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HIENAS Y LOBAS Olga Lucía Montoya

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HIENAS Y LOBAS

Olga Lucía Montoya

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Título: Hienas y lobas

Autor: © Olga Lucía Montoya

ISBN: 978-84-8454-817-1Depósito legal: A-26-2010

Edita:Editorial Club Universitario Telf. : 965 67 61 33C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)www. ecu. fm

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma Telf. : 965 67 19 87C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)www. gamma. fmgamma@gamma. fm

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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PRÓLOGO

Rusia, año 1792.En un pequeño poblado cerca de Moscú tenía lugar

un misterioso y extraño hecho narrado por los propios campesinos nativos del lugar. Se decía que una terrible maldición perseguía desde tiempos antiguos a todas las mujeres del pueblo, naciendo así la leyenda de las hienas y las lobas. Pero ¿quiénes eran las hienas y quiénes eran las lobas? Una pregunta esta que el pueblo entero se hacía día tras día ¿Extrañas criaturas que vivían en el bosque ocultas a los ojos humanos? ¿O quizás las mismas condenadas por la extraña maldición?

Natacha, una bella y grácil jovencita, con la ayuda de Anastasia, su mejor amiga, tendrán que tratar de saber toda la verdad sobre la terrible y misteriosa maldición que acecha día tras día a las mujeres del pueblo, teniendo que enfrentarse a las órdenes del gobernador y al poder de la baronesa de Varsovia.

¿Acaso el gobernador conoce bien el secreto de la extraña maldición?

Solo ellas dos, elegidas por las vírgenes del templo sagrado, podrán descubrir la verdad sobre la mística leyenda y destruir la maldición, para así salvar a las mujeres de su pueblo y acabar con la maldad y el poder de la perversa y despiadada baronesa de Varsovia. Un amor imposible; un misterio sin resolver; muchos secretos, y dos verduleras pobres y humildes convertidas en dos poderosas guerreras que lograrán, con su lucha y poder, destruir la maldición de sus mujeres, terminar con la maldad de su peor enemiga y conquistar el corazón de los hombres que tanto aman. ¿Llegarán la paz y el amor a la gente del pueblo?

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Esa madrugada de caluroso verano varias mujeres se encuentran en la orilla del río, dando alaridos y apretando sus vientres, esperando el dichoso momento de dar a luz y terminar así de una vez con su tortura y dolor, en cuestión de minutos. Los niños nacen y su agudo llanto se escucha a través del espeso y oscuro bosque; sus madres, seis robustas y pequeñas mujeres, se incorporan rápidamente, sin importarles el dolor sufrido por el parto, y se marchan corriendo del lugar dejando abandonados a los seis pequeños que acaban de nacer. A la mañana siguiente, el gobernador, seguido de varios de sus guardias personales, busca entre la espesa maleza a los pequeños, pero no hay ni rastro de ninguno de ellos. El alto hombre, furioso, se rasca la cabeza y camina nervioso de un lado a otro sin decir nada, mientras que sus hombres lo miran silenciosos sin dejar de sentir cierto temor y una gran desconfianza. Un pequeño y delgado hombrecillo se acerca al gobernador y sonríe burlón para comentar entre dientes algo que molesta mucho al alto y fuerte gobernador, quien monta en su blanco caballo y se aleja rápidamente a todo galope.

—¿Qué diablos le has dicho al señor Andrey?, ¿acaso sigues buscando más problemas?

—¡Las lobas, las lobas del bosque se los han comido y yo sé que vendrán a por más niños todo el verano! —los guardias no dicen nada y miran burlones al pequeño hombrecillo mientras este sigue diciendo lo mismo—. En la primavera y el verano las lobas comen los hijos de las hienas, es la maldición que nunca se acabará, y jamás tendremos una nueva generación entre nosotros.

Los guardias se marchan sin prestar mucha atención a las raras y extrañas palabras del pequeño y calvo hombrecillo, que los sigue corriendo mientras grita aún más fuerte y les tira cada piedra que encuentra en el pantanoso camino.

—Aunque sea el más tonto del pueblo, yo sé lo que digo, y el gobernador jamás podrá hacer nada por nuestras

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mujeres. ¡Todas son unas malditas hienas y dejan sus hijos a merced del hambre de las bestias del bosque! ¡Escúchenme, por favor! ¡Necesitamos su ayuda!

Cansado y agobiado, el pequeño hombrecillo se sienta en medio del camino a tomar aire, viendo a los guardias del gobernador irse sin hacer caso de sus palabras; molesto y pensativo se levanta del sucio y húmedo suelo y camina rápidamente hacia el pueblo donde la gente, a estas horas de la mañana, pone sus carros en la plaza para vender sus verduras y frutas frescas, que han recogido del campo durante toda la madrugada. Al llegar el pequeño hombrecillo, varias personas lo saludan con cariño, mientras que otras lo miran con asco y rabia. La pobreza es la reina de esta gente humilde y trabajadora, son pocas las casas que aún se ven un poco bien; sus calles, llenas de lodo y estrechas, no dan cabida para muchas personas, que se empujan las unas a las otras para coger la verdura y la fruta más fresca de la mañana. Mujeres verduleras con sus largos y sucios vestidos y sus despeinados cabellos se pelean entre ellas tratando de escoger los mejores clientes.

Una gruesa y fiera rubia se agarra por los cabellos con otra más pequeña y ambas ruedan por el sucio suelo sin importarles lo que los demás digan; se golpean hasta el cansancio y nadie hace nada por separarlas. Al terminar la trifulca, moreteadas y enlodadas, siguen vendiendo sus verduras mirándose con odio profundo, pero sin decirse más nada. La alta rubia llega hasta el carro de dos hermosas jovencitas y les cuenta el porqué de la pelea y ellas dos ríen tratando de limpiar el lodo que tiene la mujer en el rostro; la más alta y esbelta pregunta curiosa y enfadada:

—¿Qué sucede, Piola, acaso esa mojigata te quiere quitar de nuevo el puesto en la plaza?

—Sí, Natacha, es el tema de siempre y ya estoy muy cansada de todo esto. ¿Hasta cuándo vamos a vivir así?, me puedo preguntar una y mil veces, pero la respuesta nunca me llega a tiempo.

—Debemos tener un poco de paciencia, Piola, un día vendrán tiempos mejores para todos nosotros y la vida nos podrá cambiar —Piola no responde nada y se marcha rumbo a su carro, dejando a la bella Natacha silenciosa y pensativa; a su lado la otra bella joven la mira burlona, mientras dice con tono serio y agresivo.

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—¿Por qué siempre eres igual, Natacha? Siempre ilu-sionando a Piola con una vida mejor. ¡Si ni siquiera la tienes tú!

—¡Cállate, Anastasia, y no me digas más nada; ahora te lo pido por favor!

—Está bien, soy una tumba, pero no me gusta lo que haces a la pobre Piola, ¡es nuestra amiga! —los grises ojos de Natacha se llenan de lágrimas y abraza a su mejor amiga desconsolada y tristemente; Anastasia, un poco más pequeña de estatura, la acaricia con ternura mientras que sus ojos color miel se humedecen también por el llanto, pero llega en ese momento un pequeño hombrecillo cargado de historias y fantasías que les hace reír un poco y olvidar sus penurias en cuestión de segundos; es el mismo que discutiera con los guardias del gobernador momentos antes de llegar al pueblo. Descalzo, con la ropa sucia y rota, saluda a las dos bellas jóvenes que lo miran contentas y sonrientes.

—Flores de primavera, ¿cómo están ustedes dos, mis dos hermosas mujeres? ¡Diosas del amor y dueñas de mi vida!

—¿Iger, dónde estabas, que hace tiempo que no venías por aquí a saludarnos? —pregunta Natacha sonriente mientras peina sus largos y rizados cabellos castaño claro.

Coqueto y enamorado de su belleza, el pequeño Iger sonríe pícaro mientras se arrodilla ante ella y le besa los descalzos y enlodados pies; Anastasia ríe divertida y Natacha mira molesta al pequeño y travieso Iger.

—¿¡Pero qué haces, pedazo de tonto!? ¡Levántate de ahí y deja de lamerme los pies como un idiota! Necesito saber qué sucedió hoy en el río y cuántos niños fueron abandonados por sus madres al nacer.

—Seis niños, tres estaban muertos cuando sus madres los abandonaron allí, y el gobernador, como siempre, no dijo nada y se fue con sus hombres, como si no le importara lo que sucede todos los días en la madrugada.

—Esto tiene que acabar de una buena vez, Iger, debes saber quiénes fueron las mujeres que abandonaron a sus hijos; esta vez necesito saberlo hoy mismo y tú me vas a ayudar.

—¡Pero, Natacha, Iger no puede saberlo! Son todas las mujeres que hacen lo mismo día a día.

—¡Cállate, Anastasia, Iger es muy astuto y sabe muy bien cómo hacer sus cosas! —asustado, Iger se rasca la calva y ríe nervioso comiendo una naranja.

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Natacha mueve las verduras de un lado a otro furiosa y pensativa, Anastasia no dice nada y se enrosca el largo y rubio cabello en una moña alta y la ata con una cinta roja. Muy pensativo, Iger se despide y se marcha calle abajo con su viejo sombrero en la mano, despacio y cansado. A lo lejos mira el castillo, grande y muy bello, donde habita la culpable de todas las penurias de la gente del pueblo, la baronesa de Varsovia, y sus dos respetados hijos, quienes, sentados en el inmenso salón, hablan con su madre y beben su humeante y sabroso té de verano. Ambos son muy guapos, altos, fuertes y de tez color canela, ojos verdes y muy serios a la hora de tomar la palabra; sus negros cabellos brillan bajo los bonitos y elegantes sombreros, impecables sus vestimentas y sus zapatos, tan caros como finos: se notan la riqueza y el poderío en la elegante y sofisticada estancia.

La baronesa, igual de fina y elegante, luce joyas de incalculable valor en sus manos y cuello, aparte de sus hermosos y finos pendientes, su vestido largo y de terciopelo, que hace muy buen juego con sus altos y hermosos zapatos. Es una mujer aún muy joven, de ojos verdes, tez blanca y cabello negro, su mirada es dura y fría y de sus delgados labios brota una mueca en forma de sonrisa, con movimientos delicados y firmes. Fuma un cigarro de habano metido en una diminuta pipa de oro puro, mira a sus dos hijos orgullosa y muy seria mientras uno de ellos dice en voz baja:

—Ha sucedido otra vez, madre, seis niños desaparecidos y nadie sabe quiénes son sus madres. El pueblo se está quedando sin gente joven, no tenemos una nueva generación desde hace años.

—Eso a nosotros no nos importa, mi amado Drago. Tu hermano y tú tendréis vuestros hijos lejos de este maldito pueblo y su maldición. Os casaréis con las hijas de la marquesa de Aragón y os iréis a vivir a Moscú, como la gente normal. Aquí no hay futuro para nadie y menos para vosotros dos.

Los dos jóvenes guardan respetable silencio ante las palabras de su madre; ella es la autoridad allí y en toda la población, y nadie jamás podría llevarle la contraria, menos sus hijos, es una mujer muy poderosa, dura, fría y calculadora.

El menor de sus dos hijos, de nombre Drago, la mira pensativo y se levanta de su cómodo asiento, mientras que

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el otro joven continúa allí sentado sin decir nada ni dar opinión alguna, muy serio y preocupado. Drago pregunta a su madre varias cosas a las que ella no responde y guarda absoluto silencio.

—¿Por qué nos quieres casar con las hijas de la marquesa? ¡A mí no me interesan para nada ninguna de las dos!

—Vete, hijo, después te diré por qué. Mijan, ¿tú no dices nada hijo mío?

—No, madre, Drago acaba de hablar por los dos y pienso igual que él sobre las hijas de tu amiga la marquesa de Aragón. Prefiero quedarme aquí soltero hasta que yo mismo pueda elegir la mujer que será mi esposa.

—¡Mijan! ¡No voy a permitir que desobedezcas cada una de mis órdenes y deseos! Tú y Drago tendréis que casaros con las hijas de la marquesa de Aragón ¡porque yo así lo mando y lo deseo! Y ni una sola palabra más en mi contra, soy vuestra madre y tenéis que obedecerme. ¡En todo lo que yo diga y quiera!

Los dos jóvenes guardan silencio y la baronesa los fulmina con sus verdes ojos mientras les señala la puerta con un frío y furioso ademán. Ellos se marchan, tímidos y callados, en tanto que ella queda pensativa y molesta. Ambos hablan de la extraña decisión de su madre, y uno a otro se miran preocupados y enojados al sentirse aún manipulados por la gran autoridad de su madre. Mijan, el mayor, sonríe con amargura mientras dice con voz pausada y tranquila a Drago, su hermano menor:

—Tranquilo, Drago, que nuestra madre es fiera a veces, pero sabemos muy bien como manejar sus caprichos y pataletas de mujer mayor.

—¿Qué sabes tú, Mijan, de las cosas que trae nuestra madre en su cabezota? A veces pienso que la viudez la trae loca y un poco amargada.

—¡Locos y amargados estamos nosotros dos por tener que soportar sus berrinches y sus caprichos!, Drago, yo no pienso casarme con una de las hijas de la marquesa de Aragón, quiero vivir mi propia vida y mi madre no me va a convencer de nada.

—¡Somos mayores para seguir sus órdenes como si fuéramos aún unos niños! Tú, Mijan, eres mayor que yo, por lo tanto búscate la vida a tu manera y no pienses más en las locuras de nuestra madre.

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—Yo me voy a buscar a las malas madres que abandonan a sus hijos a la orilla del río. ¡Y te juro que si las encuentro las mando decapitar sin piedad alguna!

Mijan guarda silencio y Drago se aleja rumbo al pueblo seguido de varios hombres que lo custodian y lo cuidan de la gente que tanto los odia. Esa misma mañana varias casas del poblado son registradas por Drago y sus hombres, donde logran encontrar a dos de las mujeres que dejaron a sus hijos en la orilla del río. El pueblo se vuelve un caos y la gente grita y llora amontonada en la plaza mayor, viendo como las dos mujeres son decapitadas tal como lo dijera Drago. Natacha y Anastasia llegan hasta allí y se meten por medio de la bulliciosa multitud, llegando hasta donde las dos infelices han sido sacrificadas; se tapan los ojos con las dos manos para no ver tanto horror, pero el recuerdo de las dos cabezas cortadas de cuajo no se borra de sus mentes.

Drago, feliz y sonriente, los mira a todos desde lo alto de la tarima de madera, donde el verdugo se encuentra aún con las cabezas cortadas y metidas en una bolsa de tela negra, mientras la sangre sale por debajo de la delgada tela haciendo ver la macabra acción como el peor de los crímenes. Anastasia no puede apartar su mirada del rostro de Drago, el cual la observa curioso y muy contento, mientras dice en voz alta a todos los presentes:

—¡Así pagarán todas las mujeres que vuelvan a dejar sus hijos abandonados en la orilla del río! ¡Queremos una nueva generación porque el pueblo la necesita, y no vamos a permitir más esta injusticia con los niños recién nacidos! Las lobas del bosque morirán de hambre y jamás se atreverán a volver cuando ya no tengan más que comer. Yo, Drago de Milenko, juro y prometo acabar con la maldición que lleva al pueblo hundido en la desgracia y la desdicha.

La gente no dice nada, pues todos temen demasiado al sanguinario Drago y saben muy bien que es un hombre despiadado y sin sentimientos a la hora de castigar a alguien. Poco después, Drago se marcha de la plaza mayor seguido de sus hombres y con sus dos trofeos a cuestas; todos lo miran con temor y respeto, dando paso a su caballo y con sus cabezas muy bajas, sin atreverse a mirarlo a los ojos. Natacha llora de ira contenida y Anastasia permanece muda y estática, como si la hubieran clavado en el suelo, sus ojos no pueden dejar de mirar la corpulenta y orgullosa silueta de Drago.

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Cuando todo termina cada quien se va a sus cosas tratando de olvidar lo sucedido.

Natacha y Anastasia llegan a su casucha de madera con tejado de paja y entran desoladas y angustiadas. Cada una tiene un viejo colchón tirado en el suelo y allí es donde duermen ambas, pues no tienen más nada, su miseria y pobreza es dura y absoluta. En la desvencijada cocina dos platos y dos tazas para comer y una cuerda donde cuelgan sus viejos y remendados vestidos.

Natacha rompe el frío silencio con una mueca de amargura en sus finos y delicados labios.

—¡Esto tiene que acabar un día! A diario muere gente decapitada, quemada y ahorcada, la prisión está llena de gente inocente. ¿Por qué no se muere esa maldita víbora de una buena vez? Para colmo, su hijo haciendo justicia por su propia mano cada vez que quiere. ¿¡Has-ta cuándo vamos a soportar la rabia y el odio de esa mujer!?

—Cálmate, amiga, nosotras dos nada podemos hacer para impedir la injusticia que hay en este pueblo. ¡La baronesa de Varsovia y sus dos hijos son los dueños de todo y ellos son los que mandan en nuestras vidas! Na-tacha, nosotras también fuimos abandonadas por nues-tras madres y creo que esas dos infelices merecían el castigo que les dio el hijo de la baronesa, no se puede dejar a un niño por ahí tirado como si fuera un animal. Además, es nuestra desgracia y nuestra maldición y eso nunca terminará; por más que todas nosotras luche-mos, estamos malditas y eso jamás podrá cambiar.

—¡Cállate, Anastasia! Yo no creo en tal maldición, es una patraña que han inventado los estúpidos del pueblo para atemorizarnos y manipularnos a su antojo, ¿por qué la baronesa tuvo a sus dos hijos y nada le sucedió? Y nosostras dos nacimos aquí y nada nos ha pasado hasta el momento. ¡No existe tal maldición y te lo pienso demostrar un día! Hay algo muy raro y muy extraño en todo esto. ¡Yo quiero descubrir qué secretos oculta la baronesa de Varsovia, y es ella la única que sabe toda la verdad acerca de la estúpida maldición de las mujeres del pueblo! Anastasia, debemos descubrir toda la verdad y acabar con esta pesadilla de una maldita vez, vamos a ir hasta el templo de las vírgenes sagradas y allí podre-mos descubrir muchas mentiras y muchas verdades.

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—¿Estás loca, Natacha? Las vírgenes sagradas ja-más nos permitirán entrar a su templo, no somos parte de ellas y menos de su religión. ¡Nos matarán si nos ven rondando por allí! Mejor déjate de locuras y ven a dormir —Natacha mira a su amiga de reojo y sonríe pícara mien-tras se acuesta junto a ella pensativa y silenciosa.

Esa madrugada los guardias del gobernador llevan malas noticias a este y, furioso, va hasta la orilla del río, donde encuentra a dos mujeres muertas a causa del difícil parto, aunque los recién nacidos han desaparecido. Más abajo tres comadronas luchan por salvar la vida a otras cuatro mujeres sin poder conseguirlo; al igual que ellas, sus hijos mueren de mala manera y la sangre tiñe de rojo el tranquilo cauce del río. Desesperado, el gobernador las detiene, pero las comadronas lloran alegando que no ha sido su culpa; las lleva a la prisión y luego se va en busca de Drago para contarle todo lo sucedido. El joven, al verlo, ríe contento y lo saluda con un cariñoso abrazo, pero el gobernador lo mira serio y muy preocupado.

—¿Qué sucede, amigo mío? ¿Sucede algo que yo no sepa aún?

—Señor barón, ha vuelto a pasar lo que tanto temíamos todos esta madrugada…

—No puede ser, ¿acaso estas malditas mujeres no quieren hacer caso por nada del mundo? —Drago se contrae por la ira mientras que el noble y tímido gobernador guarda silencio.

—¿Y usted qué ha hecho al respecto, Kaikili? ¿¡No las habrá dejado escapar como hace siempre!?

—¡No, señor barón! Todas están muertas a causa del parto, pero los niños han desaparecido sin dejar rastro.

—¡Me lleva el diantre! ¿Hasta cuándo vamos a luchar con esas zorras del bosque? Hemos perdido noches enteras tras ellas y nunca las hemos podido capturar, ¿dónde se podrán esconder las muy malditas?

—Señor barón, tenemos detenidas a las comadronas que les ayudan siempre a cometer sus delitos. ¿Qué hacemos con ellas?

—¡Matadlas hoy mismo! No tendré piedad con ninguna de ellas porque será la única manera de acabar con todo esto. Vamos a la prisión, quiero hablar con esas mujeres y si no me dicen quiénes son las locas mata-hijos, yo mismo las quemaré en la plaza mayor esta misma noche.

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Ambos hombres se van rumbo a la prisión, acompañados de sus guardias, mientras Mijan desde su ventana observa todo en silencio y muy pensativo, y poco después baja hasta el amplio comedor a desayunar con su madre, que luce radiante y muy sonriente esa bella mañana de verano. Mijan, al verla así, se sorprende un poco y la saluda con un beso en la frente, mientras que ella lo abraza muy mimosa y coqueta.

—Buenos días, hijo mío. ¿Y tu hermano Drago? ¿Dónde está él?

—Salió muy temprano madre, se fue con el gobernador al pueblo. Parece que tienen problemas con las mujeres que abandonan a sus hijos recién nacidos.

—¿Qué tontería dices, Mijan? Ellas no abandonan a sus hijos al nacer, las lobas del bosque se los quitan para luego devorarlos. ¡Y eso lo sabemos todos! No es un secreto que las mujeres del pueblo están malditas, jamás se podrán librar de su terrible y cruel maldición.

Mijan mira preocupado a su madre y la frialdad con que toma las cosas, los líos del pueblo y su gente. No puede creer que aquella dura y fría mujer pueda ser su madre y esto le pone muchas veces en duda, pero nunca dice nada por temor a la calculadora mujer. Desayuna un poco asustado y nervioso ante la pícara mirada de la baronesa, que lo anima a salir con ella esa mañana al pueblo para ir de compras, pues les tiene una noticia a los dos jóvenes que Mijan toma como un cubo de agua helada en su cabeza.

—Esta noche vendrá la marquesa con sus hijas a cenar con nosotros, espero que tú y Drago sepáis recibirlas con cariño y como dos caballeros. Después de la cena, os iréis los dos a dar un paseo con ellas al jardín. ¡Míralo! Está divino esta mañana, lo he puesto muy hermoso para vostros cuatro, ya deseo que os caséis pronto y os vayáis a vivir a Moscú ¡Porque estoy loca por tener unos cuantos nietos!

—Madre, por favor, no digas locuras. Drago y yo no nos vamos a casar aún, y olvídate de ese compromiso, ¡que jamás lo vamos a aceptar!

—¿¡Qué estás diciendo, insensato!? ¡Tendrás que casarte con una de las hijas de la marquesa, eso lo puedes dar por hecho! Y no quiero discutir más contigo, ¡vete fuera de mi vista por hoy!

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Sin decir más nada y molesto, el joven sale del comedor con un nudo en la garganta, bajo la dura mirada de su madre, que tira la taza del café al suelo furiosa y nerviosa. Entre dientes, murmura algunas palabras que Mijan no alcanza a escuchar, pero que ella conoce muy bien.

—¡Maldito bastardo! Jamás te podrás rebelar contra mí. Aunque el estúpido de tu padre viviera, yo siempre sería la dueña de vuestras vidas; la marquesa y sus dos hijas tendrán que formar parte de esta familia, así sea lo último que haga en mi vida. Vamos a ver qué dice Drago al respecto; esta noche decidiré el futuro de los dos y el mío propio, la estúpida marquesa no sabe lo que le espera conmigo.

La baronesa ríe burlona mientras se asoma por una de las ventanas al precioso y grande jardín, todo se ve muy tranquilo y muy organizado, pues los criados saben de antemano lo exigente que es la calculadora mujer.

Sin saber nada aún, Drago llega a la prisión y entra rápidamente, dirigiéndose hacia los calabozos donde están detenidas las comadronas y las hace llevar a la pequeña sala de las torturas. Un gigantesco potro de madera las espera allí y son atadas de pies y manos; ante los gritos y súplicas de ellas, los dos guardias empiezan con la tortura y las pobres infelices sienten que todos sus huesos se rompen con cada tirón del macabro potro de torturas. A su lado, Drago las interroga, pero ellas no dicen nada, ya que el dolor no les permite hablar. Furioso, el joven las golpea en la cara y ellas lo miran llenas de odio y pavor.

—Decidme, ¿quiénes son las mujeres que tienen sus hijos a la orilla del río y después los dejan abandonados?

—¡Ay, nosotras no sabemos nada! ¡Ay, ya basta! ¡Tened piedad de nosotras, por Dios, señor barón!

—Os puedo soltar si me decís toda la verdad ahora mismo, no vais a morir por cuidar los secretos de las demás, solo tenéis que hablar y os dejaré libres hoy mismo.

—¡No sabemos quiénes son, señor barón! ¡Ay, piedad, me muero! ¡Ay, piedad! ¡Basta, por favor!

—¡Muy bien, no quieren hablar! Moriréis por una causa justa hoy mismo en la plaza del pueblo, seréis quemadas delante de los demás; así, poco a poco, iré terminando con esa maldita plaga de asesinas de niños.

—¡No, señor barón! ¡No me mate, por piedad! Le diré el nombre de algunas mujeres que tienen sus hijos en el río. ¡Pero no me mate!

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Contento y satisfecho, Drago se acerca a la mujer y la mira directo a los ojos, mientras que ella aterrada empieza a pronunciar varios nombres. Al terminar, Drago las devuelve a sus celdas y da la orden para que sean sacrificadas esa misma noche en la plaza mayor. Luego se marcha con sus hombres hacia el pueblo y al llegar dice a sus guardias que entren a todas las casuchas en busca de las mujeres mata-hijos.

Esa tarde son detenidas varias mujeres, algunas inocentes y otras culpables. Natacha y Anastasia, al escuchar el galopar de los caballos, salen de su casucha y miran aterradas la espeluznante escena. Atadas a los caballos y arrastradas sin misericordia alguna, Drago y sus hombres llevan detenidas a las mujeres que lloran y suplican por sus vidas, sin ser escuchadas por el sanguinario Drago de Varsovia. Piola, que se encontraba en la casucha de una amiga en aquellos instantes, también fue detenida junto con su amiga y, al verla marchar con el grupo de mujeres detenidas, Natacha y Anastasia se vuelven locas de terror y rabia. Van tras ellas tratando de ser escuchadas por Drago, pero el joven da una fuerte patada a Natacha desde lo alto de su caballo y ella cae de bruces al pantanoso suelo, ante la furiosa mirada de Anastasia, que no dice nada y tomando una roca la arroja a la cabeza de Drago, tirando su sombrero al lodo. El joven la mira y al bajar de su caballo, la toma por los cabellos y la ata al animal, para luego salir a todo galope mientras Anastasia, indefensa, cae al suelo siendo arrastrada por el precioso animal de Drago. Natacha va tras ellos corriendo y gritando, pero nada puede hacer por su amiga.

Anastasia va a prisión junto con las demás mujeres, acusada de atacar al señor barón de Varsovia. Natacha llora desconsolada y regresa a su casucha desesperada, sin saber qué hacer para sacar a su amiga de la horrible prisión, pues sabe muy bien las torturas que allí se hacen y teme por la vida de su mejor amiga.

—¿Y ahora qué puedo hacer para sacar a mi loca de allí? ¡Señor, ayúdame por favor! ¡No puedo dejar a mi Anastasia en la prisión! Tengo que hacer algo y pronto, antes de que la maten. Tal vez Iger me pueda ayudar, él conoce muy bien la prisión por dentro, ¡iré a buscarlo ahora mismo y ojalá que lo pueda encontrar en la orilla del río!

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Desesperada, Natacha va en busca del pequeño y travieso Iger, con la esperanza de que él pueda ayudarla a sacar a su amiga de la prisión. Corre como una loca por las estrechas callejuelas hasta llegar al río y llama repetidas veces a Iger, pero nadie le responde. Se tira de bruces a llorar desconsolada y en ese momento aparece el gobernador con sus hombres, que la mira interrogante y curioso. Natacha se pone de pie y se cruza en su camino desafiante y llena de ira; el bajo y robusto hombre le pregunta lleno de curiosidad algunas cosas y ella apenas si le responde entre dientes.

—¿Qué te sucede, Natacha? ¿Por qué estás tirada en el suelo y llorando de tal manera?

—¡Porque me da la regalada gana! ¿Acaso no sabe que el barón de Varsovia se ha llevado a mi amiga Anastasia a prisión sin ella hacer nada de malo?

—¡Eso no puede ser! Drago jamás haría algo así, es un hombre justo y paciente, y usted lo sabe muy bien.

—¿Justo y paciente? No me haga reír, señor gobernador. Ella lo único que hizo fue suplicarle que no se llevara a Piola, nuestra madrina, y el muy infeliz la pateó tirándola al suelo. Claro, Anastasia tiene su mal carácter y le arrojó una piedra a la cabeza; con suerte solo le tiró el sombrero al lodo y este fue todo su delito para que él se la llevara arrastrando como un animal a la prisión.

El gobernador guarda silencio por un instante, y luego baja de su caballo dirigiéndose hasta ella serio y nervioso, Natacha llora y patea en el suelo con sus pies descalzos, llena de rabia y de resentimiento. Kaikili la mira comprensivo mientras trata de calmarla, pero ella se resiste a sus cariños, furiosa y llorosa.

—Por favor, Natacha. Ya no llores más. Anastasia saldrá libre en unos días. Drago lo único que hizo fue castigarla por la osadía de enfrentarse a él, te prometo que hablaré con él hoy mismo y Anastasia saldrá libre mañana, ella no le debe nada a él y menos a su madre.

—¡Cállese, señor gobernador! Ella tendrá que salir de allí, yo misma la pienso sacar de esa maldita ratonera. ¡El barón jamás le hará caso a usted y yo sé que la piensa matar, al igual que a las demás mujeres! ¡Es un maldito asesino y no tendrá piedad con ella!

Kaikili no dice nada y sonríe ante las palabras de valentía de la joven, ya que él sabe muy bien que lo que

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dice Natacha es cierto. Poco después se marchan y ella los sigue a prudente distancia, pensativa y confundida. El gobernador la mira de lejos y comprende su dolor, ya que conoce muy bien a las dos jóvenes y sabe que se han criado muy unidas, como dos hermanas inseparables.

En la prisión, Anastasia se aferra a los barrotes de su celda asustada y nerviosa. Drago se ha marchado ya, dejando todo previsto para el sacrificio de esa noche, y Anastasia teme por su vida y por las vidas de las otras mujeres, que lloran encogidas a su espalda, aterradas y mudas por el pánico. Piola se acerca a ella cariñosa y la riñe con suavidad por la locura que hizo al desafiar a Drago tirándole una roca a la cabeza. Anastasia ríe tímida y preocupada, abrazando a Piola, que llora desconsoladamente.

—Cálmate, madrina, con llorar no vamos a solucionar nada, tenemos que tratar de salir de aquí. ¡Sanas y salvas!

—¡Sanas y salvas! ¡Por Dios, hija mía! ¿¡Acaso no escuchaste la orden que dio el maldito del barón para esta noche!? ¡Vamos a morir en la hoguera y nadie nos podrá salvar la vida!

—Yo estoy segura de que Natacha hará algo para sacarnos de aquí antes de que eso pueda pasar. No somos culpables de nada y Drago lo sabe muy bien.

—¡Dios te oiga, hija mía! No me puedo morir aún y dejar a mi Natacha por ahí, tirada y sola. Cuánto dolor y cuánta injusticia se hace cada día que pasa con todos nosotros. ¿Hasta cuándo tendremos que vivir con este calvario a cuestas? Y todo por culpa de la maldita baronesa de Varsovia, desde que murió el barón todo cambió para nosotros, muchos pensamos que esa víbora lo mató para quedarse con todo su poder y toda su fortuna ¡Hasta se dice que esos dos jovencitos no son hijos de ella!

—¡Cállate, madrina, que nos pueden oír y cortarnos la lengua por hablar mal de esa mujer y sus hijos! Mejor vámonos a descansar un poco, porque creo que nos van a faltar pies para correr cuando Natacha venga a por nosotras, duerme y no llores más, por favor.

Abrazadas la una a la otra, se meten en un rincón y fingen dormir sin poder conseguirlo, pues el miedo y el terror se apoderan de las dos en el hermoso castillo.

La baronesa recibe la visita de la marquesa y sus dos hermosas hijas sonriente y muy feliz. Todo está preparado para la cena de esa noche y Mijan, a lo lejos, desde el

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amplio y hermoso jardín, las ve llegar pasando de todo, indiferente y muy tranquila la marquesa. Una mujer baja, gorda y aún muy joven besa a su amiga la baronesa en la mejilla, con una amplia sonrisa en sus delgados labios; sus negros ojos brillan emocionados de placer al ver el gusto con que el castillo está decorado. Sus dos hijas no dicen nada y miran hacia el jardín, curiosas al ver pasar a Mijan, que las saluda a lo lejos con la mano. Son muy lindas las dos jovencitas, altas, delgadas y con unos pícaros ojos de color café, que bailan de alegría al mirar el guapo y elegante joven que les sonríe amable a lo lejos. Se arreglan sus castaños cabellos, peinados en una alta y gruesa trenza que las hace ver como dos inocentes niñas de campo; su atuendo es muy exquisito y elegante, llevan varias joyas en cuello, brazos y manos. Al igual que su madre son muy finas y delicadas las dos. Sin pensarlo dos veces, la baronesa, atenta y muy amable, las manda a sentar en cómodos asientos rodeados de cojines florones y blandos, hablan de todo un poco y ríen muy divertidas y contentas; luego toman el té de la tarde juntas, sentadas en el jardín y es la marquesa la primera que suelta la pregunta indiscretamente, dejando a la baronesa muda de asombro por unos momentos.

—Antonina… ¿Qué hay de cierto en lo que se rumorea por todo el pueblo? Dicen que Drago es un asesino, un sanguinario despiadado y la gente le teme y lo odia por eso.

—¡Por favor, Dolores! No creas en todo lo que escuchas por ahí, la gente del pueblo es falsa y chismosa, además, nos odian por ser los dueños del pueblo y controlar sus vidas, es lógico, somos la única autoridad aquí y tenemos que hacerlo.

—No lo sé, Antonina, pero se escuchan muchos rumores con respecto a todos vosotros y me da miedo por la vida de mis hijas, dicen que los plebeyos un día saldrán del bosque y matarán a todos los ricos del pueblo.

—¡Por Dios, Dolores! No pareces española, amiga mía, los tales plebeyos jamás han existido en este lugar. Eso de las lobas es cierto, porque ellas sí habitan en el bosque y roban los hijos de las mujeres del pueblo, pero es una maldición que todos conocemos desde hace muchos años.

La marquesa guarda profundo silencio ante la dura

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y calculadora mirada de la baronesa, que sonríe fríamente. Las dos chiquillas ponen mucha atención a las palabras de ambas mujeres y se persignan asustadas y temerosas mientras una de ellas dice con voz tímida y pausada, dirigiéndose a la baronesa respetuosamente.

—Baronesa, ¿acaso a nosotras dos nos puede caer esa maldición?

—¡Claro que no, niñas mías! Vosotras, cuando os caséis, os iréis a vivir a Moscú. ¡Aquí no os podéis quedar por nada del mundo! Imelda, no tengas miedo hija mía que a ti y a tu hermana no os pasará nada de malo estando yo. Además, con los hijos de la baronesa estaréis muy protegidas del pueblo y su maldad, son un par de excelentes chavales.

—¡Imelda dice cada tontería, madre! No me pienso quedar metida en este pueblo feo y aburrido, ya me quiero casar para irme a Moscú con mi esposo a formar mi propia familia.

—Me gusta como piensas, Griselda, eres muy diferente a tu hermana Imelda, aunque seáis mellizas.

—Sí, Antonina, mis dos mellizas son muy diferentes y me gusta que sean así, Imelda es como su padre, tímida y nerviosa. Y Griselda es como yo, fuerte y muy decidida.

La baronesa sonríe un poco burlona, sabiendo que Dolores es una mujer nerviosa y asustada de todo, pero no hace comentario alguno para no hacerla sentir mal. Pasan la tarde contentas planeando su futura unión de familia, cuando sus hijos se casen y se vayan a vivir a Moscú, algo que para la fría baronesa es un gran triunfo; pero Mijan está muy bien prevenido y cuando Drago llega al castillo lo aborda de inmediato para decirle la visita que tienen esa noche en casa y cuáles son los planes de su autoritaria madre. Drago, molesto, se sienta en un sillón y mira a su hermano sin poder pensar en algo rápido que lo pueda librar de aquel compromiso. Mijan sonríe tierno y lo abraza cariñoso, para decirle algo que a Drago le encanta.

—Tranquilo, Drago, que nos vamos a librar de esa tonte-ría de nuestra madre con educación y mucha inteligencia. Esta noche nos vamos de fiesta al pueblo y así ella no va a poder celebrar nuestro compromiso de matrimonio.

—¡Claro que sí, Mijan! ¡Qué buena idea has tenido, hermano! Me voy a duchar y nos vamos ya mismo para el pueblo, tenemos esta noche un respiro para los dos solitos sin que madre nos interrumpa. Casarme yo, eso ¡jamás! ¡Ni loco! Espérame y nos vamos ahora mismo.

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Mijan sonríe complacido mientras Drago va hasta su recámara y cantando alegremente se mete a la ducha, donde es bañado por una de las criadas, que lo mira sorprendida al verlo tan feliz, Mijan vuelve al jardín y desde allí observa a las mujeres lleno de curiosidad por saber de qué están hablando tanto. Su madre lo saluda y lo llama con la mano, pero el joven se hace el tonto y se aleja rápidamente de allí.

En el pueblo Natacha camina perdida por la calle, pensativa y agobiada por lo sucedido con su mejor amiga y su madrina.

Una mujer mayor, alta y muy delgada, le habla con ternura mientras ella llora y se sienta en el andén, acompañada de la alta y morena mujer, la cual le acaricia el cabello mientras le dice al oído muy bajito, como si no quisiera que nadie la escuchara:

—No llores, hija mía. Pronto la suerte vendrá para ti y tu amiga, ya que sois las dos elegidas.

—¿Elegidas… Por quién y por qué? ¿¡Acaso estás más loca hoy!?

—¡No estoy más loca hoy ni antes, siempre lo he sabido, pero tengo que callarme la boca hasta que venga la hora de tu suerte!

—Vete de aquí, Vasile, por favor. ¡No me gusta hablar con brujas locas como tú! ¡Déjame en paz y vete fuera de mi vista, vieja loca!

—Seré loca y bruja, pero te digo toda mi verdad, cuando llegue el momento yo te voy a ayudar a sacar a tu amiga de la prisión y también a las demás inocentes, confía en mí una vez en tu sagrada vida, hija mía.

—¿Qué puedes hacer tú por Anastasia? ¡Por Dios no me hagas reír ahora, bruja chiflada! Tendré que suplicar a Drago por ella y no quiero hacerlo, pero no tengo otra salida.

—Claro que la tienes, Natacha, ven conmigo a mi choza y te la enseñaré ¡Hoy mismo! Eres una elegida y tengo que ayudarte, así me cueste la vida. Vosotras dos no podéis estar separadas, sois almas gemelas y debéis estar juntas para lo que os espera muy pronto. Ven conmigo, no tengas miedo de mí.

—Está bien, bruja loca, iré contigo. Pero si me sales con una tontería, ¡te doy de golpes hasta que veas por donde sale el sol!

Sin pensar en su carro de verduras, ni recordar que si no vende nada ese día no come, Natacha va con la misteriosa

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mujer hasta su choza, caída y sin puerta, con el tejado de paja seca y maloliente. Al llegar ella puede ver la cantidad de cosas extrañas que la mujer posee allí escondidas tras montones de basura; saca una silla rota y le dice a Natacha que se siente, sonriendo de forma extraña. Para la joven, la bruja es algo lleno de una maldad insana y trata de huir, pero la mujer la detiene por un brazo.

—No podrás huir siempre de tu destino, Natacha. Esta noche irás a sacar a tu gente de la prisión y yo te diré como lo harás, luego las llevarás al templo de las vírgenes sagradas y ellas sabrán que hacer con todas vosotras. Entre las prisioneras hay una mujer muy especial, se llama Melesa Priora y con ella tendréis toda la ayuda que necesitéis después de que salgáis de la prisión, pero tendréis que sacarla a ella también.

—¿Melesa Priora? Pero es el nombre de la gran sacerdotisa del templo de las vírgenes sagradas. ¿Qué hace una sacerdotisa en la prisión?

—Calla y escúchame bien, después podrás hacer todas las preguntas que quieras, ahora no tengo tiempo para decirte nada, quédate aquí hasta que caiga la noche y luego iremos las dos hasta la prisión y sacaremos a nuestras niñas de allí, ninguna de ellas son culpables de nada.

—Vasile, ¿acaso tú sabes algo que nosotras no sabemos aún? ¡Dime lo que sea, por Dios! Necesito saberlo todo ahora mismo.

—No, Natacha, aún no puedo decirte nada, déjate llevar por mí y todo saldrá bien para todas nosotras, vamos a prepararnos porque nos espera una larga y peligrosa noche.

Nerviosa y sin poder confiar en las palabras de la extraña mujer, Natacha se inclina un poco y observa todas las cosas que están ocultas allí, bajo la basura amontonada, sin poder dar crédito a sus grises ojos: espadas y cuchillos y varios uniformes de los guardias de la prisión. Vasile sonríe pícara y mira a Natacha feliz y muy segura de sí misma. La joven no logra adivinar los planes de la mujer, pero al ver todo esto empieza a confiar en ella y sonríe llena de alegría y esperanza, así va cayendo la tarde y el sol se oculta lánguidamente tras las altas y verdes montañas haciendo ver un paisaje hermoso y lozano.

En el castillo, Drago y Mijan se disponen a salir pero su madre, que los conoce muy bien y es tan pícara como

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ellos dos, los detiene con un fuerte y autoritario grito. Los jóvenes, acobardados, bajan la cabeza humildes y guardan mudo silencio mientras ella los riñe enfadada.

—¡Par de tramposos! Pensabais escaparos, ¿eh? ¡Venid conmigo al salón, que la marquesa os quiere ver! Y sus hijas saludaros.

—¡Pero, madre, tenemos un poco de prisa! —¡Cállate, Mijan, que tú eres el más zorro de los dos! —Ya, madre, cálmate, por favor. Mijan no ha hecho

nada para que lo trates así; está bien, has ganado, nos vamos a quedar un ratito contigo y tus amigas.

—¡Nada de un ratito! Vamos a cenar todos juntos. ¡Espero que no me hagáis pasar vergüenza!

—¡Madre! Yo tengo que irme al pueblo luego, tenemos varias ejecuciones y tengo que estar presente.

—¡Cállate, insensato! ¿No ves que la marquesa y sus hijas te pueden escuchar y van a pensar que lo que dicen de ti es cierto? ¡Ven conmigo y cierra el pico de una maldita vez!

—Sí madre, lo que tú digas. Vamos, Mijan, a nuestra sentencia de muerte.

Al llegar al confortable y amplio comedor, Mijan y Drago saludan de mala manera a las tres invitadas y estas sonríen plácidas y gustosas.

—¡Buenas noches, señoras!—¡Hijos, qué alegría veros de nuevo, después de tanto

tiempo!—Sí, Dolores, ha pasado mucho tiempo desde la última

vez que nos reunimos en tu palacio. —Te juro, Antonina, que estoy sorprendida de lo guapos

que están tus dos hijos.—Madre, por favor, que los jóvenes se van a poner rojos

de pena y de vergüenza. —Tranquilas, niñas, que Mijan y yo nunca sentimos

pena ni vergüenza de nada, al contrario de nuestra amada madre, que se muere de vergüenza por todo.

—¡Drago, basta ya! Ellas no te han dicho nada sobre mí.

—Perdón, señora baronesa ¿Puedo servir la cena ya?—Sí, Amalfa, que sea pronto y bien servida, no quiero

ningún error con la cena de esta noche… Criadas estúpidas no hacen bien las cosas y luego andan por ahí pidiendo perdón.