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Hijos de Hipócrates I. La semilla. María Jesús Toro

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Hijos de Hipócrates I. La semilla.

María Jesús Toro

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La presente edición ha sido revisada atendiendo a las normas vigentes de nuestra lengua, recogi-das por la Real Academia Española en el Diccionario de la lengua española (2014), Ortografía de la lengua española (2010), Nueva gramática de la lengua española (2009) y Diccionario panhispánico de dudas (2005).

Hijos de Hipócrates I. La semilla

© María Jesús Toro

ISBN: 978-84-16479-56-6Depósito legal: A 813-2015

Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33C/ Decano, n.º 4 – 03690 San Vicente (Alicante)www.ecu.fme-mail: [email protected]

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf.: 96 567 19 87C/ Cottolengo, n.º 25 – 03690 San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, gra-bación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Dedicado a los médicos que han ejercido o ejercen su profesión sin vanidad ni avaricia.

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Prólogo:

Maria Jesús Toro es una mujer culta y erudita. Me atrevería a decir que es una rara avis en los tiempos que corren: facultativa especialista en Anestesiología y, sin embargo, de formación profundamente humanista y de cultura francesa; lectora infatigable de los clásicos pero admiradora por igual de los escritores bohemios; científica e inteligente en su faceta profesional y conocedora de que en la imaginación está el verdadero poder del ser humano.

Nos une no solo una gran amistad, enriquecida por nuestro quehacer diario en los quirófanos o teatros de operaciones, como nos gusta decir a ambos, y el haber compartido momentos muy intensos en las urgencias, sino una misma pasión por la Historia en general y por la Historia de la Medicina en particular.

Esta novela reúne los ingredientes perfectos para satisfacer a los lectores a los que les interese comprender la actualidad basándose en el análisis de hechos pasados y comprobar la similitud con que la historia se va repitiendo de forma regular desde el principio de los tiempos; las mismas ambiciones, las mismas pasiones, los mismos errores. Una historia general y una historia particular.

Se inicia a principios del siglo XX en una España pobre y confundida, acuciada por la pérdida de las colonias y con un sentimiento, todavía no abandonado, de incomprensión y de inferioridad. En cierto modo costumbrista, nos abre las puertas a contemplar cómo vivían las familias de las diferentes clases sociales y nos permite reflexionar sobre el poder de los dirigentes políticos que para bien o para mal deciden sobre nuestras vidas. Dirigentes a veces endiosados y, a la postre, con los pequeños y grandes pecados de los demás mortales. Dirigentes en ocasiones más preocupados por sus intereses espurios que por conducir a nuestro país a una verdadera y necesaria revolución cultural tantas veces anhelada por nuestros intelectuales que al final siempre emigran…

Describe con sutileza a los protagonistas de la narración: una clase obrera hambrienta y analfabeta; aristócratas y latifundistas venidos a menos pero con el pensamiento de que todo les pertenece por derecho divino; una clase funcionarial con los peores hábitos de los trabajadores acostumbrados a la estabilidad salarial con poco sueldo y menos trabajo productivo; artesanos e industriales que ven florecer sus negocios con la primera guerra mundial y que cuando ésta finaliza ya no encuentran clientes para satisfacer sus crecientes necesidades; militares con ideas propias de dictaduras y religiosos cercanos al poder y no tanto al pueblo.

En este marco, y sin duda no por casualidad, se diseña el ambicioso plan de creación y puesta en marcha de una nueva universidad, la más grande de nuestro país. Plan indudablemente faraónico y que junto con la satisfacción de las necesidades inherentes siempre a una educación nacional nunca prioritaria conllevará sinrazones y despilfarro.

Inmerso y escondido en este transcurso general, nos va introduciendo poco a poco, y casi de pasada, en el verdadero núcleo de acción del relato, la aparición y

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presentación en escena de personajes médicos españoles fácilmente reconocibles por los iniciados. Personajes históricos reales que han marcado el nacimiento y la forma de ser de la Medicina en nuestro país. Personajes también con sus ideales y con sus realidades, con sus grandezas y con sus fracasos.

Como todo buen relato, nos induce a seguir leyendo. Aun profundamente docu­mentado, nos parece fruto de la imaginación más exquisita.

Sin duda, es una novela que produce sentimientos profundos y a veces encontra­dos, dura en ocasiones, provocativa y atrayente siempre.

Antonio F. CompañProfesor de CirugíaAlicante, octubre de 2015

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Al lector:

Esto es una novela y, por lo tanto, sus personajes son ficticios, aunque la trama les obliga a compartir sus vidas con personajes reales, muchos de ellos históricos, ya que la Historia de España del primer tercio del siglo XX se despliega como telón de fondo del relato.

Para unos, es una historia de médicos. Para otros, una historia con médicos. En cualquier caso, a través de estas páginas he querido rescatar el recuerdo de muchos viejos galenos españoles, algunos de los cuales han sido maestros de mi generación, que han conformado, para bien y para mal, la medicina que ahora tenemos.

De ellos he tratado de mostrar todos sus ángulos conocidos para poder destacar sus muchas luces, pero también algunas de sus sombras porque, aunque sabios, generosos y entregados, no dejaron nunca de ser humanos y, por lo tanto, sometidos a las debilidades de la especie.

Cada español, y muchos extranjeros, entre otros los historiadores anglosajones, tienen su historia de España del siglo XX en la cabeza. Cada cual la suya, ¡y que no se la toquen!. No seré yo quien meta los dedos donde no debe.

Por eso, con relación a las figuras históricas, me limito a contar hechos, suficientemente documentados, y cuando aparezca un párrafo en letra negrilla es porque contiene palabras literales dichas o escritas por el personaje correspondiente.

Las dimensiones del proyecto han aconsejado dividirlo en varias partes, de manera que a este primer volumen de Hijos de Hipócrates, subtitulado La semilla, que abarca el periodo comprendido entre 1906 y 1936, le seguirá, Dios mediante, el que debería recibir por subtitulo La siembra.

Las páginas finales contienen la nómina de los personajes históricos citados, seguida de una somera nota cronológica, y las referencias bibliográficas y fonográficas más destacadas que respaldan el texto.

En las crónicas y en las novelas se cuentan historias, se explica qué pasó, pero en las novelas, además, se suele profundizar en cómo pasó y eso, muchas veces, es interesante para comprender en toda su dimensión los hechos. Por ello, si me permite un consejo, lea con sosiego. No se empeñe en correr para descubrir cómo se desenvuelve la trama. Que no se le escapen los detalles, porque en el texto no hay puntada sin hilo.

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La rueda del tiempo.

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Sevilla, tú eres mi amante.misteriosa reina mora,tan flamenca y elegante.

Los del Río.

Dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, sábado. Sevilla. A la caída de la tarde, Bernardo Mata, con otros tres camaradas de su edad, estaba en la Ala­meda de Hércules con las manos cruzadas en la nuca y las narices pegadas al muro. A su espalda, un pelotón de milicianos nerviosos les iban a fusilar. ¡Qué extraños caminos llevaban sus pensamientos! Se preguntaba y se contestaba muchas cosas. Sentía vergüenza de aparecer muerto en el corazón de la canalla sevillana. Prostitu­tas y travestidos tenían allí su imperio. ¿Qué dirían sus padres? ¿Qué diría el forense cuando levantara el cadáver? ¿Qué forense? ¿Quién levantaría el cadáver? ¿Un juez? ¡Qué locura! Por allí había mucha canalla, pero también estaba la academia de baile de Realito, a donde había ido a esperar la salida de Reyes, una medio novia muy flamenca que se había echado pocas semanas atrás. Pensó: «Reyes, me muero por ti». La broma no le hizo gracia. Tan joven ya iba a morir. Le temblaba la barbilla tanto que no podía cerrar la boca, seca como un estropajo. Miraba la pared desorbitado, hipnotizado. Era la última imagen que vería en su vida. Estaba tan espantado que ni se le ocurrió rezar. ¡Tremenda tarde de sábado! La ciudad andaba revuelta, todo eran rumores. Se decía que se iba a formar una muy gorda; que el ejército de África se había subleva­do y que el de España le iba a secundar. Al pasar por la plaza del Duque, vio a una compañía de soldados que marchaba con el arma en posición de carguen. No podía imaginar que era precisamente la que iba a declarar el estado de guerra. Pensó «Dios te salve, María», y se preguntó por qué Dios tenía que salvar a María, y de qué la tenía que salvar. Estaba pasmado de seguir todavía vivo. ¿O ya se había muerto? Por si acaso, repitió la invocación, pero corregida. «Dios me salve, María». A su alrededor, estalló una ensalada de tiros. «Señor, ¿por qué me llevas tan pronto, sin darme un poco de cuartelillo? ¿Por qué no me dejas siquiera terminar la carrera de Medicina? ¡Me queda tan poquito!». De repente, se estableció el silencio sonoro. La rueda del tiempo se había encas­quillado y, no se sabe cómo, cuando volvió a engranar, lo hizo treinta años antes, a comienzos del siglo XX.

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Estrenando el siglo XX.

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Madrid, primavera de 1906. Una familia formal.

Casimiro Núñez nació en Madrid el año de la Revolución Gloriosa, en el seno de una familia acomodada y, al cabo de cuatro lustros, había conseguido un par de cosas impor­tantes en la vida de cualquier varón de su época: librarse de servir al rey, como se llamaba popularmente al servicio militar obligatorio, ¡ventaja del dinero!, y conseguir un empleo en la Administración del Estado, ¡ventaja de las recomendaciones! Aunque de talante liberal, y entusiasta, pues, de don Práxedes Mateo Sagasta, a lo lar­go de los años mostró discreción y talento para capear los vaivenes de aquellos tiempos cambiantes, gracias a lo cual, la inevitable alternancia de Gobiernos liberales y conserva­dores, milagrosamente, nunca puso en grave peligro su destino laboral. A los pocos meses de llegar al Ministerio de Fomento, que en aquellos tiempos estaba a cargo de don José Canalejas, fue ascendido al puesto de secretario del subsecretario y, a partir de aquel momento, en su casa nunca faltó lo necesario para mantener una vida decorosa. Acostumbrado a acudir puntual a su despacho, en el año mil ochocientos noventa y siete, estableció el domicilio familiar en la planta principal de una finca de la calle de Ato­cha, puesto que la sede del ministerio se había trasladado a un hermosísimo palacio recién construido en el paseo de la Infanta Isabel, muy cerca de la Puerta de Atocha, frente a la estación de trenes del Mediodía. De costumbres ordenadas, no gustaba de sobresaltos ni incertidumbres. Desde su nueva vivienda, precisaba de escasa media hora para completar su aseo y atuendo matinal, dar cuenta de un tazón de chocolate con picatostes y recorrer, paseando, el escaso trecho que mediaba entre el calor del hogar y el sudor de su frente. Administraba el tiempo con mesura. Ocupaba las mañanas en analizar detalladamen­te la prensa que un ujier, horas antes, había dejado sobre su mesa y, si había oportunidad, consumía el resto de la jornada laboral en comentar con otros colegas, siempre sin apa­sionamiento, novedades y chascarrillos de la Villa y Corte. Una vez a la semana despachaba, no más de media hora, con el subsecretario, a pro­pósito de los asuntos más urgentes que, casi siempre, quedaban pendientes para un análi­sis más minucioso, o eran remitidos a la comisión correspondiente, donde se estancaban. A mediodía presidía la mesa familiar. Comía con moderación y se retiraba a su des­pacho, donde tenía por costumbre tomar una copa de coñac y fumar un cigarro. El resto de su jornada discurría por senderos bien trillados. Mientras su esposa destinaba las tardes a visitas de cortesía, novenarios y obras pia­dosas, a las cinco en punto Casimiro volvía a calzarse chaleco y levita, y, sentado ante el espejo del lavabo de su dormitorio, atusaba barba y cabello, retorcía delicadamente las puntas del poblado bigote, limpiaba los lentes que, sobre montura de oro, daban a su mirada miope un aire entre curioso y pasmado, y se ajustaba la pajarita para disponerse a salir camino de la calle del Prado, donde le esperaba su tertulia del Ateneo Científico y Literario. De espíritu indagador, alguna que otra tarde renunciaba a los encantos de aquel se­lecto círculo cultural y acudía a un café en el que los contertulios, ajenos a la metafísica, debatían con entusiasmo los deslices de una dama o los lances de un torero, sobre el fondo de rasgueos de guitarras y gemidos lastimeros de flamenco.

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Episódicamente, y de preferencia en periodo de Cuaresma, se dejaba abandonar por las debilidades carnales, que no siempre su esposa satisfacía a su plena convenien­cia, y rendía visita al salón de doña Virtudes, en una callejuela a la espalda del Teatro Español, donde las castizas ninfas del local le transportaban a una Arcadia de alivio y ambrosía. Así transcurría la vida de aquel ciudadano cuando un acontecimiento vino a so­bresaltar su ritmo y el de su familia.

***

«¡Que sea enhorabuena, don Casimiro!», dijo la comadrona, satisfecha, mientras depositaba en sus brazos a la criatura. Un retoño con el que el cielo bendecía por quinta vez su matrimonio y que llegaba a la vida en un Madrid de calles ensangrenta­das. La víspera, mientras doña Elvira experimentaba las primeras molestias, se estaba celebrando la boda del rey don Alfonso XIII y, al paso del cortejo de vuelta a Palacio, ya muy cerca, en la calle Mayor, la bomba de un anarquista, camuflada en un ramo de flores, salpicó de muerte a espectadores, caballos y séquito. La pareja real salió milagrosamente indemne, y la ciudad, sobrecogida, vivía pendiente de las pesquisas policiales que seguían el rastro del causante de tanto terror. Casimiro Núñez se quedó mirando melancólicamente al pequeño que pusieron en sus brazos. Con treinta y ocho años de edad, se consideraba casi a las puertas de la senectud y aquel nacimiento le sumía en un laberinto de contradicciones. La vanidad, propia de todo varón en sus circunstancias, colisionaba con el pudor. Temía que la lle­gada de aquel hijo tardío pudiera empañar la imagen de hombre cabal y sereno padre de familia que se había ido forjando a lo largo de su vida. Recibía, no sin cierto recelo, los parabienes de amigos y allegados, escudriñando siempre algún insidioso matiz de ironía en las palabras de felicitación pero, poco a poco, la alegría que veía en los ojos de su esposa y las gracias de la criatura le ayudaron a sobreponerse, desvaneciendo definitivamente las sombras de su ánimo.

***

Recibió el neófito las aguas bautismales en la parroquia de El Salvador y San Ni­colás, en la plaza de Antón Martín, y con ellas, por decisión paterna, el nombre de Amadeo, en homenaje al efímero rey español de origen italiano que también había aparecido en un Madrid ensangrentado, en su caso por el asesinato del general Prim, y cuya denodada voluntad para recomponer el país solo fue comparable con la incom­prensión de que dieron muestras sus ariscos súbditos. Terminada la ceremonia, parientes y allegados bajaron por la calle de Atocha ro­deados de chiquillos que coreaban:

Eche usted, padrino, no se lo gaste en vino,eche, eche, eche, no se lo gaste en leche,padrino cagao, si cojo al chiquillo, lo tiro al tejao.

Popular.

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Cerca ya de la glorieta, frente al viejo caserón de San Carlos, sede de la Facultad de Medicina, pasaron al domicilio familiar, donde se les obsequió con una choco­latada. No podían faltar entre los invitados don Baldomero Santiuste y su esposa Margarita, cuya estrecha amistad con los Núñez venía de tiempo atrás. Era don Baldomero periodista por tradición familiar e historiador aficionado. Por encargo de don Gregorio Pueyo, librero y editor, llevaba varios años escribien­do, medio en secreto, una crónica informal de la historia de España que abarcaba las últimas dos centurias, obra que nunca acababa de ver la luz, y es que tenía por costumbre someter el texto a la crítica de su buen amigo Casimiro Núñez y, poco a poco, entre los dos, iban consiguiendo, sin proponérselo, que lo que se proyectó como opúsculo fuera tomando dimensiones casi enciclopédicas. Compartían las más de las tardes en el Ateneo, pero, como Baldomero no era funcionario, se podía permitir costumbres y horarios más bohemios que los de su amigo, de manera que, casi todos los días, al atardecer, se desplazaba para reunirse con otro círculo de amistades en el Café de Levante, hasta el filo de la medianoche. Por allí paraban sobre todo pintores y escritores, aunque no solía faltar el toque misterioso que añadía algún que otro teósofo que, con sus intrigantes comentarios, trufaba de oscuras emociones la animada tertulia.

La vivienda de los Núñez, con todas las lámparas encendidas, recibía en la sala de respeto a los invitados, que se iban acomodando en torno a mesitas y veladores. La luz de las arañas hacía que la plata y las porcelanas resplandecieran en las vitri­nas. Alguien, irónicamente, comentó al ver tanta iluminación: «¿Acaso ha nacido un infante?». El chocolate con bizcochos y alguna que otra copita de licor confortaban a los presentes, que se iban distribuyendo en corrillos. —Te tengo que contar —dijo Baldomero a su amigo Casimiro en un aparte. —Eso, ¿cómo va la magna obra?, que, entre unas cosas y otras, hace lo menos quince días que no me pasas una cuartilla. —Calla, hombre, que llevo no sé cuánto tiempo ya sin escribir ni una sola línea. —A ver, dime, ¿dónde te has atascado? —No, eso es lo gracioso, que esta vez no es ni por atasco, ni porque esté pen­diente de completar la información. Es que la boda de su majestad está teniendo muchas consecuencias. Tú, con el lío este del nacimiento de tu hijo, no te habrás enterado, claro. —¿De qué me tenía que haber enterado? ¿Es que hay novedades del atentado? —No, no tiene nada que ver con el atentado. Por cierto, ayer detuvieron al ase­sino. —Ya lo he leído, aunque lo de detenido es un decir. Más bien parece que le han matado. —Es que, por lo visto, se revolvió a la autoridad. —Eso dice siempre la autoridad —replicó irónico. —¿Has visto? Anarquista y catalán. —Para no variar, pero dime, si no es el atentado, ¿cuáles son esas consecuencias de la boda que te tienen tan atareado? —Mira, si no fuera porque es la pura verdad, te diría que parece un cuento de Las mil y una noches. ¿Tú te acuerdas de Leandro Oroz, el pintor?

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—¡Claro!, de tu tertulia del Café de Levante. —Efectivamente. Pues resulta que su hermano está liado con una bailarina de cuplés malagueña, que trabaja en un local de la plaza del Carmen. —Bueno, ¿y qué? —Pues que la hermana pequeña de la malagueña, que se llama Anita y que for­ma pareja de baile con su hermana, le ha roto el corazón a un marajá de la India. —¡Ya! —dijo Casimiro esbozando una sonrisa. —No te rías, que es verdad. Es nada menos que el marajá de Kapurthala, que ha venido invitado a la boda del rey y, mira por dónde, para entretenerle le llevaron al local a ver el espectáculo de las hermanas, que se hacen llamar las Hermanas Camelias, vio a la muchacha y ha dicho que no piensa parar hasta que no se case con ella. —Y tú, ¿qué pintas en esa fiesta? —Pues que allí estamos todos. Julio Romero de Torres, los Baroja... —¿Cómo los Baroja? ¿Te refieres a don Pío? —A don Pío, el escritor, y a un hermano suyo que se llama Ricardo y que es pintor. Ha llegado hace poco de San Sebastián, así que por eso no le conoces. Ya te lo presentaré. —En cuanto haya ocasión, pero sigue, sigue. —Bueno, también está metido Valle Inclán y, naturalmente, el propio Oroz, que con suerte acabará siendo pariente de marajá, todos pendientes de las idas y venidas de las niñas y del príncipe. —Lo de Oroz todavía lo entiendo, pero el entusiasmo de los demás no lo acabo de tener muy claro. —Hombre, por Dios, piénsalo por un momento. Es una historia tan insólita que se merece cualquier esfuerzo para que pueda llegar a buen fin. Ten en cuenta que la moza apenas tiene dieciséis años y que la familia es tan cortita de entende­deras que lo único que se les ocurre decir es que a su niña se la quieren llevar los musulmanes para meterla en un harem y luego cortarle la cabeza. —Bueno, ya me irás contando cómo le van yendo las cosas a esa increíble pare­ja; por cierto, a ti esta historia ¿no te recuerda un poema de Rubén Darío? —¿El de Margarita? ¡Claro! Cualquiera diría que lo había escrito para ella. —Esto era un rey que tenía un palacio de diamantes... —Claro, claro, y un rebaño de elefantes...

***

Las señoras nos mandan a Recoletos con los bebés.—Yo quiero agua.—Y yo barquillos.—¿Y tú qué quieres?—Yo azucarillos.Miguel Ramos Carrión.

El pequeño Amadeo vino a revolucionar el pulso monótono de aquella casa. Fuera cierta, como se dijo, la penuria láctea de la madre o, como algunos malinten­

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cionados sospechaban, el interés de esta por no esclavizar, una vez más, su tiempo, renunciando a los compromisos sociales a los que estaba entregada, el hecho es que la figura del ama de cría se incorporó al servicio de la familia. Recayó la suerte en una rotunda muchacha de Liérganes, pueblecito montañés de paisaje memorable, dos montes en todo parejos que inevitablemente evocaban la silueta mamaria femenina. Ella se hizo cargo, con pleno éxito, no solo del ceba­do de la criatura, sino de todos los cuidados que durante esas edades precisan los infantes. Orgullosa, recorría Lucía, así se llamaba la nodriza, el Salón del Prado acunando a Amadeo, sofocado por las opulentas fuentes de generoso caño. Ostentaba, sobre el inmaculado delantal, todo encajes, la gargantilla de coral, a juego con los pendien­tes. La riqueza de aquellos aderezos, que formaban parte de su uniforme, indicaba la solvencia de la casa en la que servía. El niño, cuya presencia, como soplo de primavera, había reverdecido las emo­ciones del añejo matrimonio, se transformó en el centro de la atención familiar. Ju­guete para los hermanos adolescentes, era objeto de observación curiosa por parte de las hermanas, pronto casaderas, que, en breve, se las tendrían que ver con una tropilla de semejante pelaje. Casimiro con frecuencia se quedaba absorto, mirándole largamente, mientras reflexionaba sobre los caprichos de la Providencia que le había obsequiado con aquel hijo tardío al que consideraba, sin duda, aunque sin ningún fundamento, des­tinado a ser báculo y alivio de las penurias de su vejez.

Paseando por la historia.

Memorias deshilachadas o Memorias desdichadas eran los títulos que Baldomero ba­rajaba para el libro de historia que abarcaba la etapa de los Borbones en España, y que llevaba redactando desde hacía varios años. Solía trabajar en la obra por las mañanas al amor del brasero, junto al balcón de su gabinete, que daba sobre la calle de la Magdalena. Escribía con ventaja porque, desde el final del reinado de Carlos III hasta me­diados del siguiente siglo, iba espigando de un viejo manuscrito de su tatarabuelo, también Baldomero Santiuste, gacetillero liberal, poeta romántico y fundador de una dinastía de longevos periodistas, que había muerto en mil ochocientos cincuen­ta, casi ciego por culpa de las cataratas. Aquel libraco había caído en sus manos casualmente, con motivo de una mu­danza. Apareció en un desván y era un milagroso superviviente de la voracidad de los ratones. Le entusiasmaba la corrosiva ironía del documento y le admiraba su esmerada caligrafía. Se preguntaba quién habría sido el pendolista que, con tanta pulcritud, había tomado al dictado las palabras que su antepasado quiso dejar a la posteridad. Le conmovía leer cómo encabezaba el viejo cronista aquel documento: Ahora que los caprichos de la vejez quieren desvanecer mis más inmediatos recuerdos, parece como si, en justa correspondencia, se agolpasen en mi memoria los acontecimientos que a lo largo de

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mis tiempos mozos he tenido ocasión de vivir o me han sido re-latados de buena fuente, así que, antes de que la parca liquide mis recuerdos, antiguos y recientes, quiero dejar testimonio de un tiempo que he conocido y que, con tanta doblez, ha sido luego relatado por unos y por otros.

Ya empezaba criticando las muy diversas maneras de retorcer la historia. A Baldo­mero le fascinaba dejarse llevar por el relato de su viejo pariente y siguió releyendo.

Recuerdo que no tendría más allá de veinte años cuando empecé a ganarme el pan con el sudor de mi pluma. Por entonces, traba-jaba en el semanario El Censor, que era una publicación liberal e ilustrada. Bajo las firmas de Cañuelo o de Pereira, que eran los apellidos de los propietarios del periódico, se imprimían mis artículos, muy irónicos y anticlericales, que suscitaban tan-to la ira de los censores como la benevolencia de la condesa de Montijo. Algunos decían que también el monarca don Carlos III se deleitaba con la lectura de nuestro semanario, y algo de cierto debía haber porque, frente al Consejo de Castilla, que nos san-cionaba de cuando en cuando con la recogida de todos los ejempla-res, su majestad rompió más de una lanza a nuestro favor. A decir verdad, no fue mi pluma ni la más cáustica, ni la más brillante que alimentó aquellas páginas, ya que, bajo los mismos seudónimos de Cañuelo y Pereira, escribieron personajes como Jo-vellanos o Meléndez Valdés. Por aquellos tiempos, don Francisco de Goya estampó una serie de aguafuertes que tituló Caprichos y más de un lenguaraz anduvo propalando que el maestro lo hizo inspirado en algunas de nuestras críticas sociales. Como si don Francisco necesitase de inspiración ajena, a la hora de destilar su ironía corrosiva. Por desgracia, hay en España mucho ignoran-te.

«Esto me recuerda que tengo que comentarle a Casimiro qué le parece si le dedico un capítulo entero a la vida de don Francisco de Goya», se dijo Baldomero. Sacó del bolsillo un cuadernito con tapas de hule en el que hizo unas anotaciones y reanudó la lectura. Recuerdo también cómo, a mediados de diciembre de mil sete-cientos ochenta y ocho, Madrid andaba encogido, no solo por el frío, sino porque su majestad el rey don Carlos III, en las vís-peras de la Inmaculada, había sufrido unos grandes escalofríos y, desde entonces, guardaba cama. Todos pensaban que, a sus setenta y dos años, lo más probable era que, de aquel contratiempo, no saliera con bien. El pueblo se congregaba en la plaza de Oriente, pendiente de cualquier novedad. Escrutaba las idas y venidas a palacio de los personajes famosos y cuando, ya bien avanzada la tarde del día trece, apareció por la plaza de la Armería el carruaje del conde de Floridablanca, se dispararon todo tipo de rumores. No andaban nada descarriados, porque luego supimos que el señor conde, mano derecha del monarca, había sido llamado a Palacio por este para levantar acta de sus últimas voluntades.

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Yo, para seguir los vaivenes de la enfermedad de su majestad, disponía de un observatorio privilegiado, que era la rebotica de don Toribio Cid, boticario de la famosa farmacia de la calle Mayor.

«¡Caramba, la famosa farmacia de la calle Mayor! Debe referirse a la Farmacia de la Reina Madre —pensó Baldomero—. Parece mentira el tiempo que debe lle­var esa botica dando servicio a los madrileños. Las veces que habré pasado por allí sin darle la mayor importancia y, ahora que lo pienso, debería acercarme una tarde y pegar la hebra con el boticario, a ver si me deja entrar a curiosear la rebotica».

En aquella estancia espaciosa y acogedora, embalsamada por los aromas de oriente y occidente y caldeada en los inviernos por un buen brasero de picón, al caer la tarde nos dábamos cita un pequeño grupo de personajes ilustrados, de entre los cuales yo era, con mucho, el más joven. Intercambiábamos opiniones y conocimientos y compartíamos vasitos de moscatel o chocolate con picatostes. Como no podía ser de otra manera, por esos días, la salud del monarca acaparaba todos nuestros comentarios, y es que se daba la circunstancia de que disponíamos de las sabias obser-vaciones del doctor Poblete, médico que, aunque español, había ejercido largos años en las Indias, y más concretamente en el Perú, y, sobre todo, de la privilegiada información que, sotto voce, nos proporcionaba don Toribio. Bien distinta habría sido nuestra tertulia si una malhadada Nochebuena, medio siglo atrás, un terrible incendio no hubiera destruido completamente el Real Alcázar. Al moderno palacio que se levantó en el mismo solar, todavía le faltaba por organi-zar, entre otras dependencias, la Real Farmacia que con tanto acierto había hecho disponer don Felipe II por consejo de sus físicos. Por esa, y otras muchas razones, aquel soberano pasó a la historia como el Príncipe Prudente. En ella se habían veni-do preparando, durante siglos, cuantos remedios fueron precisos para aliviar las reales dolencias, sin tener que dar cuartos al pregonero, pero tanta previsión ya era historia porque ahora la Familia Real debía andar buscando fuera de su casa los medica-mentos. Y ¿dónde mejor que en la farmacia de la calle Mayor? Una botica, a cinco minutos de Palacio, que abrió sus puer-tas el mismo año en que llegó al mundo don Felipe III y, sobre todo, que durante más de dos siglos venía siendo la mejor de la capital. En la profundidad de sus cajones, que habrían sido la envidia de Dioscórides, se atesoraban todos los poderes medi-cinales. De la modesta mandrágora al añejo polvo de momia, del exótico cuerno de unicornio al de la abada, como se llamaba por entonces al rinoceronte, y es que, en cuestión de curaciones, los cuernos han gozado siempre de mucho predicamento.

«Será por eso por lo que los golfillos se divierten en las boticas pidiendo que les dispensen media onza de raspadura de cuerno de boticario, y luego salen co­rriendo entre risas. Pero dejemos las risas —se dijo—, que este trabajo es muy serio».

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Don Toribio se ocupó en persona de preparar los remedios que le encargaron los galenos de Palacio y de amenazar con la muerte a sus mancebos si se les escapaba algún soplo. Una semana vino a durar la agonía del soberano y, amortaja-do en traje de gran gala, instalaron su cadáver en el salón de Embajadores de Palacio, custodiado, como mandaba la tradición, por los Monteros de Espinosa. Arzobispos y demás prelados com-pitieron por las iglesias de todo Madrid con sus misas de ré-quiem y sus oficios de difuntos. Fue voluntad del finado que se repartiesen dos mil doblones entre los pobres y quedaron sus despojos mortales reposando definitivamente en el monasterio de El Escorial.

«Aquí me parece que convendría describir con cierto detalle todo el ceremo­nial que se realizó en el monasterio. ¿Dónde tenía esas notas?». Baldomero pasó a su despacho, abrió un bargueño y estuvo rebuscando un rato por los cajones. Del fondo de la casa llegaba el rumor de idas y venidas. Miró el reloj. Se acercaba la hora del almuerzo y la criada, bajo el ojo atento de doña Margarita, estaba disponiendo la mesa.

Una comida frugal, el tiempo de una cabezada y Baldomero se encaminó al Ate­neo con un puñado de cuartillas en la cartera. Quería aprovechar la tarde revisando el texto con Casimiro y consultando unos libros de la biblioteca porque, por la no­che, en el Café de Levante, le esperaba otro capítulo del idilio de Anita Delgado.

Bendita inocencia.

Las señoras nos mandan a Recoletos con los bebés.

—Yo queo correr.—Y queo saltar.

—¿Y tú qué quieres?—Yo queo mear.

Miguel Ramos Carrión.

El pequeño Amadeo Núñez mantenía una afectuosa relación con su aya quien, por otra parte, sentía tanto cariño por el chico como interés por permanecer al servicio de la familia, de manera que hacía cuanto estaba en su mano para satisfa­cer los caprichos del mocoso. La fructífera relación derivó en un insólito periodo de lactancia, dilatado durante casi cinco años, que, a los ojos de don Fructuoso, médico de la casa, explicaba la asombrosa inmunidad de que gozaba aquel niño contra las enfermedades que, de común, aquejan a las criaturas de corta edad. Tan tardío destete dejó marcados para siempre en el carácter del nene otros rasgos. El más evidente, un amor desmedido por su nodriza a la que, ya con len­gua de trapo, llamaba Mamaína, cosa que contrariaba profundamente a una celosa doña Elvira que se consideraba, no sin razón, la única mamá posible del chiquillo. No menos impertinente era la atracción irresistible que, sobre el angelito, ejercía toda pechera femenina. Su afán indagatorio dio lugar, más de una vez, a

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embarazosos trances por las zalameras familiaridades que se tomó con alguna que otra dama. El muchacho, que crecía vigoroso y parecía despierto, mostró precozmente un inte­rés inusitado por todo bicho viviente. En cuanto se soltó a andar, entretenía su tiempo en parques y jardines en perseguir y atrapar, no sin dificultad, las hormigas, para obser­var de cerca sus hechuras y andanzas. Cuando los infelices animalillos sucumbían a la presión de sus torpes deditos, rompía a llorar desconsolado hasta que la nodriza, que acabó haciéndose experta en la captura de insectos, le conseguía un nuevo ejemplar. Pronto, a su interés por la zoología se sumó el de la botánica y, ya algo mayor, no era raro encontrarle en la cocina, para diversión de Carlota, la cocinera, y desesperación de la madre, que no gustaba de semejantes confianzas con el servicio. Encontraba particular solaz en trocear pollos y destripar pescados. Permanecía ab­sorto ante la delicada perfección de las láminas que componían un puerro, o el miste­rioso paseíllo de despedida de los cangrejos, que se iban sonrojando a lo largo de su camino por el humeante albero de la paella. Mientras el benjamín de la familia iba creciendo y descubriendo la asombrosa plu­ralidad del mundo biológico, Adolfo y José Luis, sus hermanos mayores, fascinados por el mecanicismo e ilusionados por el prometedor futuro industrial y, sobre todo, del ferrocarril, encaminaban sus pasos por los derroteros de la ingeniería.

***

En el Ateneo, en la penumbra de la Cacharrería, Baldomero y Casimiro revisaban el manuscrito. —¿Tú crees que merece la pena describir con detalle el enterramiento de Carlos III? —Hombre, ten en cuenta que es el primer rey que muere en el nuevo palacio, así que luego, hay que trasladarle hasta El Escorial, y la cosa, en cierto modo, es una aventura. Puede merecer la pena. Ya sabes que a la gente todo lo que se refiere a las ceremonias con los muertos le entusiasma. —Tienes razón. A estas alturas de la fiesta, después de lo que llevo escrito, ¿para qué vamos a andar escatimando papel? —¿Has calculado cuántas páginas más te supone meterte en estos detalles? —Yo creo que, entre unas cosas y otras, por lo menos cuatro o cinco. —Bueno, no es tanto. —Espera que mire mis notas —dijo, sacando del bolsillo el cuadernito de hule—. Mira, ten en cuenta que hay que contar que los gentilhombres acarrearon en hombros el féretro, cubierto con un paño de oro, hasta la carroza y emprendieron la caminata hasta El Escorial con la Guardia de Infantería Española y la Guardia Valona cubrien­do la carrera... Tardaron en llegar dos o tres días... —Solo con eso, Alejandro Dumas podría haber escrito una novela. —Ya lo creo. Y espera, que todavía queda el responso a la llegada... —Oye, que no se me olvide. Tienes que poner la salida del cortejo de un Madrid bajo el atronador campaneo de todos los templos y las descargas artilleras desde los altos de El Retiro, que eso sobrecoge mucho. —Es verdad, lo voy a apuntar. Bueno, sigo con lo que te estaba diciendo, porque pienso que también puede ser muy emocionante. Después del solemne responso, con

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todo el canto gregoriano rebotando en las paredes del enorme templo, a cargo del abad de los jerónimos... —Dirás de los agustinos. —¡Ay, amigo!, eso creía yo también, pero estaba, como tú, equivocado. He estado rebuscando y he descubierto que, cuando se murió el rey Carlos III, la congregación de El Escorial era la de los jerónimos. La misma que se hizo cargo del monasterio desde su fundación, lo que pasa es que en mil ochocientos treinta y siete estos frailes fueron expulsados. Ya sabes los vaivenes y sobresaltos que produjo en tantas congre­gaciones religiosas el siglo XIX. Bueno, no me quiero desviar. Seguimos con nuestro entierro. —Bueno, ¿eso de entierro? —Hombre, tú ya me entiendes. Digamos con nuestras honras fúnebres, si te gusta más así. —Así queda mejor. —Pues tenemos la bajada a la cripta, con todo lo macabro que resulta, el último vistazo al cadáver para proceder al reconocimiento oficial y dar fe de la identidad del monarca, y, para terminar, el capitán de los Guardias de Corps rompiendo a los pies del féretro el bastón de mando. —¡Formidable! De despedida más campanazos, más cañoneo y una buena des­carga de fusilería. —¡Estupendo! Mañana mismo me pongo a redactarlo y ahora, con tu permiso, te dejo, que me voy a la biblioteca a ver si encuentro el documento de Carlos IV comunicando oficialmente la muerte de su padre. —¿Es que lo piensas poner? —Ya veremos. Depende de lo largo que sea, pero podría resultar interesante. —Pues que tengas suerte. Yo voy a ver qué se cuenta esta tarde don José Orte­ga y Gasset, que anda por ahí zascandileando. Ah, y ya me contarás cómo van los amoríos del marajá... —Descuida, oye, mis respetos a tu esposa y muchas gracias...

***

El marajá había conseguido que aquella mocita, casi niña, que, sin quererlo, le había robado el corazón con sus danzas, sus ojazos negros y su tez tan pálida, le acompañara, con toda su familia, a los balcones del Hotel París, en la Puerta del Sol, donde estaba alojado. Desde allí vieron el paso del real cortejo camino de Palacio y ya estaban planificando nuevos encuentros cuando el tremendo atentado vino a desbaratar todos los proyectos. El marajá, a la vista de cómo se las gastaban los anarquistas en España, salió de Madrid y no paró hasta pisar tierra francesa. Semanas después, aquel príncipe de treinta y cinco años languidecía en París, entre sedas y piedras preciosas, y no paraba de enviar a Anita encendidas cartas de amor y delicados presentes. Mientras tanto, ella seguía actuando con su hermana en el Gran Kursaal, un local muy bien aprovechado que era frontón de pelota vasca por el día y local de variedades por la noche, y se preguntaba si el marajá la estaría cortejando con buenas intenciones.

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Fuera por consejo de sus padres o por las ganas de correr aventuras de la moza, el caso es que un buen día se armó de valor y, con su mejor caligrafía, contestó al pretendiente con una carta que empezaba así: «Mi cerido rey, malegraré que esté usté con la cabal salú que yo para mi deseo. La mía bien adiós gracias. Sabrá usté...» La carta, interceptada por su hermana Victoria, llegó a manos de los contertulios del Café de Levante, y alalimón, don Ramón María del Valle Inclán y don Pío Baroja se encargaron de redactar, en su lugar, la carta de amor que pensaban que un prínci­pe oriental merecería. Ellos mismos costearon el franqueo y la echaron al buzón y, a vuelta de correo, se presentó en Madrid un emisario del marajá con la respuesta de la carta en una mano y un talonario de cheques en la otra, que los asombrados parientes de la moza calificaron como «más gordo que un diccionario». Pocas semanas después, Anita, instalada en París con toda su familia, estudiaba francés, inglés y piano, y aprendía a jugar al tenis y a montar a caballo. Cuando sus profesores convinieron en que ya había perdido el pelo de la dehesa y conocía bien las reglas del protocolo, contrajo matrimonio civil, por poderes, con el marajá y, con una sirvienta andaluza por toda compañía, embarcó en Marsella camino de la India para celebrar su boda religiosa como correspondía, por el rito sij.

Baldomero Santiuste había dado por terminada, al menos de momento, aquella aventura, muy al contrario que el famoso libro de historia que algunas veces ya le empezaba a oler a puchero enfermo. Para bien de la obra, cuando su ánimo decaía, se encargaba su buen amigo Casimiro de espolearle.

Qué trabajo nos manda el Señor. Llegó a su despacho y hojeó por encima la prensa que le había dejado el ujier en su mesa. Esa mañana no había ningún asunto por resolver, así que Casimiro sacó de la cartera un mazo de cuartillas que le había entregado Baldomero la tarde anterior. Tenía la encomienda de buscar gazapos y erratas así que, lápiz en ristre y con los ojos bien abiertos, se puso a leer.

Se marchó Carlos III, que tan buen recuerdo había dejado en Madrid, porque se había portado con la ciudad mejor que el mejor Corregidor y, con cuarenta años, comenzó el reinado de su hijo Car-los IV. El infante Felipe Antonio, que era el primogénito del rey difunto, no pudo heredar el trono porque por aquel tiempo ya había fallecido aunque, si no lo hubiera hecho, tampoco habría podido ceñirse la corona. Al parecer, era tan imbécil que hasta su propia familia le tenía por tal. ¡Pobre inocente! Con el cambio de monarca pasábamos, de las luces del siglo XVIII, a las tinieblas del XIX. Nuestra historia cada vez se iba pareciendo más a uno de aquellos tremendos aguafuertes de Goya, compuestos por algún chispazo de resplandor, de la Ilustración, sofocado por la negra tinta de la caverna. La caverna de la igno-rancia y de la fe del carbonero, del espadón militar y la sotana. A nuestra pobre España le correspondía recorrer, muy penosamente, el viacrucis del siglo XIX con los Borbones a cuestas.

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«¡Qué gran verdad!», susurró Casimiro.

Casi todos los biógrafos de Carlos IV han convenido en que no era imbécil. ¡Menos mal! Solo un hombre «falto de carácter». Casado con una prima suya, dedicaba la mayor parte de su tiempo a practicar la caza, así que la historia, que no ha sido con él muy imaginativa, le acabó atribuyendo el sobrenombre de el Ca-zador. Al principio de su reinado, siguiendo los cautelosos conse-jos de su padre, ratificó en su puesto de Secretario de Estado y del Despacho, título que recibía en aquel tiempo el presidente del Gobierno, al conde de Floridablanca, un caballero murciano e ilustrado que conocía muy bien las dolencias de España. Este buen hombre inició una cierta desamortización de bienes proce-dentes de las manos muertas, intentó reducir la infinita nómina de mayorazgos, controló el precio del pan y perdonó el retraso en el pago de las contribuciones. Todo eso iba encaminado a des-ahogar un poco al sufrido pueblo llano y a promover el desarro-llo económico por el bien de España y para tranquilidad de sus Borbones, que miraban sobrecogidos el tono que iban tomando las reclamaciones populares al otro lado de los Pirineos. Fue precisamente cuando las Cortes españolas se iban a re-unir en solemne ceremonia para reconocer al príncipe de Astu-rias, cuando estalló en Francia la tan temida, aunque no menos esperada, revolución. La reacción de España fue la del caracol. Como él, al olor del peligro, se encerró sobre sí misma. Replegó los cuernos y, tras ellos, el resto del cuerpo, se metió en su caparazón, endureció la capa de salivilla que cerraba la puerta de su casa y se quedó quietecita a esperar tiempos mejores.

Casimiro era un hombre con poco sentido del humor y aquella imagen de España comportándose como un caracol le parecía bastante irrespetuosa. Marcó una flechita al margen, para comentarlo con su amigo, y siguió leyendo, ya más conforme con el siguiente párrafo, que formalmente explicaba:

En términos políticos, se debería decir que se cerró el Par-lamento y se extremaron los controles fronterizos y la repre-sión. Para esto último, se contaba con la inestimable colabora-ción del Santo Oficio, conocido popular, o impopularmente, según se mire, como la Santa Inquisición. Quedaron también suspendidas las alianzas que España tenía con Francia e Inglaterra, llamadas «pactos de familia», y se desplegó un gran esfuerzo diplomático a favor del rey francés Luis XVI. El rey destituyó a Floridablanca para dar paso, como Secretario de Estado, al conde de Aranda, del que se decía que era muy amigo de algunos destacados revolucionarios franceses, y que recibió la encomienda fundamental de salvar la vida del ve-cino monarca. Sin embargo, a finales de mil setecientos noventa y dos, su estrepitoso fracaso en estas delicadas gestiones le costó el cargo, que recayó, contra todo pronóstico, en las ju-veniles espaldas de un mozalbete del que se había encaprichado la reina.

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«¡Caramba! este Baldomero qué atrevido». Subrayó la palabra «encaprichado» y siguió con la lectura. Se trataba de don Manuel Godoy quien, además de juveniles es-paldas, tenía unas pantorrillas muy del gusto de las damas y ha-bía encontrado un tesoro cultivando la amistad de los reyes. Era un extremeño tan afortunado que, a los veinticinco años, pasó de Guardia de Corps a Capitán General y Primer Ministro, y de hidal-go, a duque de Alcudia y de Sueca. Desde su puesto en el Gobierno, hizo lo que pudo, que no fue mucho, por salvar la vida de Luis XVI, y cuando este fue guillotinado, las potencias europeas, en-tre ellas España, no tuvieron más remedio que declarar la guerra a aquella Francia republicana y regicida. Al general Ricardos se le encomendó castigar a los franceses por el Rosellón, y lo hizo. «Victoria pírrica», dijeron los estrategas más ilustrados. «Salida de potro y parada de burro», los más castizos. El caso es que, pocos días después, los sans culottes recuperaron todo su territorio perdido, se saltaron la frontera y ocuparon, por Cataluña, hasta Figueras. «Esto, oiga, es un poquito doloroso», se decían entre sí los catalanes, cariacontecidos, sin reparar en que, por la frontera vasca, otro puñado de sans culottes ocuparon las tres provincias vascongadas y parecía que llevaran carreri-lla, porque no pararon hasta Miranda de Ebro. Una vez restablecida la diplomacia, esa vieja dama a cuyos brazos casi todos los guerreros acaban acudiendo, España recupe-ró su territorio peninsular ocupado, pero, pero... ¡Siempre hay un pero! Pero a cambio de suscribir con la República francesa un tratado de alianza, ¡caramba!, y de regalarle, además, la isla de Santo Domingo. Dicho así, casi ¿qué más daría una isla más o menos? ¡España tenía tantas! Eso era lo bueno de que el pueblo español fuera tan ignorante, porque con cualquier malabarismo se le engatusaba. ¡Pero ojito, porque Santo Domingo no era un islote cualquie-ra! Era la segunda isla más grande de las Antillas y tenía unos recursos azucareros fabulosos, aunque ni siquiera eso era lo más importante. Santo Domingo era La Española. ¡Todo un símbolo! Ese era el nombre que le dieron antaño, por ser la primera tierra americana que pisaron los españoles, y allí dejó don Cristóbal Colón a unos cuantos compatriotas en lo que llamaron el Fuerte de la Navidad, mientras volvía a España tras su primera travesía, en busca de homenajes y refuerzos. En su segundo viaje, se encontró con que el fuerte, que no lo debía ser tanto, había desaparecido y que los indios de aquellas tribus, que llevaban una dieta muy escasa en proteínas, se habían comido a los defensores. La con-fianza y la chapuza nos hicieron perder entonces el Fuerte de la Navidad y, tres siglos después, entregábamos la isla entera. ¡Así es como se van perdiendo los imperios!

Casimiro anotó al margen: «Tono demasiado desenfadado para describir tanto drama».

¡Qué suerte tuvimos! El rey no era tonto, como aquel hermano mayor que tuvo, al que no aguantaba ni su familia. El rey era lis-

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to, bien nacido, y agradecido, así que, agradecido por esta bri-llante gestión, otorgó a Godoy el título de Príncipe de la Paz. No se sabe qué opinaba la reina de las pantorrillas del esforzado mancebo, pero se supone que estaba satisfecha, en conjunto, de sus buenos oficios. Madrid, que para todo tiene una coplilla, cantaba:

Vino de Castuera y medró, ¡quién lo dijera!En las alforjas traía ambición e hipocresíay, además de la ambición, poquísima educación,amor desatado al vino y a la carne de cochino.

Entró en la Guardia Real y dio el gran salto mortal,con la reina se ha metido y todavía no ha salidoy su omnímodo poder viene de saber joder.

Mira bien y no te embobes,da bastante ajipedobes.Si lo dices al revés,verás lo gracioso que es.

«¡Ay, madre! ¡Cómo se le ocurre a este hombre escribir semejantes barbaridades, aunque sean verdad!».

La alianza con la Francia revolucionaria para un rey Borbón era un contradiós y, dentro de la política europea, suponía en-frentarse abiertamente a Gran Bretaña, de manera que los resulta-dos de semejante dislate no se hicieron esperar. La flota espa-ñola fue derrotada por la británica frente al cabo de San Vicente y, tanto en Cádiz como en Santa Cruz de Tenerife, resistió como pudo las embestidas del almirante Nelson. Tras esas escaramuzas se estaban debatiendo cosas tan importantes como la lucha en-tre dos imperios y la hegemonía del comercio a través del océano Atlántico. En América, los ingleses fueron derrotados en Puerto Rico, pero ocuparon la isla de Trinidad, lo que dio lugar a la caída de Godoy.

Interrumpió la lectura, guardó las hojas en un cajón bajo llave y salió del des­pacho. Atravesó la glorieta de Atocha camino del Café de Oriente, donde ofrecían unos buenos desayunos con churros. Cinco minutos después, estaba haciéndose un hueco en la barra, rodeado de los bulliciosos estudiantes de Medicina de la cercana facultad. Mientras mojaba los churros, seguía pensando en la caída de Godoy. No se entretuvo, como otras mañanas, haciéndose lustrar los botines. Tenía ganas de terminar con la lectura que su amigo le había encomendado y quería de­volverle el texto esa misma tarde, de manera que, en cuanto volvió al despacho, se metió de nuevo en el relato. Todavía le quedaban dos horas para completar su jor­nada laboral.

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«¿Dónde me había quedado? Ah, sí, en ...lo que dio lugar a la caída de Godoy».

Caída efímera. No habían pasado dos años cuando Napoleón Bona-parte se proclamó emperador y se recalentaron los amores entre Es-paña y Francia, en forma de nueva alianza, porque el corso calculó que nos necesitaba. En realidad, lo que necesitaba de verdad era nuestra escuadra para vapulear, con ella, a los ingleses, así que cameló a Carlos IV y le convenció para reponer a Godoy como Primer Ministro. Bonaparte confiaba, y con razón, en aquel jovencito. Godoy le quedó tan agradecido que no solo puso a su disposición la Armada española, sino que, más papista que el papa, declaró la guerra a Portugal, que era el principal aliado de Gran Bretaña, incluso antes de que Francia lo hiciera. En mil ochocientos cinco, la flota hispano-francesa fue derro-tada por los británicos en la batalla de Trafalgar. Las aguas de la bahía de Cádiz se tiñeron bien de sangre.

«Es verdad», se dijo Casimiro cerrando por un momento los ojos. «Las aguas de la bahía de Cádiz, entonces, se debieron teñir bien de sangre y, casi un siglo después, don Benito Pérez Galdós ha hecho que por las imprentas corran ríos de tinta para imprimir ese y muchos otros episodios de nuestra triste historia, aunque, de ser ciertos los rumores... vaya usted a saber si tan titánico esfuerzo está saliendo de la pluma del canario o de la de doña Emilia Pardo Bazán, en cuyo tintero, malas y buenas lenguas afirman que don Benito viene mojando desde hace tiempo. ¿Será verdad que dos que duermen en el mismo colchón tienen el mismo estilo en la redacción? Dios me per­done por el chismorreo, que, aunque sea literario y por ello ilustrado, no deja de ser maledicencia».

La derrota de Trafalgar dejó bien a las claras que Inglaterra era la reina de los mares, así que Francia se inclinó por estable-cer el bloqueo continental. España la seguía como un perrito fal-dero. En mil ochocientos siete, en Fontainebleau, se estableció un tratado que detallaba el reparto del territorio de Portugal entre España, Francia y el señor Godoy. ¡Sí!, don Manuel Godoy, el Príncipe de la Paz, el dueño de las pantorrillas más hermosas de España, además, iba a ser propie-tario de un buen trozo de Portugal. ¿Qué habría pensado su santa madre, aquella esforzada extremeña de estirpe portuguesa, cuando le estaba pariendo, si hubiera sabido que de sus entrañas salía el Príncipe de los Algarves y del Alentejo? En el mismo tratado, como de pasada, se añadió un parrafito que estipulaba que las tropas galas, para poder llegar hasta Portugal, tendrían paso franco por el territorio español. ¡Qué cosa tan na-tural entre aliados! No habría ni que haberlo escrito. Por mar, la expedición francesa era inimaginable y los globos dirigibles no dejaban de ser una extravagancia más de la inventiva humana, que carecían de aplicación militar. Por eso, con la excusa de ocupar su parte de Portugal, empezaron a entrar las tropas francesas en España. Ya se sabe cómo se comporta la soldadesca cuando se les deja larga mano. La tropa se entregó al pillaje y la oficialidad al saqueo. ¡Siempre ha habido clases!

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Cuentos de príncipes y princesas.

Pasado algún tiempo, la aventura de Anita Delgado, maharaní de Kapurthala, for­maba parte de los sueños de miles de muchachas españolas que creían en los cuentos de hadas. La imagen de la bella malagueña posando indolente sobre un canapé, en­vuelta en un sari de seda, y luciendo sobre la frente una enorme esmeralda en forma de media luna, se hizo popular en las publicaciones ilustradas de medio mundo. Se decía que aquella joya la rescató del aderezo de un elefante y la gente se pre­guntaba cómo se podía llegar a acumular tanta riqueza como para andar despilfa­rrándola por los establos. También se decía que el marajá, admirado por el Palacio de Versalles, se había hecho construir una réplica y que, a pesar de que contaba al menos con otras cuatro esposas legítimas, Anita era la única que convivía con él en palacio. El nacimiento de un heredero y los viajes de la pareja por medio mundo alimenta­ron la curiosidad y la leyenda, y la prensa malagueña, de cuando en cuando, publicaba alguna entrevista a su antiguo profesor de declamación con el que la maharaní se carteaba. Por él se supo que de pequeñita era tartamuda y fue por eso por lo que sus padres recurrieron a las mañas de aquel hombre, que le corrigió el defecto y la aficio­nó a la lectura y la poesía. También contaba a quien quisiera escucharle que, cuando su discípula todavía era muy pequeña, visitó Málaga su majestad don Alfonso XIII y, como era costumbre en aquellos tiempos, para adornar la ceremonia de bienvenida, rebuscaron hasta encon­trar una niña bien parecida y capaz de recitar un puñado de versos sin atascarse. Anita fue la elegida y su majestad, como cortesía, le hizo entrega de un abanico de nácar del que la chica jamás se había separado y que, naturalmente, viajó con ella hasta la India. El recuerdo de las Hermanas Camelias se había desvanecido de los mentideros del Café de Levante y de la Horchatería de Candelas, don Ramón María del Valle Inclán andaba a vueltas con su Romance de lobos sin conseguir que nadie se atreviera a llevarlo al escenario, don Leandro Oroz, rodeado de gitanas ojerosas, escogía la modelo para la gran composición pictórica con la que pensaba triunfar ese año en el Salón de Oto­ño de Madrid y don Mario Rosso de Luna se iba abismando en la teosofía tibetana. Baldomero Santiuste estaba a punto de terminar la primera parte de su magna obra Memorias deshilachadas.

***

Aquella tarde de sábado, la familia Núñez recibió en su domicilio la visita del matrimonio Santiuste. Las señoras se instalaron en el gabinete de doña Elvira, donde Elvirita, la hija mayor, acababa de terminar sus ejercicios de piano. Las dos amigas es­taban deseosas de pegar la hebra precisamente porque Elvirita, que ya había cumplido los diecisiete años, venía siendo cortejada por un caballero formal y bien parecido, hombre del mundo de los negocios, que se había instalado en la Villa y Corte pocos meses atrás. Conseguir casar a una hija, aunque fuera guapa y dispuesta, no siempre resultaba tarea fácil, sobre todo cuando la dote no pasaba de algún que otro detallito simbólico. En un velador junto al balcón, se instalaron las damas a tomar el té, compartir confi­

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dencias y rememorar las emociones de sus ya lejanos noviazgos. Entre tanto, los caballeros, arrellanados en los confortables sillones de cuero del despacho de Casimiro, departían y disfrutaban del coñac y los aromáticos cigarros habanos.

—Dice la Academia de la Lengua que memorable es algo digno de memoria. —Eso dice la Real, pero el pueblo llano piensa que memorable es propio de memos. —De todas maneras, por un camino o por otro, la conspiración de El Escorial la puedes calificar de memorable. —No solo la conspiración de El Escorial. Yo creo que toda la biografía de Fer­nando VII ha sido memorable, pero en el sentido que le da el vulgo. —¡Si solo hubiera sido propio de memos!, pero no vamos a llorar más sobre la leche derramada que, además, ni siquiera la hemos derramado nosotros. Vamos, no le des más vueltas y comienza la lectura.

En mil ochocientos siete, el infante don Fernando, príncipe de Asturias y, por lo tanto, heredero de la Corona de España, pro-tagonizó en el palacio de El Escorial un episodio memorable. Urdió una intriga para destituir a Godoy como presidente del Gobierno, pero su fértil inteligencia, su excesiva ambición, o ambas, le llevaron a pensar que, ya que se metía en faena, mere-cería la pena, de paso, arrebatarle a su padre la corona. ¡Cuánta prisa por heredar tenía aquel joven! Era muy aficionado al juego del billar y debió pensar que iba a hacer una carambola a dos bandas. De todas formas, no era la primera vez que un aspirante en la línea dinástica había quitado de en medio a su padre, de-jándole en la cuneta, vivo o muerto, para alcanzar cuanto antes su histórico destino. ¿Sería la última?

—Llamar intriga a lo que hizo ese tuercebotas en El Escorial es tratarle con mucha indulgencia —interrumpió Casimiro. —Ya, lo que pasa es que así lo han llamado todos los historiadores. Unos hablan de intriga, de intrigantes, claro, y los más críticos, de conjura. —Bueno, pero hablar de intriga, o conjura, aunque luego cuentes en qué con­sistía la artera maniobra que se proponía hacer, a lo mejor es seguirle la corriente a esos historiadores que, por la razón que sea, han pretendido quitarle hierro al ver­dadero delito del príncipe heredero. —Y tú cómo lo llamarías. —Amigo mío, para mí, en El Escorial, don Fernando intentó dar un golpe de estado con todas las de la ley. —Se echó a reír y apostilló—: Aunque, precisamente porque era un golpe de estado, sería sin todas las de la ley. —¡Qué peligroso es el lenguaje! —Sí, señor, sobre todo cuando se anda viviendo de frases hechas. —En lo de golpe de estado, creo que tienes razón. Esa vez le salió mal, pero eso no le quita gravedad a los hechos, y a las cosas hay que llamarlas por su nombre. —Eso pienso yo. Ten en cuenta que con aquella intentona, don Fernandito inauguró la colección de felonías con que fue salpicando su trayectoria, y merece la

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pena subrayarlo, para que el lector vaya valorando la catadura del personaje, pero sigue leyendo, que veo que aún queda bastante tela por cortar.

Aquella conjura, a pesar de que se hubiera tramado en los os-curos y gélidos pasadizos del siniestro monasterio, acabó salien-do a la luz y cuando se descubrió que el infante don Fernando, príncipe de Asturias, era el cerebro del complot, éste, que se suponía que era un hombre de honor, para tratar de disimular sus responsabilidades, se dedicó a delatar a todos sus colaboradores.

—Está claro que cuando un hombre es capaz de traicionar a su padre, es que ya perdió los límites. ¿Cómo le va a preocupar traicionar a sus cómplices, o a su pueblo, que ni siquiera son de su familia? —No sé qué me gusta más, si tu historia o tus reflexiones. —Pues prepárate a lo que viene.

Doña Elvira tocó con los nudillos la puerta del despacho y la empujó suavemente. —¿Qué pasa, señores? ¿Les apetece venir con nosotras a tomar un aromático té con pastas? —Ahora mismo vamos, Elvirita. ¿Será té de la India?, supongo —preguntó Baldomero­. —No lo pongas en duda. Me lo manda todas las semanas la maharajaní de Kapurthala. Todos rieron. —Todo sea por la paz familiar —murmuró Casimiro, contrariado por la inte­rrupción­.

Poco se entretuvieron en la merienda con las señoras y, con la excusa del tabaco, se volvieron a encerrar en el despacho a reanudar la sabrosa lectura.

Con tanta inestabilidad, la economía española iba de mal en peor y los desmanes de los soldados franceses, que se comporta-ban, cada vez más, como un ejército de ocupación, hicieron que la impopularidad de Godoy, al que todos consideraban, y con ra-zón, cómplice de Bonaparte, se transformara en aborrecimiento. Por eso, en marzo de mil ochocientos ocho, en Aranjuez, mientras las fresas y los espárragos estaban en su esplendor y Godoy com-partía con la Familia Real las primicias de la estación florida, el furor popular acabó en una rebelión en la que fue apresado el valido. El rey Carlos IV, muerto de miedo, bajo la presión del popula-cho amotinado, consintió en abdicar en su inquietante hijo, que pasó a ser el rey Fernando VII. Lo que no había conseguido don Fernando en El Escorial lo consiguió en Aranjuez.

—Has visto cómo tenía razón. Hablar del furor popular es lo suyo, pero debe­rías aclarar que el pueblo rara vez se mueve espontáneamente. —No, si está claro que el motín de Aranjuez lo organizaron el príncipe de As­turias y sus secuaces.

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—Tú mismo lo dejas caer suavemente cuando dices: «Lo que no había conse­guido don Fernando en El Escorial lo consiguió en Aranjuez». —No me cabe duda, sobre todo a la vista del resultado. Godoy depuesto y apre­sado, y la corona en las sienes del jovencito felón. Retocaré la redacción de estos párrafos para que no quepa duda. —Se está haciendo de noche. ¿Queda mucho? —Tres o cuatro cuartillas. No te preocupes, que acabamos en seguida.

Cuando Napoleón supo que su amigo don Manuel Godoy no solo ha-bía perdido el poder, sino que había estado a punto de ser lincha-do por las masas y que sus palacios y los de sus parientes habían sido saqueados, no se lo pensó dos veces. Invitó a la Familia Real española, al completo, a pasar unos días con él en Bayona, localidad del suroeste francés. El intrépido corso, que no reparaba en ensangrentar Europa entera, menos se andaba con tonterías y circunloquios, así que, cuando apareció el joven rey Fernando, le agarró de las orejas, aunque entre los eruditos hay discrepancias a propósito del sitio por el que le agarró, y no le soltó hasta que el muchacho devolvió el trono a su señor padre.

—¿Vas a dejar eso del sitio por el que le agarró? —Sí, porque esas cosillas le dan frescura al relato. —Ya, lo que pasa es que con esas cosillas, como tú las llamas, te arriesgas a que la gente piense que, más que una historia, estás escribiendo un sainete. —Mira, en el fondo me da igual. Yo tengo la conciencia tranquila, porque no digo más que verdades y, si a base de alguna que otra bromita, consigo más lectores, eso que llevo ganado. —Puede que tengas razón, pero sigue, sigue, que estoy en un brete. —Pues seguimos.

En aquella reunión fue muy conmovedora la intervención de su madre, la reina doña María Luisa. En condiciones normales, cuando se dirigía a su primogénito, le solía llamar «marrajo cobarde» y a su esposa, la princesa de Asturias, «renacuajo moribundo», pero en tan especiales circunstancias no se anduvo perdiendo el tiempo con improperios. Se limitó a dirigirse al emperador reclamándole a voces que diera orden de fusilar de inmediato a su hijo.

—¡Qué bestialidad! —soltó Casimiro, llevándose las manos a la cabeza. —Para que veas cómo se las gastaba doña María Luisa. —De todas maneras, me sale un hijo así y yo no sé qué habría hecho. —La verdad es que la reina, en el pecado de ser tan puta, llevaba la penitencia del hijo que le había salido. —Un verdadero hijo de puta. —De los pies a la cabeza. —Sí, pero andar reclamando que fusilen a tu hijo es... —Es incalificable. —Cómo se nota que eres escritor. Siempre tienes a mano la palabra exacta.

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—Ya quisiera...

Al final, todo quedó como una chiquillada. ¡Una gracieta más del humor de los Borbones! «Descuida, que ya te llegará tu hora, muchacho», le debió de decir el emperador, mientras papá Carlos IV y mamá María Luisa de Borbón-Parma, prima hermana de papá, le acababan perdonando y sonreían comprensivos. Lo que no podía imaginar entonces el infante era que papá y mamá, cansados de tanta bromita, a sus espaldas, habían cedido sus derechos dinásticos a Napoleón para que su hermano, José Bonapar-te, pudiera ser el legítimo rey de España. «¡Donde las dan, las toman!», debieron pensar regocijados.

—Menuda banda de sinvergüenzas, unos y otros... —Y tú que lo digas.

Entre tanto, España estaba anegada por la sangre del pueblo, que se resistía heroicamente a una invasión extranjera. La gente no estaba dispuesta a someterse al yugo napoleónico y defendía el suelo patrio, palmo a palmo, al grito de «¡Vivan las cadenas!» Des-empolvó el pintoresco casticismo de la caverna hispana sin reparar en que el Borbón al que reclamaba no dejaba de ser el heredero de otra dinastía, más vieja y más degenerada, pero igual de francesa, que se había apoderado de la Corona española un siglo antes.

Tampoco los Borbones cuando llegaron a España lo hicieron re-partiendo caramelos. Además de desencadenar no pocos desajustes por toda Europa, provocaron una guerra civil en la que la vieja Corona de Aragón, que apoyaba al candidato Habsburgo, se resis-tió cuanto pudo. La batalla de Almansa puso fin al conflicto, y a buena parte del derecho consuetudinario de los viejos reinos hispanos, y de aquellos tiempos venía también la pérdida de Gi-braltar. Los británicos siempre han sido buenos pescadores en los ríos revueltos.

La Familia Real española permaneció en Francia, retenida por Napoleón, hasta finales de mil ochocientos trece, momento en que el corso tenía perdida ya la partida. Fernando VII, ese año, se ciñó, por fin, la corona y desterró a sus padres de España. Amor, con amor se paga. De aquella espeluznante familia no quedaron en realidad muchas cosas, pero todas eran emocionantes. Quedó el retrato, tan soberbio como cruel, que hizo don Fran-cisco de Goya, con esas inquietantes imágenes, como la de la reina desdentada, la intrigante dama que, para no ser retratada, vuel-ve la cara, o la anciana de la mancha negra en la sien, a la que solo le falta la escoba para salir volando. También quedaron cinco Stradivarius que compró el rey, porque era muy aficionado a la mú-sica, e incluso tocaba el violín, y que se quedaron guardados en el Palacio Real.

—Mira, en eso hicieron bien los Borbones, porque hay que ver qué poquita afición musical tenemos los españoles.

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—Sí que es verdad. Para pintar o escribir nos las pintamos solos, y valga la re­dundancia. —¿La redundancia o la rebuznancia? —La que tú quieras. Fíjate que ya Felipe V se trajo a España a Farinelli. —El castrado. —El castrado de voz angélica. —Hombre, ahora parece que se va manteniendo la afición por la zarzuela. —Sí, pero, al fin y al cabo, no deja de ser opereta. —Confiemos en que vaya calando la cultura en el pueblo y podamos pasar de la opereta a la ópera. —Dios te oiga, y seguimos, que ya queda el final, que es bien jugosito.

Y, hablando de música, quedó también la confesión de su ma-jestad la reina en su lecho de muerte. Cuando se vio cara a cara con la eternidad, para descargo de su conciencia, cantó de plano. Lo hizo a su confesor fray Juan de Almaraz, a través de un es-crito que le hizo llegar y que, milagrosamente, se conserva para la historia. En ese documento, de su puño y letra se puede leer, entre otras cosas: «Ninguno de mis hijos lo es de Carlos IV». La moribunda debió pensar que así se libraría del infierno, aunque fuera a costa de pulverizar la legitimidad de la dinastía borbónica en España. Dejó claro que tenía muy poco espíritu fami-liar. Fue el último disgusto que le dio a su hijo el rey Fernando VII quién, cuando conoció los términos de la confesión, confinó de por vida al pobre fraile aislado del mundo en una mazmorra del castillo de Peñíscola. ¡Como si la culpa fuera suya! El documento, que se salvó milagrosamente de las zarpas del Rey Felón, quedó custodiado por el Notario Mayor del Reino.

—¡Dios del cielo! —Amigo mío, lo que oyes. Yo, ese documento lo he podido consultar en el Mi­nisterio de Gracia y Justicia, donde hoy día sigue archivado, porque tengo allí a un íntimo amigo que es funcionario, y, si no lo he copiado letra por letra, es porque, en el fondo, tengo cierto respeto por los difuntos. Pero escucha cómo termina la terri­ble historia; desheredó a su marido y a todos sus hijos y designó como su heredero universal a don Manuel Godoy.

Madrid, primavera de 1912. Mocitas casaderas.

Cuando Amadeo Núñez cumplió seis años, la vida en su casa había experimen­tado algunos cambios substanciales. Elvira, su hermana mayor, acababa de forma­lizar su compromiso de matrimonio con don Simeón de Ávila, un judío sefardí nacido en Esmirna, que, rozando la treintena, disponía de una asombrosa fortuna gracias a sus negocios en Francia. Instalado en París años atrás, había abierto una serie de corseterías con el sugesti­vo nombre de La Sirène. Su acierto fue ir colocando las tiendas en las cercanías de los

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Grandes Almacenes que, desde mediados del siglo anterior, proliferaban atrayendo cada día a miles de mujeres deseosas de dejarse arrastrar por los caprichos de la moda y el placer del consumo. En sus establecimientos, Simeón había cuidado hasta los mínimos detalles, y al exquisito trato de las empleadas se sumaba una decoración delicada y un surtido inverosímil. Ambicioso como era, decidió probar fortuna en Madrid. Abrió un local en la céntrica calle de la Montera y aquella lujosa tienda en seguida se transformó en un establecimiento de referencia para las damas pudientes, hasta el punto de que, aunque, por razones obvias, nunca pudo coronar la puerta de entrada con el tan deseado cartel de Proveedor de la Real Casa, pronto circuló por los Madriles el rumor de que la propia reina Victoria Eugenia gustaba de seleccionar su vestuario más privado del muestrario que él mismo le hacía llegar regularmente a Palacio. Las malas lenguas, que nunca faltaban, añadían que también el monarca se servía, en ocasiones, de algunas prendas de tan reputado establecimiento. Agazapadas entre ellas, depositaba las valiosas joyas con las que tenía por costumbre obsequiar a las damas con las que congeniaba. Así sazonaba con un toque picaresco y juguetón sus costosos presentes. La prosperidad del negocio dio pie a que, en menos de un año, Simeón proyectase abrir sucursal en la calle de la Palma. Todavía estaba muy reciente en la memoria el matrimonio de Anita Delgado con el marajá de Kapurthala y, si bien el novio de Elvirita hablaba un español excelente, aunque con abundantes arcaísmos que suscitaban la indulgente sonrisa, al fin y al cabo era extranjero, y como era tan rico, los hermanos de la chica no paraban de embromarla llamándola maharaní. Sin embargo, la solvencia de don Simeón y el poco apego que aparentaba por la fe de sus mayores desvanecieron pronto los prejuicios iniciales de la familia Núñez, que veía con complacencia cómo el maduro pretendiente estaba dispuesto a some­terse a los rituales religiosos que tuvieran por conveniente los padres de la novia y, para celebrar sus esponsales, no pensaba escatimar gastos ni fastos. Doña Elvira, madre de la contrayente, con la ayuda de su amiga Margarita, revi­saba el creciente ajuar. Recontaban las mantelerías de diario y las de hilo, bordadas. Apilaban las piezas de lienzo con las que la futura pareja dispondría de sábanas de Holanda para toda la eternidad y ordenaban las docenas de juegos de toallas, ador­nadas con las iniciales. Todo bien planchado y envuelto en papel de seda. Cuando descubrieron que ya habían llenado seis baúles, se dieron por satisfechas y pasaron a ocuparse de ropajes, adornos y ceremonias. Les daban las horas muertas repasando la lista de invitados y preguntándose si sería conveniente celebrar la fiesta formal de petición de mano en el mismo hotel que el banquete nupcial.

***

Casimiro estaba un poco harto de tanto preparativo y tanto desbarajuste de su ritmo de vida. Pensaba que su esposa, la mayor parte de las tardes, se sacaba de la manga alguna milonga que, por una razón o por otra, acababa haciéndole perder el tiempo. Las pruebas en la sastrería, los encargos al camisero, esa visita inexcusable para hacer entrega en mano de las invitaciones...