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UNA PEREGRINACIÓN DE ESPERANZA… LA COMUNIÓN EN LA ORACIÓN Introducción El amor de Dios y la Providencia les (los hermanos) unirán, ante todo, a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Es su bandera, no deben abandonarla jamás. (André Coindre, Escritos y Documentos,1, Cartas, 1821 - 1826, Carta VIII, p. 89) Son numerosas las preguntas que se agolpan en mi mente al comenzar esta circular. Me encuentro como el joven que en el primer día del retiro se dirigía a nosotros, animadores y compañeros, resumiendo su situación con estas palabras: “Tengo muchas preguntas pero ninguna respuesta”. Tres días después, en el momento de separarnos, nos confesaba lleno de alegría: “Lo encontré: Jesucristo es la única respuesta”. Hermanos y amigos, cuando escribí la primera circular, en septiembre del año pasado, me comprometí a dirigirles una segunda para mayo de 2008 sobre el tema de la oración; alimentaba el deseo de ayudarnos a una vivencia más profunda de la comunión con Dios. Llegado el momento de cumplir mi promesa, me encuentro como el joven del retiro: lleno de preguntas. ¿Qué es la oración? ¿Cómo aprender a orar? ¿Cómo motivarnos a orar? ¿Cómo llegar a ser, verdaderamente, hombres de oración?... Debo confesar, además, que al comenzar a escribir me asalta el miedo, el mismo que inquieta a algunos artistas antes de iniciar su actuación. Sí, tengo miedo de no llegar a decir algo provechoso. Porque no se trata sólo de escribir; es importante que lo escrito sirva para algo. Hay experiencias que son más fáciles de admirar y de contemplar que de entender y explicar. Y esto sucede incluso en las ciencias profanas. Por ejemplo, ¿cuál es la causa de la atracción recíproca entre la tierra y la luna? Uno dirá que las fuerzas gravitacionales; pero otro responderá que nadie puede actuar donde no está presente. ¿Cómo explicar que entre la tierra y la luna exista una fuerza recíproca de atracción si ninguna de las dos está en la otra? Hoy sabemos que las ciencias profanas están muy lejos de responder a todas las preguntas que se pueden plantear en 1

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UNA PEREGRINACIÓN DE ESPERANZA…LA COMUNIÓN EN LA ORACIÓN

Introducción

El amor de Dios y la Providenciales (los hermanos) unirán, ante todo,

a los Sagrados Corazones de Jesús y de María.Es su bandera, no deben abandonarla jamás.

(André Coindre, Escritos y Documentos,1,Cartas, 1821 - 1826, Carta VIII, p. 89)

Son numerosas las preguntas que se agolpan en mi mente al comenzar esta circular. Me encuentro como el joven que en el primer día del retiro se dirigía a nosotros, animadores y compañeros, resumiendo su situación con estas palabras: “Tengo muchas preguntas pero ninguna respuesta”. Tres días después, en el momento de separarnos, nos confesaba lleno de alegría: “Lo encontré: Jesucristo es la única respuesta”.

Hermanos y amigos, cuando escribí la primera circular, en septiembre del año pasado, me comprometí a dirigirles una segunda para mayo de 2008 sobre el tema de la oración; alimentaba el deseo de ayudarnos a una vivencia más profunda de la comunión con Dios. Llegado el momento de cumplir mi promesa, me encuentro como el joven del retiro: lleno de preguntas. ¿Qué es la oración? ¿Cómo aprender a orar? ¿Cómo motivarnos a orar? ¿Cómo llegar a ser, verdaderamente, hombres de oración?... Debo confesar, además, que al comenzar a escribir me asalta el miedo, el mismo que inquieta a algunos artistas antes de iniciar su actuación. Sí, tengo miedo de no llegar a decir algo provechoso. Porque no se trata sólo de escribir; es importante que lo escrito sirva para algo.

Hay experiencias que son más fáciles de admirar y de contemplar que de entender y explicar. Y esto sucede incluso en las ciencias profanas. Por ejemplo, ¿cuál es la causa de la atracción recíproca entre la tierra y la luna? Uno dirá que las fuerzas gravitacionales; pero otro responderá que nadie puede actuar donde no está presente. ¿Cómo explicar que entre la tierra y la luna exista una fuerza recíproca de atracción si ninguna de las dos está en la otra? Hoy sabemos que las ciencias profanas están muy lejos de responder a todas las preguntas que se pueden plantear en los temas que les son propios. Y sabemos también que, a medida que pasa el tiempo, sus respuestas pueden ser cada vez más aproximadas a la verdad, pero nunca alcanzan a expresar la verdad completa.

Si lo anterior es cierto para lo que se puede ver y tocar, lo es mucho más para todo lo que se refiere a Dios y a la experiencia de Dios. Decía Antoine de Saint-Exupéry que “sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. Como Moisés, sólo podemos ver la espalda a Dios (cf. Ex 33, 20). Eso quiere decir que por mucho que avancemos en su conocimiento, siempre será mucho más lo que desconocemos de Él que lo que sabemos. El misterio es comparable a una atmósfera inagotable, en la que cuanto más nos adentramos más respiramos un aire puro y limpio.

Dios trasciende la capacidad de comprensión del ser humano; es mucho más de lo que podemos decir y pensar de Él, como decía San Agustín. Por eso “invita más al silencio que a la palabra, más a la fe y a la adoración personal que al razonamiento y a la reflexión

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sobre Él mismo1”. Dios es, ante todo, objeto de fe y de experiencia religiosa. Algo así sucede también con la naturaleza, con las personas y con muchas de las grandes obras humanas. Son más objeto de admiración y de contemplación que de razonamiento.

No obstante lo anterior, frecuentemente presentamos a Dios con explicaciones racionales teóricas más que como el ser personal a quien contemplamos deslumbrados y que transforma toda nuestra existencia. Es más fácil especular sobre Dios que comunicar nuestra experiencia sobre Él. Sólo quienes han alcanzado una fe madura o, de otra manera, quienes viven realmente de Dios pueden susurrar su experiencia interior.

La interioridad, pues, no es algo meramente intelectual. La oración no es principalmente entender a Dios, imaginarlo, verlo; es, sobre todo, amarlo en la contemplación y en la acción. El conocimiento de Dios es don suyo y se ahonda en el diálogo con Él. Por eso Moisés le dice a Yahvé: “Dame la gracia de contemplar tu gloria” (Ex 33, 18). La verdadera interioridad cristiana no es, “en su fundamento y en su esencia, una actividad de la mente, sino de la voluntad. Es una actitud, un estado, una disposición duradera e inmutable de amor a Dios, de confianza en Él, de total entrega a sus órdenes, deseos, preceptos y beneplácito, una permanente y delicada atención a la voz de Dios que habla en nuestro corazón bajo la forma de inspiraciones, llamadas y toques de conciencia2”. Orar es abrir nuestra inteligencia y nuestro corazón al misterio de Dios. En esta circular, para no caer en la tentación de hablar de la oración de forma abstracta o teórica, presento la experiencia de encuentro íntimo con Dios de Abrahán, Moisés, David, Jesús y la Virgen María3. Quiero sorprenderlos en los momentos claves de su diálogo con Dios. Deseo describir sus sentimientos de temor, de asombro, de humildad, así como el fuego de amor que arde en sus corazones. Al mismo tiempo, quiero presentar su disposición de servicio y su fervor para entregarse incondicionalmente al Dios que sale a su encuentro. En la última parte subrayo la necesidad de orar la Palabra en Iglesia.

1 MARTÍNEZ DÍEZ, Felicísimo. Avivar la esperanza. Madrid: Ed. San Pablo, 2002, p. 94.2 BAUER, Benito. En la intimidad con Dios. Barcelona: Herder, 1997, 13ª edición, p. 203.3 Me inspiro aquí en el libro de Jacques Loew La prière à l’école des grands priants. Paris: Ed. Fayard, 1975.

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Capítulo I: Oramos con los amigos de Dios

Abrahán

A sus 75 años Abrahán oye la voz de Dios que le pide dejar su país de origen y la casa de su padre. Yahvé lo ha escogido para ser el favorecido por la promesa y le dice: “Haré de ti un gran pueblo...” (Gn 12, 2). El hombre reúne a su familia, a sus siervos y rebaños y se pone en camino hacia una tierra desconocida. Comienza su vida de nómada que durará muchos años, hasta que la muerte le sobrevenga a una edad muy avanzada. Cuando por fin llega a Siquem, en la nueva tierra de Canaán, Yahvé se le aparece y le asegura: “Daré esta tierra a tu descendencia” (Gn 12, 7). Abrahán, agradecido, levanta allí mismo un altar a Yahvé e invoca su nombre.

La oración de la vida

Dios está en el corazón de nuestra existencia concreta.(R 128)

No, no es necesario que vayáis a buscarlo (a Dios) lejos;lo encontraréis alrededor de vosotros, en medio de vosotros;

y en este estado de silencio, de unión con el buen Dios,¡qué meditaciones fervientes y llenas de fuego podéis hacer!

(Carta del hermano Policarpo al H. Ambrosio,USA, 21 de junio de 1854, in Positio, p. 164)

En el encuentro de oración es siempre Dios quien tiene la iniciativa y comienza a rezar. Él se nos muestra primero y nos habla por su Palabra, por los acontecimientos, por las experiencias que vivimos y a través de las personas. Es Él quien nos pide de beber, quien tiene sed de nosotros (cf. Jn 19, 28). Dios es el mendigo de nuestro amor y nos da el suyo. Nuestra oración comienza en el momento en que percibimos que Dios nos quiere dar algo inmenso.

Abrahán está en contacto permanente con Dios en su diario peregrinar. Lo descubre en su camino de nómada, en su vida ordinaria. Para él el mundo entero es una catedral, un templo, un lugar de encuentro con Dios. No se limita tan solo a realizar actos de oración sino que permanece en un estado continuo de oración, encontrando a Dios en todo. Esto es muy importante para nosotros, llamados a ser hombres de oración. Ésta no se reduce sólo a ciertas prácticas de piedad que realizamos en momentos concretos. El orante tiene siempre la mente y el corazón en el Dios amado, con quien permanece unido en todos los momentos de su existencia. Santa Teresa de Ávila decía que “hasta en los pucheros anda el Señor”.

Si morimos continuamente a nuestro propio egoísmo y despertamos al amor, “entonces toda la vida cotidiana se convierte en respiración del amor, respiración del deseo, de la fidelidad, de la fe, de la disponibilidad, del don a Dios… si por la vida cotidiana nos dejamos elevar a la bondad, a la paciencia, a la paz, a la comprensión, a la longanimidad, a la dulzura, al perdón, al don de la fidelidad, entonces la vida cotidiana ya no es sólo vida cotidiana, entonces es también oración4”.

4 RAHNER, Karl. Prière de notre temps. Paris: Éditions de l’Épi, 1966, p. 70.

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En nuestra relación con Dios hablamos de su vida y de nuestra vida concreta de todos los días. Nuestra oración se apoya en la oración de la Iglesia, pero es también una oración personal, como dice el Papa Benedicto XVI: “Esta oración (la oración activa) puede y debe surgir sobre todo de nuestro corazón, de nuestras miserias, de nuestras esperanzas, de nuestras alegrías, de nuestros sufrimientos, de nuestra vergüenza por el pecado así como de nuestro agradecimiento por el bien recibido5”.

Abrahán entra en contacto con Dios en su lento caminar de cada día. Para vivir en “estado de oración” hay que ir despacio, como Abrahán, al paso de sus corderos, de sus camellos y de su gente. No es fácil orar en la sociedad de la velocidad. Hoy más que nunca necesitamos de espacios adecuados que favorezcan la privacidad y la intimidad necesarias para sumergirnos en la oración.

Quienes llevamos más años en la vida religiosa aprendimos a comenzar toda actividad con alguna breve oración o invocación. Era la manera de vivir en una actitud continua de oración y de permanecer unidos a Dios en clase, en el estudio, en el trabajo o en el recreo. Hace no mucho tiempo un joven le decía a un hermano, profesor de matemáticas, que siempre comenzaba la clase con una oración espontánea: “me gusta su forma de enseñar las matemáticas, pero lo que más me agrada es la oración con la que comienza cada clase”.

La oración en la luz y en la noche

Dios repite su promesa de prosperidad a Abrahán en varios momentos de su vida. Él no responde al principio; expresa su fe, su amor y su esperanza con el silencio. Pasado un buen tiempo y después de haber escuchado varias veces la promesa de Yahvé, Abrahán se dirige a Él con cierto tono de duda y de reproche: “He aquí que no me has dado descendencia y que uno de mis criados me heredará” (Gn 15, 3). Con respecto a la promesa de la tierra, asaltado por la incertidumbre, pide una prueba: “Mi Señor Yahvé, ¿cómo sabré que la poseeré?” (Gn 15, 8).

Yahvé le reitera su promesa y sella con él el pacto que se significa en el sacrificio de animales. Abrahán los parte por medio, colocando cada mitad enfrente de la otra. Pero las aves rapaces se lanzan sobre los cadáveres y Abrahán tiene que luchar para echarlas. Al declinar el sol, cansado, cae en un profundo sopor. Entrada la noche, “un horno humeante y un fuego abrasador pasaron sobre los animales partidos” (Gn 15, 17).

La persona que vive la experiencia de encuentro con Dios pasa inicialmente por momentos de luz, de entusiasmo y de gozo. La vida le sonríe, toda la gente le parece buena, cree tocar el sol con las manos, el futuro se le presenta prometedor. Por otra parte, se confía totalmente a Dios, está segura de que “quien a Dios tiene nada le falta”, en palabras de Santa Teresa de Ávila; sabe que Dios es fiel y cumple siempre sus promesas. Esa fue, sin duda, la experiencia primera de Abrahán.

Pero van pasando los años y las pruebas de la vida despiertan muchos interrogantes. La duda, el cansancio y la desolación se van apoderando del creyente. La fe se acompaña de la oscuridad. Quien avanza en el encuentro con Dios entra en la noche, la del contemplativo, de la que habla S. Juan de la Cruz. Es la fatiga, la angustia y el desánimo del hombre de Dios y del apóstol. Ha trabajado todo el día, y al final, cansado, tiene que seguir luchando. Llega un momento en el que quien ama y espera tiene necesidad de

5 RATZINGER, Joseph (SS. BENEDICTO XVI). Jésus de Nazareth. Paris: Ed. Flamarion, 2007, p. 153.

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señales. El verdadero amor pregunta con frecuencia: “¿es verdad que me amas?” Porque el amor nunca es totalmente evidente. Y a veces la fe flaquea.

Es importante continuar la oración cuando llega la aridez; el desierto, en la Biblia, es el lugar del encuentro con Dios. “Orar es aceptar la noche de la fe6”. En ella se hace más realidad que nunca que oramos no para sentir gusto en la oración sino para dar gusto a Dios, como quien va al hospital a visitar al amigo gravemente enfermo. Como Abrahán, entramos en la noche, pero al mismo tiempo encontramos apoyo en la fe. Así como los ocupantes de la casa apagan las luces para admirar las maravillas de la noche, de la misma manera es necesaria la noche para avanzar en el descubrimiento de las maravillas de Dios.

Abrahán habla con Dios para expresarle su perplejidad: ¿me amas todavía?, ¿puedo aún estar seguro de tu promesa? Y experimenta de nuevo el inmenso amor de Dios, representado en el fuego que pasa entre los animales ofrecidos en sacrificio. Una nueva situación, un nuevo acontecimiento, un retiro, una sesión espiritual, un rato de oración en la capilla, un momento especial de intimidad nos ayudan muchas veces en nuestra vida cristiana y religiosa a reestablecer la relación de amor, es decir, la alianza con Dios. El amor sale fortalecido de la prueba. La crisis se resuelve con un encuentro con Dios más íntimo y fuerte que nunca, que queda profundamente grabado en la memoria y en el corazón. El hombre de Dios vuelve a vivir el amor primero, animado por un entusiasmo renovado. El amor renace al amanecer de cada día, la vida vuelve a ser agradable.

Pero al cabo de los años la promesa no se cumple todavía y la duda se insinúa en su espíritu. No se ve en el horizonte ninguna señal de que vayan a llegar días mejores. Sobreviene de nuevo la tentación de desesperanza. Yahvé sale de nuevo al encuentro de Abrahán. Otra vez, la promesa. Abrahán ríe (cf. Gn 17, 17). Es la sonrisa sarcástica de quien no cree mucho lo que oye. Pero Dios se hace presente otra vez de forma especial; se sella de nuevo el pacto de amor con el signo de la circuncisión, que identifica a quienes forman parte del pueblo amado por Dios. La vida espiritual es un eterno recomenzar. En ella la constancia es indispensable, como indispensable es la perseverancia en la oración.

Todos los hombres de Dios pasan por días amargos y noches oscuras. Recordemos, por ejemplo, a Moisés. Después de solicitar al Faraón que deje salir a su pueblo, de la negativa de éste y de su represión, tiene que soportar ahora las quejas de los suyos: “Tu nos has hecho odiosos a los ojos del Faraón” (Ex 5, 21). Moisés recibe nuevamente de Dios la orden de ir donde el Faraón y le replica: “Los Israelitas no me han escuchado, ¿cómo el Faraón me escuchará?” (Ex 6, 12). Pero, como en Abrahán, la fe y la esperanza hacen que el amor salga fortalecido de la prueba. En otros casos las dificultades que encontramos para orar no se deben a la oscuridad que acompaña nuestra disposición permanente de profundo amor a Dios sino que son señal de nuestra poca fe, de nuestra tibieza y de cierto abandono de la vida espiritual. ¿Cómo discernir la causa de la aridez? Por la perseverancia. El hombre de Dios persiste siempre en la oración a pesar de las dificultades; el tibio, muy a menudo, da la espalda a la oración, incluso antes de haber encontrado obstáculos para la misma. Frente a las dificultades, pedimos insistentemente al Señor el don de la oración, buscamos los lugares más adecuados para realizarla y aumentamos el tiempo de la misma.

La oración de intercesión

6 BAUER, Benito. Op. cit., p. 22.

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Yahvé es el amigo que protege a Abrahán y a los suyos, le aconseja y no tiene secretos para él. Antes de la destrucción de Sodoma Dios se dice: “¿Ocultaré a Abrahán lo que voy a hacer?” (Gn 18, 17). Enterado de la intención de Yahvé, Abrahán intercede por la ciudad utilizando todos los argumentos, la astucia y la gran capacidad de negociación de los nómadas comerciantes. La aceptación de su pequeñez le da la valentía para negociar con el Dios misericordioso.

En otro momento de su vida, Abrahán, que se encuentra en tierra extraña, teme que alguien atente contra su vida con la intención de tomar a Sara como esposa. Por eso la presenta como hermana suya. Abimelek, que ignora la verdad, la toma para sí y Yahvé, como advertencia, hace estériles a todas las mujeres de su casa. Entonces Abrahán pide por Abimelek, por su mujer y sus siervos.

Abrahán “esperando contra toda esperanza” (Rm 4, 18), se dirige a Dios con una oración llena de convicción y de firme certeza en la que intercede sobre todo por el bien de los otros. Él tiene siempre el nombre de Dios a flor de labios y lo invoca con frecuencia. Invocar el Nombre de Dios es provocar la presencia de Dios en el hoy y en el aquí de nuestra vida, es hacer que el Dios-Amor intervenga siempre en ella. Al recorrer las páginas de la Sagrada Escritura vemos que los grandes amigos de Dios son muy cercanos a los otros, se preocupan por aliviar sus sufrimientos, por ayudarlos en sus necesidades e interceden a Dios por ellos. Si Abrahán ha sido un gran intercesor por los suyos, lo mismo podemos decir de Moisés. La oración de adoración lo lleva a rogar por su pueblo; se mantiene en lugar de los suyos ante Dios e introduce él mismo sus causas ante Él (cf. Ex 18, 19). Moisés ora en lo alto de la montaña con los brazos extendidos mientras Josué combate a Amaleq en el llano: “Mientras Moisés tenía sus brazos levantados, Israel era el más fuerte. Cuando los dejaba caer, Amaleq avanzaba” (Ex 17, 11).

En otra circunstancia, tras suplicar a Yahvé que le muestre su gloria y le dé la gracia de conocerlo, Moisés pasa a interceder por su pueblo: “Perdona nuestras faltas y nuestros pecados y haz de nosotros tu heredad” (Ex 34, 9). El reconocimiento de la grandeza de Dios, lleva a Moisés a convertirse en el servidor de sus hermanos. En el episodio del becerro de oro Moisés reza a Yahvé: “Olvida tu cólera ardiente y renuncia a hacer caer la desgracia sobre tu pueblo” (Ex 32, 12). Moisés es verdaderamente el hijo amado que confía totalmente en su Padre e intercede por su pueblo.

En estos últimos tiempos se ha subrayado la importancia de la oración de acción de gracias y de alabanza. El acento puesto a estas formas de oración ha sido entendido por algunos como una llamada a abandonar la oración de petición. Es necesario afirmar, sin embargo, que ésta sigue teniendo hoy un gran valor.

Con la oración de petición no pretendemos que Dios cambie de opinión. Lo importante no es lo que pedimos a Dios o si obtenemos lo que solicitamos, sino la disposición con que nos situamos ante él. La oración de petición afianza nuestra fe en el Dios Amor y nos hace ser más conscientes de su bondad, de su ternura, de su misericordia, de su poder y de su grandeza. Al mismo tiempo nos lleva a reconocer más profundamente nuestra fragilidad y pobreza, y a sentirnos más hijos del Padre. La verdadera importancia reside en que esta oración estrecha nuestra relación con Dios.

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Por otra parte, Dios no necesita que le pidamos. Él es el Padre bueno que conoce nuestras necesidades. Somos nosotros quienes necesitamos pedir para tomar conciencia de que Él es nuestro Salvador, nuestro Señor, quien da sentido a nuestra vida. Somos nosotros quienes, llenos de gozo al experimentar el amor de Dios, le pedimos a Él que esté siempre con nosotros. Somos nosotros quienes necesitamos pedir para tomar conciencia de que no somos Dios ni podemos llegar a ser Dios, de que la finalidad de nuestra vida no somos nosotros mismos, de que nuestra vocación es ser para Dios y para los demás.

El Evangelio nos confirma el valor y la necesidad de la oración de intercesión y nos insta a practicarla: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (Mt 7, 7-8). Al mismo tiempo nos indica que debemos perseverar en nuestras súplicas aunque aparentemente no obtengamos respuesta (cf. Lc 11, 5-12; R 133).

Hablando de la oración de intercesión, en muchos lugares del Instituto existe la costumbre de orar diariamente en comunidad por las vocaciones en la Iglesia y en el Instituto. Les animo, Hermanos, a seguir con dicha práctica y a continuar colaborando en el despertar vocacional, como quiere nuestra Regla de Vida, “Por la oración, por la transparencia y el dinamismo de nuestras vidas y por la invitación personal dirigida a los jóvenes” (R 175).

El 28 de abril del año pasado, respondiendo a la invitación del H. Ivan Turgeon, Provincial de Canadá, participé en el Encuentro por las vocaciones realizado en Sherbrooke. Interpreté dicho encuentro como una llamada del Señor a mantener y acrecentar, si cabe, el compromiso de todos y de cada uno de los hermanos del Instituto en este campo. Al mismo tiempo, recibí el gran testimonio del interés y del trabajo de tantos hermanos en un medio donde los frutos no son muy abundantes. Su actitud es un ejemplo para todos: esperar aunque no haya muchas señales de esperanza, interceder a Dios con perseverancia y poner de nuestra parte todos los medios para el logro de lo que pedimos.

Todo para Dios y todo para los demás

Yahvé se dirige de nuevo a Abrahán y éste responde: “Heme aquí” (Gn 22,1). Le pide que sacrifique a su hijo. Abrahán se pone en camino en actitud silenciosa, obediente y dócil. Su hijo le pregunta por el cordero para el sacrificio. “Dios proveerá” (Gn 22, 8), responde el padre.

Abrahán es un hombre todo para Dios, capaz de ofrecerle lo que más quiere: su hijo único, tan deseado y esperado, el hijo prometido que le permitirá seguir presente en la historia. Al finalizar el dramático episodio, Abrahán renueva su amor a Dios, ofreciéndole el sacrificio del carnero que encuentra listo. Una vez más, Yahvé le reitera su promesa y todo comienza de nuevo. Abrahán, el hombre que habla con Dios, que ha sellado una alianza de amor con El, ama profundamente a los demás: es solidario con Lot y organiza un numeroso grupo de guerreros para rescatarlo de su secuestro; es generoso con el rey de Sodoma y rechaza las propiedades que le quiere regalar; es comprensivo con Sara, ofendida por el desaire de su esclava Agar; es hospitalario con los viajeros de la encina de Mambré que, en definitiva, resultan ser el mismo Dios y, después de atenderlos magníficamente en su tienda, los acompaña por el camino hacia Sodoma; llora a su esposa Sara cuando fallece a los 127 años y le da una digna sepultura en la cueva de Makpela, en Hebrón; es un

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hombre que dialoga con sus vecinos para superar los desacuerdos y para intercambiar favores; respeta los bienes ajenos y paga el precio justo por ellos, incluso aunque se los ofrezcan como regalo (cf. Gn 23, 7-16).

Esta actitud de Abrahán de ser todo para los demás es la disposición de los verdaderos amigos de Dios. La encontramos también en Moisés. En su relación de intimidad con Yahvé, Moisés percibe la llamada a servir al pueblo oprimido: “He visto la miseria de mi pueblo en Egipto... Ahora vete, yo te envío... yo estaré contigo” (Ex 3, 7.10.12). En dicha relación ya no hay simplemente un yo y un tú: hay un “nosotros” que es el pueblo. El hombre de Dios ora así: “Yo amo, lo que tú amas, Señor, tu voluntad es mi voluntad, tus sentimientos son mis sentimientos, tu pueblo es también mi pueblo y a él quiero consagrar por entero mi vida”. De esta manera, Moisés llega a una identificación plena con la voluntad de Dios, haciendo siempre lo que Yahvé quiere, que no es otra cosa que el servicio a sus hijos.

En mis visitas a África francófona he encontrado hermanos de todas las edades que llevan una intensa vida de oración, dan un importante testimonio de vida religiosa fraterna y realizan una extraordinaria misión. Pero quiero resaltar sobre todo el ejemplo de los viejos misioneros, a quienes deseo rendir un justo y merecido reconocimiento. Estoy convencido de la importancia de mantener y acrecentar en el momento presente el espíritu misionero en nuestro Instituto. En gran medida nuestro futuro, como para Abrahán, está afuera. Respondamos con generosidad a la invitación de Dios: “Sal de tu tierra”.

Pues bien, en el norte de Camerún, encontré a los hermanos Rosaire Bergeron y Gilbert Allard. Ellos me perdonarán por atentar contra su humildad. Estoy seguro de que seré perdonado también por otros muchos hermanos de los que no hablo y que merecen igualmente un profundo reconocimiento. Que Dios les pague a todos en esta vida con un regalo cien veces mayor al don de sus vidas ofrecidas generosamente.

El hermano Rosaire tiene 78 años y el hermano Gilbert 72. Todos los martes por la mañana salen de Mokolo, su lugar de residencia, y se trasladan a Maroua, a unos ochenta kilómetros de distancia, para dar clases en el Seminario Mayor Interdiocesano. Los acompañé un martes por la mañana. A las ocho y media comenzaban los cursos y aproveché para entrar a la clase de cada uno y saludar a los estudiantes. Me sorprendió gratamente el aprecio sincero que los discípulos manifestaron a sus dos viejos maestros. En la clase del hermano Rosaire un seminarista pidió la palabra para expresarse más o menos así: “Quiero manifestarle, Hermano José Ignacio, que estamos muy contentos con el hermano Rosaire, es una persona extraordinaria y un magnífico maestro y deseamos que siga siendo nuestro profesor por mucho tiempo”. Yo, para tomarle el pelo, le respondí: “Veo que estás haciendo méritos para tener una buena nota en filosofía al final del curso”. Y añadí de inmediato: “Te agradezco tus palabras. Estoy convencido de que las dices con toda sinceridad”. Bueno, pues para asombrarlos un poco más, les diré que el hermano Rosaire, a pesar de su edad, tenía ese día siete horas de clase.

¿Dónde está la fuente de tanta bondad y de tanta entrega? No lo dudemos: en la estrecha relación con Dios que se establece por la rica vida de oración y se expresa en la oración de la vida cotidiana.

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Al ver estos ejemplos, los hermanos mayores y enfermos que no pueden implicarse tan fuertemente en el apostolado, pueden sentir cierta tristeza y llegar a pensar que es muy poco su servicio a Dios, a la Iglesia y al Instituto, y que son una carga para los demás. La Regla de vida nos dice todo lo contrario: “Viviendo su prueba en el abandono y la unión al Corazón de Jesús que sufre, los hermanos enfermos realizan una misión de gran apoyo en el Instituto. Llegan a ser motivo de gracia para los hermanos comprometidos en el apostolado activo, tanto por su serenidad y valor ante la enfermedad como por su oración” (R 161). Y no puedo pasar sin citar otra frase que encuentro hermosa: “Tenemos necesidad de ancianos que oran, que sonríen, que aman con un amor desinteresado, que saben maravillarse; ellos pueden mostrar a los jóvenes que vale la pena vivir, que la nada no tiene la última palabra7”.

Al escribir lo anterior, viene a mi mente el recuerdo lleno de emoción de algunos hermanos mayores que me son muy cercanos. Esta vez no heriré la humildad de ninguno de ellos. Durante toda su existencia han dado testimonio de ser hombres de Dios al servicio de los demás y hoy añaden a su vida santa el testimonio de su amor maduro, de su alegría y el gran servicio de su oración. Hasta la plena confianza y la unión total

Abrahán pide a su siervo más anciano, a su hombre de confianza, que vaya a la tierra de sus padres para buscar en su familia una mujer para su hijo Isaac. El siervo le propone llevar al joven con él porque tiene miedo de que la mujer no quiera seguirlo sin conocer previamente a su futuro esposo. Abrahán rechaza esta proposición y le dice: ‘Yahvé... enviará un ángel delante de ti para que tomes de allí una mujer para mi hijo” (Gn 24, 7). La fe de Abrahán es como algunas clases de madera que, cuanto más tiempo están dentro del agua, más se endurecen. O como los buenos vinos, tanto mejores cuanto más añejos. La confianza de Abrahán en Yahvé va en aumento a medida que pasa el tiempo, hasta que muere a los 175 años para unirse a su parentela, después de haber vivido una vejez feliz (cf. Gn 25, 8).

Moisés

La adoración del amigo de Dios

Al hablar de Moisés recordamos al gran líder que conduce a su pueblo por el desierto, camino de la libertad, hasta dejarlo a las puertas de la tierra prometida. Es un hombre fogoso y persistente. Lucha tenazmente contra la dureza del Faraón, contra los obstáculos de la naturaleza y contra la terquedad y la ceguera de su pueblo. ¿De dónde le viene todo ese arrojo y dinamismo?

La respuesta a esta pregunta la encontramos al principio del Éxodo. Moisés, que apacienta el rebaño de su suegro Jetró, llega al Horeb, la montaña de Dios. Allí “el Ángel de Yahvé se le aparece en una llama de fuego, en medio de una zarza” (Ex 3, 2), que arde sin consumirse. Moisés decide dar un rodeo para “ver el extraño espectáculo y por qué la zarza no se consume” (Ex 3, 3). Yahvé le dice: “No te acerques y quítate las sandalias, pues el lugar que pisas es un lugar santo” (Ex 3, 5).

Moisés se encuentra con Yahvé. Lo ve como el “Yo soy”, el Dios de siempre, que no pasa, que “no se muda”, como diría Santa Teresa de Ávila, que vive por sí mismo, que ha

7 CLEMENT, Olivier e SERR, Jacques. La preghiera del cuore. Milano: Ed. Ancora, 5ª ed., p. 69.

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creado todo, que da vida y movimiento a todo; es el Dios que todo lo puede, que todo lo sabe. Es el Dios magnífico, más grande que los antepasados más grandes y más queridos del pueblo. Es el Dios “de los padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob” (Ex 3, 6). Es el Dios amigo de su pueblo. Es el “YO SOY”.

Moisés queda fascinado y entra en la oración de adoración, es decir, de diálogo entre el Dios maravilloso que se quita el velo de su rostro para mostrarse plenamente y el creyente que queda sin palabras al admirar su majestad. El corazón no alcanza a soportar la emoción y el gozo del encuentro; el amigo de Dios tiene que ocultar su rostro para no morir de amor.

Todo el libro del Éxodo es un diálogo continuo entre Dios y Moisés. En la tienda del encuentro, que Moisés coloca a cierta distancia del campamento, “Yahvé hablaba con Moisés cara a cara como un hombre habla con su amigo” (Ex 33, 11). Una frase se repite con mucha frecuencia a lo largo del Éxodo: “Yahvé dijo a Moisés”. Es una muestra de que Moisés está permanentemente a la escucha de Dios. En muchas ocasiones no habla; responde con su silencio de adoración y de aceptación. Practica entonces la forma de oración que Jesús recomienda a sus discípulos: “Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo” (Mt 6, 7-8). La oración en Moisés consiste en escuchar a Dios que le habla como un amigo habla a su amigo. Este es el momento cumbre de la adoración: ahora Dios se presenta verdadera y directamente como el Dios de Moisés. Ya no hay barreras ni mediaciones. Es el momento de la unión más íntima, de la plena unidad, de la adoración total. Es el clímax del intercambio amoroso reciproco entre el corazón de Dios y el corazón del creyente.

Otro momento de gran intimidad con Yahvé en la vida de Moisés es el de la renovación de la Alianza (cf. Ex 34). Cuado baja de la montaña Moisés no sabe “que la piel de su rostro brilla porque ha hablado con Dios” (Ex 34, 29). Moisés ha entrado en la órbita de Dios, hasta llegar a una gran sintonía de sentimientos y de espíritu con Él que se refleja en su rostro transformado. Es la serenidad, la paz, la bondad y la alegría propias del hombre amigo de Dios.

El encuentro con Dios hace que cambiemos nuestra forma de mirar a los demás, que los veamos como a hermanos. Y que la gente nos vea también de modo distinto, al sospechar que vivimos interiormente la experiencia de un encuentro inolvidable. Recuerdo la primera vez que vi de cerca al Papa Juan Pablo II. Fue en el año de 1981. Quedé impresionado por la serenidad y la paz que se reflejaba en su rostro. Y es que en virtud de la profunda unidad entre cuerpo y espíritu, la salud y lozanía del espíritu se reflejan en el espejo corporal.

La grandeza de Moisés no reside, en primera instancia, en su compromiso por la liberación de su pueblo, pues este compromiso nace de su profunda intimidad con el Señor. Su mayor grandeza está en tener un corazón que ama a Dios.

La oración apostólica

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El diálogo entre Dios y Moisés versa siempre sobre las vicisitudes por las que el pueblo atraviesa y lo que se debe hacer para salir de cada dificultad. Moisés pregunta a Yahvé en su oración cómo resolver los problemas que se le presentan en la realización de su misión. En otras ocasiones le manifiesta sus limitaciones: “Yo no tengo facilidad para hablar” (Ex 4,10). Se dirige frecuentemente a Él para desahogarse por las recriminaciones y exigencias del pueblo, cansado de la marcha y siempre quejumbroso (cf. Ex 5, 22-23; 14, 11-12; 15, 24; 16, 2; 17, 3). Por otra parte, es de resaltar que Moisés escucha mucho más de lo que habla; escucha y hace lo que Yahvé le pide.

Los Hermanos del Sagrado Corazón somos personas de vida activa. Nuestra oración no puede ser impersonal ni atemporal ni alejada de la realidad. Como en el caso de Moisés, nuestra oración parte a menudo de las situaciones que vivimos en nuestra actividad diaria: los padres que no pueden pagar la pensión de estudios de sus hijos, los buenos resultados de nuestros alumnos en los exámenes oficiales, el alumno gravemente enfermo, la educadora que pronto va a contraer matrimonio, las dificultades de los niños y jóvenes que sufren las consecuencias del deterioro familiar, la culminación de un periodo de formación y de estudio, la fatiga de mi compañero educador, la celebración del cumpleaños de un amigo o de un miembro de la familia o de la comunidad, la tristeza de quien ha perdido a un miembro de su familia, la pérdida de gusto por nuestra vocación y misión, la paz interior y la alegría, frutos del encuentro con Dios. Como Moisés dialogamos con Dios sobre todas estas situaciones y escuchamos su Palabra. Como él transmitimos luego a los otros el mensaje recibido. En su diálogo franco e incesante, Moisés llega a tal grado de intimidad e identificación con Yahvé que ya no tiene palabras propias. Cuando habla al Faraón le transmite las mismas palabras de Yahvé (cf. Ex 5, 1). Lo mismo cuando se dirige al pueblo: “Moisés vino a contar al pueblo todas las palabras de Yahvé y todas las leyes, y todo el pueblo respondió a una sola voz: ‘todo lo que ha dicho Yahvé lo cumpliremos’” (Ex 24, 3).

Como cristianos y religiosos consagrados, ¿no estamos llamados a permanecer muy atentos a la voz de Dios, a sus planes, deseos y sentimientos para transmitirlos a quienes nos rodean? De este modo guardamos la humildad del Bautista, quien decía: “Detrás de mi viene alguien que es mucho mas grande que yo y a quien no soy digno de desatar la correa de sus sandalias” (Mc 1, 7). Como él, mostramos a Jesús: “He ahí el Cordero de Dios” (Jn 1, 36).

La tendencia al poder, es decir, a buscar estar sobre los demás, a la fama, al prestigio, a aparentar y ser el centro en nuestro medio, nos persigue a lo largo de nuestra vida. Es lo que los maestros de la ascética llamaban “la soberbia de la vida”. Por esta vía podemos llegar a un punto en el que ya sólo nos predicamos a nosotros mismos. Sin embargo, cristiano es quien dice “nosotros” incluso si dice “yo”. El Profeta dice siempre la Palabra del Otro. El cumplimiento de nuestra misión profética exige largos e intensos momentos de oración para ponernos en sintonía con Dios, apropiarnos de su Palabra y transmitirla después por nuestra vida. Moisés recibe la ley de Yahvé en sus encuentros de intimidad con Él en la montaña. Seremos guías válidos de los niños y jóvenes que se nos confían y de las personas que nos rodean en la medida en que permanezcamos en relación íntima con Dios.

David

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La oración de contrición

Ante el Señor revisamosnuestras vidas de hombres de acción.

(R 134)

Saúl, rey de Israel, no está cumpliendo bien su misión. Dios envía a Samuel a casa de Jesé, de Belén, para que elija a uno de sus ocho hijos y lo unja como rey. Yahvé, que no ve las apariencias sino el corazón (cf. 1 S 16, 7), inspira al profeta para que elija a David, el benjamín. ¿Qué ha visto Dios en el corazón de David? Ha visto sin duda todas las cualidades que mostrará después en su vida: valentía, nobleza, lealtad, humildad, contrición sincera, buena disposición para servir al pueblo, gran confianza en Dios (cf. 1 S 17, 37) y oración incesante.

En el segundo libro de Samuel el autor sorprende a David dirigiendo una oración a Yahvé (cf. 2 S 7, 18-29). En ella reconoce que Yahvé ha sido generoso con él, pues ha hecho grande su casa y la casa de sus siervos: “no hay nadie como Tú y no hay otro Dios que Tú” (2 S 7, 22). David reconoce que Yahvé ha querido ser el Dios de Israel para que Israel sea su pueblo por siempre (cf. 2 S 7, 24) y le pide bendiga “la casa de su servidor para que permanezca siempre en su presencia” (2 S 7, 29).

Más adelante David confiesa su gran pecado, el asesinato de Urías, el Hitita, para apropiarse de Betsabé, su esposa. David dice: “He pecado contra Yahvé” (2 S 12, 13). De acuerdo con la ley de su pueblo, merece la pena de muerte. Pero él es el rey, la autoridad máxima y, por lo tanto, ninguna otra autoridad humana puede juzgarlo. ¿De qué modo lavará su pecado si no va a ser sujeto de condena legal? David está convencido de que sólo Dios puede perdonarlo. Desde entonces David será reconocido por su oración de contrición. Ésta se origina no en su mirada hacia sí mismo, hacia su propia fragilidad y pecado, sino esencialmente en su mirada a Yahvé, su protector y amigo: “Me esperaban en el día de mi desgracia, pero Yahvé fue para mi un apoyo; Él me ha librado, me ha puesto en camino, me ha salvado porque me ama” (2 S 22, 19-20).

La contrición no es un remordimiento. Éste surge del sentimiento de abatimiento y de frustración de la persona tras su pecado, por haber sido incapaz de tener una conducta digna; es el auto reproche por la deshonra de su propia vida; es un sentimiento centrado en la persona misma, en su falta; es la decepción orgullosa por su debilidad. El orgulloso se enoja consigo mismo por haber pecado. El humilde, por el contrario, siente un pesar profundo de haber ofendido a Dios, de no haber correspondido con amor al Amor. En la contrición la persona mira primero a Dios, de quien se siente profundamente amada, y, después, mirándose a sí misma, toma conciencia de que su pecado constituye una gran ingratitud; nace entonces en su corazón un arrepentimiento sincero. Tener contrición es compartir los sentimientos del salmista, el cual comienza por alzar su mirada al Dios bueno y compasivo: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa” (S 51(50), 3). Sigue después la petición de quien se reconoce pecador: “Lava del todo mi delito, limpia mi pecado” (S 51(50), 4).

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El camino de expiación es el de la ofrenda interior: “un corazón quebrantado y humillado tu no lo desprecias, Señor” (S 51(50), 19). El sacrificio que agrada a Dios es la contrición de corazón acompañada de la humildad y de la confesión. La herencia que David nos ha dejado es que el verdadero sacrificio a Dios se realiza cuando el hombre se ofrece a sí mismo todo entero, entregándole su miseria y poniendo en Él toda su esperanza.

Resumiendo, la verdadera contrición no se fundamenta en una contabilidad de nuestras faltas sino en el dolor por nuestro rechazo al amor. Nos dispone a hacer de toda nuestra vida una ofrenda de luz y de amor.

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Capítulo II: Oramos con Jesús y María

En este capítulo presento a Jesús como el gran orante que pide por la humanidad y como el gran maestro de oración. Además, refuerzo la invitación del Capítulo general a vivir el encuentro con Dios en la intimidad con Jesús-hermano. Finalmente, presento la oración de María.

Jesús

La oración del Hijo

Que la oración sostenida por una gran confianzasea para vosotros una arma que os acompañe siempre, decía...

Ella es indispensable a quienes trabajanpor la salvación de las almas.

(H. Policarpo, Circ. del 8 de enero de 1843 in Positio, p. 390)

En Conakry, capital de Guinea, los Hermanos dirigen el Colegio Sainte Marie. La propiedad, que tiene una superficie de alrededor de cinco hectáreas, está rodeada casi totalmente por el mar. El clima es tropical, caliente y húmedo. En mi breve paso por allí experimento la delicia de sentarme por momentos a la sombra, a la orilla del océano, para recibir la suave y refrescante brisa que en el mes de febrero viene del norte.

Mirando la mar pienso en la infinitud de Dios y en nuestra relación con Él. Van pasando por mi mente los hombres y mujeres orantes de todos los tiempos. E imagino que sus oraciones son ríos que desembocaban en ese mar que es Jesucristo, el Hijo de Dios, en quien se reconcilian Dios y el hombre. Alzando la vista veo a lo lejos el horizonte, donde se juntan el cielo y la tierra. Allí, en el confín de ese grandioso templo natural, Jesús presenta al Padre el rico caudal de oraciones que le llega de los cuatro puntos cardinales y de todos los tiempos. Jesús es el orante, el maestro de oración que transmite fielmente al Padre la oración de sus hermanos.

¿Qué es lo más original en la oración de Jesús? La novedad está en que Jesús ora al Padre como un verdadero hijo. Nadie ha tenido ni tendrá una conciencia tan elevada de ser amado por Dios. Él es plenamente consciente de ser el Amado del Padre, con quien mantiene un trato muy familiar e íntimo.

La oración no es simple conocimiento intelectual, emoción o sentimiento de devoción. Estas realidades son importantes, disponen para la oración y la acompañan, pero no son su esencia. “Orar es, en su más íntima esencia, un acto de amor, y la oración es tanto más perfecta cuanto más se refleja en ella el amor, cuanto más se eleva el que ora del amor imperfecto al amor perfecto8”.

La oración de Jesús es perfecta, porque su amor al Padre es total. En efecto, “Jesús se ha hecho hombre, y esa es la razón por la que, por primera vez, un corazón humano late al unísono con el Corazón de Dios; por primera vez un amor perfecto hacia el Padre hace

8 ALONSO, Severino María. Proyecto personal de vida espiritual. Ejercicios espirituales o ejercitación en el Espíritu. Fuenlabrada (Madrid): Ed. Publicaciones Claretianas, 1993, p. 170.

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palpitar un corazón humano; por primera vez un corazón de hombre late con un amor perfecto hacia los hombres9”.

El Evangelista Lucas sorprende a Jesús en oración, después de su bautismo. De repente el cielo se abre y el Espíritu desciende en forma de paloma. Una voz dice desde lo alto: “Tu eres mi hijo; yo hoy te he engendrado” (Lc 3, 22). Cuando Jesús ora, experimenta la sensación gozosa de ser mirado por el Padre como verdadero hijo. En Mateo y Marcos la frase que se escucha es: “Este es mi Hijo amado, que me complace totalmente” (Mt 3, 17; Mc 1, 11). Jesús no solamente es el Hijo sino el Hijo amado a quien el Padre mira con ojos de infinita ternura. El Padre lo ama con un amor incomparable y Él corresponde con un amor que es don total. Por ello Jesús es la mayor gloria del Padre, su mayor alegría.

Jesús está, pues, absolutamente convencido del amor y del cuidado solícito del Padre, se abandona totalmente a Él e invita a sus discípulos a tener la misma confianza. El Padre alimenta pródigamente los pájaros del cielo y viste primorosamente los lirios del campo. Entonces, ¿por qué preocuparse por la comida, por la bebida o por el vestido, como hacen los paganos? No os inquietéis, “vuestro Padre del cielo sabe que tenéis necesidad de todo eso” (Mt 6, 32). Jesús, pues, ora con la certeza de que el Padre es el mejor de todos los padres y da siempre lo mejor a sus hijos: “Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos las dará a quienes se las piden” (Mt 7, 11).

Jesús no juzga ni condena a los demás. Por el contrario, ama a todos, los ayuda en sus necesidades, es comprensivo y perdona. Él es como el Padre y pide a sus discípulos que tengan la misma disposición: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6, 36).

Jesús tiene siempre la imagen del Padre en su mente y en su corazón. A Él dirige su mirada y de Él habla hasta en los momentos de más actividad. Puesto que ama al Padre, necesita momentos para estar a solas con Él. En múltiples ocasiones los evangelios nos dicen que Jesús se retira al monte, al desierto o a un lugar apartado para orar. Por ejemplo, antes de llamar a sus discípulos pasa toda la noche en oración (cf . Lc 6, 12). La montaña simboliza el encuentro entre Dios y el hombre y el desierto es la imagen del lugar solitario, pero lleno de la presencia de Dios. A Dios se le encuentra sobre todo en el silencio de los lugares apartados: “Retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt, 6, 6).

Al invitarlos a hacer un rato de reflexión y examen de conciencia yo decía a mis alumnos hace algunos años que en este mundo de ruido y precipitación el mejor regalo que nos podemos hacer es el silencio y la calma. Los hermanos del Sagrado Corazón nos hacemos un regalo similar cuando respondemos a la invitación de Jesús, “venid vosotros mismos aparte” (Mc 6, 31), retirándonos diariamente a la soledad de la capilla, de la habitación o del oratorio.

La transfiguración en el Tabor constituye para Jesús una experiencia sublime de oración (cf. Mt 17, 1-8; Mc 9, 2-8; Lc 9, 28-36). En esta ocasión no está sólo, pues ha invitado a Pedro, Santiago y Juan y los ha conducido hasta lo alto de la montaña. El cuadro es asombroso: Jesús, el nuevo Moisés y el Mesías de Dios, está en el centro, acompañado por Moisés y Elías.

9 CLEMENT, Olivier e SERR, Jacques. Op.cit., p. 32.

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En el monte Tabor la persona de Jesús se transforma maravillosamente en su encuentro con el Padre y el Espíritu, hasta tal punto que su rostro brilla como el sol y sus vestiduras son blancas como la nieve. El corazón de Jesús se llena de gozo inmenso al escuchar las palabras del Padre: “Este es mi Hijo muy amado; escuchadle” (Mt 17, 5; cf. Mc 9, 7; Lc 9, 35). El resplandor del rostro de Moisés al descender de la montaña no es mas que un pálido reflejo del brillo incomparable del rostro de Jesús. Su identificación con el Padre de la luz es total. Su amor al Padre es tan grande que ya no se pertenece. El Padre es todo para Él y Él es todo del Padre.

Decíamos que la oración de Jesús nace de su conciencia profunda de ser hijo. Se trata de una conciencia total, enteramente confiada, capaz de emerger por encima de toda duda, aún en los momentos más difíciles de su vida, como la noche de Getsemaní o el día de su muerte en la cruz.

La noche de Getsemaní (cf. Mt 26, 36-46; Mc 14, 32-42; Lc 22, 39-46) es la noche del miedo, de la angustia, de la tristeza, pero también del abandono confiado en las manos del Padre. Jesús sabe que sus enemigos lo buscan para matarlo. Él ama la vida, pero vislumbra el horror del sufrimiento, así como la inminente y desconocida muerte. ¿Cómo terminará todo? ¿Su sed de vivir se ahogará para siempre en una muerte sin retorno? Un sentimiento de pavor se va apoderando de Él a medida que pasa el tiempo. Su ansiedad crece por momentos. Pero cuanto más grande es el terror más se entrega a su Padre.

La imagen del Padre le reconforta pero, al mismo tiempo, alimenta su tristeza, pues sabe cómo su propio sufrimiento es doloroso para el Padre. Evidentemente, el Padre no desea su dolor ni su muerte, así como no los desea a ninguno de sus hijas e hijos, hombres y mujeres del mundo. Y en esos momentos Jesús, y también el Padre y el Espíritu con Él, soporta el océano de sufrimiento de la humanidad entera de todos los tiempos. Sufren con los hambrientos y sedientos de siempre, con los pobres, con los abandonados, con los enfermos, con los perseguidos, con los destrozados por la guerra, con los jóvenes esclavos de dependencias que destruyen su vida, con los niños no deseados ni amados.

Por otra parte, Dios padece por todos los hombres y mujeres que no corresponden a su amor. El Dios-Amor sufre porque no es amado. Pero no sufre tanto por Él sino por sus queridos hijos e hijas que no lo aman, los pecadores, porque ellos mismos se excluyen del gozo que tiene preparado a quienes lo aman de verdad.

Creer que Dios sufre con nosotros puede hacernos más fuertes ante la adversidad y el dolor y conducirnos a vivir la experiencia de la infinita ternura del Padre.

Jesús es desgarrado por una violenta lucha interior ante la inminencia de la condena y de la muerte. ¿Debe aceptar pasivamente que sobrevengan? ¿O es el momento de hacer algo extraordinario para doblegar el destino? Es la hora de la tentación. En primer lugar es, probablemente, la tentación del poder: ¿por qué no utilizar el poder que el Padre le ha dado para aplastar a los enemigos? Es también, tal vez, la tentación del poseer: ¿por qué, por ejemplo, no convertir las piedras en oro para pagar con él a sus enemigos y calmar su ira? Es, quizá, la tentación del placer: ¿por qué no dar marcha atrás, negando todos los mensajes que hayan podido exasperar a sus enemigos, y dedicarse a una vida placentera y fácil, sin complicaciones?

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El sufrimiento aumenta hasta hacerse insoportable. Ya no es un dolor de vida sino un dolor y una angustia de muerte. El corazón se acelera descontroladamente, un sudor frío y como de gotas de sangre resbala por todo su cuerpo y cae sobre la tierra (cf. Lc 22, 44). Un corazón de hombre no puede soportar el dolor del Corazón de Dios.

Cuanto más agudo es su dolor, más se entrega a su Padre. Se dirige a Él, nombrándolo con la palabra con que los niños llaman tiernamente a su padre: “!Abba, Papá¡; todo es posible para ti; aparta de mi esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú” (Mc 14, 36). Incluso en el momento más álgido de su sufrimiento no renuncia a su condición de ser totalmente hombre y a su voluntad de ser en todo igual a nosotros menos en el pecado, a su opción de someterse a todas las vicisitudes humanas, sin excluir el dolor ni la misma muerte.

La tentación arrecia. Por dos veces se levanta para ver qué hacen sus discípulos y los encuentra dormidos. Una y otra vez suplica al Padre repitiendo las mismas palabras: “¡Abba, Papá!...” Jesús ama al Padre con un amor infinito, e inmenso es también su amor a los hijos e hijas del Padre, sus hermanos y hermanas. Movido por su fe total en el Padre, su confianza absoluta en su amor, y por su amor apasionado a todos sus hermanos y hermanas, Jesús decide ser fiel a sí mismo y a su misión hasta el final, aunque tenga que pasar como todos los humanos por el difícil trance de la muerte. Esa es su decisión y todo lo demás lo deja en manos del Padre, abandonándose totalmente a Él. Es el fin de la tentación.

En su agonía en el Huerto de los olivos y en su pasión y muerte Jesús nos revela a un Dios que tiene vocación-pasión de humanidad. Jesús muere porque su vocación es ser Dios-con-nosotros hasta el final, totalmente Hijo de Dios y hombre a la vez. Y ser totalmente hombre significa asumir la condición humana con todas sus consecuencias, incluidos el dolor y la muerte, sin recurrir a poderes superiores. En su opción de compartir su vida con nosotros, de acompañarnos siempre, en las buenas y en las malas, y de asemejarse a nosotros, como un hombre cualquiera (cf. Flp 2, 6-11), Jesús nos muestra que Él es verdaderamente nuestro hermano y amigo. De este modo, la fuerza del Dios liberador se manifiesta en la debilidad.

La oración de Jesús: “Que todos sean uno.” (Jn 17)

Oremos sin cesar; oremos los unos por los otrosdándonos cita a menudo

en los Sagrados Corazones de Jesús y de María,refugio habitual en todas nuestras necesidades.

(H. Policarpo, Carta después de la clausura del Capítulo,5 de septiembre de 1856, in Positio, p. 345)

La oración de Jesús a la hora de su sacrificio muestra el lazo íntimo entre Él y su Padre. Jesús comienza dirigiéndose al Padre con estas palabras: “Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti” (Jn 17, 1).

Contra lo que pudiera pensarse, Jesús no empieza pidiendo por sí mismo. Es verdad que dice: “Padre… glorifica a tu Hijo”, es decir, glorifícame, lléname de gloria, de gozo, de satisfacción, de felicidad. Pero para Jesús, dada su íntima unión al Padre, su gloria y la gloria del Padre son la misma cosa. Y la gloria del Padre es que sus hijos tengan la vida

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eterna, es decir el conocimiento del único Dios verdadero. Por eso Jesús pide al Padre la gracia de ser capaz de darles dicha vida, en cumplimiento de la misión recibida.

En su oración Jesús pide por sus discípulos, por las mujeres y hombres de todos los tiempos. Pero como buen intercesor comienza por motivar su petición, apoyándola, en primer lugar, en su actitud para con el Padre, como diciéndole: “Mira, yo me he portado bien contigo porque te he glorificado, he cumplido la misión que me encomendaste, pues he dado a conocer tu amor a los hombres que Tú me has dado como hermanos” (cf. Jn 17, 4.6).

En segundo lugar Jesús apoya su súplica en la bondad de los discípulos, pues han creído que Jesús es la Palabra del Padre, su Hijo enviado al mundo (cf. Jn 17, 7-8). Además, el Padre debe recordar que los discípulos son sus hijos (cf. Jn 17, 9). Y si son del Padre son también del Hijo, en virtud del gran amor entre ambos: “Todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío” (Jn 17, 10).

Finalmente Jesús apoya su Intercesión en su profunda unión con los discípulos, quienes son sus íntimos, sus amigos: “Padre, si me amas a mí, tienes también que amarlos a ellos. El bien de ellos es mi bien, ellos son mi gloria (cf. Jn 17, 10), su gozo es mi gozo”.

Una vez que Jesús ha motivado bien su petición, la presenta al Padre: “Guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11 ; cf. Jn 17, 21-23). Jesús ha venido a este mundo para sellar la alianza de Dios con los hombres en el amor y para reforzar la unidad de los hombres entre sí. En eso se resume su misión: “que todos sean uno”, que permanezcan en el amor, al experimentar el gozo de saber que son hijos amados del Padre (cf. Jn 17, 24.26).

En mis visitas a las comunidades de las diferentes provincias he podido constatar que las relaciones fraternas, la acogida y la sencillez son casi siempre sobresalientes. Pero también he observado divisiones y antipatías, que causan decepciones y tristezas. Por eso, oremos a ejemplo de Jesús para que en todos los lugares y ante todas las personas demos un testimonio de profunda unidad. El Hermano Policarpo decía al respecto: “Mis buenos Hermanos, pienso que el único medio que tenéis para ser felices es vivir en estrecha y perfecta unión. No tengáis todos sino un solo corazón y una sola alma…” (Carta del 27 de noviembre de 1851 a los HH. de USA, in Positio, p. 313).

Jesús, Maestro de oración

El ejemplo de Jesús, que se dirige sin cesar hacia su Padre,nos muestra la necesidad de la oración continua.

(R 129)

Como hemos visto, una peculiaridad de la oración de Jesús es que nace de su inmenso amor al Padre, un amor sin par que se concreta en un trato muy familiar con Él. Por otra parte, Jesús no limita su oración a determinadas prácticas de piedad; vive continuamente en oración, unido al Padre, aun en los momentos de más febril actividad misionera. Más todavía, se retira a lugares apartados para tener una relación exclusiva y más íntima con su Padre; pasa muchas noches orando y esto alimenta y revitaliza tan bien su relación filial que, al día siguiente, se le ve lleno de ardor.

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La relación de Jesús con sus discípulos durante su vida pública es muy cercana. Ellos tienen la ocasión de estar junto a su maestro y de apreciar cómo se entretiene con el Padre de los cielos y cómo habla de Él; también son testigos de su permanente servicio a todos los que llegan a Él solicitando su ayuda. Ven que su Maestro participa de las oraciones habituales de todo judío fiel, pero notan que ora al Padre de una forma única, con un inmenso amor y una indefectible confianza. Por eso le suplican: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1). La respuesta de Jesús no se hace esperar: “Orad así: Padre nuestro que estás en los cielos…” (Mt 6, 9-13).

Jesús enseña a orar a sus discípulos como Él ora. Lo primero que le viene a la mente cuando se dispone a orar es la imagen del Padre. Sobre este particular dice el Papa Benedicto XVI: “La enseñanza de Jesús no viene de un aprendizaje humano… proviene del contacto directo con el Padre, del diálogo ‘cara a cara’, de la visión de aquel que está en ‘el seno del Padre’ (Jn 1, 18)10”. En este diálogo el Padre le muestra a Jesús su gran amor y Jesús le expresa el suyo. Su amor ágape lo vive en su oblación total y gratuita al Padre y a sus hermanos, los hijos del Padre.

Jesús, en su oración, se acuerda mucho más del Padre y de sus hijos que de sí mismo. Por eso la oración que recomienda a sus discípulos comienza con estas dos palabras: “Padre nuestro”. Orar no es tanto decir a Dios “Padre mío” sino “Padre nuestro”, conscientes de que Dios es Padre de todos y de que, por lo tanto, todos somos hermanos.

En el momento de dirigirnos al Padre, nuestra primera impresión es el asombro por su gran amor. Quedamos maravillados y con nuestro pensamiento fijo en Él. No pensamos sino en Él y no pedimos mas que para Él. Esa es la primera parte del Padre nuestro: “Santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6, 9-10). Quien ama de verdad busca ante todo el bien del amado.

El Padre nuestro comienza con Dios y nos conduce después por los caminos del ser humano. En la segunda parte pedimos por “nosotros”. El cristiano es siempre un “yo” que se abre al “Tú” divino para formar la comunidad del “nosotros”. Como cristianos, a la vez que pedimos por nosotros mismos, pedimos por los demás, por la satisfacción de todas nuestras necesidades resumidas en la petición del pan cotidiano; pedimos, además, para obtener el perdón de Dios con el fin de vivir en su amor, una de cuyas exigencias es la disposición para perdonar a quienes nos ofenden.

El Espíritu, nuestro entrenador en el ejercicio de la oración

El Espíritu... nos transforma y traduce ante Diosla oración inexpresada de nuestros corazones.

(R 130)

La oración de Jesús reside en el diálogo que mantiene con su Padre, del que se siente infinitamente amado, y al que ama con todo su corazón y con todas sus fuerzas. Dicha oración es la manifestación de un amor tan intenso, que ni uno ni otro lo pueden guardar para ellos solos. El Padre ama tanto al Hijo que no puede pasar sin decirle cuánto lo ama. Y lo mismo pasa con el Hijo con respecto al Padre. Ese intercambio de amor es perfecto, tan perfecto que tiene todas las cualidades, incluso la de existir. Ese intercambio existe y se llama el Espíritu de Amor.

10 RATZINGER, Joseph. Op. cit., p. 27.

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Así como la oración de Jesús, nuestra oración nace también de la conciencia de ser los hijos amados por el Padre y hermanos de Jesús. Y es el Espíritu quien nos da esta conciencia, como nos dice S. Pablo: “Recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que os hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (Rm 8, 15-16).

En la oración, todo empieza por el reconocimiento de que Dios es para nosotros Padre-Madre, más bueno que el mejor de los padres-madres del mundo. Es el Espíritu quien nos ayuda a conocer el amor de Dios y a orar en espíritu y en verdad. Gracias al Espíritu podemos dirigir al Padre la oración de nuestro amor que se resume en una frase: “Tú me amas”. Y gracias a Él podemos también pedirle: “Haz que yo me deje invadir por tu amor”. Estas son las dos expresiones fundamentales de toda oración. La Regla de Vida nos confirma que el Espíritu apoya nuestra oración al afirmar que Él: “Nos impulsa a la confianza, porque Dios es bueno y fiel; a la súplica, porque es el dueño de nuestras vidas. Nos transforma y traduce ante Dios la oración inexpresada de nuestros corazones” (R 130). Gracias al Espíritu nuestra oración es una parte de la melodía del cielo, el perfume del incienso que sube hasta el altar de la Trinidad.

El encuentro con Dios requiere una actitud de conversión: “quítate las sandalias” (Ex 3,5), dice Yahvé a Moisés. El Espíritu nos apoya en este proceso en el cual cada vez vamos siendo más de Dios, abandonando el egoísmo, el orgullo, la autosuficiencia, la tendencia a la vida fácil, la inconstancia, el individualismo, la superficialidad, la distracción, el querer saberlo todo, el meterse en todo, el comentar las faltas y debilidades del prójimo, la falta de silencio exterior e interior, el activismo y, en general, nuestras imperfecciones y pecados.

Sabemos que no somos capaces de liberarnos por nosotros mismos de todas estas esclavitudes y por eso “ponemos nuestra frágil esperanza en la gracia del Espíritu Santo, siempre activo para unificar nuestra vida y liberarnos de las coacciones que nos impiden dedicar tiempo para comulgar de corazón a corazón con Jesús en la oración” (Una peregrinación de esperanza, p. 20).

El camino de la ascesis pasa por la muerte (mortificación) del hombre viejo para que vaya naciendo en nosotros el hombre nuevo. He puesto la palabra mortificación entre paréntesis, con cierto temor, porque nos puede recordar prácticas del pasado que hoy no son aceptables. Pero siempre es necesaria la mortificación bien entendida: decir sí a todo lo que agrada a Dios, aunque nos cueste; y decir no a lo que no le agrada e incluso a muchas otras cosas, buenas en sí mismas, que no son necesarias. La mortificación nos ayuda al desprendimiento de nosotros mismos para abandonarnos confiadamente en los brazos del Padre. Encontrar a Jesús – “Venid a mí.” (Mt 11, 28)

Unid vuestras oraciones a las mías y pedid al buen Salvadorque os dé un lugar en su Corazón sagrado,

con el fin de que podáis establecer en Él vuestra moraday que Él sea sobre todo el lugar de vuestro refugio

en el tiempo del combate y de la desolación.(Cartas del H. Policarpo a varios hermanos in Positio, p. 442)

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Hermanos, en el comienzo de mi primera circular les decía que quería “subrayar en ella la necesidad y la urgencia de volver en nuestra vida a lo esencial”. A lo largo de la misma intentaba mostrar cómo nuestra relación con Dios es algo fundamental en nuestra vida cristiana y religiosa. Dicha relación la vivimos en el encuentro íntimo con Jesús-Hermano, que quiere compartir con nosotros la experiencia sublime del amor del Padre y “transformarnos para una más profunda comunión con los demás” (Una peregrinación de esperanza, p. 20).

Volver la vida cristiana a lo esencial es reavivar la fe en Jesús y centrar nuestra vida en Él. La fe es experiencia personal de confianza en el Dios que se nos revela en Jesús. Ahora bien, Jesús vive sólo para el Padre. Por lo tanto, nosotros vivimos la fe plenamente si vivimos sólo para Dios, único Señor (cf. Ex 20, 3).

El cristiano y el religioso viven su vocación en la creciente identificación con Jesús (cf. Rm 8, 29; Jn 14, 5-6). Se trata de adoptar su modo de pensar y de amar. Esto es fácil de decir, pero es tarea de toda la vida. Entramos a la vida religiosa, por ejemplo, con unas determinadas motivaciones. Puede ser que entre ellas estén la búsqueda de Dios, el deseo de perfección o de prestar un servicio a los demás. Pero también suele haber motivaciones humanas, insuficientes para asegurar la perseverancia: el deseo de ser más, de tener más, de estar sobre los demás, de asegurar nuestra vida, de recibir una capacitación, etc.

Vivir la fe requiere de una actitud de conversión. La palabra conversión significa cambio de dirección o de orientación de nuestra vida. Como acabo de escribir, en un principio podemos entrar a la vida religiosa para conseguir ciertas ventajas para nosotros mismos. Ahora bien, en la vida no hay mas que dos opciones: o vivimos para Dios y los otros o vivimos para nosotros mismos. La conversión es la reorientación continua de nuestra vida hacia Dios y hacia los otros. En otras palabras, vivir la fe requiere la transfiguración permanente de nuestro amor (cf. R 74). Dicha transfiguración es el paso del amor con resabios de egoísmo (eros) a un amor cada vez más altruista, hasta llegar al amor puro que se expresa en el don total y desinteresado de nosotros mismos (ágape). San Pablo, que vivía completamente anegado en el misterio de Cristo, expresaba así esta realidad: “Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi” (Ga 2, 20).

El camino de conversión del que hablamos es un camino de perfección: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Ser perfectos buscar en todo la voluntad de Dios, orar y amar perfectamente, practicar las virtudes humanas y cristianas. Se trata de ser hombres y mujeres de Dios, es decir, de ser santos. La santidad es el mejor regalo que podemos hacer al mundo de hoy. Ella consiste en el amor a Dios y al prójimo (cf. 1 Jn 4, 20-21). Toda la vida cristiana y espiritual se resume, en última instancia en dos actitudes vitales: la filiación y la fraternidad. Se trata de vivir como hijos de Dios y como hermanos unos de otros, buscando agradar a Dios en todo: “Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la mayor gloria de Dios” (1 Cor 10, 31).

Quienes nos decimos seguidores de Jesús imitamos su forma de ser. Como Él, sabemos estar con los demás, situándonos a su mismo nivel, y no buscamos estar por encima de ellos en una posición dominante. Si Dios es un Dios cercano y amigo, nuestras relaciones no pueden establecerse desde el poder – “yo soy más que tú” –, desde el poseer – “yo tengo más que tú” – ni del placer egoísta – “tú vales solamente si eres mío” –.

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En mis visitas a las comunidades repito con frecuencia que, “a ejemplo de Jesús-Hermano, somos hermanos para estar con los demás, no para estar sobre ellos”. Y este principio vale tanto para el ejercicio de la autoridad como de la obediencia, así como para nuestras relaciones con todo tipo de personas. La frase tiene un gran sentido, pues brota de la más genuina teología y espiritualidad de la comunión y de la encarnación. Quienes viven de acuerdo con este principio son personas de profunda vida espiritual, fraterna y apostólica.

Por otra parte, son actitudes propias del orgulloso creerse superior, sobreestimar sus cualidades y negar sus defectos, buscar la admiración de los demás, ser ambicioso y querer imponerse siempre sobre los otros. El humilde, por el contrario, es sencillo, agradecido, se pone al servicio de los otros, reconoce sus cualidades y también sus defectos. La humildad es la verdad. Y la verdad es que hemos recibido todo lo bueno que tenemos: “¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué gloriarte, como si no lo hubieras recibido?” (1 Co 4, 7).

El humilde reconoce que todo lo bueno es don de Dios: “Es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar” (Flp 2, 13); “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5); “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Flp 4, 13). El humilde mira a Dios más que a sí mismo, se abre a la acción de Dios y se abandona a Él. La humildad es condición indispensable de toda virtud y perfección. Es, sobre todo, la virtud de Jesús: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón y encontraréis la paz para vuestras almas” (Mt 11, 29).

El encuentro íntimo con Jesús hará que nos identifiquemos cada vez más con Él, con sus sentimientos, con sus actitudes, con sus palabras, con sus acciones, con sus virtudes, especialmente con la mansedumbre y la humildad. Para llegar a dicho encuentro, el Capítulo general de 2006 nos invita a “arriesgar la transformación del ritmo trepidante de nuestra vida, tomando el ‘camino necesario’ de la ascesis para orar ‘en espíritu y en verdad (Jn 4, 23)’ (R 131; cf. R 133, 139)” (Una peregrinación de esperanza, p. 21).

María

La oración de los pobres de Yahvé

El amor a Jesús y el amor a su madreestán siempre unidos en la devoción cristiana.

(R 138)

Dignaos obtenerme, ¡Oh María!,la gracia de guardar a Jesús siempre presente

en medio de mi corazón, como un germen de amor.Vos me concederéis, además,

que este germen de amorse convierta en un gran árbol

cuyos frutos sean para la eternidad.(Sentimientos y resoluciones

del Hno. Policarpo, in Positio, p. 443) La corriente espiritual de los pobres de Yahvé, que se empieza a gestar en el siglo VI a. de C., durante el exilio, da el tono a la oración de María . Es la oración de la Sierva del

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Señor, de la mujer humilde y agradecida, de la escucha de la Palabra, de la disponibilidad total, de la generosidad maternal, de la compasión que reconforta, de la unión con la Iglesia, de la confianza en Dios, en su bondad, en su poder y en su misericordia.

Para entrar en oración hay que ser pobres de espíritu. Esto significa reconocer la propia indigencia y fragilidad, ser humilde y manso. Mansa es la persona dócil que se deja guiar por Dios, que pone su confianza en Él y a Él se abandona.

No es fácil llegar a ser pobres de espíritu. El sueño del pueblo de Israel, confiado en la protección de Yahvé, era ser una nación grande, numerosa, fuerte, dominadora de los pueblos vecinos. Pero van pasando los siglos y sucede todo lo contrario: pueblos más poderosos se van apoderando del país hasta dominarlo del todo. En el año 587 a. de C., Nabucodonosor toma Jerusalén, pasa a cuchillo a muchos de sus habitantes, roba sus tesoros, incendia sus palacios, destruye sus murallas y lleva cautivos a Babilonia a quienes se salvaron de la muerte.

Algunos judíos del exilio, el pequeño resto, llegan a la conclusión de que la causa de su desgracia es su propio pecado y piden perdón a Dios: “Nosotros hemos pecado, hemos sido impíos, hemos cometido injusticia, Señor, Dios nuestro, contra todos tus decretos. Que tu furor se retire de nosotros, porque hemos quedado bien pocos entre las naciones en medio de las cuales Tú nos dispersaste” (Ba 2, 12-13). Los desterrados han quedado sin príncipes ni jefes ni sacerdotes, y sin un templo donde ofrecer sacrificios para expiar sus pecados (cf. Dn 3, 38). Pero llegan a la convicción de que Dios acoge siempre a quienes se acercan a Él con “un alma angustiada y un espíritu conmovido” (Ba 3, 1).

Los pobres de Yahvé, desposeídos de todo, se acercan humildemente a Dios. Él es la única riqueza que les queda en esta vida. En medio de su miseria reconocen la misericordia, la bondad y la protección de Dios, que quiere librarlos de la muerte. Yahvé los sostiene porque esperan en Él contra toda esperanza; desprotegidos, perseguidos en un país extranjero, buscan el apoyo de su comunidad y en ella van descubriendo el corazón de Dios que ama a los sencillos.

En la Biblia encontramos muchos ejemplos de la oración de los pobres de Yahvé. El Benedictus y el Magnificat están entre ellos. Y también la hallamos en las súplicas de quienes se dirigen a Jesús implorando su misericordia: leprosos, ciegos, mutilados, cojos, el centurión, Zaqueo, el publicano…

Cuando proclama el Magnificat, María mira primero a Dios. En su oración reconoce y ensalza la grandeza de Dios: Él es su Señor, el Poderoso, el Santo, el Misericordioso, el Dios fiel que cumple siempre sus promesas, el Dios bueno que ama especialmente a los pobres.

La segunda mirada de María es hacia los amigos que Dios protege de generación en generación: a los que le temen, es decir, a quienes, conocedores de su debilidad, tienen miedo de dejar de amar a Dios; a los hambrientos, así como también a los pobres, es decir, a quienes, desposeídos de todo, ponen su tesoro y su esperanza en Dios que los llena de bienes.

Al entonar el Magnificat nuestro canto se une a la melodía de nuestros hermanos y hermanas, los pobres de la tierra, con quienes compartimos lo único que tenemos seguro: la riqueza de Dios que se nos da en abundancia a sus amados hijos.

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María ve a los pobres al mismo tiempo que a los soberbios, a los potentados, a los ricos, todos tan llenos de sí mismos que no hay en ellos un lugar para Dios. Ellos mismos optan por otorgarse su propia pobre recompensa y excluirse de las ricas promesas divinas.

Finalmente, María se mira a sí misma, la mujer humilde, en quien el Señor ha hecho maravillas. Ella reconoce su valor y sabe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada. Pero es consciente de que esto no es mérito propio sino del Señor. El Magnificat expresa la oración de la mujer pobre que, poniendo toda su confianza en el Señor, ha sido generosamente colmada de su bondad y misericordia.

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28). Es lo primero que Dios le dice a María cuando, por medio del Ángel, se pone en comunicación con ella en el momento de la Anunciación. El gran gozo de María es saberse amada por Dios y por eso exclama en el Magnificat: “mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lc 1, 47). Es su forma de reconocer todas las maravillas que el Señor ha obrado en ella, su humilde sierva.

La gran lección de María y de todos los pobres de Yahvé es que sólo el pobre, el humilde y el vacío de sí mismo es capaz de acoger al Dios que sale a su encuentro y de orar en espíritu y verdad.

María, en su oración, intercede siempre a su hijo en favor de los demás. En el episodio de las bodas de Caná se dirige a él para decirle simplemente: “No tienen vino” (Jn 2, 3). Y su súplica desencadena la abundancia del don de Dios significado en el vino de la fiesta.

María vive su oración con la disposición de hacer siempre la voluntad del Padre. Su oración es la oración del “fiat” (cf. Lc 1, 38). Ella pertenece a la nueva familia de Dios formada por quienes “oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). Su compromiso de vivir como Dios quiere nace de su relación íntima con Dios: pues ella “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19).

Toda la vida de María es un continuo acto de oración. Pero hay un momento sublime y difícil, el de la Cruz. El Hijo sostiene la oración de la Madre y ésta anima la oración del Hijo. Su oración surge del corazón desgarrado, del dolor y de la compasión: la pasión del Hijo es también la pasión de la Madre. Sólo la compasión puede curar el dolor. En María queda patente el padecer materno de Dios. Sólo en ella llega a su término la imagen de la cruz, porque ella es la cruz asumida.

Finalmente, María es la madre que sigue orando hoy con todos nosotros, sus hijos, lo mismo que en los comienzos de la Iglesia: “Todos perseveraban en la oración con un mismo espíritu en compañía de María, la madre de Jesús” (Hch 1, 14).

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Capítulo III: Oramos en Iglesia

Unidos a Jesús y María

En las páginas precedentes hemos tenido la oportunidad de dirigir nuestra mirada hacia Jesús. Hemos visto en Él al gran orante, cuyo espíritu de oración brota de su convicción segura de ser el Amado del Padre. Lo hemos presentado como nuestro maestro de oración. Hemos mostrado también a María acompañando la vida y la oración de Jesús.

Jesús ocupa el lugar central en la historia de nuestra salvación. Él es el Dios hecho hombre, Hijo del Padre. En Él se reconcilian completamente Dios y el hombre. Por ello, Él es el único puente de comunicación entre el cielo y la tierra: Dios no habla al hombre sino a través de Jesús y sólo a través de Él el hombre habla a Dios. Jesús es, pues, quien transmite fielmente al Padre la oración de sus hijos.

Jesús no es una persona solitaria. En primer lugar, vive en perfecta unidad con el Padre y el Espíritu. Además, es la cabeza del Cuerpo místico, cuyos miembros somos todos los fieles de la Iglesia. Él la ha fundado para continuar su misión real, profética y sacerdotal. Todos los bautizados participamos de la función sacerdotal: los ministros por el sacerdocio ministerial y los seglares por el sacerdocio común. La Iglesia continúa ejerciendo la función sacerdotal de Cristo por la celebración eucarística, la liturgia y la oración. El libro de los Hechos nos presenta una comunidad cristiana asidua a la oración (cf. Hch 2, 42). El hecho de que Jesús sea la Cabeza del cuerpo místico de la Iglesia y el portavoz de nuestra oración al Padre, implica que nuestra oración, hasta la más personal e íntima, no llega al Padre aislada sino que se une al inmenso río de plegarias que sube hasta Él, formado por la oración incesante de su Hijo, la de María, su madre y madre nuestra, y la de todos los amigos de Dios. Oramos en Iglesia y como Iglesia, unidos a Cristo y a la humanidad entera. Por otra parte, nos llena de confianza el hecho de que Jesús, el Hijo amado y hermano nuestro, presenta nuestras súplicas al Padre a la vez que intercede por nosotros.

Oramos provocados por la Palabra

La Sagrada Escritura inspira nuestra vida de oración.La meditación, la lectura espiritual, el compartir el Evangelio

y la lectura asidua de la Biblianos abren el espíritu y el corazón

a un conocimiento íntimo de Jesús.(R 132; cf. R 24)

Cuando voy a realizar un viaje en avión suelo llegar al aeropuerto con una prudente anticipación. Facturado el equipaje y recibida la tarjeta de embarque, tengo tiempo para rezar, reflexionar, leer y, si la espera se prolonga, hasta para estudiar inglés. A veces suelo entrar en alguna librería. Encuentro en las estanterías una gran cantidad de libros que tratan de explicar cómo la gente puede encontrar el bienestar físico, mental y espiritual. Los hay de múltiples tamaños y formas.

Pienso que si el mercado ofrece tantos y tan variados libros sobre el bienestar es porque se venden bien. Y si esto sucede, es porque satisfacen alguna necesidad. ¿Qué busca la

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gente en ellos? ¿Responder a sus necesidades materiales? Ciertamente no en los países ricos, en los que los aficionados a esta literatura no carecen nada.¿No será mas bien que tienen otros deseos profundos que no logran hacer realidad: encontrar el sentido de la vida, asegurar el bienestar en un futuro siempre incierto, hallar la paz y el amor…? Estos y otros anhelos expresan la honda sed espiritual del hombre de hoy.

El mercado trata de crear necesidades y, después, de ofrecer respuestas que, a menudo, son ilusorias. Es la nueva religión del bienestar, del equilibrio entre el cuerpo, la mente y el espíritu, de la forma de encontrar la felicidad... Hay recetas para todas las situaciones. Pero, ¡Oh desgracia!, las milagrosas fórmulas resultan vanas. Al final la gente sigue con las mismas dificultades y con algún dinero menos. Las recetas no surten efecto porque ofrecen una seudo-espiritualidad egocéntrica, individualista, impersonal, panteísta que contradice la misma esencia de la persona humana y sus aspiraciones más profundas.

Hace más de cuarenta años el Concilio Vaticano II nos invitaba a centrar nuestra vida en Dios, quien en su Hijo Jesucristo nos ofrece la única salvación posible: “no se ha dado otro nombre a los hombres bajo el cielo por el cual puedan ser salvados” (Gaudium et Spes, 10).

La salvación del hombre es conocer el amor del Padre, que se nos revela en Jesús, acoger dicho amor y, ayudados por la gracia de su Espíritu, corresponder a sus dones con un verdadero amor filial. ¿Pero cómo conocer a Jesús? La respuesta es bien sencilla: a través de la Sagrada Escritura que contiene la Palabra de Dios. San Ambrosio decía que cuando leemos las Escrituras escuchamos a Cristo.

San Juan escribe: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe” (Jn 1, 1). Todo ha sido creado por la Palabra, es decir, por el Hijo, imagen perfecta del Padre, y por eso toda la creación, especialmente el hombre, es un espejo de Dios.

Cuando Dios habla, crea las cosas. En efecto, la Palabra, al nombrar a los diversos seres, los presenta completos, con todas las cualidades, incluyendo la cualidad de existir: la Palabra nombra a las cosas y las cosas comienzan a ser. La Palabra no sólo es una imagen sino auténtica realidad. Por eso se dice que ella es eficaz, es decir, que no vuelve vacía, sin haber causado efecto (cf. Is 55, 10-11; Gn 1, 1-31).

Cristo hoy, ayer y siempre; este era el lema del gran Jubileo del año 2000. Es decir que Cristo es “Alfa y Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin” (Ap 22, 13); es el centro de la historia en el sentido de que todo converge en Él y que Él recapitula en si todas las cosas. Por eso, insertos en este misterio inconmensurable, es importante que Cristo sea el centro de nuestras vidas, que esté “en el centro de nuestras motivaciones y referencias” (R 112).

Recibimos a Cristo en la Eucaristía y también en la Escritura, pues Cristo es la realización de la escritura, la Palabra encarnada. Toda la Escritura es esperanza de salvación y en Cristo se realiza esta esperanza. San Jerónimo decía: “Considero el Evangelio como cuerpo de Cristo”.

Puesto que conocemos a Jesús en la Escritura, ella ha de ser para nosotros el libro espiritual preferido para saciar nuestra hambre espiritual, la de los alumnos,

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colaboradores y, en general, la de todas las personas a quienes servimos. En la corriente actual de espiritualidad-mercado se incluyen infinidad de libros con atractivas y bellas historias de tono moralizante. Los relatos son agradables, pero no sirven por sí mismos para calmar el hambre espiritual del hombre de hoy. No es malo contar alguna historia atractiva como enseñanza para la vida. Pero el centro de nuestra reflexión debe ser siempre alguna frase o algún texto de la Sagrada Escritura. Como los Apóstoles, nosotros tampoco podemos descuidar ni abandonar la Palabra de Dios (cf. Hch 6, 2).

La lectio divina

En este apartado quiero proponerles una forma de oración de la que todos ustedes han oído hablar y que muchos conocen y practican. Se trata de la lectio divina.

Aclaro, en primer lugar, que no es algo exclusivo de los monjes sino que pertenece a toda la Iglesia. La recomiendo muy especialmente porque se centra en la Palabra de Dios, se practica en la Iglesia desde los primeros tiempos, es tan sencilla que queda al alcance de todos y puede constituirse en un medio privilegiado para volver a lo esencial de nuestra vida religiosa: al fundamento cristológico, a la búsqueda de Dios y al trato cada vez más familiar e íntimo con Él, en una relación amorosa de corazón a corazón. Decía S. Agustín: “Dios no espera de ti palabras sino tu corazón”.

Por temperamento tengo tendencia a ser un educador minucioso y paternal; me asalta la idea de intentar explicarles con todo detalle este modo de oración. Pero no voy a caer en la tentación. Me contentaré con presentarles una breve descripción. Prefiero dejarles a ustedes la tarea de estudiarla más a fondo, para conocerla más y practicarla mejor. En este momento me dirijo especialmente a quienes trabajan en el servicio de la animación o de la formación de los hermanos. Les ruego encarecidamente profundicen en ella para descubrir toda su riqueza, la propongan a los suyos y los motiven para ejercitarla.

La lectio divina comprende tres partes principales. Comienza con una introducción en la que la persona se pone en la presencia de Dios, le agradece por sus dones y pide al Espíritu Santo su luz y su amor. El cuerpo de la lectio divina consiste en leer y rumiar la Escritura para meditar, orar y contemplar. Finalmente, el orante continúa la oración en su vida diaria, en la que encarna la Palabra de Vida. Veamos un poco más de cerca utilizando la primera persona del singular.

La lectura: leo lentamente el texto una y otra vez para que penetre en mi corazón y se guarde en mi memoria, y descubro en él las maravillas de Dios y su acción en el pasado.

La meditación: escucho la llamada de Dios que entra en lo más profundo de mi ser y trato de descubrir su mensaje para mi hoy.

La oración: respondo a Dios que me ha hablado en el dialogo con Él. – Es el coloquio con Dios que sigue a la lectura y a la meditación de la Palabra.

La contemplación: miro a Dios con los ojos del corazón, disfruto de su presencia y me dejo fascinar por la grandeza de su amor. – La admiración puede llegar hasta el punto de quedar sin palabras, de perder la conciencia de mí mismo y la conciencia de orar, en el abandono total a Dios. Es la fase de los gemidos inefables del Espíritu, anticipo de la bienaventuranza eterna. La contemplación puede centrarse también en la Virgen María, en los amigos de Dios y en sus obras.

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La actuación de la Palabra en la vida: doy testimonio, sirvo al prójimo, realizo buenas obras. – La lectio divina no es sólo una escuela de oración sino una escuela de vida. Por su práctica, poco a poco, nuestros pensamientos y sentimientos llegan a ser los de Jesús y nuestra vida está cada vez más de acuerdo con las bienaventuranzas. Ella nos ayuda a vivir la verdadera sabiduría que no consiste en la ciencia sino en saber vivir como a Dios le agrada.

La lectio divina requiere de buenas disposiciones: la sencillez y el sentimiento de pequeñez, la perseverancia, el silencio exterior e interior, la soledad, la calma, la atención al texto y a lo que el Señor quiere de mí, la disponibilidad para darme al Señor del todo, la capacidad de admiración, el saber mirar con amor, la confianza, el no buscar la erudición sino el fervor, el leer apenas lo indispensable. – A propósito de esto último, decía S. Ignacio que “no es tanto el saber mucho lo que satisface y restaura el alma sino el sentir y gustar de las cosas interiormente” (cf. Nota 2 de los Ejercicios).

Por último, quiero subrayar que el Rosario es la lectio divina de los humildes (cf. R 138). En él vamos recorriendo los grandes misterios de Dios que nos han sido revelados por su Palabra. Y este recorrido lo hacemos acompañados por María, Madre de Jesús, Madre nuestra y Madre de la Iglesia orante, la mujer contemplativa que guarda en su corazón todas las maravillas de Dios y que se dirige a Él en unión con todos sus hijos.

La lectio divina y el examen de concienciaEl examen será el ejercicio

en que se aplicarán másy del que no se dispensarán

mas que cuando no puedan hacer ninguno.(Regla H. Policarpo, cap. XXII, 5)

La lectio divina va íntimamente unida al examen de conciencia. En efecto, los tiempos de lectura y escucha de la Palabra de Dios son momentos de intimidad con Él. Después, en las tareas cotidianas, continuamos viviendo el encuentro con el Señor de la vida. Finalmente, en el examen de conciencia, leemos la vida como Palabra que Dios nos ha dirigido a lo largo del día.

La finalidad primera del examen de conciencia no es revisar nuestras faltas sino descubrir el amor de Dios. Las primeras preguntas del examen podrían ser: ¿De qué manera me ha mostrado Dios su amor a lo largo del día? ¿En qué momentos lo he sentido especialmente? ¿Qué es lo que me ha pedido? Al tratar de responder a estas y otras cuestiones “descubrimos sus misericordiosas bondades, nos percatamos de lo que (el Señor) espera de nosotros” (R 134). Después le agradecemos al Señor todos sus dones. Finalmente, “examinamos nuestra fidelidad a su voluntad y nos arrepentimos ante él de nuestros pecados” (R 134).

Hermanos, siguiendo el consejo del H. Policarpo, pongamos atención al examen de conciencia. Su adecuada práctica puede ser una de las claves fundamentales para la renovación de nuestra vida religiosa.

Nuestro Carisma propio de oración

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El Capítulo general nos propone algunos medios concretos para vivir la dimensión de la comunión con Dios. Al encomendar al Consejo general la revisión de la Guía de formación del Instituto, dice que ésta “utilizará la Regla de vida y los escritos de Andrés Coindre y del Hno. Policarpo sobre el tema de la oración esperando poder presentar con un lenguaje nuevo nuestro carisma propio sobre la oración” (Una peregrinación de esperanza, p. 21).

He de confesar que al principio me sorprendió la expresión “nuestro carisma propio sobre la oración”. Hoy, después de haberla oído muchas veces, me resulta más familiar. Pero sigo haciéndome las mismas dos preguntas que cuando la oí por primera vez: ¿Tenemos los hermanos un carisma propio de oración?. En caso afirmativo, ¿Cuál sería?

En mi primera circular hablé de nuestra espiritualidad e intenté presentar los rasgos que la definen. Son los de una espiritualidad cristiana –la de todos los bautizados- con los matices específicos que nos diferencian.

Ahora bien, la espiritualidad es la manera de vivir nuestra relación con Dios en los momentos de oración, propiamente dicha, y en la oración de la vida diaria. Hay, pues, una estrecha relación entre espiritualidad y oración. En virtud de ella, y puesto que tenemos una espiritualidad propia, podemos lanzar la hipótesis de que tenemos también un carisma propio de oración. En los párrafos siguientes explicitaré brevemente dicha hipótesis.

Por analogía con la espiritualidad, nuestro carisma propio de oración estaría conformado por los aspectos de la misma que compartimos con los demás orantes de la comunidad cristiana y por los matices específicos que nos caracterizan. Cuando hablamos de nuestro carisma no podemos referirnos solamente a lo que es exclusivo nuestro sino también a lo que compartimos con los demás. Nuestra identidad se configura con nuestro ser cristiano, con nuestra vida fraterna, con la consagración especial, con la misión y con lo que es peculiar del Hermano del Sagrado Corazón.

Presento algunos de los requisitos de toda oración cristiana: ser centrada en Cristo, realizada en compañía de María, inspirada en el pan de la Palabra y en el pan de la Eucaristía, unida a la de toda la Iglesia. Así debe ser también nuestra oración.

A las características anteriores se añaden elementos específicos de nuestro carisma propio de oración. Algunos de ellos serían: inspirarse en la contemplación del costado abierto, puerta que nos conduce al Corazón traspasado de Jesús; ser expresión de un amor total; compartir la compasión de Dios por sus hijos y la del Corazón de María; ser solidaria con todos los dolientes de la tierra y con los niños y jóvenes más necesitados; expresar la relación fraterna con nuestros hermanos de comunidad y con nuestros colaboradores.

Presentada la hipótesis no me queda sino invitarles a Ustedes a profundizar el tema. Recomiendo especialmente el estudio del mismo a los Hermanos miembros del Equipo del CIAC y a los del de la Revisión de la Guía de Formación. Que dicho esfuerzo nos ayude a todos a “orar en espíritu y en verdad” para vivir el encuentro diario con el Señor en la intimidad con Jesús-Hermano, como quiere nuestro Capítulo general.

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Conclusión

Al comenzar esta circular les manifestaba mi deseo de que pudiera servir para algo. Me ha costado tiempo y esfuerzo. Ha exigido de mí estudio, reflexión, y buenos momentos de oración para sintonizar con la oración de Jesús y la de tantos hombres y mujeres de Dios. Pero todo ello ha sido una ganancia. Por un lado, he llegado a entender mejor lo que Teresa de Ávila decía acerca de la oración: “No es otra cosa… que un intercambio de amistad estando frecuentemente a solas con quien sabemos que nos ama”. Por otro, estoy más convencido de la necesidad de la oración y más animado a avanzar por el camino de “orar en espíritu y en verdad”, continuando mi peregrinación de esperanza.

Espero, hermanos, que la lectura, la reflexión y la oración de esta circular les haya servido y les siga sirviendo. No ha sido pensada para leerla una sola vez ni de un golpe, sino para orarla y saborearla por partes. Les invito a seguir contemplando a los orantes de todos los tiempos, a los aquí presentados u otros, y a interiorizar cada una de las situaciones de su vida, realizando de verdad una lectura orante, unas veces personal y otras comunitaria. De esta manera iremos llegando a ser cada vez más hombres de Dios. Decía Karl Rahner: “El cristiano del mañana o será un místico o no será nada”. Como la frase fue escrita hace bastantes años, somos nosotros “los cristianos del mañana” a quienes él se refería.

Hace tiempo un joven que deseaba ser hermano me decía: “Hace dos semanas que entré al aspirantado y todavía no he encontrado a Dios cara a cara”. Le respondí: “yo llevo muchos años y tampoco he visto su rostro directamente, pero siento todos los días –unos más intensamente y otros menos- que pasa a mi lado y me deja el perfume de su amor”.

También nosotros quisiéramos obtener resultados inmediatos al avanzar por el camino de la oración. Mas en ocasiones nuestra oración es puramente mecánica y rutinaria: rezamos, pero nuestro corazón está lejos de Dios. Otras veces nos falta disciplina: adoptar un horario y ser fieles a él. En otras, el problema es la poca fe, la inconstancia…

El perfeccionamiento de la oración es tarea de todos los días. Aquí también es válida la frase de que “aprender es hacer”, se aprende a orar orando. Les invito hermanos a pedir continuamente a Jesús que nos enseñe a orar. Pongamos los medios necesarios para una oración cada vez más verdadera y hagamos de nuestras comunidades escuelas de oración abiertas a quienes nos rodean. Todo ello nos permitirá seguir avanzando en nuestro peregrinar de esperanza por el camino de la comunión.

Que María, maestra de oración y madre nuestra, nos ayude, nos ilumine y nos guíe en la peregrinación que ella y su Hijo hacen con nosotros.

H. José Ignacio Carmona, S.C.

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Preguntas:

(Para el discernimiento personal y comunitario. Ustedes pueden añadir otras que crean oportunas)

1. ¿Cómo va mi vida de oración?

2. ¿Qué dificultades encuentro en mi oración personal? ¿Y en la comunitaria? ¿Cómo hacer para superarlas?

3. En mi proyecto personal, ¿tengo previsto dedicar un tiempo suficiente a la oración personal, a escuchar la Palabra y al retiro a la soledad?

4. ¿Hago bien la meditación de cada día, la lectura espiritual y el examen de conciencia?

5. ¿Dedico un tiempo suficiente al estudio de la religión?

6. ¿Qué ideas o mensajes de la circular me parecen más pertinentes?

7. …

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