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Hernán Rivera Letelier El Fantasista

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Hernán Rivera Letelier

El Fantasista

A Oscar Báez, por mantenernos vivoel recuerdo de Coya Sur.

Fue un lunes de octubre cuando aparecie-ron caminando por en medio de la calle desierta.Era la hora de la siesta en la pampa. En el aire nocorría un carajo de viento y un sol de sacrificiofundía los ánimos de todo lo que respirara sobre lafaz de la tierra.

El hombre y la mujer avanzaban silencio-sos bajo la incandescencia del cielo.

Él venía delante, y ella, dos pasos atrás; ellacargaba una pequeña maleta de madera con esqui-nas de metal, y él traía una pelota de fútbol bajo elbrazo, blanca y con cascos de bizcochos (de entra-dita supimos que era una de esas profesionales).

Los quedamos mirando sorprendidos.El hombre vestía una camisa tropical, un

pantalón demasiado ancho para su talla y zapatillasde lona, y llevaba la pelota igual que los arqueros enlos desfiles de inauguración de campeonato. Aunquedemostraba tener unos cuarenta años, y parecía co-jear levemente de no se sabía cuál de sus piernas ar-queadas, caminaba con la actitud y la pachorra de uncrack. Además, cosa extraña para nosotros, llevabaun cintillo en la frente. Detrás suyo, delgada y pe-queña, mucho más joven que él, su melena roja ar-diendo bajo el sol, la mujer lo seguía con una manse-dumbre de animal doméstico. Él traía el rostrobañado en sudor, ella no transpiraba una sola gota.

I

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—Esos dos parecen empampados —dijo al-guien entre nosotros, tal vez el Cocata Martínez, quetrabajaba en la fábrica de hielo y paletas de helado.

La calle Balmaceda, por donde entraron,era la calle del comercio y la entrada principal delcampamento (Coya Sur tenía sólo seis calles, y lasseis de tierra). Pero ellos no aparecieron por el ladode la pulpería, que era por donde se llegaba desdelas demás salitreras, sino por el lado de la BibliotecaPública. Y eso significaba una sola cosa: que la pare-ja de aparecidos venía caminando, a pleno sol, des-de la mismísima carretera Panamericana, distanteunos cuantos kilómetros hacia el oriente.

El hombre y la mujer cruzaban frente a lacancha de rayuela cuando fueron envueltos por unintempestivo remolino de arena; uno de esos re-molinos gigantescos que aparecían bramando porcualquier lado, haciendo batir con estrépito puer-tas y ventanas, desparramando la basura de los te-chos y ovillando el ecuménico hastío de la tardepampina.

Ellos sólo atinaron a detenerse y cerrar losojos: la mujer afirmándose las polleras sin soltar lamaleta; el hombre con la pelota bajo el brazo, laspiernas abiertas en compás y la cabeza gacha, lo mis-mo que un futbolista recibiendo instrucciones paraingresar a la cancha, o como el hermano ZacaríasÁngel orando en la calle antes de largarse a predicarel advenimiento de la segunda venida de Cristo.

Cuando el remolino terminó de pasar y seperdió por el lado del Rancho Huachipato (dondesegundos antes los cuatro electricistas del campa-mento, como cuatro ánimas de mediodía, acababande entrar, sigilosamente, en fila india), el hombre y

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la mujer abrieron los ojos, escupieron arenilla, sesacudieron un poco la ropa y siguieron su camino.

En realidad parecían no ir a ninguna parte.Media cuadra más adelante, atraídos tal

vez por el bolero de José Feliciano que bostezabael wurlitzer —y que amelcochaba aún más la ca-nícula de la siesta—, se detuvieron ante las puertasde la pastelería Ibacache, justo enfrente de noso-tros. Ahí se dejaron caer descoyuntados, adosan-do sus espaldas a las tibias calaminas del frontis.Aunque hasta ese momento no habían cruzadouna sola palabra entre ellos, la mujer, que no de-jaba de mascar chicle y hacer globitos rosados, da-ba la impresión de ser mucho más silenciosa ydesvalida que él. En su actitud había un aire caside penitencia.

Nosotros nos hallábamos sombreando ba-jo el alero de cañas del Rancho Grande, capeandoel calor con los helados que nos había traído elCocata Martínez y comentando las incidencias delpartido del día anterior (los Cometierra de nuevonos habían ganado). Y, por supuesto, conjeturan-do, calculando y prediciendo qué cresta iría a pa-sar el próximo domingo en el partido de vuelta.Lo único claro para todos era que ese día teníamosque ganar como fuera, aunque en ello dejáramosla vida. Y es que se trataba de nuestro último en-cuentro como local, la última vez en la vida quejugaríamos en nuestro reducto. En definitiva, paranosotros este representaba el último partido defútbol antes del fin del mundo.

Sentados en la vereda, tras descansar un ra-to, los recién llegados comenzaron a ejecutar unextraño rito. Mientras él se desvestía y se quedaba

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en pantalones de fútbol —verdes y demasiado an-chos también para su cuerpo—, ella tomó la peque-ña maleta, la acomodó en su falda y, con la proliji-dad y la unción de estar presidiendo una ceremonialitúrgica, comenzó a extraer algunos objetos que fueordenando metódicamente en el suelo.

Sacó primero un par de zapatos de fútbol;luego, un par de medias enrolladas; después, unasvendas sucias y amarillentas; una muslera, y, por úl-timo, una cajita de salicilato.

Sin darse cuenta, o importándole un zun-cho la presencia de los primeros niños que obser-vaban curiosos, el hombre se tendió de espaldas enel suelo —ahora con la pelota de almohada—, pa-ra que ella, luego de untar sus manos con salicila-to, comenzara a masajearle las piernas, primerocon suavidad y luego de manera enérgica. Despuésprocedió a vendarle cada uno de los pies, le pusolas medias a rayas verdes y blancas, le colocó lamuslera en la pierna izquierda, y, antes de calzarley abrocharle los botines, de esos con estoperoles(en la pampa sólo usábamos con puentes), aunquese veían como recién lustrados, les sacó brillo conel ruedo de su falda gitana.

Cuando el hombre se puso de pie y se qui-tó la camisa con palmeras y soles anaranjados, vi-mos que debajo llevaba una camiseta del GreenCross, el equipo profesional.

Mientras los niños miraban atónitos y ma-liciosos cómo él comenzaba a ejecutar algunaselongaciones más bien suaves, la mujer sacó de lamaleta una cajita de Ambrosoli, de esas de lata,con un papel pegado que decía «contribuciones».Luego extrajo un seboso pliego de cartulina doblada

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en cuatro, con fotos y recortes de prensa pegadoscon chinches, que desplegó y extendió en la vere-da junto a la caja.

Preparada la escenografía, el hombre se aco-modó el cintillo, se estiró las medias y se ordenó lacamiseta dentro del pantalón. A continuación seapartó con la pelota hacia el centro de la calle.

El sol le cayó encima amarillo y espeso co-mo un derrame de aceite caliente.

Después del remolino, el aire había vueltoa quedar vaciado de viento y lo único fresco que seveía era la sombra huidiza de unos jotes planeandoen círculos contra la pavorosa luz del cielo.

Parado en la calle, el hombre apretó la pe-lota como verificando la cantidad exacta de aire,miró hacia el cielo —tal vez no creyendo que el solquemara tanto—, se persignó con la liviana grave-dad de los futbolistas (mientras lo hacía, la sombrade un jote lo cruzó por encima), lanzó la pelotahacia arriba, la amortiguó con la cabeza al mejorestilo de Pelé, y comenzó a hacer sus increíblesmalabares de futbolista de circo.

Nosotros nos quedamos pasmados.Hasta ese momento, los que nos hallába-

mos a la sombra del Rancho Grande, los primerosen verlos llegar, habíamos seguido cada uno de susmovimientos con una especie de curiosidad dis-tendida, relajada, sin siquiera cambiar de posiciónen la larga banca de madera que nos servía de ses-teadero. Ni cuando arreció el remolino nos movi-mos de nuestro sitio (para nosotros, los remolinoseran pan de cada día), sólo habíamos cambiado detema para comentar sus fachas de titiriteros y ha-cer presunciones sobre quién sería, de dónde ven-

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dría y a qué crestas se dedicaría ese par de pájarosnunca antes vistos por estos pagos. Pero cuando elhombre comenzó la demostración de sus habilida-des con la pelota, nos levantamos de un salto yfuimos a engrosar el ruedo de gente boquiabiertaque ya se había formado a su alrededor.

Con las manos encogidas a la manera de lasgrullas —pose característica de los jugadores técni-cos— y la mirada brillante de los fanáticos, elhombre exhibía su maravilloso dominio de la pelo-ta tocándola con sensibilidad de artista, «con lasuavidad y delicadeza con que se acaricia a la noviade infancia», como solían decir en la radio los máslíricos relatores deportivos. «¡Con la suavidad y de-licadeza con que se toca un bubón en las ingles!»,repetiría en los días siguientes nuestro CachimocoFarfán, el loco que a la orilla de la cancha, con untarro de leche aportillado a guisa de micrófono, re-lataba los partidos domingueros y alegraba las fra-gorosas pichangas de las tardes pampinas.

El hombre era un virtuoso de la pelota.La tocaba diestramente con ambos pies,

con la cabeza, con los hombros, con el pecho, conlas rodillas; en un gesto técnico exquisito le dabade taco, de empeine, de revés; se la llevaba a la ca-beza, la dejaba quieta en la frente, se acuclillabacon ella, se la pasaba a la nuca, se tiraba de brucesal suelo; en un movimiento de cuncuna la hacíabajar por la espalda, la volvía a la nuca con un cor-coveo cortito y después se incorporaba equilibrán-dola en la frente como si se tratara de una palomadormida. «¡Como si fuera una redonda hernia necro-sada!», diría luego Cachimoco Farfán que, por haber-se chalado mientras estudiaba medicina, mezclaba

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términos deportivos con nomenclatura médica. Ytodo ese malabarismo asombroso, el hombre loejecutaba con el garbo y la elegancia de un actorconsumado, sin que la pelota se le cayera o se ale-jara siquiera un poquito de la órbita de su cuerpo.«¡Como si este papilomatoso la tuviera amarradacon una pitita, queridos radioescuchas, o como sifuera una pelota viva, amables pacientes, una pe-lota amaestrada, enseñada, hipnotizada!».

Al terminar su número, bañada la cara ensudor (ahí entendimos que su cintillo araucanoera para que no le escurriera a los ojos), el hombre,bufando como un toro cansado, se puso la pelotabajo el brazo y se dobló aceitosamente en una re-verencia que repitió con gran histrionismo hacialos cuatro puntos cardinales. La mujer, que hastaentonces había permanecido todo el tiempo vién-dolo con una mirada ausente, haciendo unos glo-bos de chicle que resultaban tan sonámbulos comoella, se paró a enjugarle el rostro con el pañuelo deseda que llevaba al cuello.

Nosotros aprovechamos ese momento pa-ra acercamos a ver las fotos de la cartulina y leercon avidez qué cosa decían los recortes de diarios.

En verdad, los reportajes no decían mucho.El tenor de todos era casi idéntico. El hombre, alque denominaban «Fantasista del balón», se lla-maba Expedito González; era oriundo de la ciu-dad de Temuco, había asistido de invitado a unpar de programas de televisión, y ahora andaba degira por el norte del país «haciendo las delicias dela gente con sus extraordinarias habilidades». Al-gunos recortes, ya orinados por el tiempo, perte-necían a diarios de la capital y otros a las ciudades

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y pueblos recorridos. De la media docena de fotos,dos fueron las que nos impactaron y terminaronde convencer de que el cristiano que teníamos fren-te a nosotros era un profesional del fútbol. Una endonde salía cabeceando la pelota en la pista de ce-niza del Estadio Nacional, repleto de gente, y otraen que aparecía posando en cuclillas en medio deChamaco Valdés y Carlitos Caszely. Nada más ynada menos.

Y fue el Pata Pata, el cojo encargado delSindicato de Obreros, el que de pronto dijo lo quetodos nosotros estábamos pensando: que ese cas-poso —así trataba él a todo el mundo— nos habíacaído por la chimenea; que con él jugando de cen-tro forward el domingo próximo le podríamos sa-car la cresta a los Cometierra.

Por su parte, don Celestino Rojas, nuestropechoño y vitalicio presidente de la Asociación deFútbol, caído en piadoso arrobamiento, musitó,casi rezando, que el Fantasista de la pelota blancaera propiamente nuestro salvador, algo así comoun enviado de Dios.

—Este hombre es el Mesías —dijo.

A los cabrones de María Elena les decimoslos Cometierra porque allá están instalados losmolinos que trituran el caliche y, por consiguien-te, están condenados a respirar y tragar, día y no-che, una nociva nube de polvo que como unadensa neblina sucia se cierne sobre las casas y lascosas. Como desquite, porque en nuestros terri-torios tenemos el cementerio —donde ellos tam-bién vienen a enterrar sus finados—, a nosotros

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nos llaman los Comemuertos. Y la rivalidad entreCometierras y Comemuertos, paisanito, es legen-daria en la pampa. Lo ha sido desde siempre,desde que María Elena (alias «María Polvillo») sellamaba Coya Norte, nombre que uno de sus ad-ministradores gringos, en un póstumo acto deamor y consagración, le cambió en honor a su es-posa, Mary Helen, muerta en un trágico accidenteen la flor de su vida. Aquí habría que decir al tiro—porque no lo vamos a negar de ninguna mane-ra— que María Elena es más importante que Co-ya Sur en casi todos los aspectos, tanto así que eldomicilio de los peces gordos de la compañía seencuentra en su área, como en su área tambiénfuncionan las oficinas de servicio público, y la es-cuela secundaria, y el banco, y la casa parroquial.Y, para envidia de nuestros niños, los pocos circoscapitalinos que una vez al año, huyendo de laslluvias sureñas, se vienen de gira por estas seque-dades, por supuesto que es en sus terrenos dondelevantan sus carpas de colores e instalan sus jaulasde animales amaestrados. Allá también llegan —yesto es lo que más nos acabrona, paisanito lin-do— las más pintadas y perfumadas putas quevienen a ejercer a la pampa desde los puertos cer-canos. Sin embargo, y pese a todo, nosotros con-tamos con el orgullo legítimo de decir que CoyaSur es el más hermoso campamento de la pampay sus alrededores. Ese es nuestro más orondo en-greimiento. En ninguna otra oficina salitrera, porejemplo, tienen un reloj como el de nuestra pul-pería, con esa cúpula de estilo árabe que recuerdalos cuentos de Simbad el marino, y trae a la ima-ginación lugares de nombres tan exóticos como

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Estambul o Bagdad, lejanas ciudades maravillosasque sólo vemos en el cine, en esas películas dealfombras voladoras y lámparas mágicas. Pero loque más nos gusta y enorgullece de este reloj —quefue importado desde la mismísima Inglaterra porallá por el mil novecientos once— es que fue ad-quirido por suscripción popular. O sea, para quela cosa vaya quedando clara desde ya, hay que de-cir que nuestro reloj fue comprado y pagado condinero de los propios bolsillos de los coyinos. Síseñor. Aunque en este campamento todo es máspequeño —tenemos una pequeña biblioteca, unapequeña parroquia, un pequeño cine—, nos da-mos en cambio el lujo, inapreciable en un desier-to tan estéril como este, de tener nada menos quedos plazas: la Plaza Cuadrada, de los juegos infan-tiles (con una tortuga gigante en cuyo caparazóncentenario los niños se montan felices de la vida), yla sombreada Plaza Redonda, cuyo quiosco de lasretretas, rodeado de pimientos y algarrobos —úni-cos árboles que se dan en la zona—, constituye ellugar ideal para los enamorados de todas las ten-dencias, edades y pelajes. Además, aquí está tam-bién la fábrica de hielo y paletas de helado, únicaen todo el Cantón Central, y que abastece a cadauna de las oficinas circundantes. De modo que elque quiera tocar hielo en estos «desiertos calcina-dos», como dicen los poetas, no tiene más reme-dio que venir a Coya Sur. Como aquí tambiéndebe acudir la gente que quiere pasarlo bien du-rante los días de fiesta que marca el calendario. Esque en la pista de nuestro Rancho Grande es don-de se hacen los mejores bailongos de toda la co-marca pampina. Y no porque lo digamos nosotros,

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caramba, sino que lo acredita el hecho indesmen-tible de que cada fin de año, aniversario patrio oprimero de mayo, una cantidad inmensa de pam-pinos de las otras salitreras se viene con familia ytodo a holgar y parrandear en nuestros predios. Y,para que usted se vaya enterando mejor de cómoestán las cosas por aquí, le vamos a decir que has-ta esas mismas fiestas han terminado por consti-tuir motivo de rencillas entre ambos territorios.Es que a través del tiempo esta rivalidad se ha idoacrecentando de tal forma, que ya no sólo abarcalo concerniente al deporte —fútbol, básquetbol,rayuela, box, dominó—, sino cualquier actividadque signifique competencia y trofeos, como festi-vales de canto, desfiles cívicos o concursos de rei-na de la primavera. Esto a nivel laboral, escolar,social y sindical. Pero hay más todavía, paisanito,porque le vamos a decir que ahora último los ím-petus competitivos entre ambos poblados hansurgido incluso en cuestiones tan personales e ín-timas como pueden ser los asuntos amorosos. Yahí la animadversión bordea casi el homicidio. Esque las contiendas que se arman, tanto en MaríaElena como en nuestro campamento, a causa delas flechas envenenadas de Cupido son pan de ca-da día. Cuando por allá sorprenden a uno denuestros Romeos cortejando a alguna Julieta ele-nina, es golpeado sin misericordia y correteado apedradas por la pampa. En desquite, y como de-sagravio a tales ofensas, cuando en nuestros terri-torios cazamos in fraganti a uno de sus doncelestratando de enamorar a una ninfa coyina, el po-bre desdichado no corre mejor suerte. Y eso, lejosde amilanar los ímpetus y la fogosidad de los ena-

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morados, les acicatea la libido hasta lo suicida.Tanto así que los coléricos de nuestro campamen-to se pasan la vida compitiendo para ver quién co-noce y conquista más niñas cuando van de visita aMaría Elena. En esto el que lleva la batuta es porsupuesto el Choche Maravilla, rey indiscutible en-tre los que se las dan de rubio con las muchachas.Dicen y comentan las mujeres que el Choche Ma-ravilla es de esos Casanovas que saben hablarles alpaladar, y que sería capaz de enamorar a una ba-rreta si ésta, perfumada y con faldas, se asoma auna puerta. Esto entre los más jóvenes, porque en-tre los galanes de la «primera adulta» el que se lle-va las palmas es un famoso hombrecito apodado«El Conde», un tipo más bien feo y contrahechoque, junto con ser el árbitro más severo de CoyaSur, tiene fama de ser el mejor dotado entre losmachos solteros. Un toro de lidia que además os-tenta el récord inalcanzable para cualquier cristia-no común y silvestre de haber hecho parir a cuatrohembras eleninas —dos solteras, una viuda y unacasada—, y a la vuelta de un solo año. Pero es, enel fútbol, no cabe duda, donde la rivalidad llega alímites escandalosos. Ahí no hay tregua que valga.Son muy pocos los partidos, por no decir ningu-no, que no terminan en verdaderas batallascampales. Cuando la batahola no se genera en elcampo de juego, hace explosión en las tribunas, oestalla después en las famosas fiestas de recibi-miento que se acostumbran a hacer para agasajaral equipo visitante. Ahí, en mitad de la velada, en-tre brindis de camaradería, discursos de buenacrianza e intercambio de diplomas y galvanos re-cordatorios, comienza de pronto, casi de manera

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inocente se diría, la competencia de voces y cantosde una mesa a otra, de una delegación a otra. Y enun dos por tres queda la zafacoca. Todo empiezacuando alguien de las visitas hace sonar la copacon una cucharilla y pide silencio, por favor, por-que a pedido de sus compañeros «voy a entonaruna canción dedicada con mucho respeto y agra-decimiento a los anfitriones, por su gran cortesía yhospitalidad». Enseguida, no más de terminada lacanción, desde el otro sector del local se pone depie un representante de los dueños de casa y «estetema se lo dedico a las visitas, por todo el pundo-nor y caballerosidad que han demostrado dentro yfuera de la cancha». Si un delegado de los afueri-nos se manda un bolero de Lucho Barrios, de esospara cortarse las venas a lo largo, el representantede los dueños de casa, para no ser menos, le res-ponde con una sabrosona cumbia del colombianoLuisín Landaes. Si los de allá se mandan a cantaruna ranchera, de esas bien gritadas, los de acá sedespachan con la última de Paul Anka, en inglés ycon coro. Todo esto entre una algazara de zapa-teos, aplausos y vivas a los cantores por parte desus respectivas representaciones, a esas alturas yainquietantemente achispadas. Es en estas verdade-ras competencias musicales, ganchito, que noso-tros tenemos el orgullo de decir que nunca hanpodido ganarnos. Y es la purita verdad. Porque su-cede que los coyinos siempre hemos contado conlas mejores voces de la zona, los más conspicuosintérpretes del canto popular, como el Washing-ton Miranda, por ejemplo, el peinetón vocalistade The Gold White, el único conjunto musicalelectrónico de Coya Sur. También tenemos al ine-

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fable Torito Cantor, un fornido maestro mecáni-co de mostachos negros y voz de tenor, que cuan-do se lanza a interpretar Violetas imperiales haceestremecer las paredes de calaminas del campa-mento entero. Además contamos con el famosoJuan Charrasqueado, el más bullicioso vecino dela calle O’Higgins, que a santo del más peregrinomotivo arma fiesta en su casa, invita a todo el quepase frente a la puerta y se larga a guitarrear y acantar sus llorados corridos mexicanos a cualquierhora del día o de la noche. Y para rematar tene-mos al California, «el último romántico del mun-do», como le gusta presentarse a él mismo; uncantor de fondas y cantinas que, con su imperece-dero terno blanco y su melena de gitano flamenco,interpreta sus temas melódicos acompañándosecon los cubiertos de la mesa y haciendo la mímicade los grandes cantantes de moda. Sin embargo, ypese a todo lo dicho, una cosa sí hay que recono-cer hidalgamente: las estadísticas de triunfos y de-rrotas futboleras hace rato que nos dan la contra.Uno de los motivos es claro: como la oficina decontratación está en María Elena, ellos buscan, es-cogen y registran en sus planillas a los mejores de-portistas que caen por la zona. O se las arreglan enforma descarada para conseguir el traslado, conmayor sueldo y mejores regalías, a cualquier traba-jador de otro campamento, hombre o mujer, quesobresalga en algún deporte o actividad artística. Atodo esto, claro, hay que sumar el agravante deque nuestros jugadores, como dice don AgapitoSánchez, el entrenador de nuestra selección, sonniños más bien relajados y dados a la jarana (aun-que él no es ningún ejemplo digno de imitar, cla-

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ro). Pero no le falta razón a don Agapito, porquelos de ahora no se parecen en nada a los bizarrosjugadores de antes, que esos sí que eran verdaderosdeportistas, caramba. Estos bribones de ahora en-trenan tarde, mal y nunca; los sábados se van demalón, y los domingos, los siete u ocho que sepresentan a jugar por sus respectivos clubes, llegandirecto del fandango a la cancha, trasnochados yborrachos como taguas. Si es cosa de ver nomás ellastimoso espectáculo que dan en los descansoscomponiendo el cuerpo con jarradas de vino conharina, o con esos ajiacos que sus mismas mujeres,cariñosas y mal acostumbradoras como son, lesllevan a los mismos camarines. Además, para quévamos a decir una cosa por otra, la mayoría de losjugadores son unos picados de la araña, unos crá-pulas exageradamente dados al merequetenguecarnal. Como el Choche Maravilla, por ejemplo,que tiene por cábala la promiscua y muy debili-tante costumbre de mandarse dos polvos al hilo lanoche antes de cualquier partido, todo porque laprimera vez que lo hizo, al día siguiente se mandódos goles espectaculares. De modo, amigo mío,que el resultado del encuentro de ayer con los Co-metierra, de ninguna manera fue una novedad.«Jugamos como nunca y perdimos como siem-pre», como acotó ácidamente el paco Concha, ar-quero suplente de la selección, que entró en los úl-timos diez minutos de juego. Y es que además deganarnos a última hora con un gol del Pata deDiablo (el hijo de puta siempre nos hace goles depelotas muertas), un gol que al paco se le coló porentre las piernas (le hicieron «el Papanicolau», co-mo dice Cachimoco Farfán cuando a alguien le

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pasan la pelota por entre las piernas), los cabronesle pegaron al árbitro y lesionaron a dos de losnuestros: le molieron una rodilla al ChambecoCortés, nuestro máximo artillero, y casi mataronde un caballazo a Tarzán Tirado, el arquero titu-lar. A éste hubo que llevarlo al hospital, en dondele diagnosticaron dos costillas fracturadas, lo enye-saron de la cintura para arriba y lo dejaron hospi-talizado con reposo absoluto. Más encima, hastanos dieron barraca con las canciones, pues el úni-co cantor que pudo acompañarnos fue Washing-ton Miranda. Torito Cantor llevaba cuatro díasaquejado de un raro ataque de hipo que ni siquie-ra lo dejaba ensayar la escala musical de corrido; aJuan Charrasqueado fue imposible sacarlo delRancho Huachipato, donde se hallaba parapetadocon media docena de amigotes tras una mesa aba-rrotada de botellas de vino; y el California, nuestramejor carta de triunfo, andaba de vacaciones en laciudad de Antofagasta. Y como corolario, al finali-zar la despedida, tras el clásico intercambio de di-plomas, discursos y abrazos, por puro y perversogusto, estos «conchas de sus ganglios linfáticos»,como dice Cachimoco Farfán, nos hicieron cagara pedradas las ventanillas del Galgo Azul, la únicagóndola que tenemos para transportarnos a las otrasoficinas, ¿qué le parece, paisita?

Todo eso le contamos a Expedito Gonzá-lez, hablando a borbotones y casi atragantándonosde puro ansiosos. Se lo contamos sentados en unamesa del Rancho Huachipato, adonde los lleva-mos a almorzar, a él y a la Colorina, para ver si po-

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díamos convencerlo de que se quedara en el cam-pamento hasta el domingo.

En realidad, más que invitarlos, práctica-mente los arrastramos hasta allí. Y es que al termi-nar su exhibición, mientras la mujer guardaba to-do en la maleta con suma delicadeza, como si deverdad fueran los objetos de una liturgia sagrada,él, tras contar las monedas recolectadas en la cajitade Ambrosoli, encendió un cigarrillo y, sin dejarde dar resoplidos de toro, preguntó cuál era el po-blado más cercano hacia el norte. Que ellos teníanque seguir su camino de inmediato. Y sin esperarrespuesta, con el cigarrillo humeando en la boca,masculló que este pueblito había resultado ser tanchico y sus habitantes tan poco desprendidos, quesólo daba para una presentación.

Su voz nos sonó extrañamente ronca.Cuando alguien le dijo que lo más cercano

era la oficina María Elena, ahí, a sólo siete kilóme-tros de distancia, a nosotros se nos fue la sangre alos talones y nos dijimos, apabullados, que ni locos,que ni cagando debíamos dejar que ese genio de lapelota cayera en manos de los Cometierra. De algu-na manera había que retenerlo, hacer que se queda-ra en el campamento. Aunque fuera a la fuerza. En-tonces fue el Pata Pata quien de nuevo abrió la jetapara decir que esos dos casposos de seguro no ha-bían comido en todo el día, que estarían por mor-derse los codos de hambre, y que, por lo pronto, loque teníamos que hacer era invitarlos a almorzar.«Después vemos qué más se nos ocurre», dijo.

Instalados en el Huachipato —a esas horasdesierto si no fuera por los cuatro electricistas que be-bían abstraídos y silenciosos en la mesa más oscura

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del fondo—, mientras observábamos a nuestrosinvitados devorar sus olorosas cazuelas de vacunoenverdecidas de cilantro, y darle el bajo a los pro-letarios porotos con ají color de los días lunes, tra-tamos de convencerlos de que, por lo menos, sequedaran hasta el jueves, día de suple. Que aquí lagente, como en todas las oficinas de la pampa, vi-vía la semana completa de fiado, pero que en díade plata era muy desprendida y generosa. Ya ve-rían ellos cómo la cajita se les atosigaba de mone-das. Mientras cada uno de nosotros se atropellabapor hablar y hacerse oír por sobre los otros, el Fan-tasista de la pelota blanca, comiendo y bebiendo ala vez, con la servilleta puesta de babero, no hacíasino clavarnos su mirada de orate como si no en-tendiera un carajo o le importara un pito lo quedecíamos. Lo más que hacía era responder con me-lancólicos monosílabos acompañados de la palabra«parientito», apelativo con que trataba a sus próji-mos: sí, parientito; no, parientito; tal vez, parien-titos. En tanto ella, masticando como las lauchi-tas, sin levantar la vista del plato, se veía másinteresada en la letra de la canción mexicana queemergía de los parlantes que en otra cosa.

Entre las personas que esa tarde acompañá-bamos a la pareja estaba el entrenador de nuestroseleccionado, don Agapito Sánchez, que trabajabade dependiente en la sección tienda de la pulpería;el Pata Pata, encargado del sindicato y «consejerode la selección de fútbol», como se autodenomina-ba pomposamente; don Celestino Rojas, presidentede la Asociación Deportiva y, para muchos, la mu-fa del equipo, cuya mayor gracia era ser el padre deuna de las niñas más lindas de la pampa (de la que el

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Tuny Robledo, nuestro más joven centro forward,era su eterno enamorado); don Silvestre Pareto,cuidador de las plazas, encargado de la cancha y en-venenador de perros; Juanito Caballero, utilero dela selección, cuya principal característica —ademásde una caballerosidad que honraba su apellido—era su estrambótico peinado: penosamente tratabade cubrir su calvicie llevando sus pocos pelos desdeel aladar izquierdo hacia el casco de su cráneo, di-bujando con ellos unos extraños arabescos fijadoscon laca; el Choche Maravilla, obrero mecánico,quien se las arreglaba de cualquier manera para pa-sar la mayor parte del año tirado a la bartola con li-cencia médica; el Viejo Tiroyo, un anciano licen-cioso que vivía en el pasaje de los solteros y cuyaúnica gracia, según él mismo confesaba, era ser «unputero fino»; y a última hora, cómo no, se pegó a lacomitiva el loco Cachimoco Farfán. «¡Así que losmucomembranosos, hijos de la gran pústula malig-na, se querían ir a tomar solos», llegó despotricandocon su salivosa voz de locutor esquizofrénico.

Cuando nuestros invitados saboreaban susgrandes vasos de huesillos con mote, el más tradi-cional de los postres pampinos, nosotros termina-mos de contar —dirigiéndonos nada más a él,pues ella parecía estar sola en la mesa y en el mun-do— todo nuestro drama futbolístico. Narraciónque don Celestino Rojas finiquitó diciendo, de lamanera más educada y convincente posible, que loque nosotros por último pretendíamos, «y perdo-ne usted la confianza, amigo Expedito», era solici-tarle, con mucho respeto, que barajara la posi-bilidad de quedarse en el campamento hasta elpróximo domingo y jugar por nuestra selección.

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«Con un genio como usted vistiendo nues-tra camiseta», remachó don Celestino Rojas, «es-tamos seguros de matar el chuncho y ganarle deuna buena vez a nuestros rivales de toda la vida».

Como hasta la hora de la agüita de yerbastodavía no veíamos ninguna reacción favorable porparte del hombre, echamos mano entonces, comoúltimo recurso, al inmenso drama social y humanoque se nos avecinaba.

Teníamos que apelar a sus sentimientos,no nos quedaba otra.

Y para eso, aparte de pedir unas buenasbotellas de vino del «Sonrisa de León», pusimos ahablar a los más lenguaraces del lote, esos que pa-recían saber más que las culebras y eran capaces desacar agua de las mismas piedras; los mismos queacostumbraban a discutirle a la jefatura y a tomarla palabra en las más calientes asambleas sindicales(esto antes del golpe militar, claro, porque despuéslas reuniones se transformaron en meramente in-formativas, y nadie se atrevía a pedir la palabra, nisiquiera para preguntar la hora).

Estos próceres, manejando el verbo y laemoción con un histrionismo digno de los másconspicuos políticos antiguos —de esos radicales,bomberos y masones—, con palabras disparadasdirecto al corazón, le dijeron con voz quebrada,sollozando casi, que mirara a su alrededor el com-pañero Expedito, que mirara, por favor, la muydistinguida dama, que esas mesas que veían entorno a ellos, tan ordenaditas y pulcras, con susfloreritos de botellas y sus manteles de hule estam-pado, que esa música mexicana tan sentida que seescuchaba en el tocadiscos dándole ambiente al lo-

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cal, que este mismo acogedor local en donde aho-ra estaban comiendo y departiendo de tan amiga-ble manera, tal vez en pocos días ya no estaríanmás, no existirían más, se habrían desvanecido enla nada. Incluso, este mismo «pueblito», como us-ted, compañero, llama a nuestro querido campa-mento, quizás en menos tiempo de lo que noso-tros mismos nos imaginamos, iba a desaparecerdel mapa, iba a desaparecer con sus plazas, con subiógrafo, con su torre de reloj, con su parroquia ycon todas esas casas que, aunque construidas de pa-lo y calaminas aportilladas, sus moradores, hom-bres y mujeres de lucha, habían sabido impregnar-les calor y dignidad de hogar. Que la compañía,pese a todos los esfuerzos desplegados por los nue-vos dirigentes, había decidido —para ahorrar cos-tos, según reclamaban sus abogados vestidos denegro y con cara de pájaros carroñeros— eliminarel campamento y llevar a sus trabajadores a vivir aotra salitrera. Lo más trágico del asunto, paisanito,era que ni siquiera pensaban dejarlo en pie, comouno más de esos centenares de caseríos fantasmasdesperdigados a través del desierto, sino que loiban a desarmar, lo iban a desmantelar, y las cala-minas y los palos de sus casas los iban a vender co-mo chatarra. Eso para los coyinos resultaba parti-cular y doblemente doloroso, porque aquí todoséramos amigos de todos; el campamento era tanpequeño, sus seis calles tan cortas y compactas,que nos conocíamos uno al otro casi de memoria.Cada uno de nosotros sabía de los sueños y espe-ranzas de su vecino, de sus triunfos y derrotas, desus vicios y virtudes. Más todavía, compañero Ex-pedito, pues encima de conocernos de años, con el

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tiempo nuestras familias se habían ido entraman-do hasta terminar siendo todos familiares de to-dos. El campamento entero no era sino una sola ygran familia. Si no éramos padres, hijos, hermanos,sobrinos o primos, estábamos emparentados comoyernos, nueras, cuñados, concuñados, suegros, com-padres o padrinos.

—¡O, por último, como hermanos de leche!—acotó sarcástico el Choche Maravilla.

Pero el artista de la pelota nos seguía miran-do como si fuésemos de otro planeta. Impertérrito,con su cintillo araucano, que no se sacaba para na-da, parecía un indio tallado en piedra caliza.

En verdad, costó ese primer día hacer ha-blar al piruetista. El hombre cantaba menos queuna almeja, como se dice por ahí. Era tan parco enpalabras, que en un instante el Viejo Tiroyo se leacercó al Pata Pata para decirle al oído:

—Este cabrón es tan silencioso, cumpita,cuesta tanto sacarle una palabra, que en vez de Ex-pedito González debería llamarse Elpedito Nosale.

Sin embargo, tras haber dado de baja unoscuantos botellones de vino —que, junto con lacomida de los invitados, fiamos «hasta el jueves,sin falta, señora Emilia, usted sabe»—, y cuandoya anochecía en el cielo de la pampa, al hombrónpor fin se le aflojó un poco la lengua.

Que, en realidad, parientitos, dijo, íbamosa tener que disculparlos un poco, pero ellos ibanen dirección a Tocopilla. Y más o menos apura-dos. De modo que era difícil que se quedaran connosotros una semana entera. Además, la parientitaquería partir cuanto antes, pues estos calores la an-daban trayendo con unos bochornos muy raros.

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Que justamente por eso se bajaron del camión deacoplado en que venían desde Chañaral. Pues llegóun momento en que ella, desesperada, no aguantómás la canícula de la cabina y quiso lanzarse del ve-hículo en marcha. Todo eso ocurrió justo enfrentede un desvío de tierra que llegaba hasta este cam-pamento. Y para terminar de rematarla, dijo, enCopiapó les habían robado la mochila en la quellevaban la ropa de ambos.

—Andamos con lo puro puesto —terminódiciendo.

En esos momentos la Colorina, que oía to-do en silencio —o sólo oía la música de los parlan-tes—, se sacó el chicle que se había pegado detrásde la oreja, se lo metió de nuevo a la boca y, sin pe-dir permiso ni nada, se paró para ir al baño. La mu-jer, que nosotros calculamos tendría unos veinti-cinco años, poseía un rostro anguloso y agraciado,pero como velado por una expresión ida. En mediode una constelación de pecas, y casi cubierto por sucrespa melena roja, sus pequeños ojos verdes pare-cían brillar a media luz. «Como dos ampolletitas debajo voltaje», metaforizó don Celestino Rojas, queademás de presidir la Asociación de Fútbol, y ser eldiácono de la parroquia, tenía aspiraciones litera-rias. Todos los años, para la fiesta de la primavera,participaba en el concurso de canto a la reina; aun-que jamás había sido galardonado. Admirador delmovimiento futurista, sus metáforas y comparacio-nes tenían que ver todas con elementos de la indus-tria, las máquinas y las fábricas. «Por eso no ganas»,le había dicho su mujer en el último concurso. «A tinomás se te ocurre comparar a la reina con la loco-motora Diesel número 22».

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Mientras la pelirroja volvía, Expedito Gon-zález nos informó que la parientita sufría de amne-sia, que no recordaba ni su nombre y no tenía nin-gún documento. La había encontrado hacía unpar de meses vagando en un pueblo del sur, y luegode invitarla a cenar no se le despegó más de la pre-tina. La única pista con que contaban para descu-brir su identidad, era que en sus sueños ella repetíasiempre «Tocopilla». Por eso creían que en ese puer-to podían hallar la clave; incluso encontrarse conalgún familiar.

—Lo que pasa es que queremos casarnos—dijo—. Y sin papeles no se puede.

Mientras el hombre hablaba, el Viejo Ti-royo se acercó a don Agapito Sánchez y le dijo porlo bajo que a él le tincaba haber visto a esa pájaraantes, en alguna parte.

Al final de la jornada, el Fantasista cedióun poco. Dijo que por lo bien que los habíamostratado, se quedarían en el campamento un par dedías. Ahora mismo no podía decirnos si hasta eldomingo. Ya se vería más adelante. Eso iba a de-pender de cómo se sintiera la parientita.

—Pero, por sobre todo —dijo, y se echóhacia atrás en la silla y exhaló el humo de su ciga-rrillo con gran pompa—, va a depender de cómose porte la gente con las contribuciones.

Aquella noche la pareja durmió sobre la me-sa de billar en el salón del Sindicato de Obreros.

¡Buenos días, señoras y señores; buenos días,amables oyentes; pacientes todos, muy buenos días. Leshabla como siempre su amigo Cachimoco Farfán, elmás rápido relator deportivo de Coya Sur, el más rá-pido relator de la pampa salitrera, fenilanina hidro-lasa y la purga que me parió, el más rápido relatordel mundo después del maestro Darío Verdugo, porsupuesto que sí, aquí estoy con ustedes, temprano porla mañana en este domingo esquizofrénico de sol, ca-taléptico de sol, aquí estoy, señora, señor, colorado,acalorado, sudando un mierdoso sudor espeso comomedicamento, aquí estoy como siempre con mi lealherramienta de trabajo (este micrófono que unos ca-rrilanos otopiorrentos me habían escondido ayer porla noche en el Rancho Huachipato), aquí estoy, seño-ras y señores, con las mismas ganas de siempre parallevar hasta ustedes los pormenores previos de lo queserá esta memorable justa deportiva, el último parti-do jugado en nuestros dominios, el último partidoque nuestra querida selección blanco-amarillo juga-rá como local, el último partido antes del fin delmundo para nosotros, por eso me encuentro aquí, enplena pampa rasa, bajo este sol albino, jumentoso decalor, vestido con este traje negro, este traje de muertoque demuestra todo mi duelo y mi congoja en este díatan especial para los coyinos, aquí me encuentro, a laorilla de nuestra querida cancha, nuestra gloriosa

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cancha llena de tantos recuerdos lindos, de tantasalegrías inolvidables, de tantas penas también, porqué no decirlo, aquí estoy, aún solitario, acompaña-do sólo por las sombras de unos jotes que han comen-zado a planear chancrosamente en el cielo, comoanunciando la muerte, como presagiando el abando-no y la desolación que caerá sobre este terreno de jue-go en donde estoy transmitiendo ahora para ustedes,completamente solo, como les digo, si no fuera por lasombra de esas aves agoreras y por la figura raquíticadel hombrecito rayador de la cancha que en estos mo-mentos acaba de llegar; sí, señora; sí, señor; sí, queri-dos radioescuchas, ahí ya vemos al anciano, ahí ya lovemos encorvado como un campesino sacando papasen el desierto, con su destartalada carretilla de manocargada de salitre, nuestro preciado oro blanco conque va remarcando las líneas; sí, amables pacientes,aquí ya está el nunca bien ponderado don SilvestrePareto, que además de ser un buen rayador de can-chas, es también, según las lenguas viperinas, el másimplacable envenenador de perros al servicio deldepartamento de Bienestar; según estas lenguas gan-grenosas, don Silvestre Pareto, con sus albóndigas en-venenadas, ha exterminado más perros que judíosmataron los nazis allá por las Alemanias, ha matadomás quiltros que cristianos mató la peste negra allápor las edades medias; pero en el fondo es buena gen-te este anciano, este hombrecito callado y eficiente co-mo un estafilococo, siempre servicial, siempre atilda-do, siempre al pie del cañón, como ahora, en que aligual que todos los domingos del año, ya se encuentratrabajando en su «chacrita», como llama él a nuestroreducto deportivo (recordando tal vez los campos desus sures natales), ahí está rayando y amononando la

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cancha en donde, según dice llorando y moqueandocada vez que se emborracha, quisiera ser enterrado eldía que entregue la herramienta, el día que caguepistola, el día que se pruebe el terno de madera, eldía que la santa de su mujercita —como lo jorobanlos borrachos en los ranchos— termine envenenán-dolo como a un perro con sus propias albóndigas deestricnina servidas de almuerzo; sí, señora; sí señor,ahí está nuestro buen amigo Silvestre Pareto, bajo es-te sol purulento, comenzando a remarcar el círculocentral con el pulso digno de un cirujano marcandola panza de una parturienta para proceder a una ce-sárea, ahí está trazando al puro ojo esa redondela cu-yo centro es exactamente el lugar en donde este viejootopiorrento quisiera que sepultaran sus congofílicosrestos mortales, fenilanina hidrolasa y la purga quelo parió!