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I Gengis Khan Y EL TELÉGRAFO -SOBRE EL GOBIERNO RUSO- León Tolstoi* Este artículo de León Tolstoi no se ha publicado más que una vez en ruso, en 1910, en París. Se entiende por qué la censura zarista no lo dejó pasar Pero nunca se ha publicado tampoco en la URSS. No figura en la edición llamada "completa" en 90 volúmenes de las obras de Tolstoi. /Vmiel escribió en alguna parte: "Frágil edificio el de un Estado fundado en el interés y cimentado en el miedo". No puede uno sino adherirse a este pensa- miento, que, intelectualmente, se comprende muy bien. Pero más allá de un jui- cio puramente intelectual, un edificio de este tipo también puede suscitar es- panto y repulsión, sobre todo cuando se vive en él y cuando todo su horror y su fragilidad aparecen claramente. No hay duda de que este tipo de sentimiento es el que han de experimentar la inmensa mayoría de los 150 millones de rusos. I Nada es grave todavía cuando la monstruosidad y la fragilidad de este edificio se ocultan artificialmente al pueblo mediante hábiles y sutiles sofismas profunda- mente arraigados desde hace generaciones. Nada grave tampoco cuando los hom- bres están tan atados a él por interés personal y por vanidad que en definitiva ya no ven nada; cuando no pueden o no quieren notar todo lo absurdo, lo injusto y L.N. Tolstoi: Tckirigiiis Kians' Telep^om, o Rusiom PravUelstve. París, Kooperativnala Tipografía "Soyouz", 3, rué Beaunicr. 1910, 22 pp. Traducción del ruso de Anne Coldcsy-Focard. Traducción del francés de Arturo Vázquez Barrón. 119

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Gengis Khan Y EL TELÉGRAFO

-SOBRE EL GOBIERNO RUSO-

León Tolstoi*

Este artículo de León Tolstoi no se ha publicado más que una vez en ruso, en 1910, en París.

Se entiende por qué la censura zarista no lo dejó pasar Pero nunca se ha publicado tampoco en

la URSS. No figura en la edición llamada "completa" en 90 volúmenes de las obras de Tolstoi.

/Vmiel escribió en alguna parte: "Frágil edificio el de un Estado fundado en el interés y cimentado en el miedo". No puede uno sino adherirse a este pensa- miento, que, intelectualmente, se comprende muy bien. Pero más allá de un jui- cio puramente intelectual, un edificio de este tipo también puede suscitar es- panto y repulsión, sobre todo cuando se vive en él y cuando todo su horror y su fragilidad aparecen claramente. No hay duda de que este tipo de sentimiento es el que han de experimentar la inmensa mayoría de los 150 millones de rusos.

I

Nada es grave todavía cuando la monstruosidad y la fragilidad de este edificio se ocultan artificialmente al pueblo mediante hábiles y sutiles sofismas profunda- mente arraigados desde hace generaciones. Nada grave tampoco cuando los hom- bres están tan atados a él por interés personal y por vanidad que en definitiva ya no ven nada; cuando no pueden o no quieren notar todo lo absurdo, lo injusto y

• L.N. Tolstoi: Tckirigiiis Kians' Telep^om, o Rusiom PravUelstve. París, Kooperativnala Tipografía "Soyouz",

3, rué Beaunicr. 1910, 22 pp. Traducción del ruso de Anne Coldcsy-Focard. Traducción del francés de Arturo

Vázquez Barrón.

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lo bárbaro de esta estructura, a tal punto que se encierran en su situación de es- clavos e imaginan que todos esos atributos del Estado que son los tribunales, la policía, el ejército, los ministerios y el parlamento, son indispensables y beneficio- sos, como garantes de su seguridad y de su libertad.

Los hombres de esta especie creen sinceramente que son tan libres como pueda uno serlo, que las instituciones que los esclavizan son la condición necesa- ria para la vida humana, y que si algo debe cambiarse no puede tratarse más que de detalles, pero que en conjunto todo está en el orden de las cosas y que no po- dría ser de otra manera.

Así es como piensan los ingleses, los norteamericanos, los franceses, los alema- nes, y no puede ser de otro modo. Por suerte o por desgracia, nosotros, los rusos, no podemos, a pesar de todos nuestros esfuerzos, compartir esta opinión o este

sentimiento. En la actualidad, la inmensa mayoría de los rusos reconoce y siente plena-

mente que todo sistema gubernamental que ata, aplasta y envilece a los hombres, no sólo no es indispensable, sino que además es perfectamente perjudicial, ab-

yecto y, en todo caso, inútil.

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Por muy poco que cualquier ruso reflexione, incluso si es iletrado, hoy queda cla- ro que fuera de los males que son el sino común de la humanidad, existen otros que dependen únicamente del gobierno, el cual, sin la menor necesidad, hace

sufrir al pueblo los más salvajes y crueles tormentos, y lo oprime hasta que se so- mete a un grupo que todo lo aplasta, aunque desde el punto de vista numérico

sea insignificante. La Rusia de hoy siente esto con una acuidad bastante particular, porque, al ya

no encontrar oposición, el gobierno se siente a sus anchas y sin pudor alguno ator-

menta, oprime, mata, envía a la cárcel y al exilio a todos aquellos que se atreven a manifestar la menor resistencia y a levantar en su contra la más débil protesta.

Si el pueblo ruso siente hoy de manera particularmente clara la brutalidad y el despotismo sin límites del gobierno, es también porque ya ha percibido la posi- bilidad de una vía libre. Los rusos han comenzado a tomar conciencia de que

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eran seres dotados de razón y de que podían, con toda justicia, pretender que su propia conciencia y su razón los dirigieran, y ya no la voluntad de algún descono- cido, sucesor al azar de otro desconocido. Mientras más cruel, brutal y desenfrena- do se muestra el poder gubernamental, más claramente toma conciencia el pue-

blo de que tal orden de cosas es absurdo y de que no puede ya subsistir por mucho tiempo.

Estos dos fenómenos -el despotismo sin freno del poder y la conciencia que tiene el pueblo de la ilegalidad de todo esto- no han dejado de crecer día tras día y hora tras hora, y están llegando, en estos últimos tiempos, a su punto de ruptura. No obstante, por más absolutamente consciente que sea de lo inútil y nocivo del gobierno, el pueblo no está todavía en posibilidades de liberarse mediante la fuer- za: una serie de invenciones técnicas, como el ferrocarril, el telégrafo, los cañones de tiro rápido, etcétera, dan al gobierno la posibilidad de aplastar infaliblemente

el menor esfuerzo del pueblo por liberarse.

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Actualmente, el gobierno ruso se encuentra exactamente en la posición que Her- zen evocaba con terror. Es por completo aquel Gengis Khan con telégrafo cuya eventualidad tanto lo espantaba.

Efectivamente, nuestro Gengis Khan dispone no solo del telégrafo, sino tam- bién de una prensa, de partidos políticos... ¿Despodsmo.'' ¿De qué desporismo puede hablarse cuando tenemos cámaras, los bloques de partidos, las interpela- ciones al gobierno, un primer ministro y todo lo que ello conlleva.'' ¿Qué despotis- mo, cuando tenemos a Jomiakov, a Maklakov,' un ministerio responsable.^.. Cuando tenemos leyes, tribunales -civiles, judiciales, militares-; una censura, una Iglesia, un metropolita, obispos; cuando, por último, tenemos una academia y universidades...

¿Cómo puede, con todo esto, seguir hablándose de desporismo.? Todo este decoro, por el que la gente en Europa se confunde, ya no engaña a

nadie aquí, en Rusia, a no ser quizás a los que sacan de ello cualquier ventaja.

' Diputados, miembros de la Duma. [N. del T.]

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En realidad, todo esto no tiene más que una importancia irrisoria para Gengis Khan, es decir para el gobierno ruso, porque posee otros medios. Prosigue de ma- nera por demás tranquila por la vía que se trazó, como se hacía o se hace todavía en todos los países cristianos, esperando que el pueblo se acostumbre y haga su- yos los que son sus propios deseos. Gengis Khan no ha cambiado. Simplemente ha reemplazado su salvaje horda de asesinos por asesinos bien educados, atentos, limpios, que saben repartirse tan bien las tareas del pillaje y del asesinato, que es- tos últimos aparecen como una diversión aceptable a los ojos de un hombre deli- cado y sensible.

IV

Así, el asesinato que llaman pena capital no se lleva a cabo sin una puesta en es- cena. Para cada asesinato de este tipo se reúnen hombres vestidos con una toga, se instalan en sillones mullidos alrededor de una mesa cubierta de paño rojo. To- man unas breves notas, platican de las tres de la tarde a las siete de la noche...

Hoy, por ejemplo, 25 de noviembre de 1909, se dictaron doce condenas a muerte, que no son sino los preparativos del crimen, y se procedió a cinco ejecu- ciones. Las señoras dicen: "¡Es horrible!". Y los señores, con el valor y la sabiduría que caracterizan a su sexo, hacen esfuerzos para demostrar a las señoras que esto es necesario por el bien de todos.

Los diarios están horrorizados con estas ejecuciones; los altos funcionarios y los miembros de la Duma afirman que ya es tiempo de poner fin a esta matanza. Pero los que determinan la matanza se limitan a sonreír ante palabras tan senti-

mentales. Saben que es algo inevitable, necesario, benéfico. "Esperen -dicen- ¡llegará el tiempo en que nos detendremos!". Pero no tienen ninguna razón en absoluto para detenerse: todo funciona en efecto tan bien, y sin duda alguna de- bido únicamente al hecho de estas "medidas dictadas por la razón". ¿Por qué se tendría entonces que renunciar a ellas.^..

Y puede decirse lo mismo de las prisiones. Es verdad, las prisiones están lle- nas a reventar: falta lugar, los detenidos mueren en masa de tifo, se evaden, se amotinan, se suicidan. Pero los que detentan el poder esriman que esto es útil, o por lo menos que no hace daño, ya que sirve de pretexto para nuevas discusiones.

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para nuevos escritos, para nuevos arrestos. "Que las personas detenidas sean o no sean culpables carece de importancia, siempre resulta útil alejar de la sociedad a un hombre que parece inquieto. Qué más da si pasa dos o tres años en prisión, ¡o incluso el resto de sus días! ¿Acaso no sería peor si no lo metieran a la cárcel y de pronto resultara culpable.^.. Entonces más vale golpear con mucha fuerza que

no golpear del todo". En prisiones construidas para 70 000 hombres, se cuentan actualmente 100 000.

Pero esto no es nada todavía. Procuran deshacerse de cualquier persona en cuan- to se sospecha que reflexiona o que hace algún juicio sobre los actos del gobier- no; la meten a la cárcel, o, mucho más sencillamente, la exilian sin ninguna lega- lidad a una región alejada y perniciosa, con la prohibición de dejarla.

Aunque no se entienda bien de qué manera todo esto le resulta necesario a Gengis Khan, parece sin embargo que le resulta muy útil, puesto que pone todo su empeño en hacerio y le dedica enormes sumas. Por desgracia, se cuentan hasta 100 000 exiliados de este tipo. Pero Gengis Khan no hace sino reírse. Tiene a su disposición el telégrafo, el teléfono, los cañones de tiro rápido y los revólveres, y se burla con ganas de la opinión y de los senrimientos de los hombres a los que atormenta.

Pero, desgraciadamente, las cosas no acaban ahí.

Hechos más graves se producen en las capitales, en las grandes ciudades, en la prensa y particularmente en las escuelas, tanto en las superiores como en las de nivel medio. Encima de todo aquello que puede ayudar a abrir los ojos pesa la prohibición, y por el contrario, todo aquello que puede dejarios ciegos se favore- ce. Esto se hace con ayuda de la prensa, de las escuelas y, en particular, de la reli- gión. Resulta evidentemente difícil conciliar semejantes prácticas con las exigen- cias de la religión cristiana, y sobre todo encontrar en ella una justificación para los crímenes cometidos. Pero existe una categoría de hombres cuya única labor es la de deformar el cristianismo con el fin de conciliar las ideas crisrianas y las raterías (la talla, la propiedad rural), las torturas y los asesinatos (la pena capital y la gue- rra). Y se realizó lo imposible: la fe en la enseñanza de Cristo fue reemplazada

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por la veneración sacrflega de un Cristo-Dios al que se le atribuyen milagros completamente extraños y de los cuales podría uno prescindir con gusto, y por la veneración de una reina de los cielos imaginaria, la veneración de reliquias, de iconos, etcétera.

Todo esto se ofrece como la santa verdad y aprovechan para inculcar en la gente una sumisión de esclavos para con Gengis Khan. Esta espantosa engañifa se practica no sólo con los adultos, sino igualmente, con particular insistencia y descaro inaudito, con la generación que emerge, es decir la de los niños, a quienes les enseñan increíbles mentiras en nombre de la religión.

Durante los exámenes que presentan todos los niños que van a la escuela, es común oír este diálogo:

Pregunta: ¿La ley cristiana permite matar.' Respuesta: No. P: ¿Siempre está prohibido el asesinato.' R: No, no siempre. P: ¿En qué casos está autorizado.' R: Está autorizado cuando se trata de defender a la patria y en el caso de la

pena de muerte. Y no hay ruso instruido a quien, en la infancia, cuando el individuo todavía

no es capaz de reflexionar, no le hayan metido en la cabeza esta horrible calumnia contra Dios, contra Cristo y contra la inteligencia humana.

Y Gengis Khan, deseando pasar por un gobierno cultivado, da el dinero que le roba al pueblo, a escuelas encargadas de difundir una enseñanza de este tipo, una enseñanza digna sólo de Gengis Khan.

Así es como el alma y el cuerpo del pueblo ruso también están sometidos a la tortura.

Pero nuestro Gengis Khan con telégrafo está tranquilo. Tiene a su disposi- ción a Jomiakov, a Maklakov, a la derecha, a la izquierda y al centro de la Duma, a Bushkov,^ al clero y a la unión de los verdaderos rusos, a las escuelas y a la pren- sa. Gasta sin contario el dinero robado al pueblo, en prisiones y espías, en tribu- nales y ejecuciones, en escuelas sin experiencia destinadas a difundir entre los

' Diputado, miembro de la Duma. [N. del T.]

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adultos -bajo la apariencia de la religión- calumnias contra la doctrina cristiana. Y Gengis Khan espera que gracias a todo esto su situación se mantenga tal como era antes.

No hay más que una diferencia entre nuestro moderno Gengis Khan con telé- grafo y su predecesor el nuevo Gengis Khan, nuestro gobierno, dispone de una

mayor fuerza y de un mayor poder que el otro. Por desgracia para él y por fortuna para el pueblo ruso, Gengis Khan se equi-

voca cruelmente.

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En efecto, los que están al servicio del nuevo Gengis Khan, debido a su tontería y a su falta de fineza, ¿no habrán rebasado ya, en su violencia, el límite a partir del cual los hombres no pueden soportar por más dempo su servidumbre y las ofen-

sas hechas a su razón.'' Y las vías férreas, el telégrafo, la prensa, etcétera, que son armas poderosas en

manos de Gengis Khan, ¿no servirán al mismo tiempo para unificar las concien- cias de todos los hombres.' Por último, la mayoría del pueblo ruso -los campesi- nos-, a la que la escuela todavía no ha envilecido por completo, ¿no conservará, en el fondo del alma, la verdadera doctrina cristiana, que profesa la igualdad y la fraternidad entre los hombres y rechaza toda forma de crimen y violencia.'

De todas maneras, dígase lo que se diga, una cosa no deja de ahora en adelan- te la menor duda: actualmente, el pueblo ruso, el verdadero pueblo ruso, no sólo le ha perdido todo respeto a su gobierno, sino que ya no cree en la necesidad de cualquier gobierno de que se trate.

La mejor prueba de esto es quizás el reciente viaje del zar a Crimea. En todas partes, a todo lo largo del camino, este viaje no suscitó más que un único senti- miento: la conciencia de lo inútil y lo nocivo del zar y de su entorno.

Es de suponerse que al hombre que se mantiene a la cabeza del gobierno el pueblo lo reconoce como su amo. Este hombre, que tiene el poder de cubrir con sus efectos benéficos tanto a individuos como a clases sociales enteras, debería ser una persona sagrada para todo el pueblo ruso. Es de suponerse también que este hombre no necesita nada para sí, que está más allá de todo deseo y todo temor.

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Respecto de esta persona, parece que sólo fuera posible un único sentimiento, como en tiempos de Nicolás I: el deseo de verlo con sus propios ojos para pedirle tal o cual favor, y el de expresarle su amor y su abnegación. El papel del entorno del zar parecería tener que limitarse a contener a una multitud entusiasta que se abalanza con fervor hacia el objeto de su inmensa adoración.

Así debería ser para el autócrata y así fue en otros tiempos.

¿Qué sucede entonces en nuestros días.-* El zar viaja con sus colaboradores, con la gente que le es cercana, con los que ejecutan su voluntad. Sabe bien que en el pueblo sobre el que reina y en medio del cual viaja, miles y decenas de mi- les de personas los detestan a él y a sus colaboradores, y tratan por cualquier medio de matarlo. Y resulta que sus allegados, por su propia seguridad y por la se- guridad del zar, han dispuesto a todo lo largo del camino tres o cuatro filas de agentes de policía y de agentes secretos.

El zar viaja a través de su imperio y tres filas de soldados, de policías y de cam- pesinos endomingados, arrancados a los trabajos del campo, se quedan ahí sin que les paguen -un día, dos días, hasta una semana o dos-, en espera del cortejo real, y saludan al hombre que nene la culpa de que los sometan a tan dura faena.

Ocurre con frecuencia que la fecha del paso del zar se mantenga en secreto con el objeto de neutralizar los planes de los individuos que quieren matarlo. Además, se ponen en marcha al mismo tiempo que el cortejo real varios cortejos exactamente iguales, con el fin de que nadie pueda saber en dónde exactamente se encuentra el zar.

Para terminar, este hombre pasa rápidamente en medio de una triple guardia. Nadie lo ve, salvo algunos funcionarios de alto rango y algunas personalidades que le presentan, por razones de protocolo, en las ciudades en las que debe detenerse. Pero, en este caso también, se toman las mayores precauciones para evitar un aten- tado contra la vida del zar, atentado que se teme siempre y en todas partes.

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Por un mutuo y tácito acuerdo, se admite que el pueblo entero reconozca la ne- cesidad y la utilidad del poder. Pero si este poder se encuentra en una situación tal que no se atreve a mostrarse al pueblo, si se esconde y lo rehuye como un la-

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drón rehuye a aquel que despojó, ¿de qué sirve entonces un poder así? ¿De qué sirve, si se mantiene no porque el pueblo reconozca su necesidad, sino por la coacción, mediante los fusiles, los sables, y escondiéndose del pueblo?

Para la inmensa mayoría del pueblo ruso, de ahora en adelante todo esto que- da perfectamente claro. "¿Por qué se esconde el zar? Alguna razón tendrá. En- tiende bien que no puede no esconderse después de todo lo que ha cometido y de todo lo que ha hecho". Eso es lo que piensa la mayor parte de los rusos.

Sin hablar del enorme número de colgados, de encarcelados, de exiliados por nada o por casi nada, estas decenas de miles de personas tienen padres, madres, hermanos, hermanas, mujeres, hijos y amigos que no pueden no odiar al o a los responsables de su desgracia y su pena. Por último, además de estos cientos de miles de personas que tienen una razón muy legítima para odiar al zar y a su en- torno, la gran masa del pueblo (los campesinos, y en particular aquellos que, al no tener tierras, se encuentran en una situación peor que hace cincuenta años y es-

peran ser liberados de la dominación de los propietarios, que hoy se ha vuelto casi peor que el vasallaje) considera cada vez más al zar como el responsable de todas las desigualdades y siente por él tanta animosidad y hostilidad como las decenas y cientos de hombres que sufren o han sufrido directamente por su crueldad. Hoy los campesinos saben bien que todas sus tentativas chocan siste- máticamente contra la salvaje oposición del gobierno zarista, que, como para ha- cer escarnio de sus legítimas reivindicaciones, publicó la ley del 9 de noviembre, que agrava aún más su ya desesperada situación.

Son estas las razones por las que el zar y sus colaboradores no pueden sino te- nerles miedo a estos campesinos que tanto odian al gobierno. Han de tenerle miedo a la cólera de los campesinos, una cólera muy cercana al odio, debida a los sufrimientos que no han querido ver y a las flagrantes injusticias a las que no han querido poner fin.

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Hay gente, es cierto, que le hace creer al mísero zar que el pueblo le tiene una absoluta abnegación y que la fe que profesa a Dios y al zar es más inquebrantable que nunca.

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Por desgracia, esta gente no cree ella misma lo que le quiere hacer creer al zar y, mediante esta insolente mentira, no hacen más que ocultarle la situación real. El zar, que les cree, prosigue entonces con sus acciones nefastas, violentas, y, por esto, socava definitivamente las últimas bases sobre las que podría sustentar

su poder. La conciencia de lo inútil, lo absurdo y lo completamente nocivo de un poder

absoluto y despótico penetra cada vez más ampliamente en la masa del pueblo ruso. Y resulta muy difícil prever las consecuencias que, de todas maneras, serán tal vez fatales para el gobierno.

Quizás (aunque esto sea poco probable) el poder logre mantenerse todavía por algún tiempo, apoyándose en la fuerza material de que dispone. Quizás esta- lle una revolución, que será igualmente aplastada, al ser las armas demasiado desiguales. Pase lo que pase, el resultado inevitable será que el pueblo ruso verá todavía con mayor claridad que el gobierno es inútil y criminal. El resultado será que la inmensa mayoría, ya no por razones externas sino por una convicción per- sonal, no soportará más someterse al gobierno y a plegarse a las exigencias inmo- rales que actualmente le permiten mantenerse.

"Se me exige que participe en lo que hace el gobierno -se dirá el hombre li- berado de las mentiras del gobierno (y esta liberación es actualmente la realidad de miles de personas)-, que pague los impuestos, que tome parte en sus colectas; me proponen formar parte de la administración, de tomar parte en los asuntos ju- diciales, pedagógicos, policiacos; se me exige el servicio militar. Pero por qué habría yo de hacer todo esto, cuando sé que esto me priva de la felicidad y de la libertad, y contradice fundamentalmente el sentido común y las más elementales exigencias de la moral".

IX

Los hombres que han comprendido que al someterse al poder se esclavizan a ellos mismos y se privan de la más elemental felicidad espiritual, no pueden sino responderle al gobierno: "La fuerza física está en sus manos. Pueden hacer de mí lo que les plazca: meterme a la cárcel, exiliarme, matarme si quieren. Sé bien

que no tengo la estatura para resistidos, y por eso renuncio a hacerlo. Pero sé tam-

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bien que no puedo tomar parte en sus vergonzosas acciones, sea cual fuere la ma- nera en que las justifiquen, y sean cuales fueren las amenazas de las que hagan

uso para conmigo". En la conciencia de la mayoría de los rusos se encuentra este sentimiento

respecto de lo que se llama el gobierno ruso. Pero dado que este último prosigue con su actividad insensata, cruel e inhumana, esta conciencia inevitablemente deberá extenderse a la acción.

Y cuando esto ocurra, es decir cuando la mayoría deje de someterse al go- bierno y de colaborar con él, el abominable edificio que lleva por nombre gobier- no ruso y que, desde hace mucho tiempo, ya no corresponde a las exigencias mo- rales del hombre moderno, se derrumbará por sí solo. f¿

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