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1 Vicente D. Sierra HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS EN ARGENTINA Al Coronel D. Juan Francisco Casteo, amigo. “El caso se reduce a lo siguiente. Usted encuentra a uno en la calle y le dice: Usted es muy feo; pregunto: ¿Ese uno le dará a usted las gracias y le dirá a usted que es bonito?, locura sería pensarlo; pues bien, aplique usted el cuento; yo digo a los liberales: son ustedes muy feos. ¿Cómo diablos quiere que me lo sufran, y que me den las gracias encima? Esto, sin embargo, como usted ve, no prueba nada, sino que yo he puesto el dedo en donde debía ponerlo. Sin embargo, debo confesar que mi libro ha salido a la luz fuera de tiempo. Ha salido antes, y debía haber salido después del diluvio. En el diluvio se ahogarán todos menos yo; es decir, las doctrinas de todos, menos las mías. Mi gran época no ha llegado, pero va a llegar. Ya verá usted qué naufragio, y cómo todos los náufragos buscan refugio en mi puerto. Aunque bien pudiera suceder (cosas como ésas se han visto) ni aun así le quisieran, prefiriendo el mar salado. Cada uno tiene su gusto, y sobre gustos no hay

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    Vicente D. Sierra

    HISTORIA DE LAS IDEAS POLÍTICAS EN ARGENTINA

    Al Coronel

    D. Juan Francisco Casteo,

    amigo.

    “El caso se reduce a lo siguiente. Usted encuentra a uno en la calle y le dice: Usted

    es muy feo; pregunto: ¿Ese uno le dará a usted las gracias y le dirá a usted que es

    bonito?, locura sería pensarlo; pues bien, aplique usted el cuento; yo digo a los

    liberales: son ustedes muy feos. ¿Cómo diablos quiere que me lo sufran, y que me

    den las gracias encima? Esto, sin embargo, como usted ve, no prueba nada, sino

    que yo he puesto el dedo en donde debía ponerlo. Sin embargo, debo confesar

    que mi libro ha salido a la luz fuera de tiempo. Ha salido antes, y debía haber

    salido después del diluvio. En el diluvio se ahogarán todos menos yo; es decir, las

    doctrinas de todos, menos las mías. Mi gran época no ha llegado, pero va a llegar.

    Ya verá usted qué naufragio, y cómo todos los náufragos buscan refugio en mi

    puerto. Aunque bien pudiera suceder (cosas como ésas se han visto) ni aun así le

    quisieran, prefiriendo el mar salado. Cada uno tiene su gusto, y sobre gustos no hay

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    nada escrito”. -DONOSO CORTÉS- Cartas inéditas, pág. 16 y 17.

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    La vida y la realidad son historia y nada más

    que historia. BENEDETTO CROCE

    La historiografía ha servido en Argentina -en general en Hispanoamérica- para

    determinar la pérdida de todo sentido histórico; la clásica, hija de la “Ilustración”,

    por su pobreza interior, y la moderna, presuntivamente científica, por el

    aniquilamiento de todos los misterios de la Historia, al reducirla, con

    interpretaciones sin soplo de humanidad y libertad, que lograron separar al

    argentino de toda tradición; hasta ser de él un ser extraño al destino de su

    comunidad. No por despreocupación o desapego, sino por carencia de base, ya que

    de su pasado sólo se le ha transmitido el polvo inconsciente de relatos manidos y

    adocenados, sin ninguna vinculación con alguna forma concreta de la existencia.

    Dice Croce: “la ciencia y la cultura históricas, en toda su detenida elaboración,

    existen con el propósito de mantener y desarrollar la vida activa y civilizada de la

    sociedad humana”.

    El normalismo, gran factor de deformación de la cultura argentina, cree que para la

    formación y mantenimiento de la conciencia nacional basta con dedicar un día a

    honrar la bandera, recordar ciertos aniversarios, llenar las aulas con retratos de

    próceres o visitar sus tumbas o monumentos, sin advertir que el sentimiento de

    nacionalidad no se forja con cosas, aunque se exprese con ellas, pues solo valen

    cuando la vemos con la conciencia de una unidad cultural, que tiene que ser

    resultado de una relación estrecha, profunda y misteriosa, entre el hombre y lo

    histórico. Dice Berdiaeff: “No es posible separar al hombre de la historia y

    considerarlo de una manera abstracta, como tampoco es posible separar la historia

    del hombre de un modo, por decirlo así, inhumano. Es imposible considerar al

    hombre separado de la profundísima realidad histórica”. Y bien, la historiografía

    argentina al uso ha hecho tal separación; ha apartado al argentino de la historia y a

    la historia del argentino, reduciéndola al simple relato del mundo que llegamos a

    conocer, limitando su extensión en el tiempo y en el espacio y aplicando

    concepciones apriorísticas de carácter abstracto, que son de imposible relación con

    la historia, que es una forma de conocimiento sorprendentemente concreta.

    Los representantes del liberalismo subsistente, que tienen conciencia de su

    falencia, pues no ignoran que la doctrina se mantiene mediante constantes

    concesiones, se oponen tenazmente a lo que ha dado en llamarse “revisionismo

    histórico”. La denominación no es muy feliz porque en Argentina no hay que revisar

    la Historia; hay que hacerla. Lo que como tal circula con marchamo legal no es ni

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    siquiera una falsificación; es apenas una crónica deficiente y apasionada, sin

    sentido histórico pero con pasión de partido, de hechos expuestos con espíritu

    periodístico; amor por el “papelismo”, que nada tiene que ver con la Historia como

    medio de conocimiento del hombre en toda la plenitud concreta de su existencia

    espiritual. La verdadera historia es un constante revisionismo, porque, como dice

    Croce, “la historia en realidad, está en relación con la necesidades actuales y la

    situación presente en que vibran los hechos”, y agrega: “el estado actual de mi

    mente constituye el material, y, por consiguiente la documentación de un juicio

    histórico, la documentación viva que yo llevo dentro de mí”.

    El liberalismo carece de sentido histórico, porque gira en torno al error

    fundamental de no dar importancia sino a las cuestiones de gobierno, que,

    comparadas con las religiosas y sociales carecen de toda importancia. Lo que

    explica su importancia cuando otras doctrinas proponen al mundo soluciones para

    sus problemas, y nos lo muestran cediendo, en Francia, a las soluciones socialistas,

    y, en Bélgica, a las católicas, por no tener ninguna propia, pues para él todo

    depende de las formas de gobierno. Si el liberalismo argentino se opone a todo

    “revisionismo histórico” es porque cree que podría ofrecer nuevos puntos de vista

    sobre la época antiliberal de Rosas y, sintiéndose incapaz de combatirlos, prefiere

    que subsista la falsedad pasional con que ha sido expuesta. Considera ese

    liberalismo que también es necesario mantener poco menos que oculto el período

    de casi tres siglos de dominación española, y si hay quien acepte que la historia del

    país comience con el descubrimiento de América, ya no son tantos los que

    comprenden que también el período hispano tiene historia, y que es

    necesario remontarse un poco más lejos para encontrar las fuentes de esa

    conciencia cultural que es la base de toda nación; problema vital para argentina

    desde que aspira a constituir algo más que un estado rigiendo una simple

    yuxtaposición de hombres y culturas, sin unidad armónica y creadora.

    Cuanto más grandes son las naciones, más tradicionalistas se muestran. El

    liberalismo nunca entendió la fuerza expansiva del tradicionalismo porque lo

    confundió con conservadurismo y lo vio como un elemento contrario al progreso.

    Se quedó en el “pienso, luego existo” del cartesianismo, sin comprender que la

    función de pensar la posibilidad de pensar, surgía de que el hombre es un

    microcosmos, no en el sentido natural, sino en el sentido histórico. No hay ninguna

    “tabla rasa” antes del acto de pensar, pues de haberla, pensar sería imposible. Es

    así como el liberalismo fue siempre incapaz de comprender la vinculación que une

    a las cosas divinas con la humanas, ni vio lo que las cuestiones tienen de sociales y

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    religiosas, ni la dependencia de todos los problemas relativos al gobierno de las

    naciones de la idea de un legislador supremo. Mr. Proudhon ha escrito: “es cosa

    que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas

    tropezamos siempre con la teología”. El creador del socialismo francés tenía más

    sentido histórico que cualquier liberal.

    La historia de las ideas políticas en Argentina nos muestra de cómo el liberalismo

    forjó el progreso material del país, pero determinó la disociación de su cultura, que

    cada día ofrece mayores demostraciones de su pobreza creadora dentro de un

    sentido auténticamente nacional. Ya Roca llamó a Buenos Aires “una provincia de

    extranjeros”, y Lucio Mansilla dijo que éramos “un país sin ciudadanos”. La vida

    argentina ha estado siendo corroída por un materialismo grosero y disociador, en

    cuyo fuego se fue dejando quemar el alma tradicional de la nación mientras la

    Historiografía cantaba loas a los que, por atizar el fuego, adquirieron estatuas,

    negadas con singular empeño a quienes lucharon para que los elementos

    tradicionales fueran vitales en la formación de un ideal de vida netamente nuestro.

    En los comienzos de su actuación pública, el general Perón dijo: “Pensamos en una

    nueva Argentina, profundamente cristiana y profundamente humanista”. Tiempo

    después agregó: “Al impulso ciego de la fuerza, al impulso ciego del dinero, la

    Argentina, coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía

    vivificante del espíritu”. He ahí un propósito y una consigna que el país debe

    realizar si no quiere dejar de ser, pero que no logrará nunca por intermedio de

    leyes, sino mediante una convivencia profunda con la verdad de su Historia.

    Contribuimos a ella con este libro, que no es un llorar sobre ruinas sino un

    evangelio de acción. La Historia, decía Goethe, nos permite librarnos de la historia,

    es decir, nos señala la ruta por donde debemos seguir de acuerdo a nuestro yo,

    hacia nuevas conquistas. La falta de Historia nos sumerge en el pasado. La Historia

    al uso, de tipo patriótico, nacionalista, nos deja sin tener nada que hacer por el

    porvenir, fuera de gozar los beneficios de la obra de “nuestros gigantes padres”. La

    Historia debe servir para renovarnos, para rehacernos en cada avatar de la

    existencia, pero siempre dentro del estilo propio de nuestro sentido de vida, de

    nuestra conciencia de que la nacionalidad constituye una unidad amónica y

    creadora de cultura. Porque lo que hace que el individuo no sea un ser

    verdaderamente vacío, lamentable y perecedero, es su capacidad para asimilar la

    experiencia histórica.

    Argentina vive una hora de singulares afanes de recuperación, pero predomina, en

    la mentalidad media, la falsa idea de que son los hechos económicos los más

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    importantes; más importantes son los sociales, los religiosos y, en nuestro caso,

    con su estrecha vinculación con sus posibles soluciones, los de su Historia, porque

    solo por su Historia un país adquirirá concepto de su ser. Aún destruido el estado

    polaco, Polonia siguió siendo una nación; aún bajo un solo estado, Austria fue una

    nación y Hungría otra. En Hispanoamérica abundamos más en estados que en

    naciones. La gran acción política que Argentina reclama consiste en forjarse una

    conciencia histórica. No se trata de formas de gobierno, sino de modos de vida.

    Ellos nos darán la economía, la organización estatal, el orden social que el hombre

    argentino necesita; una nueva Argentina “cristiana y humanista”, como ha dicho

    Perón; y todo lo demás vendrá por añadidura. Contribución a ello en este libro, que

    herirá mucho concepto adquirido, mucha idea consagrada, pero escrito con fe, con

    fervor patriótico tanto como con la convicción de que, muchas veces, es necesario

    destruir para edificar ¿Sale a tiempo? ¡Dios dirá! Aunque, recordando a Donoso

    Cortés, pensamos que, probablemente la ceguera de los hombres es tanta, que hay

    verdades que sólo deben decirse después del diluvio. ¡Dios querrá que no sean las

    de este libro, porque Dios protege a la Argentina!

    CAPITULO PRIMERO

    1.- EL PROBLEMA HISTORICO DE LAS IDEAS POLITICAS EN AMERICA

    La historiografía hispanoamericana sobre las ideas políticas de los pueblos

    del continente ha sido escrita bajo el concepto de que la libertad política, que

    alcanzó importancia en Atenas y en la Roma republicana, desapareció durante el

    imperio hasta reaparecer en los últimos dos siglos. La mayoría de tales

    comentaristas no se han planteado con rigor el sentido de los términos que

    manejan, y así, al referirse a la democracia, parten del concepto que han recibido

    del inmediato pasado político europeo, inspirado en un sentido individualista,

    rechazando, por consiguiente, toda formulación que no se adapte al mismo. Tratase

    de una posición que responde a un dado momento de una civilización, cuya crisis

    vivimos y cuya desaparición comenzamos a asistir, basado en esa concepción

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    ideológica del progreso que logró penetrar el espíritu de toda sociedad, desde los

    conductores del pensamiento hasta los mismos políticos y hombres de negocio,

    “que son siempre -como dice Christopher Dawson- los primeros en proclamar su

    falta de confianza en idealismos y su hostilidad hacia las ideas abstractas”.

    La idea del progreso fue aceptada por la historiografía liberal como un

    principio de absoluta verdad y validez universal, evidente por sí misma; de manera

    que, aun cuando los elementos formales de un juicio histórico demuestren que los

    conquistadores de América poseían conceptos precisos sobre libertad política, su

    estimación imparcial resulta difícil, porque el historiógrafo liberal se coloca fuera de

    la época que estudia para medirla con el cartabón de la que vive. Cartabón que,

    por cierto, se basa en ideas abstractas y determina una visión idealista del propio

    presente, ya que la idea del progreso impone la necesidad de afirmar que los

    conquistadores de América trajeron consigo un espíritu autoritario, como expresión

    del ambiente político del mundo hispánico. Si así no fuera, la ley del progreso se

    quebraría en la historias de las ideas políticas americanas, por lo cual todas se

    inician con la afirmación del autoritarismo de los conquistadores; a pesar de que

    los elementos formales de que el historiador dispone demuestran que se trata de

    un disparate histórico en cuanto se lo considere como opuesto a todo sentido

    democrático en la organización del Estado. Croce hace notar que los

    requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio histórico, dan a toda la historia

    carácter de “historia contemporánea”, por lejanos en el tiempo que puedan

    parecer los hechos por ella referidos; es decir que el estado actual de la mente del

    historiógrafo constituye el material mismo de un juicio histórico. En efecto, y el

    ilustre filósofo lo dice, el documento por sí mismo de nada sirve, pues “si carezco

    de sentimientos (así permanezcan latentes), de amor cristiano, de fe en salvación,

    de honor caballeresco, de radicalismo jacobino o de reverencia por las antiguas

    tradiciones, en vano escudriñaré las páginas de los Evangelios, de las epístolas de

    San Pablo o de las epopeyas carolingias, o los discursos pronunciados en la

    Convención Nacional, o las poesías, dramas y novelas en que el siglo XIX registró

    su nostalgia de la Edad Media”.

    La insensibilidad histórica del historiógrafo liberal, lo que también se advierte

    en los de tendencia marxista, consiste en que si bien el hombre de hoy -como

    agrega Croce- es un microcosmos en sentido histórico, es decir, un compendio de la

    historia universal, lo cual explica, en parte, que sea la historiografía algo moderno,

    -al punto que son muchos los que estiman que recién el siglo pasado es la era de la

    Historia- han limitado las posibilidades de comprender el pasado por el afán de

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    someter su proceso a los imperativos de férreas formulaciones o concepciones

    apriorísticas. Incapaces de liberarse de las ideas vitales de su época, no pueden

    comprender las del pretérito, posición de la que nos libra la circunstancia de vivir

    un momento en que las ideas que forjaron el llamado mundo moderno, comienza

    a perder su poder sobre el espíritu de la sociedad; como también se pierde la faz

    de la civilización que caracterizaron, perdiendo valor la historiografía consagrada,

    correspondiente a la misma.

    Uno de esos conceptos, aceptado sin reservas, dice: “La Edad Media es la

    época en la que impera la Iglesia de un modo casi absoluto”. Definida la posición

    de la Iglesia Católica contra el liberalismo y aceptado el concepto, también “a

    priori”, de que el liberalismo dotó al hombre de ideas de libertad política que nunca

    había conocido, la deducción lógica conduce a la afirmación de que la Edad Media

    sólo tuvo ideas contrarias a todo ideal democrático y, por consiguiente, los

    conquistadores de América no pudieron traer al Nuevo Mundo otra cosa que ideas

    afines a sus principios autoritarios o absolutistas de gobierno.

    Es claro que, aun aceptando lo difícil que resulta desprenderse de los

    conceptos de nuestra época, porque formamos parte integrante de la misma -por

    lo cual hay más historiadores que historiógrafos-, un elemental principio de

    metodología honesta basta para comprender la conveniencia de comenzar

    demostrando hasta qué punto es exacto que la Iglesia imperó de un modo

    absoluto durante la Edad Media, y luego, comprendiendo que la genealogía de las

    ideas, por mucho que se crea en el carácter rectilíneo del progreso, dista de ser una

    línea recta, investigar hasta qué punto el liberalismo ha formulado ideas originales

    en materia de libertad política. Si los historiadores de ideología liberal se hubieran

    tomado tal trabajo, es probable que, con comprensible desconsuelo, advirtieran lo

    difícil de semejante demostración. Lo hizo, entre otros, Johannes Bühler, que no

    pudo menos que referirse con ironía a quienes, partiendo de la posición

    predominante asignada a la Iglesia, consideran a la Edad Media como la época de la

    concepción católica del mundo y proceden a enjuiciar sumariamente su cultura con

    arreglo al punto de vista personal en que el enjuiciador se coloca respecto del

    catolicismo. Para peor, casi todos los que así proceden, consideran a la Iglesia

    Católica del medioevo como si fuera la actual, pasando por alto sus sesenta años de

    inquietudes teológicas y los veinte que consumió el Concilio de Trento, de la cual

    salió reformada y reestructurada.

    Si tal ocurre en cuanto a la Edad Media, en lo que a la comprensión del

    liberalismo se refiere, todo se reduce en los historiadores a relatar de cómo los

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    escritores franceses difundieron las ventajas del sentido británico de la libertad

    política, callando la realidad, expuesta en obras serias, por escritores ingleses, de

    que esas libertades surgían de las entrañas mismas de la Edad Media. Todavía hay

    profesores que creen, y así lo enseñan algunos textos al uso, que los británicos

    escribieron en la Carta Magna las libertades que querían obtener, cuando ese

    documento expresa las que tenían y no querían perder.

    Uno de los escritores políticos del pasado que más prestigio tiene entre los

    historiadores de las ideas políticas en Hispanoamérica es Montesquieu,

    probablemente más citado que leído, pues cuanto entró a meditar en torno a la

    historia de las instituciones llegó a la convicción de que el absolutismo era el

    resultado de una larga usurpación, advirtiendo las antiguas limitaciones del poder

    real, lo que le condujo a admitir la existencia de rasgos de la humanidad verdadera

    aún en instituciones consideradas bárbaras. Montesquieu llegó a la conclusión de

    que el modelo y los fundamentos de la libertad estaban en el pasado, identificando

    libertad y tradición feudal, por lo que reprochó al absolutismo haber aniquilado

    viejas costumbres; posición ésta del autor de “El Espíritu de las leyes” que se

    olvida con sospechosa regularidad.

    Concretándonos a la historiografía hispanoamericana, vemos que actúan

    contra ella dos factores importantes. El primero surge del armazón de mentiras

    forjadas alrededor de la historia de España y de su acción en el Nuevo Mundo,

    como manifestaciones de la “literatura de guerra” heredada del período de lucha

    por la independencia. Alrededor de esta falsa historiografía se forjaron ideas

    equívocas, que alcanzaron vigencia hasta mucho después de su nacimiento y de las

    cuales es difícil desprender a pueblos a los que se impusieron normas plagiadas de

    vida, desligadas de elementos tradicionales. Y como ha dicho Nicolás Berdiaeff: “El

    conocimiento histórico no es posible fuera de la tradición histórica”. El segundo

    factor consiste en hacer girar el proceso progresista alrededor de la literatura

    política, filosófica o sociológica de moda, en Francia, en los distintos momentos de

    los últimos dos siglos. Si a ambos factores añadimos la circunstancia particular de

    que la historia, como actividad intelectual, ha estado en América -y continúa en

    gran parte estándolo- , supeditada a propósitos antihistóricos, como los de llevar

    agua al molino de formas políticas, como el liberalismo, o económicas, como el

    capitalismo, bases ambas de las oligarquías dominantes en el Nuevo Mundo, las

    que, por lo común, se sostienen por su enfeudamiento a algún gran imperialismo,

    no es de extrañar que al exponer el desarrollo de las ideas políticas en el

    continente se haya dicho tanta herejía como la emitida como si fuera buena

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    moneda.

    Ese carácter de la historiografía americana se refleja en el afán de hacer de la

    Historia una especie de tribunal del pasado, con relación a los fines ideales que se

    quieren defender, sostener y ver triunfantes; y ante los cuales se cita a los

    hombres que fueron, a que concurran a rendir cuenta de sus actos, alcanzando a

    unos el premio y el estigma a otros. Dice Benedetto Croce: “Los que, presumiendo

    de narradores de historia, se afanan por hacer justicia, condenando y absolviendo,

    porque estiman que tal es el oficio de la historia, y toman su tribunal metafórico en

    sentido material; están reconocidos unánimemente como faltos de sentido

    histórico, aunque se llamen Alejandro Manzoni”. Tales opiniones no valen como

    “juicios de valor”, puesto que no son sino meras “expresiones afectivas”, que se

    forman con la exaltación de personajes y acciones del pasado o símbolos de

    libertad y tiranía, de generosa bondad y de egoísmo, de santidad y de perfidia

    diabólica, de fuerza y de flaqueza, de inteligencia elevada y de estupidez; de donde

    se deriva, en la historiografía argentina, el odio a Rosas, el desprecio por Quiroga o

    las mentiras difundida sobre Artigas, junto a la creación de mitos, como el de

    Bernardino Rivadavia, en el que se llega a ver al “más grande hombre civil de la

    tierra de los argentinos”; juicio que fue forjado, nutrido y difundido por Mitre, a fin

    de dotar al partido liberal -de ideología extraña al sentido político tradicional de la

    nación- de algún sostén histórico con que oponerlo a los altos valores tradicionales

    de su contrincante, el Partido Federal, cuyos caudillos fueron, mediante la difusión

    de una “leyenda roja” -especie semejante a la “leyenda negra” con que se

    combatió todo tradicionalismo hispanista-, sumergidos en las expresiones más

    antojadizas de una imaginaria barbarie.

    Como así se lo enseñaron -magister dixit- así lo ha creído el argentino medio,

    hasta que, en nuestros días, la crisis del liberalismo desarrollando el sentido

    histórico del país lo que ocurre siempre en los perídos de encrucijada cuando la

    angustia colectiva se trueca en interrogantes –admite la necesidad de un

    revisionismo de lo que se viene enseñando con caracteres de dogma. Esa crisis del

    liberalismo surge de la convicción de que su doctrina no asegura ninguna libertad

    bajo el régimen económico capitalista, sino libertades aparentes. Los pueblos

    empiezan a intuir el fondo de verdad de la afirmación de Harold Laski, cuando dice

    que “tan preocupada estaba -la doctrina liberal- con las formas políticas que había

    creado, que falló en darse cuenta de manera adecuada de su dependencia de las

    bases económicas que ellas expresaban”: y es esa intuición la que alimenta dichos

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    afanes revisionistas, sobre todo en Hispanoamérica, donde los valores de la

    historia, que habían sido desechados, comienzan a adquirir jerarquía; porque es en

    ellos donde los pueblos infieren poder encontrar las directivas para, dentro del

    propio estilo, realizar lo que debe realizarse. Es así como la crisis que mina como el

    cáncer el alma política de Hispanoamérica, se traduce en un movimiento de

    profundo análisis de su historia, del que surge, como el Fénix de sus propias cenizas

    donde los valores de la historia, de que surge, como el Fénix de sus propia cenizas,

    una cada día más vigorosa afirmación de los contenidos esenciales de lo que

    denominamos Hispanidad.

    En 1942, en las páginas finales de nuestro libro El sentido misional de la conquista

    de América -que fue un aldabonazo que contribuyó a despertar la conciencia

    hispanista que, como fondo insobornable, se mantenía en el continente- decíamos:

    “Respondemos de esta manera a una urgencia espiritual ineludible para los

    pueblos de Hispanoamérica. Un siglo y medio de falsa tradición liberal a la

    francesa, ha hecho que nuestros pueblos no tengan finalidades que no estén

    sojuzgadas a determinadas normas institucionales. Y se diluye así el sentido de la

    nacionalidad al hacer que la nación, en sus expresiones más profundas, sea la

    finalidad de la nación; entelequia trágica que nos ha conducido en lo económico, a

    ser simples factorías de imperialismos extraños; en lo político, un mundo de

    incoherencias; en lo espiritual, algo que huele a prestado. Dijimos que era

    necesario librarnos de los gobiernos antieconómicos y despóticos de la corona

    española, y caímos en una economía que nos han enfeudado y nos pusimos

    muchas veces, a la orden de los jefes más sombríos. Se quiso formar un continente

    separado de todo sentido religioso, y el fracaso del racionalismo lo deja indefenso,

    sin un estilo propio frente a una vida que debe aceptar tal como se la han

    fabricado: débil para crear lo que corresponde. Mas en el fondo insobornable de

    estos pueblos vive su propio estilo, y es la labor de descubrirlo, para que nos enseñe

    que debemos hacer lo que hay que hacer -por necesario, por conveniente y por útil-

    lo que intentamos con estas páginas, mediante una estrecha convivencia, real e

    intuitiva, con el inagotable tesoro de nuestra historia”

    No se trata de escribir la historia con finalidades nacionalistas, porque tanto ellas,

    como cualquier otra que no responda a la severidad de formular juicios históricos,

    es hacer falsa historiografía. Se trata de comprender el pasado en sus relaciones

    con el presente para encontrar la ruta del destino. Labor que no es fácil. Para

    entender el movimiento oscilante de la historia, cuyos altibajos marcan, a pesar de

    todo, las etapas de un progreso moral, que se desenvuelve con mucha mayor

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    lentitud que el material, es necesario realizar esfuerzos a fin de comprender los

    tiempos pasados. Bienvenida la erudición, el papelismo, porque no se debe salir

    de los límites de la verdad y los documentos son expresiones formales de ella, pero

    ¡pobre del que crea que en los papeles que poseemos está toda la realidad del

    pasado! Porque la literatura picaresca española alcanza en un dado momento

    cierto auge, por ahí andan centenares de páginas diciendo que fue

    consecuencia de que proliferaban los pícaros, reverso de aquella grandeza de los

    ideales, acuñado por la miseria que, según cierta historiografía, fue el signo

    permanente de España. Sería lo mismo que si alguien digiera que la vida argentina

    está representada o expuesta por la letra de los “tangos”, dada la difusión

    alcanzada por las mismas. Con toda verdad ha escrito Ignacio Olaguer: “Aquellos

    que no tengan imaginación, que no se ocupen de la historia. Es un terreno vedado

    para ellos”. No se trata de la imaginación que tiende, mediante un proceso

    confuso, a convertir su material palpitante en obra poética; sino aquella capaz de

    sentir la vida del pasado más allá de cómo se la vivió, para presentarla como fruto

    de un acto de pensamiento, es decir, como auténtica obra científica.

    Por eso, en historia, es necesario ver más allá de las narices, o sea, más allá del

    texto de los papeles. Es lo que en nuestro alcance, tratamos de hacer en nuestras

    páginas, por lo cual comenzamos refiriéndonos a la Edad Media, bajo cuyas

    influencias ideológicas se forjaron los ideales políticos de los conquistadores de

    América. Si hasta no hace mucho la historiografía americana creía que bastaba con

    iniciar la historia de cada uno de los pueblos en el que se atomizó el continente,

    con el relato de las jornadas primigenias de su emancipación política, como un

    verdadero progreso se aceptó luego que la era española, mal llamada colonial,

    constituye nuestro pasado remoto; admitiéndose, inclusive, que las múltiples

    contingencias del desarrollo histórico no ha podido borrar las huellas de sus pasos,

    lo que algunos utilizaron para explicar por qué cada Argentina, o cada Perú, o cada

    Ecuador, no es un Estados Unidos. Este progreso de la historiografía americana ha

    obedecido a una mala intención: la de iniciar la historia americana con el

    conquistador y el indio, como surgidos por generación espontánea, con un mundo

    de ideas -hechas por los historiadores- de acuerdo a un determinado esquema

    metodológico que acusa de intolerante, autoritario, feudalista, etc., al primero y

    pinta, con ingenua concepción rousseauniana, la libertad del indio como saldo de

    factores telúricos, de los que son más los que hablan que los que saben en qué

    consiste. Algo similar a lo que ocurre con quienes estudian la economía americana

    durante el período de dominación española, e invocan las leyes económicas

  • 11

    denunciando sus constantes violaciones por parte de España, a pesar de que ésta

    es la hora en que no hay quien pueda demostrar algo más que una supina

    ignorancia respecto de las presuntas leyes de la economía actual como antigua.

    El más remoto pasado americano es España, no el mal llamado período colonial;

    salvo que se admita que este período no tuvo pasado. En algunos pueblos de

    América, por el alto grado de mestizaje existente, no se puede desdeñar la

    influencia de ciertos aspectos de las culturas indígenas pre-colombinas, pero

    dándoles la importancia que tienen como elementos negativos de los conceptos de

    libertad política. No en balde el comunismo, que siempre logra más adeptos en los

    pueblos que no poseen un sentido concreto de la libertad política o en los grupos

    que lo han perdido, por no ver sino la realidad económica, procura, en América,

    adoptar posturas indigenistas, de un oportunismo que revela el bajo concepto que

    tiene de los indios, aunque valoren su utilidad como carne de cañón. A su vez, los

    grandes imperialismos capitalísticos, favorecen la misma tendencia. Capitalistas y

    comunistas saben que hablar de hispanidad es hablar de liberación, y hacerlo de

    indigenismo importa lo contrario. No solo el conquistador no trajo consigo el

    autoritarismo, como síntesis de su ideario político, sino que el hecho histórico

    concreto es que encontró el autoritarismo en el Nuevo Mundo, y que, a través de

    los misioneros, trató de inculcar en los naturales el concepto de libertad de la

    persona humana, esencial en la doctrina del catolicismo. Es el conquistador quien

    importa conceptos sobre la libertad política, porque se trata de un ser que surge de

    la Edad Media, o sea de un período de la historia en que el primero y fundamental

    aspecto de su pensamiento político fue expresión de la justicia o, dicho de otra

    manera, que entendía que más allá del derecho del estado, existe un derecho más

    grande y más augusto: el derecho natural. Hasta Hobbes -por lo menos “tío carnal”

    del liberalismo- nadie se había atrevido a sostener la doctrina de la soberanía

    estatal absoluta. Mal podían los conquistadores españoles traer a América lo que

    aún no existía en el viejo mundo, y que, en España, se impuso casi dos siglos

    después de la empresa colombina.

    2.- EL CONCEPTO DE LA LIBERTAD POLITICA EN LA EDAD MEDIA.

    Si hemos considerado un error de juicio histórico afirmar que durante la Edad

    Media tuvo la iglesia una influencia absoluta aceptamos que otro sea asignar a la

    época liberal un predominio también absoluto, de las ideas liberales. En efecto, el

  • 12

    siglo XIX se caracteriza por una falta de unidad intelectual y espiritual que se

    expresa en la actuación de distintas tendencias, algunas contradictorias entre sí.

    Desgraciadamente, el pensamiento americano no supo sacar provecho de tales

    circunstancias, porque se apegó con tal fuerza de inercia al pensamiento de

    Francia, el menos universalista de Europa (aunque se lo disimula afirmando el

    contenido universal de sus principios), que se redujo a una tarea imitativa sin

    consistencia. Es así como el romanticismo, que pudo determinar una gran

    curiosidad por el pasado, devolviéndonos los valores ecuménicos de nuestra

    tradición, no pasó en América de algunos desaciertos poéticos y declaraciones

    políticas intrascendentes por su lirismo, circunstancia comprensible si se tiene en

    cuenta aquel seguir lo francés y no se olvida que una característica del genio

    francés es buscar en sí mismo lo que sucede en los demás. Dice Olaguer: “Cuando

    el viaje o el comercio con gentes extrañas a su medio no le han ensanchado el

    espíritu -el francés- por exceso de ególatraía cae fácilmente en la tentación de

    tomar a su ombligo por el epicentro del universo. Así, francés tenía que ser aquel

    candidato a filósofo que hizo un viaje alrededor de su cuarto, o el magnífico Julio

    Verne, que escribió sus aventuras tropicales sin haber traspasado jamás los

    umbrales de su pueblo”. Fueron franceses los que pontificaron sobre todo el

    mundo, sin salir de casa, y cuando se trató de España -país de muy difícil

    comprensión para el francés-, difundieron las mayores patrañas, aceptadas como

    verdades evidentes por la intelectualidad americana, sedienta de plagios

    parisinos. Por Francia, a través de Montesquieu, se hizo creer que la libertad venía

    del norte; por Francia, a través de Voltaire, se creyó que la Edad Media fue un

    inmensa noche sin auroras; por Francia, a través de la Enciclopedia, se negó a

    España y al catolicismo; y los historiadores americanos dieron por aceptada la

    decadencia española porque Francia así lo había resuelto y se admitieron las

    razones anticatólicas con los pensadores del boulevard explicaron racionalmente

    “caso” español. Y es que a pesar de ser el europeo occidental un ser con profundo

    sentido histórico, no encontró forma de expresarlo dentro del movimiento del

    racionalismo científico hasta que se produjo en Alemania un movimiento de

    reacción contra el racionalismo filosófico francés y contra el pragmatismo inglés,

    que se reveló contra una concepción mecánica de la naturaleza y contra la idea

    individualista y utilitaria de la sociedad. Por ese movimiento descubrieron los

    germanos su propio pasado medioeval con el mismo entusiasmo que, siglos antes,

    Italia descubriera los tesoros del paganismo y, por primera vez, señala Dawson,

    desde el siglo XVI, el arte y la cultura de la Edad Media fue comprendido y

    apreciado, provocando un movimiento de reacción contra la cultura de la época

  • 13

    precedente. Entre las derivaciones de este movimiento se destaca la creación de la

    escuela histórica alemana, iniciada por Niebuhr y Savigny. Este, conocido por Juan

    Bautista Alberdi a través de un resumen, estuvo a punto, en 1837, de hacer que el

    pensamiento de la juventud Argentina pudiera interpretar los fenómenos políticos

    de su época con conciencia histórica. Si tal cosa hubiera ocurrido, es probable que

    la historia política de argentina hubiera sufrido profundas modificaciones

    favorables al desarrollo de su personalidad natural, pero la llegada de otros

    resúmenes de París, referidos al romanticismo y al Saint-simonismo, hizo que

    aquel movimiento terminara en el vulgar lagrimeo de un socialismo romántico, con

    influencias burguesas; “pele-mele” tan pintoresco como inoperante. Los sucesores

    leyeron a Guizot, a Roy Collard y a Adam Smith, porque la inteligencia argentina

    perdió el sentido de que, en la historia, lo real es lo ideal, y no pudo entender a

    Rosas porque le opuso no la realidad argentina, sino la ideología adquirida en la

    lectura de conceptos extraños a ella. Así se ha escrito la historia de las ideas

    políticas en Argentina. Mientras se ofrece como un hecho vital las expresiones de

    un “prócer” cualquiera, suelto, que habla por su cuenta, se desdeña el ambiente

    geográfico y el patrimonio racial, se dejan de lado las raíces que salen de la propia

    tierra, y a los caudillos, que encarnan esas realidades, se los coloca fuera de la

    historia, bajo el estigma de juzgarlos contrarios al devenir del país. Es el fruto del

    error que señalara Hegel, de ver sólo la gloria de la idea reflejándose en la historia

    del mundo; o la que se expresa en aquel “Candide”, para el cual la historia es una

    agitación irracional de crueldad y destrucción, donde la única regla es el azar o la

    fuerza.

    Aquella floración del pensamiento germano determinó en toda Europa la

    actuación de estudiosos que no se conformaron a dedicarse a cantar a la viejas

    construcciones de la Edad Media por que eran viejas, como hicieron los

    románticos en Francia, sino que se empeñaron en comprenderlas, desbrozando la

    historiografía al uso de la maleza que cubría la verdad sobre el medioevo, tarea

    que puso al descubierto la endeblez del pensamiento político desde Montesquieu

    y Voltaire, pasando por los enciclopedistas, hasta los historiadores liberal-

    burgueses de la Restauración y sus epígonos, por cierto menos talentosos.

    Reconocer estos hechos era lo que correspondía a la historiografía

    hispanoamericana a fin de hacer la verdadera historia del continente, y es lo que

    hicieron algunos, aisladamente, comenzando a surgir juicios de calidad sobre la

    labor de España en América, que son base de una escuela a la que ya nada podrá

    detener en sus avances, a pesar de los esfuerzos con que todavía se mantienen los

  • 14

    repetidores de una historiografía hecha a base de loas de determinados próceres,

    cuyo único mérito es haber sido expositores de segunda o tercera mano de las

    ideas de moda en Francia, o gobernantes en cuya falsa gloria se apoyan las

    oligarquías dominantes. Tan es así que, frente al movimiento de restauración

    nacional que vive Argentina en los momentos que escribimos, las fuerzas

    reaccionarias han hecho motivo esencial de su conducta política oponerse a todo

    revisionismo histórico, hasta con el pretexto comiquísimo de que cualquier

    restauración de la Hispanidad importa fortalecer el régimen que gobierna a

    España, lo cual, de ser exacto, demostraría que se trata de un régimen

    históricamente legítimo y lógico, ya que negarle a América la Hispanidad es negar la

    razón misma de ser de los pueblos de Hispanoamérica.

    Y bien, lo primero que se advierte al entrar a considerar el tema de este libro es

    que el conquistador importa en América conceptos claros sobre libertad política,

    por lo mismo que se trata de un representativo de la Edad Media, período durante

    el cual impera el principio de que toda autoridad humana es limitada; concepto

    originario del derecho romano que adquiere singular importancia durante el

    medioevo, por influencia del cristianismo, significando que no había ni podía haber

    nada semejante a una autoridad política absoluta. El segundo principio de la teoría

    política que recibió la Edad Media del derecho romano es el de que sólo podía

    haber una fuente de autoridad política, y que esta era la misma comunidad. Mas, si

    en la Roma de los emperadores pudieron estos a llegar a gobernar de manera

    absoluta, por delegación del pueblo, que según una ley, les otorgaba el Imperium,

    durante la Edad Media tal uso no fue posible, porque el príncipe no se colocó por

    encima del derecho. Había entrado a actuar el elemento religioso que afirmaba

    que la potestad regia venía de Dios, estaba constituida por él y por el derecho

    natural. El rey aparece entonces constituido por la misma comunidad, es ella la

    que crea al rey, al que no le transfiere la potestad, sino la propia autoridad, pues la

    potestad es de Dios, como dirá más tarde el P. Francisco de Vitoria.

    El pensamiento político de la Edad Media expresado por el teólogo inglés

    Bracton, en su obra “De Legibus” (m.9, 3.) dice que la autoridad del rey es la

    autoridad del derecho (o de la justicia) y no de la injusticia. Como vicario y servidor

    de Dios, debe ejercer la autoridad justa, porque sólo esa es la autoridad de Dios; la

    de obrar mal corresponde al demonio y el rey es servidor de aquel cuya obra

    realiza; cuando hace justicia es vicario del rey eterno, pero es siervo del demonio

    cuando vuelve la espalda a aquella y comete

    desafueros. Por consiguiente su autoridad debe estar restringida por el derecho,

  • 15

    que es el freno de la autoridad; debe vivir conforme a la ley.

    Mas, ¿qué entiende por derecho un hombre de la Edad Media? El pensamiento

    político medioeval alcanza su madurez con la aparición del “Decretum Gratiani”

    hacia 1150, en la que Graciano, derivando sus ideas de los juristas que hicieron la

    legislación justiniana y de las “Etimologías”, de San Isidoro de Sevilla, identifica el

    derecho natural con la ley de Dios y establece que, tras la voluntad declarada de la

    comunidad, está la autoridad de la costumbre; todo derecho positivo es, para él,

    costumbre. Agrega que las leyes quedan establecidas cuando se promulgan, pero

    tienen que ser confirmadas por las costumbres de quienes viven bajo ellas. Es

    decir, no basta la voluntad del príncipe, aunque se le reconociera la facultad

    legislativa, siendo los hábitos de vida de la comunidad la fuente misma del

    derecho, y si bien, al final de la Edad Media, no fue la comunidad siempre la que

    determinó qué era lo que constituía o no derecho consuetudinario, sino la corte

    del rey y los jueces del rey, la corte era, como lo señala A. J. Carlyle, un cuerpo

    imparcial no ligado a las órdenes y voluntades personales del soberano y se la

    suponía encargada de hacer efectivo el derecho, incluso contra la voluntad de la

    corona. En apoyo en que así ocurrían las cosas hasta los siglos XV y XVI, cita las

    opiniones de Fortescue, para Inglaterra y las de Gresson, De Seyssel y Maquiavelo

    para Francia, llegando a la siguiente conclusión: “La forma primera y más

    importante de la concepción de la libertad política en la Edad Media era, pues, la

    supremacía del derecho, no en cuanto creado por el príncipe o cualquier otro

    legislador, sino como expresión de los hábitos y costumbres de la vida de la

    comunidad; es esto -agrega- lo que hace que sea un mero absurdo la concepción de

    que en la Edad Media el derecho fuera creado a voluntad del monarca, absurdo

    que no sostuvieron más que algunos romanistas, tan absortos en el estudio del

    CORPUS JURIS CIVILIS, que se olvidaron del mundo en que vivían”. Este principio

    de la sociedad política fue expresado por Bracton al decir que el rey tenía dos

    superiores: Dios y el derecho.

    Salvador Lissarrague Novoa dice que es probable que una detenida meditación

    sobre estos temas “nos lleve a establecer que el absolutismo, forma que adopta el

    estado creado en la Edad Moderna, por constituir la primera gran manifestación de

    una tesis política, racionalista e individualista, tenga más afinidad con las tesis

    democráticas, tal como nos han sido dadas por la reciente historia europea, que los

    conceptos escolásticos acerca de la sociedad civil. Es evidente, sin embargo -

    agrega-, que a partir del siglo XVI, merced al voluntarismo individualista que va

    acentuando poco a poco su perfil democrático desde Marsilio de Padua, con

  • 16

    altibajos considerables y contradicciones aparentes, pero que alcanza su rotunda y

    definitiva madurez expresiva tras la escuela racionalista del siglo XVII hasta el siglo

    XVIII, cuando aparece el “CONTRATO SOCIAL” de Rousseau, el libro clásico y

    fundamental de la democracia individualista, de la que, matizada con elementos

    de otra procedencia, vive la política europea hasta nuestros días”. La observación es

    feliz pues, en los conceptos escolásticos acerca de la sociedad civil, se está lejos, en

    la Edad Media, de admitir el derecho divino y natural de la potestad real.

    Lissarrague al citar a Marsilio de Padua advierte el surgir de una corriente

    individualista. Marsilio de Padua en su tratado “Defensor Pacis”, que apareció en

    1324, enseña que el único legislador en el Estado es el pueblo en su conjunto, es

    decir, la mayoría, considerando a ésta desde el punto de vista de cada estamento.

    Marsilio distingue el poder legislativo del ejecutivo, diciendo que aunque el

    segundo dependa del primero son esencialmente distintos, apareciendo el origen

    de una idea de la teoría democrática posterior. Guillermo de Ockham escribió que

    en el estado de naturaleza todos los hombres eran libres y la propiedad común,

    pero los hombres cayeron de ese estado de inocencia y fue necesario fundar el

    Estado para beneficio común de todos. A esto se llegó mediante un contrato

    general de la sociedad humana. Se eligió un príncipe y los miembros de la

    colectividad se ofrecieron a seguirle mientras sus órdenes respondían al bien

    común. Se dejó al individuo toda la libertad compatible con el bien común, de

    manera que todos los hombres tuvieron derecho a participar en la elaboración de

    las leyes, por ser materia que a todos toca. Más pueden delegar su función,

    termina diciendo Ockham, en el príncipe, aunque este no pueda excederse de los

    derechos que le han sido otorgados. En el siglo XVI, Nicolás de Cusa, en “De

    Concordantia Catholica”, dice que todo imperio y reino ordenado tiene su origen

    en la elección; se reconoce como divina toda autoridad que surge del acuerdo

    común de los súbditos. Las leyes de un país deberían ser proyectadas, dice, por

    hombres sabios, escogidos para ese propósito; pero esos sabios no deben tener,

    agrega, poder coactivo sobre los remisos, por lo cual los gobernantes, así como las

    leyes, sólo pueden surgir del consentimiento de los súbditos.

    Dicen estas citas no sólo de la poca originalidad de los principios esenciales del

    liberalismo, sino de cómo durante la Edad Media se fue operando un proceso de

    desintegración de los principios políticos escolásticos, que respondían a un sentido

    particular de la democracia social, hasta las formas de la democracia individualista,

    a la par que la propia escolástica sufría los contragolpes de tendencias que la llevan

    hacia formulas heréticas. Marsilio sostiene que al emperador le corresponde un

  • 17

    poder coercitivo sobre el Papa, por lo cual no es extraño que su tesis democrática

    terminara afirmando el origen divino del emperador.

    Tanto él como Ockham piensan que el imperio es originariamente humano y no

    divino, a pesar de lo cual Marsilio ve en el emperador al vicario de Dios, en un

    sentido mucho más pleno de lo que pueda serlo el Papa. Si no caen en el

    absolutismo es porque les preocupa el aspecto utilitario, es decir, la existencia

    misma del Estado como institución humana.

    Sin penetrar más en estas cuestiones, es lo cierto, desde el plano de los hechos

    históricos, advertimos que en el hombre de la Edad Media existe un concepto de

    libertad política extraño al poder absoluto; una idea de libertad política que se

    vincula a las libertades de la comunidad, la que posee un agudo sentido social que

    la hace defensora de sus componentes. Predomina como concepto de derecho, la

    costumbre, el uso, es decir, un elemento tangible, efectivo, real, que determina el

    sentimiento de libertad que se percibe en el vivir cotidiano del medioevo

    expresado en la obra de sus artistas, que se destacaron por su amor por las

    expresiones costumbristas.

    Si nos hemos detenido en este punto es por un hecho notorio de la perduración

    de las ideologías medievales en América. Una de las muestras de la endeblez del

    sentido histórico del siglo pasado es la división de la historia en compartimentos

    estancos, llamados períodos que se fijan dentro de fechas precisas. Así, se dice que

    la Edad Media termina con la entrada de los turcos en Constantinopla. Tal división

    carece de seriedad científica y, como ha señalado Spengler, nos ofrece un

    esqueleto de la historia increíblemente mezquino, que no tiene sentido.

    Aparte de que la Edad Media ofrece diferencias substanciales de una región a

    otra de Europa, es notorio que, aunque muchas de sus instituciones

    desaparecieron, su ideología se mantuvo por más tiempo que en otras zonas de

    Europa, en España, y por su influencia, en América. Esta perduración de lo medieval

    en el Nuevo Mundo ha sido sistemáticamente desdeñado por quienes se dieron a

    explicar las luchas internas con mezquinos antecedentes históricos,

    caprichosamente interpretados, a fin de destacar el genio singular de algunos

    lectores de pocos libros franceses, los que fueron transformados en númenes de las

    ideas políticas y hasta filosóficas de América. Y cuando no se produjo ese

    desdeñar, como en el caso de José Ingenieros, que a cuanto se opuso a estos

    lectores lo considero reaccionario, por medioeval, se parte de una doble

    falsificación; valor efectivo de los que aquellos lectores habían leído y el que

    corresponde a una leal interpretación de la Edad Media. Y es que el problema de

  • 18

    historiografía progresista se había propuesto, consistía en demostrar que la

    libertad política recién apareció en América como reflejo de la revolución de 1789,

    confundiendo las ideas con las instituciones, mediante la transformación en historia

    de aquellas, lo que no es sino crónica de éstas.

    3.- EL CONCEPTO DEL PUEBLO Y LA FUNCIÓN DE LAS CLASES EN LA EDAD

    MEDIA.

    Como argumento contra el valor de los conceptos políticos medioevales se señala

    que por pueblo se entiende, entonces, a los representantes de determinadas clases

    sociales, predominando los intereses de los estamentos, con exclusión del

    proletariado. En realidad, el régimen liberal considera pueblo a los representantes

    de los partidos políticos, mucho menos representativos de los intereses de la

    comunidad que los gremios de la Edad Media. Sin embargo, es notorio que el

    concepto de muchedumbre que hoy

    caracteriza lo popular es extraño a aquella época, como lo fue para los liberales de

    la Restauración o los Constituyentes de los Estados Unidos, que crearon formas

    estatales que hicieron poco menos que imposible el predominio de las mayorías,

    afirmando que ellas pueden ser tiránicas igual que cualquier déspota aislado. Es así

    como, mediante el juego de los partidos, de las representaciones proporcionales y

    de respeto a las minorías, se evita que, siendo la democracia liberal el reinado de

    las mayorías, existan las mayorías que puedan llegar a apoderarse del gobierno.

    El concepto de pueblo separado de un concepto de hombre conduce por malos

    caminos. Bajo el régimen individualista el hombre es objeto de grandes

    adulaciones, pero la permanencia del sistema de contrato, esencial en el

    liberalismo, demuestra que se trata de palabras. La dignidad del hombre está

    defendida por la Edad Media por la religión, en lo espiritual, por el gremio, en lo

    material. Además cuando se habla de proletariado de la Edad Media se lo hace de

    una clase inexistente. El artesano se encontraba amparado por su organización

    corporativa o por sus cofradías de mayor eficiencia que el obrero por sus sindicatos

    de la época liberal, que constituyen, en esencia, organizaciones defensivas de los

    males del liberalismo. El propio Rousseau, en el “CONTRATO SOCIAL”, dice que “el

    pueblo inglés imagínase libre, y se engaña formidablemente. Sólo es libre durante

    la elección de los parlamentarios; elegidos éstos, vive en servidumbre, ya no es

    nada”. Con razón comentaba Vázquez de Mella: “Aquí responde más un

  • 19

    funcionario de ferrocarriles por perder una maleta, que un ministro por perder las

    colonias”. La opinión que tiene el liberalismo del pueblo fue dada por aquel

    alcalde español que acostumbraba a ponerse al frente de todos los motines para

    evitar desmanes; y es que el liberalismo no sólo carece de un concepto humano del

    pueblo, sino que ha falsificado el exacto concepto del mismo, pues no ignora -

    ¡cómo pueden ignorarlo sus doctores!- que a la esencia de la verdad le son

    indiferentes las alternativas del sufragio universal.

    En 1351, el rey de Castilla, Pedro I, promulga el denominado “ORDENAMIENTO DE

    MENESTRALES” en el que se enumeran los peones, obreros, jornaleros, quintetos,

    mesegueros, tejadores, costureras, podadores, espadadores, carpentros, alfayates,

    tundidores, acecaladores, orizes, zapateros, ferreros, armeros, pastores, freneros,

    selleros, pellejeros, viñaderos y canteros, en cuyas disposiciones se establecen los

    precios y jornales de cada ramo con el criterio de tipo social que predomina en las

    directivas económicas de la época. El hombre libre de la ciudad interviene en la

    vida política nacional, pero aisladamente o en contacto con los habitantes de otras

    ciudades o en peticiones a los procuradores del consejo. No hay muchedumbres, no

    hay jefes populares que se encaran con las autoridades para declarar medidas de

    gobierno, pero cuando los hombres libres actúan lo hacen con un sentido social y

    no privado. Influyen para que así sea, un conjunto de normas morales, de origen

    religioso, que son efectivas en la conducta de los hombres, y que si no se tienen en

    cuenta no se comprende aquella época; como no se comprenderá a los cabildos

    americanos, que fueron quienes prolongaron tales conceptos en nuestro

    continente durante casi tres siglos. Ese sentido social, unido al predominio del

    derecho consuetudinario determina que el hombre de la Edad Media no se interese

    por quien haga la ley, sino si ella está de acuerdo con la costumbre. Estándolo, no

    es contraria al pueblo y la respeta. En el caso contrario se opone. El odio de los

    absolutistas ingleses a la Compañía de Jesús, empresa española por cierto, se basó,

    especialmente, en la doctrina de la resistencia al príncipe cuando éste legislaba

    contra los verdaderos intereses del pueblo. Alfonso el Sabio, dice en sus

    “PARTIDAS”: “embargar no pueden ninguna cosa las leyes, que no hayan la fuerza

    y el poder que habemos dicho, sino tres cosas. La primera, uso. La segunda,

    costumbre. La tercera, fuero. Éstas nacen una de otras e han derecho natural en

    si…” No son muchos los que saben que la ley del trabajo de ocho horas fue obra

    de Felipe II, el calumniado por católico, quién en una real orden decía: “todos los

    obreros de las fortificaciones y de las fábricas trabajarán ocho horas al día, cuatro

    por la mañana y cuatro por la tarde…” Fue quien estableció las vacaciones de

  • 20

    empleados y obreros y ordenó que se les paguen hasta los días de fiesta, entonces

    tan numerosos. La igualdad ante la ley fue principio que tuvo en América vigencia

    excepcional y que Felipe II hizo cumplir con rigor. Se cuenta que en cierta ocasión

    hizo enjuiciar a un predicador que en su presencia dijo: “todos los hombres son

    responsables ante Dios, menos Vuestra Majestad”. Debió retractarse el sacerdote

    en el mismo lugar público, y ante el rey, diciendo: “porque señor, es de fe, que

    Vuestra Majestad, es tan responsable ante Dios de sus acciones, como el último

    vasallo”

    Negar a la Edad Media la posesión de un concepto sobre el pueblo es un error. Lo

    que no posee aquella edad es un concepto tan absurdo como confundir al pueblo

    con la masa. La masa surge como reacción al individualismo de la sociedad liberal,

    mientras que el pueblo es anterior a la masa, que no tiene posibilidad de surgir en

    una sociedad donde predominan normas sociales de vida, o sea, un sentido

    solidarista inspirado en la procura del bien común. La influencia de los factores

    morales, la inspiración religiosa, provenientes de una Iglesia que coloca lo humano

    por encima de lo terreno, hace que la proclamación del valor de la Persona

    Humana no haga posible la formación de masas políticas, porque ellas son una

    degeneración en cuanto a expresión de lo popular. Basar en la masa la democracia

    constituye el gran equívoco del liberalismo, y no lo decimos nosotros, sino

    Winston Churchill, quien ha escrito: “lo que menos representa a la democracia es la

    ley de las multitudes”.

    La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masa.

    Las minorías son individuos o grupos de individuos calificados; es decir, de

    hombres que han logrado separarse de la masa, que, como dice Ortega y Gasset, se

    caracteriza por repetir en sí un tipo genérico. Y para que al hablar de minorías no se

    crea que caemos en selecciones de tipo clasista, diremos, con el citado escritor, que

    por minorías entendemos las integradas por aquellos que se exigen mucho y

    acumulan sobre sí muchas dificultades y deberes, en contraposición al hombre de

    la muchedumbre que no se exige nada especial, siendo para él vivir igual que ser

    en cada instante, lo que ya es un esfuerzo de perfección en sí mismo. No división en

    clases sociales sino en clases de hombres.

    Es evidente que en la realidad de la historia esta división de la sociedad en clases

    de hombres no es fácil y ha tomado un sentido gremial. Con todo, en esta materia

    se ha envenenado tanto la palabra “clase”, que su concepto auténtico se ha

    perdido. Se dice que la separación por clases establecida durante la Edad Media

  • 21

    con arreglo al nacimiento, determinando la posición social y jurídica asignada al

    individuo dentro de las grandes comunidades del pueblo o del Estado, constituye

    un hecho contrario a un concepto democrático del pueblo, y contrario al espíritu

    mismo de la religión católica. Podríamos decir que el sistema no existirá hoy en las

    apariencias legislativas, pero es más efectivo de lo que se supone en la verdad de

    los hechos. La iglesia del medioevo no creó tal sistema, sino que se apoyó en él

    porque nada pudo hacer para destruirlo, utilizándolo a los fines de estructurar una

    sociedad basada en un sistema particular de equilibrio social. “Romper la

    continuidad del pasado, querer comenzar de nuevo -dice Ortega y Gasset-, es

    aspirar a descender y plagiar al orangután”, y reproduce la opinión de Dupont

    White, quien hacia 1860 se atrevió a clamar: “La continuité est un droit de

    l’homme; elle est un hommage á tout ce qui le distingue de la béte”. La iglesia

    encontró las clases y logró organizarlas para que sirvieran a altos fines. Una

    mentalidad de hoy no concibe aquel tipo de organización -aunque comienza a

    intuirla- pero el hombre de la Edad Media, que sabía que “todo el mundo” es,

    normalmente, la unidad compleja de muchedumbre y minorías discrepantes, se

    sentía socialmente seguro bajo aquel régimen. Para una mentalidad moderna, que

    tiene un concepto equivocado de la individualidad, desde que no la relaciona con

    la personalidad, aquella sujeción del individuo a su clase le resulta atentatoria de la

    libertad. Bien es cierto que el hombre de hoy, que ha perdido la noción de la

    persona humana, no posee un concepto preciso de la libertad; por eso advierte lo

    que el hombre de la Edad Media -que poseía el sentido de la persona humana- no

    veía, ni nadie ha demostrado que pudiera ver, que el régimen entorpeciera tanto

    como creen los que aplican a la comprensión del medioevo las ideas actuales, el

    desenvolvimiento de la propia personalidad, ni que constituyera, por lo tanto, una

    traba muy grande para el individualismo. Como dice Johannes Bühler, “eran mucho

    más poderosas las barreras que oponían al hombre, en ese sentido, las condiciones

    económicas y de otra clase, que todavía hoy trazan a la mayoría de los individuos

    sus posibilidades de cultura y el desarrollo de sus dotes puramente personales. El

    apoyo que el individuo encontraba en las gentes de su clase, el dique que oponían a

    la libre concurrencia la vinculación hereditaria de la inmensa mayoría de la

    propiedad inmobiliaria del campo y el régimen gremial en las ciudades, favorecían

    el desarrollo del espíritu, por lo menos dentro de los límites trazados por la clase

    social y la profesión de cada uno”

    En realidad, un obrero de hoy, al entregar su fuerza de trabajo a una fábrica, tiene

    menos posibilidades de desenvolver su personalidad que el artesano de la Edad

    Media. La riqueza creadora de este artesano, comparada con la incapacidad

  • 22

    creadora del proletariado moderno es concluyente. Acercarse a una catedral

    gótica, por ejemplo, obra del pueblo, de los gremios, es hacerlo a un verdadero

    monumento a la libertad creadora del hombre; así como de una gran potencialidad

    económica colectiva insospechable para los que no se detienen a pensar que

    muchas se levantan en ciudades que, hoy día, no podrían realizar un esfuerzo

    semejante.

    El socialismo ha difundido en materia de clases sociales tal serie de disparates,

    mediante la tesis historicista del marxismo, que hasta llegó al absurdo de suponer

    el proceso histórico un simple derivado de la lucha de clases.

    Desgraciadamente, uno de los signos del proceso histórico que si los hombres

    analizaran a fondo los conduciría a poseer un concepto más religioso en sentido de

    la historia es que, una fatalidad inevitable en las cosas humanas es la de ir

    apartándose de un sentido originario, “la de ir pasando -dice J. Bernhard-, desde el

    orden primitivo de conexión a otro enteramente distinto y aún opuesto”. Lo que

    empieza en el campo de la mística termina siempre en el de la política. El hecho de

    que las clases no fueran de profesiones con igual rendimiento económico hizo que

    algunas enriquecieran, desvirtuándose su concepto originario, al dar paso a la idea

    de que la fortuna constituía un signo de distinción.

    A principios del siglo XIII escribía el Abad Cesáreo de Heinsterbach: “La fe religiosa

    trajo consigo las riquezas, pero éstas sepultaron a la fe”. En efecto, aquella

    transformación del espíritu de las clases medioevales coincide con una

    disminución de la fe religiosa en las clases enriquecidas, circunstancia esencial para

    comprender el proceso que determina el pase de la Edad Media a la denominada

    Edad Moderna, en el cual, el concepto de la vida ha quedado limitado a lo

    económico y a lo político. Es un proceso dialéctico que hace que a las leyes

    implacables del progreso cultural pertenezcan el nacimiento del enemigo incubado

    en su seno, y es así como del hombre de la Edad Media surge ese hombre

    moderno, a pesar de que aquel tenía de la vida una concepción tan amplia que

    hubiera considerado un absurdo inconcebible hacer girar lo esencial de su

    existencia alrededor de los problemas políticos o económicos.

    Lejos estamos de decir que el régimen político de la Edad Media fuese un ideal,

    porque éste no ha existido ni ha de existir nunca vivo en la sociedad; pero era un

    régimen de paz y ventura que fue degenerando, entre otras cosas, por exceso en el

    espíritu de cuerpo de las corporaciones, hasta considerarse lucha por la libertad su

    eliminación. El artesano derivó entonces en proletariado, sin amparo alguno,

  • 23

    librado a la explotación de los dueños de los instrumentos de trabajo y de las

    materias primas, hasta que ese proletariado vuelve, bajo las normas del

    sindicalismo, a encontrar en su organización gremial el instrumento de defensa que

    necesita. Ese sindicalista que cree haber creado algo, no ha hecho sino “recordar”

    que así fueron atendidos sus antepasados en la Edad Media.

    El liberalismo ha suprimido los títulos de nobleza, pero no ha suprimido a los

    multimillonarios, que constituyen la nobleza actual o, por lo menos, quienes

    ocupan el lugar que pertenecía a la nobleza. Y la verdad es que entre un

    multimillonario y un noble existe, históricamente, diferencias esenciales. Por de

    pronto, es preciso tener en cuenta que el Estado de la Edad Media era, en gran

    parte, creación de la nobleza como corporación. El lector debe tener en cuenta que

    durante la Edad Media no existe un concepto de Estado similar al actual, ni

    tampoco una organización estatal parecida. El conquistador de América actúa en

    nombre del rey, no del Estado Español. El Estado medioeval tiene funciones muy

    limitadas y así carece de poderes para inmiscuirse, en circunstancias normales, en

    la vida social y cultural. Bajo este aspecto, la acción de las corporaciones o gremios

    era mucho más activa que la de un sindicato de hoy porque la sociedad misma no

    era otra cosa que las clases unidas en organizaciones defensivas.

    Por eso el Estado podía dictar leyes pero no crear un nuevo derecho, aunque

    sí para legislar para conservar el vigente, que aseguraba tanto al individuo como a

    las corporaciones con extraordinaria rigidez,

    por lo cual dice Bühler: “Todo esto hacía que, en ciertos respetos, el estado

    medioeval tomase más en cuenta al individuo y a las corporaciones que el estado

    moderno y les concediese mayores libertades. Y como, a su vez, tanto el individuo

    como las corporaciones gozaban de su régimen de derecho propio, coexistente con

    el del estado, se les reconocía también, en principio, el DERECHO DE RESISTENCIA

    frente a las autoridades de éste, cuando lesionaban los derechos garantidos al

    propio individuo o a cualquier otro miembros de la corporación”. Es así como en

    las PARTIDAS se lee que la ley puede ser enmendada, “…e no debe haber

    vergüenza en mudar e enmendar sus leyes, cuando entendiere, o lo mostraren -al

    rey- la razón porque lo deba facer; que gran derecho es, que el que a los otros ha

    de enderezar, e enmendar, que lo sepa hacer a sí mismo cuando errare”. Cuando el

    funcionario del período español en América, acata una real orden, pero no la

    cumple, no comete acto de desobediencia, sino legal, si responde al

    convencimiento de que lo ordenado puede ser perjudicial a la comunidad. Que era

    norma de derecho que la ley, para ser cumplida, debía ser justa y conveniente.

  • 24

    El hombre moderno que habla de libertad sin comprender que ha pasado a la

    categoría de súbdito del Estado, no tiene títulos para enjuiciar el pasado, sin

    analizarlo hasta comprenderlo. Durante la Edad Media no es el Estado quien

    coacciona al hombre, sino el propio grupo de que forma parte, el cual, a su vez, está

    coaccionado por otros y todos ellos por la fuerza espiritual de las normas morales

    de la Iglesia, como resultado de una larga evolución de la que es la nobleza uno de

    sus productos ¿De qué servirían la ley y el derecho si no podían ser defendidos por

    una mano armada? Pues bien, la fuerza, o sea la espada, estaba en manos de una

    sola clase: la nobleza. El oficio de las armas se consideraba como una profesión que

    correspondía a determinada clase o grupo, cuya actividad le ganó una aureola de

    particular prestigio. Dice Bühler: “era lógico que los representantes de esta

    profesión -precisamente porque el brazo armado intervenía tan directamente en

    todo- se sintiesen tentados a hacer cuanto les antojaba, a sostener en sus manos

    la balanza de la justicia y a inclinar sus platillos en el sentido que mejor les

    pareciera, a convertir el trabajo de los que manejaban el arado o el telar, en vez de

    protegerlo, en fuente de tributos para su propio y personal provecho, o incluso a

    entrar a saco por él, simplemente por capricho. La nobleza sentíase también

    tentada, y sucumbía no pocas veces a esa tentación, por el impulso de abusar

    ignominiosamente de su poder. Y si la violencia brutal y la arbitrariedad no se

    convirtieron, por lo menos, en un ideal, sino que por el contrario se consideraba

    como una de las grandes misiones de la nobleza el proteger la ley y la justicia y el

    amparar a los oprimidos y a los pobres; si noble era sinónimo de audaz y soberbio,

    acepciones asociadas ya en la antigüedad y bajo el germanismo al concepto de la

    aristocracia y a la profesión de las armas, sino que tenía además el sentido de la

    nobleza moral que todavía hoy conserva, ello se debió principalmente al

    cristianismo y a la Iglesia”.

    Dungern estima que la nobleza Alemana de la Edad Media constituyó el ideal de

    elevación y de concentración de la fuerza popular. Se le estimaba como elemento

    protector y directriz, rebelándose el sentido religioso de la profesión en las

    ceremonias para “armar caballero”.

    El concepto medioeval del honor, cultivado por los nobles, nada tiene que ver con

    el afán de fama de los hombres de épocas posteriores. Aquel concepto del honor se

    orienta hacia un sentido del deber que hace que sea el noble el primero en

    comprender el valor de hacer una obra buena por la obra misma.

    Del juego de todos estos elementos surgen conclusiones que es preciso apreciar

    para valorar el verdadero sentido de las ideas políticas de la Edad Media. Nada hay

  • 25

    en el hombre de entonces que lo empuje a fortalecer el Estado; el régimen

    estamental crea una conciencia social que supera el egoísmo individual, aunque

    despierta, en cambio, el egoísmo corporativo, y la Iglesia mantiene la idea de que la

    elevación a los altos cargos terrenales de nada sirve para la salvación de las almas.

    Y si no se tiene en cuenta la noble fuerza coactiva del temor al infierno hay que

    renunciar a entender a ese pasado. Es así como la nobleza se siente más tentada

    por el honor que por el dinero, habiéndose habituado a ocuparse -dada su

    profesión- de un modo preferente de las cosas de este mundo. Semejante

    situación determina que, cuando en los siglos XV y XVI, empieza a operarse el

    cambio hacia las formas del estado moderno, los reyes encontrarán en la nobleza

    los antecesores de los actuales funcionarios públicos. Solo la nobleza ofrece

    elementos fieles y desinteresados que no existen, prácticamente, en las otras

    clases, que carecen del sentimiento desinteresado del servicio al Estado. Los

    conquistadores de América actúan a nombre de la corona, lo que hace suponer a

    más de un historiador displicente que así expresan al autoritarismo real; cómoda

    manera de resolver un problema no comprendido. Es notorio que en la

    administración americana del período español –que no llamamos colonial, porque

    América no fue considerada “colonia” por España hasta la llegada de políticos

    liberales y progresistas, sino parte integrante del Imperio español- se advierten

    muestras de corrupción, siendo común las malversaciones y los sobornos.

    El hecho era expresión de un fenómeno semejante en todas las naciones de

    Europa, como consecuencia de que el hombre corriente carecía de un concepto

    exacto de las razones de estado. Señala el ya citado Bühler, “el verdadero elemento

    dinámico de la época, que no dejaba que la cultura que había surgido de la VIRTUD

    burguesa y se hallaba saturada de ella se estancase, eran los príncipes”; lo que en

    parte explica que el tránsito de la Edad Media al estado liberal moderno, pasara

    por un período de agudo absolutismo cuyas manifestaciones recién se expresan en

    hechos durante el siglo XVII.

    Todos estos elementos, a veces contradictorios, se proyectan en la vida americana

    de tal manera y con tal perdurabilidad que sin su comprensión, muchos de los

    hechos esenciales de la vida política de estos pueblos no pueden ser explicados,

    como han fracasado todas las explicaciones basadas en los hechos mismos.

    4.- LOS FUEROS EN LA LEGISLACION DE CASTILLA Y LEON.

    La Edad Media no fue, en muchos de los aspectos esenciales, semejante en

  • 26

    todas las regiones de Europa. Ni en Inglaterra ni en España, por ejemplo, arraigó

    mayormente el feudalismo, y en cuanto a España, la circunstancia de haber sido

    invadida por los árabes determinó la guerra civil de siglos, durante la cual, el

    sentido del estado nacional y el fortalecimiento de la monarquía frente a las

    tendencias absorbentes de la nobleza, determinaron un desarrollo tal de las

    libertades municipales que su vigencia alcanzó a constituir un fenómeno típico, sin

    parangón en el resto del continente. El dio lugar a otro, de singular importancia,

    consiste en que, mientras en el resto de Europa el sentido de la libertad política se

    relacionó con la organización estamental de las clases, en España lo fue alrededor

    de los centros urbanos.

    La ciudad fue la célula madre de cuyo seno surgió el estado argentino, punto

    de partida de la Revolución de Mayo que denuncia un claro origen hispano. Desde

    el siglo XIII los reinos de Castilla y León tienen en cuenta a las ciudades en la

    constitución de las Cortes. El hecho tiene un gran valor historiográfico para la

    comprensión de la realidad política americana, en cuanto diferencia de manera

    sensible el proceso de evolución de las instituciones hispánicas de las francesas,

    pues mientras Francia e Inglaterra organizan un sistema representativo en base a

    los estamentos, en España se lo hace en base a las autonomías comunales, es

    decir, sobre un régimen de fueros y privilegios locales.

    Si consideramos la significación que el derecho consuetudinario adquiere

    durante aquella época en la formación del derecho positivo, se advierte de como la

    organización política de Castilla y León se lleva a cabo sobre las bases del respeto a

    las idiosincrasias locales. Tanto en Inglaterra como en Francia las ciudades fueron,

    ante todo, un conjunto de corporaciones de oficios, mientras en España, las

    ciudades y villas fueron por sí mismas verdaderas corporaciones políticas, por lo

    cual fueron sus Cortes las únicas de Europa integradas con representantes de

    dichos centros urbanos. Y este sentido especial de la organización política llega

    hasta las Cortes de Cádiz con el nombre de Ciudades con voto en Cortes.

    Todos los jurisconsultos españoles han señalado la importancia que los

    fueros municipales alcanzaron en Castilla y León. Como dice Salvador Minguijón,

    “en el orden político el respeto al pasado era garantía de la libertad de los

    pueblos. Las normas reducidas a escritos en los fueros municipales eran, la mayoría

    de las veces, de esencia consuetudinaria”. ¿Qué eran estos fueros? Eran privilegios

    a cartas otorgadas por los reyes, por los señores, o por unos y otros, conteniendo

    normas para la vida jurídica de la comunidad favorecidas por ellos. Tomada en un

    sentido más amplio la denominación se refiere, además, a todos los documentos

  • 27

    dados para reglar la vida de las diversas ciudades o villas.

    Con el nombre de Cartas - Puebla, o cartas de población, se conocen las

    dadas a las poblaciones que se iban formando en las fronteras con los moros, a

    medida que la reconquista iba avanzando. Se trataba con ellas de traer pobladores.

    Los Fueros correspondían a poblaciones ya formadas. En esas Cartas y en esos

    Fueros se establecían determinadas ventajas, exenciones de tributos, tierras,

    casas, y aprovechamiento en montes y prados. Los primeros fueros provienen de

    los siglos VIII, IX y X y contienen reducido número de disposiciones, pues el sentido

    de la autonomía municipal no había alcanzado mayor desarrollo.

    ¿Qué es en síntesis, lo que encontramos en España como esencia de su

    legislación foral? El mexicano T. Esquivel Obregón contesta: “Las leyes propendían

    a dejar a los pueblos que se gobernaran por sus antiguas costumbres, con tal de

    que ellas no estuvieran abiertamente en pugna con las normas imperativas del

    derecho público. Merced a esa libertad los pueblos conservaron sus instituciones

    tradicionales o las modificaban en cada lugar, y adoptando nuevas reglas, según

    ellos entendían sus propios negocios”. Recuerda las leyes de Alfonso XI, Enrique II,

    Juan I, Juan II, Fernando e Isabel, que luego pasaron a la Nueva Recopilación y

    finalmente, a la Novísima, y ordenaron: “A las ciudades, villas y lugares de nuestros

    reinos le sean guardados los privilegios que han tenido de los reyes nuestros

    antepasados, los cuales confirmamos, y que les sean guardadas sus libertades y

    franquezas y bienes, usos y costumbres, según que les fueron otorgados y por nos

    fueron confirmados y jurados”

    Si la historia del municipio medieval es uno de los capítulos más interesantes

    y fecundos de la historia de la civilización europea, el del municipio castellano

    tiene singular importancia como precursor del estado moderno. Como dice

    Hinojosa: “El suprimió las trabas jurídicas que separan las varias clases sociales y

    daban carácter de privilegio a la libertad civil y la participación de la vida pública”,

    y agrega: “Los grandes principios que informan la vida política contemporánea, la

    libertad de la persona, la unidad de fuero, la igualdad de derechos civiles y

    políticos, en suma, tuvieron su primera realización práctica en la esfera limitada

    por los muros del Municipio”.

    Se vincula al municipio gran parte de la emancipación de los siervos,

    fenómeno que se produce en Castilla antes que en parte alguna de Europa, de

    manera que en el siglo XIII apenas quedaban vestigios de su existencia. Los fueros

    de las poblaciones de fronteras, a fin de atraer pobladores declaraban libres a los

    que se avecindaran en ellos, lo que determinó un éxodo que obligó a los señores a

  • 28

    conceder igual franquicia para evitar que los siervos los abandonaran. Durante los

    siglos XII y XIII se advierte que la vida municipal determina una extensión cada vez

    mayor de la libertad civil y aparecen las primeras manifestaciones orgánicas del

    gobernarse así mismas de parte de las poblaciones, lo cual alcanza en Castilla una

    importancia que no se advierte en otros pueblos del continente europeo, en los

    mismos momentos; lo que se explica porque el municipio leonés y castellano es

    esencialmente democrático, puesto que el gobierno de la ciudad radica en el

    consejo abierto o asamblea de vecinos, congregada el domingo, a son de campana,

    para tratar y resolver los asuntos de interés general. Posteriormente, esto es, hacia

    fines del siglo XIII, comienza a surgir el Concejo Municipal o Ayuntamiento, que

    absorbe por intermedio de representantes a la asamblea popular.

    Sin embargo, la permanencia de las viejas fórmulas es tanta que, en nuestros días,

    el sistema de la asamblea popular se registra en ciertas aldeas de España. Elías

    López Morán, en la colección de los trabajos de Joaquín Costa, incluye referencias

    sobre costumbres de los pueblos de las montañas de León y Asturias que así lo

    demuestran. A pesar de las nuevas leyes, habituados estos pueblos a la democracia

    directa, es costumbre que el regidor quiera reunir concejo, toque la campana de la

    Iglesia tres veces y dé vuelta alrededor de ésta en unión de los primeros tres

    vecinos que concurren, llamando a los demás bajo penas diversas para los reacios.

    Y dice López Morán: “Las leyes de Madrid disponiendo las cosas de distinta manera

    o no se cumplen del todo, o si se cumplen es sólo formalmente y los pueblos siguen

    celebrando sus consejos, tomando sus acuerdos y ejecutándolos como si tal cosa”.

    5.- EL CONCEPTO DE LA LIBERTAD POLÍTICA EN LA ESPAÑA MEDIOEVAL.

    Nada más ajeno a la mentalidad española que el absolutismo. Es doctrina

    importada de la península, cosa no extraña si se consideran sus raíces liberales y

    anticristianas, en las que tienen particular importancia la herejía protestante. Para

    el español, el Estado no es un ente superior al hombre, con lo que demuestra la

    esencia de su catolicidad. La importancia que en su historia tienen los Concilios y

    las Cortes son, además de una prueba de ello, valiosos antecedentes de su

    degeneración en el parlamentarismo moderno. Las cortes castellanas estaban

    integradas por el clero y la nobleza, pero no había verdaderas cortes sin el brazo

    popular, que debe considerarse, dice Minguijón, como el elemento constante y

    necesario. Hasta mitad del siglo XV puede colegirse que los representantes

  • 29

    del brazo popular se elegían en asamblea del pueblo. El sistema comienza a decaer

    cuando se substituye ese sistema por otros, tales como el sorteo. Pero no se trata

    de que surjan los conceptos absolutistas; lo que surge es el Estado unido, con fines

    nacionales, hecho que en toda Europa coincide con la decadencia del feudalismo,

    la debilidad del Papado y el crecimiento del poder civil. La decadencia de las Cortes

    españolas fue consecuencia, aunque no lo crean los que confunden las ideas con

    las instituciones, de que tendieron a defender el pasado que importaba la

    supervivencia de los elementos feudales, a pesar de que el pueblo se había unido a

    la monarquía para extirparlos. Las Cortes se habían convertido en parapeto de los

    poderosos, señores de vasallos, que habían declarado guerra sorda a los Reyes, por

    lo cual Fernando intentó unas veces un servicio particular, no del Reino en forma de

    Corte, sino particularmente, o que algunos Brazos le sirvieran. Para crear la Nación

    española había que abatir el poderío político de la nobleza, y por eso en las Cortes

    de Madrigal, en 1476, y de Toledo, en 1480, solo fue citado el Estado llano, con la

    exclusión de las otras clases privilegiadas, que ni reclamaron y protestaron. Las

    Cortes subsiguientes ya no tuvieron la importancia de aquellas. Como Regente,

    Fernando las reunió en Madrid, en 1510; en Burgos, los dos años siguientes, y en la

    misma ciudad, las últimas por él convocadas, el año 1515. Siete veces la reunió en

    Aragón, una en Valencia y seis en Cataluña, y tres las generales de los tres estados

    de la Corona.

    Pero mientras el proceso de formación de los estados nacionales coincide con un

    reblandecimiento de la fuerza represiva de las normas morales de la Iglesia, que

    han mantenido a la economía sujeta al interés social. En España no ocurre lo

    mismo, lo cual basta con explicar por qué tarda en imponerse en ella la monarquía

    absoluta. En tal sentido el hombre de la Edad Media en general, y el español

    durante más tiempo que el inglés o el francés, tiene un concepto de la libertad

    política más agudizado y exacto que el de un liberal del siglo pasado, puesto que

    sabe que su trabajo no es una mercancía, no se cotiza en ningún mercado, no está

    sujeto a leyes de la oferta y la demanda, o sea, sabe que la energía creadora del

    hombre no se mide con dinero. Los marxistas para esquivar esta verdad, siguieron

    a la falsa historiografía liberal en su pintura tétrica de la Edad Media, a fin de

    ofrecer una lucha de clases, con proletariado y capitalistas de adopción, que