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Historia de las comunicaciones integradas de mercadotecnia: el
porqué de su importancia actual
Bibliografía
Schultz, S. L. (1993). Comunicaciones Integradas de Marketing. México D. F.:
Ediciones Gárnica S. A. .
Peter Drucker señala que la “innovación comienza con el abandono. No importa lo que
se inicia, sino lo que se termina”.
Es difícil dejar de hacer algo que rindió ganancias durante mucho tiempo.
Hace 15 años, los gerentes de marketing y comunicaciones de marketing que
hoy tienen 40 años escuchaban atentamente mientras sus predecesores les legaban
las lecciones que 15 años antes les había enseñado la primera generación de
profesionistas de marketing masivo.
El catecismo del marketing de los años sesenta nació de la experiencia
norteamericana durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, y se sostuvo
durante un par de décadas. Pero luego los cambios sociales, políticos, tecnológicos y
económicos se combinaron para invalidar las viejas reglas y enfrentar a la siguiente
generación de gerentes con lo que Alvin Toflfler ha llamado el shock del futuro.
En su libro “Las nuevas realidades”. Peter Drucker habla dela existencia de
grandes divisorias históricas, similares a las geográficas: momentos después de los
cuales nada es como antes.
Los ávidos estudiantes de marketing de los sesenta afrontaban –aún mientras
escuchaban sus lecciones- uno de esos momentos, experimentaban esa ruptura que
ahora estamos definiendo. El saber acumulado en dos décadas de experiencia
empresarial carecía de relevancia. Los mapas que utilizaban sus guías describían un
mundo que había dejado de existir.
Segunda guerra mundial
En los cuatro años que siguieron a Pearl Harbor, nació en los Estados unidos un
nuevo héroe empresarial. Durante décadas, las figuras de leyenda habían sido
financistas y constructores de imperios de gran magnitud, visionarios como Morgan,
Rockefeller, Carnegie y Flagler. En los años 1920 y 2930 la imaginación popular
comenzó a valorar la individualidad, la manufactura y el diseño. Miremos los coches y
las cocinas de la época, las estructuras diseñadas por Frank Lloyd Wright en la vida
real, y por Howard Roark en la narrativa popular. Revistas como Mecánica popular
celebran el surgimiento del gusto personal. Si no hubiera acontecido la Segunda
Guerra Mundial, los Estados Unidos habrían tenido un aspecto muy distinto en las
siguientes décadas.
Pero estalló la guerra, y una de las trasformaciones más aceleradas de la cultura
popular alteró para siempre la historia del país. El primer programa de comunicaciones
de marketing integradas tal vez haya sido la arrolladora campaña de propaganda que
barrió con las dudas acerca de la intervención norteamericana en asuntos foráneos y
alistó a cada hombre, mujer y niño en el esfuerzo bélico. (Irónicamente, las lecciones
que pudieron aprender entonces fueron olímpicamente ignoradas en los 40 años
siguientes.) Los miedos existentes, y algunos inventados para ese propósito, tenían un
solo mensaje: derrotar a las potencias del Eje. Y no se procuraba afectar sólo las
actitudes, sino también las conductas. Mientras los norteamericanos aprendían a odiar
a Hitler, a burlarse de Mussolini y a despreciar a Tojo, también aprendían las nobles
virtudes de la disciplina, la abnegación y la responsabilidad individual. Los jóvenes se
alineaban para alistarse en las fuerzas armadas. Los niños tallaban siluetas con forma
de aviones enemigos para adiestrar a los vigías y gastaban sus preciosas monedas en
timbres para bonos de guerra. Los mayores custodiaban las costas y patrullaban las
calles. Las amas de casa juntaban grasas para cocinar, ahorraban papel y hojalata, y
trabajaban en la industria bélica, mientras las abuelas cuidaban a los niños de día, y de
noche cocinaban para colaborar con las fuerzas armadas.
El esfuerzo de medios que respaldaba todo esto fue avasallador y total. La
guerra dominaba los titulares de los periódicos, las tapas de las revistas, las noticias
radiales y los noticiarios cinematográficos. Los temas patrióticos impregnaban los
programas populares, las revistas de tebeos y la narrativa. Los tableros de aulas,
oficinas y fábricas, la correspondencia, los carteles, los letreros, los escaparates, las
cajas de cereal, cada superficie impresa, imagen móvil y fuente de sonido fue a la
guerra, así como Lucky Strike adoptó un envase verde. El país nunca había estado tan
unido en un solo propósito, y todos los cambios ocurrieron en menos de media década.
Y esto fue muy evidente en las fábricas, convertidas casi totalmente para la
producción bélica y coordinadas por empresarios obligados a servir al gobierno
mientras durase la guerra.
El énfasis de este esfuerzo era la producción: tanques, jeeps, artillería,
municiones, aviones de caza y bombarderos, y barcos para desplazar todo hacia los
frentes de batalla. No era una pequeñez, considerando que los submarinos hundían un
millón de tonelada de buques por año.
El héroe manufacturero
El nuevo héroe popular fue el hombre que podía producir, el manufacturero. La
meta era más bienes en menos tiempo. El diseño no importaba, y la calidad era
relativa. La clave era que todo fuera intercambiable, y la uniformidad era la virtud
primordial. La gente aprendió a funcionar como máquinas, realizando tareas repetitivas
con eficiencia. La estructura organizativa de las empresas remedaba a las jerarquías
militares.
A medida que avanzaba la guerra, había cada vez más manufactureros en los
niveles superiores de estos organigramas empresariales de estilo militar. Eran los
responsables de esos pendones con la E de “eficiencia” que ondeaban junto a la
bandera: era la gente que sabía cumplir con cupos. Eran gente práctica que se
arremangaba para hacer las cosas. Eran los hombres que ganaban los premios, daban
los discursos, aparecían en los noticieros cuando había inauguraciones.
La guerra terminó, pero el talento de esa gente aún se necesitaba. Cientos de
miles de combatientes regresaron a su patria, estimulados por la victoria y dispuestos a
reanudar su vida interrumpida. Entretanto, en el frente de su patria, los sueños
postergados habían creado un febril afán de recuperar el tiempo perdido. Tras cuatro
años de sacrificio y negación, cuatro años de racionamiento, las mujeres ansiaban una
compensación. Casémonos, tengamos hijos, compremos un coche, compremos una
casa y amoblémosla, y hagámoslo ahora.
Las fábricas fueron reconvertidas deprisa. Y ¿cuál era su función más
importante? El marketing no, pues aún no se había formalizado. Tampoco las ventas,
pues había demanda. No, la función más importante era la manufacturación. La
producción masiva. La capacidad para fabricar bienes. Más productos por minuto.
Cantidad. Y por ello el gerente manufacturero, el celebrado héroe cuya capacidad para
producir material bélico permitió la victoria aliada y otorgó a los Estados Unidos la
hegemonía mundial, ocupaba a menudo la oficina ejecutiva. Había llegado la era de las
compañías con énfasis en la producción, que perdurarían obstinadamente en algunas
industrias durante medio siglo, aun cuando cambiaron las reglas.
Se montaron sistemas de distribución,, previsiblemente, según el modelo militar
de línea de avituallamiento, con órdenes que llegaban de arriba. Los fabricantes
aprovisionaban a los mayoristas, que aprovisionaban a los minoristas, que llenaba
agradecidos sus estanterías.
La “publicidad” era hiperbólica y enlazaba la buena vida, mostrando al público
las cosas maravillosas que podía poseer ahora que había terminado la guerra.
A finales de los años cincuenta, el ímpetu de la demanda menguó y la economía
cambió su orientación, pero las compañías que enfatizaban la producción procuraron
mantener la rentabilidad eliminando costes del proceso de manufacturación. Los
expertos en eficiencia transformaban a los obreros en máquinas y desalentaban la
imaginación y la iniciativa. Los materiales baratos reducían la calidad que los
ingenieros habían introducido en el diseño del producto.
Marketing masivo
El marketing masivo se inventó para vender productos masivos estandarizados a una
masa de consumidores estandarizada. En 1960 un profesor de la Universidad estatal
de Michigan elaboró la teoría de las Cuatro P. que se difundió por los programas de
estudio de gestión empresarial. Fiel a su época y su cultura, la fórmula de las cuatro P
–Producto, Precio, Plaza y Promoción- funcionaba desde arriba y desde la compañía;
es decir, se imponía desde el tope y ponía más énfasis en el producto que en el
consumidor. El manufacturero decidía fabricar un producto porque podía hacerlo, le
ponía un precio que cubriera los costes rindiendo la mayor ganancia posible; el
producto iba a parar a las estanterías de la cadena de distribución que dominaba el
fabricante, quien lo promovía desvergonzadamente.
La filosofía operativa era caveat emptor, “que el comprador se cuide”.
Los medios también tenían una orientación masiva, impulsada por el dinero de la
publicidad. La radio era ubicua. Las revistas prácticamente regalaban las suscripciones
en un intento de igualar a su nueva competidora, la televisión, que llegaba a cantidades
inimaginables de consumidores todas las noches.
Los anunciantes y sus agencias consideraban que este público masivo no pensaba.
Los anuncios, sobre todo en televisión, eran manipuladores, adocenados y
paternalistas. Proliferaban los jingles, los eslóganes y las “criaturillas” como Charlie el
Atún. La repetición parecía ofrecer los resultados más rápidos.
En realidad, la publicidad reflejaba y reforzaba los valores y costumbres
promovidos por la programación. Los programas como Papá lo sabe todo describían
una familia norteamericana “normal”: mamá, papá, y un par de niños, gente respetable
que iba a la iglesia y vivía en casa de zonas residenciales.
Los directivos, que cumplían funciones de manufactura, ingeniería o finanzas, se
sentían incómodos con una “ciencia blanda” como la publicidad. Cuando se dejaban
persuadir de que era necesaria, la mayoría suscribía la declaración atribuida a John
Wanamaker un comerciante de Filadelfia: “Sé que el 50 por ciento de los dólares que
gasto en publicidad se desperdician; el problema es que no sé cuál 50 por ciento”. Pero
aunque la falta de mediciones rigurosas molestaba a los dueños de las empresas, la
realidad era que mucha publicidad se correlacionaba con el movimiento de mucha
mercancía. Nadie sabía por qué, pero al parecer funcionaba. Y el país montaba la ola
de la enorme expansión económica que barrió el mundo en los sesenta. ¿Qué
importaba cierta imprecisión en los métodos? Tal vez se necesitaba un poco de fe para
obrar un milagro económico.
Por cierto, había voces que prevenían que ningún crecimiento es eterno, que los
viejos hábitos no servirían en los nuevos tiempos, y advertían contra una mala lectura
de la historia y una falsa confianza.
En 1960, Ted Levill de Harvard escribió en Marketing Myopia: “No existe una
industria del crecimiento. Sólo hay necesidades del consumidor, las cuales pueden
variar en cualquier momento”. Pero millones vieron cómo el tio ebrio de Dustin Hoffman
susurraba al oído del graduado: “Plástico, muchacho. Plástico”. Seguro dijeron.
Levitt también cuestionó otras verdades sagradas. Declaró que se admiraba a
Henry Ford por razones erróneas. Si, aplicó las técnicas de producción masiva de
Samuel Colt a la manufacturación de automóviles, pero eso fue sólo una aplicación. Su
verdadero genio consistió en ver la necesidad del trasporte motorizado barato, en
reconocer un enorme mercado potencial, un ansia popular insatisfecha. Los gerentes
de las compañías automotrices, declaro Levill, hoy consagran demasiado tiempo a los
procesos y a otros aspectos de la empresa, pero muy poco a evaluar las necesidades
de los clientes, que constituyen la razón de ser de la empresa.
Pero el 60 por ciento de todos los coches, camiones y autobuses del mundo se
fabricaban entonces en Detroit. ¿Qué sabía ese presuntuoso de Harvard?
Desmasificación
En 1970, en El shock del futuro, Alvin Toffler acuñó la palabra “desmasificación”
y predijo gran parte del desmantelamiento de la estructura social que los Estados
Unidos experimentarían en la década siguiente. Pero aunque tuviera razón, se
argumentaba, ¿de qué servía ese conocimiento? Mejor ni pensar en ello. Todos hacían
la vista gorda. Como decía el personaje de Saul Bellow en Augie March: “La gente crea
un mundo en el cual puede vivir, y a menudo no ve lo que no puede usar”.
A principios de los años sesenta, los creativos del gigantesco departamento de
publicidad y ventas de General Electric elaboraron una teoría denominada FOCUS, que
postulaba que “toda la buena publicidad comienza con una comprensión fundamental
del receptor”. “Receptor” era un modo conciso de denominar a un individuo prototípico
en cuya conducta debía influir la publicidad. Pero ni en GE ni en ninguna parte se hacía
publicidad de ese modo. Habitualmente el cliente llamaba al ejecutivo de cuentas de la
agencia de publicidad y decía: “hágame un anuncio sobre el nuevo (nombre del
producto)”. El ejecutivo iba a la fábrica u oficina del cliente, a veces con el redactor
publicitario, y reunía información sobre el producto. Si el producto era técnico, visitaban
el sector de ingeniería para obtener más detalles sobre sus maravillosas propiedades.
Luego la agencia preparaba un anuncio, que era descriptivo y en lo posible
ingenioso. El anuncio era sometido a un proceso de aprobación en el cual no había
ninguna referencia al posible consumidor. “Por esa razón –declaró el eminente
investigador George Gallum en 1970- la publicidad ha mejorado tan poco en el cuarto
de siglo que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Se concentra totalmente en el
producto y no en el cliente potencial.”
¿Pero a quién le importaba? Los negocios andaban bien y el crecimiento parecía
incesante. Reunir información sobre el receptor no era prioridad de nadie, y los pocos
datos que existían eran difíciles de analizar y manipular. Los informes de lo
investigadores acumulaban polvo en los anaqueles o desaparecían en las gavetas de
los escritorios.
En 1972 Jack Trout y Al Ries elaboraron la “teoría del posicionamiento”, que
atacaba la mayoría de los planes de marketing porque estaban concebidos como si los
productos existieran aisladamente. Los críticos alegaban que los autores eran
capciosos. “Siempre hemos posicionado nuestros productos”, replicaban demostrando
así la validez de la argumentación. “No son las agencias de publicidad las que
posicionan productos –declaran Trout y Ries-, sino los consumidores.” Las compañías
deben determinar qué posición ocupan sus productos en la mente del cliente en
comparación con otros productos: sólo entonces pueden reforzar o modificar esa
posición. Lo que piensa el consumidor es mucho más importante que lo que se dice en
las conferencias de marketing. Pero pocos entendían la sutileza, y muchos menos le
daban importancia.
Otra voz se hizo oír, a propósito de otros temas, a principios de esa década. Una
década antes de publicar Megatendencias, John Nalsbitt advirtió en Trend Reports que
las actitudes del consumidor en temas sociales tales como el medio ambiente pronto
afectarían su conducta de compra. Pocos ejecutivos tenían la paciencia para escuchar
ideas aparentemente tan alejadas de sus preocupaciones inmediatas, y mucho menos
la imaginación para planificar de antemano por si Naisbitt tenía razón.
¿Por qué iban a molestarse? Las arcas estaban llenas y el mundo andaba bien.
Claro que las aberraciones sociales de los sesenta habían planteado algunas
preguntas inquietantes, y el tema de la OPEC había causado ciertas angustias, pero en
general el país andaba sobre rieles.
Sin embargo, casi sin aviso –al menos sin que nadie hubiera prestado atención
al aviso- las economías del mundo atravesaron una de las “grandes divisorias” de
Drucker. Las tasas de crecimiento de 1973 a 1987 promediaban la mitad de las tasas
de 1950 – 1973.
Algunos creyeron que era un fenómeno pasajero y se aferraron
empecinadamente a sus viejos hábitos; a menudo se cruzaron de brazos.
Otros decidieron que todo era pasajero y se comportaron como si no existiera el
mañana, o al menos como si nada tuviera importancia más allá del periodo fiscal
vigente. El futuro estaba en el horizonte de los 90 días. Se trataba de hacer cuentas y
seguir adelante. Había que vivir el momento.
El resultado fue una explosión de experimentación social y económica –por no
decir irresponsabilidad- que retrospectivamente parece un cielo nocturno constelado de
fuegos de artificio.
El poder del consumidor
En la alborada de los noventa, se avizoraban nuevas realidades que estaban
transformando el mundo y el modo en que las compañías debían actuar para obtener
ganancias.
Globalmente, las organizaciones de estilo militar se estaban derrumbando, un
proceso que aún está en marcha. La gestión de arriba abajo funcionaba sólo mientras
los dueños del poder controlaban los canales de comunicaciones. “Líneas de mando”
era un giro apropiado en su época, pero sus días estaban contados. El nuevo giro es
“poder del consumidor”.
¿Qué significa el poder del consumidor? Que la gente no sólo escoge lo que
desea escuchar, sino que responde y tiene medios para hacerse oír. Los gobernantes
sensatos, los que conservan la cabeza, oyen y obedecen a los votantes que los
mantienen en su puesto. Lo mismo hacen los directivos sensatos con los consumidores
que alimentan su compañía.
En los Estados unidos, el paisaje social y económico de ambos lados de la “gran
divisoria” es tan diferente como una cordillera de una planicie.
La unidad familiar se ha redefinido. En 1960, el 60 por ciento de las familias
incluía cinco o más miembros. En 1990, la familia típica compuesta por la madre, el
padre y dos hijos abarcaba sólo el 7 por ciento de los hogares. El 60 por ciento tenía
dos o menos integrantes, y más de la mitad de los nuevos hogares estaban
constituidos por solteros. Las implicaciones para el marketing: menos presión apra
tener en cuenta los valores “familiares”; mayor atención a diversos estilos de vida;
multiplicación de necesidades hogareñas básicas (amueblamiento, artefactos de
cocina). Además las familias con menos hijos gastan más en cada hijo, un fenómeno
magnificado por la culpa de los hogares separados y en los hogares donde ambos
padres trabajan.
Antes sólo los espíritus aventureros se marchaban de la ciudad natal, pero ahora
jóvenes y mayores tienden a alejarse de sus familias. Esta nueva movilidad debilita la
influencia “tribal” y alienta la reflexión individual; al multiplicarse las opciones, se
multiplican las necesidades hogareñas básicas.
Los niveles educativos son más elevados, a pesar de la preocupación pública
por los puntajes declinantes en las pruebas de aptitud. En 1960, menos del 15% de los
graduados de la escuela secundaria asistió a la universidad. En 1990, esa cantidad
había trepado al 54%. Las compañías contrataban gente diplomada para vender cajas
de cartón, y sus clientes eran diplomados. Implicaciones para el marketing: la gente
educada es más difícil de embaucar. Puede aceptar –incluso exigir- información más
detallada, y lee la letra pequeña.
El padre ya no es el único proveedor; el 54% de las madres con hijos menores
de 17 años pertenecen a la fuerza laboral, y no son turistas; el 42 por ciento considera
que se trata de una carrera, no de un mero empleo. Ello contribuye a niveles de empleo
históricamente altos en los Estados Unidos, sin contar la gran cantidad de empleos
informales que contribuyen a una floreciente economía subterránea. Implicaciones para
el marketing: las recesiones están atemperadas por un poder adquisitivo grande,
aunque latente; la necesidad de servicios se multiplica cuando mamá ya no está en la
casa para encargarse de todo; y el tiempo se transforma en la nueva unidad monetaria.
Un aparte; cuando mamá sale de casa, se pone en contacto con ideas nueva que
pueden resultar amenazadoras para los valores tradicionales.
La población es de mayor edad. Durante la década del noventa, cada nueve
segundos uno de los hijos del baby-boom cumplirá 50 años. Al contrario de lo que
suele creerse, esto acelera el cambio. Una encuesta mencionaba que los ciudadanos
de más edad identificaban su placer número uno en como “probar cosas nuevas”. No
es sorprendente. Están libres de responsabilidades, los hijos se han ido, las hipotecas
están pagadas. Hay muchos ingresos disponibles. Los cincuentones de los noventa
mandaron durante la expansión de la posguerra, pero recordaban la Depresión y eran
ahorrativos. Los cincuentones de hoy poseen la mayor concentración de riqueza de
cualquier segmento de población y el menor porcentaje en nivel de pobreza. Además
son más saludables de lo que era antes la gente de su edad, gracias a mejores dietas y
avances en la medicina. Y leen: la revista número uno en circulación es Modern
Maturity, publicada por la AARP (Asociación Pro Defensa de los Jubilados).
Las opciones en medios son explosivas. En 1960 la televisión de las grandes
redes llegaba a más del 90% de los hogares norteamericanos. En 1990 la cantidad era
de menos de dos tercios, y declinaba. (En 1991 los espectadores de redes nacionales
eran menos del 50% los sábados por la noche en el horario de más audiencia.) En el
interin, el cable se volvió ubicuo, y para complicar la imagen de video, en 1990 se
compraron más de dos mil millones de casetes. Los impresos están igualmente
fragmentados; SRDS (Servicio de Tasas y Datos Estándar) identificó ese año 11,400
revistas en circulación.
Tendencias futuras
El colapso de los medios masivos, no sólo las relaciones de televisión, sino de
revistas de los años cincuenta como Life, Look y The Saturday Evening Post, sacudió
hasta los cimientos el sistema en el cuál se basaban el marketing y la publicidad. Los
medios masivos brindaban a los publicistas acceso al mercado masivo a un coste bajo
por unidad de producción masiva. Pero los medios masivos también enseñaban,
cultura de masas. Los programas como Papá lo sabe todo reforzaban los valores
compartidos, complementados por las cubiertas de Norman Rockwell y las fotos
familiares típicas en el trabajo, en el hogar y en los juegos.
El marketing funcionaba con eficiencia en 1960, al igual que la fábrica
norteamericana moderna. Pero en 1990 todo parecía haberse trastocado. Los rostros
de la multitud cobraron mayor relevancia que la multitud.
Mientras los medios masivos, principalmente la televisión, reforzaban la
mentalidad del marketing masivo, los ordenadores –el acceso universal a los
ordenadores- impulsaban la era del individuo y ofrecían la clave para que el marketing
afronte esta nueva situación.
La capacidad de reunir, almacenar, consultar y manipular datos, de transformar
los datos de información y aplicarla en el laboratorio, en la planta o en el departamento
de marketing e incluso en el hogar, lo ha transformado todo.
Los ordenadores aceleraron el análisis de datos y homogeneizaron el diseño.
Los competidores pueden descifrar nuestra fórmula antes de que terminemos de poner
a prueba nuestro producto. Esto destruyó la vieja idea de que teníamos años para
cosechar ganancias con nuevos productos, explotando nuestra porción del mercado
mientras reducíamos los costes. Los ordenadores devaluaron la superioridad
tecnológica y revaloraron el marketing. Aunque los productos se volverían similares, las
estrategias podían ser distintas.
Pero ¿es así? Los ordenadores brindaron acceso instantáneo a la información
para todo el mundo. Por cierto precio –un precio bajo, por otra parte- los expertos en
marketing monitorean cada elemento de la estrategia del competidor a través de los
servicios de informaciones y sopesan los resultados mediante datos obtenidos con
lectores digitales. No hay secretos.
Los ordenadores dieron un valor capital a la información y restaron poder al
fabricante.
Pero el ordenador da y el ordenador quita. Aunque las estrategias sean las
mismas, un experto en marketing puede aprovechar el poder de los ordenadores para
obtener una ventaja competitiva mediante el desarrollo de una mejor comprensión de la
mentalidad del cliente. De pronto la filosofía de FOCUS –La buena publicidad comienza
con una comprensión fundamental del receptor- es viable. La información sobre el
receptor está disponible y es más accesible que nunca.
El consumidor, liberado de la cárcel de la opinión uniformada, desarrolla gustos
personales y adquiere poder a medida que los fabricantes se apresuran a reaccionar.
Las economías de escala ya no garantizan rentabilidad. Las instalaciones
manufactureras centralizadas son remplazadas por plantas fáciles de modificar que se
encuentran cerca de mercados diferenciados. Las posiciones en el mercado
reemplazan al mercado masivo. La reducción de costes puede resultar costosa si
reduce la satisfacción de la clientela. La calidad ya no está determinada por las pautas
de fabricación, sino por el modo en que el cliente percibe el precio y el valor. Y los
elementos de discriminación manufacturera, tales como concepción ética, salubridad
laboral, responsabilidad ambiental, forman parte del producto. Se deben tomar
decisiones sin pensar únicamente en la economía de costes.
La distribución ya no depende del marketing. Ahora el consumidor decide cómo,
dónde y cuándo desea comprar, y más vale que el producto esté a mano.
“¿Su producto sólo está disponible en Nordstrom, que abre sólo de 10 a 17:00? A las
dos de la mañana estaré sentada con mis bigudíes en la cama y compraré el producto
de la competencia en un catálogo, usando mi teléfono y una tarjeta de crédito.
¿Su producto sólo se encuentra en las tiendas de comestibles y en tamaños estándar?
Compraré el producto de la competencia en un tambor de 40 litros en una tienda de
descuentos para socios.
Los minoristas, presionados por la clientela y capacitados por una preciosa información
sobre esa clientela, hablan con los fabricantes, plantean exigencias y obtienen el
control.
¿Qué ocurrió con el ordenado mundo de las Cuatro P? Se transformaron en las
Cuatro C de Lauterborn. El nuevo catecismo dice:
Olvídese del producto. Escuche las necesidades del Consumidor. Ya no puede
vender cualquier cosa que produzca. Sólo puede vender lo que alguien quiere comprar.
El frenesí de la voracidad había terminado; los peces ya no nadaban en
cardúmenes. Los anunciantes tenían que aprender a acecharlos uno por uno, con una
carnada para cada cliente.
Olvídese del Precio. Comprenda el Coste que representa para el consumidor satisfacer
ese deseo o necesidad.
Los anunciantes necesitaban comprender que para muchos consumidores New
Age el precio es casi irrelevante: el dinero es sólo parte del coste. Cuando alguien
vende hamburguesas, no sólo compite con otra hamburguesa que cuesta pocos
céntimos más o menos. Es el coste del tiempo de conducir hasta un lugar, el coste por
la cumpa de comer carne, y el coste por la culpa de no invitar a los niños. El valor ya no
consiste en la hamburguesa más grande al precio más bajo, sino que es una ecuación
compleja con tantas soluciones correctas como subconjuntos de clientes existen.
Olvídese de la Plaza. Piense en la Conveniencia de comprar
La gente ya no tiene que ir a cualquier parte en la época de los catálogos, las
tarjetas de crédito y los números telefónicos de llamada gratuita. Los anunciantes
deben aprender a olvidarse de esos canales de distribución controlados. Deben
aprender las preferencias de cada subsemento de mercado, y estar allí.
Por último, olvídese de la Promoción. La palabra de los noventa es
comunicación.
El lema de la era del manufacturero –caveat emptor, “que el comprador se
cuide”- es remplazado por cave emptorum, “cuidado con el comprador”.
Integración
Se ha iniciado una nueva era de la publicidad: respetuosa, no paternalista;
centrada en el diálogo, no en monólogo, atenta a sus destinatarios en vez de regirse
por clichés. Se dirige al punto más elevado de interés común, no al mínimo común
denominador. (Comparemos a Charlie el Atún con los mensajes sobre las prácticas
pesqueras que no perjudican a los delfines; los melodramas domésticos con los
envases ecologistas.) Y a menudo la publicidad ni siquiera es tal, si con publicidad
aludimos a comerciales radicales y televisivos, y anuncios en revistas y periódicos.
Más aún, los anunciantes ya no encaran la publicidad como un mal necesario,
un elemento del coste que escapa a toda comprensión y control. Cada vez más se
considera que la publicidad es una inversión, y como tal debe producir resultados
específicos.
Los anunciantes, sus agencias y los medios modifican sus relaciones para
desempeñar nuevos papeles, y así surgen las comunicaciones de marketing
integradas, aunque ún operan a tientas.
Para que las comunicaciones integradas cobren arraigo, hay que abandonar los
viejos supuestos acerca del papel de la publicidad y la promoción de ventas, acerca de
la organización de los departamentos de publicidad y relaciones públicas, acerca del
papel de las agencias, los medios y, ante todo, los resultados.
Las agencias de marketing más perspicaces están “desechando lo viejo, lo
moribundo, lo obsoleto”, en palabras de Peter Drucker.
“Las organizaciones innovadoras no consagran tiempo ni recursos a la defensa
del ayer. Sólo el abandono sistemático del ayer puede liberar los recursos –sobre todo
el recurso más escaso, la gente capaz- para trabajar en lo nuevo.
Las comunicaciones de marketing integradas son precisamente lo “nuevo”, y
deberán derribar muchos obstáculos.
La gente capaz de las organizaciones está atrapada en cajas funcionales, y no
está preparada para resolver problemas sino para “hacer publicidad”, “relaciones
públicas” o marketing directo.
Las agencias de publicidad se consideran productoras de anuncios para los
medios. La mayoría añadió otros servicios sólo para no perder ingresos. La promoción
de ventas, el marketing directo, las relaciones públicas y otras unidades pueden
navegar bajo la misma bandera, pero es una bandera de conveniencia. Estos servicios
aún son distintos y desiguales.
La mayoría de las agencias consideran que su ventaja competitiva deriva de uno
de los dos principios organizativos: servicio superior o creativo superior.
Muy pocas agencias comprenden que lo más precioso que tienen para vender
hoy es la comprensión fundamental del receptor y de las motivaciones de ese receptor.
Jay Chiat trajo la función de planificación de cuentas desde Gran Bretaña. Cuando la
desconocida Chiat/Day ganó la cuenta de Nissan (180 millones de dólares), el cliente
dijo “las demás agencias nos hablaban del negocio de vender coches; Chiat/Day nos
impresionó con su comprensión del comprador de coches. Team One, filial de Saatchi y
Saatchi en Los Ángeles, ha llevado ese concepto aún más lejos. La agencia se
modificó para especializarse en ventas a clientes de altos ingresos. El producto no
importa: automóviles, pieles, propiedades costosas. Un pensamiento radical y atinado.
Este énfasis en el receptor en vez del producto libera a la “gente capaz” y la
alienta a ctuar creativamente. El gerente Keith Reinhard de DDB Needham llama al
departamento de medios “el otro departamento creativo”, y afirma que una campaña
puede elaborarse en torno a un concepto mediático o de un concepto creativo, o ser
conducida por un evento mediático respaldado por las relaciones públicas, marketing
directo y (¿Por qué no?) publicidad.
Lo que importa es lo que funciona, pero esta apertura mental todavía es
excepciona. En general, las agencias hablan de “orquestación e integración”, pero
cuando ponen manos a la obra, la primera pregunta es: ¿Qué debe decir el anuncio?
Los nuevos sistemas de remuneración pueden constituir un motor para el
cambio. “oigo lo que ustedes dicen pero veo como ustedes pagan”, pueden responder
las agencias a los anunciantes que piden nuevas ideas y sugerencias alternativas pero
se aferran a prehistóricos sistemas de comisión que recompensan la falta de
imaginación.
Inexorablemente, sin embargo, los sistemas de remuneración comienzan a reflejar esa
terrible palabrota, “resultados”. Los gerentes de las compañías anunciantes hacen
preguntas directas sobre las gerencias, y ello obliga a los publicistas a reflexionar sobre
el proceso de ventas y a tratar de controlar cualquier elemento que ejerza un impacto
sobre la rentabilidad.
Más que ningún otro factor, la búsqueda de resultados abrirá el sistema y causará los
cambios que no sólo volverán posible sino inevitable la consolidación de las
comunicaciones integradas.
La fusión de grandes empresas de medios, como en la creación de Time-Warner
y la subsiguiente adquisición de Whittle, están acelerando el proceso. Time-Warner
está empacando medios múltiples para alcanzar no solo puntos de rating sino
resultados medidos en el mercado. El ex presidente Dick Munro definió a Time-Warner
como una “compañía de marketing directo”. Led Levitt de Harvard, autor del
fundamental tratado de Marketing Myopia, estaría de acuerdo. Time no ocmbatió
contra molinos de viento para defender el negocio de las revistas. Reconoció que su
negocio consiste en satisfacer las necesidades de los clientes –la necesidad de vender
productos de los clientes que le dan anuncios- y buscó enérgicamente le modo de
estructurar recursos más potentes.
El readiestramiento que suponen estos cambios es apabullante. David Ogilvy
señala que las comunicaciones integradas de marketing requieren “una nueva especie
de ejecutivos que estén adiestrados en todas las disciplinas”. El problema se complica,
advierte, porque “mucha gente que gana dinero escribiendo publicidad no se interesa
en las ventas. Habla continuamente de creatividad. En el nuevo mundo, vendemos o
perdemos”.
La compañía de Ogilvy y varias otras ya están iniciando la tarea de
readiestramiento, con lo cual acelerarán la tendencia. Como observó el filósofo Alfred
North Whitehead: “Cuando algo se enseña, es porque se considera posible”.