huellas de la guerra patria

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Huellas de La Guerra Patria

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Huellas de la Guerra Patria de 1965(Cuentos y relatos)

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Huellas de la Guerra Patria de 1965

Compilación, edición y notas:MIGUEL COLLADO

ERIC SIMÓ

Prólogo:MANUEL MORA SERRANO

Santo Domingo, República Dominicana 2008

COMISIÓN PERMANENTEDE EFEMÉRIDES PATRIAS

EDICIONESCEDIBIL

(Cuentos y relatos)

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DE ESTA PRIMERA EDICIÓN:© 2008, Comisión Permanente de Efemérides Patrias (CPEP)

DE LA OBRA:© Miguel Collado© Eric Simó

PUBLICACIONES DE LA COMISIÓN PERMANENTE DE EFEMÉRIDES PATRIAS,VOLUMEN 28

EDICIÓN:Abril de 2008

COMPOSICIÓN:Escarle Ravelo

DISEÑO GRÁFICO Y ARTE FINAL:Annerick Simó Polanco

CUBIERTA:Cristian Cohén

OBRA DE ARTE DE LA PORTADA:Detalle del mural 24 de Abril, de Ramón Oviedo. Pertenece a la Colección deIsaac Lif y Flia. y se exhibe en el Edificio Radiocentro, CxA (Santo Domingo).

IMPRESIÓN:Editora Búho

ISBN 99934-75-08-4

Impreso en República Dominicana . Printed in Dominican Republic

CCCCCOMISIÓNOMISIÓNOMISIÓNOMISIÓNOMISIÓN P P P P PERMANENTEERMANENTEERMANENTEERMANENTEERMANENTE DEDEDEDEDE E E E E EFEMÉRIDESFEMÉRIDESFEMÉRIDESFEMÉRIDESFEMÉRIDES P P P P PAAAAATRIASTRIASTRIASTRIASTRIAS

LLLLLICICICICIC. J. J. J. J. JUANUANUANUANUAN D D D D DANIELANIELANIELANIELANIEL B B B B BALCÁCERALCÁCERALCÁCERALCÁCERALCÁCER

Presidente

LLLLLICICICICIC. E. E. E. E. EDGARDGARDGARDGARDGAR V V V V VALENZUELAALENZUELAALENZUELAALENZUELAALENZUELA

Director Ejecutivo

MiembrosLLLLLICICICICIC. R. R. R. R. RAFAFAFAFAFAELAELAELAELAEL P P P P PÉREZÉREZÉREZÉREZÉREZ M M M M MODESTOODESTOODESTOODESTOODESTO

DDDDDRARARARARA. M. M. M. M. MUUUUU-----KIENKIENKIENKIENKIEN A A A A ADRIANADRIANADRIANADRIANADRIANA S S S S SANGANGANGANGANG

DDDDDRARARARARA. V. V. V. V. VIRTUDESIRTUDESIRTUDESIRTUDESIRTUDES U U U U URIBERIBERIBERIBERIBE

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IN MEMORIAM A

Jacques Viau Renaud,poeta de la Isla, y a todos aquellos que,

como él, respondieron, con gesto heroico,al llamado de la Patria invadida.

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ODA GRIS POR EL SOLDADO INVASOR

Venido de la noche, / quizás de lo más negro de la noche,un hombre con pupilas de piedra calcinada / anda por las orillas de la noche…

De oscuro plomo el pie y hasta los besos / viene del vientre lóbrego de un águilaque parirá gusanos y esqueletos / para llenar su mar, su territorio…

Y aquí está saltando por las sombras, / por detrás de alambradas y del miedo,recorriendo caminos enlodados / con palabras de sangre para todos…

Este hombre venido por el luto / con pólvora y martirio para todos…No es uno solamente para el llanto, / son miles para el fuego y las tinieblas,son miles repartiendo los sollozos, / marchando a la ceniza y los lamentos…

No es uno solamente, pero todos, / venidos de la sombra más enferma…Este hombre destruye con sus botas / la rosa y la sonrisa de los niños,

se traga nuestra luz con su saliva, / destroza las raíces y los frutosy esparce las espinas para hacernos / sangrar hasta los pies de dulces carne...

Hay un hombre venido de la noche / con fusil y puñales y tormentos,con ojos de lagarto y llamaradas, / con humo y explosiones y con miedo…

Hay un hombre vestido de soldado / venido ciertamente de la sombra…Y ese hombre vestido para el crimen / no sabe que la sangre se endurece,no piensa que el amor y las banderas / resisten más allá de las batallas,

no entiende que su pólvora y su plomo / servirán para el canto de otros hombres…No comprende este hombre sin mirada / que la mano, matando, se le quema,

que, sobre la tragedia, la alborada / borrará su agria carne, su estaturade animal entrenado para el fuego / y el musgo nacerá sobre su muerte…

RENÉ DEL RISCO BERMÚDEZ

Junio 1965

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ÍNDICE

Presentación .................................................................................... 13

PrólogoCuentos de guerraMANUEL MORA SERRANO .................................................................. 15

MANUEL RUEDA (1921-1999)Palomos .............................................................................................. 21

EFRAIM CASTILLO (1940-)Junio 15.............................................................................................. 39

ARMANDO ALMÁNZAR RODRÍGUEZ (1935-)Aquí, en la lucha ............................................................................... 49

IVAN GARCÍA GUERRA (1938-)Vivir es buena razón ......................................................................... 55

DIÓGENES VALDEZ (1941-)Antipolux .......................................................................................... 71

MIGUEL ALFONSECA (1942-1994)El enemigo .......................................................................................... 79

ANTONIO LOCKWARD ARTILES (1943-)Hotel Cosmos ..................................................................................... 87

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JEANNETTE MILLER (1944-)Como cuando mataron a Beatriz….................................................... 97

JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR (1946-)La última visita ...............................................................................103

LIPE COLLADO (1947-)La madre de Reyito... .......................................................................111

ENRIQUILLO SÁNCHEZ (1947-2004)Maritza, no dejes que se te vaya el odio al yanqui ............................119

ROBERTO MARCALLÉ ABREU (1948-)La soga .............................................................................................127

FERNANDO VALERIO HOLGUÍN (1956-)Nuestra última lluvia juntos ............................................................143

RAFAEL GARCÍA ROMERO (1957-)Bajo el acoso .....................................................................................149

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PRESENTACIÓN

La Comisión Permanente de Efemérides Patrias y elCentro Dominicano de Investigaciones Bibliográfi-cas, Inc. (CEDIBIL) han coincidido en valorar, como

acontecimiento trascendente de la historia política contemporá-nea dominicana, la Gesta de Abril de 1965, considerada una gue-rra de indiscutible carácter patriótico, ya que la misma simbolizóla defensa de la soberanía de la nación dominicana ante la inva-sión militar norteamericana.

De ahí el título de la presente obra literaria: Huellas de la Gue-rra Patria de 1965(Cuentos y relatos), un verdadero aporte de suscompiladores Miguel Collado y Eric Simó a la bibliografía nacio-nal que, de alguna manera, contribuirá, desde la perspectiva de laficción narrativa, al estudio de ese importante hecho histórico,del que se cumplen 43 años. Y es que los hechos épicos de loshombres han constituido siempre valiosa materia prima para losliteratos expresarse y dejar plasmadas en sus obras –poemas, no-velas, cuentos, dramas– su interpretación de esos hechos y suvisión del mundo.

La Comisión Permanente de Efemérides Patrias agradece aCollado y a Simó el habernos cedido los derechos de la primeraedición de esta singular antología de cuentos alusivos a la Guerrade Abril de 1965, con cuya publicación damos continuidad anuestra misión institucional de contribuir con la difusión de aque-llas obras que, por su gran valor didáctico, están llamadas a con-vertirse en lectura recomendable para las jóvenes generacionesdominicanas.

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Como bien afirma el autor del prólogo de la presente obra, elreputado escritor Manuel Mora Serrano, “Más que un libro, estees un homenaje patrio”.

COMISIÓN PERMANENTE DE EFEMÉRIDES PATRIAS

Santo Domingo, D. N.24 de abril de 2008.

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CUENTOS DE GUERRAManuel Mora Serrano

Con esta antología temática, mis queridos amigosMiguel Collado y Eric Simó se han embarcado enuna empresa que tiene riesgos y no deja de ser una

aventura que rinde una labor bibliográfica importante.Toda antología (Collado ya publicó una de narraciones cortas

relacionadas con la Era de Trujillo, donde el material es abun-dante) es una empresa arriesgada. Los lamentos consabidos deque “no están todos los que son ni son todos los que están” losescucharemos cuando se publique esta, que en realidad tienevaliosas representaciones que van de un Manuel Rueda a un to-davía joven Rafael García Romero, pasando por personalidadescomo Efraim Castillo, Armando Almánzar Rodríguez, Iván GarcíaGuerra, Diógenes Valdez, Miguel Alfonseca, Antonio LockwardArtiles, Jeannette Miller, José Alcántara Almánzar, Lipe Collado,Enriquillo Sánchez , Roberto Marcallé Abreu y Fernando ValerioHoguín, lo que habla si no de una total constelación de narrado-res, de algunos de los más conspicuos de nuestra literatura.

Ahora bien, en un prólogo de un libro donde aparecen talesfiguras, entre ellas dos premios nacionales de literatura y variosganadores de los anuales de la Secretaría de Estado de Cultura yotros concursos importantes como el de Casa de Teatro, la fun-ción de quien introduzca tiene muchos ribetes:

El primero es el de caer en el lugar común de analizar cadacuento y hablar de cada uno de los seleccionados, pero eso, encuanto a lo último, lo suplen los editores porque hacen las

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semblanzas de éstos y porque se trata, en su gran mayoría, depersonalidades conocidas.

En cuanto a los cuentos, tampoco es labor del antólogo con-vertirse en crítico y asignar a cada narración un hipotético valoro un somero estudio de contenidos. Lo que sí podemos asegurares que en la presente selección, además de la Guerra de Abril,que es el fondo temático, se habla de otra guerra (el cuento finalde García Romero se refiere a la aventura de Caamaño en Cara-coles, aunque hay alguna ligera mención a Abril, como es lógicosuponer).

Para algunos la guerra es un pretexto para una narración, aveces extensa, como en el caso de Manuel Rueda, que con suacostumbrada maestría va llevando al lector por un laberinto li-terario de estancias lingüísticas.

El caso Rueda es interesante. Los miembros de la Poesía Sor-prendida fueron poetas enteros en su mayoría, pocos fueron a lanarración en prosa pura, porque tanto Rosa de Tierra de RafaelAmérico Henríquez como Vlía de Freddy Gatón Arce, para citara los dos ejemplos más conocidos, son poemas en prosa y si bienFreddy publicó dos narraciones de alguna extensión: La guerrille-ra Sila Cuásar y La canción de la hetera, los demás miembros (siexceptuamos al chileno Alberto Baeza Flores, que publicó narra-ciones y novelas), sólo Rueda fue cuentista relevante, ya que SusPapeles de Sarah y otros relatos lo distinguen; todos los demásantologados son contemporáneos relativamente hablando, y aun-que algunos –como Jeannette, Alfonseca y Enriquillo– son co-nocidos más como poetas, Lockward y García Romero se inicia-ron también en la lírica (no quiere decir que los otros alguna vezno hayan caído en la sagrada tentación de la poesía).

Pero ya lo dijo Borges, que “los libros son solo ocasiones parala poesía” y en muchos de estos cuentos ese esfuerzo tradicionaldel prosista criollo por el preciosismo verbal, aunque no necesa-riamente para caer en un barroquismo plateresco, se evidencia.Del mismo modo que nuestros peloteros se preocupan por dar

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jonrones, los escritores dominicanos nos preocupamos por lasmetáforas y las imágenes sugerentes y una narración pura y des-carnada, periodística, nos parece una pérdida de tiempo, tantopara el autor como para el lector.

Si no podemos escapar al acoso de la poesía, ocurre que he-mos olvidado que la narración es territorio de la épica. Se cuentadesde una perspectiva moderna para hacer, además de una narra-ción y de contar una historia o un detalle, con la misión de hacerun documento literario perfecto. Es decir, lograr aquello queAzorín dijo con tanto criterio, que el cuento es a la prosa lo que elsoneto a la poesía.

Escritores como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Julio Cortá-zar, para tomar tres ejemplos señeros, nos indican que la literatu-ra no es un juego y que el cuento, que comenzó siendo un relatofamiliar, verbal, de comunicación de sobremesa, se había con-vertido en una obra de arte.

Nuestro Juan Bosch (para no tener que importar modelos), seperfiló como un maestro del verdadero cuento literario. Boschno hace simples relatos para demostrar su maestría de prosista, esdecir, no hace cosas que no tienen el final sorpresivo, que es lo quehace que el cuento sea cuento y no otro artefacto del lenguaje. Enla presente selección hay cuentos logrados y cuentos malogrados,como en todas las narraciones. Quiero decir, mal logrados porqueno alcanzan el nivel al que llega el de Miguel Alfonseca, el máscuento de todos los que aparecen, a juicio de quien escribe.

Con esto debemos aclarar que no es que los demás no seanvaliosos y dignos de ser antologados. Queremos llamar la aten-ción del lector sobre El enemigo, porque nos parece que Alfonsecaalcanza, en medio de la modernidad, lo clásico, que es la mayoraspiración posible para un escritor.

Veamos como comienza su relato:“Este hombre había muerto en silencio, con los ojos violetas por el

crepúsculo, cada vez más tieso el puño izquierdo cerca de la pared cribada

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por las balas. Ninguno se atrevió a tocarlo –ni siquiera Sarah– porquesentíamos su odio a pesar de haber muerto”.

Es un tono solemne porque es territorio de la épica. No haylirismo desatado a pesar de los ojos violetas, porque Alfonsecasabe que está narrando un hecho, si bien no heroico, porque lamuerte de un hombre no tiene heroicidad posible a menos quesea luchando por la libertad o la justicia, si está narrando inmersoen un acontecimiento heroico, que es la guerra por la libertad deun pueblo.

Una de las cosas que hemos olvidado es que cada tema exigeun tratamiento verbal diferente y que los géneros literarios máxi-mos, es decir, lo épico, la lírico y lo dramático, aunque este últi-mo abarca a ambos géneros, porque incluye, además de la come-dia y el drama simple, a la tragedia, que exige el tono elevado,como en este caso la piden tanto la solemnidad de la muertecomo la solemnidad de la guerra.

A todo lo largo del relato hay descripciones de la acción comosólo la puede narrar aquel que la vivió y la padeció, es decir,como algo natural que sucede, como en La Cartuja de Parma, deStendhal, que, contrario a Víctor Hugo que fue grandilocuenteen Los Miserables narrando la batalla de Waterloo como un locu-tor deportivo que contara las incidencias de un juego que ve des-de las gradas, él cuenta detalles de esa misma batalla de otromodo, en forma real, porque estuvo en ella y pudo morir bata-llando. Y éste, como muchos de los otros relatos, sucede “desdeadentro”, por alguien que estuvo allí y nos lleva con él a observarun hecho terrible: la muerte, como un perro, de un ser humano.La muerte de un enemigo.

Ahora bien, esta narración se convierte en cuento precisa-mente en las últimas líneas, como el soneto que debe sentarse enel último verso.

El relato de Efraim Castillo, “Junio 15”, es una crónica de laguerra, muy parecida a un despacho ágil de prensa de unHemingway, y queda como un testimonio de las peripecias vividas

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en carne propia por los actores del bando constitucionalista. Es,al mismo tiempo, un reportaje histórico, ya que el autor usa nom-bres propios y fechas específicas. Una forma ágil, amena, de de-jar para la eternidad instantes fugaces de una contienda para elrecuerdo de un pueblo. Se podrá discutir sobre el género; si rela-to, si reportaje, si crónica, lo que se quiera, pero nadie podránegar que es un testimonio desgarrador que no podía faltar enesta selección.

Creo que he dicho la clave de algunos de los relatos que for-man este libro: Los hay que “ocurren desde adentro”, en mediodel territorio infernal de las balas locas y de las pasiones desata-das y los hay que suceden tangencialmente, donde apenas Abriles una remota señal de algo que ocurrió hace tiempo, pero locierto es que Abril nos sucede cada día a los que vivimos durantesu gesta, aunque no estuviéramos involucrados directamente enlas batallas.

Sólo en el relato de Marcallé Abreu, La soga, se sitúa en lazona marginal de la ciudad, donde imperaron los ajusticiamientosy las pasiones desbordadas de los imitadores de Castro en losprimeros días de la revolución y en el criterio que tenían algunosrebeldes de lo que debía ser su causa, por desinformación o pordeformación ideológica, en todos los demás se aprecia y justipreciael heroísmo, a veces inútil y baldío de un pueblo en armas lu-chando por su libertad en un espacio reducido de la geografíanacional.

No vamos a caer, dijimos, en la tentación de analizar cada cuen-to. En ellos el lector encontrará la desatada pasión cotidiana de lalírica en la narración de los sucesos menudos de cada quien, por-que cuando terminamos de leer todos los relatos, nos damoscuenta de que Abril, de que la guerra, de que las guerras de siem-pre y de todos los tiempos, sólo le suceden a algunos. Que otrospermanecen al margen, esperando que los valientes decidan porellos y luego, como en el cuento de Marcallé Abreu, son llevadosa aplaudir al enemigo y si no, te dan un culatazo.

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Cada quien encontrará su cuento favorito, pero cada relatocuenta algo que se dice con cierta altura, porque nadie es impar-cial frente a los hechos y en la Guerra de Abril la mayoría somosapasionados y nuestras simpatías están volcadas de un solo lado:del de los nuestros, el de los buenos, el de los que murieron ylucharon por nuestra libertad.

Más que un libro, este es un homenaje patrio.

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MANUEL RUEDA (1921-1999)POETA, ENSAYISTA, DRAMATURGO, NARRADOR Y PIANIS-TA. Nació el 27 de agosto de 1921 en Montecristi,República Dominicana. Integrante de La poesía sor-prendida y creador, en 1974, del movimiento lite-rario denominado Pluralismo. Dirigió el Institutode Investigaciones Folklóricas de la UniversidadNacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU) y en1994 fue galardonado con el Premio Nacional deLiteratura por la obra de toda su vida. Su bibliogra-fía es extensa. De poesía: La noches (1949); La cria-tura terrestre (1963); Por los mares de la dama(1976); Las edades del viento (1979); Congregacióndel cuerpo único (1989); y Las metamorfosis deMakandal (1998). De Teatro: La trinitaria blanca(1957, Premio Nacional de Teatro “Cristóbal deLlerena”); El Rey Clinejas (1979); y Retablo de lapasión y muerte de Juana la Loca (Premio Teatral«Tirso de Molina» en España, 1995). De narrati-va: Papeles de Sara y otros relatos (1985); y Bienve-nida y la noche (novela, 1994, Premio Anual deNovela “Manuel de Jesús Galván”). De ensayo: Co-nocimiento y poesía en el folklore (1971); y De tie-rra morena vengo (en colaboración con el escritorRamón Francisco). Antologías: Antología panorá-mica de la poesía dominicana contemporánea 1912-1962 (en colaboración con Lupo Hernández Rue-da, Tomo I, 1972); y Dos siglos de literatura domi-nicana (Ss. XIX y XX). Poesía y prosa (en colabora-ción con José Alcántara Almánzar) (1996). De re-copilación: Adivinanzas dominicanas (1968). Mu-rió en la ciudad de Santo Domingo el 20 de di-ciembre de 1999.

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PALOMOS1

Cuando la revolución éramos tos unos palomos, conti-má nojotros mocosos peluses sin fijeza en na, calle-jeadores de oficio y por obligación, agregaría yo, porque

la nuejtra no era vagancia de riquito sino efecto de la escasitú y laencueré que teníamos por ley natural de la exitencia, razón de mapa salí de casa poiquete muchacho como nigua decía mama,mándalo afuera rezongaba el viejo, ahorita mesmo deberías man-darlo pa que ayude ya que no puede estudiá, si tú quisieras com-prarle algunos libros podría bachillerarse, no me jorobes con tuscuentos dónde has visto tú probe con libro, agrégale a eso elregalito pa el maestro y la hoja blanca del examen, que hay quepagarlo to y uniforme también y zapatos, cómo quieres quelen-tren a él zapatos con la pulgada e’cachaza que ha criao por esosandurriales ¿es lo que tú querrías pa ese dije que tienes? hijo tuyolo mesmo que lojotros igualito los quiero, no consertirlo a ésteque me tienes ya barrigón con tus blandunguerías al muchacho,que horita lo malcrías y lo haces mujercita, castigo hay para toscuando hace falta, se disculpaba la vieja, pero el viejo implaca-ble: castigos, sí, con la mano voltiá que a ti te duelen más que aél, así que no hay escuela pa el mocoso, que arrime el hombro yque gane su comía, ¿has visto tú que de un comprabotellas comoyo puedan salir un día licenciados?, yo pensaba lo mesmo, yo mepalpaba bruto entero, bruto neto, un palmo de brutedad sin hori-zonte, aprender aprendía, mas pasito, lo quera convenío en dis-periencia, querer querría licenciarme pero lo escriturado me asus-taba, toesos garabatos revoluses, letras abecedarias alineás como

1 En: Manuel Rueda, Papeles de Sara y otros relatos (Santo Domingo: EditoraCorripio, 1985), pp. 295-309.

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cruces de cementerio, toesas aches y seaches emes y équises yqué decir de aquellos seseríos, cómo hace uno pa encontrajlesacotejos, no entendía yo poco ni mucho de aquellas letras silba-doras, que no se dice disga, no malcríes las eses, ni bascalao queno hay etómago que aguante, habrá que podarte el habla de se-seos, ¿etómago dijiste?, bueno pero dejando algunas como mues-tra de quesa letra se habilita, etósmago ¿está bien?, mira probare-mo dispués, así entre fisnerías de letras intrusas y alocadas yo mepasaba de la raya y Luis Cachaza ¿no le dije que ese era mi nom-bre de batalla? también pasó a llamarse El Moscano, porque toslos de mi casa nacimo en Moca, que no mosca, diría yo, abejónde machos hombres liquidantes de presidentes distadores, de allíera el viejo que de instruido se pasaba, mejor hablado questoscapitaleños gramaticudos que tienen el espinazo del habla to do-blao de tanto reverenciar la autoridá, en eso el viejo era una tran-ca, mocano con avaricia aunque un poco pesadito en los conse-jos, yo le decía viejo pronto lo vuá nombrar menistro consejero,porque él soltaba consejitos en el momento más enoportuno comoyo éseses, en el fondo lo que viejo tenía era amargura de tantabotella sucia revendía, pobreza que no pudo evitarnos a los diezpalomillas descalzos que le decimos taita, pue dijo que a la calley a la calle salimo cada quién por su lao, todas las profesiones lastuvimos en casa: periodiquero, lustrabotas, mandadero, vividor,soplamocos, rebusero, botillero ayudante y manganzón jugadorde bolitas en pulperías de parroquianos zarrapastrosos donde sebebía romo malo como el agua, gas por añadidura cuando el fiaono pegaba, pero lo mío era otra cosa, por algo decía el viejo queyo era el consentío, porque de chininingo era dado a lo fisno, a unbañito de olor con bairrum o agua florida, frasquitos que enterra-ba de noche en la cocina pa que no lo fildearan los carpetosos dehermanos que tenía, yo tiraba parriba apesar de lo descalzo y lacachaza dura y ensalmá a la que no le entraban niguas de platanalni clavo enmohecío, por algo me apodaron Luis Cachaza ademásde aquel otro motecito, así fue cómo la cachaza renegría no mequitó la presunción, las manos casi se me gastaron de lavajlas en

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domingo, yo era un finodo, si hasta creo cuando lo bruto se meremoja que puedo hablar correstamente, no hay que redirse com-patriota, toavía lo puede ver uté dispués de tántos años, a limpioy agentao no hay quien me gane, pue entonce este inorante lim-pio y patón, tripudo por demás por la jambre pasada cogía sugorra de aguilucho y se diba a intentar aprender algo provechosodiciéndome, eso sí, no metas mano en balde ajeno, hazte perso-na, porque buenas costumbres las tenía, saltaba eso a la vista, yme diba a juntar con amigotes en el centro, donde había semáfa-ro allí encontraba uté un semillero de palomos limpiadores devidrios de carros transeúntes que apenas si soltaban algún diezpor el trabajo antes de arremeterle a la luz verde pelándole elfuyín a los mocosos que saltaban dentre las ruedas como reciénnacíos hasta el rojo siguiente y su cáfila de carros pordioseros, nome gustaba aquello, no señor, no era vida, mejor hubiera sido sermenistro o disputado, lo que fuera, ganas me daban (mis doceaños no eran impedimento, lo aseguro) de montar yo también aun bizcochito en un descapotado último modelo que fuera todomío y de oír quella me dijera ¡pero qué chulería Luisito! ¿Dóndelo conseguiste? tonta la rubia ¡vaya la preguntita! dónde va ser,me lo dio papi, regalo de cumpleaños, paeso somos millonarios yestamos papeando en el gobierno, pero no sé por qué no me gus-taba decir quel viejo era gobiernista, cuestión de orgullo y patrio-tismo, cosas que yo pensaba y que le dicen sueños, repito: aque-llo eran visiones nomás de mocoso sin sesera pues paese tiempotoos los muchachos del barrio eran palomos alimentaos de aire yboberías, de quiero y no puedo, de no puedo querer ni podrénunca, uno crece y aprende aunque a la fuerza, se le pasa la vidaa uno aprendiendo lo que no debe pretender ni desear, apren-diendo lo que no debe decirse, lo que no corresponde, antes deque te den la trompada en el jocico, es verdad que uno crece yaprende y ocupa su lugar sabiendo cuál lugar no es el suyo, peroduele, a meditar nadie nos enseña, sabemos lo que es eso desqueechamos los pies po’alante el catre, ¿qué cre usté desos palomosque pululan por áhi sin miramientos de hacer cosa a derechas?,

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¿sabe usté acaso lo que hay debajo del cacumen de un tigueritodesos?, ¿los lleva conocíos como no sea pa empujarlos de pasá,insultarlos?, ¡no lo niegue!, lo ignora aunque sonría de través conesa burla achicalabios que me dedica ahora, pues bien voy a de-cirle cuánto hicimos en esa revolución de ustedes los mayores,de los queran mayores en mi tiempo, ¿es que no supo usté deseComando Los Palomos?, sí señor, así mesmo se llamaba, ¿que?,¿no está enterao?, ¿estaba usté en los extranjeros cuando suce-dieron estas cosas?, pues no faltaba más, óigalas pa que las ase-mile: reunimos a los palomillas una tarde, Cuicuí la Bemba (bem-bones formidables como pa tocar él solo tos los trombones ennoches de retreta, ahí había modulación y había regusto) teníainteligencia como bembe, dende el primer momento fue jefe na-tural, paeso tenía madera, mayorcito, sus dos años me llevabapero me aventajaba en lo advertío, no se movía una paja sinquello autorizara, disciplinao en to, que vengan a hacé los ejercicio,que Cachaza ta sonámbulo que avive, que tu silbío no cuaja, noe cuestión de pulmone sinó de habelidá, porque él de su cabezasacó la tabla de señales conquel palomerío se enviaba sus mensa-jes cifraos, a base e trinadura, telegrasfía pura, al que no dé susilbaíta correta se le cancelan los permiso, mi bale no ensaliveque se le aniega l’armonía, soldao cabal nos resultó y prevenío,entre tanto peligro así chequeaba onde andábamo y lo que nosestaba sucediendo, que pa nosotro el fuiferío era cosa de fuifa yde fuifuá, de película amigo, ¡había que verlo!, dispué del quisie-ra presentarle al Terror de los Mares, a él pertenecía el malecón,la costa entera desde la Cueva de las Golondrinas jasta Güibia,atracándose de uva e playa así pasaba, escarbando residuos deolas enmugrecidas de donde a vece sacaba reloces, botoncitos denácar, medias viejas, medallas de San Cristóbal, y hasta una vezpescó una dentadura postiza que no dejaba de muequear ape-nas la jalaba del bolsillo, Terror y su tesoro, Terror de roca enroca marineando con el ojo colgao del lejo asuntando el griseríodel escuadrón imperialista que rondeaba con órdenes de acrebi-llarnos, Terror a la pesca e polvorines que más allá del Jaragua

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desimulaba el invasor como si fueran tiendas inocentes de cam-paña pa albergación de tropas, pero na, queran cajas e dinamitaque diquiban a serví pa volar la ciudad vieja y su refugio de cons-titucionalistas malechores, ¿habráse visto qué timbales?, y ahorael Manfloro López, ete Manfloro era celebre, vivía adornándosecomo mácaro con vidrios, cuentas de cristal, espejos, flores, co-llares, plumas, jasta sombreros como en una película de robinjú,aunque fueran de mujéreces, no hacía, él ladeaba orgulloso lacabeza cuando estrenaba uno, ¡aquí estoy yo!, ansiana en chuli-papi nadie osaba redirse porque a él to le lucia ¿sabe por qué?porque era macho de a verdá y no le tenía miedo ni a esa debeli-dad de mujeriarse, yo admiraba al Manfloro porque sabía impo-nerse además de que me regalaba caramelos de menta, bueno, elcuarto en línea del Comando fue quien le habla, el mesmo que asu lado tiene, por más señas Luis Cachaza o el Moscano, comomejor le cuadre, así liba diciendo, que a buen entendedor no hayrepiteo, fue fácil el acuerdo y entonce principiamo a recoger eltigueraje palomilla: limpiadores de vidrios, cuidadores de carrosen las puertas de cines, palomos ahora en vacaciones forzosas,limojneros de piernas tullías a las horas de misa o procesionesque descaradamente salían corretando ¡pierna pa que te quiero!después de la última lemosna, limpiabotas que se quedaron no-más en limpiamocos por la tamaña desocupación de la guerra, enfin esa cáfila de oficinistas callejeros con empleos propios vino aformar el grueso del Comando y hasta abrirmos local en un gara-je destartalado que amoblamo con restos de abanicos eléltricos,colchonetas aciclonadas, banquetas de tres patas y tántos cachi-vaches que la prisa de muchos dejó tirados en los patios traserosde sus casas, si hasta el Manfloro López trajo un cromo de mujerencuerúa con pajarraco blanco picoteándole las entrepiejnas, unainmoralidad sabrosa que a veces nos desvelaba cuando no ha-bía tiroteos en qué pensar y no sé donde dio con unos metrosde sarasa que colgó de las paredes como si fueran cortinas depalacio, el reconocimiento oficial vino dispués, el coronel Ca-amaño nos lo dijo una tarde: Palomos, ustedes son el futuro de

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la Patria, oírlo era bonito y lo entendimos, pa que la Patria tuvieraun futuro no importaba que careciéramos dél, tal vez no es loque dijo, pero es lo que yo pienso que nos quiso decir, yo quesigo de viejo tan palomo de a verdá amarrado a este taxi de mier-da en el que tengo que encachar con cualquiera y aguantarlo, nocomo a usté que va tirando conmigo y me escucha, parece, aun-que hace rato me viene jorobando riyendo en lo bajito de lo mío,lo mío, sí señor, lo único mío, esos momentos que desplico yoahora, naiden sabe por qué, porque se vienen a las mientes así sinque los busque Siente sobre su cabeza el peso del anochecer y apurael paso. Detonaciones aisladas lo ponen sobre aviso, ha cesado la tregua,ahora empieza el melao. Tras cada sombra se aposta un tirador con lamirilla incandescente tatuada sobre el ojo que no se atreve a pestañear. Laavenida Independencia íngrima y sola. En las azoteas los soldados tendi-dos de barriga afinando el oído a secretos de tierra y cielo hacen circularchiclets, caramelos, cada uno orgulloso de esta guerra y del rol que le hatocado desempeñar, nos faltaba algo así para ser hombres. Los americanosmás allá de la Pasteur, ellos y sus FI Pudos haciéndose ahora los desenten-didos, ¿creen que somos pendejos?, para luego atacar con sus bazucas queya no nos asustan. Al otro lado del río Molinos amenaza con enviar unaola de plomo derretido a la menor señal de movimiento, lo mismo quetirarle al Baluarte desde arriba, como si no fueran también dominicanos,pero no, son genocidas. El bramido del mar cerca, uno puede escucharlocuando quiere y olvidarlo después, no hay mejor compañía. Apura el pasohombre, apura, apura porque te has rezagado hoy más que nunca, Cuicuíte espera en el Comando para el primer relevo, hay que rifar la guardia deesta noche con los otros palomos a ver a quien le toca, apura, apura. Se haretrasado en las líneas enemigas entretenido con la fila de los que quierenalcanzar lugares más seguros antes de que la queda haga cerrar los puestosde inspección. Los fipudos no hacen caso de un muchacho descalzo y andra-joso y Luis acecha, observa los detalles: mujer gorda con valijas, hombreque mira de través y se toca el bolsillo (algo robado), mujer alegre que hacemorisquetas, guiña los ojos a un gringo legañoso (a ésta había que cortar-le el pelo a rape pa que aprenda a putear donde no debe), soplones quecuchichean con soldados detrás de algunos dólares y de vituallas pa’el

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cambalacheo y la defensa, personas que hacen sus mudanzas a la zonanorte y otras fruslerías. Luis toma nota de personas sospechosas, todo lodigno de ser visto lo lleva clasificado en la memoria y lo repasa cuidadosa-mente, por si importa dispués, para rendir su informe. Apúrate que empie-zan con su samba. Gana la calle Padre Billini, a sus espaldas un estrépi-to, puertas y confusión de voces, ¿qué haces?, ¡apúrate!, le gritan tras persianasentornadas mujeres caritativas, pero él es un soldado, ¡qué gallito estoyhecho!, eso del miedo no es conmigo, él es un miembro importante de unComando que sabe hacer lo suyo con la venia de mi buen Coronel que Diosnos guarde. Ahora la oscuridad es tan completa que se siente seguro, perola luz eléctrica empieza a parpadear en los faroles, siquiera nos dan luzesta noche, eso ya es algo. Es entonces cuando al cruzar la calle el Conde,cauteloso a causa del peligro, ve al muchacho sentado en la acera bajo unfarol encendido, el blanco más perfecto que vi en mi perra vida, ¡lo quepasamos Dios!, y necesario fue pasarlo, un niño aprende así loútil ques el odio a veces, ¿que siempre es malo odiar?, ¿no odiausté lo malo?, ¿no odia a los enemigos de su Patria?, eso mismotuvimos que aprenderlo sin libros jugando a los patriotas parahacernos patriotas de averdá, aquí mesmo en el Conde pasarontantas cosas que no terminaría de contar ni aunque enfiláramoen flete pa el Cibao, mire esta calle, observe bien el sitio, por na,cosas que piensa uno, ya le digo Pero qué mierdas veo, se detienede pronto, es un frenazo, un encontrón con la esquina, casi se va de brucesporque ha visto al muchacho en mitad de la cuadra allí sentado comovacacionando el muy pendejo bajo el farol que se llena de un leve chisporro-teo de mariposas que le caen chamuscadas en los hombros y eso no es nadaahora empiezan de Molinos a disparar despaciado: toc, toc, chac, toc, oye elsilbido del plomo, no es una mariposa que choca, es la astilla que vueladesprendida de una puerta a escasos metros del palomo, no conoce al mu-chacho pero habrá que hacer algo por él, ¡jey!, grita, ¡jey palomo!, palomilladel carajo, ¿por qué no contestái palomo?, insiste, ¡quita de ahí!, ¡te joden!,y chac, toc, toc, teniendo que pegarse a la pared resbalando para llegar a éldespacio, despacito, para que no plante la carrera y lo acrebillen, te vai adisgraciar ¿es que no meoyes? aquí mesmo diban a darle de llenoa un palomilla, uno de tantos como yo, no va a creerlo, las balas

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circulaban como gente, se las oía pasar, mermurar, andar juntocontigo y de pronto ¡puta si había que oír esas vidrieras explotan-do! ni la carretilla del viejo cuando un día se le fue por un barrancoy se voltiaron las botellas, ríase sí, nomás, esa semana lo quecomimos fue vidrio molío Pudo oír la vidriera venirse abajo apesar del enrejado que la protegía, como granizo; alcanzada por un proyec-til que venía de algún edificio de la Mella, lo que significaba que ahora elfuego era cruzado, conversaban de un lado a otro de la ciudad los yanquis ylos de San Isidro, a tiro limpio, sin importarles los que estábamos al medio,sin importarle ese palomo que, ahora lo sabía, estaba dispueso a rendircuentas. a un palomilla, sí, ¿es que cre usté que no murieron?,¡vaya!, ¡ni qué!, éramos guapos pero sentarse bajo un farol comodigo quél estaba sentado, (se lo dije ¿verdad?), aquello no era gua-pería lo deaverdá lo hicimos nojotros de otra laya ¿Es que etáisordo palomo del carajo? Iba pegado a la pared, estaba ya tras él, si dabaun paso lo iba a agarrar, lo agarra, ya lo tiene, pero siente eso sí que leresiste, lo escucha resollar, sorber algunos mocos, porque se ve que llora oha llorado, quiere morir eso se nota. Chisporrotean las balas en la acera,ellas alcanzan a cualquiera, pisotea los vidrios que se clavan sin éxito ensu cachaza endurecida ¡ya está! suerte que el otro tiene un buen par dezapatos, de todas maneras, me jodo, piensa, pasando sobre un trozo devidrio puntiagudo y cojea mientras arrastra al mocoso reacio hacia unapuerta que deja ver una escalera en sombras. Ya en lo seguro, y para que elmuchacho no le hiciera una trastada, lo agarra fuertemente por un brazo,casi hasta hacérselo doler, siente bajo sus dedos las contracciones de losmúsculos que pugnan por zafarse, una elocuente pulsación de miedo, deazoro, hasta que al fin se va aquietando, anjá, menos mal, cede. La nocheadquiere de súbito sentido, seguridad, a pesar del estruendo que ahorarueda por calles adyacentes y tejados, largos retumbos de bazucas corona-dos por miles de perforaciones de ametralladoras que abanican el aire yencuentran de pronto la dureza de algo en qué afirmarse, parpadean lasluces afuera en el ángulo que deja la puerta al descubierto, palidece la nochedesde faroles próximos a extinguirse, ¿se habrán arrepentío de habernos daoel chin de lu?, las mariposas abandonan el sitio y toman posiciones descono-cidas, alguien grita a lo lejos, tal vez un niño llora, ruidos de puertas, voces

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confusas, otros llantos y chac, chac, vuelve la actividad destructora en lasombra cómplice, los tiradores fruncen el entrecejo y chac, chac, toc. Qué, ¿sete pasó la mojiganga esa?, es que quiero morirme, no hay que apurarse,morir es lo que abunda, un día viene. pues mire, compañero,muertos los vi a montones en calles, azoteas, puentes, zaguanes,solares, canchas, parques, carreteras, en posiciones que parecíancosa e magia, decir lo que uno ha visto y sentío ¿quién podría?,uno pasa y al muerto te lo encuentras allí como parao en un es-quina empuñando toavía el fusil o el cigarrillo, casi te habla, sinembargo bastaría con que le preguntara recio l’hora pa que loviera usté venirse abajo, lo único blando tal vez el uniforme perono encuentra en qué plegarse, tantos muchachos correteando entretanta porquería, nunca se ha visto memoria con muerte aprendi-zá como la desos palomillas, lo aseguro, esos muertos los víasdesde lejo añingotaos en los muros lo mesmo que si tuvieran ennecesidá, o asomaos a una ventana, usté creía que etaban viendoalgo, uno casi miraba en dirección de aquellos ojos que no mira-ban nada, eran nadie mirando nada, (y ahí le va una adevinanza),hacíamos eso los palomos del Comando: mirar donde caían losque caían pa informarlo, luego los arrastraban a sitios más segu-ros, de mayor privacidad y conveniencia, porque los muertos tie-nen su pudor y hay que ayudarlos. Y le clava los ojos como si fueraa disculparse. ¿Por qué?, somos muchachos con toa la vida por delante, esque no tiene a nadie, ¿y cuarenta palomos son na acaso?, ¿es que soy na?,iba a pensarlo, dende hoy te nombro miembro del Comando, y le explicó loque era eso: ¡Comando Los Palomos!, nos vamos a divertí te lo aseguro. Yel muchacho comienza a sonreír, te lo dejplico dispué con ma despacio y lepromete, le dice, le comenta, hasta que al pobre chiquillo le fulguran losojos y comienza a reir entre las lágrimas, dentro de los jipíos se le iluminauna sonrisa pequeñita que va tomando cuerpo hasta llenarle la cara deblancura, van a ayudar a todos los comandos, van a barrer, cargar bultos,construir zanjas, barricadas, van a espiar en las líneas de los gringos compro-bando relevos de las tropas, pasando veinte veces, pues locos los tenemosreyéndonos dellos y hacen que no se enteran, saben que somos niños y quie-ren congraciarse dándoles chiclecitos, chocolate, hasta cerveza americana,

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¿te gusta la cerveza americana?, ¿los chocolates nestlé?, mañana irían porellos, jodes un poco y te lo dan, porque no pueden matarlos, eso lo sabenbien, hay que estar en la cosa, te dicen jaló boy y hasta pellizcan un poco tutrasero, ¡sabichosos!, mientras tanto nojotro aprovechamo. muerte ycomía, no sé por qué nos daba tanta jambre tutearnos con losmuertos, como si quisiéramos comer también por ellos, buscába-mos entonces batimentos en donde aparecieran, se abrían loscolmados por orden superior y nojotro esperábanos la reparti-ción del laterio, la claridá de unas sopitas que nos hacían gluglúen los más jondo de la panza sin alcanzar a darnos sujeción,díbamos livianitos además de ensueñaos y leventes por la vela,víamos entonces a los gringos que destapaban su soborno, ma-dre mía cuántas sabrosidades repartian pasao el cerco,invento’eblancos, sabor tecnificado, allí enfilábano nojotro, si eradao jata palo contimá bizcochito, leche enlatá, jocdoses, espá-dragos y polvitos medecinales, una variedá de vituallas que nicuando poder yo descrebirlas, a casa llevé un día un jamoncitoobeso de los que daban con sello bien lacreao pero al viejo nigracia, no traigas desas cosas aquí que van y dicen que nos ven-demos por unas viruticas, tú a lo tuyo que importa lo que tienesentre manos, porque el viejo sabía lo del Comando, la vieja encambio estaba en babia, yo le decía que me habían alquilao paserenear en una escuela y eso la consolaba, al fin su muchachoestaba cerca de las letras, aunque podía haberle dicho que tos lospizarrones que vide se escreturaban con aujeros, con gramáticae balas que se hacían dotoras en las aulas, madre decía apúratehijo mío porque estando en la escuela algo se pega y en unsusurro pa quel viejo no advirtiera: falta que hacía el jamoncito,cuando nos caiga la’mbre tu padre se lo come, si los americanosocupan nuestra tierra esas cosas que dan es que las deben, nohay que hacerse por ello cargo e conciencia, su punto de vistaera bien claro, pobre mamá luchando con la jambre desvergon-zá de tantos críos juntos, y así me diba de nuevo a doctorarme ami escuela fantasma no sin que antes me atraparan los hermanosmenores, manito llévanos contigo, cállense y sigan con la vieja y

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pronto obedecían, e quempezaba el rispeto a rodearme desquellevaba presentes tan rendíos a la casa Te voy a enseñá cómo sejace, hay que saber fuñir la pita y mejor en inglé que yo sé mucho y te enseñotambién, mai fren eso sí mucha calma poíque si te descuidas te cargan laniñez sin importarle, dique sin darse cuenta, pero apota, cabalmente sa-biendo, jauai ¿gud?, ¿tienes jambre? ¿yu jongri?, ol rai, y se saca del sobacouna alforja de panes con mortadela envueltos en periódicos, esto no es cosaamericana pero cómelo a gusto, sabe a lo de nosotro, y acomodaba losmendrugos distribuyendo equitativamente las raciones, miraba de reojo laansiedad del palomo que tragaba de prisa y en seco apetitanto a cadamasticada, considerándose ya resucitado, ¡quién va a morir mientras hayasalchichones como éste! Acababa el palomo de nacer ahorita mismo y esotenía merecimientos, privilegios, le daría las dos terceras partes de lo queconsiguiera de ahora en lo adelante. Come, come, te digo, que yo comírecién, come también lo mío y el palomo pesa en su mano la suculencia delregalo y engulle con una rapidez que maravilla al otro, ¡ju! mucho apetitopa un suicida, y de repente se siente feliz de estar allí con ese amigo al quedebe enseñar para que sepa lo que un niño tiene que hacer para ganar suhombría. Hay un mitin mañana en el Parque Indenpendencia, a las diezpallá nos vamos los dos, va a hablar el Coronel, te llevo a conocerlo, aquítiene un nuevo recluta, le decimos, y vas y te le cuadras haciendo sonar bienesos zapatos macanudos que tienes, la mano entre los ojos, así, ¡Coronel asus órdenes!, y él se cuadra también y te dice. ¡Saludo mi concripto! ¡A ver,diga su nombre! Pero era desairoso, ahora caía en la cuenta que nian sunombre me había dicho, Miguelito, y como no encontraba nada que objetar-le al nombre se embarcó en otras preguntas adicionales mucho más sustan-ciosas, ¿dónde nacite?, en Salcedo, somo casi vecinos, de Moca somos tos losde mi casa, qué hacía aquí en la capital, y Miguelito cuenta: Madrina loha traído hace sólo unos meses pa el servicio casero a cambio de comida y dealguna remúa por supuesto, desvelada vivía y a las cinco ¡levanta haraga-nazo! agarra el suape, que apures el trapeo, a ver si rompes el florero, nomadrina, ¡a la compra! y los cuartos los entrega chele a chele demorando elconteo, así me rindes cuentas, si te engañan te mato, no madrina, que si elteléfono ¡no escuches del revés, ponlo derecho!, sí madrina, ¿anduvistetrasteando en la nevera? falta queso, no madrina, ¿es que vas a dormite

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parado?, no, sí madrina; a las conversaciones de los grandes no se les poneasunto, que vengas a rascarme un poquito, aquí en la espalda, más arriba,a la izquierda, ¡pero qué manos ordinarias!, sí madrina, y que si esto yaquello hasta que uno quisiera contestarle dos cositas bien dichas a pesardel sacramento, bravucona la vieja, además, pero a la hora del peligrollenó algunas valijas y adiós si te he visto no me acuerdo no te puedesquedar solo en la casa cargar contigo es imposible, así que bay, después dela revolución nos encontramos, búscame, trata de irte a tu pueblo en loprimero que consigas, la Virgen te acompañe mi ahijado, sión madrina.El diablo bendiciendo diría yo, ni el pasaje me dio, te olvidas de que tienesmadrina, daremos cuenta desto, debía de haberla conocido en los puestos,¿bajetona y con valija? ¡mi madre, si hoy la vide pasar!, la próxima lapaga. ¿Onde queda la casa?, cerca, dos calles más abajo, Hostos trece, semeterían adentro y pasarían inventario. Le gustaba el trabajo, visitar ca-sas en trances de miedo y abandono, (tal vez en una dellas viviría yo si nofuera un palomo desgraciado), sentarse un momento en sillones blandos yfrescos como el agua de un arroyo, acariciar objetos cuyo uso ignoraba,hurgar en los armarios siguiéndole la pista a un olor especial hasta dar conel frasquito, tan pequeño que al destaparlo no podía uno comprender cómoun olor tan grande le cabía adentro y no cabía en la casa, se colaba por lasranuras de puertas y ventanas hacia afuera delatando al intruso, iba de-trás de esos olores y de los otros de polvo talco y ropa limpia en gavetas quese deslizaban solemnes, despaciosas, como si contuvieran el misterio delmundo. Mañana después del mitin vamos a ver tu casa, ¿convenido?, ¡puesseguro!, sería bueno invitar al Manfloro, apuesto a que sabe donde estácada cosa mejor que tú, porque el Manfloro ha estudiao cachivacheo, nadiecomo él pa inventariar, al cabo de una ronda viene y te dice: gente e cocotelargo, de ángel dorao y velitas pascueras, la operación promete y jalando untablón: radio empotrao a la vista, ahora un intermedio pa noticias, con élla excursión será más fácil, ¿de acuerdo?, lo que digas. naiden tomólo ajeno en casa abandoná, sólo lo nacesario pa viví, pa la salú, sihabía comía o ropa o medecina y a lo más nos bañábanos conjabón perfumeao en duchas que espejeaban, mosaicos y envoltu-ras de celofán, pero le juro a usté que no llevamos na deso quedijeron dispués, que si fuimos ladronazos convictos y confesos,

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desvalijadores de la propietá ajena, que merecimo la correcional,nomá jabladurias, trucos gringos o de dominicanos insolventes,pa desacreditarnos pue ni pata colgate ni cepillos e diénteses(quién diba a usar esas vainas en días apretaos) no llevamos nadafuera de lo lícito, ningún extra ni embeleco pues qué digo cepilloque por usaos tampoco a naiden hacen chiste, ni adorno pa elComando y si al Manfloro siempre se lo tuvo por diablo no creoque se pasara de la raya, ¿sabe que habíamos jurao comporta-miento y obediencia?, ni jugueticos de los desechaos sea pito oflautica de las que dicen fuío aunque en el bembe músico deCuicuí hubieran aportao maravillas cantoras pa ilustración delsilberío, juergas caseras a falta del dominó y de la baraja Ma-ñana también en el Comando vai a aprendé la contraseña, de Cuicuí laBemba es el maestro, que pa músico a él no hay quién le gane, porque allílos palomos tienen que silbar de lo lindo, caso de apuro: silbatina pintá,donde quieras que vayas darás silbío largo y escucharían también lo que sedijeran por el aire, que el aire era cosa de ellos y de conversación en esecomando de palomos que más parecía de ruiseñores, Cuicuí se siente diretorcuando agarra el palito y pide afisnación, (si de cuicuíses entonces nosapodan), pero hay muchacho que nunca se ha metío dos deos en el gaznateni pa vomitar contimá pa sacai cosa tan honda y necesaria como el silbío,¿había oído flauta alguna vez?, pu así tiene que salí la toná de tu boca:ligerita y a tono, prepárate a aprendé contraseña importante, de entrá pa-lomo en l´onda. Y trepándose a los primeros escalones empezó muy bajito ademostrar unos gorjeos que parecían desgarraduras, palomo: sonido largoy dos cortos repetidos tres veces y otra vez largo dos cortos largo corto, hastaque oyera respuesta al fondo de la noche. Para empezar con eso basta, ¡apracticar mañana!, y se empinaba con la importancia de un maestro quetiene maravillado al auditorio, después de todo a Cuicuí le ha salío con-trincante. teníamo suelto el gargüero de cuicuises en aquello elgorjeo ¿díbanos entonces a querer flauticas viejas?, con chorritoe resuello entre la boca y haciendo ansina lo decíamos to, largocorto corto, largo corto corto largo largo y corto corto pausa cor-to y uno largo, ma largo, más más largo, pero veamos amigo, pororden, largo corto corto era palomo habla y esto dos veces dos

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palomos y ese fuiiioiuuu largote que se te mete adentro ¿quésería?, ¿no lo adevina? Afuera había un silencio atravesado poradvertencias rápidas que provenían de quejidos, de gorgoteos de personas queparecían estar al otro lado de la pared, más distanciados de pronto se eleva-ban como absorbidos por lo negro de los tejados y del cielo, el silencio, lacalma, eran mentiras, formas de una atención que cruzaba las calles como unreflector enloquecido. ¡Qué tranquilo está ahora!, no te fíes. Y entonces unsilbido se suspendió en el aire viniendo de lo desconocido, ascendiendo, ascen-diendo y luego adelgazando, cabeceando, prolongándose en otro que lo repe-tía, ascendiendo de nuevo dos tres veces hasta alcanzar una agudeza imposi-ble de sostener. ¿Lo ves, lo ves? son ellos que me llaman porque no sabendónde estoy, ¡ya verás! y se acercó a la puerta, escúchame, oye bien cómorespondo. Y llevando las manos ahuecadas a la boca emitió su silbido enplenitud, largo corto corto largo corto corto aquí palomos, largo largo cortocorto largo corto, corto corto corto, dos palomos respondiendo aquí sin nove-dad. La derecha aleteaba ahuecada pasándose el torrente de la respiración,cayendo sobre la otra mano empuñada que producía la resonancia y el silbidose desplazaba lentamente, se lo veía reptar bajo la luz clandestina del farol,subir, trepar hacia la cima de esos cuarenta pares de orejas diseminados en lanoche que oían la respuesta, ahora saben que estamos aquí. Si yo probara talvez sabrían por mi silbido que soy un nuevo compañero, ¿quieres que prue-be?, mañana te enseñamos, tan pronto no precisas, saben si he dicho dospalomos que hay candidatura. Y vio que el desencanto le tumbaba los hom-bros. ¡Vaya queres fregao! prueba si quieres, total si algo le suena de lasmanos no pasa. Y el muchacho se aposta en el dintel. Cuida de no asomartedemasiado, le dice. Pero no tiene tiempo de más, una descarga lo ensordece,un rápido estremecimiento que le desarticula toda imagen, y mira cómo elmuchacho se va de boca sobre la acera iluminada ladeándose al caer y aún conlas manos apretadas sobre los labios que no alcanzaron a emitir silbidoalguno. Corre hacia él a través de distancias que no entiende, ¿qué pasaMiguelito? ¡respóndeme! ¡respóndeme! Y le estoy viendo el pecho destroza-do. ¿es que no saca conclusión? uno largo largo largote veníaa ser palomo muerto y no hay adevinanza en esto, sólo silenciogrande: palomo ametrallado Entontecido no sabe con exactitud loque hace, si se lanza a la calle o permanece donde está, ni qué pensar, cómo

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ha podido suceder aquello. Se sienta entonces despacito y opta por el silbido,silba que silba, con todas sus fuerzas contenidas en la agudeza de susnotas. Afuera a lo lejos, contestaban largo largo más largo, hasta llenar lanoche con una algarabía funeraria. sólo una vez lo oí y aúntodavía lo escucho, nada suena más triste y da más grima, la virtúde nuestras contraseñas quedaba demostrá en ese momentoAquí El Terror de los Mares y sus palomos piratas, presentes por loslados de la Misericordia. Aquí Manfloro y manfloritos vigilando en lasbarricadas de la Bolívar. Aquí la Bemba en la casa central esperando alcompañero Cachaza, pésame por el tiguerito ametrallado. Y cruzan el cielode la revolución tantos silbidos que por un momento no se oyen las embes-tidas que provienen del noroeste. Sabe que lo acompañan, el coro de silbi-dos lo rodea y siente miedo por la primera vez, miedo por todos, inclusivepor él que va a quedarse allí hasta el amanecer mirando aquel par dezapatos que empiezan a tener dos agujeros en las suelas, miedo por esosagujeros y por los otros marcados a fuego y sangre más arriba, si parece másbien que el silbido que no pudo salir le ha destrozado el pecho, un miedorepentino en el zaguán a oscuras a donde acaba de arrastrar el cuerposilencioso del amigo, del último de los miembros del Comando. ¿quesi murió el muchacho aquel del Conde? pue ser que me jalla he-cho un lío y no le dijera to lo necesario, ma puede ser tambiénque uté no entienda, ¡claro! un burgué no colije siquiera aunquelo sepa cuándo un palomo muere y otro palomo así, de pronto, sele pone a llorar encima como un crío, e posible que nunca hallallorao enantes y que dipué de grande ya chófer no le arrancaranlágrimas ni el taita muerto ni la mai enferma en lospital, aquellanoche en el Conde las lloré toítas por adelantao laj miserias pasásy laj futuras, una vez y pa siempre, ¿que si murió? ¡pregúntemeloa mí!, dipué de muerto le quité lo zapato pa que no se lensucia-ran, no los usé está claro poique a esa altura de cachaza no habíazapato que me entrara, pero sí loj guardé un tiempo pa recordar-me desa noche y ese mocoso tonto que anduvo buscando la muer-te y no la encontró cuando quería y la encontró nomá cuando víaresuelto olvidarse del asunto. Amanecía, pensando, maldiciendo,pensando, amanecía callado con silenciosa estrella rápida parpadeando,

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¿quién se atrevía a disparar ahora?, como si un cielo tan delgado se trizaraal menor barrunto e´cochinada, criminales que no saben siquiera lo quematan se amodorran, partía´emalditos, se acurrucan antes de hacer estó-mago con el trago de café mirando amedrentados la rosadez del horizonte,tié horizonte la cara ‘el muchacho, y sol verde tiene y silbido caliente entrela boca que no me atrevo a cerrar, silbido frío en la madrugada fría,porque más frío se me pone mientras más lo caliento, pensando, maldicien-do, amaneciendo sigue noche aquí, ¿dónde poner un muerto más?, la tierraestaba cercada de alambres extranjeros, vamos a la quema del silbío, olorrojo nauseabundo que se te pega a la desnudez de una semana, huelo aMiguel mañana, Terror, Cuicuí, Manfloro, huelámonoj nojotros tos y se aca-bó la vaina y se acabó el Comando, mañana entran los gringos, adiós miCoronel, gracias mi Coronel, muy respetuosamente de sus palomos mensaje-ros que no lo olvidan, que nunca olvidarán, que. Era imposible malhablarpensando, amaneciendo, la madrugá una letra llena de muchas letras queuno sabe leer dispués de to, ¡tanta gente ilustrá que no se alfabetiza en esteabecedario!, ¡avenuncio el madrugón!, pensando amaneciendo comienza adecirse cosas nuevas, nuevas palabras que se asombran de estar listas, dis-puestas a la prenunciación, hasta las eses extraviadas parecen encontrar depronto sitio, no era Luis el Moscano, siento esa mosca ociosa que me abando-na al fin, ¿era de golpe menos bruto?, la atrapa sobre la cara de su amigomientras el día ya adulto lo levanta empujándolo ¡vamos! así nojhicimos machos a causa desa revolución, no señor no pudieronrenunca meter la letra en mi sesera, dipué quisieron reparai eldaño con la escuela y tuve que escribí sin convicción unas cuan-tas planillas de ases bes y de chés, pue dique pa ayantai a lojoser-vadores estranjero, fue dipué que me escribí en eta universidánoturna: ete taxi de pugna y correteo que no da pa la cajnita deldomingo, pero vamos por fin uté ha llegao y no he podío contarni la mitá de lo que importa, pa otro día será si es su gusto saberloy cuaja un nuevo encuentro, pido perdón por la lata y por cual-quier ofensa si es que l´hubo, por supuesto que no me debe na, eldaño lo repara quien lo hace, que con haberme consentío con-versación ya tiene ujté batante, Luis Emeterio Rodríguez, o Ca-chaza, dispuesto a lo que mande.

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EFRAIM CASTILLO (1940-)NOVELISTA, CUENTISTA y PUBLICISTA. Nació en la ciu-dad de Santo Domingo, República Dominicana, el30 de octubre de 1940. Pertenece a la Generacióndel 60, a la que él mismo considera “una juventudatrapada entre la dictadura de Trujillo, el existencia-lismo sartreano y la revolución cubana”. Premio Anualde Novela “Manuel de Jesús Galván” en dos ocasio-nes (en 1982 con Currículum. El síndrome de lavisa; y en 1999 con El personero) y Premio Nacio-nal de Cuento “José Ramón López” en 2001 conLos ecos tardíos y otros cuentos (2002). En el Concur-so Dominicano de Cuentos “La Máscara” obtuvoel Tercer Premio con “Inti Huamán o Eva again”(1968) y una Mención Honorífica con “Consígue-me La náusea, Matilde” (1967); y en 1980 ganó elTercer Premio en el Concurso Nacional de Cuen-tos de Casa de Teatro con “Curriculum vitae”. Otrasobras publicadas por Castillo: Viaje de regreso (tea-tro, 1968); Sobre publicidad dominicana (ensayo,1979); Sobre la especificidad publicitaria (1981); IntiHuamán o Eva Again (novela, 1983); La cosecha(teatro, 1983); Publicidad imperfecta (ensayo, 1984);Oviedo: trascendencia visual de una historia (ensa-yo, 1988); El discurso simbiótico de la publicidaddominicana (1993); Confín del polvo (poesía, 1994);Rito de paso y otros cuentos (1996); La guerrilla nues-tra de cada día (novela, 2002); Efraim Castillo: Losaños de la arcilla [Entrevista con Miguel D. Mena](2004); y Los inventores del monstruo (2005; Pre-mio Anual de Teatro “Cristóbal de Llerena” 2004).

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JUNIO 152

8 a.m.—Las cosas están por arreglarse –dijo Miguel a Pérez, mien-

tras limpiaba el viejo revólver Enriquillo–… Hoy viene EllsworthBunker a conversar con Caamaño. Espero que todo se solucio-ne… ¡Ya vamos para dos meses de lucha!

—¿Será para eso que Silvano desea vernos en el Santomé a lasdiez de la mañana? –preguntó Pérez.

—Tú conoces a Silvano mejor que yo, Pérez. A lo mejor nospide que hagamos un piquete frente al Copello para molestar alemisario yanqui…

—No se tú… pero no sería una mala idea.—¿Por qué dices eso?—Yo desconfío del maldito Bunker…—¿Por qué desconfías de él? Desde que llegó al país las cosas

han mejorado…—¡No lo creo, Miguel! ¿No has notado que antes de sus

visitas a nuestra zona nos arrecian los bombardeos? ¿Quién creestú que ordena a los brasileños disparar a mansalva todas lasnoches por los lados de la Pasteur? ¿Consideras que los bombar-deos brasileños los ordena Palasco Harvin, el jefe nominal dela FIP? Esos tiroteos son ordenados por el general Bruce Palmer,

2 En: Castillo, Efraim, Inédito.

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obedeciendo una estrategia de Ellsworth Bunker, como antesse lo mandaba McGeorge Bundy, quien fracasó con la fórmulade llevar al ganadero vegano Antonio Guzmán a la presidenciaprovisional. ¡Ese viejito, a la larga, se saldrá con la suya! Yo nome hago ilusiones, Miguel. Explícame si los que defendemosestas pocas cuadras de ciudad colonial tenemos alguna sali-da… ¡Explícamelo! Al sur tenemos el mar Caribe, al este el ríoOzama, al norte el desgraciado cordón yanqui… y al oeste es-tán los brasileños y paraguayos… ¡Y Bunker sabe eso! La únicaesperanza posible es el mundo… ¡y el mundo nos queda lejos,muy lejos, Miguel! Por eso verás muy pronto que las propuestasde Bunker serán aceptadas y es por eso que desconfío de él.Además de ser gringo, escuché hace un par de días por RadioHabana su pedigrí completo…

—¿Qué… qué tiene de extraordinario su pedigrí?—El tipo proviene de una familia dedicada al azúcar y es un

experto negociador al que Truman nombró, en 1951, como em-bajador en Argentina y luego prosiguió la carrera diplomática enItalia, India y Nepal.

—Bueno… el sujeto es experto en el negocio azucarero ytambién diplomático… ¿y qué?

—Según Radio Habana, dondequiera que Bunker llega losyanquis salen ganando y por algo Lyndon Johnson nos mandóeste regalo envenenado con experiencia en el negocio del quedependemos… ¡el azúcar! ¿Acaso no sabes, Miguel, que las cul-turas de la plantación, a la que pertenecemos nosotros, adolece-mos de muchas debilidades?...

—¿Cómo cuáles?—¡De muchas! Pero la principal es la emoción… ¡Somos de-

masiado emocionales, demasiado dados a lo repentino, al actuarsin pensar! Bunker lo sabe y por eso Johnson lo envió en lugar deBundy… Ya verás como sus propuestas se apoyarán en la fuerza,en tumbarnos el pulso a base de mostrar superioridad en todos

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los órdenes. Así operaban Alejandro Magno y Julio César: prime-ro tumbaban el pulso y luego proponían…

—¿Sabes algo, Pérez?—Depende de lo que sea, Miguel… ¿De qué se trata?—Creo que te estás volviendo paranoico…—Podría ser, Miguel… la paranoia la remolcamos la mayoría

de los dominicanos como una carreta llena de sustos, desde el1930… Recuerda que Trujillo fue una invención imperial y nos lodejaron porque sus planes de extender la primera invasión hasta el1934 se les hizo difícil por el acoso de Peynado y los hostosianos…¿O crees que no? El propio Silvano lleva siempre en la mochilauna muda de ropa interior y un cepillo de dientes… ¿Crees, acaso,que eso no contiene algo de paranoia?

—Eso es precaución, Pérez… ¡no lo confundas!—¿Y qué crees que es la paranoia, Miguel? La paranoia, más

allá de la manía persecutoria, encierra desconfianza y angustiaextrema…

—Pero lo tuyo, por lo que veo, es delirio de persecución…—¿Lo dices por mi alusión a Bunker?—No, no lo digo por eso.—¿Entonces?—Lo digo por tu desconfianza… ¿Acaso no crees que los

gringos desean terminar esta hostilidad a como de lugar?—Sí, lo creo así, pero con mucho énfasis en eso que seña-

laste…—¿En qué?—En ese a como de lugar… y con seguridad desean llegar a un

acuerdo que les beneficie. Recuerda que desde Bahía de Cochinosy la crisis de los cohetes de 1962, los yanquis no han tenido triun-fos bélicos ni diplomáticos. Esta revolución y su metida de mataal invadirnos representa para ellos una oportunidad dorada paradesagraviar sus errores.

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—La verdad, Pérez… que no te comprendo.—¡Ya verás que tengo razón, Miguel! Aunque no nos demos

cuenta desde esta jodida trinchera, desde este bosque incineradoy tortuoso, el mundo entero tiene sus ojos puestos en noso-tros… en esta invasión infame que estamos padeciendo y poreso, no lo dudes, Washington nos ha enviado este Caballo deTroya que se llama Ellsworth Bunker. Por eso… no lo dudes,Miguel… este no será un 15 de junio cualquiera… ¡Ya lo verás!

***

10 a.m.En el interior del cine Santomé, Pérez se acomodó al lado de

Oviedo y Franklin Mieses Burgos, quienes fueron los primerosen llegar a la reunión del martes, 15 de junio, a las diez de lamañana, convocada por el Comando de Artistas, capitaneado porSilvano Lora. Fuera del cine, el sol del verano quema los edifi-cios altos de la calle El Conde, entre los cuales sobresale el Copello,donde Francisco Caamaño y los miembros de su gobierno en ar-mas aguardan la visita de Ellsworth Bunker, el negociador en-viado por Lyndon Johnson para buscar una solución a la re-vuelta popular comenzada el 24 de abril pasado. Mieses Burgos,según le reveló a Pérez, deseaba que la reunión terminara antesde las doce porque tenía una cita con sus hijos Franklin y Ar-mando, a quienes referiría los pasos a seguir si perdía la vida en larevolución. Oviedo, por lo manifestado a Silvano al entrar alSantomé, acudió a la cita por solidaridad al Comando de artistas, yaque estaba realizando un mural con el tema de la revuelta. Mi-guel debía entrar a las once y treinta a relevar a Iván García enlos micrófonos de la radio que operaba la dirigencia revoluciona-ria desde el edificio Copello. Pérez, por su parte, quien tenía a sucargo las funciones de comisario político de los comandos de SanAntón y Santa Bárbara, anhelaba que el mitin fuera corto, parainstruir a sus hombres en los horarios de servicio y poder acudir

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a la cita que tenía con Amanda Sutton, la muchacha llegada alpaís el jueves 22 de abril y a la que atrapó la revolución en una delas callejuelas de Santa Bárbara, en las proximidades del Timbeque,donde el CEFA tenía francotiradores.

10:10 a.m.Cuando la mayoría de las butacas del cine fueron ocupadas

por los invitados a la reunión, Silvano dio las gracias a los asisten-tes por su presencia y antes de comenzar a expresar los motivos delacto, sonó el primer cañonazo disparado por las tropas invasorasdesde los Molinos Dominicanos, la fábrica de harina ubicada alotro lado del río Ozama. Cuando sintió el estruendo, Miguel miróa Pérez con una expresión de asombro y éste le sonrió a pesar delrevuelo provocado por el disparo.

—¿Lo estás oyendo, Miguel? –le preguntó Pérez, con undejo burlón, mientras Franklin Mieses se ponía de pie, excla-mando:

—¡Malditos yanquis! –mientras caminaba rápidamente haciala calle.

Tras la vocinglería originada por el bombardeo, Silvano reco-gió los papeles que había colocado sobre una mesita en el pros-cenio y gritó para que todos escucharan:

—¡Esos son los disparos del imperio para amedrentarnos!¡Pero no pasarán! –Y al decir esto, bajó de un salto a la platea,exhortando a todos para que se dirigieran a sus puestos de com-bate–. ¡La lucha será larga, camaradas! –expresó y salió dispara-do hacia El Conde.

—¿A dónde te diriges, Pérez? –preguntó Miguel.—¡Voy para Santa Bárbara! –respondió Pérez–. ¿Ves que te-

nía razón, Miguel? Puedes apostar a que mañana vendrá Bunkercon alguna propuesta innovadora, pero beneficiosa para los yan-quis… ¡ya lo verás! –Entonces Pérez, dirigiéndose a Oviedo, lepreguntó–: ¿Hacia dónde vas, Oviedo?

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Con su peculiar metal de voz, Oviedo dijo a Pérez:—Como lo mío es con el pincel, amigo Pérez, no me queda

más remedio que responder al fuego con líneas agitadas y coloresencendidos…

—¡Vamos, amigo Oviedo! –expresó Pérez, y ambos encami-naron sus pasos hacia el noreste de Santo Domingo.

Los cañonazos llenaron los espacios de la vieja ciudad comotruenos infernales y las calles se llenaron de humo y olor a pólvo-ra. Los cristales de los edificios altos se volvieron añicos y lasvoces de los combatientes se confundían con el bullicio levanta-do por los hombres y mujeres que permanecían en la zonaconstitucionalista por adhesión a sus familiares y a los idealesrevolucionarios. Oviedo y Pérez corrieron hasta la calle 19 deMarzo, guareciéndose de las balas a través de los corredores delas tiendas. Miguel, alcanzó el edificio Copello y penetró a él, des-de donde se integró a las noticias sobre el bombardeo que emitíala radio constitucionalista.

***

11:30 a.m.Mientras ascendía junto a Oviedo los escalones de la calle 19

de Marzo, Pérez caviló en los pueblos oprimidos de la historia.En todas aquellas etnias cuyas tradiciones habían sido pisotea-das por los conquistadores. ¿Cuántos pueblos del África nilo-sahariana habrían quedado sepultados por los faraones sin, si-quiera, ostentar una presencia trivial, una anécdota cabizbaja, unsoplo de indignación tan ligero como una pluma? ¿Cuántas histo-rias habrá sepultado la falange macedónica en su paso por AsiaMenor, donde Alejandro se convirtió en Dios y ensombreció consangre los senderos de la vida? ¿No habría, acaso, una pequeñahistoria de amor tan sublime y eterna como la de Verona, comola imaginada por Cervantes para que el Quijote perdurara como

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amante en su locura? Los pueblos como el nuestro, pensó Pérez,sólo podrán ostentar la inmortalidad a través de la ilusión o, qui-zá, como esa Cuba –la gran pesadilla del imperio y por cuyo ejem-plo nos volvieron a intervenir en este siglo–, que se ha atrevido aescupirle y gritarle a los devastadores en la cara sus abusos ydesvíos. Y mientras Pérez pensaba, Oviedo sacó de sus bolsillosun arrugado papel y un lápiz, y comenzó a dibujar… mientrasambos caminaban hacia el torbellino, hacia la difusa nostalgiaque el 24 de abril había abierto en sus corazones.

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ARMANDO ALMÁNZAR

RODRÍGUEZ (1935-)CUENTISTA, NOVELISTA, CRÍTICO DE CINE Y PE-RIODISTA. Nació en la ciudad de Santo Do-mingo, República Dominicana, el 22 de mayode 1935. Dejó inconclusa la carrera de Dere-cho debido a que no le veía sentido a ser abo-gado bajo el régimen de Trujillo. Fue miem-bro del grupo cultural “El Puño”, fundado en1966. Larga es la lista de premios literariosimportantes obtenidos por él: Premio Nacio-nal de Cuento en dos ocasiones (en 1995 conMarcado por el mar, 1995; y en 2003 con Ciu-dad en sombras. Casos del Capitán Cardona,2003); Primer Premio Ex-Aequo, comparti-do con Miguel Alfonseca y Abel FernándezMejía– en el Concurso de Cuentos “La Más-cara” en 1966 con “El gato”; Primer Premioen el Concurso de Cuentos de Casa de Teatroen 1977 con “Infancia feliz”; y Premio Casadel Escritor Dominicano en 1994 con Cuen-tos en cortometraje (1994). Varios de sus cuen-tos aparecen en antologías nacionales y extran-jeras. Otras colecciones de cuentos de su auto-ría: Límite (1967), Infancia feliz (1978), Sel-va de agujeros negros para Chichí La Salsa(1986), El elefante y otros relatos extraños(1998), Arquímedes y el Jefe (1999), Antologíacasi personal (2001), Ciudad en sombras (2003)y Concerto grosso (2006). También ha publica-do dos novelas: Un siglo de sombras (2003) yDesconocido en el parque (2007).

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AQUÍ, EN LA LUCHA4

Desde muy temprano ese día gruesos nubarrones cu-brían la superficie del cielo, deslizándose lenta y pe-rezosamente; el ambiente era pesado, el aire apenas

circulaba, aunque de cuando en vez, una imprevista ráfaga sacu-día las ramas de los árboles del parque. La agitación había co-menzado temprano aquella mañana; en diversos lugares de laciudad los hombres habían corrido arrojando insultos y piedras,volcando zafacones, desafiando tanto a los numerosos guardiasy policías como a los soldados invasores que recorrían las callesen camiones y jeeps. Ya cerca del mediodía, aquel sector de laparte norte de la ciudad lucía casi desierto, apenas unos cuantosgrupos de personas cuchicheando en las puertas de las aplasta-das casas de madera, junto a montones de basura desparramaday volantes, muchos, muchos de ellos, con sus violentas letrasnegras, Libertad o Muerte, dispersos sobre acera y asfalto, en lasmanos huidizas de los hombres, doblados en la oscura profundi-dad de los bolsillos.

El hombre y su burro de mangos avanzaban hacia la esquinadel parque; su pregón en la calle expectante resonaba como ladri-do en la noche de campo.

—Eh ¡manguero!La voz de la mujer gorda de la escoba hizo girar la soga que

servía de brida al burro en su dirección.—¿A cómo son?—A veinte la docena, doña.—¿A veinte?... ¡Déjelo!

4 En: Armando Almánzar R. Límite (Santo Domingo: Editora Alfa y Ome-ga, 1979), pp. 75-78.

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—Pero doña, estos no son mangos maduros al sol; son bani-lejos, puro melao!

—¡No, no, no, no; ¡déjelo, déjelo!—Está bien, marchanta; cójalos a quince...El grupo venía por la misma calle, hacia el parque, unos doce

o trece muchachos discutiendo entre ellos; casi al llegar a la es-quina, sus voces mezcladas con el regateo de los mangos, se de-tuvieron y permanecieron inmóviles; el jeep de los yanquis habíadoblado la esquina opuesta del parque y avanzaba despacio bajola sombra de los laureles...

—Pruébelos, doñita, pruébelos; si no le gustan, no los compre.Las cáscaras del mango se mezclaron con la basura y los vo-

lantes que cantaban en silencio su Libertad o Muerte cayeron alsuelo de donde ya se alzaban las piedras...

—Está bien; déme una docena.La falda se elevó para acoger los mangos y con ella una ven-

tosa ráfaga que agitó el polvo; el jeep se había detenido, los sol-dados descendían, dedos blandos tensos sobre el hierro, nórdicasmiradas nerviosas; los volantes se escurrían con el polvo, se arru-gaban y crispaban bajo las duras botas.

—Ahí están esos malditos; ¡salen de todas partes!La voz del muchacho restalló sobre los mangos y el cobrizo

menudo.—Mis hijos, mis hijos; déjense de eso, no se metan en líos...Las puntas de la falda recogidas, la escoba bajo el brazo, lan-

zó una mirada temerosa a los soldados y caminó rápidamentehacia el amarillo umbral de su puerta.

—Tenga cuidado, viejo, que aquí se va a armar.El muchacho de la camisa a rayas y los brazos rematados por

ásperos trozos de ladrillo se movió mirando los mangos. El ven-dedor fijó su vista en él, luego en los soldados.

—No se pongan a tirar piedras; miren que con esa gente nose puede pelear.

—¿Qué no se puede? ¡Eso quisieran ellos!—Bueno, ¿y para qué?

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—Porque ellos nos invaden, peleamos por el pueblo, por lalibertad y la soberanía, y por la gente pobre del pueblo, comousted, viejo.

Dando un pequeño salto, el hombre montó sobre el burro y loasuzó con un golpe de los talones; a paso leve y cansino, la bestiaavanzó hacia la esquina.

—¡Asesinos, malditos!—¡Go Home, ¡Go Home yankis!Pregón de odio y furia, los gritos restallaron en el gris. Las

piedras volaron de las manos morenas y enjutas; dedos rosadosse crisparon sobre los hierros; apresurados crujieron los cerrojosde las armas...

—Fuera, ¡go home yankis!—Go home, asesinos, malditos!Gordas y veloces, las primeras gotas de lluvia levantaron le-

ves corolas de polvo sobre la calle, dibujaron estrellas de múlti-ples puntas sobre los resecos papeles y sus consignas.

El ruido de las puertas al cerrarse y de los zapatos chocandosobre las piedras de los callejones se perdió en el repiquetear delos disparos; luego... silencio...

Rosados y eficientes, los soldados montaron en el jeep, querodó con sonido apagado; sus miradas azules sombreadas por eltemor rebotaban de los callejones a los techos al doblar la esqui-na y pasar junto al burro, que rumiaba antiguas yerbas.

Alargada, sinuosa, la figura del hombre de los mangos se re-flejaba en la brillante superficie de un elegante Lincoln; cada vezmás frecuentes, las gotas gordas y veloces de la lluvia se diluíanen el hilillo rojo, entre basuras y volantes…

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IVÁN GARCÍA GUERRA (1938-)DRAMATURGO, ACTOR Y DIRECTOR TEATRAL, NARRA-DOR, PUBLICISTA Y EDUCADOR. Nació en San Pedrode Macorís, República Dominicana, el 26 de febre-ro de 1938. Entra al mundo del teatro siendo aúnun adolescente, en 1955. Obras de teatro de granéxito en las que fue protagonista: La ópera de trescentavos, Esperando a Godot, Espigas maduras, Can-ción de Navidad, Las alegres comadres de Windsor,Amadeus y La controversia de Valladolid, entre otras.Con Julio César, de William Shakespeare, debutócomo director teatral en 1958. Dirigió la Escuelade Arte Dramático de Bellas Artes, la DirecciónNacional de Drama (2004-2006) y la CompañíaNacional de Teatro (en cuatro ocasiones). Ha sidoprofesor de dramaturgia en la Universidad Autóno-ma de Santo Domingo (1999-2001), en la Univer-sidad del Estado de Nueva York (1968-1969) y enla Escuela Nacional de Arte Dramático. Premios ygalardones obtenidos: Premio Anual de Teatro “Cris-tóbal de Llerena” en dos ocasiones (en 1983 conAndrómana y en el 2002 con Memorias de Abril);Premio Internazzionale Lumiere 2002 “por su tra-bajo de por vida en pro del teatro”; la Condecora-ción de la Orden Juan Pablo Duarte; Premio a laExcelencia Profesional de la Presidencia de la Repú-blica; siete veces el Premio Casandra y tres veces elPremio Talía de Plata como dramaturgo, actor ydirector. Otras obras publicadas: Más allá de la bús-queda: teatro (1967), Andrómaca (teatro, 1983),Teatro (1982), La guerra no es para nosotros: relatos(1979), Antología narrativa (cuentos, 2007) y Re-tratos de una Guerra (Teatro, 2008).

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VIVIR ES BUENA RAZÓN5

Detrás de las alambradas hay una calle vacía, inmóvil;donde ni siquiera los árboles dan señal de vida. Sesabe que detrás de troncos, arbustos, en ventanas,

puertas y azoteas hay vigilancia callada; pero sólo rezuma la aten-ción concentrada y el temor y el odio, y sobre todo la incertidum-bre, haciendo el aire espeso; sólido, como si justo allí estuviera elumbral del mal augurio.

—¡No sé por qué acepté hacer esto!—¿Tienes miedo?Don Pedro lo mira con una carga de sonrojada ofensa que

podría indicar el recomienzo de una muy antigua contienda; peroel viejo se desarma al reconocer la sonrisa bromista de su hijo.

—No le viene bien a mis años, eso es todo.La expresión alegre de los ojos de Néstor se le borra tan pron-

to vuelve a mirar hacia adelante. Sólo hace unos días; apenasunas horas, que los soldados invasores establecieron el cerco eneste sector y ya la gente parece acostumbrarse a su chequeo. Allávan cruzando la arbitraria división, como ganado, mientras en elNorte todavía se trata de impedir tan triste consumación.

—No es cuestión de edad, papá.Néstor cuenta los autos que serán revisados antes del de su

padre; faltan cinco.—Yo esto lo veía venir. Desde hace tiempo me dije: “termi-

naremos intervenidos por los norteamericanos”. Y no es que estéde acuerdo, claro que no. Pero es algo que nos merecemos. Cadadía demostramos que somos incapaces de autogobernarnos. Es

5 En: Iván García. La guerra no es para nosotros (Santo Domingo: EditoraTaller, 1979), pp. 37-53.

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algo lamentable, pero no es más que una consecuencia directade nuestro comportamiento: que en la Universidad quieren unahora menos de clases; allá van a tirarse piedras y hasta a dispa-rar. Que se rumora que los comerciantes no van a dar doblesueldo en estas navidades; huelga general, más piedras, másdisparos. Que ponen un gobierno, que lo tumbamos y que parano perder la costumbre tumbamos también a éste que pusi-mos... y...

La bocina de un auto detrás de ellos les indica que hay quemoverse un puesto hacia adelante. Don Pedro enciende trabajo-samente el auto y lo deja rodar unos cuantos pies, luego lo apaga.

—Con este camina y párate no les va a quedar gasolina.—Déjalo prendido, se consume menos.—No. No sé qué le pasa; le dan unos temblores cuando no

está rodando. Desde que me entren unos cuartitos lo voy a llevara arreglar. El pobre está viejito y...

Néstor mira a su padre que ahora guarda silencio y mueve sucabeza hacia atrás y hacia adelante, lentamente, como afirman-do algo que sucede en sus pensamientos.

—...Nos lo buscamos, hijo; nos lo buscamos. Si no sabemosvivir en armonía...

Un gesto de desprecio le sube al joven como si fuera náusea.—¿Tú crees que los yanquis nos ocupan para lograr nuestra

tranquilidad?...Ha logrado hablar en un ritmo pausado; pero no espera res-

puesta.—...No seas iluso. Es verdad que hubo muchos muertos en

los primeros días de la guerra; pero después que ellos han llegadose duplicaron. Y esto no me lo contó nadie, lo he visto yo.

—No he dicho que...—Si tenemos guerra es porque los norteamericanos la busca-

ron, papá. El golpe de Estado que tumbó al primer presidenteconstitucional que tuvimos en que sé yo cuántas docenas de años,fue propiciado y pagado por ellos.

—Lo sé...

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—Nosotros no queríamos comenzar con esto. No pienses quenos gusta este matadero que cada día pasa a ser algo más y másinútil; pero qué otro camino nos quedaba. No somos muñecos,somos seres humanos y tenemos derechos...

Nuevo bocinazo del de atrás, nuevo encendido...—...Entre esos derechos está el de elegir los gobernantes que

pensamos nos convienen; los que pueden ayudarnos a salir deeste caos en que nos encontramos... Pero eso es sólo una parte,hay muchas otras cosas...

El auto, en efecto, tiembla aparatosamente antes de detenerse.—¿Ves lo que te dije?.. Debe ser el carburador.—Claudicar esos derechos, papá, es hacernos cómplices.

Cómplices de todas las vagabunderías que son en esta tierranuestra comida diaria. Cómplices de los contrabandos, cómpli-ces de la corrupción administrativa, cómplices de los asesina-tos políticos, y de todo lo demás... Y no queremos hacernoscómplices.

Sin proponérselo ni darse cuenta ha acelerado el ritmo y au-mentado el volumen de su discurso. Don Pedro mira a los solda-dos y mira a su hijo con una petición de calma en la mirada.Néstor corresponde.

—¿Te das cuenta? No podemos expresar nuestros deseos. Site atreves a decir algo en contra de la situación te meten a culata-zos limpios en un aeroplano, y a París, ni siquiera con un mal“sueter”, muriéndote de frío. No importa, eres reo de honestidady eso es lo que te mereces. Claro, tienes otras alternativas: o tra-garte tu protesta o volverte loco y despacharte a una montañapara hacer guerrillas. Te morirás de hambre cerca del cielo, u obli-garán a los campesinos a que te denuncien. Y cuando te tenganentre sus manos, te llevarán al patio oscuro de una cárcel y des-pués de humillarte y golpearte en una orgía de venganza, te fusi-larán. “Murió cuando intentaba asaltar un destacamento”, dirána los periodistas, y san-se-acabó...

Esta vez don Pedro ha estado atento al movimiento de losautos y sin necesidad de bocinas enciende y adelanta.

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—...Y todo esto sucede con el patrocinio de los yanquis. Cla-ro, así mantienen el silencio que conviene a sus planes. Que na-die ose hablar. Que nadie ponga en peligro sus negocios con laignorancia y con la impotencia. Eso podría alterar, para su mal,el lujoso beneficio que nos sacan. ¿No lo sabes?.. Fueron ellosquienes pusieron a una marioneta en la silla presidencial y comosi fuera poco, declararon que si alguien intentaba derrocar a suprotegido, estarían aquí antes de las veinticuatro horas para de-fenderlo. Pues bien, cumplieron su promesa; con unas cuantashoras de retraso, pero la cumplieron. Por supuesto, tiraron al airela mentira de que vinieron a proteger la vida de sus nacionalesamenazada por la lucha de dos bandos en pugna. Pero hasta losgatos saben en este país, que en este momento no hay un solonorteamericano civil en nuestro territorio. ¿Por qué no se vanentonces?... No. Mantienen a tiro de ametralladora el cerco quellaman vía de seguridad hasta el aeropuerto, por donde no pasa nipasó nunca un norteamericano y por donde sólo pueden transitarlos dominicanos que ellos permiten... Lo que quieren es dividirnuestras fuerzas. Esa es la división, no la que tú dices...

Y como para confirmar lo que afirmara, junto al auto quehabía sido revisado cuidadosamente, pasa el que sigue con sóloenseñar un papelito al soldado por la ventanilla. Néstor trata dereconocer al que está adentro, pero sólo alcanza a ver al “chofer”y a una sombra gorda en el sillón trasero.

—Este debe ser uno de los comerciantes de la calle El Con-de. Claro, el país es de los ricos; ellos pueden pasar por donde lesda la gana.

Y allí frente a ellos está la figura verdeolivo, ametralladora enmano, haciendo moriquetas para indicar que avancen. Don Pe-dro obedece, y Néstor siente que se le queman las orejas.

—Out... out of the car...Ha entendido perfectamente, pero una firme e irrefrenable

protesta lo mantiene clavado en su asiento. Don Pedro se bajacon el rostro congestionado; pero él permanece.

—Out… Out...

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La puerta es abierta violentamente por el soldado, que ahoralo encañona con rostro furibundo.

—Quiere que te bajes.—Ya sé lo que quiere.—No seas loco.—No me da la gana.Vuelve a hablar el soldado, y esta vez Néstor no lo entiende,

casi ni siquiera lo oye, aún cuando está gritando. Don Pedro,ahora lívido, extiende su mano en un gesto incompleto, casi comosi fuera a empujar a su hijo.

—No ganas nada con eso. Te pide de buena forma que salgasdel auto.

—¿De buena forma?... ¿Y por qué me apunta con el aparatoese?

—Déjate de tonterías... por mí...Y ante esa petición, al muchacho no le queda más remedio

que salir. Trata de mirar algo lejano, pero no ve nada que no seanunas estrellitas multicolores que se agitan dentro de sus ojos.Unas manos se le posan en los sobacos y aletean toscas hastallegar a los tobillos. Luego, por un hombro, le dan vuelta y ahíestán las manos en la cintura, y luego, también se le posan enmedio de los muslos, apretándole los testículos, y la bajada serepite.

—You may go.Néstor se deja caer dentro del auto y espera a que su padre

haga iniciar la marcha antes de hablar:—Lo que quieren es humillarnos con su manoseo. Por qué si

buscan armas no registraron los baúles o debajo de los sillones...qué sé yo. No, papá, no me digas que nos merecemos esto.

—¿Querías entrar la gasolina, verdad? Pues ya está adentro.¿Qué ganas con jugar al héroe, cuando lo que puedes hacer esentorpecer la misión que te propones?...

Néstor reconoce, sin exteriorizarlo, que en esto su padre tie-ne razón; pero su actitud no fue algo que se propusiera; simple-mente tuvo que actuar así.

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—...Yo tampoco estoy de acuerdo con la ocupación. Me en-ferma también que esos guardias me toquen y por eso no quierosalir a la calle; pero no te olvides que fue idea tuya que cruzára-mos. ¿No?

—Dobla a la izquierda en la otra esquina.Y al hacer el giro, de inmediato el ambiente cambia. Protegi-

dos por las casas, docenas de hombres y mujeres, en su mayoríaarmados, despliegan una actividad de hormigas. No hay bullicio.Simplemente se mueven y hablan brevemente al encontrarse. Devez en cuando se escucha una orden, rompiendo la nerviosidaddel murmullo.

—¿Por dónde voy?—Por allá, hasta el parque.Don Pedro, quien ha entrado en la Zona Constitucionalista

por primera vez desde que comenzó la contienda, disimula sucuriosidad y su sorpresa, mientras se mueve lentamente por lacorta cuadra que lo separa del parque.

—No podemos hacer nada. Son más fuertes que nosotros.Son mucho más fuertes que la totalidad de nosotros, y como sino nos diéramos cuenta, estamos divididos. Sí, Néstor, otra vezte lo digo: esta es la división, la nuestra. Ellos solamente la hanhecho más notoria.

Al llegar a la esquina del parque uno con uniforme les sale alpaso, portando una carabina.

—No se puede pasar, compañeros; zona de seguridad.—Venimos a traer gasolina, hermano.—Ah... Esperen un momento.Se retira trotando a una de las casetas del parque, donde una

vez hubo peces, donde se hicieron campeonatos de ajedrez; don-de ahora están unas oficinas del Estado Mayor Revolucionario.

—¿No lo conoces?—No. Este es uno de los guardias que se pasó a nuestro lado.—¿Hombre rana?—No. Los hombre-ranas se visten de negro.—Verdad.

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El parque ha sido convertido en un verdadero campamento:gran cantidad de alambradas; una que otra casa de campaña; plan-chas de playwood y listones de madera, cañones, cajas, barriles,letreros que rezan: “no entre”, “Zona Constitucionalista”, “Li-bertad o Muerte”, “Se prohíbe pasar”, y al igual que en la calle,por todas partes, el alegre hormigueo. Cerca de la avenida hay ungrupo de mujeres que se entrenan, realizando ejercicios con fusi-les, rifles, tubos y palos, bajo las voces de mando de un joven yatlético militar vestido de negro. No es éste el parque aquel de lainfancia, donde tantas veces rodó sus patines y se rasguño lasrodillas; donde tantas veces lloró para quedarse. Piensa Néstorque ahora allí trabaja otra niñez; niñez terrible que crecerá enuna humanidad hasta ahora desconocida.

—¿Cómo vamos a estar unidos, papá?... Ve a decirle a uno deesos ricachos que deben luchar contra los yanquis. Te dirán quehan venido a salvar vidas. Naturalmente, ellos no consideran se-res humanos a los cientos que son exterminados cada noche,cada día, cada minuto. No son gente; son chusmas; son basura.Ellos sí: han aprendido a comer con un montón de cubiertos;saben distinguir la seda del algodón y el armiño del astracán; sonútiles; profesionales en todo, hasta en la vagancia… Claro; ¿paraqué luchar contra ellos? Piensan que sin su ayuda el país se iría apique. Ellos prestan el dinero; son una garantía para sus bienesamenazados por estos guerrilleros sudados y hediondos que seentrenan ahí…

—Qué vamos a hacer. Ese es su punto de vista; hay que res-petarlo.

—Nosotros tenemos también un punto de vista. ¿Cuál es eltuyo?

—¿El mío?... ¿Qué importa el mío?—Sí que importa, papá.—O.K., compañero.El hombre de uniforme ha vuelto con un trozo de manguera

plástica color verde. Detrás de él dos muchachas y un joven carga-dos con maltratados envases para aceite y con latas, que depositan

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alrededor del auto. Don Pedro y su hijo salen a la calle. Néstortoma la llave de mano de su padre y abre el depósito de gasolina.El de uniforme mete uno de los extremos de la manguera por elorificio y succiona por el otro. Escupe al mismo tiempo queintroduce el plástico en una lata y comienza el transvase.

—¿Y cómo están las cosas?—Esto se acaba pronto, compañero. Todo el pueblo nos apo-

ya. Los yanquis no pueden con nosotros...El de uniforme lo mira con interés.—...¿Tú habías venido antes por aquí?—¿Por la Zona? Sí.—No. Digo a dar gasolina.—Me enteré ahora; no se me había ocurrido que se podía hacer.—Esos cabrones, como tienen cerrado el puente no la dejan

pasar; y sin gasolina no estamos en nada.—¿Viene mucha gente a dar?—Sería mejor que vinieran más. ¿Qué tú sabes de la Zona

Norte?—Nos tienen cercados, igual que aquí abajo. Se inventaron

ahora una dizque “operación limpieza”.—Sí, lo sé. Los del CEFA atacan desde fuera y los rubios

desde el cinturón.—Están acabando.—Qué va, no creas. No pueden.—Matan a todo el que encuentran: hombres, mujeres, niños.—Con los niños sí pueden y con algunas mujeres; pero noso-

tros somos más fuertes.—Compañero, yo trabajo en la parte norte; son muchos

muertos.—Yanquis también, no sólo dominicanos. Nosotros estamos

tirando y nos conocemos la ciudad mejor que ellos.—Eso es verdad.Don Pedro, que ha estado mirando nerviosamente la opera-

ción, habla por primera vez:—No nos vayan a dejar sin nada, que tenemos que salir.

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Y es una de las muchachas la que responde:—No sea agarrado, viejo, que nosotros sabemos lo que

hacemos.Don Pedro se pone rojo y parece que fuera a contestarle. Pero

el joven, que ahora llena su último recipiente, lo calma:—Hay que tratar bien al cliente, para que vuelva. Su sonrisa

ha sido franca, cara a cara. La de la otra muchacha es más tímida;pero también sincera:

—Tiene suficiente para andar toda la ciudad.El de uniforme saca la manguera, y sólo después pregunta:—¿Ya acabaron, verdad?Y la joven asiente con la cabeza. Néstor coloca el tapón y le

devuelve las llaves a su padre. Luego le da la mano al de uniforme.—Suerte.—Lo mismo. Y muchas gracias por la gasolina.—No me la des a mí, fue mi papá quien la trajo.—Gracias, señor, y que se repita.—Los dos al mismo tiempo se suben al auto.—Den la vuelta aquí mismo, que no se puede entrar más

para allá.—Bien.—Cooperando con la Revolución también se hace Patria.Don Pedro enciende el auto. Esa última frase ha despertado

en él una sonrisa que no llega a ser irónica. Se limpia los labioscon la lengua y sin mirar a los lados, lentamente como entró,toma el camino de vuelta.

—Vamos a dar un paseo por la ciudad.—¿Y si se acaba el combustible?—No nos van a dejar parados.—No quiero estar adentro cuando suceda lo peor. Va a ser

imposible salir. Acabarán con todos...Y sin embargo, don Pedro hace girar el auto hacia el centro

de la ciudad.—...No debiste decir lo de la gasolina.—¿Por qué no? Era tuya.

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—Pero fue tu idea.Hay poca gente; pero si no se mirara con atención la situa-

ción podría parecer normal. Sólo los muchachos armados hacenrecordar la presencia de la guerra... Ni don Pedro ni Néstor ha-blan a lo largo de dos cuadras. Luego:

—Y bien, papá, ¿cuál es tu punto de vista?Don Pedro, dando señal de que también pensaba en lo mis-

mo, responde sin vacilar:—Estoy en contra de la ocupación yanqui, ya te lo dije. Pero

ese no es el problema. Insisto en que si hubiéramos aprendido arespetar nuestros puntos de vista, otra cosa hubiera sido; nuncahubiera comenzado esta guerra y los norteamericanos no hubie-ran desembarcado. Pero, ustedes, la juventud...

—No respetamos los puntos de vista de los demás, ¿verdad,papá?... Puede que no; pero si no lo hacemos es porque nos hanobligado a actuar así. Apenas nacidos nosotros ya ustedes pla-neaban la forma de oponerse a los puntos de vista que pudiéra-mos tener.

—No hables tonterías.—No son tonterías. Cuando aprendimos a hablar, ya uste-

des nos habían endilgado un orden social como un dogma.“Es un pecado dudar de él. No importa que en ese mundo queustedes nos dejan por herencia el hombre decente esté conde-nado al fracaso irremediablemente. Ese es el mundo de uste-des, y sólo porque es de ustedes es bueno. No se conformancon fracasar ustedes, quieren que también fracasemos noso-tros. Es más que una cuestión de puntos de vista, papá. Esuna cuestión de futuro. Del nuestro, del de nuestros hijos ynietos. Es una cuestión que concierne a toda la humanidad. Sitú quieres, ése es nuestro punto de vista. Y ese punto de vistaen ningún momento ha sido respetado. Nuestros principios ynuestra pureza están obligados a uncirse como estúpidos bue-yes a la mancorna, sólo porque a ustedes se les antoja. Quie-ren que sigamos respetando los puntos de vista de los demás,como los respetaron ustedes, y no se han detenido a pensar en

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qué consiste ese punto de vista. Eso que quieren reducir a unsimple punto de vista...

En la calle principal es más obvia la anormalidad: muchos delos negocios tienen sus puertas de seguridad cerradas y aún losque están trabajando solamente están medio abiertos. Casi nohay gente que compra. Hay varios vehículos verdeolivo. La gen-te camina de prisa. Flota de nuevo el aire de incertidumbre.

—Papá... ¿Tú estás conforme con lo que eres?—Bueno... he tenido mis momentos buenos y mis momentos

malos. Pero eso...—Lo que pregunto es si estás conforme con lo que eres.Don Pedro se muerde los labios, antes de contestar:—No.—Fuiste el mejor estudiante de tu promoción. Cuando te

graduaste hiciste, a fuerza de duro trabajo, una experiencia queningún médico de tu época tenía. Si a confiar íbamos en la efi-ciencia y en la responsabilidad, se presentaba ante ti un futuropromisorio; una vida llena de satisfacciones y halagos. ¿Y quépasó, papá?... ¿Quién eres ahora?... ¿En qué fallaste?... Eres unmedicucho de tercera o cuarta. ¿Por qué?... Porque no sabes sercomerciante. Además de las enfermedades del pulmón te de-bieron enseñar que cuando una vieja histérica se empeña enestar enferma no hay que desilusionarla; hay que darle medici-na tras medicina, porque eso significa dinero para el doctor.Debieron enseñarte, además del mecanismo del corazón, quecuando un hombre se está muriendo sin cura, no hay que decír-selo a los familiares. No, nunca. Hay que operarlo y operarlo ydarle más medicinas y darle esperanzas, porque esas esperan-zas significan oro. Debieron enseñarte todas esas cosas; porquela inmoralidad es el salvoconducto en una sociedad que se des-morona... Y tal vez trataron de enseñártelo y tú no quisiste apren-derlas. De haberlo aprendido, hoy estarías en otra condición.Tendrías un auto Mercedes Benz, una residencia, viajarías aEuropa... Y yo sentiría unos deseos incontrolables de luchar entu contra.

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De nuevo están en la fila, ahora para salir. Hace más calor.Néstor siente como si la sangre hirviera. Allá están los soldadosnorteamericanos, y más allá, el tan conocido mundo de la coti-dianidad. El mundo que está matando la fe de Néstor. Don Pe-dro está al borde de las lágrimas.

—¿Qué se puede hacer?—Luchar.—¿Luchar?... ¿Cómo?... ¿En contra de quién?—Ahora se está luchando, papá.—¿En contra de los yanquis?—En contra de la putrefacción.—¿Crees que van a ganar?—Se está luchando, simplemente.—Pero eso no tiene sentido.—¿Tiene sentido acaso tu insistencia en ser profesionalmen-

te honrado?... No, no lo tiene. Y sin embargo, estoy seguro deque sientes una recóndita satisfacción por haber actuado bien...Es necesario luchar.

—Los van a matar a todos.—Sí, lo sé... De todas formas nos van a matar a todos: en las

cárceles, en las montañas, de inanición. O nos sacarán del mun-do de otra forma más terrible: desarmándonos, castrándonos,convirtiéndonos en sus compinches. Haciéndonos renunciar aesa recóndita satisfacción de ser honesto.

—Yo no he renunciado... y no me muero de hambre.—Quién sabe si habría sido mejor que te hubieras muerto de

hambre hace mucho tiempo...Don Pedro deja caer la cabeza sobre el guía que aprieta con

ambas manos.—...No lo tomes a mal. No quiero decir que...—Lo has dicho.—Sí... Creo que resulta preferible estar muerto a darse cuen-

ta de que no hay nada bueno en el mundo. A soportar la convic-ción de que la honradez es un pecado en nuestra sociedad…

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Néstor agarra fuertemente la mano derecha de su padre, yhabla con un nudo en la garganta.

—...Papá. No aceptaré nunca esas cosas. Por eso es necesa-rio luchar. Aunque te suene a locura; solamente así podemossentirnos realmente vivos. ¿No es una buena razón?..

El avance de los autos es imperceptible. Parece como si nofueran a llegar nunca. Hay varios bocinazos dispersos.

—Nada conseguirán. Te habla la experiencia. Tú me has co-nocido cuando ya no lucho; pero también luché cuando tenía tusaños. No con ametralladora; en esa época no se presentó la oca-sión de hacerlo así. Pero luché, a mi manera. En la única maneraque nos era posible; con tozudez; negándonos a pervertirnos. ¿Yqué conseguí?... Tú lo dijiste hace un rato. Tienes razón...

Don Pedro saca un pañuelo para secarse el copioso sudor.Luego lo deja sobre el asiento del auto.

—...No, a mí no me interesa tener dinero... Quería dinero parati. Siempre soñé con mandarte fuera. Con sacarte de este malditopaís. Con mandarte adonde se reconoce el talento y la seriedad...Siempre soñé con salvarte de mi tragedia... ¿Pero, cómo?...

Don Pedro levanta la cabeza, con la mirada perdida.—Fui un egoísta. Debí hacerlo. Debí hacer dinero a costa de

lo que fuera. No tengo derecho a hundirte para salvaguardar mihonor.

—No digas eso... te lo agradezco, papá...Y la voz le brota a Néstor entre sollozos:—...No sabes cuánto te lo agradezco... Por eso debo luchar...

Como un pago... Como un regalo a ti...Ya no puede hablar más. Traga con dificultad, y rápidamente

se baja del auto. No ha pensado en lo que tiene que hacer, sim-plemente lo hace.

—No sé. Me niego a creer que todo esté perdido, y sin em-bargo... ¿Por qué te apeas?... ¿Qué haces?...

—Papá, ¿sabes lo más terrible de todo?... Que estás indefen-so. No tienes ninguna arma para hacer valer tus derechos.

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Ambos se miran profundamente, ahora con serenidad. Hayun largo silencio.

—¿Adónde vas?—Me quedo.Néstor cierra la puerta suavemente, como si no quisiera

hacerlo.—¿En la Zona?... ¿Cómo?...—Del otro lado estoy seguro, sí. Pero no creo que me guste la

seguridad de la perdición.—Sino sales ahora, después será tarde. Cuando comiencen a

disparar de verdad será imposible... Será...—Lo sé.Da la vuelta al auto con celeridad y deposita un beso en la

mejilla de su padre. Este se toca donde sintió el cálido soplo.—¿Sabes que no ganarán?—Lo sé.—¿Sabes que los matarán?—Lo sé.—¿Qué resuelves con eso?—Quizás nada... Tal vez... sentirme satisfecho todos los días

de mi vida... aunque sean pocos.—Néstor...Las bocinas de los autos que están detrás resuenan estriden-

tes. Entre la salida y el auto de don Pedro solamente hay un granespacio vacío. Es su turno.

—Adiós, papá... Trae más gasolina un día de estos, ya sabesel camino... Así nos podremos ver de nuevo... tal vez...

Y don Pedro dice algo; pero Néstor no alcanza a escucharlo;las bocinas enloquecidas levantan una muralla de sonidos, y él,decididamente, ya ha emprendido el camino hacia las calles va-cías. Hacia la incertidumbre.

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DIÓGENES VALDEZ (1941-)NOVELISTA, CUENTISTA Y ENSAYISTA. Nació en laciudad de San Cristóbal, República Domini-cana, el 29 de mayo de 1941. Realizó estudiosde Ingeniería Industrial en la Universidad de laRepública (Uruguay) y de Literatura en laUniversidad Nacional Autónoma de México.Pertenece a la Generación del 60. En 1974formó parte del movimiento vanguardista de-nominado Pluralismo. Premio Nacional deCuento “José Ramón López” en 1978 con Elsilencio del caracol (1978); en 1982 con Todopuede suceder un día (1982); y en 1992 conLa pinacoteca de un burgués (1992). En elConcurso de Cuentos de Casa de Teatro ganóel segundo premio en 1981 con “Relámpagoentre las sombras” y el segundo premio en 1982con “Buenas noches, Dulcamara”. Su novelaLos tiempos revocables (1983) mereció el Pre-mio Siboney en 1984. Ha publicado, entreotras obras, Motivos para aborrecer a Picasso(cuento, 1996); La telaraña (novela, 1980);Lucinda Palmares (novela, 1981); Tartufo y lasorquídeas (novela, 1997); La noche de Jonson:un antes (novela, 2000); Huellas en la arenamojada (novela, 2002); El viento y la noche(novela, 2003); El arte de escribir cuentos(Apuntes para una didáctica de la narrativabreve) (ensayo didáctico, 2003); y Cuentos es-cogidos (2005). Fue galardonado con el Pre-mio Nacional de Literatura 2004 por la obrade toda su vida.

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ANTIPOLUX6

Imagínate que te llamas Raúl Morales, Leopoldo Ortiz, osi quieres Pedro Pérez y que a través de la herida que sete abre en el pecho, ves que el niño te apunta con su

pistola de juguete y te grita:—¡Arriba las manos!El pensamiento se te ha pegado en la mente como una babo-

sa. Tú lo miras con esos ojos nublados por la muerte. La sangreque se escapa a torrentes casi te oscurece la vista. Apenas adivi-nas sus facciones, es como si una niebla muy ligera te velarahasta las formas de las cosas. Sin embargo, lo estás mirando contus ojos más nuevos. No con los ojos de los veinte que dentro deun rato ya no verán más. Te ves nuboso y poco a poco vas adivi-nando lo que pasa. Haces un esfuerzo y crees que en aquella carareconoces a quien sabe quién (quizás a Raúl Morales, a LeopoldoOrtiz, o si quieres a Pedro Pérez) en esos ojos que te miran fija-mente y que tan sólo hace un rato te han gritado:

—¡Arriba las manos!Pero tú no puedes levantar las manos. Apenas tienes fuerzas

para levantar los ojos y mirar su rostro. Él te mira fijamente ylentamente levanta la pistola y con gran cuidado apunta a la fren-te y dispara. La bala se te incrusta en el cuerpo. Arde. La sangresale en abundancia, sientes como tu cuerpo se derrite y la respi-ración se ausenta.

—¿Qué te parece si jugamos a los detectives y a los ladrones;quieres?

—Está bien –le respondes. Lo miras fijamente y le preguntas:

6 En: Diógenes Valdez. El silencio del Caracol (Santo Domingo: Editora Ta-ller, 1982), pp. 121-127.

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—¿Cómo te llamas?—Pedro, Raúl, Leopoldo... Como tú quieras; ¿eso qué importa?Y te marchas con él. Es casi de tu misma edad, quizás un año

mayor. Sus ojos oscuros te miran sin descanso.—Eres nuevo en el barrio, ¿verdad?—Sí.—¿Quieres que seamos amigos?Ya tienes tu primer amigo. Agarras la mano que te ofrece y la

aprietas con fruición. El calor de tu mano reconoce en el calor dela suya, en su sonrisa y en esos ojos oscuros, que es tu amigo. Ycomienza a decirte cómo es el juego.

—Mira, uno de los dos será el detective.No tiene que seguir hablando. Sabes que el otro tendrá que

ser el bandido. Doblan la esquina, a lo lejos divisas tu casa, leseñalas en dónde vives y escuchas cuando te responde que casivive enfrente. Entonces el detective saldrá a buscarte y cuandote encuentre, gritará:

—¡Arriba las manos!Tú levantarás las manos. Dejarás caer el arma y serás su pri-

sionero. Te dejarás llevar a su cuartel. Sí; porque él tendrá sucuartel, que podrá estar debajo de algún poste del alumbrado, oen el tronco de un árbol, o en el muro frontal de tu casa. El lugarno importa, lo importante es que él tiene su cuartel y que nopuedes escaparte hasta que no vengan los otros bandidos a libe-rarte, ¡ah!, pero tú eres listo, esconderás un arma en tus zapatos,en tu espalda, o debajo de la camisa y cuándo él se descuide legritarás:

—¡Arriba las manos!Y se invertirán los papeles. El bandido será él, o lo serás tú.

Eso qué importa. Lo llevarás a tu cuartel, o a tu guarida y ven-drán los de él a liberarlo y después los tuyos con mucho sigiloasaltarán su cuartel o su guarida y te verás libre, y de nuevo élestará en tus manos y así se repetirá el juego hasta el infinito,hasta que crezcan juntos y se hagan hombrecitos y te vas a sentirmolesto cuando sepas que es el novio de tu hermana Laura, o

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Patricia, o como se llame. No porque sea el novio de tu hermana,sino porque él no tiene hermanas que puedan ser tu novia.

—¡Ya sabes, la regla es entregarse y dejar caer el arma, por-que si no, tendré que dispararte!

Claro que comprendes. Si ves un árbol cerca, sin que él loespere te protegerás detrás de él, sacarás el arma que tienes ocul-ta y le gritarás:

—¡Arriba las manos!Y él tendrá que soltar su arma, porque si no le dispararás y

tendrá que morirse. Una muerte que se desvanecerá cuando eljuego se reanude al otro día. Pero tienes que respetar las reglas,no le dispararás si deja caer su arma y se entrega.

—¿Es esa tu hermana? –le preguntaste.Él te responde que sí con un movimiento de la cabeza y al

mismo tiempo pregunta:—Y tú, ¿no tienes hermanos?Ves cómo sus ojos tristes te miran. Oyes cómo su voz casi

apagada te responde que no, que no tiene hermanos.—¿Quieres que yo sea tu hermano?Te das cuenta de que sus ojos brillan. Como si entre las ceni-

zas de sus ojos grises unas candelitas estuviesen escondidas.—¿De veras?—Sí, de veras.—¡Claro que quiero!Entonces no sé si fue a ti o a él a quien se le ocurrió la idea.

Ahora lo recuerdo, la idea fue tuya. Como en las películas de latelevisión que habías visto decenas de veces, compraste una na-vaja de afeitar; ¿recuerdas?, tomaste tu brazo herido y hermanas-te su sangre con tu sangre. Todo fue maravilloso. Claro que ahoralo recuerdas. Qué zurra más grande te dio tu madre, pero te sen-tiste feliz.

—Ahora somos hermanos. Lo seremos hasta la muerte. Nadani nadie puede separarnos. Si uno muere, el otro lo seguirá. ¿Loprometes?

—Sí, lo prometo.

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Pero era mentira. Quizás tuviste la culpa. Te fuiste a trabajara Nueva York porque los tiempos estaban malos y cuando regre-saste, él ya no estaba. Estuviste preguntando. María no supo quédecirte de él. Apenas que era militar y que había estado de pues-to en algún pueblito de la frontera, en Pedernales, en Toluca, oen Paysandú. Te miras la cicatriz en el brazo, sabes que él estáhaciendo lo mismo, que como tú, está pensando: “es mi hermano”,llevamos la misma sangre. Ni la muerte podrá separarnos. Y tie-nes la seguridad de que estás en lo cierto. De que él quisiera estarjunto a ti, junto a María. Pero esta noche tú tienes un presenti-miento negro, si es que los presentimientos tienen algún color.No sabrías definirlo. Dentro de la amargura de la noche, que undía de estos puede continuar y hacerse eterna, hay algo dulce.Con tu fusil en el hombro, presientes la tragedia. ¿Quizás estanoche los yankis ataquen a los rebeldes? Te preguntas cómo temetiste en aquello y no lo sabes. Sí, no sabes responder a tuspropias preguntas. Viste la gente gritando: ¡revolución, revolu-ción, revolución!, y sin darte cuenta te encontraste atrapado porla revolución. Ahora te sientes feliz con tu fusil en el hombro yciento cincuenta tiros en la cartuchera, listo para defender esarevolución que ahora sí comprendes. Miras la luna como se es-conde. No sabes por qué te sientes triste. De repente algo te sacade tus pensamientos. Es una voz; la voz de María, que te llama:

—¿Qué es lo que pasa, María?—¡Mamá se está muriendo. Tienes que ir a verla!No puedes, le respondes que no puedes. Que te matarán cuan-

do cruces al otro lado, pero ella insiste con sus lloros. Te dice queella quiere verte antes de morir, que no deja de llamarte. Nopuedes resistir más y le dices que irás, y aunque no sabes cómoirás. ¿Pero cómo ha podido ella llegar hasta aquí, a estas horas?,¿por qué no le preguntas? ¡Eso es, te acabo de dar una idea! Note atreves a preguntarle, pero ella lo adivina.

—Juan está de servicio. Le he explicado lo que sucede y meha dejado pasar.

—¡Juan! –exclamas.

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Es como si un relámpago iluminara lo negro de la noche.—¡Juan! –vuelves a decir–. ¿Dónde está él?Y te vas con ella sin siquiera pedir permiso. La tristeza y la

dicha se han juntado y te han dejado como loco. Es como si unenjambre de grillos luminosos te caminaran por la frente. Te vascon ella. Acaricias de nuevo la cicatriz de tu brazo izquierdo.Ahora que sabe que estás aquí, estarás deseando verle para ha-blar de nuevo. Nada habrá de separarlos aunque estén en bandoscontrarios, porque la sangre de uno corre por las venas del otro.Sabes que él con alegría gritará tu nombre y tú el de él, que elcalor de su mano será el mismo calor de la primera vez, cuandose conocieron, cuando se hicieron amigos, cuando se hicieronhermanos, cuando juraron no separarse ni con la muerte. Tuspies deshacen el camino, lo seccionan, lo rompen en pedazos y loconstruyen de nuevo, hasta que la voz de María rompe tus pen-samientos y te dice:

—Aquí estaba.Quiebras el nudo que tienes en la garganta. Rompes el hechi-

zo de la emoción y gritas su nombre, una vez, otra vez. Peronadie te responde. Sólo el eco devuelve tu voz un poco recortada:

—¡...uuaaann...uuaaannn!La voz de María te apremia. Te dice que la van a encontrar

muerta. Le pides que aguarde tan sólo un momento y le llamasuna vez más, pero tu voz se pierde en la noche, redonda de oscu-ridad y de silencio. María vuelve a pedirte que se marchen. Qui-zás tiene miedo. Tal vez presiente algo. De seguro que nuncaantes habías oído una voz tan angustiada. Empiezan a caminar.Casi corres. Es cierto, te digo que casi corres. María empieza allorar. Tú también presientes lo mismo y cuando llegan, te en-cuentras con tu presentimiento. El pulso de tu madre ya no late ysus manos están frías. No sabes qué decir y no dices nada. Tam-poco sabes cómo llorar, pero lloras. En la débil luz que iluminala habitación, ves las lágrimas de María. Oyes sus lamentos,mientras el tiempo pasa sin siquiera darte cuenta. Ya casi ama-nece. Lo presientes. Quieres marcharte. ¡Tienes que marcharte!;

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¿me oyes?, ¡tienes que marcharte!... Y te vas. Te vas con la penaenredada entre los ojos, entre los pelos de tu cabeza, entre cadamaldición que sale de tu boca.

—¡Arriba las manos!Esa voz la reconoces. Es la voz de Juan. La misma voz de

antes. Han pasado muchos años, pero su voz no ha cambiado.Sientes unas ganas incontenibles de llamarlo, de gritarle: “Juan,mi madre ha muerto”, de abrazarle y llamarle hermano. Llorar juntoa su hombro. Entonces, como surgida de la nada aparece su figu-ra; la figura de un niño. Es él. Viene hacia ti con su fusil en lasmanos. Sientes que es igual que antes, que sin avisarte te invita ajugar de nuevo. Todo es igual que antes, él siempre lograba sor-prenderte. Siempre ganaba. Te sientes feliz; no, casi feliz. Por unmomento olvidas tu tragedia. Cada vez ves mejor su figura quese acerca. Tú levantas las manos. Es la regla del juego. Sin em-bargo, tienes la pistola oculta debajo de la camisa y tan pronto sedescuide le gritarás:

—¡Arriba las manos!Y se invertirán los papeles. Ya casi lo tienes enfrente. Ahora

ves mejor su rostro; es él. Quisieras hacerlo, pero no te atreves.Sin embargo, no te queda otro camino, ¿me has oído?; tienes quehacerlo. Bajas los brazos lentamente y le dices con voz suave,casi con cariño:

—Juan, ¿no me reconoces?Entonces suena el disparo. El cuerpo se te derrite y te vas al

suelo. La sangre te sale en abundancia y la respiración se ausenta.Sabes que dentro de poco el sol saldrá. Ese sol que ya nuncaverás más, porque te encontrarán con una bala en el pecho y otraen la frente, aunque te llames Raúl Morales, Leopoldo Ortiz, o siquieres, Pedro Pérez.

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MIGUEL ALFONSECA

(1942-1994)POETA, CUENTISTA, ACTOR TEATRAL, PUBLICISTA YEDUCADOR. Nació en Santo Domingo, Repúbli-ca Dominicana, el 25 de enero de 1942 y falle-ció, en la misma ciudad, el 6 de abril de 1994.Licenciado en Letras por la Universidad Autóno-ma de Santo Domingo (UASD). Pertenece a laGeneración Literaria del 60. Fue co-fundador delgrupo cultural “El Puño” y obtuvo varios galar-dones en el Concurso Nacional de Cuentos “LaMáscara”: Primer Premio en 1966 con “La boca”;Segundo Premio en 1968 con “El enemigo”; yTercer Premio en 1972 con “Delicatessen”, unode los textos más antologados de la narrativa do-minicana. En 1969 ganó el Primer Premio en elConcurso de Cuentos del Movimiento CulturalUniversitario (MCU). Al igual que la mayoríade los integrantes del citado grupo cultural, Al-fonseca sufrió en carne viva los rigores del régi-men trujillista. En 1997 el Consejo Presidencialde Cultura organizó, en reconocimiento a su obra,el I Encuentro de la Joven Poesía “Miguel Alfon-seca”. Al momento de morir era el Presidente dela Sociedad Hermética, entidad religiosa esotéri-ca. Obras publicadas: Isla promontorio (1964);Arribo de la luz (1965), dedicado “a los mártiresdel Movimiento de Liberación Dominicana, caí-dos en la expedición de 1959”; La guerra y los can-tos (1965); y El enemigo: relatos (1970).

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EL ENEMIGO7

Este hombre había muerto en silencio, con los ojos vio-letas por el crepúsculo, cada vez más tieso el puñoizquierdo cerca de la pared cribada por las balas. Nin-

guno se atrevió a tocarlo –ni siquiera Sara– porque sentíamos suodio a pesar de haber muerto. Sentíamos que su odio vivía, quedormía tan sólo, en su cuerpo derribado, ensangrentado por nues-tras armas. Había gravitado demasiado sobre nuestras vidas paraterminar tan fácilmente, con sólo un charco de sangre en el asfal-to mojado por la lluvia de primavera.

Este cadáver con nombres y apellidos como los nuestros mellamaba la atención; jamás hubiera pensado, meses atrás, que ter-minaría a mis plantas bajo un cielo que la tarde empezaba a ce-rrar. Quizá no soy lo suficientemente listo para haberme dadocuenta, para haber comprendido que aun cuando no quisiéramoso pensáramos en ello, todo rodaría revolviendo las cosas hasta elpunto de vista de los sucesos increíble que sucedían.

Después de todo, tal vez estábamos condenados –o estamos–a encontrarnos en esta situación desde antes que los senos denuestras madres se secaran y empezara la tierra a moverse bajonuestros huesos blandos; lo veía entrar del brazo de la muchachaatractiva a los restaurantes, o lo veía detenerse ante las puertasde los cinematógrafos y abrir la portezuela de su “Galaxie 500”,salir la mujer, que parecía cosida a su cuerpo –tanto que me gus-taba– y esbozar un vago saludo quizá porque yo era conocido ennuestro reducido medio intelectual, jamás pensé en el final de sudestino. Recuerdo la importancia que adquirió en los últimos

7 En: La Mascara, cuentos premiados. Primer Concurso de Cuentos Dominicanos1966 (Santo Domingo: Editora Arte y cine, 1968), pp. 75-80.

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tiempos, así como a la cabellera castaña que ondulaba a su lado,¡la destada!

Y este hombre estaba aparentemente acabado, mientras no-sotros sentíamos una gran tranquilidad con su destrucción y tam-bién cierta inconfesable aprensión, cierta incertidumbre.

Llevábamos más de un mes en eso de los tiros, los incendios,las matanzas. Un buen día amanecimos armados y en nombre delas tradiciones cristianas, del hambre y de la justicia; en nombrede los automóviles de precio prohibitivo y de los paseos por Eu-ropa y Norteamérica; en nombre de la redención de las mayoríasde las casas con piscinas y de los “Nites Clubs” y de las chozas;en nombre del desempleo y la desesperación, de los helados y lasplayas divididas, del “scotch on the rocks” y de los “freezers” detrece pies cúbicos y de los fogones apagados y de los supermer-cados (No dogs allowed) y de los “cinco cheles de salchichón” yde los “bank”, las corbatas y las fotos en los periódicos de recep-ciones en varios idiomas, sobre todo en inglés, y de los margina-dos, buscábamos destruirnos.

Olor a troncos podridos y a grasa subía por las calles ávida-mente, nos golpeaba y seguía adelante, a la toma de la ciudad. Semezclaba con el olor a madera quemada, a humo y escombros,que partía de las aduanas, incendiadas en el último ataque a nues-tras posiciones. Y ellos, revueltos con la brisa marina, nos defi-nían, nos situaban en la geografía de la ciudad. Conservábamoslas metralletas en las manos, apuntando al enemigo. Sara adelan-tó una mano y despojó el cadáver del fusil reluciente que yacíamudo junto a su cadera. La guerra nos había templado.

—Toda su vida fue un puerco –dijo Sara, escupiéndolo.Juan reaccionó, molesto. Yo no podía dar crédito a lo que

miraba. Me sorprendió ese acto espontáneo, sincero. Miré a Sara;su melena castaña se recogía en un moño, casi cubierta por unagorra verde olivo. Era hermosa Sara. Miré sus formas dentro dela tela de fajina y por un momento sentí ganas de amarla, de amarsu cuerpo duro, flexible, de estrechas espaldas y rostro limpio,maleable, capaz de adquirir la más feroz de las expresiones.

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—Déjalo –exclamó Juan–. Ya está muerto. Debemos respe-tar a los muertos. Pertenecen a Dios.

—Es un enemigo. Uno de los peores –explotó Sara–. ¡Comose ve que eres religioso! –su boca se alargó en una sonrisa, endu-reciendo sus ojos amarillos haciéndolos brasas en la penumbraque caía sobre nosotros.

—Está bien –dijo–. No empiecen a discutir de nuevo.Me sentía cansado de repente. Cansado y triste. Miraba los

ojos azules de ese hombre, vidriosos y opacos. En el izquierdo lasangre cubría todo el globo blanco y se unía con la mancha en sucabeza color yerba seca. Me pareció un chivo, o un cerdo, quehan matado con disparos de escopetas, reventándoles los ojoslos pequeños perdigones.

Esta guerra a veces parece un juego al escondite. Matar escomo tirar a los pajarillos de latón que se mueven estúpidamentedentro de la caja de madera y de cristal deprimentemente colo-reada, resabio de un mundo afanando por sobrevivir, como lostiovivos que ya sólo existen en los barrios miserables. Si los “Tiroal blanco” estuvieran adornados con figuritas de hombres, inde-fensas y policromas, dando paseítos circulares ante los ojos delos que acechan con el párpado izquierdo o el derecho, entorna-dos, las manos agarradas con amor al arma que gira, su éxitosería centuplicado. Siempre resulta más emocionante tumbar unhombre que se mueve, se encoje, salta y grita –sobre todo grita–que un pobre par de alas derribadas por el simple gozo del deporte.

—Yo lo respeto –dije–. Era un verdadero enemigo. Creía enlo que hacía. Mataba convencido de que tenía que hacerlo parasu bien y el de los suyos. No me gusta cuando tumbo algunos deesos pobres ignorantes que actúan como reses, sin saber lo quedefienden ni a quienes defienden.

—¿Cómo habrá llegado hasta aquí? –preguntó Juan.—Fácil –le contesté–. Desde que los yanquis controlan la

parte norte del muelle pueden colar algunos enemigos. Él vinopor ahí. Pero, ¿por qué vendría? Debió saber que esto era unaratonera.

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Busqué la mirada de Sara, quien observaba el cadáver con in-sistencia. Desvió su cabeza al sentirme volviéndola hacia el mue-lle, subiendo la mirada por encima de las casas, fría e impersonal.

—Quizá lo mandaron a matar a alguien –habló Juan nueva-mente.

—No creo que lo mandaran. Era un tipo muy importantepara recibir órdenes. ¿No crees, Sara?

Su cabeza se volvió lentamente y sus ojos parecieron odiar-me por un segundo.

—¿Qué te pasa conmigo? –su voz restalló hoscamente–. Soyuna verdadera militante. Él era un enemigo y ya. Eso es todo.

Con una repentina sensación de abandono, como si quisieramarcharme tranquilamente a mi casa y sentarme a leer en el pa-tio, acompañado sólo de las moscas y de esas tablas viejas, par-duscas, roídas por los años y las lluvias, bajo la sombra con laque entraba el crepúsculo, resaltando la enredadera, haciéndolade un verde fosfórico, me volví a Juan.

—El primer disparo casi me mata –le dije.—Tan descuidados que estábamos los tres, sentados en el

zaguán. Pero fue a ti a quien disparó.—¿Por qué iba a ser así? –casi gritó Sara–. Fue a cualquiera

de nosotros.—Vámonos –argüí velozmente, suspirando.Miré por última vez aquel cuerpo donde media docena de

heridas hacían brillar la ropa, mezcla de lluvia y sangre.—Está bien. Vámonos –asintió Sara–. Los compañeros de-

ben saber la buena nueva.La noche se avecinaba cenicienta y fresca. Empezaron a apa-

recer hombres y mujeres armados, mugrientos y alegres; el cen-tro de la ciudad artillado en todos los rincones. Ya todos sabíanel origen de los disparos que rompieron la calma de la tarde ytambién el resultado del asunto. Sara buscó mis ojos dulcementey pasó un brazo por mi cintura. La besé y una de mis manosquedó colgando sobre sus hombros.

—¿Nos vamos al comando?

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—No –respondió–. Tengo que hacer algo. Nos veremos alládentro de un rato.

—¿Adónde vas?—Allí. Tengo que... ver a un compañero.—Te acompaño.—No es necesario. Es cuestión de minutos.—No importa. Voy contigo –rodeé su cintura.—Bueno, si no te importa... ven.Dos muchachos habían apartado las cartucheras y alguien

portaba el fusil automático mientras otros dos rociaban gasolinaal cuerpo. Antes de que los fósforos aparecieran, se escuchó lavoz de Sara.

—Un momento, compañeros.Buscó en los bolsillos traseros del uniforme manchado hasta

que en sus manos apareció una abultada billetera. Los dedos fe-meninos extrajeron algo con pericia mientras con un movimientola cabeza castaña ordenaba el fuego. Cuando la pira comenzaba acobrar fuerza Sara arrojó algo a las llamas y volvió a mi lado,extrañamente entregada. Lancé la mirada a la pira humana: se que-maba una foto en la cual una pareja se sonreía amorosamente.

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ANTONIO LOCKWARD ARTILES

(1943-)POETA, NARRADOR, ENSAYISTA Y EDUCADOR. Nació en laciudad de Santo Domingo el 25 de marzo de 1943.Doctorado en Derecho por la Universidad Autónoma deSanto Domingo (UASD), donde fue catedrático por va-rias décadas y desempeñó diversas funciones académico-administrativas, tales como Secretario General (1976-1980) y Decano de la Facultad de Humanidades (1981-1987). En 1965, a raíz de la Guerra de Abril, integra elFrente Cultural, junto a Miguel Alfonseca, Silvano Lora,Jacques Viau Renaud, René del Risco Bermúdez y JuanJosé Ayuso. Fundador del grupo literario La Isla (1967),junto a Norberto James, Wilfredo Lozano, Jorge Lara,Fernando Sánchez Martínez y Andrés L. Mateo, por loque pertenece a la Generación Literaria del 60. Luegopasaría a integrar, por esa misma época, el grupo literarioEl Puño (1966), junto a Marcio Veloz Maggiolo, Enri-quillo Sánchez, Rubén Echavarría y Ramón Francisco.Su trayectoria intelectual ha estado permeada por su acti-vismo político constante, asumiendo posiciones demo-cráticas en defensa de los mejores intereses del pueblodominicano, por lo que fue perseguido y encarceladodurante la Era de Trujillo. Obras suyas son: Hotel Cosmos(cuentos, 1966), Espíritu intranquilo (novela, 1966), Bor-deando el río (cuentos, 1970; en colaboración con Sán-chez Martínez y Jimmy Sierra), Los poemas del ferrocarrilcentral (poesía, 1971), ¡Ay! ¡Ay! Se me muere Rebeca (¿re-lato o novela?, 1979), Yo canto al tanque de lastre delRegina Express (poesía, 1981), Romper el cerco (ensayos,1984), Prisioneros del Claustro (1984), Jacques Viau, poe-ta de una isla. Y Madame Sagá (poesía, 1985)

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HOTEL COSMOS8

Tu Hotel permaneció en esa manzana pálida despuésque desaparecieron los niños de la escuela. A no serpor un letrero verdoso que colgaba del segundo piso

nadie hubiese notado su presencia en la acera colonial. Esa partede la ciudad es un solo bloque de edificios enrejados y altos.Hasta la escuela contrastaba con los niños.

Y se quedó de pronto vacía.Habían preparado un edificio grande para llevar los pupitres

y el halcón disecado que llenaba de solemnidad el cuarto de loscastigos.

El Hotel Cosmos permaneció fiel a la manzana colonial. NoPodía dejarla. Se traicionaría.

Doña Martha fue arrastrándose con su lentitud por la esca-lera ancha. A cada paso miraba con desconfianza la puerta deentrada. Su bata hacía todos los días el mismo recorrido hastala mecedora del patio. ¡Tenía que vigilar la entrada! ¡Tenía queprotegerse de todos! En el último peldaño la bata morada gritóroncamente:

—¡Teresa!.. ¡Teresa!Del patio recargado de vegetación una mujer sin sexo surgió

lentamente. Estaba limpia y madura.—Doña Martha...—Mira... Déjate ver del general retirado ese…¿Qué es lo que

se ha creído?.. Esto no es un orfanato...—Bueno... Doña Martha...—¡Nada de bueno! ¡Cóbrale! ¡Si no tiene dinero, que se vaya!

8 En: Antonio Lockward Artiles. Hotel Cosmos (Santo Domingo: Editora Di-Do-Lito-Offset, 1966), pp. 5-13.

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—Ese es un hombre peligroso, Doña Martha...—¿Y qué? Más peligrosa eres tú y hace tiempo que te veni-

mos aguantando.—¡Se emborracha siempre!—¡Y qué! ¡Este manicomio siempre ha estado lleno de borra-

chos! Extraño sería....—Trae hombres...—¿Hombres ?... Quieres decir que... je, je... Ya me extrañaba

ese modo de caminar... Teresa, hemos estado mucho tiempo jun-tas. Tenemos que seguir viviendo porque hay muchas cosas quever en este mundo... muchas.

—¿Qué hago, entonces?—¡Cóbrale! ¡Cóbrale a ese maricón! Sólo eso nos faltaría. Has-

ta los generales retirados... Pero oye: ¿por qué esto está tan silen-cioso? ¿Qué es lo que está pasando?

—Los niños, Doña Martha. Han trasladado la escuela queteníamos enfrente. Ya no hay niños…

—¡Ah!... Ya no hay niños. Los malditos no nos dejaban vivircon sus chillidos. Ha estado bien que los saquen de aquí. ¡Por fintenemos un poco de paz en este caserón!

—Doña Martha, quería decirle que... que he descubierto algo.—¿Tú?—Sí, Doña Martha, ¡he descubierto algo terrible!—¡Habla! ¿A qué viene tanto misterio?—Venga, siéntese en su mecedora para que no se caiga del

susto... Esta mañana, al levantarme, saludé al viejo Rodríguez yno me respondió. Estaba...

—¿Y tú te maravillas de que ese trapo no te responda? ¡Perosi no tiene aliento suficiente ni para eso! Cuando se sienta en esesillón, parece muerto.

—Sí, parece muerto. Por eso seguí caminando sin darle im-portancia al asunto, pero volví pisando fuertemente para asustar-lo. Usted sabe, la madera del piso a veces parece que se va aromper... ¡El viejo tampoco se movió! ¡Entonces me acerqué y,sí, estaba muerto!

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—¡Al diablo! ¡Lo esperaba! ¡Sus parientes se han librado deese pedazo de carne!

—He llamado a sus parientes. Dicen que van a venir abuscarle.

—Está bien: no me gustan los muertos.

En la pizarra que daba a la escalera también estaba escrito tunombre junto a los otros en caracteres enfermizos.

Solo Rosa, la pura, escapaba a esa fatalidad. Era la criada.Tampoco aparecía en esa lista el cocinero afeminado y pro-

testante, loco y feliz.Del piso alto iban bajando los huéspedes y tú con ellos. Era la

hora del saludo ceremonioso en el comedor. Comenzaba el día.—Profesor, no tan aprisa.—¡Oh!, ¡perdón, señor Suriab!... Es nuestro mal: tenemos que

apresurarnos. El tiempo nos lleva la delantera.—¡No!.. Nosotros podemos dominar al tiempo… Usted lo

conseguirá. Estoy seguro, profesor. Créame: tengo mucha con-fianza en usted.

—Cosa que agradezco infinitamente, señor Suriab.…¡Hasta pronto! Tengo que dejarle.—Hasta la vista, profesor. Dígales eso a los muchachos. ¡Es

necesario dominar al tiempo! ¡Algunos lo hemos conseguido!—¡Feliz mortal aquel que puede pronunciar las frases de los

dioses!.. ¡Poeta, hágame partícipe de su dicha!—Amigo, no he dicho al profesor que soy dichoso o desgra-

ciado. No ha escuchado usted bien. Dije que he dominado altiempo. ¡Nada más!

—¿Y que más podemos desear los hijos de Eva, señor Su-riab? Mire... yo soy ocultista. ¡Oriente guía mi vida por caminosventurosos, pero no he logrado dominar al tiempo!.. Señor Su-riab, no permita que yo corra la misma suerte del señor Rodrí-guez... ¡Sería tan lastimero! ¡La humanidad perdería a un granhombre!

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—¡Le ruego que guarde sus burlas para sus amigos! ¡Apártesede mi camino!

—¡Oh, dolor! No puedo disfrutar de la amistad del poetaSuriab. ¡No soy digno, señores de tanto honor!

—Tampoco nosotros somos dignos, amigo. ¿No lo ha notadousted?

Cuando llegué al Hotel Cosmos buscándote, me sentí atrapa-do. Un hombre se acercó.

—¿Que desea? ¿Está perdido?—No, no... Me han dicho que aquí vive el profesor. Soy su

amigo.—Suba por ahí. En la segunda planta, al final del pasillo... Y

escuche, joven. Tome las cosas con calma. Esto no se resuelvede ese modo.

Avancé por la escalera ancha. En el descansillo encontré unjarrón grande para guardar flores. Llegué al corazón agrietado deledificio, a sus cuadros sin color, a sus muebles rotos e inmóviles.Grandes vigas sostenían el techo. Había humedad, mucha hume-dad. Una mujer hermosa pasó a mi lado. Recordé: “Todos la aman”.

Buen día. ¿Podría decirme cuál es la habitación del profesor?Soy su amigo.

—No está. Salió con gente de su país.—¡Oh! Es una lástima... De todos modos, volveré en otra

ocasión. Gracias.—Oiga, joven... Seguro que usted también... ¡Claro! Pero llé-

vese de mi consejo. Las cosas son como son. También usted lasencontró así. ¡No se sacrifique!

Cuando comenzó la guerra civil los huéspedes del Hotel Cos-mos quisieron comprar los diarios para saber el resultado. Sólopara saber el resultado. Pero los diarios estaban cerrados. Portodas partes se escuchaban gritos de guerra y lamentos. Por todas

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partes aparecían aviones supersónicos y caían proyectiles. Portodas partes se forzaba la puerta de un arsenal y se saltaba dealegría. Era la guerra que estallaba en su tiempo y repartía armas,cerraba las puertas de las tiendas con acero y madera, volcabacarros y los incendiaba, vomitaba fuego contra los palacios delos poderosos y hacía llorar. ¡Era la guerra! ¡La guerra!

Casi sin aliento llegué al Hotel Cosmos, buscándote. Esta-ba sudoroso. Crucé a toda prisa a través de los sillones y loscuadros. No pregunté. Al encontrar tu habitación vacía, salínuevamente como un demonio. Era la guerra que me empuja-ba. Grité:

—¡Maldita sea! ¡Estalló antes de tiempo! ¡Ha reventado!Solo el viejo Suriab pudo responderme:—¡No ha estallado antes de tiempo! ¡Todo tiene su tiempo!

¡Esto no ha reventado! Yo siempre se lo dije al profesor... ¡Esnecesario dominar al tiempo! ¡Algunos lo hemos conseguido!

Alrededor de la radio todos los huéspedes del Hotel Cosmoscaminaban y gesticulaban. Los tanques, los aviones y las amena-zas eran demasiado para sus vidas pequeñitas, para sus paseoscortos por la madera del hotel. Se estremecían ante cada asalto aun cuartel: ¿”Serán nuestros hijos”? Ayunaban. Era la guerra ci-vil que había venido para todos. Era la guerra civil.

Decenas de miles de hombres y mujeres que el día anterior seodiaban o se acostaban juntos, se temían o se engañaban, corrie-ron hacia el puente que dominaba la ciudad para defenderlo. Lle-vaban bombas caseras, cuchillos, machetes y sables. Llevabanfusiles y gritaban. Decenas de miles de hombres y mujeres rodea-ron el Palacio donde los poderosos habían sonreído y festejadosus glorias. Abrieron las puertas de hierro y se enseñorearon de élbajo cañonazos y bombas, sobre maldiciones. Decenas de milesde hombres y mujeres recorrieron las calles de la ciudad que eldía anterior estaba reprimida, donde no se podía respirar, y sufuerza era tan grande que los poderosos se estremecían y se

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llenaban de ceniza la cabeza y se echaban de rodillas a invocar asu Dios de misas y limosnas.

Las fortalezas de los gendarmes iban cayendo en manos delos descamisados cuando llegaron miles de soldados norteameri-canos en portaviones y tanques, hablando de paz. Descendieronen un campo de deportes junto al hotel más lujoso de la nación.Pisaron tierra en la base aérea principal de los gendarmes y losabrazaron. Desembarcaron por el puerto de Haina y venían avan-zando de noche y cantando dulces canciones de su país natal.Los gendarmes que temían al pueblo y a su furia respiraron ali-viados y volvieron a sus cuarteles. Entonces se escuchó en laplaza de todos al avión de grandes altavoces:

—Dominicanos, no hemos venido a ponernos del lado deningún bando. Óyelo, óyelo bien. Sólo queremos salvar vidas.Hemos venido a evitar derramamientos de sangre. Nuestro Pre-sidente lo ha dicho. Óyelo bien, dominicano.

Los hombres y mujeres improvisaron bastiones de lucha en latierra rodeada y sacudida. Llenaron de arena centenares de sacosy montaron sus ametralladoras pesadas frente a las tropas norte-americanas y su cerco. Se prepararon a disparar contra los alam-bres de púas. Protestaron. Organizaron grandes manifestacionescontra el invasor y desfilaron con furia. Tú estabas atrincheradoen una avanzada, delgado y entusiasta. Habías exigido una re-unión de combatientes. El ambiente era joven. Te escucharon.

—Esos soldados han venido hablando de paz. Sus amos hansido los primeros en pronunciar términos tan aceptables como“tregua” “salvamento”, “ayuda”. ¡Ese es su lenguaje! ¡Chillanpor sus altavoces que están repartiendo alimentos! ¡Se ponen ron-cos repitiendo que su misión es humanitaria! Se estremecen decompasión cuando piensan en los niños huérfanos y en las viu-das y gritan: “Debemos salvar vidas...” ¿Pero quién les cree?...¿Quién los oye y no los odia?... ¿Quién quiere su paz?... ¿Cómopueden hablarnos de paz?...

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Los combatientes se apretaban alrededor del hombre y su odio.Continuaste.

—Este local estuvo ocupado por una escuela. Hoy es un bas-tión de lucha... Los edificios donde antes se impartía la justiciade nuestros enemigos han corrido la misma suerte... ¡Los patiosde todos estos barrios que antes sólo conocían el hambre ahoraestán llenos de trincheras! ¡Ahora tienen fusiles!... ¡Nosotros te-nemos y queremos nuestra paz! Ellos quieren el exterminio: esaes su paz.

Nadie supo dónde cayó el primer proyectil de mortero aque-lla mañana atravesada de sirenas de ambulancias y preguntas.Los depósitos de la aduana comenzaron nuevamente a arder. Losbomberos avanzaban con timidez bajo el fuego de las ametralla-doras. Los techos de zinc se abrían después de un estallido. To-dos los combatientes rastrillaron sus armas y corrieron hacia lasavanzadas. Sobre la ciudad caminaban los helicópteros y pasa-ban horas y horas y el fuego pesado era más intenso y las grana-das de morteros abrían más sus brazos en busca de hombres.Todavía explotaban las bombas en las esquinas de las calles cuan-do nos enteramos de tu muerte. El viejo Suriab te dedicó unpoema.

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JEANNETTE MILLER (1944-)POETISA, ENSAYISTA, HISTORIADORA Y CRÍTICA DE

ARTE Y EDUCADORA. Nació en la ciudad de SantoDomingo, República Dominicana, el 2 de agos-to de 1944. Licenciada en Letras por la Uni-versidad Autónoma de Santo Domingo(UASD), donde fue catedrática. Formó partedel Patronato del Museo de Arte Moderno deSanto Domingo. Integrante de la GeneraciónLiteraria del 60, a la que también pertenecie-ron Miguel Alfonseca, René del Risco Bermú-dez, Armando Almánzar Rodríguez, Iván Gar-cía, Jacques Viau Renaud, Pedro Caro y GreyCoiscou. Su producción intelectual es vasta ydiversa. En el campo del arte ha publicado,entre otras, las siguientes obras: Historia de lapintura dominicana (1979), Paul Giudicelli:sobreviviente de una época oscura (1983), Pai-saje dominicano: pintura y poesía (1992), Artedominicano, artistas españoles y modernidad(1996), Arte dominicano: 1844-2000. Pintu-ra, dibujo, gráfica y mural (2001), Arte domi-nicano: 1844-2000. Escultura, instalaciones,medios no tradicionales y arte vitral (2002), Lamujer en el arte dominicano (2005) e Impor-tancia del contexto histórico en el desarrollo delarte dominicano (2006). Obras poéticas suyasson: El viaje (1967, separata de Cuadernos His-panoamericanos), Fórmulas para combatir elmiedo (1972) y Fichas de identidad / Estadía(1985). Obras narrativas: Cuentos de mujeres(2002) y La vida es otra cosa (novela, 2005).

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COMO CUANDO MATARON A BEATRIZ…9

Es una hora opaca. Mosquitos. Calor. El bloque tristeque forma el aguacero. Las detonaciones lejanas. Elmiedo constante que me pone un peso terrible enci-

ma del pecho, como si quisiera asfixiarme, como si me reventaralos huesos y el pellejo.

Desde que mataron a Beatriz, mis oídos viven pendientesde las noticias, de los rumores…

—Mataron a fulano.—Le dieron dos tiros a mengano… Y el terror me congela

cuando liquidan a alguien cercano, a los que se mueven en miárea, en mi barrio…

Sé que son capaces de matar a cualquiera. Casi no puedovivir durante el día y al caer la tarde me encierro en la habitacióny me siento en una esquina a esperar que vengan en la noche aenfocarnos la cara, a ladrarnos como perros, a hacernos señasamenazantes para que salgamos y llevarnos a la iglesia a interro-gar, o a pararnos frente al tronco de un árbol y ponernos a esperarel tiro, para después reírse y tomar una foto de frente y otra deperfil, haciéndonos sostener un cartón sobre el pecho y luegosobre el hombro con números enormes.

Sí, después que mataron a Beatriz volvieron en la noche, tum-baron las puertas, nos sacaron de las camas, y todo por una lla-mada a un amigo diciéndole que no viniera, que habían entradolos americanos.

Por esa pendejada ellos esperaban un asalto. Nos tiraron alpiso, nos pusieron en lugares estratégicos para que voláramos si

9 En: Jeannette Miller. Cuento inédito.

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tiraban desde afuera, y el olor a mierda de los niños y los viejosno nos dejaba respirar.

De pronto entró uno que hablaba español y me gritó:—Tú, pase lo que pase no te muevas.En medio de la oscuridad parecía un demonio apuntando con

el artefacto negro. Le temblaba la mano y sólo tenía que equivo-carse para que yo fuera un colador de carne ensangrentada y pe-gajosa como Beatriz.

La noche pasó entre diarreas, escaramuzas y cigarrillos a rasde tierra. Al amanecer crucé a la iglesia, me confesé y comulgué.Saliendo de la capilla vi a mi vecino que llegaba transformado.Parecía un espectro. Con los ojos abiertos, aterrorizado, sin des-pegar los labios susurró:

—Mataron a Juan Felipe.Un diplomático que había estado asignado en Washington y

vivía en la esquina. Lo ametrallaron porque trató de ocultaruna pistola de bolsillo que conservaba como trofeo de su épocagloriosa.

No caminé dos pasos cuando me detuvieron. Pasamos a unapequeña habitación donde los curas tenían el teléfono, el mismoteléfono desde el cual yo había llamado a mi amigo para preve-nirlo. Un oficial alto y entruñado se sentó en el pequeño escrito-rio y me indicó que hiciera lo mismo frente a él. Comenzó pre-guntando mi nombre, si pertenecía a un partido de izquierda, siparticipaba en los alborotos de la universidad; ni siquiera espera-ba a que le respondiera. La imagen de mi persona que tenía gra-bada en su cerebro estaba pintada de rojo.

Después, la cárcel. Una despensa minúscula que hacía lasveces de solitaria. Harina con sal y agua contaminada. Diarrea yavitaminosis. A los 28 días llegó una Comisión de los DerechosHumanos y leyeron mi expediente donde habían escrito “sospe-choso de ser rebelde”. Luego supe que unos vecinos del barriohabían ido a congraciarse con las tropas y dieron una lista deposibles revolucionarios donde incluyeron mi nombre. Como eramenor de edad y no había evidencias en mi contra, la Comisión

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exigió que me soltaran. Lo hicieron a las seis de la tarde, al empe-zar el toque de queda. En medio de las ráfagas y las sirenas, merefugié en un hospital cercano hasta el día siguiente.

Quince años después he vuelto a la casa. Mi madre murió yquieren comprarla. La vieja construcción apenas recuerda en laque yo viví. Le han cambiado el color, algunas puertas, incluso elGobierno tomó la parte delantera para convertir la calle en ave-nida. Me detengo en la acera. Oigo la mecedora debajo del fram-boyán enorme que ha tirado una alfombra de flores rojas sobre elpavimento. Subo el escalón de la entrada y el grito de mis herma-nos correteando en la galería me hace sonreír. Saco la llave y giroel picaporte. Al abrir la puerta un fuerte olor a trementina meengaña para luego aspirar el hedor a matadero. Casi me desmayo.Una luz mortecina forma dibujos que se mueven sobre las pare-des. Está lloviendo. Las sombras y el calor convierten el lugar enun sarcófago asfixiante. De repente, los cohetes lejanos me ace-leran el corazón. Siento frío. Los golpes en el pecho me impidenrespirar. Todo está oscuro, negro. Me doblo lentamente, arras-trándome hacia el rincón. Una pequeña puerta cede y empujo miespalda hasta que el techo no me deja inhalar. Ya no oigo lasteclas de la vieja Underwood de mi padre. El olor a moho, measfixia. Meto la cabeza entre las piernas y las agarro fuerte, ya nome puedo encoger más. Sólo me queda esperar a que vengan enla noche a enfocarnos la cara, a ladrarnos como perros, a amena-zarnos de muerte, a reventarnos los huesos y el pellejo, comocuando mataron a Beatriz…

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JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR

(1946-)CUENTISTA, CRÍTICO LITERARIO, ENSAYISTA, SOCIÓLOGO

Y EDUCADOR. Nació en Santo Domingo, RepúblicaDominicana, el 2 de mayo de 1946. Licenciado enSociología por la Universidad Autónoma de SantoDomingo. Ha obtenido el Premio Nacional de Cuentoen dos ocasiones: en 1983 con Las máscaras de la se-ducción y en 1989 con La carne estremecida. Varioscuentos suyos, tanto en español como traducidos alinglés, alemán e italiano, figuran en antologías publi-cadas en Santo Domingo, Puerto Rico, España, Esta-dos Unidos, Alemania, Italia y Bulgaria. Otras obrassuyas: Antología de la literatura dominicana (1972);Viaje al otro mundo (cuento, 1973); Callejón sin salida(cuento, 1975); Testimonios y profanaciones (cuento,1978); Estudios de poesía dominicana (ensayo, 1979);Imágenes de Héctor Incháustegui Cabral (1980); Na-rrativa y sociedad en Hispanoamérica (ensayo, 1984);Los escritores dominicanos y la cultura (ensayo, 1990);El sabor de lo prohibido. Antología personal de cuentos(cuento, 1993); Dos siglos de literatura dominicana.Siglos XIX y XX. Poesía y prosa (antología, en colabo-ración con Manuel Rueda, 1996); Panorama socio-cultural de la República Dominicana (ensayo: en es-pañol, inglés y francés, 1997); La aventura interior(ensayo, 1997); Antología mayor de la literatura do-minicana. (Siglos XIX y XX). Poesía y prosa (en cola-boración con Manuel Rueda, 2000 y 2001); y Hue-lla y memoria. E. León Jimenes: Un siglo en el caminonacional (1903-2003) (2003, en colaboración con IdaHernández Caamaño).

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LA ÚLTIMA VISITA10

La mujer, aterrorizada, se quedó mirándolo fijamentecuando él irrumpió en el piso, después de haber soste-nido un corto forcejeo con la puerta de entrada. Ella

apretó contra su pecho al niño que tenía en los brazos, tratandode protegerlo.

—No tema, no soy un asesino... ¿Hay alguien más aquí? Elladijo que no con la cabeza aunque continuaba de pie, pegada a lapared, sin poder moverse, clavada como un madero de los deltecho, oyendo los gritos del niño. Él registró las demás habitacio-nes de la casa mientras ella seguía inmóvil, sin decir palabra. Enla calle se habían apagado las últimas ráfagas y sólo se oían leja-nas detonaciones esporádicas que parecían venir del otro lado dela ciudad. El hombre atisbó nerviosamente por un empañadocristal de la ventana y luego se dejó caer en el piso de fríos mosai-cos. Se quitó la gorra y se secó el sudor de la cara con la manga dela camisa. Parecía un hombre joven, como de treinta años, perola barba de días y el cansancio le hacían lucir más viejo. Se mira-ron un instante, hasta que él quebró el silencio.

—Sólo quiero descansar. Me iré pronto.—No importa –balbuceó ella–, usted debe estar muy cansado.—Sí. Tengo dos días que no pego los ojos.—¿Tiene hambre?—Mucha. Hoy no le he echado nada al estómago.—En la cocina quedan unas latas de sardinas y galletas. Voy

a buscarle algo.—Gracias.

10 En: José Alcántara Almánzar. Viaje al otro mundo (Santo Domingo: EditoraTaller, 1973), pp. 43-48.

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Ella se marchó a la cocina, siempre con el niño en los brazos.Él se quedó tendido en el piso, con la cabeza apoyada a la pared.Era un segundo piso de una vieja casa. Había pocos muebles:una mesa y unas sillas, un sofá y unos butacones de tela desteñi-da y color indefinible, las paredes pintadas de amarillo muy páli-do que a veces parecía blanco curtido. En las paredes había fo-tos, algunas estampas enmarcadas, una copia borrosa de La Últi-ma Cena y un almanaque. ¿Qué día era? ¿Lunes? ¿Acaso martes?No podría precisarlo aunque quisiera, había perdido la cuenta delos días. Los minutos se hacían más largos y agotadores entre soly sol, las horas se alargaban como siglos. Por el zócalo entraba unpoco de luz que se volcaba en las paredes haciendo menos durala lobreguez de la sala. La mujer volvió con una lata de sardinasabierta y unas galletas, que entregó al soldado.

—Gracias –dijo él otra vez–, ya con un pedazo de galleta enla boca.

Ella se mantuvo observándolo, con los ojos desoladamenteabiertos. El niño ya no gritaba, parecía que iba a dormirse enmedio del calor de la habitación. Mientras comía, el soldado tam-bién miraba a la mujer y al niño. Una mujer y un niño solos enuna zona peligrosa, abandonada por sus habitantes.

—¿Por qué está sola aquí? –ella se echó el niño al hombro,como si no oyera la pregunta–. Es peligroso.

—Yo no dejo mi casa. Sólo tengo lo que ve. Prefiero moriraquí.

—Pero es una locura y…—La muerte es lo peor.—…una tontería. ¿Por qué no se va usted a otra parte? Este

es un sitio peligroso. Yo puedo acompañarla. ¿Qué hará cuandono tenga comida?

—Ya estoy acostumbrada a comer poco. Yo no dejo mi casapor nada en el mundo.

Ella estaba segura de su decisión. El soldado pensó que en laguerra una mujer sola puede protegerse mejor que un hombresolo. Lo más penoso era el niño, podía quedar huérfano de madre

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en cualquier momento. Sin duda ella lucharía por su hijo antesque dejárselo arrebatar o matar en los brazos, pero esa no era unaesperanza ni una buena perspectiva. Él ensayó una sonrisa tra-tando de ser comprensivo, y después se limpió el aceite de loslabios con las manos.

—Allí en la mesa hay agua –dijo ella señalando con el índice.Él se levantó y fue hasta la mesa. Entonces fue cuando ella

pudo observarlo en su justa dimensión. No era alto ni fornido.Llevaba unas botas llenas de polvo rojo y en los pantalones senotaban algunas desgarraduras. También observó que el hombreno soltaba el máuser en ningún momento. Él retornó enseguidacon una cara de satisfacción y se echó en el piso de nuevo, con lacabeza reclinada hacia atrás.

—¿Cómo se llama? –preguntó él con aire de ternura en loslabios, a la vez que hacía gracias al niño.

—Rafael –respondió ella, mirando los ojos iluminados delsoldado, mientras seguía acariciando la espalda desnuda del hijo.

—Rafael, como el mío.—¿Verdad? –ella notó una ansiedad en los ojos del soldado.—Sí. No lo veo desde que empezó la guerra. A la mamá tam-

poco.—¡Qué pena! ¿Y no sabe de ellos?—No. Ellos están en el campo. Y allá no está pasando nada.

Sólo aquí la vida es peligrosa.Él reclinó la cabeza de nuevo y a ella le pareció ver una paz

indescifrable en la cara del extraño. Se oyeron nuevas detona-ciones, esta vez más cercanas, y él se paró violentamente, em-puñando su máuser. Miró por el cristal y no vio nada. La calleestaba desierta. A lo lejos se divisaba una negra columna dehumo que a veces se hacía más espesa y otras se desvanecía.Volvió a su posición anterior. Estaba agotado, sus movimien-tos delataban un cansancio acumulado y reprimido. Una som-bra aureolaba sus ojos, dándoles un aspecto enfermizo. Sintióque una modorra iba metiéndosele en la cabeza, una pesadezincontenible le cerraba los párpados y una lasitud deliciosa iba

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flojándole los músculos. No debía dormir y él lo sabía; no podíaquedarse en aquella casa y que lo atraparan tontamente des-pués de haber sobrevivido a dos días de combates continuos enla ciudad. Creyó oír que la mujer le decía algo y que él le con-testaba “no puedo dormirme”... “no puedo”... Ella comenzó adesvanecerse ante sus ojos, él pensaba en los combates. Dos delos muchachos habían sido alcanzados por los proyectiles enla espalda y la cabeza, los demás tuvieron que huir dejando alos compañeros en la calle, los yanquis avanzaban en los jeepsdisparando las ametralladoras, protegidos por las balas de susbazookas y de sus 105. Él estuvo a punto de ser capturadopor dos gringos que quisieron darle alcance. Tuvo que enfren-tarse a ellos. Se dio cuenta de que el valor de aquellos hom-bres estaba limitado definitivamente a los proyectiles que losacorazaban y que les asustaba como a cualquiera la idea de lamuerte. Hirió en el brazo a uno de ellos y el otro huyó sin queél pudiera hacer nada: los jeeps estaban muy cerca. Se metióen unos patios, voló palizadas y hasta permaneció unos minu-tos metido en una alcantarilla para evadir la persecución. Losbombardeos continuaban sin cesar, se disparaba a cualquierparte de la ciudad intramuros, a las viejas casas de madera delJobo Bonito y de San Antón, a las casas de piedra de la Meriñoo Las Mercedes. La posición de los yanquis y la gente del CEFAen el edificio de Los Molinos, al otro lado del río, era muy ven-tajosa. Desde allí podían disparar cuanto quisieran sin temor aser alcanzados, disparar con todo tipo de armas a las calles yedificios repletos de gente. Lo más difícil estaba en el frente,por los lugares que trataban de ocupar los invasores, por el Par-que Enriquillo, por los lados de Santa Bárbara, por el ParqueIndependencia. Él se internó en una zona peligrosa, ya que loscomandos encargados de protegerla habían tenido que evacuarlos edificios y retroceder. Muchos cayeron, algunos fueron inci-nerados, se sentía un olor a carne chamuscada dondequiera ysólo por momentos las descargas decrecían, para volver a in-tensificarse minutos más tarde.

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Él abrió los ojos cuando sonaron nuevos disparos. La mujerestaba observándolo y se espantó un poco al ver su reacción aldespertar. Por la ventana no se divisaba nada. Los disparos pare-cían venir de todas las direcciones y de ninguna en particular. Aveces se oía el rechinar de balas en el balcón de la casa.

—Tengo que irme. ¿Cuánto tiempo dormí?—Muy poco, no sé decirle... No se vaya, ahora no.Él la miró y tuvo la sensación de todo el miedo de aquella

mujer, obstinada en permanecer en la casa a toda costa. Sus ca-bellos despeinados indicaban su abandono prolongado. Era unamujer flaca, de largos huesos y cara seca, que vestía con modes-tia y agarraba a su niño con unas manos sarmentosas.

—¿Dónde está el papá?—Peleando, igual que usted.—¿Por qué no viene conmigo? –ella comenzó a dar el seno al

niño–. Voy a un lugar seguro.—Ya le dije. De aquí no me muevo.—¿No piensa Ud. en su hijo? –ella lo miró con rabia.—Por él me quedo. Otras se fueron. Yo no. No quiero perder

lo que tengo.Él comprendió que la mujer estaba trastornada. Debía estar-

lo, la guerra disloca a muchos y ella no iba a ser la excepción. Suactitud no podía tener otra explicación. Sí, estaba medio loca,era inútil tratar de disuadirla. Ella tendió al niño en una improvi-sada colcha que había preparado con una sábana, y cruzó losbrazos como asiéndose de sí misma. Él pensó entonces en Mar-cia y en el niño, vio sus caras asustadas como en la última vezque estuvieron juntos. Fue difícil convencerla de que se fuerasola con el niño, lloraba y suplicaba que la dejara quedarse y elniño comenzó a llorar, también, haciendo insoportable el mo-mento. Pensó que quizás no volverían a juntarse de nuevo Y sedio cuenta que había pasado mucho tiempo desde la última cari-cia femenina. Esto le enterneció y hasta le pareció hermosa lamujer que tenía ante sí. Los disparos ya habían cesado completa-mente, la tarde empezaba a caer con lentitud sobre la ciudad,

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que a esa hora era una brasa. No podía continuar allí por mástiempo. Debía seguir caminando hasta un lugar más seguro, esta-ba demasiado cerca la línea de fuego. Tomó el máuser y se pusode pie. La mujer comprendió y también se levantó.

—Vaya con Dios. Tenga mucho cuidado.—Gracias por todo. ¿Por qué no viene conmigo?—No. Dios lo ampare. ¡Cuídese!Lo siguió con la vista al descender la escalera, y volvió hasta

el niño y comenzó a acariciarlo lentamente por los cabellos, mien-tras el chiquillo esbozaba una sonrisa en medio del sueño. Casiinmediatamente los disparos comenzaron de nuevo. Sintiéndoseparalizada, hizo un esfuerzo y se acercó, con el niño en los bra-zos, a la ventana: nada, la calle desierta. “Dios lo ampare”, alcan-zó a repetirse un instante antes de que la bala le entrara por lafrente, derribándola en el suelo, siempre con el niño en los brazos.

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LIPE COLLADO (1947-)NOVELISTA, CUENTISTA, PERIODISTA Y EDUCADOR.Nació en Ciudad Trujillo, hoy Santo Domin-go de Guzmán, República Dominicana, el 26de enero de 1947. Licenciado en Comunica-ción Social por la Universidad Autónoma deSanto Domingo (UASD), donde enseñó pe-riodismo por varios lustros. Hizo una especia-lidad en Periodismo Científico en el CIES-PAL (Quito, Ecuador). Premio Nacional dePeriodismo 2003. En 1992 obtuvo el PremioQuinto Centenario de Novela con Adiós alpasado (publicada en 1997 con el título de Des-pués el viento); y en 1991 el periódico El Na-cional, con motivo de su XXV Aniversario, leotorgó el Premio “El Principal”. INDOTEC,el Colegio Dominicano de Periodistas y la Aso-ciación Dominicana de Periodismo Científi-co lo galardonaron con el Premio Nacional dePeriodismo Científico. Sus textos de difusiónperiodística son de gran valor didáctico: Cursode periodismo (1976); Cómo escribir artículos...(1993); y La entrevista en 10 lecciones (1995).Otras obras de su autoría: Cuentos de guerra,de paz (1975); El retorno del general (cuentos,1975); Los acorralados (novela, 1980); La nue-va narrativa dominicana (antología, 1978); ElForo Público en la Era de Trujillo (2000); Laimpresionante vida de un seductor: Porfirio Ru-borosa (2001); Anécdotas y crueldades de Truji-llo (2002); Soldaditos de azúcar (Relatos, 2005);y Radio Caribe en la Era de Trujillo (ensayo,2008).

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LA MADRE DE REYITO...11

Presionados por un desconcierto de tableteos de ame-tralladoras, truenos de granadas y cañonazos, al que seunía el vocerío inarmonioso de nuestros combatien-

tes, colocamos presurosamente en la parte trasera del jeep el ca-dáver desnudo de Reyito. Parecía con vida aún. El hueco debajode su tetilla izquierda y el fino hilo de sangre que se perdía entresus piernas patentizaban dramáticamente la realidad de la revo-lución iniciada 26 días atrás.

El jeep inició una travesía peligrosa. Había que cruzar por labocacalle de la Duvergé y la Abreu, y el enemigo disparaba desdeel Palacio Nacional y las balas agujereaban los parapetos y lasdébiles casitas de madera. Apenas cesaban por segundos. Hugui-to el Bobito bajó justo antes de la bocacalle y se colocó en posi-ción de tiro, sin mostrarse al enemigo. Nos cubriría al cruzar ve-lozmente durante uno de los recesos que a veces ellos se impo-nían. Y cuando callaron, arrancamos velozmente y el jeep gritópor el uso excesivo de la primera. Entonces Huguito disparó paradistraerlos, pero, curiosamente, no reaccionaron. Paramos a unos10 metros de la esquina en espera de Huguito, quien entró poruna abertura de una de las casas cuyo frente semejaba un rayadoy reapareció por el hueco de una puerta que el día anterior habíasido echada al suelo por la fuerza expansiva de un obús de grana-da de mortero. Subió rápidamente al jeep y arrancamos. Toma-mos la Eugenio Perdomo y paramos ante la enseriada fachadadel Cine Paramounth. Sin ganas, tomamos el cadáver por los piesy los brazos y lo dejamos en el amplio salón del cine utilizado

11 En: Lipe Collado. Soldaditos de azúcar (Santo Domingo: Editora Collado,2005), pp. 179-185.

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ahora como Dispensario Médico. Reabordamos el jeep y nos diri-gimos a la casa del difunto.

Luego de dar algunas vueltas lentas alrededor del MercadoModelo, planeando cómo comunicarle la noticia a sus familiares,llegamos ante la puerta principal de la casa. Bajo los hachazosblancos de un sol asesino, la ancha puerta, frescamente abierta,servía de marco a la madre de Reyito en el fondo del patio, deespaldas, encorvada hacia una batea vestida de espumas blancasque espejeaban sobre ruedos y braguetas con botones marrones.Giró como si nuestros ojos le hubieran dado pinchazos en el hom-bro izquierdo y se quedó quieta por algunos segundos, haciendovisera con una mano... Sacó la otra mano de la batea y vino se-cándoselas en un delantal sucio.

Nadie estaba animado a darle la noticia gris.—¿Quién se lo dice? –casi susurró Lluberes Cara de Piedra.—Yo manejo esto –respondí.Doña Maruja se paró a la puerta. Apenas nos distanciaba la

acera y una franjita de la calle. Ahora tenía sus manos a cada ladode la cintura. Nos fue filmando lentamente las caras con la cáma-ra de sus ojos. Repitió la toma. Sus ojos negros se fueron agran-dando. Cabeceó suavemente buscando un cuarto rostro al ladode Huguito, que venía atrás.

—¿Y mi hijo? –preguntó con el dejo del dolor presentido.Y se pasó las manos por el cabello blanco abundante.—Cálmese –dije.Y le bastó para aumentar sus sospechas.—...No me digas que me le ha pasado algo...Nos miramos a la cara... y luego volvimos a mirarla.Y ella estalló:—¡...No Me digan que me lo mataron!Me decidí:—Sólo está herido.—¿Herido?—Sí, mal herido.Y se sacudió sísmicamente.

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—¡Mentira! ¡Mentira! –gritó mientras sacudía sus brazos conlos puños cerrados.

Le hice señas con la mano derecha para que se sosegara.—¡Oh, Dios mío, mi hijo, mi hijo me lo han matado!—Vaya al dispensario médico –dije con cara entristecida, los

ojos aguados y las manos sudadas moviendo, cual molinillo, elcañón de una ametralladora San Cristóbal, cuya culata se apoya-ba en el piso del jeep.

Me miró a los ojos por segundos, y la lectura profunda de sumirada me conmovió.

—Doña Maruja –le insistí sin mirarle– vaya al Cine Para-mounth, allá está el Dispensario Médico.

Y echó a llorar con quejidos tartáreos –que aún circulan vívi-damente en mi interior–. Y sus alaridos de madre descoyuntadase prendieron de nuestros oídos. Era un lamento mortificante.Un dolor rojo que apabullaba el espíritu.

—¡Dios mío! ¡Santo Dios! ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?Y corrió como loca calle arriba.—¡Salgan, me han matado a Reyito!Y entonces arrancamos velozmente y los chillidos de las go-

mas del jeep se fundieron con los ruidos del reanudamiento de labatalla. Habría más brega por horas. Mucho jaleo. En el recorridopeligroso por las calles hoyadas, y colmados los cielos de silbi-dos, hablamos poco, pero coincidimos en que cuando es de ma-dre Madre el corazón alerta a la dueña.

En el dispensario el corazón se le partió en dos. El Dios de lasmisericordias la abandonó y estuvo dando tumbos en el local ydespués cayó como una taza de porcelana blanca desgranándose.Al poco volvió en sí y besó inacabablemente el cadáver del sol-dadito Reyito y le lamió los sobacos. Bañaba con saliva rosada sumuerto dulce –porque las madres son las que lavan a sus muertospara que puedan entrar derechitos al inconcluso reino de un Diosde dudas. Lo vistió a besos limpios y sacando fuerzas de la inten-sidad de su dolor lo cargó cual bebé y le dijo arrulladoramente:

—Mi hijito lindo, mi cuchi cuchi.

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Y miró al cielo y preguntó:—¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué? ¿Por qué sólo mandas a bus-

car a los buenos? ¿Por qué, ¡coño!?Y el coño irreverente fue respondido con persignaciones y

bisbiseos de mironas y rezadoras.De súbito, doña Maruja lo depositó en el suelo y comenzó a

golpear su cabeza contra las paredes. Corrieron y la agarraron y seles zafó fieramente y se cagó en Dios y después nos llamó “angeli-tos de azúcar”, “angelitos dulces y buenos” y rogó que nos cuidá-ramos... y como que comenzó a irse... y se desplomó sin vida.

Todos se apresuraron en su auxilio y la rodearon impotente-mente. Los “practicantes” la examinaron y dictaminaron que ha-bía muerto por infarto al corazón.

En medio del silencio pesado que sigue al anuncio de unamuerte alguien se aventuró a decir que el Señor la había manda-do a buscar y que Él sabía bien lo que hacía.

—¿Y por qué él no se llevó primero a aquella partida de ase-sinos? –preguntó Lluberes Cara de Piedra.

Y de una vez el cielo se abrillantó y se fue poblando de mari-posas verdes que llevaban en sus alas sombras telúricas de ma-dres jóvenes que murieron por sus hijos. Día y noche, hasta quefinalizó la revolución, volaron por las calles, los patios, las casas,las postas. Sólo veíamos y respirábamos verdes que mariposeaban.

Los tres soldaditos dulces y buenos volvimos al combate. Lossoldados norteamericanos y los del CEFA siguieron disparándo-nos. Combatimos día y noche hasta la claridad durante dos díasconsecutivos y después descansamos. Otros muertos nuevos se-pultaron a Reyito en nuestras mentes.

Pero luego que se firmó la paz, Reyito y su madre Marujaretornaron gloriosamente con pieles e inciensos de mártires yhéroes, y con ellos retornaron todos los demás e hicieron suscasas en nuestras memorias frágiles casi infantiles y ya no volvi-mos a ser los mismos.

Y era que los muertos verdes nos habían marcado pesada-mente.

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Cuarenta años después, cada vez que una madre muere pien-so que alguna mariposa verde nace en la zona del corazón, en micerebro, en el pasado vivido. Y mis piernas se licuan... y me veodesparramado cual guarapo de imágenes en una batalla que selibra en un cementerio donde miles de soldaditos de azúcar sederriten a balazos.

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ENRIQUILLO SÁNCHEZ(1947-2004)

POETA, ENSAYISTA, PERIODISTA Y PUBLICISTA DOMINICA-NO. Nació el 25 de agosto de 1947 en la ciudad deSanto Domingo. Licenciado en Letras por la Facul-tad de Humanidades de la Universidad Autónomade Santo Domingo (UASD), donde fue catedrático.En 1966 formó parte del grupo cultural “El Puño”,junto a los escritores Miguel Alfonseca, René del RiscoBermúdez, Iván García, Ramón Francisco, MarcioVeloz Maggiolo y Armando Almánzar Rodríguez.Considerando uno de los intelectuales más singula-res de la literatura dominicana, consagró casi toda suvida a la actividad intelectual. Principales premiacio-nes obtenidas: Premio Nacional de Poesía “SaloméUreña de Henríquez” 1983 con Pájaro dentro de lalluvia; Premio Latino-americano de Poesía “RubénDarío” 1985 con su Sheriff (c)on ice cream soda (con-cedido en Nicaragua); Premio Nacional de Ensayo“Pedro Henríquez Ureña” 2003 con El terror comoespectáculo. Antes y después del 11/S (2004); y pri-mer premio de poesía en el certamen organizadopor el Movimiento Cultural Universitario (MCU)en 1970. Además de las obras citadas, publicó: Con-victo y Confeso I (1989); Musiquito. Anales de undéspota y un bolerista (novela, 1993); Memoria delazar (1996); Para uso oficial solamente (artículos,2000). Póstumamente, Devo[ra]ciones (artículos,2005) y Rayada de pez como la noche: cuentos com-pletos (2006; compilación y edición de MiguelCollado). Falleció el 13 de julio de 2004 en la mis-ma ciudad donde nació.

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MARITZA, NO DEJES QUE SE TE VAYA EL

ODIO AL YANQUI12

No debes echar para atrás. No debo echar para atrás.La cuestión está en controlar el miedo y mantener laculata en el hombro, el dedo en el gatillo, la vista en

el enemigo, el cuerpo detrás de este muro. Contrólate. No impor-ta... qué puede importar todo este rugir de la ciudad en ráfagas,de las calles en pólvora, de las casas en silbidos de acero, de losparques en morteros, de los cementerios en granadas, de las es-cuelas en obuses... qué puede importar... qué puede importar sinouna vida, la vida, las vidas. Cada vez que el frío me suba por elesófago a la garganta, secando la boca, voy a lanzar más disparos.Es cosa de dignidad. Aunque el combate esté desorganizado. Es-toy solo. Prácticamente solo. Los demás están, también, y esta-mos todos, pero yo estoy solo, aquí, detrás del muro. Yo, solo.Maritza. No quiero ver las casas explotando. Ni los hombres. Noverás las casas explotando. Ni los hombres. Ni las aceras. Ni lospostes de luz. Ni los cementerios, los parques, los árboles, losbancos de la ciudad. Ciudad Nueva. Antiguo nombre para ciu-dad vieja con los yankys y el cordón. Para los cementerios. Micementerio; clausurado de Camilo, mi héroe mentido, él me diceal oído, con su fusil, que marche, que no me detenga, que él vivela muerte real, diariamente, la vida ficticia de la conspiración, laguerrilla, la guerra. Camilo. Maritza. No quiero morir sin conocerla suavidad de tu cuerpo. Maritza. El cordón no podrá asfixiarnunca la ciudad. No podrá nunca estrangular. La gente espera

12 En: Enriquillo Sánchez. Rayada de pez como la noche. Compilación y edición:Miguel Collado (Santo Domingo: Editora Nacional, 2006), pp. 133-139.

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que los yankys entren. La gente espera morir. No debes esperar lamuerte. Sí, espero la muerte. Te espero, Maritza. Si es necesariodebes morir. Concéntrate, ahora, para vivir, en la ametralladora.Cada vez que arrecia la ofensiva se me nublan las ideas. No pien-so en nada. No logro seguir el curso del pensamiento. Es increí-ble que piense tanto en medio de tanto estruendo, de tanta ex-plosión, de tanto destrozo. No tenía sentido escribir en los perió-dicos. No tenía sentido escribir novelas inconclusas. Comparadocon esto no tenía sentido. Pobre Schubert, pobre sinfonía, pobremúsica. Cómo envidiarás, desde tu helada fosa, este muro, estaciudad vieja, esta guerra. La fría losa te oculta el mar rojo y elviento, los morteros, (el sudor) los camaradas. Me apenas, Schu-bert, viejo infeliz. Aquí las sinfonías son mangulinas de guerra, ysu sonido es estruendosamente suave, indeciblemente dulce, agre-sivamente nuevo. Ni sonatas ni sinfonías: mangulinas. Te perdo-namos, sin embargo, viejo inocente. Te perdono y me entran ga-nas de irme. Controlo esas ganas. Si me voy actuaré mal. Cobar-de. Los cobardes son ellos. Buenos pendejos. Pendejos, secamen-te. No te muevas para atrás. Afinca el cuerpo en el muro. Evita elsilbido del acero contra mí. Pienso en mucha gente. Me controlo.Estos yankys podrían entrar como salvajes. Malditos yankys.Maritza. Malditos los yankys con su cordón. Condón: condónagujereado de sangre, hoyado de semen negro, estéril. Nadie quie-re. Sólo las putas y los putos. Porque me equivoco y equivoco: elantiimperialismo lo vivimos desde el 16, y antes. Cuba desdePlatt, y antes. México desde Texas, y antes. América desde Drake,y antes. América desde Colón: casi siempre, casi cada marine,cada palabra de gringo, es una consigna de guerra. ¡Oh Maritza,no dejes que se te vaya el odio yanki! Enriquécelo, Maritza. Nodejes que te abandone, nunca, el odio yanki, amor mío. No lesbasta con asesinar negros cotidianamente. No se conforman conviolar niñas y descuartizar madres. Eso no les basta. No estántranquilos con inmolar presidentes. Con balear senadores. No sehartan de pisotearse. No se cansan de humillarse. Y nos invaden.No dejes que se te vaya el odio yanki, Maritza. Piensa en el blo-

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queo a Cuba, en Bahía de Cochinos, en Vietnam. Y en Trujillo.Hoy me siento de igual a igual. Fifty fifty, aún con el cordón. Uncordón que no nos amarra. Fifty Fifty, aún con Johnson y la hi-drógena. Fifty fifty. Esta isla es. Lo ratifico con ráfagas. Es innu-merable. Me mantengo firme a pesar de la 50, a pesar de queaumenta el rugido de sus 50. Le añadieron una decena a La Cua-renta. Es cuanto han hecho. Añadirle una decena a la muerte.Oh Trujillo, tus maestros siempre ingeniosos, siempre superán-dote. Tus hijos apreciamos todavía el cinismo que ellos te educa-ron. El cinismo que ellos enarbolaban y enarbolan. El cinismo detus chiclets. De sus hongos como bombas de chiclets. Del chewinggun que les cubre el decoro, la vergüenza. De las Coca-Colas, tanabundantes como los morteros. Sí, todo va mejor con Coca-Cola.La guerra va mejor con Coca-Cola. La agresión, el crimen vamejor con Coca-Cola. En Coca-Cola grande está su mundo defelicidad. Su mundo de belicosidad. Con Coca-Cola. Con Loca-Coca. Con Cuca Loca. Con CucaconCola. Culo-Cola. Cuco-Coca.Culo-Cuca. Cuco-Culo. Cuco-Culo. Sí, Cuco-Culo tras Cuco-Culotras Cuco-Culo. Cuco-Johnson. Culo-Johnson. El culo de la ma-dre de Johnson, arrementen con más fuerzas. Arrementen con-fortablemente. Detrás de las trincheras, sin moverse. Ay si semovieran. Corren esos compañeros para abajo. Aprende a cons-truir tu libertad. Constrúyela ahora. Maritza. No correré. No de-bes correr. Aguanta el friíto en el pecho. Maritza. Es una conspi-ración el frío en el pecho. Piensa que el mar es cálido, que el marahoga el frío. La gente espera que el cordón se cierre sobre noso-tros como aquella vez se pensó que el mar entraría en la ciudad.Que entre la mar. Que el mar entre y las olas arrastren y ahoguenmarines y embajadas. Embajadas: tajadas de mierda. Que entreel mar. Nosotros montaremos anguilas y las compañeras medu-sas o estrellas. Que entre el mar y limpie la ciudad. Yo prefiero milucha en la ciudad. Desde que comenzó la guerra descubrí que elmar existe amplio. Que existe extenso. Que es como la llameantecabellera azul de la ciudad antigua, la espalda de la vieja ciudad.Su incesante latido. Su brillante pupila. A las 11 de la mañana el

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cielo no puede ser azul. Está color sol. Sudas por todas partes. Elasfalto ciega. ¿Por qué explotarán tan duros los morteros? Si noestuviera recibiendo morteros estaría recibiendo las consecuen-cias. Estaría goloseando una beca. O estaría pasilleando en Be-llas Artes, detrás de apócrifas ballerinas, de negras ballerinas grá-ciles. O masturbándome; haciendo cerebro con el capital y elbusiness buchú de las insignificantes, la pedantería inmejorablede los purgones. Si no estuviera recibiendo morteros estaría pla-goseando un carro para resbalar sobre el culo de George Was-hington. Si no estuviera aquí, habría morteros comoquiera. Lascosas, comoquiera, sucederían. Y serías esclavo de las cosas. Se-rías esclavo de la idea de que tantas puticas en Gazcue le brindansu opaco orificio a los gringos, en lugar de fornicar con camara-das; y de estimular la lucha por nosotros; y de incrementar lasfilas combatientes; y de acalorar los órganos de los justos. Laguerra es sucia. Implacablemente sucia. Su suciedad verbal espálido espejo de su suciedad diaria. Si no muero, escribiré la gue-rra. La escribiré. La escribiré para mis hijos, para mis nietos, paralos hijos y los nietos de mis hermanos. La escribiré con toda susucieza y nadie osará reprochármelo. Sólo los comprometidos ensu contra lo reprocharán. Para ellos no tengo palabra. Para ellosno habrá ni el más flaco verso. Ni la más débil caricia. Si nomuero, Maritza. Si vivo te iré a buscar separando colinas y rigo-las. Maritza. Habré de encontrarte, vivo, junto a ventanas flore-cidas, en calles nuevamente empedradas. Maritza. ¡Cómo es po-sible que nos pretendan morir la libertad! ¿Cómo es posible queahora me ametrallen yankis de Detroit, yankis, sí, de Little Rock,yankis de Baltimore, yankis de Dallas, yankis de Wyoming, yan-kis de Sacramento, yankis de New York? Y Michey Mantle, LouisArmstrong, Jack Polleck, Longfellow, O’Henry, Marilyn Monroe,Joe Louis, Andrew Jackson, el tímido Lincoln, el arrebatado ymusculoso Elmer Gantry, el iluminado Whitman, el Negro Mo-hamed Alí, el generoso Bob, el asesinado John Fitzgerald, el te-merario David Crochet, el pisoteado Tío Tom, el mártir Martín,Martín Luther King, el inmolado, el que tuvo la desgracia de un

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sueño en las escalinatas del mausoleo: “I have a dream”, he hada dream, he never had a dream, he could never have a dream, hecould never have a dream like the one he said he had on a coun-try like his, a country which belongs to men like Johnson, to menlike MacArthy like Goldwater like Bunker, and never, never, acountry which could possibly belongs to him, Martin Luther King,killed, martyr, oh Martin, in Atlanta by the hands of handless,the handless that we will have, here, right here, very soon, ifhistory continues, as always? ¿Qué ha sido, qué es de ellos? ¿Hanvenido ellos también a humillarnos? Quizá John Fitzgerald, quepropició Bahía de Cochinos y Vietnam. Eisenhower, seguro. Peronunca los blues spirituals, la intangible claridad del jazz, el folksong Bob Dylan que hacen el amor a la mangulina y al carabiné,a la mangulina y el carabiné, Bob Dylan, compañero, enséñame arepetir en mi inglés mustio tus claras palabras: “How many longa man can exists without being allowed to be free?” “The answer,my friend, is blowing in the wing”. The answer. Yo sé que larespuesta la sabe el diáfano Stokleey Carmichael. Él la sabe. Yomacujeo en su idioma su respuesta. Y doy la mía. Aquí la doy,Maritza. Aquí construyo mi historia, mi vida, mi muerte. La mi-rada me llega a Nueva York, y el Central Park se aterra de tantoestuprado sin castigo, de tanto negro discriminado. Y Brodwayno brilla sino para el Black Power y Times Square alza la LibertyStatue sobre sus cráneos lumínicos para anunciar que Black Poweres sinónimo de White Power, sinónimo de Red Power, de YellowPower, sinónimo de Human Power, sinónimo de Colorless Power,de Classless Power, de New City Power. Maritza. Aprendo ahorael inglés que me enseñaste. Mi inglés es admirador de Longfe-llow, que tradujo las coplas de Manrique. ¿Recuerdas? “Como seviene la muerte tan callando”... “Como todo lo pasa irada con suflecha”... No quiero morir, Maritza. Quiero vivir para luchar ymorir luego de la guerra. No me abandones, Maritza. No dejesque se te vaya el odio yanki, Maritza. Acompáñame, camarada.Comprende que ni pensando en ti puedo dejar de pensar lo quepienso de estos yankis. Sólo atino a pensar y a escribir sobre es-

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tos gringos; a pensar y a escribir consignas, por demás breves yardientes. Compréndelo. Compréndeme. Piensa que después ha-rán películas y ellos serán los Superman y los Jesucristo y portodo eso, Maritza, no dejes que se te vaya el odio yanki. Despuésque han huido tanto. Después que sólo echan pa´lante con suscañones y sus morteros. ¡Oh Dios!, tienen más morteros que pe-lículas, que chiclets. Maritza. No quiero morir. Quiero pelear comoun hombre sin morir. Puede que ya tú hayas muerto. No. Nopienses así. ¿Por qué? Maritza. Tu piel y tus cabellos podríannacer en mis manos. No quiero perder tu boca. Tus labios. Míra-me. Mantente en mí. Mantén en mí tu figura. No mueras. Nodejes que un mortero destruya para siempre tu figura. Repítemecomo me repetías todas las tardes, junto al flamboyán, tu deci-sión de entrega, tu invulnerable fidelidad. “Chago, amor mío, nadiedestruirá nuestro amor. Nadie, ni la muerte”. ¿Recuerdas, Marit-za? Dime si las flores de mi viejo cementerio clausurado te re-cuerdan tus palabras. No olvides, amor mío, que estoy constru-yendo mi libertad, y que cada ráfaga que disparo con esta ame-tralladora, desde este muro, llega al mismo corazón del imperio, yque ese pedazo de pierna que el mortero me arrancó con preten-siones de arrancarme la vida no impide que el mar exista sólopara los combatientes, que la guerra quepa en ti como la mar ennosotros, Maritza.

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ROBERTO MARCALLÉ ABREU

(1948-)NOVELISTA, CUENTISTA Y PERIODISTA. Nació en la ciu-dad de Santo Domingo, República Dominicana, el30 de marzo de 1948. Licenciado en Ciencias Polí-ticas por la Universidad de la Tercera Edad. PremioNacional de Novela “Manuel de Jesús Galván” en1978 con Cinco bailadores sobre la tumba calientedel licenciado y en 1999 con Las siempre insólitascartas del destino. En 1969 obtuvo una MenciónHonorífica en el Concurso Dominicano de Cuen-tos “La Máscara” con “La soga sobre los sentimien-tos”; y con Las dos muertes de José Inirio (1972) ganóel Primer Premio en el Concurso de Cuentos “Jac-ques Viaux Renaud” del Movimiento CulturalUniversitario (MCU). Primer Director de El Na-cional en New York, donde residió por varios años.Otras obras publicadas: El minúsculo infierno delseñor Lukas (cuento, 1973); Sábado de sol despuésde las lluvias: relatos (1978); Espera de penumbrasen el viejo bar (novela, 1980); Ya no están estos tiem-pos pata trágicos finales de historias de amor (cuento,1982); El desafío de la década: la comunidad domi-nicana en New York (ensayo, 1985); Alternativaspara una existencia gris: relatos de New York (cuen-to, 1987); Estas oscuras presencias de todos los días(novela, 1998); Sobre aves negras cortes de medialuna y lágrimas de sangre (novela, 2002); Gente deestos tiempos (cuento, 2006); Contrariedades y tri-bulaciones de la mezquina existencia del señor Man-fredo Pemberton. Tomo 1 (novela, 2006).

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LA SOGA13

I

La desolación de las calles de la parte baja de la Capital,al parecer, habían contagiado la oficina: Un silencioabsoluto, una soledad casi tenebrosa que se agarraba

tenazmente de las paredes grises, de los escritorios de madera rús-tica, de las maquinillas celosamente envueltas en sus cubiertas verdeoscuro, de los archivos cerrados y esquinados, de los pasillos.

Nadie se había presentado al trabajo el día veintiséis, nadie ycontra todas mis esperanzas. Me hubiera gustado conversar conHugo, preguntarle qué sería de nosotros, y si nuestra situacióncorría algún peligro. Igualmente, me hubiera agradado ver a Sara,tan alegre siempre, tan capaz de devolverle a uno la tranquilidaden medio del ajetreo y las tensiones, del calor y del bullicio deldía. Pero, nada.

Pensé en llegar hasta sus casas. Mas, era muy peligroso, tre-mendamente peligroso, y demasiado había hecho yo con llegarhasta ahí, presentarme puntualmente, a las siete y treinta de lamañana, con mis pantalones negros y mi camisa blanca mangascortas y la conocida corbata –tan vapuleada por los chistes de loscompañeros– de ramitos verdes en un fondo casi negro.

Esperé un rato. A lo lejos, se escuchaban las detonaciones.Los periódicos habían dejado de aparecer y la radio sólo entrabapor momentos. Las noticias eran confusas, y no había mucho dedonde asirse. Los testigos oculares, en sentido general, o no loeran, o mentían y exageraban.

13 En: Roberto Marcallé Abreu. Las dos muertes de José Inirio (Santo Domingo:Editora Taller, 1972).

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¿Qué pasaba, realmente? Lo mejor era volver al barrio y pa-rarse en una esquina a conversar con los vecinos y comentar loque decía La Voz de los Estados Unidos, que, extrañamente,entraba en la radio de los carros.

Decidí volver. Las casas de Gazcue lucían abandonadas, aligual que las limpias calles, que ya no lo eran tanto. Dos díasbastaban para transformar la ciudad en un terrible basurero. Pero,los jardines de las residencias se mantenían intachablemente her-mosos, la yerba recortadita. Los arbustos, todos parejos, con aque-llas florecitas rojas y blancas que se turnaba para conmoversecon la suave brisa que venía del malecón. Hasta el ColegioEvangélico Central –tantas veces había pasado por allí, y tantasveces había escuchado el bullicio de los muchachos, de los frie-ros y los paleteros que aguardaban en la acera el alud de estu-diantes– lucía muerto, absolutamente muerto.

Alcancé la San Martín. Allí, los negocios permanecían abier-tos, se veían algunos carros circular y alguna gente en la calle. Meparé frente a un grupo y les pregunté que cómo estaba todo. Die-ron distintas versiones. Discutieron. Hablaban de cambio de pre-sidente, de la continuación de la batalla, de la derrota del “ene-migo” (aunque era difícil saber quién era el enemigo en aquellascircunstancias). Por un momento, pensé que mi compostura noencajaba estando entre aquellos tipos sudados, emocionados ybullangueros, y decidí aflojarme un poco el nudo de la corbata,parecerme más a ellos. Después, me cansé de escuchar, y decidíseguir mi camino.

Sólo cuando las casas minúsculas y multicolores, la calle pol-vorienta, el colmado de Luis, en la esquina, y el solar de la casade doña Chea aparecieron ante mi vista, la preocupación comen-zó a taladrar mi pecho. ¿Qué podría decirle a Josefa? ¿Qué segu-ridad podría darle? Porque mi mujer tenía y tiene un espíritu comonadie. Fue ella la que me empujó levantarme temprano aquel díairregular, la que meticulosamente planchó la camisa blanca y elpantalón negro, y me indicó: “Debes ir a tu trabajo. Este relajo seacabará pronto”. Aún con sueño en los ojos, yo le repliqué que

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no se trataba de un relajo. Me miró con rabia y casi gritó: “¡Perotú tienes que ir a tu trabajo! Si no, ¿por qué no te vas a hacer loque están haciendo todos los tigres? Vete a pelear al puente”.Sentí un poco de vergüenza. “Si es un relajo, ¿por qué entra LaVoz de los Estados Unidos en la radio de los carros? ¿Por qué nohay ni emisoras ni periódicos? ¿Por qué se fue la luz?” Otra vez,ella me miró con rabia, mientras untaba mantequilla a los panes.“Tú tienes hijos y una familia y es en eso que tienes que pensar”.Los niños aún dormían en el cuarto de atrás. Era cierto, teníarazón. Por eso decidí levantarme. Mas ahora, cuando le dijeraque nadie había ido a la oficina, ¿qué diría ella? Quizás seríacapaz de pensar que yo no fui hasta allá, que, por miedo, no quiseaventurarme hasta la parte baja-oeste de la Capital.

Otra cosa me preocupaba. ¿En qué pararía todo aquello? ¿Nosquitarían el trabajo? ¿Nos sustituirían? No deseaba pensarlo, lomejor era olvidarse de eso. Nosotros no teníamos culpa de nada.De todas maneras, la incertidumbre era bastante incómoda, enuna situación en la que era menos que imposible averiguar nadaen concreto.

Toqué a la puerta. Josefa miró por las persianas para ver quiénera. Abrió, después. “¿Qué?”, preguntó. Tenía un pañuelo ama-rrado sobre la mata de cabellos castaños y una lanilla de coloramarillo en las manos. “No hay trabajo”, dije. Me miró asombra-da. “¿Cómo que no hay trabajo?” “No fue nadie”, respondí. Piensoque, sin razón, yo estaba un poco tembloroso. “Tu deber era es-perar”, dijo nuevamente. “Está bueno”, respondí. “No me hagasun infierno de la vida”, casi le grité, y extrañamente, ella no hizonada ni contestó tampoco. Me senté en una mecedora, que chi-rrió un poco ante mi peso. Saqué un pañuelo y limpié el sudorque sentía crecer en mi frente. Por un momento, pensé en lo dis-tintas que son las casas de la parte baja, las calles, los jardines.Tanto orden, tanta regularidad, como que estimulaban la vista yle hacían olvidarse a uno de las preocupaciones. En la revistaVanidades había visto fotografías de cómo se decoran las habita-ciones. Debían de ser mucho más bellas por dentro, con alfombras,

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lámparas, varios juegos de muebles finos, paredes cuyo colorarmonizara con el conjunto. Aquella casa nuestra, conseguida tana duras penas, de frente de cemento y fondo de madera, aquellacasa, mi hogar, siempre estaba limpio, Josefa era muy eficiente eneso. Pero, no inspiraba nada. Las mecedoras, los cuadritos vulgarescomprados en fantasías, la mesita con algunos biscuits, la radioadquirida en una compraventa. Hacía calor, mejor era olvidarse deque podíamos perder nuestro trabajo, bastantes preocupacionestenía uno ya, y, además, no había razón para que así pasara.

Entré al aposento. Me puse ropa de casa, y unas chancletas.Los vecinos estaban frente al colmado de Luis cuando pasé, y mepidieron que volviera. A lo mejor sabían algo nuevo. O quizáshabían aclarado algo de los últimos acontecimientos.

II

Poco a poco, la parte norte comenzó a adquirir el mismo as-pecto que los barrios de Gazcue. Las puertas abiertas de las ca-sas aglomeradas, los chiquillos bullangueros y juguetones, co-menzaron a ser cosa del pasado. Ya no se escuchaban las radiosdifundiendo con escándalo los mensajes de las pocas emisorasque entraban, ni los televisores, ni el ruido de los conchos, de losvoceadores de mercancía, de la gente en continuo e inútil tránsi-to por las aceras. Las pulperías, en las que apenas quedaban artí-culos de venta, cerraron sus puertas. Y poco a poco comencé anotar que los vecinos se marchaban de la ciudad, que nos íbamosquedando terriblemente solos. Las reuniones en la esquina, fren-te al colmado de Luis, dejaron de tener lugar, y el espectáculo dealgunos conchos cargados con mecedoras y colchones, y rebosa-dos de pasajeros que se marchaban para el interior, terminó porhacerse clásico, para después desaparecer por completo: la ciu-dad estaba desolada.

La emisora oficial fue secundada por otras emisoras cuyoslocutores hablaban en tonos amenazantes, haciendo llamados para

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que se abandonara la ciudad y se buscara refugio “en el EstadioQuisqueya o en el Campo de Polo del Hotel El Embajador”.Decían que se haría una “operación limpieza” que barrería contodos los sublevados cuyos comandos se habían hecho fuertesen la parte norte de la Capital.

Para el día quince, todo estaba completamente muerto. Y, derepente, los estallidos se renovaron. Explosiones de bombas deelevado poder y tableteo continuo de ametralladoras, hacían tem-blar las tablas de la casa y se escuchaban ensordecedores, bruta-les, estrepitosos. Los niños lloraban al principio, mientras Josefamaldecía. Después, terminamos por acostumbrarnos al ruido, aestar encerrados el día entero, y tratábamos de entretenernos, yosobre todo durmiendo, leyendo Vanidades y periódicos viejos,mirando a veces por las persianas para contemplar el espectáculo–nunca visto– de una ciudad muerta a las dos de la tarde.

Así pasamos los primeros días. Después, todo comenzó aagravarse: la leche se acababa, y los niños lloraban con másfrecuencia que antes. Al igual que los alimentos corrientes, aun-que, por suerte, Josefa había comprado una cantidad grande deplátanos que podrían durar algunos días más. Pero, con la pro-gresiva escasez de comida, la preocupación retornó a mí, y re-tornó con violentos giros. ¿Cuánto tiempo duraría aquello? ¿Porqué no acababa de una vez? Y, después que pasara, ¿qué seríade nosotros?, ¿volveríamos a nuestro antiguo trabajo o tendría-mos que pasar al enorme ejército de los desempleados, de loshambrientos? En otro momento, pensé que, además de losmonstruosos fantasmas futuros, también nuestra propia vidaestaba en peligro. ¿No nos matarían los que triunfaran en lacontienda, sobre todo si se trataba de los no sublevados? Noshabíamos quedado en “territorio enemigo”, y, ¿quién nos decíaque esto no podía pesar en su ánimo? Josefa se había opuesto aque abandonáramos nuestro hogar y nos fuéramos al campo decualquiera de nuestros familiares del interior. “Nos ha costadomucho levantar todo esto –me dijo–, para permitir que a estasalturas vengan a dejarnos sin nada”.

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No la entendía. ¿Cómo a dejarnos sin nada? “Todos saquean”,respondió. “Si los otros ganan, saquearán todas las casas; en to-das las guerras se saquea”. Mayores motivos, pues, para haber-nos ido. ¿No seríamos, a la larga, obstáculo para esos fines? ¿Novalía más la vida que todo aquello? Yo había oído decir a Juan, elvecino de la ochenta y tres, que los otros estaban siendo endro-gados, y que éstos violaban las mujeres y mataban a cualquiera,en un frenesí de locura incontrolable. Temblé del miedo. ¿Seríancapaces de intentar algo contra nosotros? ¿De matar a los ni-ños?... No, no podía ser. Lo mejor era no pensar en eso, lo mejor.Pero, no podía dormir en paz, y uno de tantos días, con el fondode los estallidos que envolvían la casa, interrogué a Josefa, lecomuniqué mi inquietud. “Tendrán que atar a todo el mundo”,me dijo. “Es mucha la gente que vive en la parte norte”. “Pero”,le riposté, “se han ido casi todos, son pocos los que quedan”.“No nos matarán, no te preocupes”, aseguró. “Les interesa otrotipo de gente, les interesan los tigres que andan por ahí conametralladoras”.

La intensidad del ruido fue acercándose cada vez más: la lu-cha se desplazaba y nosotros íbamos quedando lentamente en sucentro. Ya no podíamos asomarnos a las persianas, era muy peli-groso. La comida, pese a la previsión de mi mujer, tuvo que ter-minarse. Josefa se puso insoportable, luego de aquello. Cierta-mente, sólo nos quedaba un poco de azúcar y tratábamos de en-gañar nuestra hambre ligándola con agua y bebiéndola dos vecesal día. Pero la firmeza y el espíritu aguerrido de mi mujer fueroncediendo cada vez con más fuerza. La angustia se reflejaba en surostro agresivo y decidido, aquel rostro que sólo le conocí mesesdespués de nuestro matrimonio. Se quejaba continuamente y envoz alta. Maldecía a los que habían iniciado aquello. Trataba mala los niños. Y a mí, con bastante frecuencia, me injuriaba porcualquier motivo. “No sé por qué me casé contigo”, gritaba. “Tan-tos hombres buenos que tuve de enamorados, y mira lo que tuvoque tocarme”, decía. Yo la observaba en silencio, sin responder-le nada. ¿Cuántas veces no la había escuchado hablar de esa

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manera? No tenía por qué hacerle caso, ya. “Si no fuera por eseempleo miserable de cien pesos que tienes, ahora aquí habríacomida”, seguía diciendo. “Pero careces de voluntad, no tienesentereza, no sirves para nada, eres una perfecta basura”. Enton-ces, se sentaba a llorar y los niños le hacían coro.

Me dolía que hablara así, pero no podía consolarla. Tantoshombres buenos, decía ella, y yo con mi empleo miserable. Yquizá ni eso tenía ya. Las mujeres ponen las cosas muy fáciles.Nadie quiere tener un empleo miserable, y yo había luchado porconseguir algo mejor por varios años, sin poder lograrlo. ¿Quéquería ella que hiciera? Había que conformarse, conformarse...A lo mejor uno cambiaba algo un día, a lo mejor... Pero no era tanfácil. Ella nunca había salido en busca de empleo. ¡Con lo difícilque resulta conseguirlo en este país!

En esos días de encierro, había descubierto las novelitas deCorín Tellado que venían en cada revista Vanidades. Eran muyinteresantes. Y mientras las bombas y los disparos continuabanen los alrededores de nuestra casa, y cada vez más cerca, yo go-zaba con la lectura de aquellos amores apasionados llenos deproblemas que al final se resolvían. Quise insinuarle a Josefa lalectura de las novelitas. “No me jodas con tus malditas novelas”,me gritó. “Tú y ellas se pueden ir al carajo”. Pensé que Josefa erademasiado intransigente y demasiado incomprensiva. Caramba,yo sólo quería que ella se entretuviera un poco durante el tiempoque duraba aquello.

III

“Están aquí”, dije a Josefa. “Ahí van en fila india. Y ya no seve a los muchachos”. Era cierto. La embestida de los que anun-ciaban la “Operación limpieza” había llegado a su fin. Los queJosefa llamaba “tigres con ametralladoras” se habían desplazadohacia la parte sur, hacia Ciudad Nueva. Metódicamente, des-pués, comenzaron a revisar las casas. Una por una. Como muchas

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estaban deshabitadas y cerradas, rompían la puerta y penetrabande todas maneras. Y era cierto que estaban saqueando: Yo losveía a través de las persianas. Cargaban con televisores, consolasy hasta colchones. Pero no parecían endrogados –como decíaJosefa–, con algo de miedo, sí.

Llegaron a nuestra casa. Eran cinco o seis, y yo temblé pen-sando en lo que pudiera pasar. Tocaron y les abrí. “¿Podemosrevisar?”, preguntaron. “Andamos en busca de armas”. “Entren,entren”, les dije. “Y perdonen que no haya nada qué brindarles.Se nos ha acabado todo”. Yo sonreía, tratando de no caerles mal.No era bueno tener esa gente de enemigo. Buscaron en todos losrincones, en todas las gavetas, debajo de las camas y los colcho-nes, dentro de los armarios, sin encontrar nada. Salieron tranqui-lamente, sin mayores alardes, por suerte. Uno de ellos se volvióal salir. “Hay comida en la esquina”, dijo. “Pueden ir a buscar”.Le di las gracias. Y se fueron.

Me quedé mirando a Josefa con alegría. “Se fueron y dicenque hay comida en la esquina”, le dije. Miré por la persiana y eracierto: Habían roto la puerta del colmado de Luis y habían saca-do dos sacos de arroz, varias botellas de aceite de maní, harina,latas, y cajas de spaghetti, y los habían colocado sobre la acera.Éramos pocos los vecinos que quedábamos. Vi una que otra mujertomando un poco de arroz, cargando con algunas latas y botellasde aceite. Un uniformado, con fusil, miraba con detenimiento alos que iban. Sería para evitar un desorden.

Le dije a Josefa que fuera a buscar un par de ollas para cargarlos alimentos. Me miró con odio. Aún no había salido de aquelestado de depresión que le había provocado nuestra hambre delos últimos tres días. “Vas a ir tú”, me gritó. “Si hemos pasadohambre, ha sido culpa tuya. Eres tú el que tiene que ir a buscar lacomida”. Querida, le respondí, tratando de hacerla entender, seve ridículo que yo vaya. ¿No ves que son las mujeres de los veci-nos las que van? “Tú eres peor que una mujer”, volvió a replicar-me. “Parece que le tienes miedo a los de uniforme”. No habíaquien comprendiera a esa mujer, que sólo servía para pelear.

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Yo mismo tomé las ollas. Salí a la calle, que lucía tenebrosa,desolada. Muchas casas –sobre todo las de dos pisos– estaban lle-nas de agujeros de bala. Y apenas si se veía persona alguna. Lasvecinas me saludaban con una alegría triste. Yo les respondía igual.Pregunté por sus maridos y me dijeron que estaban bien. Ellaspreguntaron por Josefa, y yo tuve que mentirles que estaba indis-puesta. “Juan quiere que vengas a casa un momento”, me dijoMaría. Cómo no, le respondí. Ardía en deseos de hablar con al-guien. Con el arroz, las habichuelas, las botellas de aceite y unaque otra lata de salmón, cogí para la casa de Juan. Él estaba senta-do en una silla de cana, y me miraba con dolor. Había adelgazadobastante. Y parecía estar muy triste. Al entrar, se me abalanzóencima, llorando. Le pregunté, asombrado, que qué le pasaba alvecino. Entre María y yo logramos calmarlo. Estuvo en silencio unrato, y después, comenzó a contarme cosas que él había visto, co-sas terribles, que yo no hubiera imaginado. “Fueron a la casa dedon Pedro”, dijo. “Tú sabes, don Pedro tiene cinco hijos varones,todos grandes y toditos unos pendejos. Ninguno quiso meterse enun comando, ninguno quiso ni siquiera codearse con los mucha-chos”. Juan seguía llorando al narrarme la historia. Yo le decía:Cálmese, vecino, cálmese. “Llegaron hasta su casa. Tocaron, y élles abrió la puerta. Cuando entraron y vieron a los muchachos lepreguntaron que si esos eran hijos suyos. Don Pedro les respondióque sí. Les pidieron las cédulas, y él dijo que les faltaban algunas.Sacaron los muchachos a la calle y les ordenaron que se acostaranboca abajo, con las manos en la cabeza, uno junto al otro”. Yomiraba boquiabierto a Juan. Todos no podían tener la cédula, esoera imposible, le dije. Están locos. Y lo peor es que casi ninguno deellos se parece al otro. “Hable bajito, vecino, que si nos oyen puedepasar cualquier cosa”, susurró, continuando, Juan. Estaba emocio-nado. “Entonces, vecino, los ametrallaron a todos. Los mataron atodos, y ellos estaban gritando, yo lo vi con estos ojos” –se llevó ladiestra a la cara–. “Yo lo vi”... Quedé pasmado. No era posible.“Entonces, don Pedro salió corriendo, como un loco. Ellos se reían,y él gritaba que eran unos asesinos, que todos sus hijos no podían

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tener la cédula. Uno de los uniformados sobó el fusil y le tiró. DonPedro cayó fulminado como por un rayo. Después, vino un camióny se llevaron los cadáveres, no sé dónde les habrán dado sepultu-ra”. Decidí despedirme. Josefa me espera, Juan. Seguiremos ha-blando después. La angustia me apretaba el pescuezo. ¿Sería posi-ble?... Antes de salir, miré nuevamente el rostro adolorido de Juan.¿Y no se sabe nada del trabajo, vecino? Los días pasan, y uno sinun centavo para comprar nada. Juan me miró un poco desconcer-tado. “No tengo noticias sobre eso”, dijo. “No tengo noticias...”Bajó el rostro. Estaba, en verdad, amargado.

Llegué a la casa y deposité la comida sobre la mesa. “Mata-ron a don Pedro y sus cinco hijos”, le dije a Josefa, que me mira-ba con menos violencia ahora. “Acabaron con una familia”. Ellano respondió. Y, luego de pasarse un rato como meditativa, tomólos artículos y se dirigió a la cocina. Yo preferí seguir leyendo aCorín Tellado antes que pensar en lo que había oído. Algo horri-ble. Sólo se sabían cosas horribles. Y nada sobre el futuro, sobrenuestra situación futura.

IV

Con lentitud, pero firmemente, la vida empezó a tener lugarotra vez en la ciudad hasta entonces muerta. Se volvieron a verlos conchos en las líneas, aunque con desviaciones producto dela división de la ciudad en zonas enemigas. Volvió a escucharsemúsica a través de la radio, y las aceras se veían repletas de per-sonas. Las pulperías volvían a llenarse de productos, y aunquefuera a duras penas, se podía conseguir el pan diario con la pro-mesa de pagarlo después. Sólo las noches seguían siendo un pocotenebrosas, con sus disparos dispersos, el toque de queda quecomenzaba a las seis y el silencio que sucedía a los tableteos deametralladoras.

Por fin, la emisora de los que habían desplazado a los mucha-chos con ametralladoras anunció que una organización interna-

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cional controlada por los americanos pagaría los sueldos de losservidores públicos. Al oír la noticia, me dieron impulsos de car-gar a Josefa en brazos y de besarla. Pero ella me echó a un ladocon vigor. Era de esperarse. Después del nacimiento del niño sehabía negado completamente a mis caricias. “No quiero que mehagas otro muchacho”, me decía. De todas maneras, su calor nome hacía demasiada falta. Creo que después de los primeros añosde matrimonio, algo había muerto en nosotros, algo que ya nopodía ser salvado.

Al día siguiente del anuncio (y aunque no era la fecha aún) yome aventuré a llegar a la oficina. Mas, todo seguía igual: cerradoy en silencio. Algunos americanos me detuvieron al penetrar a lazona dominada por ellos. Me pedían la cédula, y me revisaban.Yo los miraba sonriente, para hacerles saber que era un simpleempleado público y no un individuo peligroso. Me dejaban ir sinmayores preguntas.

Soñaba todas las noches con encontrar la puerta abierta, miescritorio, pequeño y un poco polvoriento ya, mi maquinillaRemington y aquellos largos oficios llenos de cosas formales einútiles, pero que tanto me gustaba hacer. Soñaba con recibir micheque del jefe, decirle que yo había ido en varias ocasiones y nohabía encontrado a nadie. Estoy seguro de que le gustaría que ledijera eso. Ver a Hugo, a Sara, a todos. Hasta nostalgia tenía yade mis zapatos lustrosos, mi pantalón negro y mi camisa blanca,así como del temprano caminar por barrio Gazcue contemplan-do los jardines tan cuidados y las trabajadoras comprando a lostricicleros sus verduras frescas. No contaba, sin embargo, con-que pasarían cosas inesperadas.

V

El día llegó y fue como lo había soñado: Abrazos entre loscompañeros, narración de experiencias y seguridades mutuas deque todo seguiría igual para nosotros, y la prueba de esto era el

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cheque de color rosado que se nos iba a entregar. Hubo, sinembargo, una circunstancia extraña: Quien nos extendió el docu-mento no fue nuestro jefe, sino un americano muy rubio, de mi-rada imponente, y que parecía molesto con la tarea que se lehabía asignado. Pero, ¿qué importancia tenía eso? Miré la hojarosada con mi nombre escrito por mucho rato. Y el número, yaquellas letras de rayas sesgadas que olían a dinero real, y pensarque yo no había tenido que trabajar ese mes, y pensar en lastantas preocupaciones que habían inquietado mi espíritu.

Los compañeros –Hugo sobre todo– comenzaron a hacerchanzas otra vez con mi corbata de ramitos. Yo reía, todos reía-mos, pero, de repente, un extraño ajetreo cortó nuestra risa. Ma-nuel vino de la puerta de entrada con el rostro un poco sombrío,y, como asfixiado por algo insólito, nos dijo: “Hay un camión ahíafuera. Tenemos que montarnos en él”. Miramos con asombro.¿Por qué teníamos que montarnos en el camión? ¿Qué queríanhacer con nosotros?

Por cierto, no me había fijado en los uniformados que esta-ban en la puerta cuando yo entré. Ahora nos miraban de unamanera agresiva. “A montarse”, gritaban imperativamente, “yrápido”. Hombres y mujeres, estas últimas ayudadas por noso-tros, comenzamos a subir al camión. En él ya había otras perso-nas por cuyo aspecto deduje que eran también empleados públi-cos. “Rápido, rápido”, repetían los hombres vestidos de verde,mientras hacían agresivas y amenazantes muecas. El sol nos ha-cía sudar copiosamente, y había un extraño olor de perfumes des-compuestos y sudor en el ambiente. Una que otra de las compa-ñeras lloraba sin cesar. Todos estábamos bastante apretujadoslos unos contra los otros, y seguían subiendo gente al camión.¿Para dónde nos llevaban? Nadie se atrevía a preguntar a losuniformados. Dos de ellos, después, se colocaron en la salida deldepósito del vehículo, que encendió con ruido. Cruzamos variascalles de Gazcue y terminamos adentrándonos en la avenidaBolívar. Bajamos después por la Lincoln, hasta la Independen-cia, y alcanzamos el Centro de los Héroes. Allí, ocupando un

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monte inmenso, varios miles de personas aguardaban bajo el solcalcinante. En el centro, una tribuna sobresalía de la muchedum-bre. Bajamos, por orden de los uniformados. En esos momentosalguien comenzó a probar un micrófono: “Uno, dos, tres, pro-bando”, repetía. La voz se escuchaba con claridad en el aire. Unextraño olor se extendía por todas partes: olor a muchedumbre, asudor, a polvo, mezclado con olor a mar. Miré a mi alrededor:Eran campesinos casi todos los que se encontraban allí.

Campesinos con rostros asustados y sorprendidos y muchosuniformados con fusiles, mezclados con la muchedumbre. Unhombre, cuyo rostro apenas se distinguía y cuya chacabana blan-ca relucía con el sol, comenzó a gesticular frente al micrófono:“Venido desde Miami”, dijo, “un compañero que hablará sobre lasituación dominicana. ¡Un compañero exiliado que dirá de quénos libramos nosotros! Hubo un silencio. “Con ustedes”, siguióel orador, “¡Luis Conte Agüero!...” Un rumor, que venía de losalrededores de la tribuna, se dejó escuchar. Aplausos, hurras, vi-vas por doquier. El hombre alto –o que se veía alto–, de rostro ygesto decidido, ocupó el puesto del que lo había presentado. Le-vantó la mano derecha en señal de saludo. El rumor, los aplau-sos, los hurras, que venían desde el centro, se dejaron escucharcada vez con más fuerza. Se iban acercando a nosotros, dejándo-nos sordos con su estrépito. Yo miraba, pasmado, asombrado,aquel espectáculo que nos esperaba que estábamos presencian-do. Por un momento, sentí mareo, tanto era el calor que hacía, elpolvo que se levantaba. El golpe en la cadera me hizo volver otravez en mí: un uniformado me había dado con la culata de lacarabina, aunque sin mucha fuerza. Era moreno, alto, y me mira-ba agresivamente.

“¡Aplauda!”, me gritó. “Que aplauda, carajo”. En un frag-mento de segundo miré en derredor mío. Todos mis compañerosaplaudían. Hugo, Sara, todos aplaudían, aunque sin entusiasmo,con el rostro frío y adolorido. Yo también comencé a aplaudir. Eluniformado siguió caminando, adentrándose en la multitud, y yoseguí aplaudiendo. Los aplausos crecían, crecían hasta lo infinito,

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varias veces hasta lo infinito, mientras la mirada hosca deluniformado y el recuerdo de su carabina seguían pesando sobremí como una soga sobre los sentimientos. Entonces, sentí esaoleada de calor que venía de mi estómago. La cabeza comenzó adarme vueltas. El sudor enturbiaba absolutamente mi vista, lasaliva comenzó a ascender y descender en las interioridades demi boca. Náuseas. Era inevitable. Y, sin dejar de aplaudir, vomi-té, una y otra vez, vomité todo lo que pude, sin dejar de aplaudir,todo, todo lo que pude, sin dejar de aplaudir...

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FERNANDO VALERIO HOLGUÍN

(1956-)NARRADOR, POETA, ENSAYISTA Y EDUCADOR.Nació en La Vega, República Dominicana, el11 de septiembre de 1956. Licenciado en Le-tras por la Universidad Autónoma de SantoDomingo (UASD) y Doctorado en Letras His-pánicas por la Tulane University (New Or-leans, LA). Es catedrático en Colorado StateUniversity, donde enseña Literatura y CulturaAfro-caribeñas. En 2005, obtuvo una beca dela Academia Británica (British Academy) paraeditar el libro El bolero literario en Latinoamé-rica y dictar la conferencia “El orden de lamúsica popular en la novela dominicana” enUniversity of Newcastle-Upon-Tyne, Inglate-rra. De los escritores dominicanos surgidos enlos 80, es uno de los de mayor formación in-telectual y académica, habiendo dictado con-ferencias en varias universidades norteameri-canas y europeas. Ha dado a la luz pública doscolecciones de cuentos (Viajantes insomnes,1983; y Café Insomnia, 2002), dos libros depoesía (Autorretratos, 2002; y Las Eras del vien-to, 2006), una novela (Memorias del últimocielo, 2002) y tres obras de crítica literaria (Poé-tica de la frialdad, 1996; Presencia de Trujilloen la narrativa contemporánea, 2006; y Bana-lidad posmoderna: Ensayos sobre identidad cul-tural latinoamericana, 2006). Es el editor deArqueología de las sombras: La narrativa deMarcio Veloz Maggiolo (2000).

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NUESTRA ÚLTIMA LLUVIA JUNTOS14

Q uizá este despertar con cigarrillo en boca pastosa.Tal vez la lluvia de esta madrugada oscura llena detruenos y relámpagos. El permiso de no asistir al tra-

bajo. Pero lo cierto es que ya no soy yo sino ese niño que corre detu mano tras el ferrocarril para saludar a don Chicho Virilio, elconductor. “Saluda a don Chicho.” “Papá dice que don Chichofue gavillero.” Tan serio don Chicho con su enorme cicatriz en elrostro. ¿Lo recuerdas, hermana? Tardes enteras oyendo sus cuen-tos acerca del general Ávila. “Don Chicho, ahora el del hijo gali-pote que tuvo el general”, mientras comíamos pancucos y churum-beles. Ah fascinación: los ojos desmesuradamente abiertos, lamezcla sabrosa en la boca chocle chocle y don Chicho: “Al gene-ral le dio con enamorarse de una moza que asigún decían eraciguapa.” Y después, hermana, a la oración, al catecismo de Cha-lía, la viejecita beata que había quedado preñada de un yanqui enel 16 y desde entonces se encerró a expiar su culpa entre muñe-cas de trapo con cabecitas de loza que sus manos confecciona-ban para ti, para regalártelas con cariño y enseñarnos las oracio-nes del buen Diosito y los cánticos a la virgen de las flores y laspreguntas “Chalía, ¿qué es un gavillero?” Pero si no había quehacerle caso a las cosas de Chicho, ese viejo embustero.

Infancia hermosamente precaria. Eso sí, hermana, que nun-ca destiñeron nuestros uniformes de caqui ni bostezaron nues-tros zapatos ni faltaron los cinco centavos del matiné porque conlos helados hechos en casa y lo que se reunía entre la costura y lode papá nunca nos vimos en apuros.

14 En: Fernando Valerio Holguín. Viajantes insomnes (Santo Domingo: Edi-torial ¡Hola!, 1983), pp. 45-52.

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Al poco tiempo nuestro padre fue perseguido y tuvimos queescapar a la Capital.

La noche fue cómplice de nuestras necesidades al ocultar unaolla tiznada o aquel colchón rotoso y manchado; viajando entrelos bultos a través de los helechos del camino. Famosa ciudadcapital. Dichosa calle Santomé. La vida aún parece prometer.

Meses más tarde, la ciudad se vio sacudida por el fuego de lasametralladoras. Columnas de humo. Fusiles. Marchas. Discursos.Himnos revolucionarios. Olía a gas morado con que se cremabaa los jóvenes combatientes muertos. “Las guerras no suceden alazar”, había dicho una vez don Chicho.

La radio a todo volumen se debatía entre “Susana, llámame”,“pueblo, tírate a la calle”, la más hermosa de todas las canciones,“la gorda se me va”, “coloca espejos en los techos”, mi favorita,cantándola junto al padre en la azotea; parecía entonces que elmal tenía cura y la medicina estaba en nuestras manos.

Cómo te asustaban los estallidos de granada. En nuestro pa-sado provinciano de lluvias y flamboyanes, los acontecimientosno habían ido nunca más allá de pequeñas turbas con piedras ypalos, apresamientos por comentarios hasta pueriles y la muertesangrienta del capitán Medina en manos del pueblo a la caída deltirano.

Nunca te vi tan pálida, hermana, como aquella tarde que lle-gaste corriendo del ametrallamiento a los estudiantes de secun-daria diciendo que Amelia había caído abatida y que a Faustinose lo llevaban echando sangre por la boca; hermana, como decíadon Chicho, eso no sucedió al azar, como tampoco lo fue el he-cho de que te desmayaras en un balcón de la Santomé, despuésde haber roto el pestillo de la puerta mientras gritabas “los yankisestán asesinando a la gente en su propia casa” y esos grandesojos tuyos alucinados.

Cinco años es muy poco para el odio de un pueblo: todavía elluto y la sangre estaban al doblar del recuerdo. Pero la vanidad esdesmemoriada como un pez. Desde el principio te lo dije herma-na, que esa cabeza rubia no se veía bien entre nuestra gente.

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Entonces tú hablaste del amor sin barreras se llamaba Murphy tanfino tan gentil, tan hermoso hasta se parecía a Robert Redfordrubiote él y comenzaron las salidas con las amigas y el compin-che con los del Peace Corps “ellos no eran malos ni agentes de laCIA como se dice, son gentes buenas que vienen a ayudarnos”;había que conocer las nuevas discotecas, asistir a buenos cines,vestirse mejor y, si se conseguía el contrato con el gobierno, secasarían muy pronto que alegría se imaginaba usté mamá “los tiem-pos cambian y no puede vivir una con ese rencor y, además, ellosvinieron a ayudarnos para que no entrara el comunismo aquí”.

Hablaste, hermana, hablaste mucho y hubo matrimonio y ca-rro nuevo y apartamento amueblado y nietos que le decían I wantthat a la abuela pobre de las visitas dominicales cada vez másespaciadas y el padre ignorante y el hermano mal vestido queparece un tíguere del cual había que avergonzarse delante de lasamistades allá en el apartamento y, además, “hambroso”, “ham-broso no, hambiento”, “sí, hambriento y cabeza ¿dura o calien-te?, ¿cómo se dice?”.

Han pasado quince años, hermana, y todo okey en cincuentainstitutos de inglés rápido avanzado para alienarnos rápido avan-zado y sesenta discotecas y treinta emisoras de radio baby babyyou don´t understand y la gente es in todo cool chic y el bufeo pani-queo y los bailes obscenos y nadie sabe que el dinero con que sepaga el cover es dinero ensangrentado y los chicos fever del Male-cón con sus autos-velloneras no saben de los cincuenta dirigentesasesinados ni de lo que sucedió quince años atrás porque eso eshistoria aburrida de colegio y ellos “ven la vida de otra manera”.

¡Qué vergüenza, hermana! ¡Cómo cambia el corazón de laspersonas! ¡Cómo decirte que la vida que llevaste en estos últimosquince años ha sido una triste comedia errática! ¡Cómo apelar alos sentimientos para hacerte recordar nuestro pasado ahora quevives lejos en ese país helado que sueña con nuestra sangre, aho-ra que vives entre personas que nos llaman brutos salvajes sub-desarrollados!... ¿Es que acaso no te duele oír hablar así de tugente, de tu pueblo?

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Hubiera preferido hermana que siguieras usando los vestidosde segunda mano, las faldas sujetas con chambras, los zapatos debaratillos; hubiera querido que siguiéramos comiendo locrio, queel hambre condimenta como manjar exquisito las sonrisas de so-bremesa; hubiera querido seguir oyéndote decir “go home yan-qui” en la marcha al palacio, o “saluda a don Chicho”. Porqueésa, hermana, era la verdadera calidad de nuestras vidas; todo lodemás no tiene importancia. Hubiera deseado para ti un maridodominicano de esos que esperan silenciosos en el sabor a frustra-ción del alcohol o un marido muerto o torturado como los de lamayoría de nuestras mujeres; porque desgracia y pobreza son unahonra entre nosotros...

Pero como no sé si una voz parecida a la mía pero que acasosea la mía, me ha estado repitiendo unas palabras que. Pero qui-zá la lluvia. Tal vez la sábana aprisionada a un costado de micuerpo y la mano que trata de zafarla. No sé si el frío. Y aunquesé que debo levantarme mi cuerpo se precipita hacia el sueño yentonces te veo llorar, veo tu cara amoratada por el llanto. Perosi yo no he dicho nada, hermana, si no he querido ofenderte.Sólo estaba pensando en ti. Sí. Claro que te perdonamos. Sí. Locomprendo. Claro que la vida nos tiende trampas de las que nopodemos salir una vez en ellas. Sonríe como antes y vuelve a serlinda. Ven, no llores, sacúdete esas estrellas de sangre y llévamede tu mano tras don Chicho, preguntémosle a Chalía por quéllueve tanto en estas tierras, no te asustes por los aviones quepapá y yo iremos a colocar espejos en los techos, ven olisqueamis orejas como entonces, ven y descansa a mi lado, esperemos aque pase la lluvia, que ya habrá tiempo de pasar por el aeropuer-to a recoger tu cadáver congelado que llega desde New York enel vuelo de las diez.

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RAFAEL GARCÍA ROMERO

(1957-)CUENTISTA, PERIODISTA, Y POETA. Nació en la ciu-dad de Santo Domingo, República Dominica-na, el 1 de noviembre de 1957. Licenciado enComunicación Social por la Universidad Intera-mericana (UNICA). De los narradores surgidosen el decenio de los 80s es uno de los más repre-sentativos. Entra al mundo de la literatura escri-biendo poesía: sus primeros textos poéticos apa-recen, en 1976, en el suplemento cultural Aquí,del diario La Noticia, y en 1986 publica, en cola-boración con Wilfredo Rijo, el poemario Dos:poemas. Formó parte del Taller Literario “CésarVallejo” (1979-1985) de la Universidad Autó-noma de Santo Domingo (UASD) y fue el Coor-dinador del Taller Literario Manuel Valerio, delAteneo Insular. Ha ejercido el periodismo litera-rio a través de diversos medios escritos de su país:fue Coordinador del suplemento cultural Colo-quio del periódico El Siglo (1989-1991). Ha ob-tenido importantes galardones literarios: PrimerPremio en el Concurso de Cuentos de Casa deTeatro de 1987 con “Bajo el acoso” y en 2001recibió el Premio Anual de Cuento “José RamónLópez” por su A puro dolor y otros cuentos (2001).Otras obras narrativas suyas son: Fisión (1983),El agonista (1986), Bajo el acoso (1987), Los ído-los de Amorgos (1993), Historias de cada día(1995), La sórdida telaraña de la mansedumbre(1997) y Ruinas (2005).

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BAJO EL ACOSO15

Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros quetienen en sí el decoro de muchos hombres.

JOSÉ MARTÍ

I

Y después nadie volvió a ver al muchacho, ni se suponada de él hasta que un día alguien trajo la noticia ala Hacienda de que se había enrolado a las guerrillas.

II...de momento le parecía que lo siente ya venir por el recodo

que trepa desde la carretera hasta el promontorio donde está lacasa; lo veía fijo, preciso en su imaginación, tratando de adivinarel camino con la vista apuntillada al suelo, ayudado por esa luzde luna diluida por un antorchado de nubes apagadas, y enton-ces, cuando ya lo cree posible, ahí, a la puerta, pregunta: ¿ya lle-gó?, gozoso, sobrecogido por una súbita alegría, ya casiapremiándose a recibirlo porque momentos antes creyó oír algopateado por el camino, piedras rodando la cuesta y un vaivén desonidos confusos y otras veces domésticos, acunados en ese mi-serable tiempo que duraba su ilusión hasta que yo le contestaba:no señor, aún no ha llegado.

Y guarda silencio, fuma, se hamaca en su mecedora y ahíse adormilaba hasta que el silencio, la monotonía, la ausencia

15 En: Rafael García Romero. Bajo el acoso (Santo Domingo: Editora Mam-brú, 1987), pp. 15-48. Versión revisada y modificada por su autor.

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columpiada y fría de las estrellas en lo inconmensurable de lanoche lo despierta, y como si estuviera desorientado, levanta lacabeza buscando un norte posible en esa región de brumas, pararetomar el hilo de los ruidos del camino, aguza el oído e intentaescuchar algo en la distancia, todo esto con la mano en ademánde silencio mientras va cazando algunas palabras en sus adentros,y cuando ya las tiene, pregunta lo mismo: ¿ya llegó?

Corría ese tiempo nervioso, en blanco, de espera, y mientrastranscurre recoge el cachimbo que se le rodó a las entrepiernasdurante el sueño, lo carga nuevamente y lo abate con golpes cor-tos y suaves contra la madera de la mecedora con el fin claro deapretujar el tabaco en la copa de la pipa que ahora chupa variasveces sin darle lumbre; luego raya el fósforo

y una cortina de humo se va deshaciendo delante de su rostroembargado por la incertidumbre del tiempo y esperando entretanto mi respuesta, buscándome con sus ojos magníficos y comoenjaulados detrás de los vidrios de sus lentes de concha, casisediento y hamacándose acompasadamente en la mecedora. Noseñor, no ha llegado, le contesto, y no responde, mantiene un silen-cio imperturbable, sopla la llama que baila en la cabeza del fósfo-ro, haciendo tiempo, esperando por algo más allá de la necesidaddel hijo. Y así se queda: ausente, narcotizado por el tabaco con-sumido, con los ojos abiertos, como si no oyera, pero oyó. Oíasiempre.

Así, la noche se lo va tragando, es un objeto más entre elhumo de la pipa y sus reflexiones.

III

...y por eso empezó a odiarlo con moderación al imaginárselocon un fusil atravesado sobre la espalda, marchando a galopecorto y luego: cuerpo a tierra, trabando una lucha sin sentido y sinposibilidades, cargando y disparando selectivamente, despertandoel campo al repunteo de cada tiro. No hay necesidad de disparar en

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ráfagas, se les dijo, y dijeron también a él prohibitivamente, día adía, en cada entrenamiento, cómo olvidarlo. Con cuidado, para nodesperdiciar los contados parques. Disparen tiro a tiro; porque si se lesacaban, ahí mismo se jodieron.

También recuerdan la voz, no el rostro, sino la voz que gritóde manera insobornable muchas veces eso. Sí, cómo olvidarlo.Así se lo imaginaba, contando los tiros con esa vehemencia,con ese profesionalismo concienzudo, evitando un déficit en elpresupuesto, racionalizando con qué arte los parques disponi-bles, contando con meticulosidad los disparos, tiro a tiro, tiro atiro, evitando caer presos de la inquietud, evitando gastar hoyel tiro tan necesario en el día de mañana. Así mismo se lo ima-ginaba, atrapado por la vorágine del rumoreo venido de todaspartes, aferrado obsesivamente al fusil, revisándolo a veces tansólo con el tacto, trabándole y destrabándole el seguro, el dedoíndice colocado firme dentro del arco del gatillo, tirado, con-fundido en la maleza, viendo sin importancia muchas lunas ymuchas puestas de sol. Así se los imaginaba: cuerpos tirados,tan cercanos y distantes, casi tocándose y hastiados, exhaustos,vigorosos en la lucha, durmiendo en vigilia, comiendo sin co-mer, evitando encontronazos de frente con los regulares, devo-rados por la angustia, la zozobra, si responder o no responder alataque de sabrá dios cuántos y de dónde. Ahí está el dilema:disparar o no disparar.

Y generalmente disparaban tiro a tiro, sin romper el ritmo,desplazándose al compás de los disparos, aquel espacio tan mi-serable de la angustia donde no se sostiene una segunda opor-tunidad, figurándose un blanco probable como probablementese los figuraban también a ellos. Tiro a tiro, y avanzando, ha-ciendo en cámara lenta el menor movimiento, tratando de salirde las emboscadas hasta los pastizales más tupidos, ganar altu-ra o no caer en ellas tiro a tiro, y la vigilia decayendo,postrándolos, venciéndolos. Ese sueño como anverso de lasposibilidades, y tiro a tiro, ubicando las posiciones enemigas,

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evadiéndolas con argucias nada común, lo cual significa ganarotra batalla sin tirar un tiro más, sin bajas lamentables.

El impostergable compromiso con el diario de la guerrilla;ineludible, atento. Todo podía esperar, menos el registro del día adía, aun se tratara de miserables acontecimientos. El mugrosocabo de lápiz presto, ágil, a tiempo en su impostergable deberde dar cuenta, el dedo que abandona el arco del gatillo y seacuna sobre la página de cuaderno y presto anota lo elemental,el resumen de este día bestial, las raciones agotándose, todo,aparentemente, en la ausencia del sentido, la expectativa delpróximo día que los hace temer por anticipado, sin preocuparsepor los arroyos de llagas que madreaban por sus pies, ampollasacabadas de brotar sin piedad por las botas destruidas, cobra-das al precio de la caminata. Hasta el aire estaba llagado. Losnarcotizaba. Apenas sentían sobre el cuerpo la edad, más biensí esa sensación inexorable de envejecimiento. Un sentido ob-tuso, agarrotado de la vida.

Así había empezado febrero: un mes inmisericorde, tiro atiro y con los ojos bien abiertos, a como diera lugar y el oídoaguzado, avanzando en silencio mientras la madrugada, los gri-llos, el frío, mientras el sueño no los venciera tiro a tiro, bajo untemor que no tiene igual, con esa fría calma, ese trozo de sole-dad que los cubre, tratando de sobrevivir tiro a tiro, una dianamás que busca el horizonte y se ensancha fantasmalmente ha-cia su centro, ¿cuál haciendo centinela medio atento al menormovimiento, a la menor perturbación de la calma? Imaginán-dose cosas: que ya no hay silencio de estrellas, que algo se mue-ve silenciosamente por entre los pastizales de ese flanco oscuroy en cualquier momento puede empezar la avispada serenata,pero nada ahora. Y luego, sí.

Tiro a tiro y detrás del promontorio medio oculto por el ro-bledal, alcanzan a ver los ranchos de un pueblito; apenas los ven,resultan casi imperceptibles por la tenue bruma del frío; y todos,con cautela, avanzan y la tensión los va ganando, paso a paso,

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una tensión franca, tenebrosa y que se va haciendo blanda, hú-meda, límpida. Finalmente se quiebra fuera de toda expectativacuando los hombres toman el caserío, las entradas, y: formaciónen despliegue, guardia celosa y firme mientras los otros comen ydescansan del acoso, acogiéndose por primera vez al sueño másdulce, más acunador, sin zozobra, emblema palpable de lo en-cantador, con un fresco sentido de felicidad ondeando alto y fir-me en esa seguridad en que de momento se sienten dueños. Yluego el relevo, los otros al descanso hasta que los regulares tiroa tiro y el sueño es interrumpido con sobresalto. Atónitos cadahombre se incorpora sobre su fusil, con los ojos pajosos de sue-ño, ya los acosan nuevamente del pueblo, ya cae la tarde, avan-zan a través de trillos, burlando la persecución regular y mante-niendo el resguardo en formación, el orden en la retaguardia porlo escaso del pastizal, no hay agua y qué carajo si esperamos,esperamos y esperamos porque la noche,

y la noche que angustiosamente se va espaciando en su trans-curso y que no termina de caer para entonces retomar la avan-zada y avanzar, avanzar, abrumándonos, sobrecogiéndonos porel intenso frío que hace los labios resecos y duros, el hambre,patética, ingobernable... la sed. Y parte de la noche que los vanarcotizando como un somnífero. Y a contraparte: la madru-gada, subiendo y bajando cuestas, hondonadas, avanzando portrillos que de pronto parecen fantasear bajo la luna, evadien-do en zigzag la persecución, un posible rastreo, los matutinos,el Listín Diario, testimoniando el silencio del PresidenteBalaguer; El Caribe, en cambio, subraya el encomio, el dina-mismo, la eficiencia de los cuerpos antiguerrillas. Fuera como fue-se, la tranquilidad en el Distrito Nacional y en toda la Repúblicaera inamovible.

Y la orden, el qué hacer, venía siempre con el primer disparo.Oír el primer disparo del comandante, siempre atentos: el primerdisparo del coronel Román. Y luego ya, todos a continuar el fue-go tiro a tiro. Un fuego selectivo bajo el desamparo insólito de

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esta solitaria región sin árboles, donde la tarde es una tumba deso-lada que va hendiendo el silencio, el silencio que avanza perdién-dose en el horizonte, y sobre todo eso, los tiros, la presión tenaz,el esfuerzo por distinguir certeramente y a tiempo la incierta pre-sencia del enemigo. ¿Qué noción del tiempo era posible en esainapelable incertidumbre? El sol imponente en la límpida forestaceleste, clavado en el firmamento con toda su autoritaria crude-za, el caserío deslizándose en el espacio, perdiéndose en lonta-nanza, entre el rumoreo de los grillos y el tiro a tiro. Barbas queya van sobrepoblando rostros, el peso que se hace considerableen las espaldas por las mochilas a cuestas, fusiles prestos,neuróticos, diarios emborronados, tachados, media frase olvi-dada, inconclusa por la prisa en buscar posición para responderel último ataque. Vaya acoso, y tiro a tiro, los pies llagados cuan-do empezó el jaque constante, la amenaza percutora, que másbien es la que soberanamente indispone el destino de las piezasen juego. Doce piezas amenazadas por tantos flancos a la vez.Doce hombres que no habían pensado ser veinticuatro, treintay seis... no comprendieron, es el caso, no comprendieron sucondición de semillitas que llevan dentro otro hombre, dos...una tempestad.

Entonces, doce: muerto. Once: muerto. Diez: heridomuertoy tiro a tiro y tropas y tropas y tropas del ejército, que no sepreocupan tanto por el tiro de hoy porque no hay temor, porqueel relevo llega a tiempo, refuerzos, radios con apremiantes y rei-terados llamados de auxilio y pertrechos y ráfagas intensas, cons-tantes, permanentes, porque coño, estos guerrilleros son el diablo. Unlujo que ellos no se pueden fumar. Constantes tableteos, y delotro lado de la página: ascensos póstumos por las bajas, por elarrojo heroico a la causa de tiro a tiro, por la defensa de la sobe-ranía y los méritos por ofrendar patrióticamente la vida y tumbadigna y limpia a los héroes caídos, la misa en la Catedral quepreside el Presidente de la República y su hermana, el EstadoMayor (en uniforme de gala y cinta de luto, llevando de manos a

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sus esposas respectivas y quepis debajo del brazo); luego los bur-gueses, acólitos de procónsules, cónsules, ministros de Estado,adúlteros, advenedizos, atriccionistas, blenorrágicos de alcurnia,degredos, enuréticos, gerontófilos, homicidas protectoras y pro-tegidos por encumbradas autoridades palaciegas. Paidofílicos yoligofrénicos asociados a oligarcas, necrófilos, monsergadores ysádicos, prostitutas de palacio, uxoricidas asociados a deicidas; yesposos con esposas oportunados con los familiares de los hé-roes, en todo caso rezando, rezando padrenuestros y ave maríasde siempre y todos los años la misma vaina por los caídos que elcoronel conocía muy bien porque en los tiempos de Constanza,Maimón y Estero Hondo, él, él... y nueve: muerto. Y ocho: muer-to (por inanición). Y siete: leveherido, dos días después muerto,muerto, muer-to. Y seis: muertooo.

IV

...y las energías menguando considerablemente más y más acada trecho, noche a noche. Y ya a la deriva, con el dolor denuestras almas, tirábamos peso, hamacas, frazadas verde olivo,pistas fáciles para los regulares, pero qué otra carta teníamos. Ylluvias inoportunas, adelantadas, porque también la lluvia: ibadejando su presencia, su cuota de facilidades, esa marca incon-fundible que en el suelo deja la pisada de un talón y que prontoera un charquito de agua turbia y flacos, pálidos, irreales, famé-licos, sucios, hedorosos a bestias, barbados y tiro a tiro, aco-sándonos, cercándolos en ese momento en que olvidaban cómofranquear el ametrallamiento loco, permanente y como a todaspartes de los regulares, que hay que armarse de paciencia, so-bre todo si el chasquido de su desatinada lucha nos andan y nosaben lo cerca que nos andan: agazapándonos. Aférrense a lospastizales, a los árboles, manda a su modo el coronel. A Freddy,junto a él, que se posicionara para proteger el flanco más cerca-no a los regulares, al resto que se retiraran del lugar y espere-mos atentos, a resguardo de la regalada irregularidad del terre-

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no y un hombre nuestro tendido boca abajo, mal herido, con laropa anegada en su propia sangre y el coronel tratando de llegara él y acomodarlo sobre si para sacarlo en ese momento de laboca del lobo, en ese momento en que los disparos diseñaban lamuerte a metro y medio sobre sus cabezas, y a eso sumado loinesperado de una orden aviesa que grita el coronel entre elrepunteo cerrado: a Marcos que suba, que se desmovilice de la reta-guardia y abandone al coronel Román con su fusil defectuoso ysu segundo en mando mal herido, y luego él, que recibe un tiroen la pierna, ¿pero cómo, cómo obedecer, cómo? Y por otrolado persuadidos de que es necesario el cese al fuego, ese espa-cio en blanco fuera de toda expectativa, bueno para ocuparlo ysaltar de un solo impulso y más allá continuar avanzando, aga-zapados, besando la tierra o en cuclillas hasta salirnos del cin-turón de fuego y.

Por ahora no combatimos, pero eso sí: atentos a cualquier avancede los regulares, dice Marcos; si no giramos, más bien en espiral,el cuerpo que se rueda hasta la hondonada posterior a la colinacon un movimiento natural y luego escuchamos cómo surge yse impone un silencio firme, enorme, en todo caso un tiro yuno de nosotros que se va quedando frío, tieso, partido en dospor un estremecimiento que desde los pies copa el cerebro ycae tumbado, se hunde entre el ruido quebradizo del pastizal yla respiración se le hace corta, jadeante y de inmediato hace-mos un fuego cruzado aprovechando y se desliza cuidadosa-mente, oponiendo toda su fuerza contra el dolor aplastante dela herida, pero apenas nos llega con la vida de la abeja despuésde picar. Un poco a la izquierda de nuestra posición quedó ten-so, inerte. Un peso terrible pareció caer sobre nosotros. Amablehizo crisis, fue a tumbarse sobre el cuerpo de Rolando, lo hallócon los ojos abiertos. Repetía entre sollozos, amargado porquétú... por qué.

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V

...la luz de la tarde se hacía vacilante. Y allí aguardábamosinmóviles, completamente inamovibles, tanto como lo que tardóen caer el crepúsculo, sudando un solo pensamiento por todo elcuerpo: avanzar. La noche lo hizo posible. Roualdo caminabacon la fuerza de la rutina, dominado por la horrenda pérdida. FueMarcial quien le dio uno de los pocos cigarrillos. Esto lo retrajo a larealidad. Y al otro lado, los regulares que saben que perseguimoscruzar la carretera central, porque entonces sí, y después el llanoabierto, el monte y las colinas. Otra vez avanzamos desperdigados,sin ninguna formación, pero conservando la distancia de tantosmetros por hombre, también: conservando la vida, el fusil, el díaa día en el diario, la tensión ahora más certera, acentuada por laidea de que la muerte avanza también con nosotros, un tiro entodo caso y. En fin, ahí estábamos, sabiéndonos cerca de la muer-te, pero sin ningún temor a morir, sólo tensos y reencausarnosnuevamente a lo del yate: haberlo dejado intacto, sin volar, entodo caso, vaya que si hundirlo. Qué tontería: prevenir de esaforma tan ingenua al ejército. Ejército, hey, Sexto Batallón deCazadores, estamos aquí: vengan. En eso también pensaban, tra-tando de dejar atrás a los regulares, tiro a tiro gastando las últi-mas municiones, tiro a tiro buscando otra colina más alta, pren-diéndose de los árboles en el ascenso para no caer, resistir, espe-rar la noche... Qué juego más serio de perder la vida, riesgosinenarrables... de todas formas una broma fuera de lugar, comolanzar una moneda a la suerte: cara o cruz.

VI

...el acoso constante, la indiferencia a como la puesta del soldiseña el ocaso de otro día de diario y anotaciones inconclusas,que dan cuenta de la retirada en pos de la protección del follaje,

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la retirada para luego hacerse fuertes en el altillo de la colina, oentre los claroscuros de los pastizales. Anotaciones, fechas, pala-bras que van diciendo cómo vamos sobreviviendo con lo poco decomer que se recolecta, consolidando una miseria, una miseriacruenta, la misma contra la cual luchan y pagarles los alimentos alos campesinos y el coronel que siempre dice estamos luchando porustedes... estamos aquí por ustedes, con voz firme, penetrante: soy elcoronel Caamaño de la Guerra de Abril, quien participó en la lucha con-tra los yanquis que invadieron nuestro país. Soy yo. Afirma el gestoquitándose la gorra verde olivo, dando el rostro para que no hayaduda. Sí, era él. Y si en aquel momento, en el 65, combatí a los yanquis,hoy he vuelto de nuevo a combatir contra los que son peor que ellos, puestoque son sus sirvientes y les hacen daño a ustedes, a nuestro pueblo, mante-niéndolos en la miseria y ellos atentos sólo al dinero, que si pagába-mos; y siempre pagábamos, y bien. Siempre pagábamos el doblepor sus alimentos. Y confiados abandonábamos el caserío, re-anudábamos el camino, más fuertes, con alimentos en las mochi-las, seguros, seguros, seguros de que lograríamos la cordillera,porque entonces lograr la cordillera...

VII

...lograr la cordillera ya no dependía del número de nosotroso la destreza en el desplazamiento, sino –sobre todo– el recurriral uso racional de las últimas reservas y donde la resistencia yano era en ellos sino una obsesión indeleble de vencer o morir.

VIII

...cualquier mala pasada le jugarían los años, pensó muchotiempo antes el coronel, pero nunca se imaginó en aquel tiem-po que sus meditaciones lo llevarían a que su hijo, su hijo –perolo sabía, sabía que estaba en la sierra y por tanto...– y yo con-

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testándole a cada pregunta: no señor, no ha llegado; con ganas dedecirle que tal vez había extraviado el camino porque era denoche, y una noche muy oscura; esto para darle largas al asun-to, esto porque si no, ya hace rato que vengo pensando dejartodo aquí y largarme al carajo. Si cuanto hago es más bien porlo que ha dicho el médico y ya no es bueno dejarlo solo en sumar de confusiones y extravíos de tiempos y recuerdos, mezclade amor hacia el único hijo y odio insólito a la guerrilla que sehabía enrolado y que también él sufría como un mal espectácu-lo, una malvada burla, una diversión de tontos. Esas perversasmaneras que tienen los hombres de no entenderse si no es atiros limpios, comiendo galletas duras, sopas deshidratadas,buscando desvíos para ganar algunas millas, un tiempo más devida y entonces El Nacional, La Noticia, vespertinos donde ibala inquietud acunada en el rostro de muchos hombres, acudidoscon esa sed. Todos querían informarse con la misma voracidadcon que él me hacía ocuparme de los benditos periódicos ma-ñana y tarde. Lee aquí, me pasaba el matutino, indicándome conel índice si leer un artículo, o al pie de qué foto. Y luego otrainformación y otra y otra hasta un momento en que ya las pági-nas quedaban completamente exprimidas. Y en los cuartelesera igual, también había movimiento, estaban conmovidos, fuerade madre. Se hablaba de un tal coronel de la Guardia que abier-tamente estaba al frente de una guerrilla. Nada era un secreto,todo era una expectativa. El gobierno se veía agitado por esadifícil calma, pero no había ninguna confabulación en el país.Caamaño y sus cachorros estaban solos en las montañas. Elservicio de seguridad hacía su agosto previniendo manifesta-ciones sediciosas, induciendo a que éste se atribuya responsa-bilidades sobre el movimiento, asediando día y noche al líderdel Partido de oposición hasta arrastrarlo a la clandestinidad.¿Qué pretendía la guerrilla? ¿Derrocarían a Balaguer? Una vozcantaba los titulares; y las manos se disputaban los periódicos;las voces se corrían de calle en calle, gritando titulares, de puerta

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en puerta iba la voz de los canillitas. Apenas el país parecíaagitado por una perspectiva de cambio. En el Palacio Nacionalse ordenó reforzar la guardia cotidiana se hace reforzada conbrigadas mixtas, cada tantos metros un policía, un guardia, unmarino de guerra con su fusil presto, receloso, en su posición deservicio.

Le oía contar la historia de un tal coronel frase a frase, comopiezas que una tras otra van encajonándose hasta completar unsentido, un orden. Había combatido durante la revuelta de abril,decía, fue compañero del también coronel Rafael Tomás FernándezDomínguez, quien murió en un intento de asalto al Palacio Nacional,escuchaba. Y a continuación, se abrumó inquieto. La últimapalabra cayó y se deshizo en el aire con un muequeo de su boca,como si ya muy tarde hubiese suspendido la intención de arti-cularla y sólo queda la actitud. El otro hombre alcanzó a ver loque había detrás del palabrerío rememorativo del viejo y sintióen todo el peso el sedimento de amargura aposentado en susúltimas palabras.

Todos estos años viene viviendo con un solo agobio, rumiandoamarguras, cediendo a tentaciones, preocupado, haciendo un cír-culo que lo toca exclusivamente en su soledad de todos los días,en la espera renovada todas las noches, en el malestar devasta-dor que se va haciendo pesado por esta vieja espera que abrióinexplicablemente en torno al regreso del hijo pocos años des-pués en que, pacientemente, una comisión del alto mando le ex-plicó dentro de un proceso sumario de circunstancias confusas,la historia de cómo su hijo, a quien creía entonces matriculado enuna universidad norteamericana, se había enrolado meses atrásen la guerrilla

y entonces la autopista, los llanos, los pastizales y finalmentelas colinas, cuando apenas son cinco, como cuenta el diario enuna de las últimas garabateadas anotaciones hechas por el terceroen mando de la guerrilla. Cinco desde el desembarco. Y los vómi-tos, los nombres verdaderos tan inútiles como un lecho tibio y

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acogedor porque no hay mal que por bien no venga y la noticiade que hemos perdido sin explicación un hombre. Nadie explicanada y con todo y la responsabilidad de traer hasta la playita alos compañeros que aguardan por él en el yate para completarla cuota del desembarco, ¿pero qué? si el bote de hule está ahí,una sombra amarga, una burla, unos pasos... Sí, el bote de hule,varado en la orilla. Y la tensión en los rostros, los movimientosenfermos de cuidado, el dedo firme en el arco del fusil. En fin:una deserción. Vaya que resulta duro, imposible. Y por el otroflanco, cómo cerrar los ojos y dormir dormir, no ser parte denada, enfermarse, perder el sentido de la soledad. Ah, sí, serese manantial cristalino, maravilloso... y la pierna herida,punzando, la fiebre subiendo, subiendo... el manantial que co-rre a pocos metros, ese sonido a noche virgen, y cuatro hom-bres que tienen que hacerse a nado desde el yate hasta la orilla ylos tiros, nuevamente los tiros

y el perímetro de la vida reduciendo su curso, el primero delos nuestros: muerto. Muerto pocas horas después del desembar-co. Nuestro bautismo de duelo, anotó el coronel en el diario. Ysepultarlo entre las rocas de una cueva fue algo que cumpli-mos sumidos en el silencio, sin el palabrerío ideológico de unpanegírico, recordando de él rápidamente muchos momentosque habíamos vivido juntos y hasta ahora estaban como olvi-dados en algún lugar del tiempo y que bajo estas circunstan-cias le llega a uno de manera lúcida y atropelladamente. ¿Porqué? ¿Cuáles razones hay de por medio para sepultar a unhombre que está vivo en cada tiro que surque los pastizaleshacia un blanco probable? Formen, dijo el coronel, y todos enposición de firme apretamos los fusiles para rendir honor pós-tumo al combatiente caído: diez disparos al aire con las recá-maras vacías de nuestras armas hendieron el día con un chas-quido seco, sordo, amargo. Y cinco: muerto por hambre de dossemanas. Cuatro: gravementeheridomoribundomuerto. Tres:heridocapturadovivointerrogadosilenciofusilado.

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IX

...estos lugares, y no sólo eran los pastizales húmedos porla lluvia, sino el cómo atravesábamos desde aquí hasta el próxi-mo altillo por el sendero de piedras y con tan pocos kilóme-tros de pasto a la redonda, el trillo llovido, fangoso y resbala-dizo en el descenso. Imposible tantear a cada paso la solidezdel terreno, cuando no: la imagen del coronel capturado, laborrascosa imagen, como un náufrago, de la guerrilla en plenamontaña, sin Estado Mayor... imágenes que se iban sucedien-do una y otra vez como un mal sueño de intensa continuidad,con abrumadora pesadez. Collage armado con trozos sin lógi-ca, de caótico sentido... recuerdos en todo caso removidospor las vivencias recientes, porque ¿no es en el momento deldesembarco donde termina nuestra más personal odisea? Y alfin, ya no más olas que abrazaban el yate, ya no más, ya nomás... Oh, ese oleaje intenso, ese mar negro y profundo, pero...¿quién de nosotros a estas alturas podía substraerse a la ima-gen de la victoria, vaya que si confiados por la lucha que dare-mos, pero a ésta sucedía otra, desdibujada por nuestra eufo-ria, sedimentada en nuestras más humanas y débiles posibili-dades, brumosa, fatal, nefasta, que caía sobre todos y los ani-quila: la imagen de un ejército devastador, embravecido, lle-no de arrojo, no precisamente por amor a la Patria, sino másbien por ese crisol de pretensiones en el que se fijan deseospútridos. Y dos: capturadosvivosmuertosde hambre,flacosdemacradoscasicadáveres, entrevistas de periodistas ri-gurosamente seleccionados: quién era el comandante,

cuántos guerrillerosdesembarcaron,salieron de dónde,

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desde cuándo o durante quétiempo se estuvieron entrenando,

quiénoqué gobierno leproporcionó las armas,tienen algo que decirles a sus admiradoresmarxistasleninistastroskistasmaoístasanárquicos yromanticosmodernistas,católicosapostólicosyromanos.

Fotos, comisiones negociadoras, salvoconductos y exilio: laabrumadora paz del exilio, etc., así se lo imaginaba, a él y atodos, ignorando el tiempo que transcurrido éste serían menos,cada vez menos, y porque muerto el coco mayor y el segundoen mando, el único jefe era la deslumbrante obstinación de se-guir, seguir, cruzar la autopista y hacernos fuertes, darles hastamás no poder fuego y tiro y tiro hasta tomar la cordillera y hacerel enlace como se había acordado, el empalme ahora, coño, tannecesario con los hombres que vienen del Sur enviados por loscontactos con el movimiento de apoyo urbano en la Capital yeso pronto, rápido, ya, antes que bueno... si antes no nosametrallan a todos en una emboscada allá adelante, tiro a tiro,tiro a tiro, que no y se nos vaya la suerte, esa forma tan capri-chosa de escurrirnos sin saber cómo, pero escurrirnos coño, asítan fantásticamente, mientras que el viejo, y a cada entre tiro sele repiten los mismos pensamientos, el viejo sentado,hamacándose en su mecedora de la Hacienda El Prado. El viejo,el viejo alelado por el Sistema, por el servicio al Sistema... lospensamientos le retoman, de tanto en tanto se le repiten como

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viejas noticias leídas años atrás, y los fija en la memoria conese tiempo frágil, vago, inasible: últimos adioses en su espe-ra, repetidos iguales y distintos, como ese cuerpo endeble yfrágil, como el humo de su cachimbo que ahora va buscandoconformación en su presencia alucinante y fantasmal, queya trepado a la altura de su cabeza se disipa, y cuando sóloqueda su perfume agrio confundido con el aire del ambienteya la próxima bocanada está ahí; es una masa compacta, ju-guetona y gris que sale con la frase, inquiriéndose nueva-mente por él, que repite y repite casi con un íntimo y miste-rioso agobio: ¿ya llegó?

Y tal vez al final sólo uno, quizás dos queden por estos añosvivos, en pie, y ninguno sea el coronel, ese hombre maldito, milveces maldito, que persuadió a su hijo para que se integrara a sulucha, ese hombre que en fracciones de segundos se vio obliga-do a movilizar sus más profundos pensamientos y sopesar vi-vencias tan hondas, tan humanas, como las que había experi-mentado desde 1965. Y en ese año fue derivándose en el tiem-po. Sintió con la misma zozobra las adversidades vividas elmartes 27 de abril en el Puente Duarte. Aún tuvo tiempo parapensar en Rafael Tomás Fernández Domínguez, ese inolvidableamigo que le hizo ver su otra cara en la moneda, su elevadovalor, la razón de ser de su existencia, el coronel que le hizocomprender que no andaba por el camino correcto y cómo de-bía modificarlo.

Precisó una fecha pronta, inmediata: 13 de mayo de 1965,el Congreso lo había nombrado Presidente de la República ycomo por efecto de un absurdo ve ante él al coronelFernández Domínguez cuadrado en atención, haciéndole elsaludo militar a él, a él, ¿pero cómo? Y se adelanta, y le expli-ca: Rafael, ven que a quien le corresponde estar aquí es a ti peroinexplicablemente ve cómo el segundo, manteniendo su posi-ción de atención, responde: No señor. Yo estoy frente al Presidentede la República...

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pero ya el tiempo no le pertenecía, las fuerzas empezabana traicionarlo. Era un tiempo final, donde todo se vive haciaatrás. Los recuerdos le cierran los ojos y mira a través de unaventana que se abre, inexplicablemente. Era el pasado íntegroy azaroso, el pasado… besos, lágrimas, abrazos, algunos he-chos rotos y aislados, una batalla anónima, otra batalla decisi-va, la batalla campal del 19 de diciembre en el Hotel Matún,entonces pareció despertar, se vio francamente él, él en esadifícil posición, bañado en sudor y sangre, tratando... porquetodos sabemos lo del fusil descompuesto, la herida en la pier-na a la hora del no te meneé y luego la captura de él y Fernan-do. Oímos cuando los regulares gritaban jubilosos: lo tenernos.Tenemos al coco mayor.

Y tiro a tiro todo se va sucediendo muy rápido, una malanoticia tras otra, porque luego de, quedamos desapartados aúnestando unidos. Y el inventario sólo alcanza a los fusiles, algunosparques, y en déficit: todos los alimentos recolectados y compra-dos penosamente en el último pueblo que entramos, temiendomirarnos a los rostros, rostros perdidos, que ya no son los mis-mos, que ya no copian la euforia de los primeros días, y ahora sí,una expresión pobre, cadavérica, fijada en tantas noches de cam-paña y de pronto, por primera vez, cargamos al cielo, a las estre-llas, a ese canto tan dulce de los grillos, una atención llena desentido, ya no es una alegría corta, agitada, deslucida por el galo-pe inoportuno de un fusil y la respuesta de tiro a tiro, tiro a.Luego surge un silencio inmenso, de improviso, calmo, perturba-do por zumbidos de insectos que salían de algún rincón del almade la noche.

X

...el día es claro, lleno de luz y en algunos puntos del cielo sedivisan nubes como manchones blancos. Y la soledad, la ausencia

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del coronel plantada concienzudamente en el vaivén de los re-cuerdos, el cigarrillo fumado sin gusto, el fusil, insignificante,como una carga anodina, inútil en la espalda. Un todo como con-trapartida a la contemplación de esa selva de nubes que en fran-ca armonía se iban corriendo hacia las grandes profundidadesdel horizonte. Entonces armaban en torno al coronel ausenteun sinnúmero de conjeturas... ¿dónde lo tienen? ¿qué harán consu vida? Poco a poco esta ausencia indefinible, profunda, depronto anochecida así, significó para aquellos cinco hombresperderse sin destino entre los pastizales, pensando ya de unamanera vaga y despreocupada en la ruda jornada que han agota-do en una guerrilla que lucha contra el azote de la miseria huma-na que se respira en el país. La ausencia del coronel Román seconvirtió en ese fantasma obsesivo por ver de alguna forma elfinal de todo aquello. Ah, esa ausencia del coronel Román no sequedó ahí, empezó a caminar, a buscar afluentes, a cobrar suprecio, los enseñó a medirse palmo a palmo en la entereza quecomo hombres nunca se imaginaron poseer y no poseer, y porfin, en el momento de decidirse por la lucha o la vida, saber muyclaramente que una de las dos decisiones flagelará de manerafirme y definitiva como un invisible látigo en el lado más sensi-ble del resto de sus vidas... por eso lo odió, y no por otras razo-nes, lo odió con todas sus fuerzas, y se repuso para seguirlo odian-do más allá de ellas, por eso se ofreció para encabezar él perso-nalmente una dotación de contrainsurgentes en el momento enque sus superiores lo enteraron del asunto. No había error, suhijo, coño, su propio hijo era uno de ellos. Así le llegó la noticia ala Hacienda El Prado, así empezó a enterrársele en el cuerpo aquelpuñal de odio. Un odio voraz, devastador por el hijo. Un odioque le había llegado y crecido rápido por todo él, pero demasiadotarde, cuando ya era un hombre bueno para nada en el retiroacogedor de la Hacienda, regalo expreso del señor Presidente dela República en agradecimiento a algo que ya no recuerda ni leimporta.

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Y ya no preguntes si una golondrina hace prima vera, porque,claro que continúo odiándolo, aunque con más indulgencia porlos años anteriores que siempre lo tuvo en cariño.

XI

...y así hasta que los recuerdos se le fueron encorvando enel cuerpo y en el tiempo, y se acostumbró a vivir de su pensiónde retiro con el grado de coronel y algunas condecoraciones alhonor y a la honra militar... en todo caso, condecoracionesque se traducían a medallas de latón y un arma de guerra conextensión a uso de guardia permanente de dos hombres, delos cuales quedé yo destinado a su protección personal y allíse lo queda, fumando su cachimbo de caoba fina con boquillapulida y concha negra, sentado, hamacándose en su mecedoraque saca desde tiempos olvidados a la gran terraza de la man-sión, a dormirse y preguntarme casi entre sueños en sus ochen-ta y cinco años: ¿ya llegó? Y desde aquellos años que fuireclutado a su custodia le contesto, cuadrado en atención, lomismo: no señor, no ha llegado todavía. Y el coronel (r) VicenteArángel Montenegro hace como que no oye y sigue fumando yfumando hasta que el humo le va intoxicando los recuerdos,fumando y fumando y el humo danzando como un fantasmasobre su cabeza... recuerdos de sus reuniones con el EstadoMayor, de las contadas veces que extendió la mano al señorPresidente, de su regalo expreso de la Hacienda El Prado sindecirle motivo, de sus deseos... sí, de sus deseos inútiles desumarse y combatir la guerrilla... pero la edad, ¿qué sucede? ¿ysus derechos? ¿No se había pasado toda su vida metido en loscuarteles hasta ahora, hasta sus ochenta y cinco años? ¿De dón-de esa espina en el pastel de que su hijo era un guerrillero? Porde pronto llegó el día en que empezó a confundir las fechas,

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sobre todo refería a cada momento conversaciones perdidasen el tiempo de muertos olvidados. O de cuando él era todo loflamante que lo fue. La soledad, la angustia, el agobio de sen-tirse tan miserablemente burlado por el hijo, lo acorraló y apre-tó hasta asfixiarlo.

Un día, su estado mental fue parte de sus posesiones perma-nentes y desde que coronó la mañana, aquella lejana y triste pri-mera mañana, empezó a vestirse de militar.

XII

...hoy, tan pronto lo avisto, me cuadro en atención, saludo yme apresto a escoltarlo y con galanura y garbo recorre con pasomilitar, lento, toda la Hacienda enfundado en su uniforme dealto oficial con todas sus condecoraciones ganadas o impuestasal mérito de no recuerda cuáles emotivas causas o caprichos desu comandante en jefe y que ahora exhibía al pecho con unmotivo gris y torpemente rememorativo. Y así hasta que ya ter-minó haciendo cosas inútiles, infantiles, sin sentido: se ence-rraba en su habitación, y durante horas acaricia y se acuestajunto a los vestidos de su esposa muerta hará ya una eternidadde años.

Y fue durante aquellos días, trabajado por la nostalgia, quedio la orden para que sacaran la mecedora de caoba a la terraza,y entonces, se le ocurrió sentarse a esperarlo. Así trascurría eltiempo. Desayunaba, almorzaba y cenaba sentado siempre en sumecedora de la gran terraza semicircular de la casona vieja y demadera; y de allí no se movía, siempre vigilante, atento. Todoslos días era el mismo día, ensartado uno detrás del otro. Encien-de el cachimbo, fuma, se duerme y pregunta, cuando despierta,insistentemente por el hijo que hace tiempo murió por inanición,solo, abandonado; y no “luchando hasta el último segundo de su

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vida, como un gran héroe”, tal como escribió muchos años des-pués, para cubrirlo de dignidad y salvarlo ante la historia, uno delos dos sobrevivientes de la guerrilla, a la vuelta de su holgado yeterno exilio.

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PUBLICACIONES DE LA COMISIÓN PERMANENTE

DE EFEMÉRIDES PATRIAS 2004-2008

1. Constitución política de la República Dominicana de 2002, 2005

2. Guerra de abril. Inevitabilidad de la historia, 2002, 2007

3. Apuntes para la historia de los trinitarios. JOSÉ MARÍA SERRA, 2005

4. Proclamas de la Restauración, 2005

5. Apoteosis del General Luperón. RICARDO LIMARDO, 2005

6. Constitución política de la República Dominicana de 1844 y 2002, 2006

7. Minerva Mirabal. Historia de una heroína. WILLIAM GALVÁN, 2005

8. Ideario de Duarte y su Proyecto de Constitución, 2006, 2007

9. Diario de Rosa Duarte, 2006

10. Ensayos sobre el 27 de Febrero. ALCIDES GARCÍA LLUBERES /LEONIDAS GARCÍA LLUBERES / VETILIO ALFAU DURÁN, 2006

11. Los movimientos sociales en el municipio de Cotuí. RICARDO HERNÁNDEZ,2006

12. Ideas de bien patrio. ULISES FRANCISCO ESPAILLAT / EMILIO

RODRÍGUEZ DEMORIZI, 2006

13. Buscando tiempo para leer y Lecturas recomendadas. JOSÉ RAFAEL

LANTIGUA / JUAN TOMÁS TAVARES, 2006

14. Informe Torrente. ÁNGEL LOCKWARD, 2006

15. El Presidente Caamaño. Discursos y documentos. EDGAR VALENZUELA,2006

16. Diario de la Independencia. ADRIANO MIGUEL TEJADA, 2007

17. Los Panfleteros de Santiago y su desafío a Trujillo. EDGAR VALENZUELA,2007

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18. Constanza, Maimón y Estero Hondo: La Victoria de los caídos. DELIO

GÓMEZ OCHOA, 2007

19. Caamaño frente a la OEA, 2007

20. Sobre el bien y el mal de la República. JUAN TOMÁS TAVARES KELNER,2007

21. Rasgos biográficos de Juan Pablo Duarte y Cronología de Duarte. JOSÉ

GABRIEL GARCÍA / EMILIO RODRÍGUEZ DEMORIZI, 2007

22. Los orígenes del Movimiento 14 de Junio. ROBERTO CASSÁ, 2007

23. Ensayos sobre la Guerra Restauradora. JUAN DANIEL BALCÁCER, 2007

24. Juan Bosch imagen y trayectoria. GUILLERMO PIÑA-CONTRERAS, 2007

25. Un viaje hacia la muerte. AGLAE ECHAVARRÍA, 2007

26. Arqueología de un mundo imaginario. GUILLERMO PIÑA-CONTRERAS,2007

27. Ulises Espaillat: el presidente mártir. JUAN DANIEL BALCÁCER, 2008

28. Huellas de la Guerra Patria de 1965 (Cuentos y relatos). MIGUEL

COLLADO / ERIC SIMÓ, 2008

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Esta primera edición de Huellas de la guerra patria de 1965(Cuentos yrelatos), de Miguel Collado y Eric Simó, se terminó de imprimir enlos talleres gráficos de Editora Búho, en el mes de abril de 2008,en Santo Domingo, República Dominicana.

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