falta de recursos tecnológicos adecuados y equipos técnicos competentes y comprometidos con lo público.

c. Capacidad de asegurar una moneda

Esto implica no sólo garantizar una moneda única y estable, sino también capacidades regulatorias que permitan filtrar los efectos nocivos de un mercado financiero volátil, extremadamente sensible a las variaciones de las políticas domésticas. El índice de inflación, el nivel de reservas de los Bancos Centrales y la capacidad de supervisar los movimientos de capitales especulativos de corto plazo son indicadores decisivos para juzgar las posibilidades de respuesta estatal en este aspecto.

Los procesos hiperinflacionarios desatados en los años 80 en algunos países de la región pusieron a prueba la capacidad de sus estados para garantizar una moneda que resultara previsible para las transacciones cotidianas y no se deteriorase como unidad de reserva. En el caso argentino, la hiperinflación galopante de aquellos años no sólo expresaba la erosión de la moneda nacional sino también traducía la dramática evaporación del estado como agente productor de certidumbre.28

Si bien la moneda es un indicador decisivo de la capacidad del estado para aportar previsibilidad económica y social, también es preciso reparar en los casos en que esa búsqueda de certidumbre se ha encarado renunciando a un signo monetario propio (los modelos de dolarización adoptados en Ecuador, Panamá y El Salvador), o bien atando la suerte de la moneda nacional a otra extranjera (la convertibilidad argentina que equiparaba un peso a un dólar). Estas variantes representan formas de obtener alguna estabilidad momentánea resignando el control de instrumentos macroeconómicos autónomos y expresan situaciones límite en las que los estados no tienen condiciones de garantizar su propia moneda.29

d. Capacidad de gestionar políticas públicas.

Formular e implementar políticas públicas es la esencia de la actividad del estado.30 Para ello debe contar con un cuerpo de funcionarios públicos permanentes –claramente separados del ámbito privado- indispensables para sostener sus funciones e instrumentar las decisiones públicas. En efecto, la formación del estado moderno no sólo se apoyó en la adquisición de ciertos mecanismos monopólicos cruciales sino también en el desarrollo de capacidades administrativas que le permitieron procesar crecientes y cambiantes demandas de la sociedad civil. Por otra parte, la creación de un cuerpo profesionalizado y estable es condición para que el estado aspire a una mayor autonomía frente a las tentativas de colonización privada que constantemente lo acosan.

En este aspecto, la fortaleza de un estado no se mide por su tamaño sino por su capacidad para llevar adelante sus funciones.31 La construcción de estas capacidades exige la adopción de criterios rigurosos para la selección del personal empleado, garantías de estabilidad que coloquen al personal al margen de las fluctuaciones políticas, recursos tecnológicos

27 Przeworski (1998) ha sugerido que a mayor desigualdad social menor capacidad de recaudación estatal. La capacidad de chantaje del sector privado les permite obtener ventajas impositivas a cambio de inversiones que aseguran la generación de empleos. Sin embargo, una vez obtenido ese beneficio agitan el fantasma del desempleo ante cualquier tentativa de ajuste tributario. 28 La crisis desatada a fines del 2001 asumió otras características (default mediante) y vino acompañada de un caótico escenario en el que la moneda nacional convivía con cuasi-monedas emitidas por las jurisdicciones provinciales, retrotrayendo al país a una situación pre-estatal comparable a la que existió antes de la imposición de una moneda común.29 Véase sobre este tema Weffort (1991:177). 30 Véase Oszlak (1984:15).31 Sikkink (1993) asocia esta condición con factores organizativos, operativos (procedimientos) e intelectuales que configuran la “infraestructura institucional del estado” y definen sus chances de disponer de autonomía.

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actualizados y disponibilidad de masa crítica en condiciones de generar una base informativa autónoma y confiable.

El principal desafío reside en cómo sostener la implementación de una idea inicial sin desnaturalizar su esencia.32 Ello exige evaluar previamente las “brechas de capacidad”, esto es, la distancia que media entre las capacidades efectivamente disponibles y aquellas necesarias para cumplir los resultados esperados.33

Capacidades analíticas. No existe estado si éste no cuenta con un aparato capaz de reunir y procesar información compleja. Un mundo cambiante y dinámico exige equipos competentes y estables provistos de saberes sofisticados y sensibilidad analítica para actualizar diagnósticos y anticipar escenarios. La política es derrotada cuando marcha detrás de los acontecimientos, recortando el margen de opciones disponibles para adoptar decisiones. El estado es, tomando la metáfora de Durkheim, un “cerebro social” capaz de “pensar” y fijar su atención sobre un tema común, en un mismo lugar y un mismo instante, algo que una multitud dispersa no podría asegurar. Esta dimensión del estado -que Bourdieu (1996) designa como el “capital informacional” que debe reunir todo estado para tomar decisiones fundadas en un conocimiento objetivo- se expresa en el paciente y sostenido proceso de construcción de sistemas generadores de información, y especialmente, de sistemas estadísticos confiables.

e. Capacidad de asegurar un orden jurídico efectivo.

El estado también contiene una dimensión jurídica pues emite “…decisiones en el lenguaje de la ley, que pretende tener efectividad sobre todo el territorio que delimita” (O’Donnell, 2008:49).

En la clásica definición weberiana el estado es entendido como una “relación jurídica” que garantiza al individuo derechos que le otorgan la probabilidad de “pedir la ayuda de un ‘mecanismo coactivo’” cuando alguna infracción motive su “queja”.34 Weber (1997:253-255) identifica este “orden jurídico estatal” con el derecho que el estado garantiza en una comunidad política mediante el empleo de medios coercitivos, pero no ignora que ese dominio puede verse desafiado por un “derecho extraestatal” sostenido por otros poderes coactivos, diferentes de los que controla la autoridad política legítima. La condición para que ese orden jurídico estatal resulte efectivo es que los poderes coactivos de esta última sean de hecho los más fuertes frente a los demás poderes. Condiciones o capacidades de segundo orden

Dentro de estas condiciones incluimos el plus de responsabilidades y tareas que un estado democrático debe sumar a un simple estado. En este caso, el estado no sólo debe garantizar una moneda común y estable, suprimir la violencia privada, cobrar impuestos y reunir capacidades administrativas, sino también, nuevos atributos que adquieren relevancia para una democracia.

En algunos casos se trata de aumentar las exigencias y cualidades de algunas condiciones de primer orden, en otros en cambio, representan nuevos atributos estatales no contemplados en aquel listado.

a. Auto-limitación y racionalización del uso de la fuerza física.

El estado a secas es aquel capaz de suprimir el riesgo potencial que representa la violencia privada. Sin embargo, este aspecto tiene dos caras inseparables pues el drama de la región no sólo se manifiesta en la debilidad del estado frente a otros poderes privados armados que lo desafían sino también en los abusos de autoridad en los que incurren los agentes estatales que son depositarios de ese monopolio. Los casos de atropello policial revelan que el estado sigue representando una fuente de incertidumbre para los ciudadanos a los que por definición

32 Véase Oszlak y O’Donnell (1976:26). 33 Como sugiere Palermo (1998:38), “el demonio está en los detalles”, de modo que una cosa es el compromiso con una idea amplia y otra cosa es sostenerla en los detalles de su implementación.34 Véase Weber (1997:258).

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debiera proteger. El problema en este caso no radica en la ausencia o debilidad del estado, sino en el uso ilegítimo de la fuerza que la sociedad le ha confiado. Las denuncias de organizaciones de la sociedad civil sobre dichos abusos deben ser respaldadas y garantizadas por los estados para esclarecer y sancionar una práctica extendida en muchos países de la región. Es preciso que el estado se auto-limite y someta a la ley evitando situaciones en las que el monopolio legítimo de la violencia se confunde y convive con su uso ilegítimo.

b. Capacidad de extraer y redistribuir los ingresos obtenidos por vía fiscal para garantizar derechos ciudadanos

El monopolio fiscal permite al estado sostener funciones básicas que en sus comienzos, estaban primordialmente orientadas al sostenimiento de las guerras y gastos militares. Sin embargo, esta dimensión fiscal del estado también es un soporte fundamental de la democracia en la medida en que actuando como un mecanismo extractivo y redistributivo, garantiza derechos que permiten atenuar la desigualación generada por los mecanismos de asignación propios del mercado. La redistribución de ingresos que promueve el estado en sociedades en las que el mercado desiguala, resulta decisiva para generar capacidades colectivas.35 De modo que la dimensión fiscal no sólo es la base de cualquier estado sino también de la democracia en la medida que sólo un estado dotado de recursos es capaz de asegurar los derechos ciudadanos prometidos por aquella. La democracia no es gratuita, requiere de un estado que disponga de recursos y esa tarea exige extraer y transferir ingresos desde un sector social a otro. La asignación de estos bienes públicos bajo la forma de derechos ciudadanos, es parte de la responsabilidad de un estado democrático de contribuir a la distribución del poder.

c. El estado no sólo debe reunir capacidades administrativas para cumplir sus objetivos, sus agencias también deben brindar un trato digno a los ciudadanos

Una de las dimensiones que resume la democraticidad de un estado es precisamente, la calidad de la relación que éste mantiene con sus ciudadanos.36 Esto es, ¿cómo tratan los jueces, las escuelas públicas, los hospitales y las fuerzas de seguridad a los distintos sectores de la sociedad?37

No se alude en este caso a la situación extrema planteada por los abusos de autoridad en los que incurren las fuerzas de seguridad sino a las moleculares manifestaciones de maltrato que el ciudadano común recibe del estado en su contacto cotidiano con las diferentes agencias estatales y sus funcionarios.

d. Capacidad de garantizar la realización de elecciones periódicas y competitivas38

Si bien desde el punto de vista analítico es legítimo y necesario diferenciar régimen político y estado, en los hechos resulta difícil imaginar la constitución de un espacio electoral, convenientemente delimitado, pacificado y regulado, sin la existencia previa de una estructura estatal. La libre competencia que distingue a ese régimen así como la garantía de universalidad de los derechos que la sustentan, no serían posibles sin el arbitraje del estado. Esto es, el estado atraviesa al régimen político democrático y es una precondición para su desarrollo.39

35 En el marco de sociedades capitalistas es posible reconocer dos formas alternativas de distribución de los recursos y los ingresos: una basada en los criterios de asignación propios del mercado y la otra mediante la intervención coactiva del estado cobrando impuestos y transfiriendo ingresos. “El problema radica en descifrar cuál es la combinación de elección voluntaria y de asignación coactiva que genera los resultados más deseados, en términos tanto de consideraciones de eficiencia como morales” (Wright, 2008:16).36 Nos apoyamos en las reflexiones de O’Donnell (2003) y en el ensayo de Auditoría Ciudadana implementado en Costa Rica. Sobre esta innovadora experiencia véase también Vargas Cullell (2003).37 Véase Mazzuca (2002:19).38 Nos apoyamos sobre este punto en O'Donnell (2008:50).39Al respecto, Lamounier (2005:264) se pregunta “¿cómo imaginar el enfrentamiento periódico entre partidos –cada uno de ellos movilizando millones de electores y dispuestos a aceptar el resultado de las urnas- sin un poder arbitral (un estado) capaz de fijar los límites, principios y procedimientos reguladores de la competición?”

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e. Capacidad de extender y garantizar de manera efectiva los derechos los ciudadanos dentro de un territorio delimitado.

El estado no sólo debe asegurar los derechos políticos garantizados en todo acto electoral sino también el alcance de otros derechos que se han incorporado gradualmente acompañando la expansión de la arena democrática. La idea de ciudadanía es dinámica y el catálogo de derechos reconocidos se ha diversificado (civiles, políticos, sociales y culturales). Las luchas democráticas son en buena medida expresión de una pugna por incorporar y asegurar nuevos derechos a sectores hasta entonces privados de ellos. La expectativa de que el estado actúe como garante de los mismos no implica desconocer que se trata de una tarea que no hay que dar por descontada en todos los estados concretos. Esta advertencia cabe especialmente para los países de América Latina en los que amplias franjas de sus sociedades aún no tienen garantizados sus derechos básicos y cualquier ley formalmente sancionada es aplicada en forma intermitente y selectiva, revelando una severa incompletud del estado en su dimensión legal.40

f. Creación de normas jurídicas a partir de procedimientos que expresan la voluntad popular

Si bien el estado es un orden jurídico la democracia le agrega la particularidad de que sus leyes son generadas a partir de principios y procedimientos que expresan la voluntad popular. En un estado democrático el poder estatal no sólo procede del pueblo sino también presupone procedimientos que permiten la formación democrática de la voluntad colectiva en ámbitos públicos de deliberación e interacción institucionalizados. Por consiguiente, las normas legales consagradas por ese estado, son sancionadas de acuerdo a reglas de autoridad y representación fundadas en el principio de la soberanía popular, esto es, se trata de un orden en el que los destinatarios del derecho pueden entenderse a la vez como sus autores.41

g. Publicidad y rendición de cuentas

El estado debe estar abierto al público y ofrecer la más amplia información sobre sus recursos, actos y decisiones de sus funcionarios de manera que ellos resulten cognoscibles para el conjunto de los ciudadanos. Dicha información es un bien público y es un derecho de los ciudadanos acceder a ella para posibilitar una mayor transparencia que contribuya a erradicar la cultura del secreto de estado. En una democracia, la exigencia de visibilidad y publicidad tiene en el parlamento uno de sus espacios emblemáticos, en tanto constituye un ámbito de deliberación público institucionalizado que actúa como caja de resonancia de la sociedad. Sin embargo, existen otros órganos de control que integran el propio aparato estatal como así también mecanismos de control ciudadano que complementan a los anteriores. El carácter y las modalidades de ese control han mudado con el transcurso del tiempo, desde las primeras ideas relativas a la división de poderes hasta las nuevas formas que expresan la dinámica actual de la sociedad civil. En efecto, a las formas clásicas de control contenidas en la idea de accountability horizontal y vertical42, se han sumado nuevos ensayos que promueven la participación ciudadana en el proceso de toma de decisiones (audiencias públicas, presupuesto participativo, auditorías ciudadanas43), ampliando sensiblemente sus posibilidades de fiscalización y acotando los márgenes de opacidad del estado. h. Capacidad de auspiciar y promover una ciudadanía más autónoma y participativa.

Una de las tareas del estado democrático es fortalecer a la sociedad civil. Como bien sugiere John Ackerman (2008:19), las conquistas democráticas que hoy tenemos son el resultado de innumerables luchas sociales y acciones cívicas de gran envergadura y, por consiguiente, las que tendremos en el futuro también provendrán del crisol de una ciudadanía movilizada, crítica y autónoma.

40 Sobre este déficit en la región véase O’Donnell (2002).41Sobre este aspecto nos remitimos principalmente a Habermas (1998 y 1999). 42 Véase O’Donnell (1998b).43 Véase Vargas Cullell (2003).

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Frente a la falsa creencia de que una sociedad civil fuerte requiere como contrapartida un estado débil, la experiencia indica que ahí donde existe una sociedad civil fuerte y activa el estado no es débil, no existiendo por lo tanto una ecuación de suma cero entre ambos términos. En el tratamiento de este vínculo es preciso renunciar a una concepción distributiva del poder que lleva a suponer que hay una cantidad finita y limitada de poder a distribuir y cualquier aumento de poder de una parte siempre se logra a expensas de la otra. Es preciso concebir a la democracia como el ámbito más apropiado para favorecer una relación de doble mano entre estado y sociedad civil, aspirando a una visión de poder colectivo que admita que el aumento de poder de una parte puede resultar perfectamente compatible con un aumento de poder de la otra.44

Sin embargo, todo lo que el estado haga en favor de una mayor participación y fortalecimiento de las organizaciones de la sociedad civil no debe menoscabar la autonomía de tales organizaciones. Aunque asistimos a ricas y variadas experiencias de participación alentadas “desde arriba”, no siempre están basadas en “la clase de autonomía que la democracia requiere”.45

B. Contexto intelectual y situación en que América Latina enfrenta la crisis global

B. 1. Crisis global y estado nación

Uno de los principales desafíos originados en el actual contexto de globalización reside en “domesticar mercados” que se despliegan a escala global y conciben a la economía como el “área de lo no político”, esto es, una zona liberada de la incómoda interferencia gubernamental y en el que toda pretensión de regulación es colocada bajo sospecha.46

En este “juego sin reglas” y de “incertidumbre endémica”47, las instituciones democráticas son las primeras víctimas pues todo lo que signifique libre deliberación por parte de los ciudadanos choca con la lógica y tiempos que rigen a este contexto económico.

En consecuencia, este escenario global golpea doblemente a los estados democráticos: por un lado sustrae de su control aspectos sustantivos de la vida política y económica que afectarán de todas maneras su gobernabilidad doméstica y por otro, erosiona los espacios de deliberación y las arenas de formación de opinión y de voluntad democrática, provocando una “pérdida de poder adquisitivo de las urnas” y un déficit de legitimación democrática.48

Existe una tensión inocultable entre la globalización económica y la organización política de los estados nacionales. Mientras éstos siguen constituyendo los principales destinatarios de las demandas políticas de su población, la dinámica global reduce cada vez más la capacidad de los estados nacionales para solucionar sus problemas.49 En otros términos, la incertidumbre y las demandas de gobernabilidad democrática crecen al tiempo que se erosionan los recursos de coordinación y conducción política que podrían contenerlas.50

Asimismo, la irrupción de “problemas globales” y la ausencia de una nueva institucionalidad acorde con la escala de aquellos, instala desafíos de “gobernabilidad global” en temas de carácter ambiental, epidemiológico o de seguridad, que exceden largamente la capacidad de respuesta aislada de los estados y reclaman mayores esfuerzos de cooperación entre las naciones.51

44 Tomamos esta distinción de Mann (1997:17) inspirada en la clasificación propuesta por Parsons entre poder distributivo y poder cooperativo. 45 Véase Kirk Hawkins y David Hansen, “Dependent Civil Society: The Círculos Bolivarianos in Venezuela”, Latin American Research Review, 41, 1 (2006:127), cit. por Carlos de la Torre (2009:27).46 Véase Bauman (1999:90). En suma, como propone Bauman (2001:182) este nuevo orden supone un conjunto de “reglas para acabar con las reglas”.47 Tomamos estas expresiones de Bauman (2001:183).48 Véase al respecto el severo diagnóstico que ofrece Habermas (2000:124) sobre este tema.49 Véase al respecto Hein (1994:94). 50 Véase Norbert Lechner (2007:357).51 Véase Rogalski (1994).

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La crisis económica actual echa por tierra muchos supuestos que sostuvieron la “arquitectura financiera global” vigente, llevando a algunos analistas a anunciar una inminente desglobalización. Sin embargo -como antes sucedió con el estado nación- no parece atinado apresurarse y dar por concluida la globalización. Es posible que nuevas instancias de coordinación y nuevas formas de institucionalidad global surjan en aquellos ámbitos que presentan mayor "desorden", primordialmente asociados a la desregulación del mercado financiero global. De todas maneras, la globalización no se reduce a su faz económica, también representa una colosal redefinición de tiempo y espacio originada en la irrupción de nuevas tecnologías informacionales y comunicacionales que se reflejan en la globalización de los estilos de vida, en la rápida circulación de los climas culturales e intensos flujos migratorios52

que, lejos de revertirse, se acentuarán.

B.2. La crisis actual y el clima ideológico en la región

Como sucedió en la crisis de 1930, las iniciativas adoptadas por los países más desarrollados ofrecen un paraguas para aceptar que el estado es un instrumento indispensable para subsanar las fallas y límites del mercado, clausurando un ciclo en el que fue presentado como objeto de sospecha.

La “despolitización de los mercados” alentada por el neoliberalismo en las últimas décadas apartó al estado del medio convirtiendo a la economía en sinónimo de un espacio liberado de su interferencia. El desafío es reponer a la política en un lugar de coordinación y regulación, aceptando que bajo estas nuevas condiciones su eficacia posiblemente no sea similar a la del pasado.

Aunque el escenario global es el mismo para todos los países de la región no afecta a todos por igual, su impacto difiere según su posición relativa en el momento de expandirse la crisis y, primordialmente, según la capacidad que retengan sus estados para procesar y amortiguar sus efectos sobre el orden doméstico.

Si bien no es posible aislar a nuestros países de ese contexto, los márgenes de acción que muestren nuestros estados definirán sus posibilidades de respuesta frente a aquél.

La magnitud y onda expansiva de esta crisis nos sorprende en un clima intelectual y político en el que el estado comenzó a ser revalorizado por nuestros países y en un marco en el que afortunadamente han sido descartadas posturas que minimizaban sus posibilidades de respuesta y daban anticipadamente por muerto al estado frente a una globalización incontenible ante la que muy poco podía hacerse.

Aquella “globalización pasiva” que invocaba –no siempre de manera desinteresada- su poder arrollador, no sólo representó una respuesta ideológica poco apropiada para resguardar los intereses nacionales sino también, una postura que –amparándose en la resignación-, postergó toda creación y fortalecimiento de las capacidades estatales cuando éstas se tornaban más necesarias.

Desde luego, esa postura está en retirada en la mayoría de nuestros países y ha sido objeto de severas críticas junto con muchas otras medidas que formaron parte del paquete de recomendaciones adoptadas durante los años 80 y 90.

Que esa posición haya sido revisada no significa que la actual crisis encuentre a nuestros países con estados dotados de suficiente fortaleza y capacidad para afrontarla. Por el momento, sólo nos indica que han sido abandonados los mapas conceptuales53 que justificaron

52 Véase sobre este aspecto Lechner (2007:351).53 La idea de “mapas” está inspirada en Norbert Lechner (2007:349). Para este autor, tal como sucede con los mapas cartográficos, los mapas “cognitivos” e “ideológicos” nos ofrecen una representación simbólica de la realidad que tiene como finalidad práctica servirnos de guía y de

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el desmantelamiento del estado en aquellos años pero no implica necesariamente que la recuperación de capacidades estatales encarada resulte suficiente ni que se despliegue de manera homogénea en la región.

Aquel desmantelamiento del estado no avanzó con la misma profundidad en todos los países, no produjo las mismas consecuencias y tampoco los encuentra en igualdad de condiciones frente a los desafíos globales.

La revalorización del estado y sus capacidades supone reconocer su papel de “filtro” para regular los intercambios entre el adentro y el afuera54, y aceptar que aún es mucho lo que puede aportar para amortiguar los efectos de una crisis global.

Cabe aclarar que no se trata de recuperar o fortalecer cualquier tipo de estado sino un subtipo de éste que resulte consistente con un régimen democrático (O'Donnell, 2008). Ello implica por lo tanto un doble esfuerzo destinado a combinar capacidades que permitan al estado afrontar sus tareas básicas sin olvidar que está sometido a demandas y controles propios de un contexto democrático.

La democracia necesita de un estado fuerte y competente para evitar que ese contexto crítico interfiera negativamente sobre su dinámica propia, pero también le impone mayores exigencias que las que caben a un estado a secas. En otras palabras, no se trata de una mera recuperación de capacidades estatales sino de entender ese fortalecimiento como parte inseparable de la construcción democrática en curso. Una democracia débil -en sus posibilidades de control y rendición de cuentas- no puede ser el precio a pagar por un estado más fuerte.

B.3. El estado necesario

Pese a los avances que el retorno de la democracia significó en materia de derechos políticos, subsisten severos déficit en otras dimensiones de la ciudadanía. La recuperación de la ciudadanía política –arrasada durante los regímenes autoritarios- hoy convive con inocultables desmejoras y retrocesos en materia de derechos sociales, al tiempo que permanecen en cuestión ciertos derechos civiles básicos.55

Por consiguiente, disponemos de ciudadanías parciales e incompletas, y ello nos sitúa ante un escenario contradictorio y desafiante, pues si bien la ciudadanía sólo puede existir dentro del marco de la democracia, su vigencia no ha bastado para tornarla efectiva. 56

Las instituciones y libertades contextuales que contiene un régimen democrático constituyen un umbral necesario pero ellas no bastan para asegurar una ciudadanía efectiva. Ésta requiere además, un estado que la asegure. Sin embargo, los patrones de construcción que asumieron nuestros estados en su etapa formativa revelan que éstos no lograron construir capacidades infraestructurales suficientes para garantizar los derechos ciudadanos de manera efectiva y homogénea en todo el territorio. Esa persistente debilidad de origen resultó agravada como consecuencia de las políticas pro-mercado aplicadas en el pasado reciente, que ocasionaron un severo desmantelamiento de las capacidades estatales disponibles.

La recuperación de la democracia, cuya continuidad celebramos en la región, fue inmediatamente sucedida por una demonización del estado que abonó el terreno para imponer un diagnóstico basado en su reducción (cuanto menos estado, mejor, era la premisa dominante

orientación. Asimismo, los cambios en las coordenadas de tiempo y espacio pueden tornar inadecuados los códigos interpretativos que los mapas contienen para orientarnos en un nuevo contexto. 54 Guillermo O’Donnell se ha referido a este papel de "filtro" del estado, convirtiendo este aspecto una de las dimensiones que reconoce el estado (1998a; 2008). 55 En efecto, los derechos que integran el tríptico clásico (civiles, políticos y sociales) presentan un carácter discontinuo de modo tal que la recuperación de ciertos derechos ha coexistido con la pérdida o deterioro de otros. Ello significa –como sugiere Botana (2004:33)-, que en nuestra experiencia histórica los derechos no han cobrado forma por acumulación sino por exclusión. 56 Véase O’Donnell (1993; 2007).

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en esos años). Muchas voces proveniente del campo político e intelectual se alzaron para advertir que los estados mínimos alentados por el discurso neoliberal promoverían democracias mínimas, esto es, democracias disminuidas y con estados impotentes para asegurar los derechos ciudadanos prometidos por aquella. Las “ciudadanías de baja intensidad” retratadas por O’Donnell (1993) no harán más que confirmar esa sospecha cuando ese desmonte del estado ya mostraba sus efectos sobre nuestra vida pública y la calidad de nuestras democracias.

El déficit de ciudadanía que comenzó a acentuarse en esos años tenía como contracara inseparable, un déficit de estatidad que recientemente ha pasado a formar parte del debate democrático.57

Los mapas conceptuales disponibles no ayudaron a reconocer este estado faltante como parte de una tarea democrática pendiente. En efecto, desde la recuperación de la democracia hemos asistido a un doble reduccionismo conceptual que, por un lado nos condujo a identificar a ésta con el régimen político -ignorando otros ámbitos que también deberían ser atravesados por la democratización como la sociedad y el estado-, pero por otro lado, este último también estuvo sometido a una reducción no menos ilegítima al concebirse como un simple aparato económico (desde el discurso neoliberal) o como un aparato burocrático (desde el neo-institucional). La democracia sin embargo, es mucho más que un régimen político y el estado no sólo comprende una dimensión económica y administrativa sino también, como sugiere O'Donnell (1993), una dimensión jurídica que lo convierte en un sostén decisivo de los derechos ciudadanos prometidos en democracia.

Tras las reformas neoliberales se ha gestado un nuevo consenso respecto a la necesidad de reconstruir nuestros estados, devolviéndole roles y responsabilidades arrebatados en aquellos años. Sin embargo, no basta reclamar simplemente su retorno o reconstrucción –por muy necesario que ello resulte- es preciso además, subordinar esa recuperación a una estrategia de perfeccionamiento democrático que nos imponga pensar el cumplimiento de esas tareas sin desentendernos de la calidad de las instituciones que las provean.

En efecto, postular la necesaria intervención del estado no implica renunciar a su fiscalización. Es tan necesario un estado provisto de capacidad para extraer y redistribuir recursos, como un riguroso control democrático sobre dichas tareas. En suma, el estado es tan necesario para proveer bienes ciudadanos como necesitado de control democrático. La democracia precisa por consiguiente, de un estado tan fuerte como democrático. Tras el vendaval neoliberal resulta imperioso recrear capacidades estatales mínimas pero tal recuperación debe lograrse sin menoscabar los mecanismos que permiten controlar la formación y destino de sus recursos.

Reconstruir y perfeccionar nuestros estados es parte de una tarea democrática, sin embargo, un estado fuerte y provisto de capacidades adecuadas no nos asegura su democraticidad. Esta cualidad dependerá de otras iniciativas, acciones y dispositivos que permitan tornarlo compatible con la naturaleza de una democracia.

Las políticas impulsadas en la región en los años recientes expresan una legítima voluntad de recuperar herramientas y capacidades estatales que se traducen en una mayor presencia e intervención en ámbitos antes cedidos al mercado. Resta saber si este reposicionamiento del estado vendrá acompañado de un mayor compromiso por asegurar una ciudadanía efectiva a amplios sectores de la sociedad que hoy ven menoscabadas su dignidad y autonomía. Ensanchar la democracia y expandir la vida y deliberación públicas, exige antes que nada, incluir a estos sectores hoy desprovistos de un umbral mínimo de ciudadanía.

C. Los efectos de la crisis sobre las democracias y sus estados

Es posible que la crisis desatada en el mundo altere las condiciones sobre las que se apoyan nuestras democracias, pero ese impacto diferirá según sus capacidades para conducir la economía y procesar las tensiones generadas por este crítico contexto.

57 Véase O’Donnell (2007; 2008) y PNUD (2004; 2008).

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El escenario regional es heterogéneo pues difiere según el grado de maduración y afianzamiento alcanzado por los procesos de democratización como también, según las capacidades estatales disponibles al recuperar la democracia o creadas bajo su vigencia.

Hay dos niveles de análisis posibles: uno referido a las condiciones democráticas y estatales existentes al desatarse la crisis, el otro alude a los posibles impactos que ésta pueda tener sobre ambas dimensiones.

C.1. La democratización y sus alcances

Si bien la teoría democrática predominante ha tendido a identificar democratización con democracia electoral hoy se acepta que aunque ésta representa una condición necesaria no agota la tarea de construcción democrática. La democratización, entendida en un sentido amplio, va más allá del momento electoral y no se limita al conjunto de derechos e instituciones que intervienen en ese instante crucial de la vida democrática. Superar positivamente esa reducción no sólo exige ampliar nuestra mirada temporal, interesándonos por lo que pasa después de las elecciones, sino también considerar otras dimensiones (la sociedad civil y el estado) desatendidas por las teorías democráticas que reducen la democracia al régimen político.58

Intentando una distinción similar a la ensayada antes sobre el estado, la democratización del régimen político es para la democracia una condición de primer orden pero que no agota en modo alguno el proceso de democratización. Esto es, sin un régimen político que garantice elecciones libres, periódicas y competitivas no hay democracia, pero al mismo tiempo, la democracia presupone mucho más que eso. La democratización tiene un carácter expansivo59

y dinámico (nunca terminal) que nos impone extender los criterios democráticos a otros ámbitos, tales como la sociedad civil y el estado.

Las elecciones consecutivas realizadas en América Latina para elegir representantes en todos los niveles de gobierno y la fuerte implantación del voto como recurso democrático básico y como sustento del poder legítimo, sugieren que la democracia se ha afianzado en la región como régimen político.60 Con sus matices, este es un logro que comparten todos los países de la región. Los contrastes se acentúan en cambio al considerar el grado de autonomía y diversidad de sus sociedades civiles, y las tareas democráticas del estado, ya sea asegurando derechos ciudadanos efectivos o promoviendo instancias de control que lo tornen más abierto al escrutinio público.

Al considerar de manera desagregada estos niveles es posible advertir claroscuros en los que algunos logros conviven con asignaturas pendientes que aún aguardan atención.

a. A nivel de régimen político:

La realización de elecciones competitivas y periódicas a nivel nacional han venido acompañadas, en algunos países, por avances de su régimen electoral ya sea creando tribunales electorales independientes, introduciendo regulaciones en materia de financiamiento y duración de las campañas electorales, etc. Sin embargo, esos mismos logros coexisten con situaciones subnacionales en las que poderes locales disponen de un predominio que ensombrece el carácter competitivo de las elecciones, no cubriendo los requisitos básicos que presupone una democracia electoral.

b. A nivel de sociedad civil:

La participación y movilización de la sociedad civil representa un potencial que contribuye a expandir la arena política democrática pero que se mantiene en tensión con una institucionalidad democrática que no siempre logra traducir sus logros y conquistas en nuevas instituciones que aseguren su perdurabilidad. Asimismo, las experiencias nacionales pueden

58 Sobre esta postura puede consultarse O’Donnell (2003) y Vargas Cullell (2006).59 Véase John Ackerman (2006).60 Véase Cheresky (2006)

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diferir según el grado de autonomía y auto-organización que las organizaciones sociales mantienen frente al estado y según sus posibilidades efectivas de configurar una vigorosa esfera pública societal que exprese su pluralidad y diversidad.

c. A nivel de estado:

La democratización del estado no sólo se manifiesta en su compromiso de garantizar el ejercicio efectivo de los derechos ciudadanos de manera homogénea en todo el territorio y todos los grupos sociales, sino también en sus acciones orientadas a institucionalizar nuevas formas de control ciudadano y de rendición de cuentas. Esos niveles de democraticidad admiten diferentes combinaciones que explican la actual disparidad de los escenarios democráticos en la región,61 y que podríamos condensar en tres escenarios alternativos:

* Un primer escenario posible es aquel en el que los avances a nivel de régimen político nacional y subnacional conviven con una presencia relativamente homogénea del estado de derecho y un respeto por la diversidad y expresiones plurales de la sociedad civil (Uruguay, Chile y Costa Rica pueden ilustrar a este primer tipo).

* Un escenario opuesto es aquel que revela debilidades tanto en términos de régimen político (nacional y subnacional), como en el respeto por la diversidad del contexto social y que cuenta con un estado débil en su presencia territorial como en la experiencia social cotidiana (Haití).

* Por último, existen situaciones intermedias en las que las condiciones relativas al régimen político son cubiertas satisfactoriamente (registrando alternancias en el gobierno, impulsando iniciativas innovadoras en materia electoral -tribunales electorales independientes, voto electrónico, etc.-) pero que revelan déficit de estatidad y enfrentan dificultades para erradicar la violencia privada (México, Brasil). Otra variante intermedia proviene de aquellos casos en que elecciones regulares y periódicas conviven con escenarios que plantean interrogantes respecto a la autonomía de las organizaciones de la sociedad civil frente al estado (Venezuela).

Como podrá apreciarse, esos escenarios presentan combinaciones dispares en sus procesos de democratización al desatarse la crisis actual. Sin embargo, sus posibilidades de sobrellevar esta crisis no se cifran sólo en la dinámica de la vida democrática sino también en la disponibilidad de capacidades estatales que permitan ofrecer respuestas adecuadas a ese contexto internacional.

La crisis puede impactar sobre las dimensiones de estatidad y de ese modo incidir sobre los procesos democráticos de diferentes maneras, según qué aspectos del estado manifiesten debilidades que puedan resultar potenciadas bajo ese contexto crítico.

* La crisis económica puede ocasionar menores ingresos fiscales, erosionando el cumplimiento de funciones básicas (seguridad pública, garantizar una moneda y un orden jurídico, etc.) que definen un umbral mínimo de estatidad. El deterioro de estas capacidades no sólo compromete la responsabilidad del estado de garantizar un orden sino que permite prever severas consecuencias para sus democracias. En este marco, las democracias continuarán realizando elecciones periódicas y competitivas pero enfrentarán severas limitaciones para garantizar derechos básicos en la vida cotidiana (seguridad pública, acceso a la salud y a la educación) y para conducir la economía. Asimismo, ello también puede diferir o abortar tareas de construcción estatal en aspectos democráticamente relevantes que hubiesen contribuido a expandir las fronteras de la democratización en curso, ya sea institucionalizando nuevos derechos o nuevas formas de control democrático. En otros términos, el deterioro de las capacidades estatales de primer orden, les impone concentrarse en la recomposición de capacidades mínimas, relegando a un segundo plano la generación de capacidades estatales democráticamente relevantes.

61 Nos inspiramos y seguimos con algunas variantes, una tipología del mismo tenor sugerida por O’Donnell (2003:88-89).

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* Al mismo tiempo, el déficit de ciudadanía puede verse agravado si los problemas fiscales ocasionados por la crisis acentúa la brecha de desigualdad ya existente. De ese modo se reforzaría un círculo vicioso entre sociedades desiguales y estados pobres que compromete la provisión de bienes públicos y aleja la posibilidad de avanzar hacia una democracia de ciudadanía.

Estos posibles efectos de la crisis en curso sorprenden a los países de la región bajo condiciones disímiles y ello hace que difiera la naturaleza de los desafíos que tienen por delante.

* Algunos países que ya acusaban déficit de estatidad notorios antes del estallido de la crisis deberán redoblar sus esfuerzos para asegurar capacidades estatales de primer orden en un contexto más adverso en el que no estarán ausentes tensiones que pondrán a prueba la capacidad de procesar los conflictos democráticamente.

* Otros países que contaban con capacidades estatales básicas, relativamente aseguradas, enfrentarán turbulencias que demandarán concentrar sus esfuerzos en mantener esas condiciones hoy amenazadas. La energía puesta en preservar esas capacidades de primer orden puede postergar el desarrollo de otras tareas estatales democráticamente relevantes. En otros términos, el empeño de los gobiernos en asegurar capacidades estatales mínimas puede entrar en conflicto con el impulso democrático a ejercer mayor control sobre los recursos del estado y los criterios para definir su destino en contexto de crisis.

* Por último, algunos países disponen de mayores capacidades para filtrar los efectos de la crisis, contando con mayores chances para procesar la conflictividad que ésta pueda desatar, garantizando ámbitos institucionalizados para encauzar sus efectos negativos.

La diversidad de situaciones que reconoce la región latinoamericana nos revela que los escenarios posibles ante la crisis pueden variar según el itinerario recorrido por cada país, según los logros alcanzados tanto en su proceso de democratización como de construcción estatal.

Eso nos recuerda que los caminos a transitar para concretar las tareas pendientes no reconocen una vía única y tampoco responden a un trayecto lineal, con secuencias y etapas inevitables o ineludibles.

Las vías y secuencias que adoptó la democratización en nuestros países expresan nuestra singularidad histórica y no repiten necesariamente el patrón que distinguió a los países noratlánticos que habitualmente sirven de referentes empíricos de los modelos consagrados como clásicos.

Es inocultable que nuestras democracias no han sido antecedidas por muchas de las condiciones de estatidad que respaldaron a las experiencias democráticas de aquellos países. Sin embargo, ello sólo confirma que el camino y las secuencias a seguir serán distintos y nada indica que estos ensayos democráticos estén condenados inexorablemente al fracaso. Asumir que el estado es un soporte necesario para nuestras democracias debe servirnos para reconocer que su fortalecimiento no resulta ajeno a nuestros esfuerzos por perfeccionar la democracia y que ambas tareas son complementarias.

Desde luego la ausencia o debilidad de capacidades estatales condiciona las posibilidades de concretar muchas de las promesas democráticas y ello puede convertirse en una fuente potencial de desencanto para nuestros pueblos. Sin embargo, que esas capacidades hoy no estén disponibles no significa que no puedan crearse mientras persista la democracia. Para ello es preciso valorar los logros democráticos alcanzados y convertirlos en una base de apoyo que nos permita afirmarnos y avanzar hacia otros ámbitos, aún postergados, dentro del proceso de democratización.

Sin descuidar lo mucho que nos falta alcanzar también puede resultar alentador valorar lo ya asegurado. Por tal razón conviene no subestimar la conexión y compromiso que nuestras sociedades manifiestan con la dimensión electoral de la democracia –refrendada en las

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múltiples y periódicas elecciones realizadas desde su recuperación- que actúa como un potente ámbito de expresión y demanda capaz de expandir sus efectos sobre otras dimensiones de la vida democrática.

D. CONCLUSIONES

Reflexionar sobre el estado y las capacidades que debe reunir para asegurar una gobernabilidad democrática exige identificar capacidades –disponibles o faltantes- que permitan controlar los márgenes de incertidumbre que esta crisis global representa para la democracia en nuestra región.

No resulta indistinto para la suerte de una democracia disponer o no de un estado capaz de cubrir estas funciones. Un mapeo de la realidad latinoamericana tal vez nos exija aceptar que en algunos casos estamos en presencia de estados incapaces de imponerse en ciertos aspectos centrales de la soberanía y que una estatidad incompleta como la que padecen algunos estados latinoamericanos, no puede dejar de tener consecuencias serias para la edificación de un orden democrático.

Afortunadamente, el nuevo clima intelectual predominante en el mundo y la región concede un lugar decisivo al estado como ámbito de coordinación y regulación dejando atrás ideas y políticas públicas que en los años 80 y 90 alentaban su demolición. Sin embargo, que esa postura haya sido revisada no significa que la actual crisis encuentre a nuestros países con estados dotados de suficiente fortaleza y capacidad para afrontarla. Por el momento, sólo nos indica que han sido abandonados los mapas conceptuales que justificaron su desmantelamiento en aquellos años pero no implica necesariamente que la recuperación de capacidades estatales encarada recientemente resulte suficiente ni que se despliegue de manera homogénea en la región.

Asimismo, debemos aceptar que reconstruir y perfeccionar nuestros estados es parte de una tarea democrática y que un estado fuerte y provisto de capacidades adecuadas no nos asegura su democraticidad. Esta cualidad dependerá de otras iniciativas, acciones y dispositivos que permitan tornarlo compatible con la naturaleza de una democracia.

En otras palabras, no se trata de una mera recuperación de capacidades estatales –como un acto reflejo frente al desmantelamiento previo- sino de entender ese fortalecimiento como parte inseparable de la construcción democrática en curso. Una democracia débil -en sus posibilidades de control y rendición de cuentas- no puede ser el precio a pagar por obtener un estado más fuerte.

Por consiguiente, los nuevos desafíos globales deberán enfrentarse capitalizando la experiencia acumulada durante este ciclo democrático. Algunos casos nacionales enseñan que el restablecimiento de la gobernabilidad –en otros contextos no menos desafiantes- se obtuvo en desmedro de la calidad de nuestras democracias -aunque hayan permitido su continuidad-, de modo que conectar gobernabilidad, estado fuerte y democracia no es sólo un desafío teórico y conceptual sino lo que es más serio aún, una asignatura pendiente de orden práctico y operativo.

La calidad de una democracia se apoya tanto en la vitalidad y potencial proveniente de lo público-social como de lo público-estatal. En otros términos, se nutre tanto de la energía originada en la capacidad de asociación, participación, deliberación y auto-organización de los ciudadanos para intervenir en la formulación de los asuntos de interés general, como de las capacidades colectivas que el estado debe garantizar para conformar un espacio común y compartido.

Dichos espacios no son excluyentes, por el contrario, se necesitan y refuerzan mutuamente pues una democracia requiere tanto de una sociedad civil activa y vigilante como de un estado vigoroso. Sin embargo, ese estado debe ser capaz de generar bienes públicos como de someterse al control y escrutinio público para contrarrestar su opacidad y arbitrariedad. Ambas, son dos caras inseparables y complementarias de lo público-estatal: una orientada a garantizar

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los derechos ciudadanos, la otra a controlar y transparentar ese enorme poder del estado, tan necesario como temible.

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ANEXO ESTRATÉGICO

El alcance global de la crisis financiera desatada en el año 2008 plantea novedosos y muy serios desafíos para las democracias de la región. En que medida éstas podrán verse sacudidas por este contexto crítico y cuáles son las capacidades efectivas de sus estados para procesar este escenario sin comprometer su perdurabilidad y posibilidades de perfeccionamiento, son cuestiones que no pueden estar ausentes en la agenda pública de estos países.

Aunque en los últimos años se ha hablado insistentemente sobre las restricciones que el proceso de globalización impone a la soberanía de los estados nacionales, hoy debemos interrogarnos sobre el impacto de una crisis global, aún en curso, sobre las democracias de la región.

¿Qué consecuencias acarreará esta crisis para nuestros países y sus democracias?

¿Qué tareas serán necesarias para filtrar las implicancias adversas de este crítico contexto sobre su desempeño democrático?

Estos interrogantes exigen evaluar –entre otras cosas- las capacidades que reúnen los gobiernos democráticos para movilizar recursos que permitan procesar las turbulencias desatadas por este escenario internacional y controlar los riesgos que puedan representar para su gobernabilidad.

Es preciso aceptar que si bien el escenario global es el mismo para toda la región, no afecta a todos los países por igual. Las situaciones varían de un país a otro y sus posibilidades de respuesta difieren según el desempeño económico y cuentas públicas, el afianzamiento de sus instituciones y prácticas democráticas como también, de acuerdo a la capacidad de sus estados para amortiguar los efectos de la crisis sobre el orden doméstico.

Esta última dimensión resulta crucial pues si bien no es posible aislar a nuestros países de ese clima internacional, sus capacidades estatales serán decisivas para afrontar este contexto y resguardar ciertos márgenes de respuesta y acción frente a aquél.

Hacer foco sobre el estado y las fortalezas que debe reunir para asegurar una gobernabilidad democrática exige identificar capacidades disponibles y faltantes que permitan controlar los márgenes de incertidumbre que esta crisis global representa para las democracias de la región.

No resulta indistinto para una democracia la existencia de un estado capaz de cubrir estas funciones. Sin embargo, un repaso del mapa regional nos indica que no pocos estados aún se revelan incapaces de imponerse en ciertos aspectos centrales de la soberanía y la presencia de una estatidad incompleta, no resulta indiferente para la edificación y profundización de un orden democrático.

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Afortunadamente, el nuevo clima intelectual predominante en el mundo y la región concede un lugar decisivo al estado como ámbito de coordinación y regulación dejando atrás, ideas y políticas públicas que en los años 80 y 90 alentaban su demolición. Sin embargo, que esa postura haya sido revisada no significa que la actual crisis encuentre a nuestros países con estados dotados de suficiente fortaleza y capacidad para afrontarla. Por el momento, sólo nos indica que han sido abandonados los mapas conceptuales que justificaron su desmantelamiento, pero no ello no significa que la recuperación de capacidades estatales encarada recientemente resulte suficiente ni que se despliegue de manera homogénea en la región.

Asimismo, debemos aceptar que reconstruir y perfeccionar nuestros estados es parte de una tarea democrática y que un estado fuerte y provisto de capacidades adecuadas no nos asegura su democraticidad. Esta cualidad dependerá de otras iniciativas, acciones y dispositivos que permitan tornarlo compatible con la naturaleza de una democracia.

En otras palabras, no basta la recuperación de capacidades estatales –como mero acto reflejo frente al desmantelamiento previo- sino que se trata de asumir ese fortalecimiento como parte inseparable de la construcción democrática en curso. Una democracia débil en sus posibilidades de control y rendición de cuentas no puede ser el precio a pagar por un estado más fuerte.

Por consiguiente, los nuevos desafíos globales deberán enfrentarse capitalizando la experiencia acumulada durante este ciclo democrático. Algunos casos nacionales enseñan que el restablecimiento de la gobernabilidad –en otros contextos no menos desafiantes- se obtuvo en desmedro de la calidad de nuestras democracias -aunque hayan permitido su continuidad-, de modo que conectar gobernabilidad, estado fuerte y democracia no es sólo un desafío teórico y conceptual sino una asignatura pendiente de orden práctico y operativo.

La calidad de una democracia se apoya tanto en la vitalidad y potencial proveniente de lo público-social como de lo público-estatal. En otros términos, se nutre tanto de la energía originada en la capacidad de asociación, participación, deliberación y auto-organización de los ciudadanos para intervenir en la formulación de los asuntos de interés general, como de las capacidades colectivas que el estado debe garantizar para conformar un espacio común y compartido.

Dichos espacios no son excluyentes, por el contrario, se necesitan y refuerzan mutuamente pues una democracia requiere tanto de una sociedad civil activa y vigilante como de un estado vigoroso. Sin embargo, ese estado debe ser tan capaz de generar bienes públicos como de someterse al control y escrutinio público para contrarrestar su opacidad y arbitrariedad. Ambas, son dos caras inseparables y complementarias de lo público-estatal: una orientada a garantizar los derechos ciudadanos, la otra a controlar y transparentar ese enorme poder del estado.

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Recomendaciones para una agenda de investigación

Reflexionar sobre el estado y la gobernabilidad democrática implica pensar primordialmente, en su capacidad para reducir las formas cambiantes de incertidumbre que enfrenta una sociedad.

Sin embargo, la experiencia democrática acumulada en estas últimas dos décadas sugiere evitar dos acepciones restringidas de gobernabilidad democrática que resultan insuficientes para entender los desafíos que ésta supone. En primer lugar, la gobernabilidad democrática no se reduce a gobernabilidad económica ni a reponer certidumbre controlando ciertas variables macroeconómicas cruciales, aun cuando ello resulte decisivo para la continuidad democrática. En otros términos, las políticas que aseguran gobernabilidad no sólo pueden ser juzgadas por su efectividad para conducir esas variables, sino también considerando sus efectos sobre la calidad de las instituciones. En suma, la búsqueda de gobernabilidad no puede entenderse como una tarea independiente de la calidad de la democracia que se pretende sostener.

En segundo término, la gobernabilidad democrática no se reduce al gobierno sino que comprende tanto el funcionamiento de éstos como el desempeño de sus estados. Un estado eficaz resulta decisivo para la gobernabilidad democrática, de modo que ésta exige amalgamar tanto recursos políticos aportados por los gobiernos de turno como recursos estatales provenientes de una construcción institucional sostenida y de mayor aliento.

En lo concerniente al estado, resulta imperioso identificar las capacidades disponibles y faltantes que permitan procesar la incertidumbre que esta crisis global –y otras situaciones no previstas- puedan representar para la democracia.

Ello significa aceptar que –contrariamente a lo sostenido por la retórica anti-estatal de los años pasados- aún es mucho lo que el estado puede hacer para amortiguar los efectos adversos provenientes del contexto internacional, abandonando los enfoques que daban prematuramente por muerto al estado-nación y nos convocaban a una “globalización pasiva” que llevó a resignar capacidades y herramientas estatales cuando se tornaban más indispensables.

La actual revalorización del estado también debe tener correlato conceptual para pensar sus vínculos con la democracia. Vale recordar que los mapas conceptuales disponibles no ayudaron a reconocer este estado faltante como parte de una tarea democrática pendiente. En efecto, ni la teoría democrática predominante reparó en la importancia del estado –concentrándose en el régimen político- ni el estado fue pensado más allá de su dimensión económica o administrativa, subestimando su relevancia para sostener los derechos ciudadanos prometidos por la democracia. Es preciso elaborar por consiguiente, una nueva agenda de investigación que permita superar este doble reduccionismo conceptual que nos condujo a pensar la democracia olvidando al estado, como a ignorar que la construcción de este último también representa una tarea democrática.

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Orientaciones y recomendaciones de políticas públicas

Cómo conectar gobernabilidad, estado y democracia no sólo representa un reto teórico y conceptual sino, lo que es más desafiante aún, una asignatura pendiente de orden práctico y operativo para los países de la región.

La construcción de capacidades estatales no puede desligarse de la aspiración de avanzar hacia un estado democrático, entendiendo a éste como un horizonte normativo que debe guiar nuestras acciones. Para ello es preciso reconocer con qué estado cuentan sus democracias y hacia que estado deben tender.

A tal efecto, sugerimos distinguir entre capacidades estatales en sentido estricto que resultan decisivas para crear un orden en una sociedad, independientemente de la forma política que ésta adopte para organizarse; y capacidades estatales democráticamente relevantes que favorecen la democratización y no están necesariamente presentes en todo tipo de estado.

Dentro de las primeras ubicamos ciertas capacidades básicas que definen un umbral mínimo de estatidad mucho antes de considerar si ese estado es o no democrático. Las segundas incluyen nuevas responsabilidades y tareas que un estado democrático debe sumar a un simple estado. En este caso, no sólo se trata de garantizar una moneda común y estable, suprimir la violencia privada, cobrar impuestos y reunir capacidades administrativas, sino también sumar otras condiciones que resultan relevantes para una democracia.

Dichas capacidades se presentan combinadas de manera dispar en los países de la región al desatarse la crisis actual y reconocer esa variedad de situaciones resulta indispensable para definir estrategias de acción que contribuyan a resguardar a la democracia frente a las turbulencias que este contexto desata.

Los escenarios varían según que aspectos del estado manifiesten debilidades que puedan resultar potenciados por la crisis, creando condiciones disímiles para cada experiencia democrática y marcando de manera diferente, la naturaleza de los desafíos que tienen por delante.

* Algunos países que acusaban déficit de estatidad notorios antes del estallido de la crisis deberán redoblar sus esfuerzos para asegurar capacidades estatales básicas en un contexto más adverso en el que no estarán ausentes tensiones que pondrán a prueba la capacidad de procesar los conflictos democráticamente.

* Los países que cuentan con capacidades estatales básicas relativamente aseguradas, enfrentarán turbulencias que demandarán concentrar sus esfuerzos en mantener esas condiciones hoy amenazadas, lo que tal vez les signifique postergar el desarrollo de otras tareas estatales democráticamente relevantes.

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* Otros países disponen de mayores capacidades para filtrar los efectos de la crisis, contando con mayores chances para procesar la conflictividad que ésta pueda desatar, garantizando ámbitos institucionalizados para encauzar sus efectos negativos.

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