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Historia de vida.
Recordando mi propia historia.
NIDIA FONTALVO RIVERA
Lic. En Educación Preescolar
Especialista en Educación sexual
Especialista en Ed. Personalizada
Hoy llegué como de costumbre a la Escuela Normal, miré el reloj y me dije: todavía el sol
no se asoma para darle la bienvenida al nuevo día y sin embargo ya me encuentro
nuevamente en el salón de clases. Pero es que mi puntualidad es resultado de esa formación
que recibí tanto a nivel de hogar como educativa. Mi papá siempre vivía afanandonos, a
mis hermanos y a mí, para que llegáramos temprano a todas partes; tanto es así que cuando
ellos tuvieron que venirse a estudiar aquí a Cartagena, había en el pueblo servicio de
transporte puerta a puerta. El Mono Suárez, así se le llamaba al conductor, era el
encargado de recoger a los pasajeros; manejaba de manera parsimoniosa un bus de palo
llamado “La Cama”, pues, iba tan despacio que se demoraba cuatro horas para llegar del
Carmen de Bolívar a esta ciudad; y lógico, con este viaje tan largo y tan extenuante todo el
mundo se dormía. Sin embargo mi papá levantaba a mis hermanos a las dos de la mañana
para que no se fueran a quedar y cuando el señor tocaba el pito en la puerta de mi casa, los
encontraba dormidos en unos butacones, en los cuales llevaban como tres sueños
esperando que los fueran a recoger. Fontalvito era así para todo, si nos pedía que lo
acompañáramos a un sepelio muchas veces las personas que llegaban nos daban el
pésame a nosotros pensando que hacíamos parte de los familiares del difunto, porque
siempre éramos los primeros en llegar.
Y si me ubico en el colegio, la vida era más estricta. Las religiosas con quienes estudié
desde muy niña tenían en su mente las palabras “Responsabilidad, Puntualidad y
Compromiso.” Esos valores me los inculcaban en todo momento, en el estudio, a la hora de
entrada, de recreo, de salida, de entrega de trabajos, en la asistencia a actos religiosos, en la
participación a eventos. En fin…esta formación en todos los escenarios de mi vida dejó
huellas imborrables que se hacen visibles en mí acontecer diario y muchas veces ha sido
objeto de rechazo por algunos compañeros cuando se traen a colación el cumplimiento y
sale a relucir mi llegada puntual; me ha tocado escuchar expresiones como: “Es que tiene
aquí la cama” o “es la que abre la puerta del colegio”. Algunas veces me he molestado
porque yo cumplo por convicción y no porque sea panegírica o porque me guste que me
tomen como ejemplo.
Estando exhorta en estos pensamientos empezaron a llegar las personas más importantes de
esta Institución:
Los Niños: Cada uno de ellos se me iba acercando y en su mirada se observaba sinceridad
e inocencia, unos ojos llenos de asombro frente a cosas sencillas, una sonrisa dulce, un
abrazo que te hace despertar lo más sensible, algo de adentro. Así son los niños: ese que un
día se me acerca con una flor y me dice; “Seño es para ti”, o aquella que viene corriendo se
levanta el vestido y dice: “Tengo pantaleta nueva, mira que bonita, mi mamá me la
compró” ; o aquella que llega llorando porque su papá no le dio el millón de pesos que
pidió la seño para comprar los dulces del festival; o ese que coge su merienda y me dice:
“Seño, te la regalo”, aunque después me pide que se la devuelva; o sencillamente aquel que
llega calladito, se sienta en el puesto a esperar que lo llamen para iniciar las actividades del
día; o aquel que me deja desarmada, sin experiencias, sin teorías, sin estrategias para
abordar la problemática que lo está afectando: corre, pega, pellizca, grita, muerde, escupe,
daña trabajos, se sale del salón, me dice H.P mal paría, y yo sin saber que hacer. A veces
desesperada, malhumorada, otras veces comprensiva, amable, tolerante, poniendo en juego
mi pensamiento creativo y buscando ayuda para sacar adelante a esta personita quien
después de tener este comportamiento, se me acerca como si nada hubiera pasado y me
pregunta:¿Seño, me porté bien? Y por último están los que notan las diferencias, esos que
ven los detalles que los adultos no vemos, esos que nunca están callados, hablan por los
demás, a todo momento me están diciendo que estoy bonita, que el vestido es lindo aunque
me lo hayan visto un sin número de veces, esos que ni las peleas entre sus papás se escapan
para contarme los detalles; ellos son demasiado espontáneos y muy sinceros. La
conversación fue alrededor del salón de clases: “que lindo está mi colegio”, para referirse a
su salón. Ellos no diferencian que el colegio es uno solo; en su mente infantil piensan que
son dos, su salón de clases y el resto del colegio. Esto se hace evidente cuando por
cualquier motivo deben salir para ir a otro lugar y al querer regresarse nuevamente dicen:
“llévame a mi colegio” o al colegio de la Seño Nidia”.
Yo comparto con los niños el sentir que tienen sobre su salón, este espacio tan agradable,
tan lúdico y amplio. Ahora puede ser un escenario de recreación donde todos nos podemos
desplazar a nuestro libre albedrío y mas tarde se convierte en un espacio de trabajo grupal
o un escenario para representar nuestras obras de artes, es decir, que todo lo que hay en él
representa ese mundo infantil; las imágenes, los paisajes, los cuentos, las producciones,
los juguetes, la diversidad de colores, el mobiliario, el material. Por todo esto fue
bautizado por estudiantes de los grados superiores como “Jorge Washington”. Cuando
supe que así lo llamaban les dije: “Los niños pobres merecen también educarse en lugares
ricos”. Hoy son muchos los profesores y estudiantes que se acercan a prestarlo para
desarrollar allí sus clases; ellos manifiestan que presenta un ambiente propicio para
trabajar. Los muchachos grandes se acuestan en el piso a ver sus videos o películas como
lo hacen los niños; yo los observo y considero que en esos momentos se hizo presente la
infancia que cada uno de ellos lleva dentro.
Interactuar con los niños es recordar cuando era estudiante del Colegio Nuestra señora del
Carmen; allí cursé hasta cuarto de bachillerato y obtuve el título de Secretaria Comercial.
Pero yo no me veía ejerciéndo esa carrera. Siempre me había soñado en medio de niños,
corriendo, danzando, jugando, tirada en el piso, cantando, riendo a carcajadas, viviendo
ese mundo lleno de fantasías, entre monstruos y fantasmas, entre cuentos de hadas, es
decir, el mundo de los niños. Por eso no perdía oportunidad para irme al Kínder a
acompañar a la Hermana Anselma quien era la maestra de los más pequeños. Que bien me
sentía en ese espacio pedagógico porque en segundos el salón estaba lleno de tigres, gatos
perros, caballos, y luego salíamos por todo el colegio disfrazados a mostrar lo que
habíamos hecho. Los niños disfrutaban cada vez que los visitaba, porque siempre les
inventaba alguna actividad en donde ellos eran los protagonistas. Esta experiencia con los
niños fue decisiva en la escogencia de mi profesión. Supe que mi vocación era ser Maestra
de Niños. Pero esta decisión causó desacuerdos y desavenencias entre mis padres; ellos
habían decidido que yo siguiera estudiando el Bachillerato en Bogotá u otra ciudad de
Colombia para luego ingresar a la Universidad a estudiar Medicina, Economía o Derecho.
Pero se inclinaban por la primera porque era una carrera de prestigio, muy reconocida y
valorada; la familia donde había un médico era considerada y mirada con respeto, le daba
méritos y se ganaba bien. Pero después de escucharlos, les manifesté que quería ser
maestra. Los dos pusieron el grito en el cielo y empezaron a fundamentar los
inconvenientes de esta profesión, mi papá dijo: “Yo no he pensado que tu vayas a ser
maestra de escuela, esa profesión no es valorada, nunca hay plata para pagarles. Además
después que terminaste el Bachillerato Comercial con todos los honores, ahora quieres ser
maestra”, mi mamá por su parte dijo: “Esa carrera es muy desagradecida, si los niños
aprenden es porque son inteligentes y si no aprenden es porque la maestra no enseña”.
Exponer mi punto de vista en la escogencia de mi profesión fue una valentía de mi parte,
puesto que para contradecir a los padres en ese tiempo se necesitaba de mucho coraje;
sobre todo cuando se tiene un papá como el mío que representaba la autoridad, el respeto y
muchas veces temor. Cuando hablaba y daba órdenes estas se cumplían al pie de la letra.
Pero ese comportamiento tan adusto muchas veces me condujo a la desobediencia. En
compañía de mis hermanos me iba a escondidas para fiestas, la ciudad de hierro, para cine
u otro evento que se celebrara en el pueblo, contando casi siempre con la anuencia de mi
abuela paterna quien era mi aliada. A ésta si le tocaba mentir, lo hacía con tal de salvarme
de los castigos severos de mi papá. Era una viejita chévere, consentidora, siempre mantenía
buen humor, pasaba cantando, componiendo poesías, rimas y refranes que utilizaba para
enfrentar cualquier hecho de la vida cotidiana; así se expresaba cuando alguien le respondía
de manera altanera por algún desacuerdo: “De que te vale tu orgullo y tu tanta
petulancia, andas en la ignorancia creyendo que el mundo es tuyo”. En los ratos libres
me narraba muchas leyendas como “El Caballo sin Cabeza, la Llorona del otro Mundo”.
Junto con mi mamá, élla ocupó un lugar importante en mi hogar, nunca aprendió a cocinar
y le decíamos “Pata e Perro” porque le encantaba viajar; muchas veces me pedía que la
acompañara y como hoy en dia estoy en la misma tónica, en mi familia me dicen:
“María Cabrera”.
Mi mamá por su parte era una persona muy linda, delicada, sumisa, sencilla, prudente; una
mujer que vivía para la crianza de sus hijos y la atención de mi papá. Era muy atenta con
toda la familia y las amistades, comportamiento que siempre nos inculcaba al interactuar
con otras personas. Ella, contario a mi papá, quien siempre quiso que fuera profesional,
estuvo preocupada por formar hijas que pudieran atender bien un hogar. Por eso en
vacaciones mandaba a descanso a la señora que le ayudaba en los oficios domésticos y nos
asignaba la responsabilidad a mis hermanas y a mí. Pero el día que me destinaban para
cocina era toda una tragedia; los espaguetis o el pollo guisao se convertían en los platos
exóticos del restaurante familiar, los primeros terminaban siendo “sopas de fideos rojos”
porque yo le echaba toda clases de ingredientes y dele candela y el segundo, “Pollo a la
Achicada”, nombre que le puso Pedro, mi hermano, y consistía en poner a cocinar el pollo
en una olla grande llena de agua y después le iba sacando hasta reducir la cantidad. Esa
comida no se la comía nadie; hasta el perro fruncía el ceño en señal de rechazo. Todo el
mundo esperando con las caras largas del hambre y cuando llegaba el manjar por mí
preparado… mi papá empezaba a echar chispas por todos los poros y mi mamá me decía:
“puño vas a llevar cuando tengas tu marido”. Pero no siempre adivinamos lo que pueda
ocurrir en el transitar por nuestras vidas. En los caminos recorridos, el amor tocó las
puertas de mi corazón y se movilizaron mis sentimientos. Conocí y tuve un novio; un
novio a quien visioné como un hombre que a la vez fuera esposo, padre, amigo y amante;
una persona con quien mantener ese diálogo poético de voces atrayentes y amorosas. Ese
que con solo un apretón de manos lleno de sinceridad, fidelidad y afecto fuera suficiente
para saber que allí estábamos y que el uno podía contar con el otro. Pero esos sentimientos
posiblemente los idealicé demasiado y por eso no resultaron, entonces me decidí por la
vida de soltera.
Mi hogar era como la de cualquier familia provinciana que conservaba costumbres
barriales, se conocía con todo el mundo y compartía con sus vecinos desde los dulces de
Semana Santa hasta la cena de Año Nuevo; celebraban juntos las fiestas patronales, los
cumpleaños y hasta se colaboraban mutuamente en la crianza de sus congéneres. El ideal de
cada familia era tener muchos hijos y criarlos desde sus imaginarios culturales que se
trasmitían de una generación a otra. Mis padres Manuel Fontalvo Cabrera y Dilia Rivera
Montes también conservaron esos idearios. Ellos eran muy jóvenes, cuando se casaron
mi papá había cumplido 20 años y mi mamá 15. Con mi nacimiento ya éramos cuatro
hijos y ellos estaban en la etapa de organizar sus vidas en pro de una estabilidad económica,
social y política, motivo por el cual mi papá continuó el trabajo que había heredado de mi
abuelo: la agricultura, la ganadería, el cultivo y compra de tabaco y la fabricación de la
panela.
De niños la vida de nosotros transcurría entre la ciudad y el campo. Cuando nos íbamos
para una finca que mi papá tenía llamada “El Silencio”, yo disfrutaba cada momento
estando en contacto directo con la naturaleza; allí los totumos se convertían en ganado, las
flores del plátano eran la carne, las botellas eran los compradores de los productos, en
fin… viví como todos los niños un mundo lleno de fantasía, explorando y descubriendo
todo lo que había a mi alrededor, dándole vida a lo inanimado, elevando cometas en
compañía de mis hermanos, cazando unos pajaritos llamados Fifí que eran muy rabiosos y
no soportaban el encierro, por eso se morían. Solíamos irnos a escondidas para coger las
patillas, partirlas y comernos solo el corazón como decían los campesinos. Me encantaba
visitar el trapiche porque podía observar todo el proceso para la fabricación de la panela.
De todas esas experiencias, lo que más recuerdo fueron esos momentos cuando corríamos
por el campo con toda libertad, haciendo competencias con mis hermanos en carreras de
caballo para ver quien sería el ganador y para sorpresa mía algunas veces llegaba primero a
la meta. Por las noches preparábamos presentaciones artísticas utilizando sábanas en donde
había protagonistas y espectadores. Estas experiencias de la vida del campo han
permanecido en mis recuerdos y cada vez que vuelvo a encontrarme envuelta en las suaves
brisas de la naturaleza, siento que renace esa infancia. Por eso no escatimé esfuerzos para
comprarme un pedacito de tierra llamado “Oasis” donde vuelvo a volar en esos sueños
fantásticos.
La llegada del Niño Dios durante mi niñez era una fiesta especial; yo esperaba con
ansiedad cada 24 de Diciembre y me creí ese cuento como hasta los diez años. Los
regalos, aunque los disfrutaba, era poco lo que podía hacer con ellos, porque eran unas
muñequitas de pasta que le pintaban las partes de la cara, y en la cintura, adornando el
vestido, le dibujaban unas florecitas de colores; tales juguetes no tenían ninguna clase de
movimiento; solo era posible rasparlas para dejarlas sin nariz, ojos ni boca. Me gustaban
más las de trapo que me hacía mi abuela, eran flexibles podía cocerles los vestidos,
ponérselos uno encima del otro para que se vieran gordas y hacerlas mis confidentes. El
día que me enteré por uno de mis hermanos que mis padres eran el Niño Dios me
decepcioné mucho, hubiera preferido no llegar a saberlo.
Todas las experiencias que tuve en mi niñez y parte de mi juventud, fueron decisivas para
mi proyecto de vida. Desde muy joven tuve que enfrentarme a situaciones adversas. La
muerte de mí mamá fue lo que más desequilibrio causó en mi familia. Nadie se prepara
para un momento como éste, sobre todo tratándose de un accidente y quedando seis niños
pequeños quienes todavía necesitaban de atención y cuidado. Mi papá acostumbrado a
atender más la parte económica, entró en un estado de crisis, de confusión, pues, en esos
momentos no sabía de matrícula, de libros, de reuniones en el colegio, de disposición en el
hogar. Todo eso era responsabilidad de mi mamá y al faltar ella tuve que coger las riendas
del hogar. Afortunadamente aquel año, mil novecientos setenta, obtuve el título de
maestra; éste me abrió posibilidades para empezar a recorrer los caminos que la vida me
tenía deparados.
El primero sería la orientación y acompañamiento de mis hermanos quienes necesitaban
de una persona que los ayudara a salir adelante y segundo tomar decisión sobre la
propuesta de mi papá de abrir un colegio para que yo lo administrara. En esos momentos
mi decisión fue venirme para Cartagena, traer conmigo a mis hermanos para que ellos
terminaran de educarse y yo poder trabajar y seguir estudiando, pues en aquel pueblo que
un día sirvió de inspiración al Maestro Lucho Bermúdez para componer la canción
“Carmen de Bolívar”, se visionaba un futuro lleno de incertidumbres. Este municipio
Bolivarense, anclado en los Montes de María, que en mis tiempos mozos había sido una
tierra pujante, de gente alegre, trabajadora, sencilla y hospitalaria, ese “Carmen querido,
tierra de amores de luz y ensueño” que un día fue ejemplo del progreso por su cosecha
tabacalera, la ganadería, la agricultura, y por este motivo se había ganado el mérito de
“La Ciudad productora de dólares”, estaba en retroceso. No me equivoqué en mis
apreciaciones pues ese mérito lo perdió y algunos habitantes que siempre están dotados del
sentido del humor lo llaman “La Ciudad productora de dolores”. Analizando la situación
con miembros de mi familia vienen a nuestras mentes muchas creencias y conclusiones
resultado de imaginarios. Así afirma uno de mis hermanos: “Este pueblo empezó a decaer
cuando dejaron solo a la persona que más los había ayudado. Y fue el caso de Juan
Federico Hollman quien fue el único político que se preocupó por darles todo, sin embargo
cuando aspiró al Senado nadie lo apoyó y perdió su curul; en cambio votaron por Turbay,
un turco que acababa de llegar, y que ni siquiera lo conocían. Ese es un castigo porque ese
señor murió al poco de tiempo de dolor y decepción por lo que le habían hecho en el lugar
que tanto había querido”.
Otro me dijo: “Por ahí dicen algunas personas que este pueblo cayó en la mala racha
porque la Virgen que está allá en la Variante, estaba colocada de espalda a sus
habitantes.”. Entonces los devotos empezaron a darle la “vuelta el pavo”, la colocaron de
perfil, de medio lado, de frente, de espalda, hasta que en los actuales momentos le
arreglaron el parquecito y la colocaron de tal manera que le da el frente a las personas que
transitan por la carretera y quedó de perfil al pueblo. Además el 16 de de Julio, fecha
dedicada a nuestra Patrona, le hacen las novenas acompañadas de bolas de candela que
los hombres patean para ver correr a las mujeres; después organizan tres días de
procesión: la de los conductores , la del barrio Abajo y la del barrio Arriba. Estos días de
jolgorio están acompañados de equipos de sonido y al unísono se puede escuchar a Matilde
Díaz quien desde el cielo alza su voz melodiosa para entonar esa canción que un día le dio
gloria: “Llega la fiesta de la patrona, ahí va la chica guapa y morena, el toro criollo salta la
arena y el mas cobarde se enguapetona”. En aquella época yo no me perdía de ninguna
de estas procesiones porque era muy devota de la Santísima Virgen, en ese día había
hecho mi Primera Comunión y me gustaba ver la movilización de la gente que a pesar
del bullicio demostraban actitud de recogimiento. También disfrutaba con el ritmo que
llevaban los cargadores de la imagen: tres pasos adelante y uno hacía atrás al son de la
papayera.
Cuando visito al pueblo que un día me vio nacer me da mucha nostalgia; observo a mi
papá, en el hogar que conformó después de la muerte de mi mamá, demasiado anciano y
convertido en una persona inerme. En él veo que la vida es fugaz y que el tiempo se
encarga de vencer hasta a los más fuertes. El hombre político, ex alcalde y ex diputado que
preparaba y decía los discursos cada vez que llegaba un candidato a la presidencia u otro
cargo público, hoy escasamente puede moverse y pronunciar algunas palabras. Mi padre,
mi primer maestro: me enseñó las primeras letras y no permitía que perdiera una sola
materia, sobre todo el inglés, al cual consideraba el idioma del futuro. En vez de juguetes
nos compraba libros y contrataba personas para que en vacaciones nos enseñara. Recuerdo
el curso completo de inglés que nos compró y al profesor bastante longevo que llevó un día
a mi casa para que nos diera clases; entonces mis hermanos se escondían para no asistir y
me decían: “Nidia llegó tu novio”. Yo por supuesto también me había rehusado hacer
presencia; el viejito se aburrió y no volvió más. Fonta, como todos les decimos, siempre
consideró que un cuaderno tenía más valor cuando era usado que sin usar y que leyendo
logró hacerse autodidacta; sin embargo hoy ya no puede hacer lo que más le gusta: leer. Mi
papá fue un gran admirador del sexo femenino; para él todas las mujeres eran lindas,
elegantes damas, reinas, princesas… cuando decía estas expresiones delante de mí yo me
preguntaba ¿Dónde está la belleza? Pero eso me permitió comprender que él siempre había
estado enamorado del ser que le da vida y vigor a la naturaleza: La mujer. Mirando su
estado, hubiera querido detener el tiempo, pero como le estoy apostando a un imposible
encauso mi sentir hacía la música tarareándole una de las estrofas de la canción “Los
tiempos cambian”, que tantas veces le escuché cantar y que yo interpretaba con una
dulzaina que él me había comprado en compañía de los pelaos que vivían por mi cuadra.
También observo ese terruño que a excepción de las Chepas Corinas, las bolitas de leche y
el aguacate, lo demás es desidia. Este territorio se lo estuvieron peleando la guerrilla y los
paramilitares hasta el punto que fue declarado “zona roja” y antes del gobierno de Álvaro
Uribe no lo podían visitar ni siquiera los que somos oriundos. Los que allí seguieron
viviendo tenían que tener un permiso para entrar y salir. “Esa tierra de placeres de luz y
alegría” que un día tuvo hasta buses de transporte urbano, tiene hoy calles convertidas en
lodazales, de huecos. Las pocas que están pavimentadas el alcalde de turno les mandó a
hacer unas zanjas para el desaguadero; es algo insólito pues precisamente es allí donde
más se empoza el agua. Todavía en pleno siglo XXI está sin acueducto, sin posibilidades
de trabajo porque las empresas tabacaleras que eran las que más oportunidades ofrecían,
fueron las primeras que tuvieron que irse. Los bancos se los llevaron para otros municipios,
los personajes callejeros como “Arepa”, el loquito desquiciado por el alcohol, distinguido
porque todo lo respondía en inglés sin tener idea de este idioma, también desapareció. De
las familias prestantes solo quedó el recuerdo; todas emigraron y hasta mi colegio donde
pasé mi niñez y parte de mi juventud lo cerraron. Las religiosas que lo administraban
estaban trabajando a pérdida por la escasez de estudiantes. Con razón un cachaco que un
día pasaba por allí dijo: “eh Ave María pues, este pueblo lo único lindo que tiene es la
canción Carmen de Bolívar”.
Un aspecto en la vida de un ser humano que propicia su transcendencia es la educación.
Por eso mis padres escogieron los colegios que en esa época se preocupaban por dar la
mejor formación: Nuestra Señora del Carmen, una Institución dirigida por Hermanas
Franciscanas, preocupadas por la formación religiosa y moral, la disciplina y el buen
comportamiento y la Escuela Normal la Merced de Yarumal Antioquia, dirigida por
hermanas Terciarias Capuchinas, dedicadas a la formación de maestras.
En “Nuestra Señora del Carmen” disfruté cada momento en compañía de mis compañeras;
a todo le buscábamos el lado bueno, éramos felices; siempre estaba presente el sentido del
humor y la parte creativa. Casi ningún profesor se quedó sin imitar y con algún sobre
nombre. “Donde Nidia está, hay desorden decían las hermanas”. Por eso me separaban del
grupo; para mí era difícil estar sentada y callada todo el tiempo con tanta necesidad de
movimiento y de comunicación que tenía una niña de mi edad; esto daba motivos para que
mis profesores me mantuvieran castigada frente al tablero, de espaldas contra la pared o
sentada fuera de las filas que las hermanas organizaban para diferenciar las alumnas
buenas de las regulares y las malas. ¿Dónde colocamos a esta muchacha decían las
religiosas: en rendimiento es excelente pero en disciplina es el desastre. Al final de todos
los meses nos entregaban calificaciones, y quien obtuviera cinco en todo le daban Billete
de Honor. Yo a veces hacía un esfuerzo por portarme bien y me ganaba la mención. Esto
me servía para volver a la fila con mis compañeras buenas, pero me sentía incómoda
porque mis verdaderas amigas estaban en la fila de las regulares o malas, por eso hacía
nuevamente desorden para volver a tener el rencuentro con mis pares ya que en ellas
encontraba una igualdad real, un trato de tú a tú, una relación solidaria, un placer
recíproco.
Como en toda Institución educativa estaba presente la diversidad, la diferencia, la
singularidad; habían docentes serios, sobre todo los de matemática. Nunca se les veía reír
y escasamente conversaban con nosotras las estudiantes; eran muy exigentes y hablaban
con la mirada. A ellos les tenía temor pero les estudiaba mucho y les sacaba buenas notas
porque habilitarles a era como decir perdiste el año. Estaban los intelectuales que cuando
me acercaba a ellos me daba gusto escucharlos; hablaban con mucha propiedad y
profundidad sobre un tema. También se encontraban los matrísticos, esos que se
mesclaban en una metamorfosis del ser madres y padres a la vez para lograr el equilibrio
entre la exigencia y la permisividad. El más singular fue al profesor de inglés, de esta
asignatura conservo muchos recuerdos, fue la que menos aprendí y las que más anécdotas
tuvo al interior de las clases. La entrada del profe al salón era toda una ceremonia; llegaba
con el libro debajo del brazo o abierto como si estuviera leyendo; subía a la tarima, alzaba
la cabeza y se quedaba mirándonos; luego empezaba a hablar en inglés en tono semicortado
demostrando mucha inseguridad: gooooood morrrninnng claaaasssss… Repeat. Esta
actitud nos causaba mucha risa, pero a mí era a quien más me preguntaba y la primera que
sacaba del salón tal vez porque había logrado leer una risa burlona o porque casi siempre
le respondía un disparate. Nunca olvido cuando me mandó leer los números en inglés y
yo empecé diciendo one y el me dijo: “siéntese y tiene un one”, risas en todo el salón. La
educación en tal institución era muy tradicional, memorística y mecánica. Me adapté
fácilmente a esta manera de enseñar y aprender. Las lecciones me las aprendía rápido; era
darle dos o tres leídas en voz alta y ya podía recitarla de memoria a excepción de las
matemáticas donde tenía que hacer un poco mas de esfuerzo.
No me sucedió lo mismo cuando llegué a la Escuela Normal. Me encontré con un mundo
desconocido, lejos de mi familia e interna en un colegio. Me sentí como aquellos pajaritos
Fifí privados de la libertad que cazaba cuando niña, sola entre muchas personas. En ese
momento no podía desfallecer; estaban de por medio mis estudios, mis deseos de formarme
como maestra, mi futuro profesional y frente a esto no podía quedarme encerrada en mi
misma, auto-compadeciéndome. Empece a volar por senderos que me ayudaron a cruzar
el laberinto donde me encontraba. Uno de ellos fue buscar amistades entre las jóvenes
que al igual que yo habían llegado de otros municipios antioqueños y otras regiones del
país. Allí conocí a Dora Luz Arboleda y Lucelly Correa quienes a partir de ese momento
fueron mis amigas. Digo mis amigas, pues aunque tengo la capacidad de relacionarme con
todas las personas, soy muy tímida al momento de elegir mis amistades. Con ellas formé un
trío interesante; estudiábamos y hacíamos las tareas juntas, nos ayudábamos mutuamente;
el triunfo de una era el triunfo de la tres. Nos apreciábamos y nos tolerábamos, sobre todo
a mí que era la más malgeniada y muy sincera. A veces esta actitud traía disgustos entre las
personas con quienes me relacionaba porque los antioqueños aunque les gusta profesar la
verdad, son muy sutiles para decirlas. De estas amigas no he vuelto a saber desde que nos
graduamos, pero les guardo un gran aprecio y un gran agradecimiento porque cuando mi
mamá murió, que tuve que regresarme sola al internado a presentar los exámenes, ellas
suspendieron sus vacaciones, se regresaron para hacerme compañía y ayudarme a estudiar.
Con tanto dolor y en esa soledad, difícilmente hubiera podido salir adelante
En ese interactuar con la gente antioqueña fui comprendiendo que marcaban la diferencia:
observaba que eran personas intrépidas, regionalistas por naturaleza, muy trabajadores,
amables y arraigados a sus tradiciones. Ellos se sentían orgullosos de su cultura, de su
contexto, de su historia y estaban muy adaptados a su clima, por eso se extrañaban cuando
me veían titiritando del frío ya que a veces la temperatura bajaba de 10ºC a 8ºC . Yarumal
tiene variaciones climáticas por estar localizado en la cordillera Central, rodeado de
montañas y con una altura aproximadamente de 2.300 metros sobre el nivel del mar.
Adaptarme a las exigencias de la Normal fue una tarea ardua, tuve que desaprender para
aprender. Allí la educación era personalizada; la estudiante tenía que leer mucho,
participar en clase, sostenerse en un debate, exponer y manejar un público, actividad a la
cual no estaba acostumbrada. Cuando me ponía frente al grupo u otra clase de público me
entraba un susto terrible, empezaba a temblar al pensar que todo el mundo tenía los ojos
puestos en mí y no iba a hacer las cosas bien; me entraba un dolor en el estómago y el
corazón como “si se fuera a salir”, por consiguiente me calificaban mal. Al fin supero tal
adveridad. Ademas tuve que superar el hecho de ser zurda, algo anormal en ese tiempo.
Me obligaron a escribir con la mano derecha. Empecé tomando consciencia que esta
actitud solo se había convertido en un obstáculo para mi desempeño y mi realización
personal. Para lograrlo me hice un “lavado de cerebro” a través del auto concepto, la
autovaloración y la autoestima. Para ser maestro “las barreras o las eliminamos o
aprendemos a vivir con ellas” si queremos desempeñarnos eficientemente.
Toda la formación que recibía en la Normal se hacía evidente en la práctica docente, el
mayor reto que una estudiante podía enfrentar. Era como mezclar el día con la noche, lo
claro con lo oscuro, el enseñar con el aprender. Era mucho el rigor y las exigencias que
nos hacían todas las personas involucradas en el proceso. Los profesores eran todos
especialistas en su asignatura y estaban preocupados por la formación pedagógica e
integral de la estudiante. Recuerdo que nos hacían comprar muchos libros relacionados con
las ciencias de la educación, y el mensaje era: “No todo el mundo nace para ser maestro,
pero tú puedes lograrlo estudiando a los que fueron gestores de la pedagogía”. Por eso “El
Emilio” de Rousseau era nuestro texto guía. Para reafirmar todo el proceso de práctica
existía El Consejo de Prácticas, conformado por la Rectora, La Coordinadora de Prácticas
y un representante de cada grado que tenía La Anexa y las otras escuelas donde hacíamos
la práctica. Este definía nuestra continuidad en la Normal pues estaba encargado de
hacernos seguimiento tanto en el desempeño en la práctica como en el comportamiento.
Por eso cada vez que se reunían, mínimo salía una estudiante para ser reubicada en otro
colegio de Bachillerato, porque al ser evaluada y su desempeño no era el mejor, el
Consejo consideraba que debía estudiar otra profesión diferente al magisterio. Una vez
realizada la reunión, la Coordinadora nos llamaba a su oficina, nos hacía leer y firmar el
informe que habían dejado los miembros del Consejo y daba las observaciones y
recomendaciones que debíamos tener en cuenta para ser cada vez mejor. Ella decía:
“Queremos que La Normal gradúe verdaderos maestros, maestros que le vayan a hacer
bien al país.”. Motivo por el cual empezamos treinta y nos graduamos diez y seis.
Mis prácticas las realicé en escuelas oficiales de primaria porque en ese municipio la
educación era atendida por el Estado y en ese tiempo no existía el nivel de preescolar.
Inicialmente realicé observación y ayudantía; luego la maestra consejera me asignó temas
para practicar con niños que estaban cursando 2º de primaria, ya eran grandes, porque en
esa época estos ingresaban a primero a la edad de 8 años por normatividad emanada del
Ministerio de Educación Nacional. Los niños antioqueños eran muy dinámicos, activos e
inquietos; la practicante que les acompañaba en la clase debía estar bien preparada, porque
ellos todo lo preguntaban, complementaban o decían de frente: “profe así no es, o usted no
sabe nada”; así les había enseñado doña Isabel Arroyabe quien interrumpía a la practicante
para mostrarle lo que estaba haciendo bien o mal. Por eso mis compañeras les tenían miedo
porque casi siempre perdían con ella la práctica. Afortunadamente a mí me fue muy bien.
El hecho de ser costeña permitió que los niños se quedaran calladitos escuchándome y al
utilizar la música como herramienta me ayudó a crear una atmósfera afectiva de
aprendizaje y enseñanza con los niños y con la maestra. Cuando terminé la jornada me dijo:
“Te felicito, tú vas a ser una gran maestra”; mi calificación fue de cuatro noventa. Este
hecho me sirvió para que con frecuencia me escogieran en la Normal para desarrollar
clases modelos o me asignaran la responsabilidad de atender los grupos que por algún
motivo no había asistido el profesor. Esta experiencia me dio mucha fortaleza en mi
desempeño como maestra.
Recordar estos niños donde hice mi primera práctica como estudiante, es también hacer
memoria sobre mis primeros alumnos de la Escuela Rural La Canalita en pleno corazón de
Turbaco. Allí fui nombrada en 1971 en medio de uno de los paros más largos y polémicos
en la historia del magisterio colombiano. Yo no tenía ningún conocimiento sobre luchas
sindicales porque los profesores en la Normal nunca nos tocaron ese tema; así que llegué a
ese terreno totalmente novata e inexperta; por eso no alcanzaba a entender porque el policía
llegaba a la escuela, anotaba mi nombre y me felicitaba porque estaba trabajando y luego
llegaba un compañero activista a recriminarme y tratarme de esquirol porque estaba
actuando en contra de los intereses colectivos del magisterio. Aunque muy pronto
comprendí que las luchas sindicales era el medio para conocer las políticas educativas,
lograr la reivindicación de los maestros y conocer la realidad de la educación en nuestro
país para lograr transformaciones, yo no tenía esa cultura sindical. En las décadas de los
70, s 80.s y 90, s fueron muchas las batallas que el magisterio tuvo que librar para alcanzar
los derechos que teníamos como todo trabajador y soy consciente que muchos de los logros
alcanzados fueron resultado de las continuas marchas y ceses de actividades; sin embargo,
he sido bastante indiferente a la causa. Solo recuerdo haberme involucrado en uno de los
tantos paros que me ha tocado vivir y estando en el centro de la ciudad lanzando consignas
y vivas al MOIR liderado por el profesor Alcides Mendoza que había venido de San Juan
en la toma a Cartagena. De pronto alguien gritó: ¡ ahí viene la policía!… corran, escuché
gritar… mi carrera fue tan rápida que llegué a la Universidad de Cartagena que también
estaba en paro y me refugié debajo de una silla que encontré en un salón; llí quedé como
un congorocho doblada en mil partes; cuando quise levantarme estaba renga y no podía
caminar. Yo misma me dije: “Miren a esta sindicalista”.
Llegar a la escuela en calidad de docente significaba abrirle espacios a otra etapa de mi
ciclo vital. Era encontrarme frente a frente con otra realidad: ser maestra. Palabra que
llevaba implícito el respeto por lo diverso, ser agenciador de su propio saber y ser un líder
comunitario. Era también enfrentarme a un grupo de cuarenta y cinco muchachos entre
los doce a los diez y nueve años cursando segundo y tercero de primaria, ya en extra edad
porque sus padres como la mayoría eran analfabetos, no habían tomado conciencia sobre
la importancia de la educación y por eso se despreocuparon por ponerlos a estudiar
temprano y porque además dentro de sus imaginarios consideraban que todavía sus hijos,
no estaban a tiempo de estudiar ya que la mayoría de edad la cumplirían cuando tuvieran
veinte y un años. Allí empezó mi labor como maestra. Aquellos muchachos tenían otros
intereses, no estaban preocupados por aprender, querían pasarla chévere, molestando todo
el tiempo, sin ninguna responsabilidad y hablando de María Casquito, personaje que mas
tarde supe por medio de ellos mismos de quien se trataba. Me enfrenté con una experiencia
que difería mucho de la que había tenido en Antioquia. Por ello hice un pare para empezar
a ver la vida de estos escolares con otros ojos, hacer lectura de esos jóvenes para
meterme en su mundo y lograr que vieran el estudio como un medio para su realización
personal, ya que por su edad y su procedencia de familias llenas de carencias, lo mas
seguro era que muy pronto tendrían que irse a trabajar. Esto por supuesto me motivó a
pensar no tanto en los contenidos que debía enseñarles, sino como se formaban para poder
enfrentarse a ese mundo real que no daba espera. Juntos con ellos elaboramos un programa
con todas aquellas actividades de su interés relacionadas con lectura, escritura,
matemáticas y el arte. Fue una tarea de mucho compromiso y tesón pero con grandes
satisfacciones, porque en los dos años que trabajé en esa institución se lograron cambios de
actitud en los muchachos y esto se observó en su comportamiento. Se interesaron en
hacer sus tareas, en cuidar de la escuela, eran quienes elaboraban los materiales de
enseñanza, se ayudaban y respetaban mutuamente y además lograron identificarse por sus
nombres, pues recuerdo que cuando llegué todos se llamaban por sus apodos como el
Medio Ahogao, El Rayao, El Bocón, El Tragantao, El Burrito de Totumo y muchos
otros, que casi siempre era motivo de discordia. Hoy cuando me encuentro con algunos de
ellos me hablan de sus familias y de sus trabajos; algunos terminaron la primaria y se
dedicaron a trabajar como conductores, carpinteros, zapateros, tienen negocios en el
mercado y otros se fueron a cultivar el campo con sus padres.
En Turbaco habían escuelas bien atendidas, pero carecían de los elementos mínimos para
trabajar: yo creo que junto con Aracataca hubiera podido servir de inspiración a García
Márquez para escribir “Cien años de Soledad”. De escuela solo tenía el nombre, estaba
abandonada, sin ninguna documentación que diera información sobre ella, sin baños, los
salones oscuros, el tablero hecho pedazos, unos pupitres bipersonales tan pesados que
tenían que moverlos entre dos estudiantes ; el patio de recreo ocupado por burros, lleno de
malezas y sin paredilla. Por eso en compañía de Yasmina García quien llegó como
directora empezamos a tocar puertas a entidades y personas influyentes del pueblo y del
Departamento de Bolívar y logramos hacer de la escuelita, una escuela con condiciones
para que los niños y jóvenes se sintieran con deseos de estar y aprender dentro de ella, se
aumentó el número de maestras de tal manera que cada grado tenía al frente su docente , se
amplió cobertura, se dotó la escuela de cada uno de los espacios, del material mas
imprescindible y construimos una huerta escolar. Luego se la entregamos a los padres de
familia como algo de su propiedad. Más adelante la fusionaron e hicieron una
concentración Educativa. El trabajo realizado en esta comunidad fue motivo de
reconocimiento por el Señor Alcalde y Doña Leonor de Guerrero jefe de División
Educativa quienes el día Del Maestro nos condecoraron y exaltaron nuestra labor.
Como toda labor ejercida tiene una compensación, llegó el día de recibir mi primer sueldo,
me lo entregó la Directora, $ 1.900ºº. Yo me sentí feliz, ahora podía tomar mis propias
decisiones, acostumbrada a depender de mis padres y de pronto me sentí libre, sentí que
podía volar como los pajaritos cuando dejan sus nidos, era yo frente al mundo, había
cumplido la mayoría de edad. Ya nada podía detenerme para hacer lo que mas me gustaba:
estudiar, trabajar, cantar y viajar. Con mi sueldo compré zapatos, vestidos, bolsos, pagué la
pensión donde vivía, unos materiales para mis alumnos, una pulsera de oro y me quedó
plata. Era que antes el dinero valía mucho, no estaba tan devaluado como en esta época,
todavía existían las monedas de centavos y con $ 10 o $20 una persona compraba muchas
cosas. También aproveché ese nuevo amanecer para continuar mis estudios y me matriculé
en el Colegio Mayor de Bolívar a estudiar Preescolar. Ahora podía nuevamente disfrutar
ese encuentro con los libros, con el semillero de maestras y con los profesores que nos
enseñaban teorías, conceptos, estrategias y hasta las piruetas para trabajar con los
niños. Llegadas las vacaciones a viajar por Colombia.