historia del cantante

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REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 99 El cantante vivía en un departamento pe- queño, discretamente amueblado. Un ba- ño, una cocina diminuta, un dormitorio y una estancia formaban el espacio habitable, además había dos armarios para la ropa. Todas las paredes estaban pintadas de un color de nombre extraño: “blanco ostión”. El cantante estaba conforme; vivía sa- tisfecho del lugar. La estancia contaba con un sofá negro y estrecho, una mesa de cen- tro y dos sillas de palo. El dormitorio tenía una cama individual y una mesita de noche. En el baño había una regadera, un lavabo y un excusado; el cantante le había añadi- do otra mesa, hecha de plástico, y aprove- chó uno de los rincones para colocar el cesto dedicado a la ropa sucia: el cesto era negro, de mimbre, y la mesa también, con patas de alambre grueso. El cantante deseaba tener un mueble de color verde, pero el dinero no le alcanzaba y debía conformarse con todos esos obje- tos, mal avenidos con su carácter ligero, de tenor lírico; los había heredado o se los ha- bían regalado. De vez en cuando compra- ba flores y las ponía en un vaso alto de hoja de lata, en el centro de la mesa de la estan- cia o sala. Cuando entraba en la casa, de re- greso de alguna diligencia, o en la noche, al término de sus ocupaciones, decía en voz alta y clara, sin dirigirse a nada o a nadie en particular: “Hola, flor”. Era un momento gris, un poco sordo. El departamento estaba en el tercer piso de un edificio sin elevador, al fondo de un pasillo siempre oscuro, aun en los días más luminosos de la primavera o el verano. El cantante subía a paso lento las escaleras con pasamanos de metal y solía llegar exhaus- to, sin aliento, a la puerta de su casa; no se lo explicaba: sabía administrar perfectamen- te su respiración —era parte de su oficio y de su vida, inseparables en el ámbito profesio- nal de su arte— y podía darle clases de esa especialidad neumática a cualquier curioso del yoga. Pero a su casa, en el tercer piso, lle- gaba jadeante. El cantante hubiera querido también po- seer una guitarra, pero era imposible: el di- nero no le alcanzaba. Seis veces había soli- citado becas del gobierno para el desarrollo de su talento musical y de sus aptitudes pe- dagógicas; pero seis veces había sido recha- zado con amabilidad y firmeza. No pediría la beca por séptima vez a causa de la supers- tición del número siete, cifra de la suerte: no deseaba “desperdiciarlo” con esa solici- tud. Pero pensaba en ocasiones en el he- cho siguiente: la guitarra tiene seis cuerdas —“se afina por cuartas”; pero esto no tenía ninguna relación con su vida—, seis solici- tudes había hecho: era un acorde pleno, en Sol mayor. Su día era más parecido a las no- ches más silenciosas. No era joven; rebasaba los treinta y cin- co años y comenzaba a sentirse débil. Can- taba con entusiasmo en la regadera, pero debía “administrar sus fuerzas” para dar clases: todos los días hábiles de la semana, enseñaba a cantar a niños y adolescentes. Casi ninguno de éstos sentía el menor in- terés por la música vocal o manifestaba un gramo de talento; las excepciones preferían ocuparse de músicas estridentes, repetiti- vas y vulgares. El cantante vivía preocupado por su de- partamento; alguien hubiera dicho “obse- sionado” en lugar de “preocupado”. Ese lu- gar despertaba en él inquietudes sin nombre, una especie de miedo a un destino de aban- dono y desolación; pero ese destino estaba cumpliéndose, lo quisiera o no, con miedo o sin él: el departamento era un sitio deso- lado, abandonado. Los muebles, los enseres, los objetos de departamento eran, todos y cada uno, el testimonio de una especie de soledad mi- crocósmica, a punto de despeñarse en las ba- rrancas de una existencia lumpen, de bebe- dor miserable, de pordiosero, de mendigo harapiento, con un destino de noches bal- días y hambre. El cantante lo imaginaba con una precisión majestuosa y hacía un ruido como un suspiro, un sonido grotes- co salido de las anfractuosidades menos exactas de su garganta entrenada. Pero en realidad estaba cómodo y contento; no te- nía “motivos de queja”: esa frase le sonaba como una pequeña sinfonía, una canción de un sobrio delirio en alturas frías, como en el cuadro famoso de Caspar David Fried- rich. ¡Cuántas veces había visto a ese con- templador en la portada de libros innume- rables! Era fascinante. ¡Cómo cantaría ante las inmensidades ese paseante de las cumbres nevadas! No veía razones para empezar a beber, pero los fines de semana compraba una bo- tella de sidra y se la bebía a solas, en la co- cina, de pie, canturreando. También cantaba a veces en las calles, en voz baja. Inventaba tonadas. Una vez había Aguas aéreas Historia del cantante David Huerta Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes, 1817

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David Huerta

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  • REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MXICO | 99

    El cantante viva en un departamento pe -queo, discretamente amueblado. Un ba -o, una cocina diminuta, un dormitorio yuna estancia formaban el espacio habitable,adems haba dos armarios para la ropa.Todas las paredes estaban pintadas de uncolor de nombre extrao: blanco ostin.

    El cantante estaba conforme; viva sa -tisfecho del lugar. La estancia contaba conun sof negro y estrecho, una mesa de cen-tro y dos sillas de palo. El dormitorio tenauna cama individual y una mesita de noche.En el bao haba una regadera, un lavaboy un excusado; el cantante le haba aadi-do otra mesa, hecha de plstico, y apro ve -ch uno de los rincones para colocar el cestodedicado a la ropa sucia: el cesto era negro,de mimbre, y la mesa tambin, con patas dealambre grueso.

    El cantante deseaba tener un mueble decolor verde, pero el dinero no le alcanzabay deba conformarse con todos esos obje-tos, mal avenidos con su carcter ligero, detenor lrico; los haba heredado o se los ha -ban regalado. De vez en cuando compra-ba flores y las pona en un vaso alto de hojade lata, en el centro de la mesa de la estan -cia o sala. Cuando entraba en la casa, de re -greso de alguna diligencia, o en la noche,al trmino de sus ocupaciones, deca en vozalta y clara, sin dirigirse a nada o a nadie enparticular: Hola, flor. Era un momentogris, un poco sordo.

    El departamento estaba en el tercer pisode un edificio sin elevador, al fondo de unpasillo siempre oscuro, aun en los das msluminosos de la primavera o el verano. Elcantante suba a paso lento las escaleras conpasamanos de metal y sola llegar exhaus-to, sin aliento, a la puerta de su casa; no selo explicaba: saba administrar perfectamen -te su respiracin era parte de su oficio y de

    su vida, inseparables en el mbito profesio -nal de su arte y poda darle clases de esaespecialidad neumtica a cualquier curiosodel yoga. Pero a su casa, en el tercer piso, lle -gaba jadeante.

    El cantante hubiera querido tambin po -seer una guitarra, pero era imposible: el di -nero no le alcanzaba. Seis veces haba soli -citado becas del gobierno para el desarrollode su talento musical y de sus aptitudes pe -daggicas; pero seis veces haba sido recha -zado con amabilidad y firmeza. No pedirala beca por sptima vez a causa de la supers -ticin del nmero siete, cifra de la suerte:no deseaba desperdiciarlo con esa solici-tud. Pero pensaba en ocasiones en el he -cho siguiente: la guitarra tiene seis cuerdasse afina por cuartas; pero esto no te naninguna relacin con su vida, seis solici -tudes haba hecho: era un acorde pleno, enSol mayor. Su da era ms parecido a las no -ches ms silenciosas.

    No era joven; rebasaba los treinta y cin - co aos y comenzaba a sentirse dbil. Can - taba con entusiasmo en la regadera, perodeba administrar sus fuerzas para darcla ses: todos los das hbiles de la semana,en seaba a cantar a nios y adolescentes.

    Casi ninguno de stos senta el menor in -ters por la msica vocal o manifestaba ungramo de talento; las excepciones preferanocuparse de msicas estridentes, repetiti-vas y vulgares.

    El cantante viva preocupado por su de -partamento; alguien hubiera dicho obse-sionado en lugar de preocupado. Ese lu -gar despertaba en l inquietudes sin nombre,una especie de miedo a un destino de aban -dono y desolacin; pero ese destino estabacumplindose, lo quisiera o no, con miedoo sin l: el departamento era un sitio deso-lado, abandonado.

    Los muebles, los enseres, los objetos dedepartamento eran, todos y cada uno, eltestimonio de una especie de soledad mi -crocsmica, a punto de despearse en las ba -rrancas de una existencia lumpen, de bebe -dor miserable, de pordiosero, de mendigoharapiento, con un destino de noches bal -das y hambre. El cantante lo imaginabacon una precisin majestuosa y haca unruido como un suspiro, un sonido gro tes -co salido de las anfractuosidades menosexac tas de su garganta entrenada. Pero enrealidad estaba cmodo y contento; no te -na motivos de queja: esa frase le sonabacomo una peque a sinfona, una cancinde un sobrio de lirio en alturas fras, comoen el cuadro fa moso de Caspar David Frie d -rich. Cuntas veces haba visto a ese con -templador en la portada de libros innume -rables! Era fascinante.

    Cmo cantara ante las inmensidadesese paseante de las cumbres nevadas!

    No vea razones para empezar a beber,pero los fines de semana compraba una bo -tella de sidra y se la beba a solas, en la co -ci na, de pie, canturreando.

    Tambin cantaba a veces en las calles, envoz baja. Inventaba tonadas. Una vez ha ba

    Aguas areasHistoria del cantanteDavid Huerta

    Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes, 1817

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    ledo en un poema polaco acerca de alguienocupado en inventar una vocal. Eso ha -ca: trataba de inventar una vocal, una letraabierta de preferencia, un sonido inaudito.No pensaba mucho en cmo hacerlo; sen-cillamente trataba de hacerlo, con todas susfuerzas. Necesitaba hacerlo de una maneradistrada; era la manera la distrada, nol pues l observaba minuciosamente suscuerdas vocales y trataba de imprimir ensus gestos solitarios una hondura artstica,una profundidad histrinica y ampliamenteexpresiva, aun cuando no fuera actor, ni na -da parecido. Opinaba en su fuero interno:sera una ocasin extraordinaria la crea -cin de una nueva vocal, por lo tanto erarecomendable, de acuerdo con cierta mo ralignorada, tener en esas ocasiones un gestograve, profundo.

    Tambin vea las caras de la gente y tra -taba de imaginar canciones para cada unade esas extraas o extraordinarias series derasgos. Un aria para esa cara larga, un pocoamarillenta; y para esa cara como hecha depura ceniza, un rostro a punto de caerse des -hilachado, un vals, un ritmo deslizante parael momento de tocar el suelo con esa nariz,con ese mentn asimtrico.

    Caminaba y cantaba: dos actividades ouna actividad doble. La slaba inicial de losdos verbos era la misma: ca-, y si la repe -ta el sonido podra despedir un mal olor;prefera ahuyentar esa idea como se espan-ta una mosca. Esas cosas se le ocurran sinfalta en las tardes ociosas. Pensaba enton -ces: soy tonto, no puedo lograr mucho, mivida est confinada. Esas conclusiones ledaban un formidable alivio; eran una espe -cie de salvacin, una suerte de perdn abso -lutorio de su existencia confinada.

    Su canto era un murmullo apenas. Pro -curaba no elevar la voz para no llamar laatencin de los transentes.

    Su amiga Mara lo visitaba y le llevabacanastas de frutas. Haban sido compae -ros en el conservatorio; ella estudiaba la violada gamba y tocaba el segundo violn en uncuarteto. El cantante no estaba seguro desus sentimientos cuando estaba con ella. Seconfunda: hablaba de sentimientos cuan -do estaba ella, no de sentimientos inspira -dos por ella. Este asunto de las preposicio -nes lo haca suspirar y recordar la escuelaprimaria, o era la escuela secundaria?

    La cara de Mara le recordaba un animalmarino, pero no poda decir cul.

    Te gusta el prsimo? Traje dos; po -demos comer uno cada uno.

    Prsimo? Es una fruta?Claro, tonto. Mi maestro de viola di -

    ce: es la Bagdad de las frutas. Eso me gus -ta. No te parece bonito?

    Bonito, bonito!, vaya. Sigues ha -blan do como una adolescente.

    A lo mejor soy una adolescente to -dava.

    Y yo soy un viejo grun.S lo eres!Se intercambiaban bromas y comenta -

    rios sobre sus hbitos, sus manas, sus ideasfijas. Mara trataba al cantante como un ca -marada o como a otra mujer. l no saba sitodo eso le gustaba; pero cuando ella se iba,l se quedaba un rato largo viendo la puer-ta o el techo, se levantaba a arreglar la ropasucia y pensaba en el mar donde ella vivi -ra si fuera una criatura ocenica. Se imagi -naba ondulaciones submarinas, inflamacio -nes verdes, hmedas y saladas.

    Mara le inspiraba al cantante un sin-cero afecto, teido de recuerdos agrada -bles de los tiempos escolares. Su conver-sacin giraba en torno de esos aos y dealgunos incidentes mediocres de los tiem -pos presentes; los acontecimientos de laciudad, del pas o del mundo eran algo dis -tante y me lanclico, un poco amena zan te:no saban na da de poltica ni les in tere sa -ban estos te mas; los dos se sentan incom -prendidos y la mentaban su suerte, pero anadie culpaban.

    Haba, empero, una diferencia notableen sus vidas: Mara era de una familia ricay el cantante no tena sino parientes en unaremota provincia, y era pobre. Avergonza-do hasta la raz del pelo, una vez le haba pe -dido a Mara un poco de dinero para pagarla renta; ella se lo haba prestado sin aspa -vientos. l le haba pagado hasta el ltimocentavo de esa deuda. Ahora, de un tiem-po a esta parte, l le solicitaba una ayudapara irla pasando o para cubrir gastos indis -pensables, y ella siempre responda con ge -nerosidad, puntualmente. La sombra deldinero nunca oscureci su amistad. Eso legustaba repetir al cantante cuando estabasolo: La sombra del dinero nunca ha oscu -recido nuestra amistad. Le gustaba el to no

    de esa declaracin: era sobria y elocuen te ala vez. Poda componer una cancin con esaspalabras pero nunca se decidi a hacerlo.

    Un da el cantante se despert con unaserie de coros en la cabeza. Eran msicasvi brantes y magnficas. Y lo ms sorpren-dente era esto: las letras de los cantos, pala -bras y palabras, eran como una corrienteelctrica. Una autntica inundacin. Dednde podran haber llegado? Es cierto:en una poca haba ledo mucha poesa, deun modo desordenado, con avidez, casi sedira vorazmente. Pero haba pasado. No al -canzaba a comprender de dnde le llegabanesos coros, esos torrentes de palabras, esacatarata de modulaciones. Se deca estoycomo posedo y caminaba por la estancia,iba a la cocina, se meta en el bao con esossonidos y esas palabras en la cabeza.

    Palabras sueltas lo rodeaban: Kyrie,resurreccin, abismo. Formaban hilerasdesordenadas en su cabeza y se compo nanfugazmente para trazar una lnea meldi-ca, un verso cantado en silencio. No con-segua atraparlas y darles un orden fijo yfluido, consistente. Se difundan como lasondas tenues del agua en una alberca o enun pequeo lago: esa agua plcida y rozadapor los coros o himnos, por el mpetu de suimaginacin, era su mente cantarina.

    Una palabra se destacaba, empero, de lasdems: Mara, el nombre de su amiga: elnombre de la Virgen. Quiso cercar el recuer -do de esos versos tantas veces recordados,dichos a su amiga cuando la conoci:

    Si el mar que por el mundo se derramatuviese tanto amor como agua fra,se llamara, por amor, Mara,y no tan slo mar, como se llama.

    Haba msica en las habitaciones, l neasde un murmullo azul en la garganta de laviola, resonancias en forma de feroces jil -gueros y una ola de hilos alrededor de lasoprano callada. Luego ella levant la vozy era como si de su mano o de su cuello blan -co se desprendiera un agua de valos y h -medas perfecciones en el sello gutural deun la, de sus elevaciones y descensos en latransparencia, en el temblor de cuerdas deun da sonoro.

    Esto soaba el cantante, en un desor-den magnfico.