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DESPEDIDA

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Cartagena. Inquisición

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"Mi abuelo Adolfo —el tatarabuelo de Alvaro— se conmo­vía mucho recordando todos estos hechos; a veces tenia que resoplarse la nariz al aire y enjuagarla con los dedos, de pura emoción", nos aseguró don Adolfo Mier Serpa, recostado en su silla de cuero frente a la piedra Palacin de San Martin de Loba, mientras la " n i ñ a " Benita Vidales dormitaba, con la oreja parada, en la hamaca jacintera. Nosotros, absorbidos por el infinito relato, nos habíamos quedado allí como petrificados.

Pero el trotar de la gente en la calle a caballo o en burro para ir a trabajar en el campo, el bullicio de los jóvenes que marcha­ban con totumas en la cabeza para catear el oro que seguía saliendo del cerro de doña María a pesar de las maldiciones de los esclavos, el entierro de un compadre con medio pueblo acompañando, el paso ruidoso del primer tractor de San Martin con su remolque repleto de niños felices, el chillido de las lechu­zas de la calle de las Brujas, el tum-tum de la tambora de Meh-tona Caballero, todo esto y mucho más nos hizo despertar a la dura realidad de la depresión y su abandono en la violencia del sistema.

El grupo de estudio y trabajo se estaba desvaneciendo. Era la realidad de la vida, el resultado de la incuria de los gobernan­tes más recientes, el resultado de la violencia estructural de la sociedad cuyos orígenes veníamos de estudiar, la consecuencia del creciente abismo entre el "país político'' y e l ' 'país nacional" que Nieto, a su manera, había tratado de llenat.

Ramón Pupo ya no podía aguantar más viviendo sólo de la herrería, y tuvo que emigtar a Venezuela, como tantos costeños pobres, en busca de ttabajo.

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El juez Cifuentes aceptó por fin un cargo en la administra­ción pública para combinarlo con otros empleos y así poder completar su presupuesto y dar de comer a su numerosa familia.

Luis Murallas, mal de salud," y Alvaro Mier quedaron en San Martín a la espera del pronto renacer del movimiento cam­pesino, y de la acción concertada de defensa de los maestros de escuela. Sus grupos políticos, por fortuna, no se habían rendido ante la represión reinante, única circunstancia que les hacía recordar que había gobierno en Colombia.

Y yo, el escritor-colaborador, me convertí en peregrino de todos, visitándoles en sus casas con el manuscrito para que lo leyeran, corrigieran y completaran, y concurriendo a los diver­sos sitios a donde me guiaba el relato de don Adolfo, la crítica de la niña Benita, o la lectura de los documentos de archivo.

Cuando pasé por Cartagena poco después de hojear los papeles de Nieto en el Fondo Anselmo Pineda del Archivo Na­cional, me arrimé al distrito de la Catedral en busca de la casa del caudillo. Allí estaba, en efecto. Pero ya no tenía los clásicos balcones de madera torneada, ni los portones grandes de goz­nes antiguos, sino burdas réplicas de concreto perforado. La casa se había dividido entre dos tiendas de granos en el primer piso y dos apartamentos de gente pobre en el segundo, con un inmenso bastidor separándolos por la mitad del patio. De éste no quedaban visibles sino dos antiguas columnas de piedra tallada al borde del amplio corredor.

¡Gran sorpresa! Al fondo del patio había vida: varios traba­jadores del hierro y soldaduras tenían allí un taller pequeño con sopletes y cables eléctricos. "No sabía que ésta hubiera sido la casa del general Nie to" , me dijo el jefe de ellos, Carlos Merla-no, cuando les expliqué el motivo de mi intrusión. "No tiene ni siquiera una placa afuera para recordar el hecho, como ocurre aquí con otras casas de notables" . Pero allí estaban trabajando los artesanos, descendientes de aquellos socialistas liberales a quienes Nieto sirvió toda la vida, de quienes había derivado su poder político inicial. Era como si el espíritu del general siguiera habitando esa firme casona semidestruida, golpeada por el desarrollo de la ciudad, deformada por la tecnología moderna y el mal gusto de los contemporáneos.

* Luis Murallas murió en San Martín de Loba el 15 de junio de 1981, sensible pérdida para las organizaciones campesinas de la región. Le sobreviven su esposa (la niña Delia) y Chabela, su hija de crianza.

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Trabajando en el taller de artesanía de soldadura ornamental que fun­ciona actualmente en el patio de la antigua casa de Nielo.

Cerramos el taller y fuimos todos a ver el retrato del general Nieto en el cercano Palacio de la Inquisición. No estaba colgado en parte visible. Lo encontramos tirado en el suelo en el salón de San Alejo de la honorable Academia de Historia de Cartagena de Indias. Alguien había tratado de restaurarlo, y el resultado no había sido satisfactorio para los académicos: quizás, por algún otro misterioso impulso atávico, había salido de los pince­les del restaurador un personaje cobrizo, de pelo parado a lo "afro", que recordaba más bien al gran pelotero mulato cartagenero, el ñato Ramírez.

¿Qué podíamos hacer? Sea como fuere, allí estaba el general con sus ojos zarcos en mirada cordial e inteligente, con sus tres medallas, el reloj de leontina y la banda tricolor presidencial sobre el pecho. ¡Rescatemos el lienzo!, pensamos, no se puede menos. Así fue: lo sacamos del depósito y lo colocamos otra vez en el salón principal del palacio, al lado de la imagen serena, de rasgos caucásicos, del procer José María del Castillo y Rada. Y allí lo dejamos colgado, los artesanos cartageneros y yo, en homenaje al olvidado caudillo popular costeño que presidió los destinos de la república en 1861.

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Llevé estas noticias a don Adolfo Mier, la niña Benita Vida­les, Murallas y Alvaro Mier en San Martín de Loba, al juez Cifuentes en el Barranco, a Ramón Pupo y a los colegas de la Academia de Historia de Santa Cruz de Mompox, a los descen­dientes del general Nieto y sus amigos en la población de Bara­noa. Comentamos mucho toda la información y llegamos a algunas conclusiones generales que aquí me permito consignar, bajo mi propia responsabilidad.

Ante todo, los encontré perplejos y angustiados por la situación del país y por el avance de la violencia y el militarismo en las ciudades y pueblos de la Costa caribe. El problema, evidentemente, viene de muy atrás en la historia. Después de haber estudiado juntos la vida del general Nieto y la de los her­manos Mier, creemos entender mejor la forma como el caudillis­mo pudo articular toda la Costa como región y como estado autónomo, un tema recurrente desde entonces que aparece todavía como meta para alcanzar mediante divisiones funciona­les del territorio, como el propuesto departamento del Río.

Pero también vimos la gran talla de aquel ambicioso diseño geopolitico; los Estados Soberanos del siglo pasado llevaban adentro la semilla de su propia destrucción, cual era la violencia política apoyada en los ejércitos de los partidos con gamonales y caudillos a la cabeza. La acción partidista agresiva fue creando la tendencia acumulativa de la contraviolencia por efectos recí­procos. No se descubrió entonces ninguna otra fórmula de acción, de avenimiento y comprensión, que nos hubiera permiti­do construir los Estados, mucho menos una nación coherente con destino propio ampliamente compartido. La espiral de la violencia política y la contraviolencia se fue subiendo desde los conflictos arreglables de 1830 hasta el sangriento, prolongado y costoso de 1860-1862. El general Nieto hubo de dedicarle enton­ces alrededor del 40 por ciento del presupuesto de Bolívar a las milicias del Estado. En una generación, quienes habían sido compañeros en las campañas de independencia, en la construc­ción de una nación grande y poderosa en el hemisferio como fue la Gran Colombia, y en la fundación de nuevos pueblos, se ha­bían dividido y magullado entre sí, destruyéndose cada vez de manera más cruel y sanguinaria.

Paradójico que, a pesar de todo, la región costeña hubiera prosperado relativamente en esos años de guerras. Pero, al nivel nacional, mientras más ricos se volvían aquellos fundado­res y pioneros, al paso que descubrían nuevas maneras de ser

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capitalistas y de acumular dinero como comerciantes y banque­ros, más violentos resultaron. Dieron así lugar a la violencia estructural, por una parte, y a la violencia reaccionaria, por otra.

La violencia pasó fácilmente de lo político a lo económico y viceversa. Los intereses creados alrededor del armamentismo y de la producción y venta de las armas fueron haciéndose más fuertes. Los ejércitos de los partidos (y el nacional) empezaron a consumir una porción cada vez mayor de la producción y riqueza nacional, aparte de la destrucción de bienes que hacían a su paso por el territorio. En consecuencia, la tradición civilista de los primeros años, inspirada en ideales republicanos román­ticos, se fue desmoronando para dar paso a un militarismo extraño a la idiosincrasia natural en que aquella se inspiraba. Este nuevo militarismo, divorciado de la esencia fundamental de la patria, se personificó en el general Tomás Cipriano de Mosquera y se extendió con otros caudillos del interior de la república, no sin que se asustaran muchos políticos.

La llegada de Mosquera al poder después de la primera revolución triunfante contra el orden constitucional en Colom­bia, llevó al desprecio del talante pacífico y confiado de nuestros aborígenes y campesinos, no sólo de su rudeza bienintenciona­da. Se vio entonces con malos ojos la informalidad bullanguera de los grupos mulatos y negros, junto con su falta de urbanidad y tacto. Se criticó al dejao costeño, sin entender el sentido profundo y sutil de la cultura anfibia que le daba vida y razón de ser,

Pero mientras los gamonales y caudillos de las clases dominantes seguían por la senda del conflicto cruento y agre­sivo que consideraron ' 'civilizado" —a la usanza europea, llena de charreteras, morriones y espuelas—, muchas gentes traba­jadoras, campesinas y pobres, con toda su llamada "ignorancia y malas mane ra s " (la plebe, la gleba, los " indios") cogían por otra vía: la de la defensa y expansión de la cultura y el saber populares. Carmona, Mosquera, Arboleda, Santodomingo y Martínez aprendieron a blandir sus sables para empujar al combate, a planazos o de punta, a los soldados del pueblo. En cambio, los parientes libres de éstos, que habían sabido huir de los reclutamientos, se refugiaron en regiones que ttansforma-ron mediante su trabajo y tenacidad. De allí proviene buena par­te del impulso para que el país adquiriera una nueva fisonomía,

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distinta de la colonial, y avanzara en la constitución de la forma­ción social nacional.

Las preocupaciones de estos pobres y parias de la tierra se arraigaban en la praxis original, en las formas directas de producción de riqueza, en las técnicas de trabajo, en las comuni­dades de reproducción, en el goce de la cultura y de las artes y en la natural tendencia lúdica. Iban por otro camino: el de la formación —no destrucción— del haber colectivo como base de la prosperidad individual y de la felicidad nacional. Por eso el pueblo común de la Costa vio con natural incomprensión aque­llos conflictos y guerras civiles fomentadas por patronos y hacendados, hasta cuando se tradujeron en violencia patológica, esto es, en enfrentamientos personales, vacíos de ideología. Las guerras se entendieron entonces sólo en términos de odios heredados a nivel familiar e individual. Esta era una democracia muy mal entendida y peor defendida: la del "país político". Aquella otra —la del pueblo sano— era otra mentalidad, otro mundo: era el "país nacional".

Con todo y los defectos que acompañaban la rusticidad, la ignorancia y la pobreza, el escape colectivo del pueblo trabaja­dor costeño dio un hálito de vida a toda la nación. Entre otras cosas, fomentó la alergia a lo castrense y condicionó la discipli­na a aquello que se comprende y se quiere gozar. Alimentó la alegría y la tolerancia, dio apertura a la discusión de las ideas, culturas y religiones diversas, y defendió la democracia como forma de vida social. En este campo, halló un gran aliado y buen apoyo en el trabajo ideológico, educativo y científico de los ma­sones de la región.

Claro que en la Costa se desarrollaron lealtades a los dos belicosos partidos tradicionales colombianos; pero se logró también mediar y condicionar aquella belicosidad y abrir otros cauces políticos para el manejo de la cosa pública y el control del poder. Por eso, los integrantes del grupo de estudio de Loba nos encontramos incapaces de aceptar totalmente la visión de Colombia como una santurrona violenta, como si fuera una mariapalito gigantesca. Esto depende del desarrollo concreto de la violencia estructural y de la forma como ejercen la agre­sión los detentadores del poder político, económico y militar. Está claro para nosotros que la violencia va determinada por la existencia abusiva y monopólica de la propiedad capitalista, por la discriminación clasista y por la explotación del hombre por el hombre. Y que las clases dominantes no se dejarán quitar el

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poder sino por la coerción eficaz y convergente de las clases trabajadoras organizadas y sus partidos y organismos de lucha. Sabemos que la violencia del sistema se expresa en el Estado injusto, opresor y corrompido que ha pasado a ser gabela de grupos egoístas, antinacionales y apatridas, contra los cuales sólo cabe la violencia revolucionaria. Ellos la cortejan con sus permanentes afrentas, en tal forma que la subversión socialista libertaria, aquella vislumbrada por Nieto y los demócratas libe­rales de 1848, se destaca más y más como la principal alterna­tiva del país. Se han configurado —si no objetiva, sí subjetiva­mente— los elementos de una guerra justa contra el sistema dominante, tal como la definieron los Santos Padres de la Iglesia,

No obstante, algunos miembros del grupo de estudio de la Costa me decían que no todo podía estar perdido en el aquelarre de la violencia descontrolada, que desde la Costa la situación nacional se veía desde otro ángulo más humano y promisorio. Sostenían que no todo debe llevar a la eterna entronización de la violencia reaccionaria, el militarismo antipopular y el arma­mentismo indiscriminado y asesino que ha llevado a la ruina y destrucción de sociedades en otras latitudes. Decíamos: la espi-ral de la violencia no puede ser infinita ni teórica ni práctica­mente , puesto que es un fenómeno social y cultural, no gené­tico, es decir, controlable por el hombre, como bien nos lo habían enseñado los indígenas americanos. En contra de lo que esperaban Hobbes y Darwin, esa espiral se puede romper por arriba, con la explosión sedante de la voluntad y acción popular, de una vez por todas.

El grupo de estudio consideró importante destacar, en este mismo sentido, el papel corrector que desempeña la creación de conciencia sobre los tipos de violencia existentes, y el estudio critico de la historia del pueblo y sus dirigentes. Pensamos en el general Nieto y su significación como caudillo-anticaudillo que habíamos rescatado de la historia local, como aporte de la costeñidad. Recordamos la función positiva de los hermanos Agustín y Adolfo Mier —aquellos músicos y curanderos sabios de Mompox, Palomino y El Carmen— en la creación colectiva del porro paliteao y en la preservación de la ciencia médica indígena.

Por eso confirmamos también que la historia del Caribe se puede todavía recuperar para las bases sociales y reconstruir con las técnicas de investigación aqui ensayadas y propuestas , y

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con otras que los estudiosos comprometidos con el pueblo traba­jador vayan determinando. En esta forma, y con el mismo espí­ritu, podríamos entrar a preparar los próximos tomos de esta serie de la Historia doble de la Costa, si las energías nos alcan­zan. ¡Ya sabemos, por lo menos, que la historia real del pueblo costeño se puede devolver de manera constructiva para la educación política y estímulo cultural de la gente que la creó, de la que fue protagonista! Se trata de una historia de luchas y esfuerzos comunes de la cual podemos estar orgullosos, aunque no totalmente satisfechos, como hemos visto.

Si fuimos capaces como costeños de transformar las bandas de guerra en bandas papayeras; si condicionamos a todo un caudillo militar como Juan José Nieto para que no cortara amarras con la cultura raizal y siguiera siendo fiel al genio cordial y extrovertido de su pueblo y de la raza cósmica a la cual pertenecía; si, en fin, hemos podido soportar con cierta firmeza la invasión de la canalla, la militarización desaforada, el estado de sitio, las balaceras de las mafias y la descomposición capita­lista, ¡qué más no podremos hacer por el país para que sobre­viva el decoro nacional, perdure la tradición republicana y civilista a la que Nieto rindió su vida, y se inflame el espíritu para luchar, como él en sus mejores épocas, por la justicia para el pueblo trabajador y contra las tiranías existentes!

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