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-----�I; _____ ESPEJISMOS NEOYORQUINOS Gilles Barbedette I maginemos un visitante aterido, las ma- nos hundidas en los bolsillos, la nariz en un continuo ejercicio como de respi- ración artificial, intentando orientarse entre los rascacielos de Manhattan. Tiene prisa, está citado y de no ser por la cita seguramente se perdería, se conndiría de calle, de ascensor y de puerta. Le han encargado investigar acerca de la «vida literaria neoyorquina» pero sabe que las pruebas de su investigación sólo van a servir- le para verificar los prejuicios que ya lleva pues- tos. El único horizonte que nos aguarda en cada viaje es el de esa pequeña ventana que todos po- seemos y que no siempre que queremos aso- marnos se abre. Habrá pues que comprender y perdonar los errores del visitante, una helada se- mana de diciembre. Nuestro héroe no carece de contactos. Podría- mos hasta decir que su mente es la de un biblió- filo: su obsesión son los libros, cuyo mundo se ha complicado mucho últimamente. Vive de su comercio, el libro es su alimento. Sólo por el placer de que ningún raro ejemplar pueda esca- pársele, es en fin editor. Hace años soñó con es- tablecerse en Nueva York, en contacto con una universidad. lNo sobrevive la mayor parte de sus amigos escritores en EE UU gracias a la Uni- versidad? Al contrario de lo que sucede en la ciudad donde vive, en la que los escritores que respeta y ecuenta mantienen todos incestuo- sas relaciones con alguna editorial, la mayoría de los escritores americanos se dedica a la ense- ñanza y muy raramente al periodismo. Durante los años setenta los cursos de «creative writing» de ciertas universidades del sur eron una suer- te de maná gracias al cual William Burroughs pudo, por ejemplo, hablar sobre Lawrence en Kansas y enseñar a escribir a sus alumnos. Ahí estaba sin duda mejor que en su antiguo búnker de Nueva York en donde, de tanto manejar ar- mas de gran calibre, podría haber terminado hi- riéndose o hiriendo a otros. (La idea de que los escritores son seres inonsivos y encantadores tampoco sirve para EE. UU. El escritor america- no es un ciudadano como los demás y el saludo de su portera depende de que pague puntual- mente el alquiler, lo que ahora mismo en Nueva York supone una auténtica haza. La única manera de que un «doorman» pueda ver a uno de sus inquilinos-escritores por televisión sería en relación con otra actividad dirente. Así pues, asesinar a la esposa y conceder una entre- 33 vista al New York Post sigue siendo uno de los más seguros medios de bricarse una carrera «literaria». lNo están ahí los agentes para ani- mar la subasta?). Precisamente, nuestro visitante europeo ha- bía tenido últimamente problemas con los agen- tes. Las novelas americanas que le proponían, «de nuevos talentos», se amontonaban en su despacho. Novelas cortas que hacen sociología de las crisis de l a milia americana, en todos los estilos. Del «realismo sucio» al «yuppie». Divor- cios, historias de adulterio, adolescencias dici- les que no osan decir su nombre y que acaban, poco antes de terminar la novela, por consar- lo; relatos de vagabundeo continental en busca de señas de identidad, casos de alcoholismo y desempleo... Es una larga lista, la de este paisaje «natural», la de esta prosa «eficaz», «sincera» y tan «competente» que nos la volvemos a encon- trar en las páginas del New Yorker. Revista que si en los años cincuenta e toda una escuela de estilo por la que pasaron Updike, Edmund Wil- son, Nabokov, Philip Roth y Truman Capote, hoy sólo nciona de antecámara de lo más legi- ble de cuanto se escribe. La llegada de un nuevo redactor je, Bob Gottlieb (anteriormente di- rector literario de Knop e muy celebrada por las malas lenguas de Nueva York que aseguran que sin sus célebres dibujos el New Yorker deja- R1chc11d Sennerr. ría de venderse. Y como cada mentira esconde una verdad, nos quedamos con la duda. Aunque también podemos quedar en que determinadas épocas son más vorables que otras a la mani- stación de un estilo y que no hay que preocu- parse. Y eso que no resulta cil imaginarse a Nabokov, Faulkner o Flannery O'Connor reci- biendo clases de redacción en lowa City, en el célebre «Iowa Writer's Workshop», dejándose castigar por una maestra de escuela entregada a enseñar a sus corderitos los tres ingredientes de

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ESPEJISMOS NEOYORQUINOS

Gilles Barbedette

Imaginemos un visitante aterido, las ma­nos hundidas en los bolsillos, la nariz en un continuo ejercicio como de respi­ración artificial, intentando orientarse

entre los rascacielos de Manhattan. Tiene prisa, está citado y de no ser por la cita seguramente se perdería, se confundiría de calle, de ascensor y de puerta. Le han encargado investigar acerca de la «vida literaria neoyorquina» pero sabe que las pruebas de su investigación sólo van a servir­le para verificar los prejuicios que ya lleva pues­tos. El único horizonte que nos aguarda en cada viaje es el de esa pequeña ventana que todos po­seemos y que no siempre que queremos aso­marnos se abre. Habrá pues que comprender y perdonar los errores del visitante, una helada se­mana de diciembre.

Nuestro héroe no carece de contactos. Podría­mos hasta decir que su mente es la de un biblió­filo: su obsesión son los libros, cuyo mundo se ha complicado mucho últimamente. Vive de su comercio, el libro es su alimento. Sólo por el placer de que ningún raro ejemplar pueda esca­pársele, es en fin editor. Hace años soñó con es­tablecerse en Nueva York, en contacto con una universidad. lNo sobrevive la mayor parte de sus amigos escritores en EE UU gracias a la Uni­versidad? Al contrario de lo que sucede en la ciudad donde vive, en la que los escritores que respeta y frecuenta mantienen todos incestuo­sas relaciones con alguna editorial, la mayoría de los escritores americanos se dedica a la ense­ñanza y muy raramente al periodismo. Durante los años setenta los cursos de «creative writing» de ciertas universidades del sur fueron una suer­te de maná gracias al cual William Burroughs pudo, por ejemplo, hablar sobre Lawrence en Kansas y enseñar a escribir a sus alumnos. Ahí estaba sin duda mejor que en su antiguo búnker de Nueva York en donde, de tanto manejar ar­mas de gran calibre, podría haber terminado hi­riéndose o hiriendo a otros. (La idea de que los escritores son seres inofensivos y encantadores tampoco sirve para EE. UU. El escritor america­no es un ciudadano como los demás y el saludo de su portera depende de que pague puntual­mente el alquiler, lo que ahora mismo en Nueva York supone una auténtica hazaña. La única manera de que un «doorman» pueda ver a uno de sus inquilinos-escritores por televisión sería en relación con otra actividad diferente. Así pues, asesinar a la esposa y conceder una entre-

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vista al N ew York Post sigue siendo uno de los más seguros medios de fabricarse una carrera «literaria». lNo están ahí los agentes para ani­mar la subasta?).

Precisamente, nuestro visitante europeo ha­bía tenido últimamente problemas con los agen­tes. Las novelas americanas que le proponían, «de nuevos talentos», se amontonaban en su despacho. Novelas cortas que hacen sociología de las crisis de la familia americana, en todos los estilos. Del «realismo sucio» al «yuppie». Divor­cios, historias de adulterio, adolescencias difíci­les que no osan decir su nombre y que acaban, poco antes de terminar la novela, por confesar­lo; relatos de vagabundeo continental en busca de señas de identidad, casos de alcoholismo y desempleo ... Es una larga lista, la de este paisaje «natural», la de esta prosa «eficaz», «sincera» y tan «competente» que nos la volvemos a encon­trar en las páginas del New Yorker. Revista que si en los años cincuenta fue toda una escuela de estilo por la que pasaron Updike, Edmund Wil­son, Nabokov, Philip Roth y Truman Capote, hoy sólo funciona de antecámara de lo más legi­ble de cuanto se escribe. La llegada de un nuevo redactor jefe, Bob Gottlieb (anteriormente di­rector literario de Knopf) fue muy celebrada por las malas lenguas de Nueva York que aseguran que sin sus célebres dibujos el N ew Yorker deja-

R1chc11d Sennerr.

ría de venderse. Y como cada mentira esconde una verdad, nos quedamos con la duda. Aunque también podemos quedar en que determinadas épocas son más favorables que otras a la mani­festación de un estilo y que no hay que preocu­parse. Y eso que no resulta fácil imaginarse a Nabokov, Faulkner o Flannery O'Connor reci­biendo clases de redacción en lowa City, en el célebre «Iowa Writer's Workshop», dejándose castigar por una maestra de escuela entregada a enseñar a sus corderitos los tres ingredientes de

----�I; ___ _ la Gran Novela americana: Plot, Characters and Action. Igual que en el cine: historia, personajes y acción.

Los más normal es que ante esos auténticos oasis culturales con palmeras, salones de té y li­brerías a gogó que son las universidades ameri­canas, el retorcido ingenio europeo acabe por ejercitar la crítica entre líneas, en la que el críti­co se cree más importante que el autor de la obra en cuestión. Un gramo de prudencia nos llevará sin embargo a la conclusión de que sin sus fundaciones culturales, instituciones, revis­tas literarias y cenáculos, EE. UU. sería un de­sierto cultural y Nueva York su centro. La vitali­dad de la Universidad americana (que de seguir así va a terminar confinando a todos los escrito­res de calidad en sus campus, como a los indios en la reserva) sólo se explica debida al profundo asco de los americanos por la historia, la memo­ria y la vida intelectual. Como el repudio suele desencadenar impulsos fraternales, resulta que en este fin de siglo la más antiintelectual de las culturas ha producido el mayor número de esco­lásticos de facultad. Las universidades de Berke­ley y Nueva York seguramente cuentan con más seguidores de Derrida que cualquier universi­dad francesa. Y por lo que respecta a la crítica, más interesada en sí misma que en el objeto que estudia, nuestro visitante no se sorprende al comprobar que un estudiante americano de lite­ratura, de unos 25 años, ha leído a Braudel y a los estructuralistas pero nunca ha abierto un li­bro de reciente literatura francesa, italiana o ale­mana. lQuién tiene la culpa? lLa Universidad? Imposible imputársela cuando es el único lugar de EE. UU. en el que poder procurarnos tran­quilamente los libros que queramos. lQué sería además de la literatura japonesa sin Princeton o Harvard?

lQué papel juega Nueva York en este asunto? La paradoja consiste en que los 2/3 de la edición comercial americana se concentra en unos po­cos edificios de Manhattan y que los 3/4 de los libros editados no hay manera de encontrarlos en las librerías de Nueva York. Nada más llegar, antes de visitar a su huésped, nuestro ingenuo visitante intentó conseguir determinados títulos de Faulkner y Nabokov. Ni hablar: «These titles are not on our list», le respondió el ordenador de la B. Dalton Bookstore de su barrio. «lEn qué lista están entonces?», pensó en replicarle en un arrebato de cólera. Hay más librerías. Sus amigos tendrán muchos gusto en indicárselas. Aunque sólo le mencionaran tres: Una de talan­te europeo, Books an C°, muy bien instalada al lado del Whitney Museum, y dos «clásicas», Gotham Book Mart y Three lives and C°. Y eso es todo para una ciudad que con sus «boroughs» sobrepasa los 15 millones de habitantes y que posee dos universidades tan prestigiosas como Columbia y New York University.

Nuestro hombre quería perder de vista esas agresivas pilas de cincuenta ejemplares de

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Jackie Collins, Stephen King o la Nutrition Diet

de turno, que se mantienen milagrosamente en pie, sin ayuda, en los escaparates de las «Chain­stores». Sintió un escalofrío, recordó su cita, aceleró el paso y de repente le vino a la memoria el recuerdo de Bartleby. A pesar de que no esta­ba en Wall Street -donde, según el relato de Melville, Bartleby había trabajado en un bufe­te-, la impresión era exactamente la misma. Mi­raba las ventanas perfectamente alineadas en la cima de los rascacielos, como si fuesen estante­rías de biblioteca, como si cada una figurase el canto de un libro, un volumen de una gigantes­ca enciclopedia general. lUna arquitectura tan ordenada no sería ideal para cualquier bibliote­ca? Como Bartleby, no haría el menor caso a la orden del jefe de repasar ningún párrafo, pero, y puesto que nunca se repite una tragedia sin al­gún elemento cómico de más, se vio por un ins­tante encaramado a una fachada que acababa de escalar mentalmente, los brazos muy separados y en actitud de medir los estantes recién instala­dos. iPobre tipo! Envuelto en semejante pesadi­lla se vio llamando a la puerta de una casa en Washington Mews. Le abre Richard Sennett, el célebre sociólogo, autor de The fall of public man. Sennett es sociólogo sólo en N ew York University. Además es el fundador del lnstitute

for the Humanities, que puede enorgullecerse, tras diez años de existencia, de haber abierto la universidad y el mundo de la crítica a los artistas y escritores: «Hacía falta ese esfuerzo en EE. UU. después de la guerra del Vietnam, al ini­ciarse un período de aislacionismo del que aún no hemos terminado de salir. Los estudiantes tenían menos interés por las lenguas extranje­ras, los intercambios con Europa eran muy limi­tados y durante los años setenta y ochenta la cultura americana ha girado casi exclusivamente alrededor de sí misma. Lo que hemos intentado hacer en esta institución dependiente de la uni­versidad pero integrada sobre todo por escrito­res o artistas independientes es abrir América a Europa. Aquí fue donde Roland Barthes habló por primera vez del estudio sobre la novela que quería emprender, Foucault expuso los temas de sus últimos libros y escritores de la talla de Edmond Jabes, Danilo Kis o Borges comenta­ron su obra. Aquí han tenido su lugar discusio­nes impensables en el marco de la universidad, al margen de seriedades académicas. Recuerdo un seminario sobre 'La metáfora en el pensa­miento científico' al que acudieron invitados va­rios poetas. Resulta siempre muy interesante reunir gente de ciencias y letras por mucho que pensemos que no tienen nada que decirse». Al escuchar a Richard Sennett resumir la historia

Mark Polc:.0111.

de este influyente club de pensamiento queda claro en qué punto el tono de la voz del escritor y músico se vuelve más incisivo. (Richard Sen­nett toca el violonchelo y ha escrito tres nove­las, la última titulada Palais Royal. Es un libro sobre el malestar romántico, la soledad de un escritor y la necesidad de la amistad, una impre­sionante novela tanto desde un punto de vista histórico como filosófico, y en contraste con la moda confesional y didáctica que invade el des-

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pacho de nuestro visitante). Sennett insiste ante su interlocutor en la enorme pasión que los americanos sienten por la «sociología de la inti­midad» en la literatura contemporánea: «Los americanos no se interesan por el resto del mundo; la mayor parte de sus novelas carece de temática de peso y de poesía, en el mejor de los casos son avances de guiones de películas. Exac­tamente eso, puesto que hoy en la cultura neoyorquina no domina ya -si es que alguna vez lo hizo- la novela y la crítica. La cultura hoy dominante es la del espectáculo, la de todas las artes-espectáculo. El Ballet de Nueva York, tal y como lo ha desarrollado Balanchine, es sin duda el arte más popular de la ciudad. La cultura neoyorquina es esencialmente visual, menos in­teresada por las artes escritas que en tiempos de Fitzgerald o Hemingway. Tengo la impresión de que en este momento quien disfruta de más vi­talidad es la poesía. No estoy sólo pensando en Jimmy Merrill o en John Ashbery, que son in­mensos poetas, sino también en toda una nueva generación que permanece invisible para un ex­tranjero. En cuanto a la Universidad hoy supone para el artista el beso de la muerte, desde el mo­mento en que lo que más le interesa a esta Uni­versidad es la reproducción de un saber, no la experiencia de un arte. Los escritores viven to­davía más aislados de lo que confiesan y en las librerías y bibliotecas se ha puesto de moda la lectura pública debido a la soledad general de la gente.»

Desde su despacho repleto de pruebas, libros y dosiers, Barbara Epstein dirige, con Bob Sil­vers, la prestigiosa N ew York Review of Books, nacida en 1964, durante la huelga del New York Times. Como si adivinase el fastidio y el dolor de cabeza que el tema de su investigación pro­duce al visitante, Barbara Epstein es tan amable de ofrecerle un capuccino. Se excusa de los re­proches que suelen hacerle los editores locales pero a nuestro visitante le distraen los libros api­lados en su propio despacho. Decide escuchar: «Si ya no hablamos de ficción como lo hacíamos es porque las novelas americanas actuales no son muy buenas, viejas glorias aparte. Pero nos esforzamos. El problema viene del campus y se relaciona directamente con el estado de la fic­ción que aquí se publica.

«Por primera vez en la historia de EE. UU. el hecho de llegar a ser escritor se ha revestido de un aura muy particular entre los jóvenes. Para un joven de buena educación y familia resulta tremendamente chic imaginarse que en el futu­ro será escritor, en lugar de ingeniero o dentista. Otra cuestión que ha causado un fuerte impacto entre los críticos de aquí es el extraordinario éxito de la nueva ficción europea: Eco, Kundera o Calvino. Todo lo que estoy diciendo suponesin embargo un punto de vista crítico no muy enconsonancia con la realidad. Hay buenos edito­res, no cabe duda, pero el problema reside en lamala distribución de los libros. La necesidad del

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best sel/er no surge hasta 1970. Para un nuevo escritor publicar ahora es una odisea.» Nuestro hombre sigue pensando en Bartleby. Según Melville: «Parecía encontrarse solo, totalmente solo en el universo. El resto de un naufragio en medio del Atlántico.» La única esperanza ante tan taciturno panorama estriba en pensar que todo cuanto se ha escrito de bueno ha estado en contra del espíritu dominante de su tiempo. Mo­by Dick enterró a Melville. Es su tumba pero también su séptimo cielo.

Más cínica, o más realista, es la opinión de Lynn Nesbit, para muchos editores y autores neoyorquinos, el agente literario más poderoso de Nueva York. Amparada tras la barrera de la mesa de su despacho, la mirada pendiente de su interlocutor, presta a desenmascarar la malicia escondida en sus preguntas, tranquila a prueba de todo, asegura: «Es verdad que en este país la buena literatura nunca se ha vendido. Por lo de­más, creo que la novela americana es mejor que la que se escribe en Europa.» Toda una declara­ción de principios. ¿y si le preguntásemos a un escritor joven?

Uno de los jóvenes autores negros más bri­llantes que podemos encontrarnos es sin duda Darryl Pinckney. Redactor durante mucho tiem­po de New York Review, protegido de Elizabeth Hardwick, la gran pitonisa de la vida literaria neoyorquina, Darryl Pinckney es más severo al

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opinar sobre sus compatriotas. Fue uno de los primeros en señalar, en un artículo en NYRB, algunas verdades acerca de la calidad de los jó­venes yuppies de la literatura (David Leavitt, Brett Easton Ellis y Jay Maclnerney) que califi­có de «neorrománticos sin inspiración». Sus gustos revelan una profunda insatisfacción. Le saca de quicio la clasificación sociológica de la literatura. Y que no le hablen de escritores ne­gros, como por ejemplo Alice Walker, que con­sidera lacrimosos. La etiqueta de escritura «fe­minista» le parece una impostura. Los relatos gay de David Leavitt le recuerdan esas bibliote­cas de cantos rosados para niños. «Los america­nos no leen. En cifras absolutas un buen nove­lista americano vende más en Alemania, Francia o Italia que aquí. Es un primer dato. A pesar delos esfuerzos de escritores-editores, como PhilipRoth y su colección de Penguin 'Writers fromother Europe', éste es todavía un país muy pro­vinciano. Aquí nadie es importante. La gente demi generación [tiene 28 años] ha leído sobre to­do crítica ... » Un momento de reflexión y añade:«Además yo creo que se publican demasiados li­bros. Una buena novela al año sería perfecto».

Aunque coincida con Darryl Pinckney en más de una opinión, Mark Polizzotti es más optimis­ta al confiar sobre todo en la suerte de cierta li­teratura cosmopolita y al estar convencido de que el viejo mundo tiene los mismos recursos editoriales que el nuevo. Es traductor y editor y sus gustos se inclinan por la literatura europea y la reedición de autores americanos mal conoci­dos o no disponibles. Si repasamos los catálogos de otros editores neoyorquinos comprobaremos que no es el único. Harcourt, Brace Jovanovitch o Viking han comprado numerosas novelas ita­lianas, por ejemplo. Mark Polizzotti recuerdacon mucho gusto el papel que juegan las revis­tas, más numerosas aquí que en París, cierta­mente. Revistas como Antaeus, Conjuctions( con frecuentes colaboraciones de William Gassy Guy Davenport, dos de los mejores críticosamericanos), o Grand Street, dirigida por BenSonnenberg, quien prefirió vender el lujoso ho­tel de 19 Gramercy Park que había heredado pa­ra lanzarse a esta aventura. lSería posible algosemejante en París? Los propietarios del hotelLambert despidiéndose de sus esplendores parafundar una nueva Nouvelle Revue Frarn;aise ...

El caso es que nunca se han publicado tantos libros en EE. UU. como ahora pero éstos son, como dice el editor Robert Giroux en una entre­vista, «una especie de libros», no exactamente libros: «Ooks, not quite books». En cuanto a los verdaderos libros, se trata de vacas sagradas y fa­mélicas, intocables, inencontrables y casi invisi­bles. Y si algunas editoriales americanas han pa­sado a manos europeas ello se debe a que los europeos no han perdido la esperanza de recon­vertir la edición en una actividad rentable, dicho en términos que recuerdan a Wall Street pero también a Bartleby. A propósito: lDónde viven

----�,�----los escritores? lSe trasladarán, como los pinto­res, a Brooklyn ahora que los alquileres se han puesto por las nubes?

Queda por decir que la ley de «One dollar a word» del grupo Condé Nast sigue funcionando. En un reciente número de Vogue el huésped de nuestro visitante hablaba de la manera de orga-nizar «una cena perfecta» con este ejemplo de una cena de escritores neoyorquinos: «Lo que uno se imagina al invitar a cenar a una docena

de escritores es que hablarán de Marcel Proust o del Futuro de la Novela. Nada de eso. Doce es­critores sentados a una misma mesa comparan los haberes de sus últimos libros, se felicitan por las ventas de los derechos cinematográficos y la­mentan el comportamiento de los editores. Un huésped como es debido jamás ha de cometer el error de invitar a la vez a gente con demasiadas cosas en común.»

Bartleby y nuestro visitante, que ya eran una misma persona, se sentían un poco tristes en el avión que los devolvía a Europa, ante la idea de que todo seguía igual, de que nada había cam­biado. La única reflexión seria que compartieron consistió en comparar las primeras frases de al­gunos clásicos con la de un libro reciente que les habían aconsejado. Las aventuras de Augie March de Saul Below comienza así: «I am an American-Chicago born ... » Moby Dick: «Cal me Ishmael». En el camino de Kerouac: «I first met Dean not long after my wife and I split up». Y el libro reciente que le aconsejaron, The sportswri­ter de Richard Ford: «My name is Frank Bas­combe. I am a sportswriter». Así pues, como ya no les apetecía volver a la escuela ni re- eleer un libro que ya conocían, Bartleby y su acólito decidieron dormirse.

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