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----------------- �I; ___ _ SUAVE ES LA NOCHE Can James P uede que la vida del escritor se com- ponga de soledad y monotonía, pero la vida literaria -iüh, la vida literaria/- promete ma y prestigio, todo un lu,g�r a la vera de un Hemingway que emborrona pagi- nas dedicadas a la inmortalidad en un ca de París. El mito es tan seductor que continúa so- breviviendo en la más deslucida realidad. Una velada cualquiera en la ciuda� para David �ea- vitt, Meg Wolitzer y Gary Ghckma�, por �Jem- plo, tres novelistas men?res de . tremta anos y excelentes amigos, consiste en 1r a cenar a su restaurante vorito, un antro miserable en el West Village. «Al vemos los tres aquí sentados -dice Glickman- no he dejado de preguntarme si éste no será el Ca de Flore». A Hemingway mismo le parecería muy bien que lo ese. En los años ochenta la vida literaria de Nueva York ha cambiado. Los clubes han sustituido a los cafés y las pandillas de escritores recorren de noche las calles del club Area al Palladium, has- ta terminar en Nell ' s. Luces de neón (Edhasa), el best seller de Jay Mclnemey, y su protagonista, un escritor joven, han puesto d_e moda un Nue- va York en el que los clubes abiertos hasta el a!- ba y las rayas de cocaína alternan con la ambi- ción literaria. Esclavos de Νeva rk (Anagra- ma), de Tama Janowitz, rolonga esta_ misma imagen con historias de artistas que persiguen el éxito propietarios de galerías más o menos hon- rado; y todo un mundillo que pulula alred�dor, presos sin excepción de una terca u�gencrn d_e sentirse a la última. Pero estos bohem10s que vi- ven demasiado deprisa como para ver claro (lDónde encuentran el tiempo y la luc�dez para escribir una sola línea?) son exageraciones sm más dominio que el de la ficción. Hoy en realidad, para muchos jóvenes escrito- res Nueva York es el campamento base en el qu� se puede trabajar hasta alcanzar el suficien- te éxito o tantas ustraciones, como para alar- se por n tiempo, pasar el verano en una apaci- ble colonia de escritores o sanear las finanzas dedicando un año a la enseñanza, para regresar siempre, a volver a zambullirse en las aguas _de la vida literaria a hacer la ronda de presentacio- nes para entera�se de los últimos chismes en cir- culación y a contactar con críticos, agentes y edi- tores. Sigamos la trayectoria de algunos de los jóve- nes autores neoyorquinos más en boga. Jay 28 J a y Mclnerney. Mclnemey, de 32 años, pasó . varios meses del año pasado en Ann Arbor, M1ch1gan, donde su ex mujer acababa su tesis. Tama Janowi_tz, d_e 30 ha obtenido este año una beca de la umvers1- dad de Princeton. David Leavitt, cuya primera novela, El lenguaje perdido de las grúas (Versal), se publicó el año pasado, vive ahora en Long Is- land. Kathy Acker, 38 años, de aspecto muy punk, tan identificada con el downtown de Man- hattan hace dos años que vive en Londres. Su última' novela se titula Don Quichotte. Para estos autores Nueva York no ha perdido su importan- cia ni su prestigio. Ellos son quienes animan l_a vida literaria de la ciudad. Lo que sí se ha perdi- do es aquella coherencia de los círculos litera- rios del pasado, cuando la simple mención de la revista Partisan Review bastaba para evocar una imagen de intelectuales compartiendo las �is- mas ideas. Estos jóvenes autores de hoy viven en un medio compuesto de energía creadora, de superficialidad y distraccio�es, en el que !odo va muy, muy deprisa. El camb10 acta a la _ cmdad y a la industria editorial: el elevado prec10 de los alquileres la dureza de la vida urbana, el estrés, llevan a e'stos autores a escribir su primer libro antes de que las emociones de la juventud hayan terminado de esmarse. En cua�to aca- ban sus estudios si no antes, se ven obhgados a competir. En seejantes condiciones no es de extrañar que no tengan tiempo ni ganas de gas-

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-----------------�I; ___ _

SUAVE ES LA NOCHE

Caryn James

Puede que la vida del escritor se com­ponga de soledad y monotonía, pero la vida literaria -iüh, la vida literaria/­promete fama y prestigio, todo un lu,g�r

a la vera de un Hemingway que emborrona pagi­nas dedicadas a la inmortalidad en un café de París. El mito es tan seductor que continúa so­breviviendo en la más deslucida realidad. Una velada cualquiera en la ciuda� para David �ea­vitt, Meg Wolitzer y Gary Ghckma�, por �Jem­plo, tres novelistas men?res de. tremta anos y excelentes amigos, consiste en 1r a cenar a su restaurante favorito, un antro miserable en el West Village. «Al vemos los tres aquí sentados -dice Glickman- no he dejado de preguntarmesi éste no será el Café de Flore». A Hemingwaymismo le parecería muy bien que lo fuese.

En los años ochenta la vida literaria de Nueva York ha cambiado. Los clubes han sustituido a los cafés y las pandillas de escritores recorren de noche las calles del club Area al Palladium, has­ta terminar en Nell' s. Luces de neón (Edhasa), el best seller de Jay Mclnemey, y su protagonista, un escritor joven, han puesto d_e moda un Nue­va York en el que los clubes abiertos hasta el a!­ba y las rayas de cocaína alternan con la ambi­ción literaria. Esclavos de Nueva York (Anagra­ma), de Tama Janowitz, J?rolonga esta_ misma imagen con historias de artistas que persiguen el éxito propietarios de galerías más o menos hon­rado; y todo un mundillo que pulula alred�dor, presos sin excepción de una terca u�gencrn d_e sentirse a la última. Pero estos bohem10s que vi­ven demasiado deprisa como para ver claro (lDónde encuentran el tiempo y la luc�dez para escribir una sola línea?) son exageraciones sm más dominio que el de la ficción.

Hoy en realidad, para muchos jóvenes escrito­res Nueva York es el campamento base en el qu� se puede trabajar hasta alcanzar el suficien­te éxito o tantas frustraciones, como para alejar­se por iin tiempo, pasar el verano en una apaci­ble colonia de escritores o sanear las finanzas dedicando un año a la enseñanza, para regresar siempre, a volver a zambullirse en las aguas _de la vida literaria a hacer la ronda de presentacio­nes para entera�se de los últimos chismes en cir­culación y a contactar con críticos, agentes y edi­tores.

Sigamos la trayectoria de algunos de los jóve­nes autores neoyorquinos más en boga. Jay

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Jay Mclnerney.

Mclnemey, de 32 años, pasó. varios meses del año pasado en Ann Arbor, M1ch1gan, donde su ex mujer acababa su tesis. Tama Janowi_tz, d_e 30 ha obtenido este año una beca de la umvers1-dad de Princeton. David Leavitt, cuya primera novela, El lenguaje perdido de las grúas (Versal), se publicó el año pasado, vive ahora en Long Is­land. Kathy Acker, 38 años, de aspecto muy punk, tan identificada con el downtown de Man­hattan hace dos años que vive en Londres. Su última' novela se titula Don Quichotte. Para estos autores Nueva York no ha perdido su importan­cia ni su prestigio. Ellos son quienes animan l_a vida literaria de la ciudad. Lo que sí se ha perdi­do es aquella coherencia de los círculos litera­rios del pasado, cuando la simple mención de la revista Partisan Review bastaba para evocar una imagen de intelectuales compartiendo las �is­mas ideas. Estos jóvenes autores de hoy viven en un medio compuesto de energía creadora, de superficialidad y distraccio�es, en el que !odo va muy, muy deprisa. El camb10 afecta a la _ cmdad y a la industria editorial: el elevado prec10 de los alquileres la dureza de la vida urbana, el estrés, llevan a e'stos autores a escribir su primer libro antes de que las emociones de la juventud hayan terminado de esfumarse. En cua�to aca­ban sus estudios si no antes, se ven obhgados a competir. En se:Uejantes condiciones no es de extrañar que no tengan tiempo ni ganas de gas-

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----�,�----tarlo en salones galantes ni en querellas de ma­chos a lo Hemingway.

En lugar de eso existe una muy densa red de círculos compuestos de pequeñas células: Jay Mclnerney y sus amigos, los editores Gary Fis­ketjon y Morgan Entrekin, cuyo esfuerzo les ha proporcionado un brillante éxito; el trío de jóve­nes prodigio Leavitt, Wolitzer y Glickman (cuya primera novela, Years Jrom now, ha aparecido es­te último verano), y también un grupo más ex­tenso, todos menores de 40 años, con la particu­laridad de haber asistido a los cursos de la uni­versidad de Columbia. Entre ellos, Mona Simp­son, con una primera novela, Anywhere but here, muy alabada desde su publicación este año; Amy Hempel, autora de un libro de relatos titu­lado Reasons to live y Susan Minot, que también ha recibido excelentes críticas el año pasado por su primera novela Monos (Mondadori). El círcu­lo de Kathy Acker incluye escritores que publi­can en revistas de la ciudad como Bomb, Bet­ween C & D o Top Stories y que parece haberles llegado la hora de integrarse al establishment li­terario.

La brillante imagen de Nueva York, luna park salpicado de clubes, no es del todo falsa ni com­pletamente verdadera. Tomemos por ejemplo un vídeo que ha realizado Tama Janowitz. Anunciado como «el primer vídeo literario», se trata de un cortometraje publicitario de su nove­la Esclavos de Nueva York, exhibido en la televi­sión por cable. En él se ve a Tama, look Madon­na en sus comienzos, desgreñada y algo retro, pasear por la calle, cenar en compañía de Andy Warhol y de la estrella de rock Debbie Harry, y también sentada en el despacho de su pequeño estudio en Horatio Street, donde vivía entonces, con una falda de crinolina rosa. Una voz, como salida de cualquier programa titulado Así viven los ricos y famosos, ilustra a los espectadores so­bre temas como la vida artística de Nueva York, el color local, la gente, los rumores. ¿será así la vida de Tama Janowitz? «Digamos que no me pongo el tutú por la mañana ni tengo maquilla­dores que se ocupen de mí mientras escribo. Hay días en que escribo y me preparo cenas in­fames y luego veo algo la tele. Otras veces salgo a cenar con Andy», dijo poco antes de la muerte del maestro.

Su primera novela, American Dad, fue publi­cada en 1981 y se ha reeditado recientemente. Pero sus mejores temas surgen a partir del mo­mento en que frecuenta las inauguraciones de exposiciones, los clubes y la gente de la revista Interview. De repente la materia sobre la que escribir se la suministró su vida mundana. La mayor parte de los escritores, como Janowitz y Mclnerney, y tantos otros antes, describen su propio entorno. Pero indirectamente también han contribuido a crear esa imagen de clubes y lujosa bohemia que describen sus libros. De su novela Luces de neón dice Mclnerney: «Es mi versión de Nueva York, muy ajustada a la reali-

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dad de la ciudad. Aunque los hechos que se su­ceden están más cerca de la ficción que de la vi­da, el medio es todo verdad. Siempre que la pre­sento en cualquier sitio me preguntan si no es todo fruto de la invención, no terminan de creerse ese estilo de vida. Claro que hay ele­mentos satíricos y exageraciones en Luces de neón pero en lo referente al estilo de vida no lo he desfigurado mucho. Ahora la vida mundana está más al descubierto, pero en aquel momen­to, al escribirla, la gente apenas había comenza­do a frecuentar los clubes. Era una vida un tanto secreta, subterránea. Ahora no resulta fácil es­conderse. Si ocurre algo el lunes por debajo de

la calle Catorce el martes sale inevitablemente en los periódicos. Ya no es posible ignorar cier­tas cosas que afortunadamente desconocía en­tonces».

Durante este período de ignorancia, hace sólo unos pocos años, Jay Mclnerney, Gary Fisket­jon y Morgan Entrekin sólo eran jóvenes escri­tores repletos de esperanzas y ambición, con al­gunos pequeños éxitos editoriales y con sus di­versiones, que han servido de materia prima para Luces de neón. La amistad entre Mclnerney y Fisketjon se ha convertido en legendaria, el mejor ejemplo de buenas relaciones entre escri­tor y editor. Numerosos artículos se han ocupa­do de contar en diarios y revistas cómo Fisket­jon, entonces editor de Random House, lanzó una nueva colección de bolsillo, Vintage Con­temporaries (enseguida llamada yuppie-poche), integrada por varias novelas, entre ellas Luces de neón, de su viejo compañero de facultad. Tam­bién Margan Entrekin, cuando era editor de Si­mon & Schuster, contribuyó a definir este géne­ro de novela a la moda, de joven autor de talen­to, con la publicación de Menos que cero (Ana­grama) de Bret Easton Ellis. Los tres amigos se han vuelto a encontrar ahora en Atlantic Monthly Press, la nueva editorial de Mclnerney, cuyo director literario es Fisketjon y en la que Entrekin ha creado y dirige una colección. «En­tre los tres formamos una especie de galaxia», dice Mclnerney.

Entrekin y Fisketjon son más conocidos en la ciudad que algunos de los autores que editan. Pocos como ellos pueden presumir de haber fre­cuentado Nell's, el club del momento, mucho antes de ponerse de moda. Todo comenzó en la fiesta de presentación del libro de relatos de Thomas McGuane To skin a cat. Lo cuenta Fis­ketjon: «Allí estábamos Susan Minot, Tim O'Brien, Ray Carver, Tess Gallagher, más un grupo de editores. Agotada la fiesta, cogimos to­dos un taxi, una limousine, que no resulta muy cara, y que nos dejó en Nell's. Habría unas cin­cuenta personas. Era demasiado, algo así como el salón de alguien muy rico, decorado además

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----�1�----con gusto. El novelista Robert Stone tomaba una copa en un rincón con gente de Artforum. Después terminamos todos juntos. Ahora en Nell's hay tanta gente que no se puede ni en­trar».

Para Fisketjon éste es el mejor ejemplo de có­mo una velada entre amigos puede llegar a con­vertirse en leyenda gracias a la prensa: «Es una buena historia, pero es la excepción que confir­ma la regla».

Para Entrekin es la prueba de que los salones literarios no existen: «Aquella noche llegué a pensar que Nell's podía convertirse en salón li­terario, era un sitio discreto. Pero la siguiente vez que he ido estaba ya lleno de gente, por lo general sin necesidad de ganarse la vida ni otra cosa que hacer que alternar en el club».

En cualquier caso la anécdota también mues­tra cómo un pequeño enclave del ambiente lite­rario es absorbido por una vida mundana más amplia. Por supuesto, todos siguen frecuentan­do Nell's.

Tama Janowitz fue otra de las primeras en preferir Nell's. Comenzó publicando en New Yorker y en otras revistas de moda como Bomb, Between C & D y Top Stories. Personajes de muchas facetas, de artista bohemia a joven loba, Janowitz no es la única en subrayar este espíritu de campanario del Nueva York literario.

Mona Simpson es redactora de Paris Review. En su profesión se relaciona con personajes de la talla de George Plimpton, editor de The Re­view, y su antigua profesora Elizabeth Hard­wick. Y compara la escena literaria neoyorquina con la comunidad literaria de George Eliot: «Todo es como Middlemarch, como entrar en una novela del siglo pasado. Recuerdo un en­cuentro con David Leavitt y Susan Minot en una conferencia de Alice Munro. Hacía un tiem­po horrible, llovía mucho, no teníamos ganas de salir y así todo nos encontramos en la conferen­cia de uno de nuestros escritores favoritos. Cosas así me hacen ver la vida como un gran plan, una enorme red formada por todos tus co­nocidos».

No deja de tener su utilidad, esta atmósfera provinciana de la ciudad, para Meg W olitzer: «En Nueva York sobran ocasiones de charlar de literatura y de intercambiar chismes del mundi­llo. Tenemos la impresión de estar en el centro. Porque los escritores no somos como los acto­res, que trabajan juntos. Somos nosotros los que queremos esta comunidad, quienes nos empe­ñamos en que exista».

Gordon Lish reconoce sin embargo que esta comunidad no tiene nada de utópica. Lish es editor en Knopf y publica una nueva revista lite­raria, The Quarterly. Se caracteriza por la impla­cable rivalidad que sabe introducir en su equipo.

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Muchos autores han publicado con él y así todo continúan siendo muy buenos amigos: «Haber luchado juntos nos aproxima. Esta comunidad nos suministra una experiencia compartida, po­sitiva para el trabajo. Aunque todo tiene un pre­cio: la envidia, las comparaciones entre los pe­queños logros pueden ser causa de evidentes efectos negativos. Es cierto que la emulación puede impulsar la perfección en la composición de las frases y producirse entonces algo magnífi­co. Pero si por el contrario la atención se centra en el lanzamiento, o todavía peor, en unas de­claraciones del autor o el editor la otra noche en un bar, eso puede ser nefasto».

La rivalidad se multiplica fácilmente porque el mundo literario de Nueva York es un homo­géneo microcosmos, de clase media, de tenden­cia yuppie, donde no abundan negros ni miem­bros de otras minorías, sino más bien ex alum­nos de prestigiosas instituciones. La claustrofo­bia acecha a la vuelta de cada esquina. Nancy Lemann pasa una parte del año en su natal Nue­va Orleans: «Los escritores necesitamos en algu­na medida de la realidad a nuestro alrededor. No podemos limitarnos a observar la vida de otros escritores que paran por el mismo club. Nueva Orleans me hace no perder el contacto con lo bueno, real y verdadero. Hay familias, jardines, gente que ha decidido pasar su vida allí.»

Otros muchos autores coinciden en apreciar las perspectivas de cambio que se abren fuera de Nueva York: «Esto es una especie de Disneylan­dia -dice Mclnerney. Se tiende a creer que las leyes de Manhattan son las de la naturaleza, las que rigen en cualquier parte, y nada más alejado de la realidad». Si a menudo dejan la ciudad es para librarse de sus obligaciones. Tama Janowitz está en Princeton por eso, como Mclnerney, que reconoce huir de Nueva York para no tener que salir todas las noches, y como David Lea­vitt, que se ha instalado en Long Island: «Ya no podía trabajar -dice Leavitt. Era excesivo, no sólo el ruido y la circulación, también las dis­tracciones del mundillo, y el tener que estar continuamente al tanto de lo que publican unos y otros, sin olvidar las fiestas de presentación de libros. Además estaba ya harto de vivir en un apartamento».

Otro tanto le sucede a Meg Wolitzer: «Vamos mucho al restaurante porque necesitamos salir de nuestros minúsculos apartamentos. En Nue­va York no puedo moverme de una habitación a otra, para eso tengo que salir del apartamento; es de locos. Por esa razón hay tantos escritores viviendo en colonias para ellos, porque en la ciudad no encontramos el espacio ideal para es­cribir».

Acaso la única excepción a esta uniformidad de la vida literaria neoyorquina sea la del grupo de Kathy Acker. Aunque el realismo psicológico y los temas homosexuales de David Leavitt sea una cosa y la ironía sofisticada y los personajes a la moda de Jay Mclnerney otra distinta, aunque

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Bret Easton E/lis.

la insatisfacción convierta a estos últimos en personajes más complejos que los de Janowitz, todos estos escritores no dejan de ser estilistas clásicos y tradicionales. Pero Acker, con su ca­bello castaño cortado a cepillo, su diente de oro, su rosa tatuada en el brazo derecho y sus ocho pendientes en la oreja izquierda, escribe de una forma tan poco convencional como su look. Su última novela, Don Quichotte, es una buena muestra: una narración fragmentada que rein­venta e.l clásico para convertir al hidalgo en una mujer traumatizada por un aborto.

A su vuelta de Londres, los amigos de Acker abarrotaban la pequeña escalera, toda carcomi­da, de su apartamento en Judson Street. Se cele­braba la aparición de Don Quichotte y en la pieza reinaba un ambiente de maliciosa parodia. La camarera iba disfrazada de criada, con una im­presionante cabellera naranja. Casi todos iban de negro y con los ojos maquillados. Parecían herederos revoltosos de Jack Kerouac o actores de un guión de los años cincuenta puesto urgen­temente al día. Sólo cuando sus viejos amigos la abrazaron para darle la bienvenida y felicitarla,

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quedó claro que no se trataba de ninguna reu­nión ritual de la vanguardia de los ochenta, sino de la celebración de un regreso. «No dispongo del dinero necesario para vivir en Nueva York -dice para explicar su estancia en Londres, don­de sus obras son mejor conocidas. Pero echo demenos a mis amigos, así que intentaré encontrartrabajo en la enseñanza para poder volver».

Los amigos que han venido a saludar a Acker constituyen la inequívoca imagen de un verda­dero círculo literario: Unos cuantos artistas muy originales, autores-editores en la treintena, corno Betsy Sussler y Craig Gholson de la revis­ta Bornb, Anne Turyn de Top Stories, Catherine Texier y Joel Rose de Between C & D. Muchos de ellos consideran los últimos años setenta corno el momento de su máximo esplendor, cuando artistas, escritores y directores de cine podían encontrarse en el Mudd Club, ahora ce­rrado, antes de dispersarse e instalarse en la ma­durez. El grupo de Kathy Acker no piensa mo­verse para abandonar Nueva York. Guste o no, la dirección de sus movimientos es la del esta­blishment.

Del mismo modo que hace unos años los marchantes, la prensa y el público volvían a des­cubrir la creatividad artística, muchos autores que comenzaron publicando en Bornb y Bet­ween C & D llaman ahora la atención de las grandes editoriales incluso si, corno sucede con Acker, el tono de su obra es más crudo que el de los jóvenes escritores realistas conocidos. Sus novelas son fragmentarias, más directas en el lenguaje y la descripción de las escenas de sexo y droga, de final abierto. Grave Press proyecta publicarlas todas.

Antes de lanzar Bornb en 1981, Betsy Sussler era escritora y actriz. Sus primeras publicaciones se inscriben en el círculo del Mudd Club: «En aquel momento no nos sentíamos solos. Siem­pre había algo que celebrar, una exposición, una película, una función de teatro. Existía una co­munidad artística y muchos escritores nada tra­dicionales».

Gracias a la mezcla de arte, poesía y ficción, Bornb lleva tiempo manteniéndose corno revista chic y sofisticada, en la que se presenta la obra de jóvenes pintores al lado de entrevistas con autores célebres corno Angela Carter y Martin Amis. Los primeros artistas presentados en Bornb han tenido éxito. Además de Don Qui­chotte de Acker, la revista publicó fragmentos de Haunted houses, la novela de Lynne Tillrnan, también directora de cine, algunas de cuyas obras han sido recientemente publicadas por Poseidon Press, una rama de Sirnon & Schuster.

Lo curioso es que a medida que estos autores alcanzan el éxito se dispersan. Seguramente for­ma parte de la naturaleza misma de los círculos

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Susan Minot.

literarios, pero el hecho es que cuando se pro­duce el reconocimiento tienden a desaparecer. Las presentaciones de libros que antes tenían lugar cada semana ahora resultan más raras. Terminar una novela supone un duro trabajo so­litario. Evidentemente se sale menos y no se ve con tanta frecuencia a los amigos cuando hay trabajo por hacer. Dice Lynne Tillman: «En los años setenta vivíamos en lofts inmensos y nos veíamos continuamente. Ahora la gente tiende a instalarse en lugares más pequeños y somos cinco años más viejos. Sobre todo nos vemos en el resturante, para cenar, y seguimos en contac­to por teléfono.» A propósito de esta decadencia de la vida mundana, Betsy Sussler añade: «He­mos tardado diez años en formar este grupo de apoyo. El espíritu de grupo lo llevamos en el co­razón, no socialmente.»

El apartamento de Catherine Texier y Joel Rose es un ejemplo perfecto del encuentro en­tre el establishment y la bohemia, el high-tech y la ficción. Es un gran duplex muy luminoso, en una zona en plena renovación, el lado este de la calle Siete. Texier nació en París y trabajó de pe-

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riodista en Montreal y Nueva York. Su aspecto es el de joven madre elegante, muy alejado del de la protagonista de su maravillosa novela Lave me tender. Trata directamente de sexo y de la dificultad de sobrevivir en el Lower East Side, en un estilo poderoso y sensual. Su protagonista es una insaciable bailarina de cabaret, de emo­ciones a flor de piel, que tiene por amantes un representante más bien amable y un pintor sádi­co. Está editada en la respetable colección Con­temporary American Fiction de Penguin.

La revista de Rose y Texier, Between C & D, tiene ya tres años. Al principio consistía en unas cuantas páginas directamente salidas de impren­ta, mal encuadernadas y dentro de una bolsa de plástico. Emprendieron la aventura porque las revistas literarias existentes les estaban vedadas. De hecho The Paris Review rechazó un relato de Texier. Rose ha estudiado en Columbia pero no guarda buenos recuerdos: «Nos enseñaban a relacionarnos, cómo contactar y avanzar en esta carrera, pero eso no tiene mucho que ver con el oficio de escribir.» Ahora trabaja para televisión, colaborando en guiones de Kojak y Corrupción en Miami. Un organismo estatal, el National En­dowment for the Arts, le ha concedido una beca para terminar una novela, que ya interesa a algu­nas importantes editoriales.

A pesar de la ironía que demuestran a propó­sito del éxito, determinados escritores anticon­formistas padecen de un enfermizo deseo de pa­recerse a Mclnerney. Nueva York, con todos sus excesos, continúa siendo la fuente simbólica para todos estos autores. Y no sólo en sentido figurado: «La ciudad de Nueva York ha sido construida sobre un manantial de aguas terma­les, que es algo que no debe hacerse nunca», ad­vierte Cookie Mueller, actriz y escritora, ligada a la revista Details: «Vivir encima de estas aguas vuelve loca a la gente. Proporciona demasiada energía.» Tal vez pueda explicarse así todo el frenesí que rodea a este mundillo y que tan po­co tiene que ver con el hecho solitario de es­cribir.

Hace poco la revista Harper celebró una fiesta en el Acme Bar & Grill, un lugar tan poco con­vencional y tan sucio que terminó resultando hasta chic. Había una multitud de jóvenes edito­res y escritores free lance, más conocidos por su pareja que por el público. Uno de ellos, muy ra­zonable, sentenció: «Mis amigos son también escritores. Si dentro de cincuenta años somos famosos podrá hablarse de círculo lite- erario. Si no, un grupo de amigos que eran escritores.»