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Historia de las comunicaciones integradas de mercadotecnia: el porqué de su importancia actual Bibliografía Schultz, S. L. (1993). Comunicaciones Integradas de Marketing. México D. F.: Ediciones Gárnica S. A. . Peter Drucker señala que la “innovación comienza con el abandono. No importa lo que se inicia, sino lo que se termina”. Es difícil dejar de hacer algo que rindió ganancias durante mucho tiempo. Hace 15 años, los gerentes de marketing y comunicaciones de marketing que hoy tienen 40 años escuchaban atentamente mientras sus predecesores les legaban las lecciones que 15 años antes les había enseñado la primera generación de profesionistas de marketing masivo. El catecismo del marketing de los años sesenta nació de la experiencia norteamericana durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, y se sostuvo durante un par de décadas. Pero luego los cambios sociales, políticos, tecnológicos y económicos se combinaron para invalidar las viejas reglas y enfrentar a la siguiente generación de gerentes con lo que Alvin Toflfler ha llamado el shock del futuro. En su libro “Las nuevas realidades”. Peter Drucker habla dela existencia de grandes divisorias históricas, similares a las geográficas: momentos después de los cuales nada es como antes. Los ávidos estudiantes de marketing de los sesenta afrontaban aún mientras escuchaban sus lecciones- uno de esos momentos, experimentaban esa ruptura que ahora estamos definiendo. El saber acumulado en dos décadas de experiencia empresarial carecía de relevancia. Los mapas que utilizaban sus guías describían un mundo que había dejado de existir.

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Historia de las comunicaciones integradas de mercadotecnia: el

porqué de su importancia actual

Bibliografía

Schultz, S. L. (1993). Comunicaciones Integradas de Marketing. México D. F.:

Ediciones Gárnica S. A. .

Peter Drucker señala que la “innovación comienza con el abandono. No importa lo que

se inicia, sino lo que se termina”.

Es difícil dejar de hacer algo que rindió ganancias durante mucho tiempo.

Hace 15 años, los gerentes de marketing y comunicaciones de marketing que

hoy tienen 40 años escuchaban atentamente mientras sus predecesores les legaban

las lecciones que 15 años antes les había enseñado la primera generación de

profesionistas de marketing masivo.

El catecismo del marketing de los años sesenta nació de la experiencia

norteamericana durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, y se sostuvo

durante un par de décadas. Pero luego los cambios sociales, políticos, tecnológicos y

económicos se combinaron para invalidar las viejas reglas y enfrentar a la siguiente

generación de gerentes con lo que Alvin Toflfler ha llamado el shock del futuro.

En su libro “Las nuevas realidades”. Peter Drucker habla dela existencia de

grandes divisorias históricas, similares a las geográficas: momentos después de los

cuales nada es como antes.

Los ávidos estudiantes de marketing de los sesenta afrontaban –aún mientras

escuchaban sus lecciones- uno de esos momentos, experimentaban esa ruptura que

ahora estamos definiendo. El saber acumulado en dos décadas de experiencia

empresarial carecía de relevancia. Los mapas que utilizaban sus guías describían un

mundo que había dejado de existir.

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Segunda guerra mundial

En los cuatro años que siguieron a Pearl Harbor, nació en los Estados unidos un

nuevo héroe empresarial. Durante décadas, las figuras de leyenda habían sido

financistas y constructores de imperios de gran magnitud, visionarios como Morgan,

Rockefeller, Carnegie y Flagler. En los años 1920 y 2930 la imaginación popular

comenzó a valorar la individualidad, la manufactura y el diseño. Miremos los coches y

las cocinas de la época, las estructuras diseñadas por Frank Lloyd Wright en la vida

real, y por Howard Roark en la narrativa popular. Revistas como Mecánica popular

celebran el surgimiento del gusto personal. Si no hubiera acontecido la Segunda

Guerra Mundial, los Estados Unidos habrían tenido un aspecto muy distinto en las

siguientes décadas.

Pero estalló la guerra, y una de las trasformaciones más aceleradas de la cultura

popular alteró para siempre la historia del país. El primer programa de comunicaciones

de marketing integradas tal vez haya sido la arrolladora campaña de propaganda que

barrió con las dudas acerca de la intervención norteamericana en asuntos foráneos y

alistó a cada hombre, mujer y niño en el esfuerzo bélico. (Irónicamente, las lecciones

que pudieron aprender entonces fueron olímpicamente ignoradas en los 40 años

siguientes.) Los miedos existentes, y algunos inventados para ese propósito, tenían un

solo mensaje: derrotar a las potencias del Eje. Y no se procuraba afectar sólo las

actitudes, sino también las conductas. Mientras los norteamericanos aprendían a odiar

a Hitler, a burlarse de Mussolini y a despreciar a Tojo, también aprendían las nobles

virtudes de la disciplina, la abnegación y la responsabilidad individual. Los jóvenes se

alineaban para alistarse en las fuerzas armadas. Los niños tallaban siluetas con forma

de aviones enemigos para adiestrar a los vigías y gastaban sus preciosas monedas en

timbres para bonos de guerra. Los mayores custodiaban las costas y patrullaban las

calles. Las amas de casa juntaban grasas para cocinar, ahorraban papel y hojalata, y

trabajaban en la industria bélica, mientras las abuelas cuidaban a los niños de día, y de

noche cocinaban para colaborar con las fuerzas armadas.

El esfuerzo de medios que respaldaba todo esto fue avasallador y total. La

guerra dominaba los titulares de los periódicos, las tapas de las revistas, las noticias

radiales y los noticiarios cinematográficos. Los temas patrióticos impregnaban los

programas populares, las revistas de tebeos y la narrativa. Los tableros de aulas,

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oficinas y fábricas, la correspondencia, los carteles, los letreros, los escaparates, las

cajas de cereal, cada superficie impresa, imagen móvil y fuente de sonido fue a la

guerra, así como Lucky Strike adoptó un envase verde. El país nunca había estado tan

unido en un solo propósito, y todos los cambios ocurrieron en menos de media década.

Y esto fue muy evidente en las fábricas, convertidas casi totalmente para la

producción bélica y coordinadas por empresarios obligados a servir al gobierno

mientras durase la guerra.

El énfasis de este esfuerzo era la producción: tanques, jeeps, artillería,

municiones, aviones de caza y bombarderos, y barcos para desplazar todo hacia los

frentes de batalla. No era una pequeñez, considerando que los submarinos hundían un

millón de tonelada de buques por año.

El héroe manufacturero

El nuevo héroe popular fue el hombre que podía producir, el manufacturero. La

meta era más bienes en menos tiempo. El diseño no importaba, y la calidad era

relativa. La clave era que todo fuera intercambiable, y la uniformidad era la virtud

primordial. La gente aprendió a funcionar como máquinas, realizando tareas repetitivas

con eficiencia. La estructura organizativa de las empresas remedaba a las jerarquías

militares.

A medida que avanzaba la guerra, había cada vez más manufactureros en los

niveles superiores de estos organigramas empresariales de estilo militar. Eran los

responsables de esos pendones con la E de “eficiencia” que ondeaban junto a la

bandera: era la gente que sabía cumplir con cupos. Eran gente práctica que se

arremangaba para hacer las cosas. Eran los hombres que ganaban los premios, daban

los discursos, aparecían en los noticieros cuando había inauguraciones.

La guerra terminó, pero el talento de esa gente aún se necesitaba. Cientos de

miles de combatientes regresaron a su patria, estimulados por la victoria y dispuestos a

reanudar su vida interrumpida. Entretanto, en el frente de su patria, los sueños

postergados habían creado un febril afán de recuperar el tiempo perdido. Tras cuatro

años de sacrificio y negación, cuatro años de racionamiento, las mujeres ansiaban una

compensación. Casémonos, tengamos hijos, compremos un coche, compremos una

casa y amoblémosla, y hagámoslo ahora.

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Las fábricas fueron reconvertidas deprisa. Y ¿cuál era su función más

importante? El marketing no, pues aún no se había formalizado. Tampoco las ventas,

pues había demanda. No, la función más importante era la manufacturación. La

producción masiva. La capacidad para fabricar bienes. Más productos por minuto.

Cantidad. Y por ello el gerente manufacturero, el celebrado héroe cuya capacidad para

producir material bélico permitió la victoria aliada y otorgó a los Estados Unidos la

hegemonía mundial, ocupaba a menudo la oficina ejecutiva. Había llegado la era de las

compañías con énfasis en la producción, que perdurarían obstinadamente en algunas

industrias durante medio siglo, aun cuando cambiaron las reglas.

Se montaron sistemas de distribución,, previsiblemente, según el modelo militar

de línea de avituallamiento, con órdenes que llegaban de arriba. Los fabricantes

aprovisionaban a los mayoristas, que aprovisionaban a los minoristas, que llenaba

agradecidos sus estanterías.

La “publicidad” era hiperbólica y enlazaba la buena vida, mostrando al público

las cosas maravillosas que podía poseer ahora que había terminado la guerra.

A finales de los años cincuenta, el ímpetu de la demanda menguó y la economía

cambió su orientación, pero las compañías que enfatizaban la producción procuraron

mantener la rentabilidad eliminando costes del proceso de manufacturación. Los

expertos en eficiencia transformaban a los obreros en máquinas y desalentaban la

imaginación y la iniciativa. Los materiales baratos reducían la calidad que los

ingenieros habían introducido en el diseño del producto.

Marketing masivo

El marketing masivo se inventó para vender productos masivos estandarizados a una

masa de consumidores estandarizada. En 1960 un profesor de la Universidad estatal

de Michigan elaboró la teoría de las Cuatro P. que se difundió por los programas de

estudio de gestión empresarial. Fiel a su época y su cultura, la fórmula de las cuatro P

–Producto, Precio, Plaza y Promoción- funcionaba desde arriba y desde la compañía;

es decir, se imponía desde el tope y ponía más énfasis en el producto que en el

consumidor. El manufacturero decidía fabricar un producto porque podía hacerlo, le

ponía un precio que cubriera los costes rindiendo la mayor ganancia posible; el

producto iba a parar a las estanterías de la cadena de distribución que dominaba el

fabricante, quien lo promovía desvergonzadamente.

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La filosofía operativa era caveat emptor, “que el comprador se cuide”.

Los medios también tenían una orientación masiva, impulsada por el dinero de la

publicidad. La radio era ubicua. Las revistas prácticamente regalaban las suscripciones

en un intento de igualar a su nueva competidora, la televisión, que llegaba a cantidades

inimaginables de consumidores todas las noches.

Los anunciantes y sus agencias consideraban que este público masivo no pensaba.

Los anuncios, sobre todo en televisión, eran manipuladores, adocenados y

paternalistas. Proliferaban los jingles, los eslóganes y las “criaturillas” como Charlie el

Atún. La repetición parecía ofrecer los resultados más rápidos.

En realidad, la publicidad reflejaba y reforzaba los valores y costumbres

promovidos por la programación. Los programas como Papá lo sabe todo describían

una familia norteamericana “normal”: mamá, papá, y un par de niños, gente respetable

que iba a la iglesia y vivía en casa de zonas residenciales.

Los directivos, que cumplían funciones de manufactura, ingeniería o finanzas, se

sentían incómodos con una “ciencia blanda” como la publicidad. Cuando se dejaban

persuadir de que era necesaria, la mayoría suscribía la declaración atribuida a John

Wanamaker un comerciante de Filadelfia: “Sé que el 50 por ciento de los dólares que

gasto en publicidad se desperdician; el problema es que no sé cuál 50 por ciento”. Pero

aunque la falta de mediciones rigurosas molestaba a los dueños de las empresas, la

realidad era que mucha publicidad se correlacionaba con el movimiento de mucha

mercancía. Nadie sabía por qué, pero al parecer funcionaba. Y el país montaba la ola

de la enorme expansión económica que barrió el mundo en los sesenta. ¿Qué

importaba cierta imprecisión en los métodos? Tal vez se necesitaba un poco de fe para

obrar un milagro económico.

Por cierto, había voces que prevenían que ningún crecimiento es eterno, que los

viejos hábitos no servirían en los nuevos tiempos, y advertían contra una mala lectura

de la historia y una falsa confianza.

En 1960, Ted Levill de Harvard escribió en Marketing Myopia: “No existe una

industria del crecimiento. Sólo hay necesidades del consumidor, las cuales pueden

variar en cualquier momento”. Pero millones vieron cómo el tio ebrio de Dustin Hoffman

susurraba al oído del graduado: “Plástico, muchacho. Plástico”. Seguro dijeron.

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Levitt también cuestionó otras verdades sagradas. Declaró que se admiraba a

Henry Ford por razones erróneas. Si, aplicó las técnicas de producción masiva de

Samuel Colt a la manufacturación de automóviles, pero eso fue sólo una aplicación. Su

verdadero genio consistió en ver la necesidad del trasporte motorizado barato, en

reconocer un enorme mercado potencial, un ansia popular insatisfecha. Los gerentes

de las compañías automotrices, declaro Levill, hoy consagran demasiado tiempo a los

procesos y a otros aspectos de la empresa, pero muy poco a evaluar las necesidades

de los clientes, que constituyen la razón de ser de la empresa.

Pero el 60 por ciento de todos los coches, camiones y autobuses del mundo se

fabricaban entonces en Detroit. ¿Qué sabía ese presuntuoso de Harvard?

Desmasificación

En 1970, en El shock del futuro, Alvin Toffler acuñó la palabra “desmasificación”

y predijo gran parte del desmantelamiento de la estructura social que los Estados

Unidos experimentarían en la década siguiente. Pero aunque tuviera razón, se

argumentaba, ¿de qué servía ese conocimiento? Mejor ni pensar en ello. Todos hacían

la vista gorda. Como decía el personaje de Saul Bellow en Augie March: “La gente crea

un mundo en el cual puede vivir, y a menudo no ve lo que no puede usar”.

A principios de los años sesenta, los creativos del gigantesco departamento de

publicidad y ventas de General Electric elaboraron una teoría denominada FOCUS, que

postulaba que “toda la buena publicidad comienza con una comprensión fundamental

del receptor”. “Receptor” era un modo conciso de denominar a un individuo prototípico

en cuya conducta debía influir la publicidad. Pero ni en GE ni en ninguna parte se hacía

publicidad de ese modo. Habitualmente el cliente llamaba al ejecutivo de cuentas de la

agencia de publicidad y decía: “hágame un anuncio sobre el nuevo (nombre del

producto)”. El ejecutivo iba a la fábrica u oficina del cliente, a veces con el redactor

publicitario, y reunía información sobre el producto. Si el producto era técnico, visitaban

el sector de ingeniería para obtener más detalles sobre sus maravillosas propiedades.

Luego la agencia preparaba un anuncio, que era descriptivo y en lo posible

ingenioso. El anuncio era sometido a un proceso de aprobación en el cual no había

ninguna referencia al posible consumidor. “Por esa razón –declaró el eminente

investigador George Gallum en 1970- la publicidad ha mejorado tan poco en el cuarto

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de siglo que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Se concentra totalmente en el

producto y no en el cliente potencial.”

¿Pero a quién le importaba? Los negocios andaban bien y el crecimiento parecía

incesante. Reunir información sobre el receptor no era prioridad de nadie, y los pocos

datos que existían eran difíciles de analizar y manipular. Los informes de lo

investigadores acumulaban polvo en los anaqueles o desaparecían en las gavetas de

los escritorios.

En 1972 Jack Trout y Al Ries elaboraron la “teoría del posicionamiento”, que

atacaba la mayoría de los planes de marketing porque estaban concebidos como si los

productos existieran aisladamente. Los críticos alegaban que los autores eran

capciosos. “Siempre hemos posicionado nuestros productos”, replicaban demostrando

así la validez de la argumentación. “No son las agencias de publicidad las que

posicionan productos –declaran Trout y Ries-, sino los consumidores.” Las compañías

deben determinar qué posición ocupan sus productos en la mente del cliente en

comparación con otros productos: sólo entonces pueden reforzar o modificar esa

posición. Lo que piensa el consumidor es mucho más importante que lo que se dice en

las conferencias de marketing. Pero pocos entendían la sutileza, y muchos menos le

daban importancia.

Otra voz se hizo oír, a propósito de otros temas, a principios de esa década. Una

década antes de publicar Megatendencias, John Nalsbitt advirtió en Trend Reports que

las actitudes del consumidor en temas sociales tales como el medio ambiente pronto

afectarían su conducta de compra. Pocos ejecutivos tenían la paciencia para escuchar

ideas aparentemente tan alejadas de sus preocupaciones inmediatas, y mucho menos

la imaginación para planificar de antemano por si Naisbitt tenía razón.

¿Por qué iban a molestarse? Las arcas estaban llenas y el mundo andaba bien.

Claro que las aberraciones sociales de los sesenta habían planteado algunas

preguntas inquietantes, y el tema de la OPEC había causado ciertas angustias, pero en

general el país andaba sobre rieles.

Sin embargo, casi sin aviso –al menos sin que nadie hubiera prestado atención

al aviso- las economías del mundo atravesaron una de las “grandes divisorias” de

Drucker. Las tasas de crecimiento de 1973 a 1987 promediaban la mitad de las tasas

de 1950 – 1973.

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Algunos creyeron que era un fenómeno pasajero y se aferraron

empecinadamente a sus viejos hábitos; a menudo se cruzaron de brazos.

Otros decidieron que todo era pasajero y se comportaron como si no existiera el

mañana, o al menos como si nada tuviera importancia más allá del periodo fiscal

vigente. El futuro estaba en el horizonte de los 90 días. Se trataba de hacer cuentas y

seguir adelante. Había que vivir el momento.

El resultado fue una explosión de experimentación social y económica –por no

decir irresponsabilidad- que retrospectivamente parece un cielo nocturno constelado de

fuegos de artificio.

El poder del consumidor

En la alborada de los noventa, se avizoraban nuevas realidades que estaban

transformando el mundo y el modo en que las compañías debían actuar para obtener

ganancias.

Globalmente, las organizaciones de estilo militar se estaban derrumbando, un

proceso que aún está en marcha. La gestión de arriba abajo funcionaba sólo mientras

los dueños del poder controlaban los canales de comunicaciones. “Líneas de mando”

era un giro apropiado en su época, pero sus días estaban contados. El nuevo giro es

“poder del consumidor”.

¿Qué significa el poder del consumidor? Que la gente no sólo escoge lo que

desea escuchar, sino que responde y tiene medios para hacerse oír. Los gobernantes

sensatos, los que conservan la cabeza, oyen y obedecen a los votantes que los

mantienen en su puesto. Lo mismo hacen los directivos sensatos con los consumidores

que alimentan su compañía.

En los Estados unidos, el paisaje social y económico de ambos lados de la “gran

divisoria” es tan diferente como una cordillera de una planicie.

La unidad familiar se ha redefinido. En 1960, el 60 por ciento de las familias

incluía cinco o más miembros. En 1990, la familia típica compuesta por la madre, el

padre y dos hijos abarcaba sólo el 7 por ciento de los hogares. El 60 por ciento tenía

dos o menos integrantes, y más de la mitad de los nuevos hogares estaban

constituidos por solteros. Las implicaciones para el marketing: menos presión apra

tener en cuenta los valores “familiares”; mayor atención a diversos estilos de vida;

multiplicación de necesidades hogareñas básicas (amueblamiento, artefactos de

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cocina). Además las familias con menos hijos gastan más en cada hijo, un fenómeno

magnificado por la culpa de los hogares separados y en los hogares donde ambos

padres trabajan.

Antes sólo los espíritus aventureros se marchaban de la ciudad natal, pero ahora

jóvenes y mayores tienden a alejarse de sus familias. Esta nueva movilidad debilita la

influencia “tribal” y alienta la reflexión individual; al multiplicarse las opciones, se

multiplican las necesidades hogareñas básicas.

Los niveles educativos son más elevados, a pesar de la preocupación pública

por los puntajes declinantes en las pruebas de aptitud. En 1960, menos del 15% de los

graduados de la escuela secundaria asistió a la universidad. En 1990, esa cantidad

había trepado al 54%. Las compañías contrataban gente diplomada para vender cajas

de cartón, y sus clientes eran diplomados. Implicaciones para el marketing: la gente

educada es más difícil de embaucar. Puede aceptar –incluso exigir- información más

detallada, y lee la letra pequeña.

El padre ya no es el único proveedor; el 54% de las madres con hijos menores

de 17 años pertenecen a la fuerza laboral, y no son turistas; el 42 por ciento considera

que se trata de una carrera, no de un mero empleo. Ello contribuye a niveles de empleo

históricamente altos en los Estados Unidos, sin contar la gran cantidad de empleos

informales que contribuyen a una floreciente economía subterránea. Implicaciones para

el marketing: las recesiones están atemperadas por un poder adquisitivo grande,

aunque latente; la necesidad de servicios se multiplica cuando mamá ya no está en la

casa para encargarse de todo; y el tiempo se transforma en la nueva unidad monetaria.

Un aparte; cuando mamá sale de casa, se pone en contacto con ideas nueva que

pueden resultar amenazadoras para los valores tradicionales.

La población es de mayor edad. Durante la década del noventa, cada nueve

segundos uno de los hijos del baby-boom cumplirá 50 años. Al contrario de lo que

suele creerse, esto acelera el cambio. Una encuesta mencionaba que los ciudadanos

de más edad identificaban su placer número uno en como “probar cosas nuevas”. No

es sorprendente. Están libres de responsabilidades, los hijos se han ido, las hipotecas

están pagadas. Hay muchos ingresos disponibles. Los cincuentones de los noventa

mandaron durante la expansión de la posguerra, pero recordaban la Depresión y eran

ahorrativos. Los cincuentones de hoy poseen la mayor concentración de riqueza de

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cualquier segmento de población y el menor porcentaje en nivel de pobreza. Además

son más saludables de lo que era antes la gente de su edad, gracias a mejores dietas y

avances en la medicina. Y leen: la revista número uno en circulación es Modern

Maturity, publicada por la AARP (Asociación Pro Defensa de los Jubilados).

Las opciones en medios son explosivas. En 1960 la televisión de las grandes

redes llegaba a más del 90% de los hogares norteamericanos. En 1990 la cantidad era

de menos de dos tercios, y declinaba. (En 1991 los espectadores de redes nacionales

eran menos del 50% los sábados por la noche en el horario de más audiencia.) En el

interin, el cable se volvió ubicuo, y para complicar la imagen de video, en 1990 se

compraron más de dos mil millones de casetes. Los impresos están igualmente

fragmentados; SRDS (Servicio de Tasas y Datos Estándar) identificó ese año 11,400

revistas en circulación.

Tendencias futuras

El colapso de los medios masivos, no sólo las relaciones de televisión, sino de

revistas de los años cincuenta como Life, Look y The Saturday Evening Post, sacudió

hasta los cimientos el sistema en el cuál se basaban el marketing y la publicidad. Los

medios masivos brindaban a los publicistas acceso al mercado masivo a un coste bajo

por unidad de producción masiva. Pero los medios masivos también enseñaban,

cultura de masas. Los programas como Papá lo sabe todo reforzaban los valores

compartidos, complementados por las cubiertas de Norman Rockwell y las fotos

familiares típicas en el trabajo, en el hogar y en los juegos.

El marketing funcionaba con eficiencia en 1960, al igual que la fábrica

norteamericana moderna. Pero en 1990 todo parecía haberse trastocado. Los rostros

de la multitud cobraron mayor relevancia que la multitud.

Mientras los medios masivos, principalmente la televisión, reforzaban la

mentalidad del marketing masivo, los ordenadores –el acceso universal a los

ordenadores- impulsaban la era del individuo y ofrecían la clave para que el marketing

afronte esta nueva situación.

La capacidad de reunir, almacenar, consultar y manipular datos, de transformar

los datos de información y aplicarla en el laboratorio, en la planta o en el departamento

de marketing e incluso en el hogar, lo ha transformado todo.

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Los ordenadores aceleraron el análisis de datos y homogeneizaron el diseño.

Los competidores pueden descifrar nuestra fórmula antes de que terminemos de poner

a prueba nuestro producto. Esto destruyó la vieja idea de que teníamos años para

cosechar ganancias con nuevos productos, explotando nuestra porción del mercado

mientras reducíamos los costes. Los ordenadores devaluaron la superioridad

tecnológica y revaloraron el marketing. Aunque los productos se volverían similares, las

estrategias podían ser distintas.

Pero ¿es así? Los ordenadores brindaron acceso instantáneo a la información

para todo el mundo. Por cierto precio –un precio bajo, por otra parte- los expertos en

marketing monitorean cada elemento de la estrategia del competidor a través de los

servicios de informaciones y sopesan los resultados mediante datos obtenidos con

lectores digitales. No hay secretos.

Los ordenadores dieron un valor capital a la información y restaron poder al

fabricante.

Pero el ordenador da y el ordenador quita. Aunque las estrategias sean las

mismas, un experto en marketing puede aprovechar el poder de los ordenadores para

obtener una ventaja competitiva mediante el desarrollo de una mejor comprensión de la

mentalidad del cliente. De pronto la filosofía de FOCUS –La buena publicidad comienza

con una comprensión fundamental del receptor- es viable. La información sobre el

receptor está disponible y es más accesible que nunca.

El consumidor, liberado de la cárcel de la opinión uniformada, desarrolla gustos

personales y adquiere poder a medida que los fabricantes se apresuran a reaccionar.

Las economías de escala ya no garantizan rentabilidad. Las instalaciones

manufactureras centralizadas son remplazadas por plantas fáciles de modificar que se

encuentran cerca de mercados diferenciados. Las posiciones en el mercado

reemplazan al mercado masivo. La reducción de costes puede resultar costosa si

reduce la satisfacción de la clientela. La calidad ya no está determinada por las pautas

de fabricación, sino por el modo en que el cliente percibe el precio y el valor. Y los

elementos de discriminación manufacturera, tales como concepción ética, salubridad

laboral, responsabilidad ambiental, forman parte del producto. Se deben tomar

decisiones sin pensar únicamente en la economía de costes.

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La distribución ya no depende del marketing. Ahora el consumidor decide cómo,

dónde y cuándo desea comprar, y más vale que el producto esté a mano.

“¿Su producto sólo está disponible en Nordstrom, que abre sólo de 10 a 17:00? A las

dos de la mañana estaré sentada con mis bigudíes en la cama y compraré el producto

de la competencia en un catálogo, usando mi teléfono y una tarjeta de crédito.

¿Su producto sólo se encuentra en las tiendas de comestibles y en tamaños estándar?

Compraré el producto de la competencia en un tambor de 40 litros en una tienda de

descuentos para socios.

Los minoristas, presionados por la clientela y capacitados por una preciosa información

sobre esa clientela, hablan con los fabricantes, plantean exigencias y obtienen el

control.

¿Qué ocurrió con el ordenado mundo de las Cuatro P? Se transformaron en las

Cuatro C de Lauterborn. El nuevo catecismo dice:

Olvídese del producto. Escuche las necesidades del Consumidor. Ya no puede

vender cualquier cosa que produzca. Sólo puede vender lo que alguien quiere comprar.

El frenesí de la voracidad había terminado; los peces ya no nadaban en

cardúmenes. Los anunciantes tenían que aprender a acecharlos uno por uno, con una

carnada para cada cliente.

Olvídese del Precio. Comprenda el Coste que representa para el consumidor satisfacer

ese deseo o necesidad.

Los anunciantes necesitaban comprender que para muchos consumidores New

Age el precio es casi irrelevante: el dinero es sólo parte del coste. Cuando alguien

vende hamburguesas, no sólo compite con otra hamburguesa que cuesta pocos

céntimos más o menos. Es el coste del tiempo de conducir hasta un lugar, el coste por

la cumpa de comer carne, y el coste por la culpa de no invitar a los niños. El valor ya no

consiste en la hamburguesa más grande al precio más bajo, sino que es una ecuación

compleja con tantas soluciones correctas como subconjuntos de clientes existen.

Olvídese de la Plaza. Piense en la Conveniencia de comprar

La gente ya no tiene que ir a cualquier parte en la época de los catálogos, las

tarjetas de crédito y los números telefónicos de llamada gratuita. Los anunciantes

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deben aprender a olvidarse de esos canales de distribución controlados. Deben

aprender las preferencias de cada subsemento de mercado, y estar allí.

Por último, olvídese de la Promoción. La palabra de los noventa es

comunicación.

El lema de la era del manufacturero –caveat emptor, “que el comprador se

cuide”- es remplazado por cave emptorum, “cuidado con el comprador”.

Integración

Se ha iniciado una nueva era de la publicidad: respetuosa, no paternalista;

centrada en el diálogo, no en monólogo, atenta a sus destinatarios en vez de regirse

por clichés. Se dirige al punto más elevado de interés común, no al mínimo común

denominador. (Comparemos a Charlie el Atún con los mensajes sobre las prácticas

pesqueras que no perjudican a los delfines; los melodramas domésticos con los

envases ecologistas.) Y a menudo la publicidad ni siquiera es tal, si con publicidad

aludimos a comerciales radicales y televisivos, y anuncios en revistas y periódicos.

Más aún, los anunciantes ya no encaran la publicidad como un mal necesario,

un elemento del coste que escapa a toda comprensión y control. Cada vez más se

considera que la publicidad es una inversión, y como tal debe producir resultados

específicos.

Los anunciantes, sus agencias y los medios modifican sus relaciones para

desempeñar nuevos papeles, y así surgen las comunicaciones de marketing

integradas, aunque ún operan a tientas.

Para que las comunicaciones integradas cobren arraigo, hay que abandonar los

viejos supuestos acerca del papel de la publicidad y la promoción de ventas, acerca de

la organización de los departamentos de publicidad y relaciones públicas, acerca del

papel de las agencias, los medios y, ante todo, los resultados.

Las agencias de marketing más perspicaces están “desechando lo viejo, lo

moribundo, lo obsoleto”, en palabras de Peter Drucker.

“Las organizaciones innovadoras no consagran tiempo ni recursos a la defensa

del ayer. Sólo el abandono sistemático del ayer puede liberar los recursos –sobre todo

el recurso más escaso, la gente capaz- para trabajar en lo nuevo.

Las comunicaciones de marketing integradas son precisamente lo “nuevo”, y

deberán derribar muchos obstáculos.

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La gente capaz de las organizaciones está atrapada en cajas funcionales, y no

está preparada para resolver problemas sino para “hacer publicidad”, “relaciones

públicas” o marketing directo.

Las agencias de publicidad se consideran productoras de anuncios para los

medios. La mayoría añadió otros servicios sólo para no perder ingresos. La promoción

de ventas, el marketing directo, las relaciones públicas y otras unidades pueden

navegar bajo la misma bandera, pero es una bandera de conveniencia. Estos servicios

aún son distintos y desiguales.

La mayoría de las agencias consideran que su ventaja competitiva deriva de uno

de los dos principios organizativos: servicio superior o creativo superior.

Muy pocas agencias comprenden que lo más precioso que tienen para vender

hoy es la comprensión fundamental del receptor y de las motivaciones de ese receptor.

Jay Chiat trajo la función de planificación de cuentas desde Gran Bretaña. Cuando la

desconocida Chiat/Day ganó la cuenta de Nissan (180 millones de dólares), el cliente

dijo “las demás agencias nos hablaban del negocio de vender coches; Chiat/Day nos

impresionó con su comprensión del comprador de coches. Team One, filial de Saatchi y

Saatchi en Los Ángeles, ha llevado ese concepto aún más lejos. La agencia se

modificó para especializarse en ventas a clientes de altos ingresos. El producto no

importa: automóviles, pieles, propiedades costosas. Un pensamiento radical y atinado.

Este énfasis en el receptor en vez del producto libera a la “gente capaz” y la

alienta a ctuar creativamente. El gerente Keith Reinhard de DDB Needham llama al

departamento de medios “el otro departamento creativo”, y afirma que una campaña

puede elaborarse en torno a un concepto mediático o de un concepto creativo, o ser

conducida por un evento mediático respaldado por las relaciones públicas, marketing

directo y (¿Por qué no?) publicidad.

Lo que importa es lo que funciona, pero esta apertura mental todavía es

excepciona. En general, las agencias hablan de “orquestación e integración”, pero

cuando ponen manos a la obra, la primera pregunta es: ¿Qué debe decir el anuncio?

Los nuevos sistemas de remuneración pueden constituir un motor para el

cambio. “oigo lo que ustedes dicen pero veo como ustedes pagan”, pueden responder

las agencias a los anunciantes que piden nuevas ideas y sugerencias alternativas pero

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se aferran a prehistóricos sistemas de comisión que recompensan la falta de

imaginación.

Inexorablemente, sin embargo, los sistemas de remuneración comienzan a reflejar esa

terrible palabrota, “resultados”. Los gerentes de las compañías anunciantes hacen

preguntas directas sobre las gerencias, y ello obliga a los publicistas a reflexionar sobre

el proceso de ventas y a tratar de controlar cualquier elemento que ejerza un impacto

sobre la rentabilidad.

Más que ningún otro factor, la búsqueda de resultados abrirá el sistema y causará los

cambios que no sólo volverán posible sino inevitable la consolidación de las

comunicaciones integradas.

La fusión de grandes empresas de medios, como en la creación de Time-Warner

y la subsiguiente adquisición de Whittle, están acelerando el proceso. Time-Warner

está empacando medios múltiples para alcanzar no solo puntos de rating sino

resultados medidos en el mercado. El ex presidente Dick Munro definió a Time-Warner

como una “compañía de marketing directo”. Led Levitt de Harvard, autor del

fundamental tratado de Marketing Myopia, estaría de acuerdo. Time no ocmbatió

contra molinos de viento para defender el negocio de las revistas. Reconoció que su

negocio consiste en satisfacer las necesidades de los clientes –la necesidad de vender

productos de los clientes que le dan anuncios- y buscó enérgicamente le modo de

estructurar recursos más potentes.

El readiestramiento que suponen estos cambios es apabullante. David Ogilvy

señala que las comunicaciones integradas de marketing requieren “una nueva especie

de ejecutivos que estén adiestrados en todas las disciplinas”. El problema se complica,

advierte, porque “mucha gente que gana dinero escribiendo publicidad no se interesa

en las ventas. Habla continuamente de creatividad. En el nuevo mundo, vendemos o

perdemos”.

La compañía de Ogilvy y varias otras ya están iniciando la tarea de

readiestramiento, con lo cual acelerarán la tendencia. Como observó el filósofo Alfred

North Whitehead: “Cuando algo se enseña, es porque se considera posible”.