hans-georg gadamer el inicio de la sabiduría · 2017-08-14 · con tales de mileto, y se apela a...
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Hans-Georg Gadamer
El inicio de la sabiduría
H U N A B KU
P R O Y E C T O B A K T U N
Hans-Georg GadamerEl inicio de la sabiduría
PAIDÓSBarcelona · Buenos Aires · México
Título original:Der Anfang des WissensPublicado originalmente en alemán, en1999, por Philipp Reclam jun. GmbH &Co., StuttgartEdición revisada por el autor
Traducción deAntonio Gómez Ramos
Cubierta deMario Eskenazi
Libro publicado con ayuda de ínterNationes, Bonn
Quedan rigurosamente prohibidas, sinla autorización escrita de los titularesdel copyright, bajo las sanciones esta-blecidas en las leyes, la reproduccióntotal o parcial de esta obra por cual-quier medio o procedimiento, com-prendidos la reprografía y el trata-miento informático, y la distribución deejemplares de ella mediante alquiler opréstamo públicos
©J.C.B. Mohr (Paul Siebeck)«Introducción» [Einleitung] y «El concepto denaturaleza y la ciencia natural» [Der Naturbegriffund die Naturwissenschaft]: © 1999 PhilippReclam jun. GmbH & Co.©2001 de la traducción, Antonio Gómez Ramos©2001 de todas las ediciones en castellanoEdiciones Paidós Ibérica, S.A.,Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelonay Editorial Paidós, SAICF,Defensa, 599 - Buenos Aireshttp://www.paidos.com
ISBN: 84-493-1025-3Depósito legal: B-7.007-2001
Impreso enNovagráfik, s. I.c/ Vivaldi, 5 - 08110 Monteada i Reixac(Barcelona)
Impreso en España - Printed in Spain
sumario 9 Introducción
17 Sobre la transmisión de Heráclito
31 Estudios heraclíteos
85 El atomismo antiguo
107 Platón y la cosmología presocrática
125 La filosofía griega y el pensamiento moderno
133 El concepto de naturaleza y la ciencia natural
149 Procedencia de los textos
Introducción
En 1988, impartí en Nápoles unas conferencias en italiano, que
luego aparecieron con el título de L'inizio della filosofía occiden-
tale, y que ahora, gracias al trabajo del profesor Vittorio de Cesare
y del doctor Joachim Schulte, se han publicado en alemán con el
título de Der Anfang der Philosophie.1
Todo el mundo cree saber que la historia de la filosofía empieza
con Tales de Mileto, y se apela a Aristóteles (Metafísica A) para
afirmar tal cosa. Desde la época del romanticismo alemán, y gra-
cias a Schleiermacher y Hegel, se denomina «período presocrá-
tico» a estos inicios de la filosofía. Sabemos que lo que se nos ha
transmitido de la época más temprana de la filosofía no es, en ver-
dad, más que citas y fragmentos de textos.
En mis conferencias de Nápoles quería mostrar que sólo es
posible hacer hablar a esta tradición en ruinas de los presocráticos
si se tienen constantemente a la vista los primeros textos filosófi-
cos que se han conservado realmente, es decir, los diálogos plató-
nicos y la inmensa masa de escritos de Aristóteles, el corpus aris-
1. Trad, cast: El inicio de la filosofía occidental, Barcelona, Paidós, 1999.
totelicum. Hay, desde luego, entre todos esos fragmentos transmi-
tidos, una excepción, a saber, el gran texto coherente del comienzo
del Poema de Parménides. Le debemos este texto a la fiel copia de
un gran estudioso de la última generación, importante miembro de la
Academia de Atenas, llamado Simplicio. Vivió poco antes de la diso-
lución de la Academia fundada por Platón y nos dejó también unos
excelentes comentarios, sobre todo a la Física de Aristóteles.
Unos siglos más tarde, Atenas cayó ante un Islam en auge, con
lo que también encontró su fin el Imperio romano de Oriente, Bi-
zancio. No obstante, este célebre lugar del pensamiento griego
llegaría a ser una importante causa del surgimiento del humanis-
mo en Italia y el comienzo del Renacimiento. En verdad, el huma-
nismo y, sobre todo, nuestra transmisión de la cultura griega, había
tenido ya un primer comienzo en la Antigüedad, con el ascenso de
Roma. Fue el entorno de los Escipiones el que, tras repeler exi-
tosamente la amenaza púnica, le dio una nueva orientación a la
sociedad romana al inaugurar una nueva educación de su juven-
tud, según el modelo griego. Basta pensar en los estudios de Ci-
cerón. Durante el Imperio, la cultura griega llegó a extenderse y
consolidarse hasta tal punto que en la corte del emperador romano
sólo se hablaba en griego. A este hecho le debemos también el
pensador más genial de esta época «helenística»: Plotino. Sus dis-
cípulos administrarían luego con gran éxito esta herencia durante
siglos en el Imperio romano, mientras éste siguió existiendo. A la
posterior expansión de la Iglesia cristiana y la disciplina de trabajo
de los monjes le hemos de agradecer el que la cultura griega se
transmitiera hasta la época moderna.
No ha dejado de ser un destino decisivo el hecho de que, por
esta vía, del poema de Parménides sólo nos haya llegado su pri-
mera parte introductoria. En realidad, Simplicio se atiene en su co-
pia del texto encontrado en Atenas al hecho fundamental de que
Aristóteles, en su Física, sólo se interesara por este fragmento in-
troductorio (el único conservado). Todo el texto estaba compuesto
en hexámetros, la lengua poética clásica de Homero. Los versos
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introductorios de esta primera parte conservada muestran al pen-
sador Parménides, a la vez, como un gran escritor que, por boca de
una diosa, pronuncia y funda la verdad del ser y la plena nulidad
de la nada. La parte no conservada del poema, mucho más ex-
tensa, trataba la cosmología y la astronomía de entonces, pero
también, por lo que revelan algunos fragmentos sueltos, la expe-
riencia del mundo que se le abre al ser humano. Es claro que se
obedeció la orden de la diosa de rechazar la nulidad de la nada.
Seguramente, esa parte representaba el cambio de los aconteci-
mientos naturales, el maravilloso enigma del cambio del día y la no-
che, la aparición y el velamiento de las cosas. Cabe suponer que
esta imagen del mundo que Parménides desarrollaba a continua-
ción habría quedado superada por el progreso científico que llegó
después, y por esa razón fue descuidada por Platón y Aristóteles.
De modo que, por un significativo azar, mi librito sobre el inicio
de la filosofía, basado en las conferencias italianas, se interrumpió
justamente en este punto con Parménides, del mismo modo que
todas las conferencias se interrumpen cuando se acaba el tiempo
de que disponen.
Ahora bien, había otro contemporáneo de Parménides del que
no poseemos ningún texto coherente, pero sí una enorme riqueza
de profundas citas que, durante la época helenística, se hallaban
difundidas en forma de libro. Se trata de Heráclito, «el oscuro», tal
como se le suele citar en la tradición.
Durante siglos ha sido motivo de disputa en la investigación
cuál era la relación entre estos dos grandes contemporáneos, He-
ráclito y Parménides. A mediados del siglo xix, los filólogos creían
tener una respuesta a esta pregunta: el poema de Parménides re-
presentaba la respuesta de éste a la teoría heraclitea de que «todo
fluye», que él rechazaría críticamente. Todavía hoy, esta idea sigue
determinando la disposición de las ediciones de los presocráticos.
El libro que Karl Reinhardt publicó en 1916 vino a cambiar la si-
tuación. Ya no nos atrevemos a afirmar que hubiera relación alguna
entre Heráclito y Parménides.
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Heráclito procedía —según dice bien claro la tradición— de una
familia aristocrática de Efeso, esto es, de una ciudad de la costa de
Asia Menor, que justamente por aquella época se enfrentaba a la
presión de la expansión persa, a la que acabaría por sucumbir. Es
célebre justamente que Heráclito advertía a sus compatriotas de la
amenaza de la invasión persa. La verdad es que estamos ante un
punto de inflexión de la historia cultural de Occidente: nos encon-
tramos en la llamada época colonial, en la que, entre otras regio-
nes, los griegos colonizaban el sur de la península itálica, lo que
confirió un marcado sello griego a Sicilia y las regiones costeras
del Mediterráneo. En este contexto entra la refundación de Elea,
donde vivía Parménides y donde, gracias a las enseñanzas reci-
bidas por Jenófanes, se desarrolló una «escuela» que se llamó
«eleática».
Es claro que la expansión colonial de Grecia por todo el espa-
cio mediterráneo y el que ésta se centrase en Sicilia y la Italia me-
ridional se debe atribuir, sobre todo, a la creciente presión persa en
el Egeo. Sólo después de la victoriosa defensa de la patria griega
en las llamadas guerras médicas comenzó un nuevo florecimiento
de la cultura espiritual, sobre todo en Atenas. Ya nos gustaría sa-
ber cómo se configuró la evolución espiritual de la cultura griega
en su conjunto, entre el nuevo mundo colonial y la madre patria. De
Heráclito no sabemos absolutamente nada al respecto.
No deja de resultar extraño el modo en que la investigación
consideró luego como algo obvio la cuestión de la relación entre
los dos pensadores. Baste pensar que el poema de Parménides
estaba escrito en hexámetros, mientras que el llamado libro de He-
ráclito, cuyo inicio exacto conocemos con toda precisión porque se
da la casualidad de que Aristóteles lo cita, ofrece una plétora de
profundas y artificiosas sentencias, una prosa completamente dis-
tinta. No se trata de fragmentos, sino de citas de una sabiduría de
sentencias célebre y ampliamente difundida. Es muy difícil que ta-
les sentencias constituyeran un texto en prosa coherente. Cabe
sospechar, más bien, que la maestría del estilo, a cuyo atractivo
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tampoco podemos sustraernos hoy día, tiene un origen completa-
mente distinto que la forma épica de Homero y Hesíodo. Resulta
cuestionable que tenga algún sentido aislar por grupos temáticos
las citas transmitidas y considerar todo como un texto en prosa
que sólo entenderíamos fragmentariamente. Se ha de objetar a
ello, sobre todo, que las colecciones de sentencias formaban parte
de la escritura de la época, y que también permiten reconocer
agrupaciones temáticas. En su ensayo «Heráclito entre tradición e
ilustración»,2 Uvo Hölscher ha señalado correctamente que Herá-
clito depositó de hecho su manuscrito en el templo de Efeso y que
él mismo nunca leyó públicamente su texto, como sí era habitual
que lo hicieran otros autores. Seguramente, también es cierto que
Heráclito no quería ser el fundador de una escuela. También en el
estilo se percibe una especie de nueva retórica que está destinada
ya a la lectura, y no al recitado, razón de más para que este estilo
se prestase a ser citado.
El libro que se conocía en la época estoica y, desde luego, la di-
visión en capítulos de la que se informa a finales del período hele-
nístico, apenas puede atribuirse a Heráclito. Pero tanto Hölscher
como Kahn3 están en el buen camino al sospechar que en la trans-
misión de Heráclito se trataba menos de una competencia con
otros libros que de una nueva forma de literatura. El resultado de
ambos me confirma en mi convicción de que Heráclito es mucho
más joven que los eleatas Jenófanes y Parménides. En el fondo,
Heráclito era también un ilustrado, claro que un pensador sin el
teatro sofístico. Ambos autores tienen razón al ver lo que yo he de-
fendido desde hace mucho: que la obra de Heráclito no forma
parte de la serie de las cosmogonías y que no seguía a Hesíodo.
¿Le interesaba realmente la cosmogonía y no, más bien, toda la
vida humana y política? Piénsese que Heráclito tiene ya un con-
cepto nuevo de psyché y de lógos que los poetas no conocían toda-
vía. Hasta tal punto es en todo un buscador de sí mismo.
2. En Antike und Abendland 31, 1985, págs. 1-24.3. Charles Kahn, The Art and Thought of Heraclitus, Cambridge, 1979.
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Es, además, muy significativo que, en los diálogos platónicos,
se mencione y se cite a Heráclito con particular veneración, mien-
tras que Aristóteles, por el contrario, aunque se muestra familiari-
zado con Heráclito, no parece encontrarle ningún interés. Es com-
prensible que la agudeza de la escritura de Heráclito no agradara
al lógico que era Aristóteles. Esa forma de pensar con paradojas y
contradicciones que caracteriza las sentencias de Heráclito no po-
día ser de gran ayuda para la Física de Aristóteles.
Puede ilustrarse esto con un ejemplo particular: que la tradi-
ción cosmológica de la Escuela de Mileto se encontraba a gran
distancia del pensamiento de Heráclito es algo que se puede ver
con el concepto de alma, ψυχή. Para los milesios, el alma era el
aliento, mientras que para Heráclito, el alma es el gran misterio de
una inmensidad imposible de explorar, en la que se mueve el alma
pensante. La forma del gnome, de la sentencia, está marcada por
una actitud fundamental, no sólo en el caso de Heráclito, sino tam-
bién en otros casos comparables. El que cita a Heráclito no tiene
una cosmología en mente. Y cuando, más tarde, la triunfante doc-
trina de Empédocles sobre los cuatro elementos subyace al estilo
de Aristóteles, no dejan de tenerse dificultades con el fuego. Ya
Anaximandro, con su ingeniosa hipótesis de las estrellas como
agujeros en el firmamento, había explicado la fuerza destructiva,
consumidora e ¡limitada del fuego. Pero igual que el alma designa
en Heráclito una nueva dimensión de interioridad, el fuego, des-
pués de Heráclito, estará allí donde haya calor, no sólo en el firma-
mento, sino en cualquier sitio donde haya calor vital.
Tampoco deberían dejarse a un lado, tal como ha hecho la filo-
logía hasta ahora, los informes posteriores que afirman que el libro
de Heráclito no tenía nada que ver con la naturaleza, sino más bien
con la polis la política. Se puede ver con este ejemplo cómo en la
formación de la tradición sobre los presocráticos la Física de Aris-
tóteles se ha impuesto una y otra vez en la investigación.
Habrá que preguntarse de qué modo ejercían, tanto Heráclito
como Parménides, su función de transmisores de los inicios del fi-
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losofar griego. Para ello, preguntemos a la obra de ambos. El diá-
logo platónico Parménides ofrece una clara indicación. Es Zenón
quien abre aquí el diálogo con el joven Sócrates y despeja con ello
el camino a la fundamentación matemática de los pitagóricos. Se
barrunta cómo al final se anuncia la teoría atómica, que sigue por
sí misma aferrada a la nulidad de la nada y la inalterabilidad del ser,
pues todos los fenómenos y efectos mueven a los átomos inalte-
rables. El ser verdadero de Parménides, sobre el que le ha instruido
la diosa, se confirma al final en la pluralidad de sus apariciones. Ni
el nacer ni el perecer se hallan, en dicha teoría corpuscular, grava-
dos con el antipensamiento de la nada. Más difícil parece la tosca
tesis contraria, que se veía en Heráclito como la verdad propia-
mente dicha, de que todo cambia continuamente y que en esta co-
rriente que fluye tiene su verdadero ser el único mundo que hay.
Siempre es posible imaginarse que el misterio de la muerte y del
nacimiento, que se sustrae a cualquier intento de pensamiento,
confirma el ser verdadero de Parménides y de su diosa. Desde
luego, al leer las sentencias no podemos seguir en cada caso al
Oscuro, pero siempre se siente el profundo secreto de lo uno, del
ser uno.
No es por casualidad que haga preceder la reflexión sobre el
estilo de Heráclito de un trabajo sobre su transmisión. Se me an-
toja que ésta confirma de modo decisivo que los contrarios se per-
tenecen de modo indisoluble. Hipólito (siglo III d.C.), ante el pode-
río de la mismidad de lo diverso, aventura, debido a su procedencia
cristiana, un atrevido anacronismo que debía servir para la com-
prensión del misterio de la Trinidad. Creo haber demostrado que
Hipólito, para la aplicación a la Trinidad, partió de una verdad tan
simple como ésta de Heráclito: que el padre que engendra a un
hijo se hace a sí mismo, a la vez, padre. Todo esto son tentativas de
pensamiento que se encuentran en la sabiduría dialéctica de sen-
tencias. Se ofrecen una y otra vez como fórmulas para posibilida-
des particulares. Por eso, no se ha de encontrar tan sorprendente
que haya incluido la teoría atómica. Lo nuevo y esencial es que es
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la lengua misma la que muestra la unidad de los contrarios. Se per-
cibe cómo el lógos ha abierto un nuevo dominio que no se deja re-
presentar en hexámetros. En el Parménides de Platón, se presenta
a Zenón como alguien que, en verdad, no puede separarse del Uno
en el que insiste Parménides. No de otro modo se ve la insistencia
de Sócrates en el eidos, la idea, como si, por la exclusión de lo plu-
ral, lo uno del ser fuera a conservar su sentido sin lo plural. Las cé-
lebres paradojas de Zenón son el ejemplo clásico de este destino
que se ha preparado a sí mismo.
Es como una nueva indicación para reconocer y retener la uni-
dad en lo que cambia. Ello hace de las sentencias heraclíteas una
verdad de profundidades insondables. Es posible entender que el
poder del lógos siempre haya concebido ya lo contradictorio como
una unidad, esto es, que precisamente en la diferencia de especie
del acontecer no sea el cambio, sino el ser que permanece lo que
justifique la aplicación a Heráclito y una calificación de heraclíteo
—tal como se pronuncia en el Teeteto de Platón y como enseña la
verdad de las ideas en el Sofista.
El final del volumen lo constituye una conferencia que pronun-
cié en la Academia dei Lincei, en Roma. Es tarea nuestra señalar
una y otra vez que nuestra cultura científica le debe todo lo que sa-
be y puede al acompañamiento vigilante de la ilustración y que —en
un gran arco que va desde el inicio de la filosofía— se le recuerde
una y otra vez los límites que le han sido impuestos al saber y al
poder de la humanidad. Es el arco que va desde la teoría atómica
de Demócrito, pasando por Galileo, hasta las experiencias límite de
nuestro saber y de su aplicación.
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Sobre la transmisión de Heráclito
No fue Hegel el único que se sintió atraído por la profundidad de
Heráclito, persuadido como estaba de que en las sentencias de He-
ráclito no había ni un solo pensamiento que él no hubiera acogido
en su lógica. El hecho es que las paradojas oraculares que se han
transmitido de Heráclito poseen una fascinación sin igual. Varia-
ciones de uno y el mismo pensamiento, del pensamiento de lo Uno
y lo Mismo que en la diferencia, la tensión, la oposición (Gegen-
satzlichkeit), la sucesión y el cambio es lo único verdadero, el lógos
de Heráclito aparece como la sentencia verdadera de lo que He-
gel, al final de la tradición metafísica de Occidente, llamaba «lo es-
peculativo». Allí donde se pone en movimiento el preguntar filosó-
fico, se siente, desde entonces, la cercanía de Heráclito. Quien
haya estado alguna vez de visita en la cabana de Heidegger en
Todtnauberg se acordará de la sentencia grabada allí en una cor-
teza de árbol, sobre el dintel de la puerta: τα δε πάντα οίακίζει
κεραυνός: «Y todas las cosas las timonea el rayo» (fr. 64).1 Estas
1. Para la traducción de los fragmentos de Heráclito, seguimos la versión de Alberto Ber-nabé Pérez en De Tales a Demócrito. Fragmentos presocráticos, Madrid, Alianza, 1998,salvo cuando difiere mucho de la de Gadamer, o cuando no considera auténtico el frag-
palabras son ya ellas mismas como una sentencia oracular y una
paradoja a la vez, pues, seguramente, lo que aquí se mienta no es
la atribución que tiene el señor del cielo de tronar con sus deci-
siones sobre la tierra, sino lo subitáneo de la iluminación fulgu-
rante, que hace que todo sea visible de golpe, pero de tal manera
que lo oscuro lo vuelve a devorar enseguida. Así, al menos, debía
de religar Heidegger su propio preguntar con la profundidad de
Heráclito, pues, para él, la oscura misión de su pensar no era,
como para Hegel, la omnipresencia del espíritu que se sabe a sí
mismo, que une en sí la mismidad en el cambio y la unidad espe-
culativa de los contrarios, sino justamente esa unidad indisoluble
y dualidad de desvelamiento y ocultamiento, claridad y oscuridad,
en la que se encuentra inserto el pensar humano. Arde su llama en
el rayo que, desde luego, no representa al «fuego eterno», tal como
creía Hipólito.
Los que le debemos al impulso de Heidegger el propio movi-
miento en el que intentamos pensar, sucumbimos a la misma fas-
cinación que Heráclito irradia, y en el mismo sentido. Las palabras
de Heráclito, que requieren, como decía Sócrates, un buceador de-
lio que las saque a la luz desde la oscura profundidad (Diog. Laert.
II, 22), se hallan en una rara tensión con la reivindicación de sus
palabras por los que llegaron después. En Platón todavía es donde
más se siente algo de la concisión y agudeza de su pensar y de la
penetración de sus sentencias, como cuando se dice en el Sofista
(242a) que las musas jonias de Heráclito son más tensas que las
sicilianas de Empédocles, y reconoce así en las palabras de Herá-
clito cómo están decretados lo uno y lo múltiple, la separación y la
unión, que se plantean como tarea para la propia dialéctica plató-
nica. Sin embargo, la tradición doxográfica que parte de Aristóte-
les retrointerpretó la doctrina de Heráclito en el contexto de los fí-
mento. Gadamer se guía por la edición de Diels-Kranz, mientras que Bernabé Pérez lo ha-ce por la de Marcovich, Heraclitus. Greek Text with a Short Commentary, Mérida Vene-zuela, 1967. Se ha consultado también la edición de García Calvo, Razón común. Edicióncrítica, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito. Madrid,Lucina, 1985. (N. del t)
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sicos anteriores, citando muchos testimonios en el sentido de que
también Heráclito confirmaba el gran orden de equilibrio de lo ente,
tal como entendía la interpretación aristotélica de la physis el co-
mienzo del pensamiento griego. Ahora bien, hay más de una sen-
tencia transmitida bajo el nombre de Heráclito que se inserta den-
tro de la tradición moralista Cuadra muy mal con ello la cosmología
del fuego que puede reconstruirse a partir de Aristóteles. Ya la An-
tigüedad tenía sus dudas de que el escrito de Heráclito tratase de
la naturaleza y no, más bien, de la politeia.2 Pero sí parece haber
sido una de sus distinciones el que se apelara a él como testigo
desde los más diversos intereses. A ello se debe también, sin em-
bargo, la peculiar dificultad que nos presenta la interpretación de
Heráclito. Del lado técnico hermenéutico, es un verdadero ejemplo
escolar de cuán difícil es obtener en tales textos un acceso unívoco
a la interpretación y de que de nada hay que fiarse menos que de
una cita sacada de su contexto. Así, como es sabido, la doctrina hera-
clitea del fuego maduró durante una larga historia efectiva, que con-
duce a través de la pneumatología estoica a las representaciones
cristiano-escatológicas de la conflagración universal y del fuego del
infierno. Todo eso ha quedado ya más que aclarado gracias, sobre
todo, a Karl Reinhardt. Siguiendo el modelo de filólogos como él, se
trata de volver a poner primero las citas de Heráclito con las que
nos encontremos, y que suenan como si fuesen literales, en el con-
texto del autor que las cita, y a partir de los intereses de éste, ave-
riguar el sentido que haya mentado. Sólo entonces podrá tener
éxito un segundo paso que consiste en rastrear las dislocaciones,
las fallas, las grietas y las incongruencias que se abren dentro de la
cita de Heráclito y contra el sentido que mienta el autor que lo cita
Sería ésta una empresa sin esperanza si no tuviéramos nume-
rosas sentencias de Heráclito que, claramente, justo por la incon-
2. El gramático Diodoro dice sin ambages: τα δε περί φύσεως εν παραδείγματοςείδει keisqai (Diels 142,30). Las siglas empleadas a continuación (Diels, DK, VS) se re-fieren a la edición en tres tomos de Hermann Diels y Walther Kranz, Die Fragmente derVorsokratiker, Berlín10,1961.
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fundible peculiaridad de su dicción, nos han llegado literalmente.
Su estilo era célebre. Parece que apenas tuvo modelos literarios.
Donde mejor se encuentra una tensión y una precisión comparables
de la expresión es en los cantos corales de la tragedia, a los que les
gustaba la contraposición dialéctica como correspondencia poética
a los pasos de danza del coro. Pero en Heráclito se trata, claramente,
de una prosa gnómica, cuyo mayor misterio es la parquedad en las
palabras. Quizá se pueda ver un cierto precedente de su estilo de
pensar y hablar en las pocas palabras de Anaximandro que posee-
mos y que también a un Teofrasto le llamaron la atención por ser es-
pecialmente solemnes (Diels A 9). Tenemos que partir, en todo caso,
de una pauta negativa: allí donde Heráclito habla de modo plano y
comprensible —y a veces se testimonia de él que puede hacerlo—,
apenas se estará expresando lo más propio de él, o al menos no
será reconocible, pues apenas se puede poner en duda que algunas
de las palabras citadas como suyas deben su provocadora trivialidad
simplemente a la circunstancia de que no conocemos el contexto en
el que presumiblemente obtenían toda su punta. ¿Es posible que
Heráclito, que vivía a 30 millas de Mileto, haya defendido que el sol
tiene el diámetro de un pie (fr. 3)? Se puede dejar en suspenso si otra
sentencia transmitida (fr. 45) cuadra con esta trivialidad, de modo
que tenga más punta, como ha intentado hacer Hermann Fuchs.
Pero hay otra cosa. Una sentencia transmitida es en sí misma una
armonía oculta, más fuerte que la manifiesta Por estas palabras hay
que medirla. Todas estas consideraciones no tienen otro objeto que
justificar por qué es metodológicamente lícito leer las citas de He-
ráclito en contra del sentido que le otorga el autor que lo cita, y re-
ducirlas buscando una tensión de la forma que elimine la redacción
del autor que lo cita. Esto se ha hecho ya con éxito en algunos ca-
sos, pero los conocedores de la transmisión como Karl Reinhardt
han señalado reiteradamente que, con el modo impreciso de citar y
aludir que era común a finales de la Antigüedad, más de una sen-
tencia de Heráclito puede haber pasado desapercibida en las tur-
bias mareas de los apologetas cristianos.
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Pero tanto más sorprendente resulta que incluso algunas sen-
tencias transmitidas bajo el nombre de Heráclito no hayan atraído
todavía la atención y el esfuerzo que forma parte de la tarea de ais-
lar de ellas el pensamiento y el texto literal de Heráclito. Quisiera,
entonces, dedicar este trabajo al intento de sacar de Hipólito un
nuevo fragmento que, por ahora, está ausente en las colecciones.
No es que haya sido siempre desconocido, pues una larga serie de
citas de Heráclito que Hipólito reunió en el libro IX y que pone al
servicio de sus intenciones apologéticas distingue de modo ine-
quívoco todas las sentencias como presuntamente heraclíteas. En
la introducción de esta colección de citas, que leemos en Diels
como el fragmento 50, se enumera una serie de pares de contra-
rios a los que, luego, deberían corresponder claramente las citas
correspondientes. Entre estos pares de contrarios se encuentra el
de padre-hijo. Ya Diels considera que este fragmento del pasaje es
un añadido cristiano. Pero como última cita de la serie encontra-
mos de hecho una sentencia (supuestamente) de Heráclito que
pronuncia la unidad de padre e hijo, esto es, una especie de pre-
cedente del dogma de la encarnación. Ότε μεν οΰν μη
γ ε γ έ ν η τ ο ό πατήρ,δικαίως πατήρ προσηγόρευτο,ότε
δε ηύδόκησεν γ έ ν ε σ ι ν ύπομεϊναι, γ ε ν ν ε θ ε ι ς ό υιός
έγένετο αυτός εαυτού, ούχ ετέρου. «En tanto en cuanto el
padre no haya llegado a nacer, puede con justicia ser llamado pa-
dre. Pero cuando se rebajó a tomar en sí el nacer, fue engendrado
el hijo, él mismo de sí mismo y no de alguien otro.» Esto es lo que, '
supuestamente, decía Heráclito el pagano, y enseñaba el hereje
Noeto. Está claro que el sentido de esta frase es «cristiano», pero
también que un giro como «cuando se rebajó a tomar en sí el na-
cer», incluso por el texto literal, es imposible que pertenezca a He-
ráclito. También la comprensión de la palabra «nacer»3 (werden) en
este texto es claramente la de un platonismo cristiano. Es com-
prensible, pues, que las colecciones de citas de Heráclito no hayan
3. Traducimos werden, según el contexto, como «nacer», «engendrar» o «devenir». Téngaseen cuenta que los vocablos griegos de que se trata son γ ε γ ε ν η τ ο , γ έ ν ε σ ι ν , έ γ ε ν ε τ ο .
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considerado ésta. ¿Qué es lo heraclíteo aquí? Y, sin embargo, nues-
tro autor, al citar, parece estar muy seguro cuando dice: «Pues todo
el mundo sabe que, según Heráclito, el padre y el hijo son lo mis-
mo». ¿Por qué va a saberlo todo el mundo? Evidentemente, sólo
gracias a la supuesta cita de Heráclito que sigue a continuación.
¿Es pura ficción o subyace aquí, como en la serie precedente de
citas, una sentencia que es efectivamente heraclitea y que pro-
nuncia esta unidad -seguro que en un sentido completamente di-
ferente-? Yo creo que hay que sopesar esto muy en serio. ¿No
debería ser posible quitar la capa de sedimentos cristianos y de-
terminar la sentencia de Heráclito?
Como siempre que nos encontramos con problemas herme-
néuticos de este orden, hay que seguir las primeras evidencias
esenciales que se nos presenten. Y en esta cita observo dos cosas
que son como una modesta iluminación: el asunto problemático
de las relaciones de padre e hijo y la extremada braquilogía del «hi-
jo de sí mismo». Cuando, independientemente de la cuestión de si
hay aquí algo cristiano o no, piensa uno lo que pueda significar en
realidad la identidad del padre y del hijo, no se llega seguramente,
tratándose de Heráclito, a la unidad de la familia y de la sangre,
pues la unidad genealógica de padre e hijo, tal como subyace a la
ética de modelos ejemplares y la educación aristocráticas, o la uni-
dad política de una dinastía gobernante, cuyo dominio único no se
restringe por la sucesión del hijo (es claro que Noeto lo entendía
así), no es seguramente lo que mentaba ese gran individualista que
era Heráclito, quien afirmaba oponerse con su doctrina a todos los
demás hombres. Lo que sí pueda atribuirse con razón a su nombre
tiene que haber sido algo inesperado. Ahora bien, a la relación de
padre e hijo le corresponde de hecho una rara determinación recí-
proca. El padre sólo se hace padre cuando se hace padre de su hijo.
¿Podría esconderse algo así detrás de la cita de Hipólito?
El uso de la palabra «nacer» (werderí) en la frase transmitida
tiene unos rasgos inconfundiblemente platónicos. Pero, quizá, este
uso platónico de la palabra se desarrolló a partir de un texto que
22
estaba en un contexto de sentido completamente distinto y en el
que γ ίνεσθαι y γεννάσθαι , nacer y ser engendrado, siguen
siendo uno y lo mismo. También nosotros decimos que uno se
hace (wird) padre, y así está en Hipólito en otro contexto, VI, 29:
ίνα γένηται πατήρ. Pero que uno llegue a ser padre es, a la
vez, consecuencia de sus propios actos. Lo que «llega a ser» (wird)
aquí es, claramente, no sólo que el padre que engendra engendre
al hijo (o γ ε ν ν ή σ α ς πατήρ en la lengua de Homero). Al en-
gendrar al hijo, se engendra a sí mismo a la vez como padre. Esto
aparece sorprendentemente en el texto, cuando lo reducimos a
sus elementos: δικαίως πατήρ προσηγόρευτο... γεννηθείς,
esto es: «Con razón puede decirse que un padre es engendrado»,
o también: «Con razón puede llamarse a uno padre, cuando ha lle-
gado a serlo». Si éste fuera el núcleo de sentido de la frase, se
comprendería también el pensamiento de la frase que viene des-
pués, que «Uno fue aquí engendrado por sí mismo, y no por otro»
(como se añade a continuación, de modo aclaratorio). El padre que
se hace padre asimismo es, por así decirlo, como su propio hijo. Y
esto también está en el texto: ό υιός έγένετο αύτδς εαυτού,
esto es: «Hijo de sí mismo». Esta frase no sólo quiere decir que el
ser padre y el ser hijo son dos cosas inseparables, tal como es na-
tural en todos los conceptos de relación, sino que el llegar a ser
padre y el llegar a ser hijo son lo mismo. Esto se corresponde muy
bien con las, por lo demás conocidas, contraposiciones heraclíteas,
detrás de las cuales debe pensarse la unidad del acontecer. Tiene
también, me parece, toda la concisión del tono heraclíteo. Yo con-
jeturaría, pues, que el texto literal heraclíteo es: δικαίως πατήρ
προσηγόρευτο γεννηθείς υιός εαυτού: «Con razón se
llama uno padre sólo cuando ha llegado a serlo (y no sólo vale que
sea el progenitor); hijo de sí mismo (y no de otro)». Ambos parén-
tesis son meras explicaciones, el primero lo he introducido yo para
destacar la paradoja de leer, en lugar de ό γ ε ν ν ή σ α ς πατήρ, el
γεννηθείς que él declara; el segundo añadido se encuentra, con
el mismo propósito, en el texto de Hipólito.
23
Podemos aducir a favor de esta reconstrucción que, con ella,
podría entenderse que los platónicos cristianos que eran Noeto o
Hipólito, quienes, naturalmente, estaban familiarizados, no sólo con
el concepto platónico de γένεσις, sino también con la dialéctica
de los conceptos de relación, aprovecharan la concisa formulación
de Heráclito como una anticipación de la unidad de padre e hijo. Es
claro que el «monarquismo» de Noeto (si la reconstrucción que
propongo es correcta) lo enlaza Hipólito con el υιός αυτός εαυτού
y, por ende, con la ingeniosa paradoja de la unidad del hacerse pa-
dre y el hacerse hijo, con la que Heráclito impulsa su juego dialéc-
tico. Por lo demás, y aparte de cualquier referencia a Heráclito, este
modo de argumentación se encuentra transmitido en Hipólito y
forma parte de la ambigua especulación trinitaria de los primeros
Padres. En la gran cita de Simón VI,18, se dice que: φανείς δε
αύτω άπδ εαυτού, έγενετό δεύτερος. Αλλ' ουδέ πατήρ
εκλήθη πριν αυτήν αυτόν όνομάσαι πατέρα. Segura-
mente, nadie adivinaría que aquí está Heráclito. Pero en nuestro
pasaje, no se trata de ninguna adivinanza. El texto se transmitió
como si fuera de Heráclito, y lo único metodológicamente sano
que se puede hacer es buscar su núcleo heraclíteo. En todo caso,
el paralelo de Simón muestra cómo la reformulación de la frase hi-
potéticamente en el sentido del monarquismo de Noeto estaba,
por así decirlo, en el aire. También la introducción al fragmento so-
bre el pólemos (pág. 53) parece aludir a esta paradoja. Allí, el
padre de todo lo engendrado se llama en Hipólito: γ ε ν η τ ό ς
άγένητος, κτίσις δημιουργός; el segundo giro se refiere a la
Creación, el primero a la (mitad de la) Trinidad. Pero de la siguiente
cita de Heráclito como tal no es posible en absoluto extraer el pri-
mer giro: ¡que uno se demuestre como padre y otro como hijo es
algo que debe resultar de la guerra! Se ve, entonces, que es la
identidad de padre e hijo lo que, por su postura dogmática, tiene
Hipólito constantemente a la vista frente a Noeto, y así se ve uno
indirectamente reconducido al trasfondo heraclíteo de la senten-
cia que hemos analizado. Debajo de la capa cristiana ha aparecido,
24
desde luego, un color original completamente diferente: la unidad
del engendrar y del ser engendrado. Se halla por completo en el
estilo del discurso de Hipólito sobre las doctrinas de Heráclito. Hi-
pólito quiere mostrar con Heráclito que Noeto se equivocaba al de-
cir que la identidad de padre e hijo era cristiana. La cita, pues, tiene
una motivación polémica. Pero precisamente por eso resulta difícil
que sea una pura invención. Por otro lado, tampoco hay que extra-
ñarse de la absoluta arbitrariedad de Hipólito, por medio de la cual
(en mi reconstrucción) se estiliza a Heráclito hasta hacer de él un
pseudocristiano y un hereje monarquiano.
En el mismo texto de Hipólito se vuelve a encontrar otra capa
cristiana, igual de palpable. El fragmento 63 refiere a la resurrec-
ción una sentencia que también se atribuye inequívocamente a
Heráclito. La traducción de Diels-Kranz dice (si bien no deja de ser
incierta, desde luego, en vista de cómo se ha transmitido): «Y ante
él, que está allí, se alzan de nuevo y se tornan guardianes en vela
de vivos y muertos». (En el mismo contexto sigue luego, como una
referencia previa al juicio del mundo por el fuego, la hermosa sen-
tencia: «Todo lo gobierna el rayo».) Tampoco en este fragmento 63
me parece muy difícil eliminar la capa cristiana. Un buen punto de
partida para ello lo dio Karl Reinhardt al reconocer que la doctrina
de la ekpyrosis era estoico-cristiana y desechar por ello una sen-
tencia como el fragmento 66: «Todas las cosas las discernirá y so-
meterá el fuego, a su llegada». Pero ante la sentencia de Heráclito
citada más arriba en el fragmento 63, capituló. Quisiera hacer aquí
un intento de interpretación transponiéndome al mundo de las re-
presentaciones heraclíteas. Tenemos testimonios suficientes para
ello, como el fragmento 24 y 25, pero también el 29, que tienen
por objeto la muerte del héroe en la batalla y la elevación del caído
a la gloria y la memoria de los hombres. No se aceptará que Herá-
clito se está subordinando a los fines de una exhortación política.
Antes bien, detrás de esto tiene que estar lo «sabio uno» que le da
que pensar en el caso de la muerte del héroe y de la veneración de
los héroes. Pienso que lo que le preocupa es lo subitáneo e impre-
25
decible en el cambio de las cosas: igual que la muerte en la bata-
lla propicia la elevación y transfiguración del caído, y hace apare-
cer la muerte como una vida superior. Algo parecido se dice de la
guerra, que a unos los «muestra» como dioses y a otros hombres.
Semejante elevación (en el sentido más literal) me parece que,
en nuestro texto, se halla en la palabra griega έπανίστασθαι,
«alzarse». En un contexto semejante, que uno se haga guardián
que vigila adquiere el significado de que el caído, como alguien que
conserva lo justo, pone a la vista de todos los demás la virtud y la
fama. Puede incluso que el giro «de vivos y muertos», que suena
tan cristiano, tenga aquí un sentido originario auténtico: es para los
supervivientes, así como para todos los muertos a los que no
acompaña ninguna fama, para quienes se erigen estos modelos de
valentía. El tono cristiano del viaje a los infiernos de Cristo y el
reino sobre los vivos y los muertos podría haberse añadido, pues,
posteriormente —tan posterior y, desde luego, tan desacertada-
mente como la equiparación que se hace en las líneas siguientes
del rayo y el fuego eterno.
Si alguien pretendiera más bien reconocer aquí—como Diels
en el fragmento 63 y en el 26—, en cada detalle, el procedimiento
de los cultos mistéricos, habla en contra de ello, en principio, el que
Heráclito, desde su posición marginal, criticara claramente la prác-
tica de tales cultos (¡fr. 5!). Que su lenguaje pueda recordar a los
cultos mistéricos no hace falta discutirlo. Pero es palmario que él,
que quería ser el único iniciado en el εν σοφόν, no podía equiparar-
se por sí mismo con los iniciados de una comunidad de culto. La
verdad es que hay testimonios inequívocos de que no acentuaba
su posición marginal frente a las religiones con menos intensidad
que frente a los llamados sabios.
Ya se ha mencionado que la doctrina heraclitea del fuego -de
modo semejante a la unidad de padre e hijo y la (supuesta) resu-
rrección- encontró una resonancia cristiana, transmitida en este
caso por medio de los estoicos. También aquí me parece posible
retirar algunas capas de cristianismo, y habría que ser prudente al
26
desechar por completo una sentencia citada como de Heráclito en
esta serie de citas de Hipólito. Reinhardt ha hecho plausible que el
propio Heráclito llamara al fuego φρόνιμον, es decir, «prudente».
También en Heráclito suena que el fuego confluya con la claridad,
la sequedad, la finura, la liviandad y, en definitiva, con el conoci-
miento. De este modo, hay que buscar el enlace que existe entre el
fuego y las profundas palabras que Heráclito dice sobre la psyché.
En todo caso, siempre habrá que sopesar hasta qué punto puede
adivinarse un sentido originariamente heraclíteo detrás de las ca-
pas cristianas. La sentencia π ά ν τ α γ α ρ το πυρ έ π ε λ θ ό ν
κρίνει και καταλήψεται («Todas las cosas las discernirá y so-
meterá el fuego a su llegada») es de este tipo. Podría ser efectiva-
mente una declaración racional de Heráclito si se tradujera
κρίνειν no como «juzgar», sino como «discernir», y con ello sólo se
quisiera decir que el fuego está en condiciones de atraparlo todo,
para hacer arder lo que sea combustible y convertir a lo demás en
brasas.4 Esto no sería una mala indicación del problema cosmoló-
gico de que el fuego tiene que ser un componente elemental del
orden universal. Pensar el fuego que todo lo devora y a lo que nada
se resiste como una parte de la existencia ordenada del universo
es, claramente, un problema particular de la cosmología antigua.
Todavía el pitagórico Timeo se ve conducido al sofisticado uso de
una proporción doble para mantener separados el agua y el fuego
en la clasificación de los elementos, de modo que el mundo
φιλίαν έ σ χ ε ν (Tim. 32b). Es claro que, para Heráclito, lo carac-
terístico del fuego reside en su poder inexorable, con el que puede
atraparlo todo —y, sin embargo, «se enciende según medida y se
4. Así se explicaba el relato de Sexto Empírico la influencia de θείος λ ό γ ο ς enHeráclito: διάπυροι γ ίνονται φωριοΟετες δε σβέννυνται(VSA 16,130). VéaseEmp. B 62, 2: κρινόμενον πυρ «El fuego que se discierne» (Diels) es allí también unfuego que da el impulso para la διακρίνεσqαι de las cosas (Met. A 4 985 a 24). No hayningún sentido jurídico ni en κρίνειν ni en καταλαμβάνεσqαι. (Compárese tambiénHipassos [VS 8 A 11], donde, junto a πυρ y φυχή ό αριθμός como κριτικόνκοσμουργού aparece θεού όργανον.) En cambio, la frase no es un mal comentario alάπτεσqαι (fr. 26), que fascinaba a Heráclito como fenómeno y como metáfora, según
muestro a continuación.
27
apaga según medida»—. No es posible un orden cosmológico si no
se le ponen también límites al fuego —como en la trayectoria cir-
cular del sol.
Pero ¿qué es lo que hace que el fuego, que todo lo consume,
logre tener un valor expresivo tal que se lo puede oponer con tan
provocativa decisión a las representaciones de equilibrio cosmo-
lógico que tenían los milesios (fr. 31)? Éstos enseñaban el trán-
sito entre aire, agua y tierra, esto es, el cambio de los estados de
agregación, pero no incluyeron el fuego en este proceso de con-
densación (como sí lo hace el fr. 30). Por el contrario, puede
verse el esfuerzo cosmológico que hace Anaximandro para enla-
zar el fuego del cielo, a pesar de su propagación destructora, que
es suya propia, con un orden universal. Se inventa esa corona se-
paradora con aberturas por las que brilla el fuego incandescente
en la suave esfera de estrellas que calientan e iluminan (Diels
A12). Heráclito, por el contrario, se atreve a distinguir precisa-
mente el fuego, eternamente vivo, como lo Uno detrás de todos
los fenómenos y tránsitos. Esto es, desde luego, menos cosmolo-
gía que crítica de la misma. En su base está el interés de ver con-
juntamente con el fuego a la psyché y el pensar. Esto puede ilus-
trarse de dos maneras. Por un lado, en la unidad heraclitea de
fluir y detención, que encierra en sí la lámpara ardiendo (la lám-
para de aceite) y su llama flameante tanto como la mismidad del
alma que expulsa su vapor desde lo húmedo (fr. 12). Hasta su es-
tado supremo: «Un hombre prende en la noche una luz para sí»
(fr. 26).
De acuerdo con ello, las doctrinas del río y del alma parecen
formar parte íntimamente la una de la otra. No voy a tratar aquí
exhaustivamente el oscuro fragmento 26, sino sólo hacer notar
que la reconstrucción estilística de la sentencia me sigue pare-
ciendo bastante deficiente. No es probable que una sentencia tan
verbosa sea de Heráclito. Por eso, creo que en ambos casos, el
αποσβεσθείς όψεις es un añadido explicativo posterior, y cabe
preguntarse si Heráclito no esperaba también que se malenten-
28
diera muerte cuando decía vida.5 Pero hay otro aspecto de este
contexto que hace comprensible la distinción «cosmológica» del
fuego. Sin duda alguna, Heráclito veía (como Platón) que el fuego
y el calor son en el fondo una y la misma cosa. Hay fuego en no-
sotros y en todo lo que tenga calor. Sólo en apariencia es la infla-
mación abierta del fuego —a los ojos del profano— algo completa-
mente diferente. Así tiene que haber pensado Heráclito. Si esto es
correcto, me parece que se ofrece una vía para hacer un poco más
comprensible el doble rostro del fuego del calor y el fuego de la
llama, por un lado, y de la vida y la conciencia, por otro; y, una vez
más, de manera tal que se impone una referencia a Heráclito en un
pasaje inesperado. Se trata de un pasaje del Cármides de Platón
(168e y sigs.). Suena en él la pregunta por la autorreferencialidad
del saber: «Oír y ver y además movimiento que se mueve... todo
eso puede tener mucho de increíble, pero, quizá, para algunos no,
si hace falta también un gran hombre para distinguir eso que tiene
en sí mismo su dynamis». El contexto de esta sentencia apunta a
la paradoja de un saber que no consiste en que sepa algo, sino en
saberse a sí mismo. Por lo demás, la referencia se refiere siempre
a otra cosa, por ejemplo, a lo mayor y lo menor (168c). Pero, cier-
tamente, ver y oír también tienen algo de referencia a sí mismos;
como dice también Aristóteles, hay una percepción de la percep-
ción (De an. Γ 2). Como nivel previo al saber del saber vienen muy
bien seguramente estos dos ejemplos. Algo parecido ocurre con el
automovimiento, que es el secreto de la vida, de la psyché. Así, de
hecho, en el Fedro y en el libro 10 de las Leyes, Platón enseñaba
esta autorreferencialidad de la psyché, esto es, del movimiento que
se mueve a sí mismo, también esto un buen vínculo entre ver, oír y
saber. Pero en esta serie entre los sentidos y el automovimiento y,
finalmente, el saber del saber, se encuentra, muy llamativamente,
lo que yo había dejado fuera del texto: και θερμότης κάειν, «el
calor que se inflama». Parece que se le concede aquí al calor una
5. De modo que incluso αποθανών sólo sería un añadido explicativo (como ya suponíaWilamowitz).
29
especie de automovimiento, una capacidad de encenderse a sí
mismo. Lo que se describe con esto en cuanto fenómeno es bien
claro: el repentino saltar de la llama que sale de un leño calentado.
Esto se halla aquí entre el automovimiento de lo vivo y la autorre-
ferencialidad del saber. Tampoco me parece que éste sea un lugar
sin importancia. Lo asombroso de este fenómeno es que tenga lu-
gar sin transición. Ocurre de pronto, todo se hace distinto de re-
pente al encenderse la luz (fr. 26: άπτεσθαι), como en la apari-
ción del rayo, como en la claridad del pensamiento que se
enciende. No es, seguramente, un interés por el conocimiento de
la naturaleza el que Heráclito tenía en el inflamarse —y segura-
mente, tampoco por las «transformaciones del fuego» (fr. 31)—: es
la imposibilidad de concebir un tránsito sin mediación lo que le da
que pensar y lo que da a pensar «lo Uno». La ausencia de transi-
ción en estas transiciones del sueño al despertar o de la vida a la
muerte apunta, en definitiva, a la experiencia enigmática del pen-
sar, que despierta de pronto y que luego vuelve a hundirse en lo
oscuro.
He puesto delante este ensayo sobre Heráclito para mostrar
en un ejemplo concreto de qué modo tan difícil, y sorprendente-
mente rico en consecuencias, las huellas tardías del pensar hera-
clíteo han formado nuestra transmisión.
30
Estudios heraclíteos
Heráclito sigue siendo un reto constante para todo el que piensa.
Hombres como Hegel, Nietzsche y Heidegger lo han afrontado de
los modos más diversos. Desde la perspectiva filológica se han rea-
lizado innumerables comentarios, pero sigue siendo cierto lo que
ya valía para la Antigüedad: no deja de ser el oscuro. Falta una
orientación fundamental fiable que permita captar esta figura que
oscila entre la moral y la metafísica Sin embargo, me parece que hay
dos puntos en los que no se ha reparado lo suficiente: el modo en
que Platón se refiere a Heráclito y el estilo en el que Heráclito
construye sus sentencias.
Me permitirán que describa primero la significación filosófica
que va unida a toda interpretación de Heráclito, para entrar luego
en problemas hermenéuticos, a menudo de orden filológico. Lo
que poseemos de Heráclito son exclusivamente citas de autores
posteriores, comenzando por Platón, que atraviesan toda la Anti-
güedad tardía. Se trata, además, en Heráclito, de proposiciones en
forma de sentencias que ya en la Antigüedad eran célebres por su
oscuridad y profundidad. Parece que Sócrates dijo que lo que él
había entendido de ellas era excelente; y confiaba en que lo mu-
cho que no había entendido también lo fuera. Hacía falta, desde
luego, un buceador delio -un auténtico experto del buceo- para
sacar a la luz el tesoro de las profundidades.'
Pero hay todavía otra dificultad enorme que nos desconcierta
en todo intento de comprender el pensar griego y. que también ac-
túa en el caso de Heráclito. Se trata del efecto que todavía sigue
teniendo el surgimiento de la ciencia moderna, cuyo acto pionero
fue la física galileana, y que domina todos nuestros hábitos de,
pensamiento. Desde entonces, el concepto de método es constitu-
tivo de lo que pueda llamarse «ciencia». A ello va unido el que la fi-
losofía de la Edad Moderna haya erigido su propia autofundamen-
tación filosófica sobre el concepto de autoconciencia. Por regla
general, se apela para este giro, que se inició con el desarrollo de
las modernas ciencias naturales, a la célebre duda cartesiana. Se
distingue en ésta el cogito ergo sum como la realidad indudable
de quien piensa y duda, como el fundamento más seguro e incon-
movible de toda certeza. Cierto que esto no era todavía filosofía de
la reflexión en el sentido pleno de la palabra, fundada en el con-
cepto de la subjetividad y a partir de la cual queda redefinido el
sentido de objetividad. Pero desde que Kant recogió esta distin-
ción cartesiana de la res cogitans en su demostración crítica de
la filosofía trascendental y fundamentó la justificación de los con-
ceptos del entendimiento en la síntesis de la apercepción, en el
" hecho de que el «yo pienso» debe poder acompañar todas mis re-
presentaciones, el concepto de subjetividad se vio elevado a una
posición central. Los sucesores de Kant, sobre todo Fichte, de-
sarrollaron como programa la deducción de toda justificación de
verdad, toda fundamentación de validez, a partir del principio de la
autoconciencia. De este modo, el primado de la autoconciencia
frente a la conciencia de algo se convirtió en el estigma del pensar
1. VS 22 A 4. Indico los números de los fragmentos en las citas de Heráclito en el texto se-gún Diels/Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker (VS). [Edición española, Fragmentospresocráticos, Madrid, Gredos, 1984]. No obstante, se ha de cotejar siempre con I. Bywater(Heráclita Ephesii Reliquiae, Oxford, 1877) y Charles H. Kahn (The Art and Thought ofHerac/itus, Cambridge, 1979).
32
moderno. Incluso el ambicioso intento que emprendió Husserl de
llevar efectivamente a cabo, por primera vez, la filosofía como cien-
cia estricta también se apoya sobre este suelo, del que sólo inten-
taron soltarse los audaces intentos de pensamiento de Heidegger
y Wittgenstein. De hecho, el idealismo alemán había formulado en
su día algo que caracteriza de modo filosóficamente adecuado la
nueva posición del hombre en el mundo: la agresiva actitud de
la ciencia moderna frente a la naturaleza que nos rodea. Como fi-
losofía trascendental, la subjetividad ha ido acompañando la cam-
paña triunfal de la ciencia moderna. Entretanto, la duda en la cer-
teza de la autoconciencia hizo presa en el pensar moderno hasta
quitarle el aliento. Nuestro siglo está profundamente determinado
por ello. Comenzó con Nietzsche. El psicólogo que había en él, a la
vista de la duda cartesiana, planteó la exigencia de que «Hay que
dudar hasta el fondo». Esto se cumplió con una sacudida radical de
la ingenua certeza de sí y condujo a dudas sobre las afirmaciones
de la autoconciencia como las que encontramos en los diversos
aspectos del historicismo, la crítica de las ideologías o el psico-
análisis. Desde entonces ha llegado a ser una tarea inevitable vol-
ver a pensar a fondo una y otra vez la problemática que reside, para
la filosofía, en la posición central de la autoconciencia.
En esta cuestión puede guiarnos la evidencia fenomenológica,
que restableciera primero Franz Brentano y que a Aristóteles no se
le había pasado por alto en su antropología (De anima, Γ) e incluso
en su fundamentación de la «filosofía primera» sobre el nous que se
piensa a sí mismo. Frente a la intencionalidad de la conciencia, que
siempre es conciencia de algo, la reflexividad de la autoconciencia
posee un carácter secundario. El primado de la autoconciencia sólo
puede hacerse valer si se le reconoce una preeminencia absoluta al
ideal de certeza, o mejor, al ideal de un cercioramiento metodoló-
gico de la validez real de la construcción matemática, según ésta
constituye la esencia de la ciencia natural moderna desde Galileo.
El Dios de la ontoteología aristotélica, por mucho que sea el
primum movens y que, en tanto que constante actualidad de sí
33
mismo, sea el ente supremo, no tiene en modo alguno la función
de fundamentar o asegurar el conocimiento humano. La estructu-
ra de la mismidad apunta a otras conexiones que ese fundamentum
inconcusum en calidad del cual resiste la autoconciencia frente a
todo escepticismo. Si hay algo que puede ser de ayuda a nuestro
meditar moderno sobre el enigma de la autoconciencia, es segu-
ramente el hecho de que los griegos no tenían una expresión para
sujeto o subjetividad ni tampoco para la conciencia o el concepto
de yo. Por más que, mirando abiertamente lo que se muestra, aco-
gieran finalmente en su mirada el milagro del pensamiento mismo,
nunca, ni siquiera Aristóteles, afirmaron que la autoconciencia tu-
viera una posición central.
Para liberarse de esta perspectiva moderna, uno se ve devuelto
a la dimensión histórica que conduce de Descartes a Agustín y de
Agustín a Platón. Quisiera mostrar ahora que puede todavía conti-
nuarse más allá de Platón, a saber, hasta Heráclito.
Una cuestión que se plantea es la de si se puede ver a Herá-
clito desde este contexto de problemas de la autoconciencia o si
su pensamiento apunta más bien hacia otra vía para pensar la po-
sición del hombre en el mundo. Heráclito goza de una fama parti-
cular. Se la debe no sólo a su proverbial oscuridad, ya mencionada,
ni al uso que ya Platón hiciera de su nombre, ni tampoco en última
instancia, a su presencia en Hegel, quien, al final de todo el camino
de pensamiento de la metafísica occidental, dijo que no había ni
una sola sentencia de Heráclito que él no pudiera acoger en su
Lógica. Heráclito ejerció una atracción muy particular sobre el ex-
tremismo radical de Nietzsche y la intelección que tuvo Heidegger
del final y el inicio de la metafísica. Quien haya estado alguna vez
en la cabana de Heidegger en Todtnauberg, en la Selva Negra, ha-
brá visto allí, grabada sobre una corteza encima de la puerta de en-
trada, la sentencia de Heráclito: «Todo lo gobierna el rayo»,2 una
sentencia rara, honda y turbadora; y una manifiesta paradoja. En
2. Fr. 64: τα δε πάντα οίακίζει κεραυνός
34
lugar de la mano tranquila que conduce al barco por las olas, apa-
rece el rayo que salta de pronto y se apaga. Se puede intentar adi-
vinar el sentido de esta sentencia, pero la interpretación que do-
mina hasta hoy, consistente en ver en el rayo un atributo de la
deidad que todo lo gobierna, no presta oído a lo paradójico, que en
Heráclito siempre quiere que se le preste oído. La fascinación par-
ticular que parte de Heráclito va ligada, no en última instancia, a la
estructura dialéctica y paradójica de tales sentencias. La tensión
especulativa de su pensar le conduce una y otra vez a formulacio-
nes extremadamente concisas. Todas ellas son como la frase del
río que fluye eternamente, en el que no se puede entrar por se-
gunda vez -y del que las almas se evaporan (fr. 12).3
Ahora bien, como investigadores modernos educados para la
crítica histórica, no podemos, desde luego, dejarnos llevar de modo
inmediato por una identificación ingenua con la fuerza declarativa
de tales sentencias. Tenemos que concentrarnos en las condicio-
nes en que se ha transmitido el texto en cada caso, pues esas con-
diciones nos permiten al acceso a los textos que leemos como
fragmentos. Con el tiempo hemos llegado a saber muy bien qué
son las citas, lo que puede hacerse con ellas y cómo puede abu-
sarse de ellas, ocultando su sentido hasta que resulte imposible
encontrarlo. Así, la investigación heraclitea es una tarea herme-
néutica muy particular. Hay que preguntarse constantemente: ¿có-
mo descubrir y cómo quitar las capas superpuestas de compren-
siones previas sugeridas por los autores que lo citan, y con qué
medios podemos llegar a una comprensión de Heráclito y sus
sentencias que sea históricamente adecuada, pero que no carezca
de fuerza expresiva filosófica?
Pienso que debería concedérsele de antemano una cierta pre-
eminencia a nuestro testigo más antiguo, Platón. Sus escritos son
el primer texto filosófico que poseemos de modo completo. Todo lo
anterior son fragmentos, esto es, citas o colecciones de citas de
3. Véase nota 14, más abajo. (N. del f.)
35
autores posteriores que, ciertamente, todavía conocían el «libro» de
Heráclito, pero que lo sacaban a colación para sus propios fines.
Naturalmente, esto es algo que Platón también hacía cuando ins-
trumentaba su propio pensar con sus referencias a Heráclito, pero,
aún así, no deja de ser nuestro testigo más antiguo.
Ahora bien, los diálogos platónicos ofrecen una imagen de He-
ráclito peculiarmente ambigua. Por un lado, se usa en ellos a Herá-
clito como autor y símbolo de una visión del mundo que no sabe
nada de la mismidad permanente de la esencia de las cosas, del
eidos, sino que ve todo en transformación, fluyendo. En una cono-
cida construcción del Teeteto, Platón calificó de heraclíteos a to-
dos los pensadores anteriores, de Homero a Protágoras (con la
única excepción de Parménides) (Teet. 152e). Para quien conozca
el estilo platónico, esto significa que se ha estilizado aquí a Herá-
clito para hacer de él un tipo que no necesariamente coincide con
lo que Platón mismo veía en Heráclito; y menos con lo que Herá-
clito haya dicho o querido decir efectivamente. ¡Pues no mete Pla-
tón aquí a gente en el saco de los heraclíteos! Heráclito se repre-
senta aquí como una especie de tipo ideal en contrario. Lo que se
pone bajo su nombre debe señalar expresamente a la excepción
que, a los ojos de Platón, representa el gran eléata como precursor
de su propio pensamiento del eidos.
Si consideramos las otras alusiones a Heráclito en la obra pla-
tónica, el asunto toma un aspecto completamente distinto. En un
célebre pasaje del Sofista, donde tenemos que ver la raíz de todo
nuestro conocimiento erudito de las doctrinas presocráticas (Sof.
242c y sigs.), se dice sobre los anteriores que unos habían ense-
ñado que el ente verdadero es lo plural, asió del otro modo, mien-
tras que otros, por el contrario, que es lo Uno, pero que las musas
jonias y sicilianas habían considerado que era más prudente en-
tretejer lo Uno y lo plural. No cabe duda de que con «musas jonias»
se está refiriendo a Heráclito. De estas musas jonias que hablan
por boca de Heráclito, se dice que habrían pensado con más agu-
deza que las sicilianas al enseñar, no sólo la sucesión de pluralidad
36
y unidad, de períodos universales de dispersión y otros de reunifi-
cación en la unidad, tal como, a ojos de Platón, había hecho el poe-
ma de Empédocles. La tesis más aguda es la de la simultaneidad
del dispersarse y el unificarse. Y a Heráclito se le atribuye que lo
Uno y lo plural no son algo sucesivo, sino que son a la vez toda la
verdad del ser. Sobre este punto, Platón le hace citar al extranjero
de Elea una sentencia de Heráclito. Vuelve a aparecer otra vez en
Platón, citada por el médico Erixímaco (Banq. 187a). La formula-
ción exacta de la frase es incierta, como la mayoría de las citas
griegas, pues pertenecía a la elegancia de la escritura no usar, en
lo posible, citas literales, sino insertarlas en la propia argumenta-
ción; con lo que una de las principales dificultades que nos depa-
ran los textos griegos es adivinar dónde empieza realmente una
cita y hasta qué punto se trata de una adaptación al pensamiento
del propio autor.4 La sentencia legitimada por Platón dice:
διαφερόμενον άει συμφέρεται (Sof. 242e). A la que corres-
ponde: το εν γαρ φησι διαφερόμενον αυτό αύτω συμφέρεσϋαι
ώσπερ άρμονίαν τόξου τε καΐ λύρας (Simp. 187a; véase fr. 51
y fr. 8). Traducido: «Lo uno que diverge en sí mismo, converge
siempre consigo mismo».
Una formulación dialéctica sumamente paradójica. A Heráclito
le gusta dar ejemplos para tales paradojas. Y así, en el Banquete
continúa con «la armonía del arco y la lira». De modo parecido, «El
ciceón se descompone si no lo agitan».5 Heráclito ilustraba su autén-
tica sabiduría, su σοφόν, con muchos ejemplos parecidos. El mis-
mo giro que encontramos en el Sofista (242e) se pone en el Ban-
quete (187 a) en boca del médico Erixímaco, y esto es significativo.
Su falta de comprensión para la unidad especulativa de los opues-
tos es caricaturizada por el modo en que el médico realiza una
arrogante crítica a Heráclito. El pasaje del Sofista muestra inequí-
vocamente que el propio Platón entendía seguramente que Herá-
4. Los estoicos llamaban a esta adaptación συνοικειοϋν.5. Fr. 125: και ό κυκεών διίσταται <μή> κινούμενος
37
dito no se refería, como Erixímaco, a la unidad como el resultado
que se tiene finalmente (έπειτα ύστερον όμολογησάντων,
Banq. 187b 1). Al contrario. Se trata precisamente de lo simultá-
neo (véase fr. 18: το άντίξουν ουμφέρον). Tenemos aquí, pues,
un punto de partida seguro, confirmado además por numerosas
variaciones de lo mismo. La cuestión es cómo reunimos nosotros
el heraclitismo de las cosas que están en flujo constante y la tensa
unidad dialéctica que se halla comprimida en tales sentencias.
Partamos de los fenómenos que Heráclito tiene a la vista. Ahí
está el río en el que todo fluye en cambio constante. Pero es el
mismo río.6 También el río es, pues, en definitiva, un ejemplo de la
unidad de los contrarios, de la que Heráclito habla en innumera-
bles giros: guerra y paz, hambre y saciedad, mortales e inmortales,
dioses y hombres, etc.; una plétora de contrarios extremos. De
todo ello afirma él que son Uno. Lo que mejor enlaza con esto es
el ejemplo del río como la unidad del curso fluvial y el desasosiego
de su fluir. El misterioso problema que se muestra en todos estos
contrarios es, claramente, que lo mismo, sin transición, se muestra
como otra cosa. En todos estos ejemplos se muestra lo que los
griegos llamaban la metabolé( μετά βολή), el cambio repentino. Lo
que lo distingue es esta brusca subitaneidad. La experiencia del
pensamiento que subyace aquí parece ser la de la esencial falta de
fiabilidad de todo lo que se muestra ya de una manera, ya de otra.
En el instante siguiente se puede volver a presentar de otro modo
y ya no así. No cabe duda de que la intelección de la falta de fiabi-
lidad de todas las cosas, que, sin duda, subyace ya al pensamiento
eleático, inspiró también el pensamiento del eidos de Platón. La
irónica artificialidad con que son introducidos los heraclíteos en el
Teeteto habla en favor de que Platón sólo erigió la construcción
contraria de un fluir universal, según creo yo, para darle perfil a su
pensamiento del eidos. Quizá había encontrado ya en Cratilo o en
6. Platón, Crat. 402a: είη τον αυτόν...; y Heráclito, con un claro énfasis, fr. 12:ποταμοΐσχ τοϊσιν αύτοίσιν έμβαίνουσιν ετέρα και ετέρα ϋδατα έπιρρεΐ...
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otros heraclíteos «genuinos» la doctrina misma. Me parece que
esto se desprende indirectamente del modo en que se introduce
en el Teeteto el tema eleático. No sólo se señala anticipadamente,
para despertar la tensión, al pensamiento eleático, y en particular
al Sofista. De modo todavía más claro habla, me parece, la funda-
mentación de por qué Sócrates deja aquí de lado la doctrina de
Parménides: «Porque, si no, aquello por lo que estamos de camino
en nuestra conversación, la esencia del conocimiento, permanece-
ría sin investigar»7 —como si el conocimiento fuera comprensible
sin el pensar eleático—. Manifiestamente, ésta es precisamente la
enseñanza que Teeteto tiene que extraer del diálogo con Sócrates
y, por eso, al día siguiente, es el extranjero de Elea quien pasa a di-
rigir la conversación. Sólo en este diálogo sobre el Sofista apren-
dería Teeteto lo que es el conocimiento: no una evidencia inme-
diata, sino λόγος. Pero ¿es que hay que enseñarle a Heráclito algo
así? La teoría procesual, que Sócrates desarrolla en el Teeteto a
partir de la doctrina del fluir, tiene su pilar más firme en la senten-
cia heraclitea de las aguas siempre nuevas que fluyen en la misma
corriente. Pero esto parece apuntar también a otro sitio completa-
mente diferente: «También las almas despiden vapor desde lo hú-
medo» (fr. 12)8 -y cuyo lógos, precisamente, parece insondable
(fr. 45)-. Parece que éste fue el profundo presentimiento de He-
ráclito, y esto es precisamente lo que atrae en particular el interés
de la época moderna. Parece que está aquí implicada la estructu-
ra de la autoconciencia -y, en verdad que el lógos está pensado
como principio del mundo— Hegel ante diem.
Pero ¿cómo casa esto con el resto de la transmisión? Como es
sabido, ésta se halla decisivamente marcada por Aristóteles. Él es
7. Teet. 184a 3 y sig..-κα'ι το μεγιστον,ού ένεκα 6 λόγος ώρμηται,έπιστήμης περί τί
ποτ' εστίν άσκεπτον γένηταν8. La autenticidad de esta frase final del fragmento 12 es discutida. Marcovich, por el quese guía la traducción de Bernabé Pérez, no la considera. Traducimos aquí de la versión ale-mana que da Gadamer. En García Calvo, corresponde al fragmento 108, την ψυχήναΰστησιν ή άναθυμίασιν, que él traduce: «El ánima... desecamiento o evaporación».
(N. del tí
39
la principal fuente para nuestro conocimiento de los presocráticos.
En lo que se refiere a Heráclito, sin embargo, la cosa tiene muy
mala pinta con Aristóteles. Nos cuenta éste que algunos afirman
que Heráclito, claramente a causa de sus paradójicas formulacio-
nes, no le daba validez al principio fundamental de todo conoci-
miento, el principio de no contradicción (Met Γ 3, 1005b 24). Mal
recomendado estaba, pues, a los ojos de Aristóteles, si bien es
claro que éste no se tomaba en serio esta afirmación polémica.
Más peso tiene el hecho de que lo que a Aristóteles le interesaba
sobre todo, la física, era extremadamente difícil de vincular con He-
ráclito. Esto dará aún mucho que pensar. La perspectiva que guía
a Aristóteles, que él ve confirmada al examinar a los presocráticos,
y que hace valer contra el pitagorismo de Platón, no es tanto la es-
tructura ordenada del universo en números y proporciones como
la constitución ontológica de la naturaleza (φύσις), consistente en
moverse por sí misma: la intuición de la naturaleza del universo en-
seña que éste se sostiene a sí mismo, se mueve y se ordena, es
equilibrio en sí mismo. Así, a sus ojos, la cosmología griega se de-
sarrolla como la verdad que subyace a las cosmogonías de los
pensadores más antiguos, apoyadas originalmente en lo religioso
y luego, cada vez más, en observaciones científicas. El mundo no
necesita de un Atlas que lo sostenga. Se sostiene a sí mismo y se
sostiene a sí mismo en orden. (Así se afirma todavía en el Fedón,
véase 99b-c.)
Lo que sabemos de Heráclito no cuadra precisamente muy
bien con eso. Que lo ente sea en el fondo fuego no es muy apro-
piado para hacer comprensible el orden estable del universo o la
historia de su génesis. Es claro que al fuego que todo lo devora no
hay nada que pueda impedirle hacer presa en todo. No iba a ar-
monizarse con los otros elementos. El Timeo de Platón nos des-
cribe cómo, con ayuda del cálculo y de la teoría de las proporcio-
nes, en la ordenación del universo se mantienen artificialmente
separados no sólo la tierra y el fuego, sino también, a través del
aire, el agua y el fuego (Tim. 31 b y sigs.). Cuando Anaximandro,
40
uno de los grandes investigadores jonios antes de Heráclito, ex-
plica, según se dice, el papel de los cuerpos celestes y su figura,
parece encontrarse en grandes apuros. El sol, la luna (si es que no
se sabe que la luz que tiene ésta es sólo prestada) y las estrellas
son seguramente fuego. Pero ¿cómo puede el fuego tener una fi-
gura y un contorno tan claro e iluminar siempre del mismo modo?
Anaximandro llega aquí a la idea de las aberturas, los tubos en la
gran rueda del cielo, a través de los cuales el fuego, que brama de-
trás de ellos, aparece como un reposado iluminar. Así, al menos,
nos lo cuenta la doxografía.
Ahora bien, hay ciertamente otra vía para pensar el misterioso
ser del fuego como principio cósmico, y es su presencia en todo lo
que está caliente. Tiene algo de evidente que el origen de la vida
depende del calor, y sólo hay que pensar en la doxografía sobre
Anaximandro (12 A 30) para ilustrarlo. Pero con ello no está dada
una interpretación material del fuego como elemento de las cosas.
Los testimonios de ello no son precisamente favorables. Es cierto
que Platón, en el Cratilo (413d), menciona la interpretación del
fuego como «lo caliente mismo» (αυτό το ϋερμόν), aquello que
tiene fuego dentro; pero lo hace en un contexto que no sólo es ex-
tremadamente lúdico, sino que no tiene nada que ver con pers-
pectivas cosmogónicas. El Cratilo (413b 4, c1) alude más bien a la
representación heraclitea del sol que se enciende siempre de
nuevo (νέος εφ' ήμερη, fr. 6), o bien al sol que nunca se pone (το
μη δΰνόν ποτέ, fr. 16). También la alusión al sol de Heráclito en la
República (Rep. VI, 498a) documenta que esta doctrina de Herá-
clito era ciertamente conocida, pero no precisamente por ser cos-
mológicamente progresista. En otros pasajes en los que el fuego y
el calor aparecen en Platón casi como la misma cosa,9 no parece
que nada suene en ellos a Heráclito. Aristóteles apenas menciona
a Herácito en su introducción a la Física ni en la Metafísica. Sim-
plicio (en Phys. 24,1 y sigs.) presenta una pura construcción que,
9. Por ejemplo, Fed 103d y sig.; Filebo 29b y sig.
41
manifiestamente, procede de Teofrasto, y él mismo ve muy bien
que es desafortunada.10
Aunque supongamos al fuego en todo lo que está caliente, y
con ello, en todo lo que está vivo, tal como podemos hacer basán-
donos en Platón," el problema cosmológico del fuego sigue
siendo difícil. No se deja comprender como elemento, como parte
componente. Aristóteles no sabe qué hacer con él. No es fácil ver,
de hecho, cómo se puede querer construir una cosmología sobre
la base del fenómeno originario del fuego. Pero, ¿es que ha plan-
teado Heráclito una cosmología?
Tenemos razones para dudar de ello. Hay, para empezar, una
transmisión antigua a la que, en mi opinión, no se ha tomado sufi-
cientemente en serio. Es claro que la presión de Aristóteles y Teo-
frasto era tan fuerte que se acabó viendo en general a todos los
presocráticos como cosmólogos. En la época de Cicerón, un es-
toico, Diodoro, que todavía conocía el escrito de Heráclito, nos
transmite que ese escrito no trata para nada de la naturaleza, sino
de la politeia, del Estado. Lo que en él se diga sobre la naturaleza
es sólo a modo de ilustración paradigmática.'2 Hay que pregun-
tarse, seguramente, si no será esto una reinterpretación moralista
de corte estoico, como sin duda lo era el supuesto título («Guía
precisa para la orientación en la vida»),'3 o si hay en ello algo ver-
dadero. Si examinamos toda la masa de citas de Heráclito, encon-
tramos, en todo caso, un gran número de sentencias claramente
políticas y morales de gran fuerza apelativa. Se repite una y otra
vez, por ejemplo, una amarga crítica a la ceguera política y la frivo-
lidad de sus paisanos. Tenemos también otras sentencias que per-
tenecen en su totalidad a la dimensión político-moral. Los hechos
10. Dice (en Fis. 203, 24-25 Diels): και όέχεσβαι τα εναντία πυρ μενον ου πέφυκε.τούτου δε αίτιον το δραστικόν είναι μάλλον αυτό καϊ εϊδει άναλογείν, αλλ' ουχί
ύλη. Ni el concepto aristotélico de la hy'le, ni el concepto empedócleo de elemento soncompatibles con lo «activo» (το δραστικόν).11. Por ejemplo. Filebo 29c o Timeo 79d.12. VS 22 A 1 (DK 1142, 31): ... (ός) ου (φησι) περί φύσεως είναι το σύγγραμμα,άλλα περί πολιτείας τα δε περί φύσεως εν παραδείγματος εϊδει κεϊσΟαι.13. VS22A 1 (DKI 142,18): ακριβές οίάκισμα προς οτάΟμην βίου.
42
semánticos señalan en la misma dirección. La palabra phrónesis
significa en el uso lingüístico griego «racionalidad práctica», y
no significa tanto, pues, el uso teórico de la razón.14 Asi', hay toda
una serie de indicios que aconsejan tomar en serio la expresión del
estoico citado.'6 Hay que preguntarse si Heráclito era un rival de
los cosmólogos jonios y no, más bien, uno de sus críticos —como,
sin duda, lo fue también Parménides.
¿Cómo decidir en una cuestión así, cuando la transmisión no
sólo lo abandona a uno, sino que parece poner todo su empeño en
extraviarlo? No es el interés del meta-físico Aristóteles el único
que conduce en esta dirección. También las interpretaciones mo-
ralistas que de la supuesta cosmología hicieron los estoicos y los
padres de la Iglesia introducen algo chocante, la conflagración uni-
versal. Es concebible que esto fuera, para los padres de la Iglesia,
el fuego del infierno. Podían afirmar que Heráclito ya sabía algo
de esto. Comprendían así su doctrina del fuego. También sabían
que los estoicos habían enseñado la conflagración universal, la
έκπύρωσις En los teólogos cristianos, esa conflagración universal
se convierte en juicio final. Pero ¿dice realmente la sentencia he-
raclitea a la que todo parece remontarse que todo acabará en las
llamas del fuego? Es el fragmento 66: πάντα γαρ, φησί,τδ πυρ
έπελβόν κρίνει και καταλήψεται,
¿Cuál es la traducción correcta? Por regla general, se entien-
den los dos verbos griegos como «juzgar» y «atrapar», o «tomar
preso», «prender». Son palabras, de hecho, conocidas como expre-
siones jurídicas y que, en esa medida, se adaptan a la represen-
tación del juicio final. Así, también Hipólito cita la frase lleno de en-
tusiasmo. Pero κρίνειν significa también «separar, discernir,
14. Así, Werner Jaeger (Die Theologie der frühen griechischen Denker, Stuttgart, 1953,pág. 121 y sigs, y la nota correspondiente [trad, cast La teología de los primeros filósofosgriegos, México, FCE, 1995]) destacó de modo convincente que, a diferencia deParménides, la palabra griega que Heráclito utiliza para pensar no es νοείν y νους sinoφρονεϊν y φρόνησις15. Es lo que hace Kahn, pág. 21, según hago notar. Estoy totalmente de acuerdo con élen que eso no significa que Heráclito sea concebible sin la cosmología jónica. Ésta se ha-lla presente, pero de tal modo que la crítica a la πολυμαΟίη va dirigida a ella
43
distinguir». La frase, pues, puede muy bien significar que el fuego
lo separa todo.16 Todo arde en la llama del fuego, hasta descompo-
nerse en cenizas. Igualmente καταλαμβάνειν no significa siem-
pre, ni mucho menos, «tomar preso», sino que significa en primer
lugar, simplemente, «atrapar», «coger».17 Eso es de hecho el fuego,
que puede ponerlo todo incandescente, de modo que incluso las
piedras (las brasas del carbón) se hacen de fuego cuando arden
en llamas -un bonito y gráfico ejemplo de que también la tierra «se
vuelve fuego»—.18 De hecho, el magma de los volcanes es una bue-
na ilustración de esto. La sentencia presentada para la έκπύρωσις
podría entonces tener en Heráclito un significado completamente
distinto del que se le suele atribuir. Pero ¿quién sabe? Que la frase
tenga primero el sentido que hemos mostrado aquí -y que a lo
sumo, debiera dejar sonar el segundo sentido «moral»- es algo
que tendría que ser considerado. Naturalmente, es sólo una hipó-
tesis que ninguna instancia autónoma puede presentar. En todo
caso, hay también algunos indicios que apoyan esta interpretación,
sobre todo en los juegos etimológicos del Cratilo (412d y sig.).
Junto al helios y el nous de Anaxágoras se nombra el fuego, como
«lo caliente mismo» que está en el fuego (413c 3), como algo que
penetra todos los fenómenos y guarda relación con lo justo (lo
δίκαιον). Esto es de hecho «heraclíteo» en el sentido del Cratilo,
en tanto que lo que es más rápido y lo más fino (τάχιστον και
λεπτότατον 412d 5) hace aparecer todo lo demás, por su velo-
cidad relativa, como ente (ώστε χρήσϋαι ώσπερ έστώσι τοις
άλλοις 412d 7) -exactamente del mismo modo que la teoría del
movimiento interpreta el «ser» en el Teeteto (156c y sigs.)—. En
todo caso, las bromas del Cratilo reflejan mejor que nada cómo lo
16. Así, en Empédocles se dice (VS 31 B 62): κρινόμενον πυρ. ¡Si esto fuera un uso in-sólito de κρίνειν, es una cita de Heráclito!17. Nótese, en todo caso, que el verbo español «prender» mantiene los dos sentidos, y asílos han aprovechado los traductores de Heráclito al castellano. (N. del t)18. Bywater cita sobre el pasaje «Aetna», V.536: quod si quis lapidís mirator fusile robar,cogitet obscuri verissima dicta libelli, Heracliti, tui, nihil insuperable ab igni, omnia quo re-rum naturae semina ¡acta.
44
justo, lo δίκαιον, se rellena de materia, por así decirlo, con fuego,
que todo lo penetra.19
Podemos preguntarnos cómo seguir avanzando con la incer-
tidumbre que nos asalta ante esta situación del sentido del texto
transmitido. En mi opinión, no hay más que un acceso metodoló-
gico posible: el morfológico. Podemos trabajar la estructura de
las frases que no ofrezcan duda de que sólo pueden pertenecer
a Heráclito porque se parecen entre sí como los miembros de
una familia. No pretendo afirmar con ello que, en cada caso indi-
vidual, podamos distinguir con seguridad la imitación o la exége-
sis reinterpretativa frente a las palabras que son genuinamente de
Heráclito. No hay un arquetipo de parecidos de familia por el que
se puedan medir los parecidos (eso es lo que ha hecho la metá-
fora wittgensteiniana adecuada para criticar los prejuicios no-
minalistas). Tampoco dice nada en contra de una interpretación
morfológica el hecho de que no ofrezca ningún criterio estricto.
Allí donde tengamos una imitación, la estructura de pensamiento
que se imita no debe quedar completamente desfigurada, y si es
así, la imitación representa ya una indicación guía. Por ejemplo,
siguiendo una reducción guiada morfológicamente, he recupe-
rado un fragmento que faltaba hasta ahora en todas las recopi-
laciones, aunque se transmite expresamente como heraclíteo en
un pasaje fiable, en la lista de las citas de Hipólito.20 Pero, según
está puesto en Hipólito, se halla extrañado en sentido cristiano-
trinitario, hasta el punto de que se lo tenía por una simple falsifi-
cación. Pudo reconstruirse por la vía morfológica. El resultado
era, entonces: «El padre es hijo de sí mismo». Ello quiere decir: si
el padre engendra un hijo, se hace padre a sí mismo. Me parece
que ésta es una genuina sentencia heraclitea, en el conciso es-
tilo de la paradoja que motivó a críticos posteriores a decir que
era un melancólico y que sólo decía sus frases a medias. En todo
19. Véase Crat. 412d y sigs, y 413b y sigs, (βουλόμενοι άποπιμπλάναι με), la serie:
ήλιος - πυρ - θερμόν - νους20. Véase «Sobre la transmisión de Heráclito», en este volumen.
45
caso, para nosotros se trata de una indicación, una directiva:
cuando aparezca algo conciso, concentrado, paradójico, estamos
en Heráclito.
Casa con ello el que uno de los medios técnicos que juegan un
papel eminente en Heráclito corresponda al estilo de la paradoja:
el juego de palabras. Un juego de palabras se basa en el cambio
repentino de una dirección de comprensión y significado que ya se
había tomado, para resultar otra completamente diferente. Hay un
conocido ejemplo de ello en Heráclito: «Nombre del arco, vida, pero
su hacer, muerte».21 Se basa en la homofonía de la palabra «bíos»
para la vida y para el arco. Ya en la palabra está la unidad de los
contrarios. Ésta es seguramente la razón por la que a Heráclito le
gustan especialmente los juegos de palabras. Le permiten atrapar
su propia verdad en el texto literal, y trastornar, por así decirlo, el
trato simplificado e irreflexivo con el lenguaje. Otro ejemplo que
juega así con las palabras para corroborar la verdad envuelta en
ellas es el fragmento 114,22 en el que la homofonía de «común»
(ξυνόν) y «los que razonan con sensatez» (ξύν νώ) forma el juego
de palabras y se dice algo con ello. No sólo es la razón común a to-
dos, sino que todo lo que es común se basa en la razón. Cualquier
otra cosa puede ser irreconocible para nosotros. Sospecho, enton-
ces, por las citas en Aristóteles23 y los juegos con έρως de Pausa-
nias y Erixímaco en el Banquete —y sobre el trasfondo del modelo
de Hesíodo (Op. 20 y sigs.)—, que Heráclito jugó de modo parecido
con έρως y έρις con la vista puesta en la «disputa amorosa» a la
que me parece que alude Aristóteles.24
Muchos investigadores, en particular Hermann Fraenkel, han
mostrado que otros recursos técnicos señalan en la misma direc-
ción, como la sentencia paradójica, el símil, la proporción y también
21. Fr. 48: τω ούν τόξω όνομα βίος έργον δε θάνατος22. Fr. 114: ξΰν νώ λέγοντας ίσχυρίζεσύαι χρτ) τω ξύνω πάντων, οκωσπερ νόμώπόλιςκαϊ πολύ ίσχυροτέρως...23. ΕΝ Θ1,1155b 4; ΕΕ Η1,1235a 25.24. ΕΝ Θ 1,1155b 6: πάντα κατ' έριν γίνεσΟαι. Véase Heráclito, fr. 80:... και γινό-μενα πάντα κατ' έριν καϊ χρεών.
46
la analogía asimétrica. Se trata, pues, de desvelar, a partir de lo
morfológico, las paradójicas intelecciones de Heráclito.
Empezaré con una conocida frase que me dará ocasión de ex-
poner los peligros de las comprensiones previas que van implica-
das en los modos de citar. La frase se halla transmitida, entre
otros, en Plotino, lo que, a su vez, hace valiosa la interpretación. El
platónico de la época imperial es alguien a quien ya se le habían
abierto nuevas dimensiones de la interioridad. Resulta así obvio
para nosotros que su comprensión del libro de Heráclito, que to-
davía conocía, tomara una dirección completamente distinta de la
que podríamos suponer nosotros mismos para Heráclito, de la de
los manuales, basados, en definitiva, en la tradición aristotélico-
teofrástica y de la de los usuarios de esos manuales. La senten-
cia a la que me refiero es una de las más simples que se puedan
pensar: «El camino arriba y abajo son uno y el mismo» (O también:
«El camino de ida y de vuelta son uno y el mismo»).25 Ya en la An-
tigüedad se entendía esto de muchas maneras, desde la pers-
pectiva de la cosmología de cuño aristotélico, viéndose en ello
una descripción de la circulación de los elementos, de abajo
arriba y de arriba abajo, del fuego celeste al agua, al aire, sino a la
inversa, y de ahí a la tierra. Pero el texto, en Plotino y en otros si-
tios, no apunta para nada a esta conexión. Sólo cuando se lo
vuelve a recibir posteriormente se interpreta cosmológicamente.26
En Plotino, es el tono vital de la trascendencia, el tono de los si-
glos del cristianismo primitivo, lo que determina ampliamente el
horizonte de comprensión de un autor. Así entiende él la frase del
alma que desciende al cuerpo, y de su regreso, el ascenso a lo
Uno y lo verdadero. Tal es para Plotino el descenso y el ascenso
que Heráclito quería expresar. Desde luego, nadie seguirá hoy
esta interpretación de la sentencia de Heráclito. Se está plena-
mente seguro de ello cuando se lee cómo Plotino celebra parti-
25. Fr. 60: οδός άνω κάτω μία και ώυτή.26. Véase Bywater, pág. 28. Clemente también entiende asi el fr. 31. (Véase esta edición,pág. 71).
47
cularmente a Heráclito por habernos enseñado a explorar nues-
tra alma, nuestro verdadero sí-mismo.
Sin embargo, las sentencias de Heráclito a las que Plotino se re-
fiere en esta dirección siguen resultándonos seductoras. Leemos,
por ejemplo: «Me he buscado a mí mismo».27 Para las biografías an-
tiguas, esto significaba que no había tenido ningún maestro, sino
que lo había encontrado todo él mismo. Para nosotros, suena como
una anticipación de la interioridad cristiana, tal como se oye por pri-
mera vez en la pregunta socrática. O incluso, cuando leemos: «Lími-
tes al alma no conseguirás hallarle, sea cual fuere el camino que re-
corras. ¡Tan profunda es la razón que tiene».28 Vuelve a sonar a
Sócrates, vuelve a sonar a Platón, esta anima naturaliter chrisliana,
que reconocía en el interior del sarcófago del Sueno la verdadera
belleza, y que apunta en general al futuro cristiano.29 Y, sin embargo,
hay que desconfiar aquí de las sobrerresonancias de nuestra propia
historia espiritual. En todo caso, en lo que respecta a nuestra sen-
tencia «El camino arriba y abajo es uno y el mismo», es seguramente
más correcto reconocer en ella una observación muy simple. Es el
mismo camino el que tan difícil parece cuando se sube y tan fácil
cuando se baja (o también: que parece tan largo a la ida y tan corto
a la vuelta). Opino que es un sencillo ejemplo de cómo una y la mis-
ma cosa puede parecer totalmente diferente, incluso contrapuesta
Se ha transmitido bajo el nombre de Heráclito todo un tipo de
frases que dicen de modo parecido cómo algo puede cambiar com-
pletamente de aspecto. Es claro que la estructura de pensamiento y
la estructura formal de las frases se corresponden. Lo que Herácito
quiere decir es, claramente, que, en contra de nuestra propia expe-
riencia, que distingue una cosa de otra, que enfrenta una cosa a
otra, debemos ver que lo que pueda presentarse de modos tan di-
versos, oculta en sí mismo una identidad en la oposición. Heráclito
27. Fr. 101: έδιζησάμην έμεωυτόν.
28. Fr. 45: ψυχής πείρατα ίων ουκ αν έξεΰροιο, πάσαν έπιπορευόμενος οδού· ούτωβαΟύν λόγον έχει
2β. Simplicio 221d-222a: Alcibíades compara a Sócrates con una figura abriéndose deSueno en cuyo interior se encuentran las imágenes de los dioses.
48
mira a través de la falsa apariencia de las diferencias y las oposicio-
nes y descubre en todas partes lo Uno. Ello no excluye necesaria-
mente que en la sentencia sobre el camino hayan de sonar otras
aplicaciones morales y apelativas que eran precisamente la inten-
ción propiamente dicha. Pero su lógoses uno. Él lo percibe en fenó-
menos tan diversos como el fluir de las cosas, el brusco cambio de
fuego a agua, del dormir al despertar, y descubre el mismo enigma
en todo, en la llama que se consume y apaga, en el movimiento que
se inicia por sí mismo y cesa por sí mismo. En todas partes ve el mi-
lagro de la vida, el enigma de la vigilia y el misterio de la muerte.
Se mostrará que éste es uno de los puntos en que Platón
asume positivamente el pensamiento heraclíteo. En todo caso, el
uso de la cita que hace Plotino enseña hasta qué punto la aplica-
ción cosmológica de la sentencia no era para nada vinculante. A la
inversa, la justificación de nuestra simple comprensión de la frase
puede justificarse por la vía de Heráclito mismo, y por cierto, al
principio del escrito.30 Nos ha llegado gracias a una feliz casuali-
dad. Y es que Aristóteles hace sobre la primera frase del escrito
de Heráclito la observación de que aquí estamos ante un problema de
puntuación. «De esta razón, que existe siempre, resultan descono-
cedores los hombres.»31 Aristóteles se pregunta con qué va el
«siempre». Tampoco los filólogos modernos se ponen de acuerdo
sobre ello. ¿Existe siempre el lógos o son siempre desconocedo-
res los hombres? Probablemente es éste un verdadero caso de
eso que los gramáticos llaman από κοινού. Esta categoría, que en
sí misma es toda una evasiva aburrida propia de maestros de es-
cuela, recupera su vitalidad cuando se oye una frase así. Hay que
recordar que Aristóteles ya era un lector (si bien un lector que leía
en voz alta). Este texto estaba seguramente destinado a ser reci-
tado. Entonces, el que hablaba podía articular de tal modo que la
palabra «siempre» irradiaba hacia los dos lados, tiñendo las pala-
30. Véase «Hegel und Heraklit·, en: H-G. Gadamer. Gesammelte Werke (en adelante GW),vol. 7, pág. 32 y sig.31. Fr. 1:τοΟ δε λόγου τοϋδ' έόντος άε\ άξύνετοι γίνονται άνθρωποι...
49
bras vecinas.32 Pero si me fijo aquí en esta sentencia tantas veces
tratada y que supera a las paradojas, es sólo para destacar una
paradoja que, me parece, no ha recibido hasta ahora atención su-
ficiente y que debía presentar una especie de línea conductora
para la totalidad de la interpretación. Heráclito describe lo que él
pretende del siguiente modo: κατά φύσιν διαρέων έκαστον και
φράζων δκως έχει. Suena sumamente convencional, como un
anuncio en el estilo de la abarcante ίστορίη. Heráclito promete
«descomponerlo todo, según su naturaleza». Pero ¿qué aspecto
tiene, en verdad, este descomponer? El lector del libro lo lee, el
oyente del lógos lo escucha. No se trata justamente de distinguir,
sino de, en todo lo distinto, percibir lo Uno: esto es un mensaje
heraclíteo. Lo que los demás consideran diverso, como Hesíodo el
día y la noche, es de hecho, y en verdad, uno y lo mismo. La ense-
ñanza heraclitea se formula siempre de este modo: εν το σοφόν.33
Considero que ésta es la sentencia propia y originaria que Herá-
clito parece haber repetido muchas veces en su libro. De acuerdo
con esta fórmula, εν το σοφόν, se puede seguir de modos diver-
sos: «No quiere y quiere verse llamado con el nombre de Zeus»
(fr. 32), o bien: «Prueba es de sensatez» (γνώμη, fr. 41). También
en el fragmento 50 está de algún modo nuestra fórmula: «Lo sa-
bio es reconocer que todas las cosas son una».34
32. No me parece posible, en cambio, como muchas veces se ha querido hacer valer, refe-rir el «siempre» solamente al lógos en el sentido del «Lógos que es verdadero» (έώνλόγος). Tal posibilidad queda prohibida por la posición de este όντος detrás del λόγουunitario monolítico. Aristóteles hizo bien en dejar sin decidir, cuando nada fuerza a tomaruna decisión. El que él lo perciba como un problema parece ilustrar para nosotros el tránsi-to a una actitud lectora primaria, interesada en la puntuación como ayuda para la compren-sión. En verdad, la puntuación es más pobre que la voz que suena, la cual, en el recitadosalmódico, puede ser comprendida de modo doble. Análogamente Kahn (pág. 93 y sig.) «sóloque yo entiendo όντος αεί no como for ever true, sino ever present (y por ello true) —pre-sent, y sin embargo, ignored—*. No sólo para Heráclito vale lo que nos muestra Kahn en sumeticuloso estudio sobre el significado de «ser», sino también que no es posible separarloaquí presenty true, dichos del λόγος son una sola cosa, aunque siempre (αεί) permanez-ca ignorada33. Véase fr. 41: είναι γαρ εν το σοφόν, έπίστασθαι γνώμην, ότεη κυβερνάταιπάντα δια πάντων. Fr. 32: εν το σοφόν μοΰνον λέγεσΟαι ουκ έβέλει και έθέλειΖηνός δνομα.34. Fr. 50: ουκ εμού, αλλά του λόγου άκούσαντας όμολογείν σοφόν εστίν εν πάνταείναι.
50
Se trata de un neutro muy elocuente, éste que aparece aquí
como «lo sabio». La posesión del neutro representa uno de los ras-
gos geniales del griego que permitió la abstracción del pensar. Es
algo que nos han enseñado a ver Reinhardt y Snell. Conocemos un
uso semejante del neutro por la poesía alemana, sobre todo desde
Goethe y Hólderlin, que usan «lo divino» o «lo que salva» en sus po-
emas. Cuando se encuentra algo así en un poema, no se lo com-
prende como un ente determinado.35 De un neutro semejante
parte más bien una presencia ontológica que llena todo el espacio.
«Lo inquietante» (das Unheimliche), como «lo que salva», «lo divino»
o «lo sagrado», o lo que sea, es el presente más pleno sin que se
nombre con ello un ente determinado. Así, tampoco «lo sabio» es
algo que esté junto a otras cosas —está «separado» de todas las
cosas (πάντων κεχωρισμένον, fr. 108)—. Frente a la apariencia
de diferencias cambiantes es lo que propiamente es. Es claro que
es así como Heráclito se refería al lógos, una verdad que habla
desde todas las cosas y que, sin embargo, nadie quiere percibir.
Me parece, en todo caso, que es una tarea hermenéutica com-
prender esta sentencia introductoria, no interpretarla de antemano
a partir de las enseñanzas posteriores. El anuncio debe, más bien,
despertar unas expectativas, y se apoya en el estilo de la ίστορίη
-pero este anuncio quiebra constantemente las expectativas de
un modo sumamente paradójico—.36 Por lo demás, el proemio no
anuncia que el autor tenga una doctrina que sea mejor que las
doctrinas de los otros. Heráclito es mucho más exigente. Su doc-
trina es mejor, dice, que todas las opiniones que los hombres pue-
dan tener. Heráclito es tan radical como Parménides cuando, en el
35. Véase «Sokrates1 Frómmigkeit des Nichtwissens·, GW. 7, pág. 85 y sigs.36. A. Mourelatos («Heraclitus and The Naive Metaphysics of Things», en Exégesis andArgument Festschrift für Gregory Vlastos, Assen, 1973, pág. 38 A 60) quiere escapar a latrivialidad en este texto entendiendo e! όκως έχει como el pregnante «mantener unidos»que es, de hecho, la sabiduría de Heráclito. En mi opinión, se opone a ello que estamos tra-tando de la primera frase del libro. Este anuncio no es todavía la doctrina Como anuncio dealgo que, en verdad, se cumple en un sentido completamente diferente, me parece, encambio, que la convencionalidad de esta frase es sumamente paradójica Así intentarémostrarlo.
51
poema de éste, la diosa que le inicia habla de las opiniones de los
mortales (fr. 1,30 y 6). Parece que hay que aceptar que no es éste
un modo de llamar a sus colegas. Por desgracia, no se atiende con
la misma seguridad a que estas opiniones (δόξαι) de los mortales
aparecen siempre en plural, y no en el singular platónico.37
Me quedo, pues, con que el proemio no nos narra nada del con-
tenido de la doctrina. Desde luego que ya en su comienzo hay un
símil genuinamente heraclíteo que representa un primer indicio de
lo que Heráclito quiere decir en conjunto. También aquí, el tema si-
gue siendo la oposición de lo uno que sabe y los muchos que no
saben: «Pero a los demás hombres les pasa inadvertido cuanto ha-
cen despiertos, igual que se olvidan de cuanto hacen dormidos».38
Está claro que con ello se está diciendo que no aprenden nada de
todas sus experiencias.39 Eso es lo que distingue lo que hacemos
cuando dormimos. Cuando despertamos, lo olvidamos. De las ex-
periencias que tenemos en el sueño no llevamos nada a la realidad
que vivimos. El hacer del que sueña no tiene consecuencias. El que
se ha despertado a la vigilia del día no puede continuar el juego de
su sueño ni incorporarlo a sus experiencias. Eso es lo que quiere
decir la frase introductoria. Por eso, no se trata aquí de hasta qué
punto se entendían los sueños en la vida antigua en función de su
significado previo. Los hombres tienen experiencias sin volverse
sabios, esto es, viven como si soñaran. Sus experiencias no tienen
consecuencias. Y así, se dice, literalmente: άπείροισιν έοίκασιν
37. Para este pasaje del Parménides, véase mi estudio en GW, vol. 7, pág. 24 y sig.38. Fr. 1: τους ... ανθρώπους λανθάνει όκόσα έγερβέντες ποιούσιν, οκωσπερ όκόσαεϋδοντες έπιλανϋάνονται.39. La comprensión de la última frase por parte de Karl Reinhardt (Kosmos und Sympa-thie, Munich, 1926, pág. 195), y que Hólscher acepta (Uvo Hólscher, Anfángliches Fragen.Studien zur frühen grieschischen Philosophie, Gotinga, 1968, pág. 157) no me convence.Uno espera que se ilustre el άπείροισιν - πειρώμενοι que precede. (También Kahn, pág. 99.)La frase tiene una simetría muy bien ajustada. La sutileza de los paralelos entre λανθάνειy έπιλανβάνονται está en la variación: a pesar de su vigilia, los hombres viven en perma-nente olvido (λανθάνει), igual que olvidan luego (έπΟ sus sueños (lo que hacían dormi-dos) y no les prestan atención (έπιλανθάνονται). Encontramos la misma variación de pa-ralelos en el fr. 21, donde se espera ένΰπνιον y se encuentra ύπνος toda una duración.Tampoco puedo seguir aquí a Bollack, porque descuida una evidencia clara con la que sealude al olvido de los sueños.
52
πειρώμενοι: «Se asemejan a inexpertos teniendo como tienen ex-
periencia».
El inicio del libro proporciona así una pauta no sólo para captar
la condensación del estilo de Heráclito, sino también para buscar
lo Uno, lo «Sabio», detrás de las experiencias cotidianas.
La metáfora de esta poderosa sentencia introductoria es su-
ficientemente tensa. La incomprensión de los hombres frente a
la verdad no debe aceptarse sin más como un hecho inevitable.
Es posible despertar a alguien del sueño. En eso se basa la ira
invocativa de esta primera sentencia. Pero es algo más; es, a la
vez, una declaración que, por así decirlo, vuelve sobre sí misma.
Es una verdadera paradoja lo que se anuncia aquí como la doc-
trina de Heráclito. Esta doctrina sigue el camino hacia el conoci-
miento y enseña a la vez el abismo que existe entre la verdad una
y la incapacidad para aprender propia de los que se hallan enre-
dados en la multiplicidad del delirar y del soñar humanos. El símil
del despertar y el dormir no se usa sólo de modo apelativo, sino
que pertenece también, a la vez, al contenido de la doctrina he-
raclitea.
Por eso lo volvemos a encontrar (si bien ya no siempre según
el tenor heraclíteo cuando aparece el uso de la palabra «cosmos»
para «mundo»). El sueño es para Heráclito un símbolo de la falta
general de inteligencia. Una sentencia como «Para los que están
despiertos, el orden del mundo es uno y común, mientras que cada
uno de los que duermen se vuelve hacia uno propio»40 también
tiene aquí su sitio. En este sentido el fragmento 75 llama a los que
duermen, por su sueño, έργάτας (artesano: constructor de todo un
mundo propio).41 La mirada se dirige siempre a los hombres que se
comportan en la vigilia igual que cuando duermen. El fragmento 73
40. Fr. 89: τοις έγρηγορόσιν ένα και κοινόν κόσμον είναι, των δε κοιμωμένων
έκαστον εις ίδιον άποστρέφεσύαι.41. Fr. 75: τους καΟεύδοντας...έργάτας είναι... και συνεργούς των εν τω κοσμώ
γινομένων. Aquí, Walter Brócker (Die Geschichte der Philosophie vor Sobrales, Francfortdel Meno, 1965, pág. 35 y sig.), a mi juicio con razón, separaba el añadido estoico, καισυνεργούς de la sentencia heraclitea citada por Marco Aurelio.
53
lo dice directamente: «No se debe hablar ni actuar como los que
duermen».42 En todo caso, esta formulación es tan banal que hay
que suponer, con Kirk,43 que Marco Aurelio formula aquí única-
mente una quintaesencia moral a partir de la frase final del frag-
mento 1.
Encontramos reiteradamente una proporción formada entre la
vigilia y el sueño, por un lado, y la vida y el estar muerto, por el
otro. Que las comparaciones, las analogías y las proporciones
eran un medio arcaico del pensamiento es algo que ha mostrado,
sobre todo, Hermann Fraenkel.44 El uso heraclíteo de este medio
de pensamiento tiene, ciertamente, su peculiaridad. Podemos ob-
servar que Heráclito no construye sin más tales proporciones y sí-
miles, sino que le gusta rellenarlas de modo paradójico, de modo
que las sentencias alcancen una agudeza provocativa y parené-
tica. De este modo, en el fragmento 21 no leemos, como sería
de esperar, una correspondencia entre el dormir y los rostros de
sueño, de un lado, y el estar despiertos y el mundo de la vigilia
(vida) de otro. Antes bien, se dice, de modo provocativo y sor-
prendente: «Muerte [y no vida] es cuanto vemos despiertos;
cuanto vemos dormidos, visiones reales».45 La sutileza de esta
sorprendente proporción consiste en que el miembro final de la
proporción se llama ύπνος y no ένύπνιον, «dormir», y no «sueño».
Así, todo el estado del dormir en el que aparecen las visiones oníri-
cas se atribuye al que duerme como aquello que él ve. La exactitud
de esta sentencia templada con el martillo se hace así perfecta-
mente clara. Los dos valores extremos los representan la muerte
y el sueño, cuya correspondencia habla por sí misma. Lo provoca-
tivo de este símil consiste en que comienza de un modo sorpren-
dente. En el primer miembro, lo que se adaptaría al proceso es
vida y, sin embargo, se dice muerte. Lo visto en la vigilia como un
42. Fr. 73: ου δει ώσπερ καβεΰδοντας ποιεΐν καν λέγειν..
43. G. S. Kirk, Heráclitos. The Cosmic Fragments, Cambridge, 1954, págs. 44 y sig.44. Hermann Fraenkel, Wege und Formen frühgríechischen Denkens, Munich, 1955,pág. 258 y sigs.45. Fr. 21: θάνατος εστίν όκόσα έγερΟέντες όρέομεν, όκόσα δε εΰδοντες ύπνος
54
todo, con su vigilia aparente, se atribuye entonces no a la vitalidad,
sino al estar muerto.46
El parecido de familia de las sentencias heraclíteas obliga a un
análisis rítmico muy meticuloso del texto transmitido. He encon-
trado sobre ello unas observaciones muy finas en los comentarios
de Charles Kahn. A veces, aun yendo en la misma dirección, me
gustaría llegar todavía más lejos y, corrigiendo y condensando, pro-
ducir las sentencias heraclíteas originales a partir de sentencias
que no están forjadas del todo. Precisamente entre las senten-
cias mejor forjadas creo reconocer un verdadero parecido de fa-
milia. Así, para el análisis que hace Kahn de la estructura sonora
del fragmento 25,47 me gustaría plantear la cuestión de si, en defi-
nitiva, no será prescindible el λαγχάνουσι («tocan»). Se debe quizá
al antiguo modo de citar, en el que la vez se explicitaba. Puede que
la sentencia dijera simplemente: μόροι μέζονες μέζονες μοϊραι
(o bien: μέζονας μοίρας). ΕΙ claro juego de palabras habla por sí
mismo y obliga a meditar.
A la inversa, uno se siente seguro de haber encontrado el texto
literal correcto cuanto una sentencia muestra unos miembros ex-
tremos claros, como el fragmento 21 en la correspondencia de
θάνατος e ύπνος («muerte» y «sueño»). También el fragmento 2048
preséntateles miembros extremos con γενόμενοι y γενέσύαι. En
el último caso me pregunto si, en una frase tan larga, la vinculación
por medio de los valores extremos no se haría más efectiva am-
pliándola todavía más y confrontando μόρουςτ' έχεινοοη μόρους
γενέσθαι Resulta evidente, en efecto, que el έθελουοι no puede
separarse completamente de su objeto ζώειν. Se halla fijado por
medio de τε-καΐ ¿Por qué iba Heráclito a aprovechar la doble gra-
vitación de las palabras solamente en la sentencia introductoria y
no usar también su doble referencia? También aquí el éüéXouoise
46. Kahn, pág. 213, percibe seguramente la asimetría en la sentencia de Heráclito, pero,en mi opinión, busca en el pasaje equivocado.47. Kahn, pág. 231 y sigs.48. Fr. 20: γενόμενοι ζώΐΐν έθέλουσι μόρους τ ' έχειν, μάλλον δε άναπαΰεοβαι, καιπαϊδας καταλείπουσι μόρους γενέσθαι.
55
desdobla por sí mismo al oírlo, igual que el «siempre» en el frag-
mento 1: γενόμενοι ζώειν έϋέλουσι μόρους τε έχειν καΐ
[παϊδας καταλείπουσι] μόρους γενέσθαι. Éste es el estilo que
creo reconocer y que confronta έχειν y γενέσθαι.49
Igualmente, me parece decisivo el fragmento que yo he re-
construido, πατήρ υιός εαυτού, y también algún otro. En el frag-
mento 21, sueño y dormir representan la ceguera (Verblendung),
que consiste en no estar en condiciones de reconocer uno y lo
mismo en todo lo múltiple que nos encontramos. Heráclito no se
cansa de enseñar con innumerables variaciones la inseparabilidad
de los contrarios, que significa su unidad. También la sentencia in-
troductoria de la que hemos hablado más arriba tiene su lugar aquí.
Si en ella se anuncia una pluralidad que atraviesan «las palabras y
los hechos», tal como salen al encuentro de todos, entonces, en ver-
dad, hay que tener a la vista precisamente lo Uno, que es lo único
verdadero. La sentencia muestra que todos los hombres cometen
por igual el error de considerar a los opuestos como entes separa-
dos, en lugar de reconocer la verdadera unidad. Ésta es la paradoja:
él quiere descomponer este ser-uno, y éste es el lógos al que hay
que escuchar. No se refiere únicamente a lo que todos saben, la su-
cesión, el necesario relevo de lo uno por lo otro, como del día y la
noche, el verano y el invierno, la juventud y la vejez, sino, además, a
ese entrelazamiento del que Platón habla en el Sofista y del que
partíamos. La tensión de estas musas jonias consiste claramente
en que es lo mismo, lo que converge consigo mismo en el divergir
(fr. 51), como el ciceón, que se descompondría si no lo agitasen, o
como el fragmento 10 con su συναδον - διαδον («consonante-di-
sonante»), o el fragmento 8 con su άντίξουν- συμφέρον («a con-
trapelo-concordante»). En Aristóteles queda completamente claro
cómo ha de entenderse esto: hace falta un tono alto y un tono bajo
para que haya armonía.50 El divergir de los contrarios no es el re-
49. Para la anulación de μάλλον άναπαύεσβαι, véase Karl Reinhardt, en Hermes, 1942,pág. 4.50. EE Η1,1235 a 25, EN θ 1,1155b 4. Véase, en este volumen, pág. 46.
56
sultado de un proceso de έκκρισις como afirma Aristóteles de
Anaximandro (VS 12 A 16) y como se halla probablemente tras la
doctrina más profunda de los contrarios que la diosa le desvela a
Parménides. Aristóteles no alcanza nunca a tener una compren-
sión especulativa de las contradictorias declaraciones de Herá-
clito.5' Llama verdaderamente la atención que, en un pasaje de la
Física (A 4,187a 26 y sigs.), además de a Anaximandro, sólo men-
cione a Empédocles y Anaxágoras y, por cierto, con una distinción
semejante a la de «periódico» y «una sola vez», entre quienes acep-
tan simultáneamente lo uno y lo múltiple. Aquí se habla de
έκκρισις, sin mencionar a Heráclito, aunque lo habría hecho es-
perar el que se estuviera apoyando en el pasaje 242b del Sofista.
Tampoco se nombra a Heráclito en la Metafísica (A 8, 989a 13),
cuando Aristóteles sustituye el término medio entre el fuego y el
aire, del que habla en la Física (187a 14), por el término medio
entre el aire y el agua. En lugar de clasificar aquí la doctrina del
fuego de Heráclito como un caso de έκκρισις y de insertarla en
el principio de su teoría de los elementos, pasa por encima de él.
Es claro que, a sus ojos, eso no era compatible con el texto he-
raclíteo.
Así ha de juzgarse, en todo caso, si hay que darle crédito a la
distinción platónica de las musas jonias de Heráclito y de las mu-
sas sicilianas de Empédocles. Pero hay toda una serie de senten-
cias indudablemente heraclíteas que apoyan esto: la imagen del
río, la armonía en conexión del arco y la lira, la armonía como tal, el
ciceón. En todos estos casos no se habla ya de una unidad basada
en la mera sucesión temporal o basada en la mera subitaneidad
del tránsito. (En todo caso, cuando lo que está a la vista es la subi-
taneidad del tránsito, se podrían subsumir los ejemplos sin la si-
multaneidad de la unidad especulativa de la sucesión temporal.)
51. Así lo muestra claramente Met. Γ 3,10056 23 y sigs,: «δυνατόν γαρ όντινοΰνταύτόν ύπολαμβάνειν είναι και μη είναι, καθάπερ τίνες οϊονται λέγεινΉράκλειτον. Así como: Γ 7, 1012a 24 y sigs.: έοικε δ' μεν Ήράκλειτον λόγος λέγωνπάντα είναι και μη είναι, άπαντα αληθή ποιείν.
57
¿Y qué aspecto tienen, entonces, las declaraciones que son
más fuertemente conceptuales? El fragmento 1052 conduce, cier-
tamente, al anterior estado de separación, pero mienta muy clara-
mente la simultaneidad, ya que el συμφερόμενον-διαφερόμε-
vov platónico aparece en la serie. Del mismo modo, όλα και ούχ
όλα puede entenderse únicamente como la inseparabilidad lógica
del todo y de las partes, y lo mismo ocurre con la consonancia y la
disonancia, asegurada por la analogía de la armonía (συνάδον -
διάδον). Ello establece otra vez el sentido del «Uno a partir de!
todo», en el sentido en que habla Platón.
Al examinar el anuncio de la serie de citas en Hipólito, frag-
mento 51,53 se puede dudar a veces de que ilustren una genuina
unidad especulativa. En todo caso, mi análisis, que ya he citado
más arriba, de la paradoja del padre y el hijo, fortalecía el valor
expresivo de la serie de citas y, así, habrá que tomar lo Uno en
sentido platónico allí donde Hipólito aduce explícitamente unos
contrarios auténticos, como en el fragmento 67.54 En el caso del
día y la noche, esto lo confirma la polémica con Hesíodo en el frag-
mento 57. También se asegura la muerte (θάνατος) y su oposi-
ción a la vida por medio del fragmento 76, que remite al frag-
mento 62.55 Por el contrario, otros enunciados parecen expresar
únicamente el cambio como tal, y no la unidad especulativa que
reside en el cambio. Esto vale para la continuación del frag-
mento 67,56 en el que los diferentes aspectos del dios o del fue-
go llegan a producirse por la mezcla de diferentes inciensos. En
todo caso, también aquí está «el Dios» por lo Uno. El fragmento
52. Fr. 10 (= Ps. Arist, De mundo 5, 396b 20 y sig.): συνάψιες (ο bien, συλλάψιες) όλακαι ούχ όλα, συμφερόμενον διαφερόμενον, συνάδον διαδονκαι εκ πάντων εν καιεξ ενός πάντα.53. Fr. 51: ου ξυνιάσιν δκως διαφερόμενον έωυτώ ουμφερεται· παλίντονοςάρμονίη δκωσπερ τόξου και λΰρης54. Fr. 67: ό θεός ήμερη εύφρόνη, χειμών θέρος πόλεμος ειρήνη, κόρος λιμός...«Dios en día-noche, invierno-verano, guerra-paz, sadedad-hambre.»55. Fr. 62: αθάνατοι θνητοί, θνητοί αθάνατοι, ζώντες τον εκείνων θάνατον, τον δεεκείνων βίον τεΟνεώτες Para su interpretación, véase este volumen, pág. 65.56. Fr. 67: (cont.) ...άλλοιοΰται δε δκωσπερ πυρ, οπόταν συμμιγή Φυώμασιν,ονομάζεται κα*1 ήδονήν εκάστου.
58
88,57 cuya lectura es bastante incierta, hace hincapié sin duda en
el cambio, en la sucesión, pero ésta se describe también como in-
versión de golpe (μεταπεσόντα). Precisamente en los enunciados
de Heráclito, todo cambio implica una simultaneidad. Me parece
que esto también vale para la cosmología del fragmento 31, del
que hablaremos más tarde.
El divergir de los contrarios manifiesta en todas partes, por
ende, la esencia unitaria de las cosas y su ser verdadero. No son
la una sin la otra, ya sea porque necesariamente se siguen una a la
otra, ya sea porque suenan conjuntamente a la vez y constituyen
la unidad de la estructura melódica. En todo caso, hay que llegar al
conocimiento de que lo otro siempre está ya ahí. La mejor prueba
de ello es precisamente que lo contrario irrumpe de pronto y sin
mediación. Lo que es cambia por completo de golpe su aspecto y
surge lo contrario. Ello demuestra que ya estaba ahí previamente.
Así, creo yo, quiere afirmar Heráclito en el fondo lo mismo de todo
lo que es, el ser uno de lo diverso, y ésa es la razón por la que nom-
bra a lo uno «separado de todo». Los contrarios, a los que nombra
expresamente, se hallan claramente bajo el punto de vista de la se-
lección por el que, aparentemente, se excluyen del todo mutua-
mente aquellos que, sin embargo, se dejan reconocer como lo uno
y lo mismo.
Entre estos contrarios de los que habla el fragmento 67, pare-
cen de una evidencia particularmente clara la carencia y la sacie-
dad. Independientemente de todas las aplicaciones e interpretacio-
nes cosmológicas, todos nosotros conocemos esta experiencia. Lo
atractivo de la comida presupone el hambre o el apetito, y desapa-
rece con sorprendente subitaneidad cuando se está saciado. La
oposición entre guerra y paz es igual de evidente. Lo que sea lo
uno es el total no ser de lo otro. El estallido de la guerra es una
transformación completa de todo. También la vigilia y el sueño for-
57. Fr. 88: τούτο τ' ένι ζών και τεΟνηκός και έγρηγορός και καθεϋδον κα'ι νέονκαι γηραιόν τάδε γαρ μεταπεσόντα εκείνα εστί κάκεΐνα πάλιν μεταπεσόντα
ταύτα.
59
man parte de esta serie. Lo que tanto sorprende en las oposicio-
nes de vigilia y sueño es también la subitaneidad con que un esta-
do general se convierte en otro. Quien cae o se hunde en el sueño
parece que es completamente otro y, sin embargo, es el mismo,
como se muestra al despertarse. Hasta aquí, parecían fáciles de
entender las oposiciones que seguían el modelo de vigilia y sueño
(fr. 88).
Ahora bien, entre las oposiciones del fragmento 88 aparecen
también «vivo y muerto», así como «viejo y joven». ¿Qué puede sig-
nificar aquí la alternancia del cambio repentino? Para viejo y joven
puede explicarse todavía, hasta cierto punto, como cambio de
perspectiva, en la medida en que la experiencia humana inmediata
nos confirma que «viejo» y «joven» son algo muy relativo. Uno
puede ser joven de pronto, y ello no significa únicamente que se
sienta rejuvenecido. Produce de hecho el efecto de ser más joven.
Del mismo modo, puede parecer muy viejo de repente. De este
modo, acertaría completamente la fórmula platónica de que es lo
mismo lo que es a la vez lo uno y lo otro. Ambas cosas están en él.
Sólo cambia el aspecto de lo ente. Por lo demás, también en el Par-
ménides platónico (141 a y sig., 152 a y sig.) nos encontramos los
juegos dialécticos de «joven y viejo» en la serie de las relaciones.
La mayor dificultad que tenemos para comprender estos testi-
monios la representan la oposición de vida y muerte. Ciertamente,
ha de tener un significado el que esta oposición no se encuentre
en Heráclito como algo particular, sino que aparezca en una larga
serie de pares de contrarios semejantes. Ello nos recuerda que la
posición de la muerte y la comprensión que ésta conlleva es algo
muy inusual y extraordinario dentro del entorno cultural cristiano al
que pertenecemos. Y esta extraordinaria posición sigue teniendo
efecto hoy día, por mucho que se haya debilitado el transfondo re-
ligioso en el mundo moderno y la fe pascual, esto es, por mucho
que la superación de la muerte por la resurrección tenga cada vez
menos presencia en la conciencia cultural general. Aunque, en
cuanto creyentes, no se tome ya la muerte en toda su irrevocabi-
60
lidad e inconcebible terror a la luz del hecho redentor de la pa-
sión vicaria de la crucifixión de Jesús, ni a la luz, en general, del
mensaje cristiano, no resulta fácil ser lo bastante conscientes de la
particular posición de la muerte en nuestra cultura europea y su
historia espiritual; tampoco cuando se mira a los testimonios de
Heráclito.
Puede verse esto como un ejemplo clásico de lo que, en el con-
texto de la hermenéutica, he llamado «conciencia de la historia
efectiva». Llevamos dentro una acuñación previa tan profunda-
mente insertada que nos obstaculiza la comprensión de otras cul-
turas y mundos históricos. Para llegar a una comprensión mejor,
hay que intentar hacerse consciente de la propia acuñación previa.
Esto es bastante difícil en el caso de Heráclito, porque la influencia
de finales de la Antigüedad y principios del cristianismo en la trans-
misión de Heráclito, sobre todo en los casos de Hipólito y Cle-
mente, es la que ha producido en nosotros esa acuñación previa y,
en esa medida, nos extravía. Por otro lado, tenemos que seguir
siendo conscientes de esa acuñación previa nuestra, aunque ten-
gamos que guardarnos de llevar a cabo identificaciones precipita-
das. Naturalmente, aparecen dificultades todavía mayores cuando
se trata de entornos culturales y tradiciones totalmente diferentes.
Baste pensar en la deformación de los Vedanta por el kantiano
Schopenhauer.
Ahora bien, en todas partes, la meditación humana le ha atri-
buido un significado preeminente a la experiencia de la muerte.
Ciertamente, esto vale también para la religión popular griega, para
la representación del Hades, para el río de olvido que separa a los
muertos de los vivos, como relatan los epos homéricos. Asimismo,
el drama divino que Esquilo llevó al escenario en su reinterpreta-
ción del mito de Prometeo muestra que la muerte es como una
cuestión vital para la humanidad. En el fondo, todas las religiones
son respuestas al enigma de la muerte, ya tenga lugar esa res-
puesta en cultos funerarios, en el culto a los ancestros o en otras
formas de creencia en el alma o en la inmortalidad. Asimismo, la
61
imagen del Hades no deja de ser una respuesta al enigma incom-
prensible de la muerte. Algunos mitos, unidos a los nombres de Or-
feo y Eurídice, o Alcestes, o, en cierto sentido, también a la figura
del Sísifo cumpliendo su condena, parecen debilitar la irrevocabili-
dad de la muerte. Pero lo que estos mitos relatan es también, pre-
cisamente, cómo llega a fracasar esta superación de la muerte.
Ciertamente, la religión popular griega, con su representación del
Hades y de la isla de los bienaventurados, tiene en mente la pre-
sencia duradera de los que han fallecido, y en la Nekya, incluso la
reencarnación. Y sin embargo, todavía hoy nos conmueve la acon-
gojante tristeza de los monumentos funerarios griegos. El propio
Platón hace hablar en el Fedón al niño que hay en el hombre, y
cuyo miedo a la muerte no se puede acallar nunca del todo.
Sin embargo, en Heráclito se trata de algo distinto, del cambio
repentino de la muerte en vida, que correspondería al cambio re-
pentino de la vida en muerte. No hay nada parecido en la fe en el
Hades. Podría pensarse, seguramente, en la fe órfica y pitagórica
en la transmigración de las almas y en la reencarnación de las almas
de los difuntos en nuevos destinos vitales, lo que haría comprensible
una especie de relación de intercambio de vida y muerte. Pero, en
definitiva, eso depende exclusivamente de si el nuevo reencarnado
llega a tener algún recuerdo de su vida anterior. Para los iniciados,
esto puede prometérseles en un culto semejante, pero una supera-
ción de la muerte, tal como se pone en la fe cristiana en la muerte
y resurrección de Jesucristo, no tiene correspondencia alguna en
tales movimientos religiosos, ni en Homero ni en la Grecia poste-
rior. En general, hay que entender el culto griego a los muertos,
igual que el de otras religiones, como un modo de aferrarse a la
vida. La particularidad de la religión cristiana consiste en que lo te-
rrible de la muerte no se debilita por ella, sino que queda comple-
tamente asumido en la fe en la resurrección como redención de la
muerte por medio de la pasión vicaria de Jesús. «Cristo es mi vida,
y la muerte mi ganancia.» En esta medida, el mundo precristiano y,
por tanto, también, el mundo griego, tiene un límite insuperable en
62
el cristianismo, como describió Novalis, por ejemplo, en sus Him-
nos a la noche.
Uno se hace consciente de cuán otra es la experiencia cris-
tiana de la muerte, determinada por la fe, al acercarse a Platón,
cuando se lee la primera prueba de la inmortalidad del alma,58 que
su Fedón pone en boca de Sócrates (70d y sigs.). Resulta difícil de
comprender para el lector moderno que del ciclo universal de la
vida en la naturaleza se haya de poder deducir el equilibrio de
muerte y vida, de morir y retornar. El ritmo de la vida en la natura-
leza parece simplemente inadecuado para la historia del alma del
ser humano. También Platón lo interpreta así en el Fedón cuando
Cebes asiente sólo con vacilaciones al cambio de muerte y vida
(φαίνεται 71 e). Y lo que acaba ya de desconcertarnos es que de
esta demostración del Fedón haya de seguirse que las almas de
los difuntos no sólo hayan de seguir existiendo (είναι 72e), sino
que, como se dice en el texto, que los buenos que han muerto va-
yan a tener una existencia mejor que los malos (72e). Deducir eso
es tan absurdo que la filología moderna ha tachado este añadido
como falso, aunque el texto se nos haya transmitido de modo uni-
tario. De hecho, ¿cómo ha de entenderse que esto deba seguirse
del ritmo de la vida en la naturaleza? Se entiende entonces mucho
mejor que en el Fedón venga a continuación otra prueba, en la cual
se añade a la periodicidad de la vida en la naturaleza el conocido
argumento socrático de la anamnesis. Pero también aquí se pre-
gunta uno cómo debe esta prueba complementar a la primera.
Pues, en el primer argumento, el alma es algo totalmente diferente
del alma que recuerda. En todo caso, puede pensarse aquí en Pla-
tón, sobre todo en la conversación de Sócrates con los dos pita-
góricos, en el horizonte global, que sirve de mediador de la trans-
migración de las almas, y que también suena en Platón. Pero es
decisivo tener claro que todo esto no tiene nada que ver con He-
ráclito.
58. Véase mi estudio sobre las pruebas de la inmortalidad en el Fedón platónico, GW, vol.6, págs. 187-200.
63
En Heráclito no puede hablarse para nada de transmigración,
mientras que el espacio anímico de los griegos común a la vida en
la naturaleza y los seres pensantes puede reconocerse en Platón.
Por el contrario, Heráclito apunta con sus atrevidos pares de con-
trarios a la paradoja del cambio repentino. El pensamiento de He-
rácito es, pues, mucho más radical. No hay en él, como puede pa-
recer en Platón, un ente determinado, el alma, que se conserva
como lo inalterable a través de modos cambiantes de manifestarse
y en sus cambios de estancia en el cuerpo o en el Hades.
En este punto puede sernos de ayuda recordar una breve y
significativa escena en el Fedón platónico (103a). En ella, un des-
conocido -y en verdad esto se indica con un énfasis extraordina-
rio— interrumpe (103a) la argumentación socrática, que acaba de
introducir la exclusión de los contrarios de la vida y la muerte como
prueba de la inmortalidad del alma. El desconocido recuerda que
precisamente el tránsito de la una a la otra, de los opuestos entre
sí, se había afirmado en un pasaje anterior del diálogo (en 70d y
sig.). Sócrates aprovecha la ocasión para aclararle también a su
amigo Cebes que el pensamiento de los opuestos tiene aquí otro
sentido cuando se piensan los opuestos como tales y se los tiene
a la vista en su exclusión mutua, como cuando se dice de una cosa
cualquiera, de un πράγμα, el alma, por ejemplo, que algo se mueve
de un contrario a otro. En verdad, esto presupone lo pensado pu-
ramente, la oposición como tal, su ser idea. Significa que se dife-
rencia a los contrarios de aquello en lo que aparecen. En Aristóteles,
esto se llamará más adelante lo ύποκείμενον, de lo que todavía no
era en absoluto consciente el pensamiento temprano de los
opuestos en los jonios o en los pitagóricos. Platón ilustra esto más
tarde como un defecto de los anteriores a él, introduciendo expre-
samente en el Filebo (23d, 26d) el tercer género, el de lo medido
(además de la medida).
Recordar a Platón puede ayudarnos, sin embargo, a adivinar
cuál es la pregunta de Heráclito propiamente dicha. Ni el análisis
aristotélico de la movilidad de la naturaleza, ni menos aún las re-
presentaciones mediadas por Homero, Hesíodo, el culto a los hé-
roes o la fe mistérica corresponden a las verdaderas intenciones
de Heráclito. Para él, se trata de la paradoja del cambio repentino
y, con ello, del ser uno del ser. ¿Qué es la vida y qué es la muerte,
qué es el surgir y qué es el apagarse de la vida? Éste es el enigma
sobre el que medita Heráclito. Él busca lo uno en todas las oposi-
ciones, y encuentra en lo Uno lo opuesto, en el fuego la llama, en
el lógos el alma, en lo Uno lo sabio (εν το σοφόν). Platón retratará
al gran Parménides mostrándole con audaces juegos a un des-
concertado joven Sócrates que lo Uno está en todo y que también
las ideas, incluso las opuestas, se entreverán unas con otras y son
Uno. Así puede Platón asumir a Heráclito.
Llego, pues, a la conclusión: no hay que referirse a modos par-
ticulares de representación. Para la tesis de la identidad, se trata
de algo diferente, de la subitaneidad con la que se transforma la vi-
sión de las cosas. En verdad, esto nos pone ante los ojos la oposición
entre muerte y vida. Hay que interpretar toda su doctrina mirando
hacia este punto. Cualquier debilitamiento de la oposición, como la
que se da entre vida y muerte, por ejemplo, estaría en contra-
dicción con todo el tenor de la doctrina de los opuestos. El pensa-
miento es mucho más radical. No es un ser determinado, el alma, por
caso, lo que reside en todo lo que tiene vida, como algo inalterable
que estuviera detrás de la visión que va cambiando. Es el secreto
de la naturaleza del ser mismo, lo Uno sabio, lo verdaderamente
divino, lo que todavía se manifiesta en el brusco cambio de vida y
muerte. Incluso la muerte es como una inversión repentina en la
aparición del ser.
De modo que habría que intentar seguir una vez más el pro-
grama del proemio y reconocer en experiencias ya conocidas la
verdad que todavía no se ha advertido. Cuando en el fragmento 62
se habla de que los dioses «viven nuestra muerte», ello podría sig-
nificar que su ser sólo llega a resultar por nuestra muerte. Su ser
se articula como lo que es, en vista de nuestra finitud (y, segura-
mente, no porque se comporten como espectadores, según opi-
65
naba Fink).59 Consiguientemente, podría comprenderse que en la
vida vivimos su muerte, es decir, que los inmortales no resultan
para nosotros como lo que son mientras la certeza y la seguridad
de la vida nos sigan teniendo en vilo. La verdad sería, una vez más,
que ambos aspectos, en virtud de su variabilidad, demuestran su
nulidad y confirman lo Uno, lo único sabio, como lo verdadero.
Sale así a la luz la identidad de las numerosas declaraciones
sobre el aspecto cambiante de las cosas cuya interpretación no es
discutible. Se dice, por ejemplo: «Los asnos preferirían los desper-
dicios al oro» (fr. 9). O bien: «Mar: agua la más pura y la más impu-
ra: para los peces, potable y salvadora; para los hombres, impotable
y moral» (fr. 61). O bien: «El mono más bello es feo en compara-
ción con el género humano» (fr. 82). O bien: «El más sabio de los
hombres se comporta como un mono en comparación con los dio-
ses» (fr. 83). Incluso frases como el fragmento 84a y 84b, «su re-
poso es cambiar» o «Fatiga es trabajar para los otros y estar a ellos
sometido» deberían liberarse de todas las insatisfactorias aplica-
ciones míticas como las que emprende Plotino. No merecen nin-
guna fe. Él mismo dice expresamente: άμελήσας σαφή ήμΐν
πονήσαι τον λόγον.60 Todo esto son correspondencias negativas
hacia la identidad de lo diverso y permiten reconocer lo idéntico en
la diversidad.
De modo semejante pueden interpretarse también los frag-
mentos 24, 25 y 27. Difícilmente pueden querer expresar ninguna
doctrina especial heraclitea acerca de los muertos y de su destino
futuro, ni menos aún una sabiduría mistérica que estuviera cerrada
para los no iniciados y que Heráclito quisiera comunicar en verdad
a todos los que están iniciados como él. Más bien se trata aquí
también de algo que está ahí abierto, conocido para todos, pero
que nadie reconoce en su verdadero significado. Un ejemplo que
todos conocen es el ensalzamiento del caído en la guerra, «en el
59. Véase Martin Heidegger/Eugen Fink, HeraklH Francfort del Meno, 1970, pág. 158 ysig.
60. Enn. IV 8 [61 1,15-16.
66
campo del honor» (άρτμφάτους, fr. 24). Es como alguien que se
transformara de súbito. Todos le honran, todos le ven de otro modo,
ejemplar, transfigurado. Ésta es la intelección de Heráclito y no
dice nada de una participación en el culto a los héroes. Para él se-
ría, a lo sumo, un ejemplo dotado cúlticamente de la subitaneidad
de semejante inversión.
Análogamente, no podría haber en el fragmento 27 un anuncio
más o menos misterioso de inesperadas experiencias del más allá
Más bien se habrá querido decir que los hombres, después de su
muerte, están ahí de un modo tan diferente, tan elevado, como no
se habría tenido por posible durante su vida.61 La misma experien-
cia del mundo de los hombres parece pronunciarla el fragmento
18: «Si uno no espera, no encontrará tampoco lo inesperado».62 Es
gracias a la esperanza que lo que aparece, precisamente porque
era imprevisible y parecía inalcanzable, pudo presentarse de un
modo totalmente diferente a lo que se esperaba. Entonces puede
haber una sorpresa, podría haber un cumplimiento. Sólo al que
tiene esperanza se le puede enviar lo inesperado.
Que semejante interpretación pueda acertar con el sentido de
las declaraciones heraclíteas respecto al cambio de aspecto es
algo que confirma también, por ejemplo, el fragmento 53. Se dice
en él expresamente, acerca de la guerra, padre de todas las cosas,
«que a unos los designa como dioses, a otros como hombres». El
poder y la impotencia del hombre salen a la luz. De unos resulta
que son siervos cobardes, de otros, que son verdaderamente li-
bres.63 Una vez más, esto significa que lo que hay oculto en cada
uno sale ahora fuera. La guerra, el dios verdadero, no sólo subyace
a las oposiciones más extremas, sino que desata ella misma el
cambio de aspecto. Es lo que hay de común en toda controversia,
el lógos propiamente dicho detrás de los diferentes, en los que se
61. Fr. 27: όνβρώπους μένει άποϋανόντας άσσο ουκ έλπονται ουδέ δοκέουσιν.62. Fr. 18: εάν μη έλπηται, άνέλπιστον ουκ έζευρήσει.63. Fr. 53: Πόλεμος πάντων μεν πατήρ εστί, πάντων δε βασιλεύς και τους μενθεούς έδειξε τούτ δε ανθρώπους τους μεν δούλους έποίησε τους δε ελευθέρους
67
muestran las cosas como apariencia. Así lo dice el fragmento 80,
que la guerra es, de hecho, lo común a todos, a lo que nadie puede
sustraerse y que corresponde a todos por partes iguales.64 Por eso
puede decir Heráclito: «Dike», que distribuye a todos por igual, y
«Eris», la lucha, son uno (και δίκην και εριν, me gustaría leer a
mí). La comunidad de lo justo y la comunidad de la disputa lo
abarca todo. Lo que es común a todos es, en verdad, uno y lo mis-
mo. Con ello se corresponde la continuación que Diels había esta-
blecido correctamente.65 De este modo, también los inmortales
son una particularización que no puede ser sin los mortales (fr. 62).
Manifiestamente, Heráclito no se refiere con los inmortales al dios
del fragmento 67, al Uno en la multiplicidad de sus manifestacio-
nes. Parece, más bien, como si Heráclito, con un audaz pensa-
miento ilustrado, anticipando a Platón, pusiera al mundo tradicional
de los dioses en una relación de intercambio con la experiencia
humana del mundo. Igual que la guerra revela el poder y la impo-
tencia de los seres humanos, también el poder de los dioses re-
sulta en el fracaso de los hombres, y su impotencia en el bienestar
propio. Casi todavía más paradójico es que la inmortalidad que al-
canza el caído le llegue precisamente por medio de la muerte.
A partir de aquí, quisiera plantear la cuestión general de si no
se referirán todas las sentencias sobre la gloria y la inmortalidad,
como los fragmentos 24, 25 y quizá incluso el 27, a la transforma-
ción de los muertos. También el fragmento 29 me parece una con-
firmación: «Los nobles eligen lo Uno, en lugar de todo lo demás».
Ello debe querer decir que su nobleza la constituye precisamente
el que en su vida siguen precisamente a aquello que, según Herá-
clito, es lo uno verdadero. Bien puede ser que algunas de estas in-
64. Fr. 80: είδέναι δε χρή τον πόλεμον έόντα ξυνόν, και δίκην έριν...65. Kahn ha mostrado de un modo muy bonito cómo supera Heráclito la enunciación deHomero y Arquíloco sobre la guerra. Oye muy correctamente cómo suena a la sentenciaintroductoria, en cambio, no veo ese tono en la sentencia de Anaximandro, que hemos lle-gado a conocer por causalidad. A diferencia de Anaximandro, Dike no aparece en juegocomo poder que castiga, sino como la disputa en cuanto lo común (ξυνόν). Eso es lo queuna y otra vez desconocen los ignorantes (άπείροισιν).
68
terpretaciones continúen siendo cuestionables en los detalles, y
que, en cualquier caso, algunos sonidos aludan a representaciones
religiosas convencionales; el intento, antaño aceptado de modo
universal, de hacer de Heráclito un intérprete lógico de la sabidu-
ría mistérica a causa de su tono místico, fracasa en que Heráclito
plantea la pretensión de pensar lo Uno, y le exige así sabiduría no
a los iniciados, sino a todos los hombres.
¿Cómo cuadra todo esto con la cosmología del fuego? Para
esta cuestión, no sólo hay que tener a la vista el estilo de Heráclito
y la caracterización que hace Platón de nuestro pensador, sino que
también hay que tener en cuenta las referencias polémicas a las
doctrinas milésicas. Ciertamente, la pretensión de una ilustración
paradójica que plantea el proemio estaba referida siempre al com-
portamiento de los hombres en su totalidad. Pero parecería que el
asunto toma aquí un giro particular. También esta nueva ciencia ten-
drá que someterse, consecuentemente, a una especie de ilustra-
ción. Si hasta ahora seguíamos la indicación universal del proemio
y no presuponíamos nada que no enseñara la experiencia cotidiana
a los hombres y que, en verdad, no enseña, tenemos que pregun-
tarnos ahora cómo critica y adapta Heráclito a sus propias intelec-
ciones la nueva ilustración en su conjunto que no sólo difundían los
milesios, sino también los pitagóricos y hombres como Jenófanes.
Ello no significa abandonar nuestro principio fundamental,
pues no son conocimientos especiales lo que él convierte en tema
suyo, sino el nuevo modo de ver el mundo: λόγω, pensando. El pro-
ceso meteorológico está abierto a todas las observaciones. Tam-
bién tendrá que preguntarse todo el mundo en qué medida la des-
mitologización de la imagen mítica del mundo y la recepción del
esquema cosmogónico hace inevitables cuestiones tales como la
del inicio o la de si tales procesos de cosmogénesis pueden po-
nerse en marcha una y otra vez y en todas partes. La teoría cor-
puscular posterior y, desde luego, la teoría atomista, asilo han pen-
sado, y han pensado, en el fondo, de modo comprensible para cada
conciencia pensante. Quiero decir, pues, que Heráclito no debe ser
69
visto como un continuador de la cosmogonía jónica, ni ser reducido
a ella. Hace a menudo observaciones y aplicaciones demasiado
ingenuas para eso, lo que indica que las referencias a asuntos cos-
mológicos tenían para él un significado secundario. Cuando Herá-
clito se refiere al conocimiento cosmogónico de sus vecinos mile-
sios, no parece que su intención sea entrar en competencia con
los grandes investigadores y descubridores de Mileto. No preten-
de, para nada, haber producido una nueva ciencia del todo, sino sa-
car a la luz la verdad oculta en lo que se aparece a todos, o es por
lo demás conocido. Esto se desprendía ya de la sentencia intro-
ductoria, que juega precisamente con la paradoja de una verdad
visible para todos que, sin embargo, permanece siempre ignorada.
Así, ya por esta razón, no llegaríamos muy lejos con la interpreta-
ción de la cosmología del fuego como una «cosmogonía». Los ator-
mentados intentos de los doxógrafos posteriores para encajar las
sentencias transmitidas de Heráclito en el esquema cosmológico,
o incluso en la doctrina de los elementos introducida por Empédo-
cles y elaborada por Platón y Aristóteles, no animan precisamente
demasiado.
Se trata de unas pocas sentencias cosmológicas que presen-
tan una figura sumamente paradójica. Está el fragmento 30,66 que
parece ser único en toda la transmisión temprana del pensar cos-
mológico. No creo que pueda verse en él una remisión a la cosmo-
gonía jónica, como se ha intentado hacer recientemente, como si
los jonios hubieran intentado con sus cosmogonías otra cosa que
decir precisamente que ningún dios y ningún hombre ha organi-
zado este orden del universo. La sentencia de Heráclito suena más
bien, en su primera parte, como una referencia positiva a la física
jonia. Pero hay algo más en esta sentencia que suena de inme-
diato heraclitea, y es el énfasis en que este orden es el mismo para
todos (o para todas las cosas). Si esta parte del texto es auténtica,
ββ. Fr. 30: κόσμον ιόνδε, τον αυτόν απάντων, ούτε τις θεών ούτε ανθρώπωνέποίησεν, αλλ' ην άεϊ και εστίν κα'ι έστα; πυρ άείζωον, όπτόμενον μέτρο κα;άποσβεννϋμενον μέτρα.
70
permite pensar en las declaraciones admonitorias sobre la sinra-
zón de los hombres, que se construyen como sonámbulos cada
uno para sí su propio mundo (fr. 89). Lo esencial de la sentencia
es, claramente, que la expectativa de un orden cosmológico inalte-
rable tiene que ser atribuida al más inestable de todos los elemen-
tos, al fuego. Al que vive eternamente, y esto significa, al fuego que
nunca descansa, se le carga con lo que, por lo demás, cumplía
desde sí el gran equilibrio de la visión cosmológica de Anaximan-
dro, a saber, mantener la medida, o volverla siempre a restablecer.
Esta medida se describe aquí como el encenderse y apagarse del
fuego —un raro enfrentamiento de lo ordenado según medida y lo
explosivamente súbito—. Y eso que es manifiesto que el encen-
derse y apagarse simbolizan precisamente lo subitáneo, en lo que
se inspiraba la visión cósmica de Heráclito. Y sin embargo, es igual-
mente poco dudoso que Heráclito presupone asimismo la adecua-
ción a medida de todo acontecer y sólo quiere reinterpretarla. En
esta medida, no se trata de disolver la supuesta cosmología en
mero simbolismo. Se trata, más bien, de descubrir en Heráclito una
nueva respuesta a la experiencia del ser del todo. Esto es lo que
me parece que mienta el enigma propuesto en el fragmento 30.
Si nos dirigimos ahora al otro texto de Clemente, apenas puede
dudarse de que la conclusión, esto es, el fragmento 31,67 enlaza di-
rectamente con nuestra sentencia («las transformaciones del
fuego...»). Pero, entonces, este giro, «πυρός τροπαί» podría tener
el mismo tono paradójico, imposible de pasar por alto, que hace
aparecer a la primera sentencia como una paradoja. Todo son gol-
pes del fuego que no cesa. No se trata, pues, del sonoro acontecer
de compensación en el que todos los contrarios pagan un castigo
y una penitencia por su predominio.
Por supuesto, podrían estar sonando aquí también los solsti-
cios de la trayectoria solar, en la medida en que todo cambio —tam-
67. Fr. 31: πυρός τροπαί πρώτον θάλασσα, Οαλάσσς δε το μεν ήμισυ γη, το δε
ήμισυ πρηστήρ...
71
bien el de la trayectoria del sol durante el año— y toda inversión tie-
nen en sí algo de súbito, como va implícito en la expresión griega
τροπαύ Pero el contexto de la sentencia previa sigue siendo de-
terminante. Por ello, hay que entender el proceso desde ella: ¿qué
ocurre en el encenderse y el apagarse? Kahn ha notado correcta-
mente que a continuación falta la atmósfera, el aire,68 esto es, lo
que para la sabiduría cósmica jonia era clara y justamente lo esen-
cial y ofrecía un fundamento para la intuición (Tales, Anaxímenes).
Me parece que también tiene razón en que se menciona para el
fuego a su opuesto más extremo, el mar, como su otro. Los océa-
nos se enfrentan al fuego celestial como su rival más extremo.
Lo «siempre vivo» (άείζωον, fr. 30) va unido claramente al en-
cenderse y apagarse de la llama. Esto ha de darnos el hilo con-
ductor de la interpretación. Incluso si nos mantenemos alejados
de todas las distinciones posteriores de fuego y luz y calor, que
quizá se acerquen ya a la diferencia entre lo sensible y lo espiri-
tual, y la superen, se hace ya claro por la sentencia de arriba que
el fuego no es un elemento visible, sino, por el contrario, lo que con-
tinuamente se transforma frente a toda consistencia. Ésa es pre-
cisamente su vitalidad: que es, sin embargo, Uno —como todo lo
vivo—. También el fuego se enciende según medida y se apaga
según medida -como, por ejemplo, el ritmo vital del despertar y el
sueño.
Así pues, el fuego representa la estructura universal de todo
ser. Donde mejor se explica esto es en el fragmento 90:69 «Canje
del fuego son todas las cosas, y de todas las cosas, el fuego», se
dice al comparar el fuego y el oro. Y análogamente al fragmento
88: «Pero todo se torna cada vez, igual que el fuego, salta como la
llama y vuelve a apagarse. El fuego se torna también cuando se
mezcla con los inciensos» (fr. 67).70
68. Kahn, pág. 139 y sigs.69. Fr. 90: πυρός τε ανταμοιβή τα πάντα και πυρ απάντων όκωσπερ χρυοοϋχρήματα και χρημάτων χρυσός.70. El texto en cursiva aparece en el original alemán de Gadamer, no aparece, sin embar-go, en las ediciones de los fragmentos de Heráclito. (N. del Q
72
El acento está siempre en lo Uno, que es lo verdadero y lo sa-
bio, detrás de todas las supuestas diferencias, ya sean éstas los
opuestos y su transformación de uno en otro, o la relatividad y la
inversión de los aspectos. Lo cambiante es ello mismo lo Uno. Así
se explica muy fácilmente, creo, el testimonio cosmológico sobre
las transformaciones, los τροποά Quizá no signifique aquí «solsti-
cio», sino, efectivamente, «transformaciones». No se trata de si es
fuego, sino, a la inversa, de que el fuego subyace a todo lo que se
transforma -como el sol- ¡Y las intercalaciones de Clemente en-
tienden aquí al lógos y a Dios!71 De este modo, que se introduzcan
las transformaciones con el mar (πρώτον ϋάλασσα) sólo me pa-
rece comprensible si no se ve en ello una primera transformación
del fuego en agua, sino, simplemente, una declaración sobre el ini-
cio, tal como había acertado a darla la cosmología jonia. En esta
medida, no es tan falsa la explicación que aduce Clemente cuando
recurre a σπέρμα της διακοσμήσεως.
También en lo que sigue del proceso, el fuego mismo no apa-
rece como una fase. Sólo cuando nos decidimos a interpretar el
fragmento de este modo, creo, puede hacerse por primera vez
comprensible el proceso. Es claro que lo único que se dice es que
el fuego subyace, y no que el fuego se transforme en tierra y, así,
resulte la tierra a medias, o que la mitad del fuego se vuelva viento,
cuando asciende una corriente de aire cálido. No se dice, pues,
que la mitad del mar se haga tierra y la mitad se haga viento cálido,
sino que al secarse la tierra (por así decirlo, «a medias»), surge el
viento cálido. Es ésta una experiencia que todos conocemos. Cuan-
do la tierra se abrasa de calor, sigue haciendo más fresco junto al
mar. Cuadra muy bien con esto el proceso transmitido de que, al fi-
nal, vuelve a inundarlo todo, tal como era al inicio. Cuando Clemen-
te quiere interpretar esta retrotransformación como έκπυρωσις
yi.Clem., Strom. V, 14,104,4: δυνάμει γαρ λέγει, ότι <τό> πυρ Οπό του διοικούντοςλόγου και θεού τα σύμπαντα δν' αέρος τρέπεται εις ύγρόν το ως σπέρμα της,διακοσμήσεως δ καλεί θάλασσαν, 'κ δε τούτου αύθις γίνεται γη κα'ι ουρανός καιτα εμπεριεχόμενα, όπως δε πάλιν αναλαμβάνεται κα'ι έκπυρούται, σαφώς δια
τούτων δήλοι.
73
hemos de comprobar que en el texto no pone nada sobre ello. El
texto dice únicamente que el mar vuelve a inundarlo todo al final.
¿Ha de creerse que Clemente veía realmente que en el texto po-
nía que todo vuelve a ser fuego al final? Tenemos demasiada con-
fianza en la palabra de este padre de la Iglesia cuando creemos
que hay aquí una laguna en el texto porque Clemente diga: σαφώς
δια τούτων δηλοϊ. Lo único que, en el texto heraclíteo, podría
apuntar en esta dirección sería la άναθυμίασις la desecación. En
este punto, la doxografía nos cuenta auténticas fantasías. Hay nu-
bes claras y oscuras por encima del mar y la tierra. A partir de las
nubes claras se llenan las lámparas de las estrellas. Por medio de
este proceso se explicaría la diferencia entre el día y la noche, in-
cluso los eclipses de sol. Todo esto es bastante turbio. Es claro que
la fuente de Diógenes no encontraba aquí representaciones cla-
ras. Parece más bien que la άναϋυμίασις ha sido el único funda-
mento real para estas forzadas construcciones. En todo caso, esto
no tienen nada que ver con la supuesta conflagración universal, la
ekpyrosis. Es claro que Clemente no podía sacar nada del texto
para su interpretación, pues si pudiera, lo habría hecho.
Como mejor se describe la intuición que subyace al texto en
su totalidad es con el concepto que introduce Simplicio de lo
δρατικόν (lo «activo»)72 —una especie de respuesta global de la fí-
sica aristotélica a los jonios—. Lo primero que puede apuntar en
esta dirección es la movilidad eterna. La encontramos tanto en el
fuego incesante como en el incesante mar originario. Resulta com-
prensible que, a partir de aquí, la emergencia de la tierra aparezca
como «muerte». Frente a la vida incesante del océano, la tierra
firme es algo muerto. Así, me parece que Heráclito, con su doctrina
del fuego, pregunta, por así decirlo, por detrás de la cosmogonía
jonia Lo que ésta describe no son las transformaciones del agua
(Tales) o del aire (Anaxímenes), sino las del fuego. Esto se dice con
un énfasis provocativo, por así decirlo, en este texto transmitido.
72. Véase, en este volumen, pág. 42 nota 10.
74
Basta con que pensemos que θάλασσα era en esta época casi un
nombre colectivo para lo fluido, lo que fluye y corre, lo que no des-
cansa (δ καλεί θάλασσαν, dice Clemente), para que toda la teo-
ría del río se enlace aquí sin forzar nada.
A partir de aquí hay que dar un último paso. Es, desde luego,
una cuestión difícil la de cómo se enlaza el aspecto cósmico de la
teoría del fuego —por muy metafóricamente que se la entienda—
con las declaraciones heraclíteas sobre el alma. También hay que
señalar que el testimonio fundamental de la teoría del río lo cita por
Eusebio únicamente en referencia a la ψυχή, que será αισθητική
άναθυμίασις (fr. 12). La interpretación estoica de que la teoría
del flujo enlaza con la teoría del alma merced a la propia teoría del
pneuma parece una base demasiado incierta. Preferiría, por ello,
partir aquí de textos en los que se expresan observaciones inme-
diatas que permiten encajar la teoría del fuego de Heráclito en un
contexto que entra claramente por sí mismo en lo psíquico. Desde
luego, un resultado de nuestro escepticismo frente al esquema
cosmológico de la doxografía ha sido siempre que el fuego, para
Heráclito, debe hacer comprender menos la experiencia del mun-
do y describir cómo una cosa deviene a partir de otra. Se trata más
bien del enigma propiamente dicho del pensar, que reside en el
fuego. El surgimiento del fuego, al igual que su apagarse, son, «on-
tológicamente», igual de enigmáticos. ¿De dónde viene y a dónde
va? Puede que, al apagarse, se hunda visiblemente, en las brasas
y las cenizas, pero ¿de dónde viene? ¿Qué es ese encenderse
súbito de la llama? Creo que Heráclito no buscaba tanto una ex-
plicación de ello cuanto reconocía todo el misterio del άείζωον.
Colocar el fuego como un elemento al lado de los otros es una
paradoja absurda. El fuego es la vitalidad misma, que se mani-
fiesta como un automovimiento sin calma. El auténtico enigma del
ser no es cómo se conserva un orden igual de todo en el cambio
del acontecer, sino que este ser mismo del cambio tenga lugar. !
Heráclito reconoció esto como lo uno en todos los opuestos, la
unidad de lo tenso en opuestos. Esto confirma la inequívoca de-
75
claración de Platón con la que separa las «tensas musas jonias»
de las «sicilianas». Describe a la vez la ley estructural de aquellas
sentencias que, en virtud de su parecido de familia, quisiéramos
atribuir a Heráclito. La «sabiduría una» de Heráclito no es cómo
pasa lo Uno a lo Otro, sino que también sin tránsito sea ya lo otro.
Sin transición, súbitamente, como el rayo; le viene a uno a la men-
te el enigmático ε ξ α ί φ ν η ς del Parménides de Platón (1b6d),ra
que no encontraba verdadero lugar en las antítesis eleáticas,
igual que el μεταπεσόντα (fr. 88).
La expresión espacial de tal alteridad sin transición es el entrar
en contacto, prender (άπτεσθαι) —palabra clave del profundo
fragmento 26—: «Un hombre en la noche prende para sí una luz,
apagada su vista, y, vivo como está, entra en contacto con el
muerto al dormir. Despierto, entra en contacto con el durmiente».74
La sentencia plantea muchos enigmas. Que entre los dos signifi-
cados de άπτειν, «encender» y «tocar» existe una estrecha rela-
ción semántica es algo que sabe todo el que ha encendido alguna
vez las velas del árbol de Navidad. Si se sostiene muy poco tiempo
la vela que prende, no se enciende. «Encender» significa «tocar».
La cuestión es, desde luego, en qué medida se entrelazan aquí los
dos significados —en todo caso, si lo hacen tanto que no puede ha-
blarse de un juego de palabras, aunque el medio/voz media
άπτεται no se utiliza, en general, de modo transitivo.
En todo caso, lo transmitido por Clemente da una clara indica-
ción. Se trata de la correspondencia entre muerte y sueño. Habla
de la άπόστασις της ψυχής que sería mayor en la muerte que en
el sueño. A partir de aquí, resulta fácil comprender: «Vivo, entra en
contacto con el muerto. Despierto entra en contacto con el dur-
miente». ¿Había Heráclito de añadir εϋδων («dormido como está»)
como una clave para los malos adivinadores de acertijos? Sin este
73. Véase «Der platonische "Parménides" und seine Nachwirkung», en GW, vol. 7, pág. 322X sigs.74. Fr. 26: άνθρωπος εν εΰφράνη φάος άπτεται έαυτω [αποθανών] αποσβεσθείςόψεις- ζών δε άπτεται τεθνεώτος εϋδων [αποσβεσθείς όψεις), έγρηγορώς άπτεταιεύδοντος
76
añadido, el estilo de las polaridades sería perfecto y la solución su-
ficientemente fácil —partiendo de la última palabra—. Es fácil de
comprender. Vigilia y sueño, vida y muerte, se tocan de modo in-
mediato. Despertar es una μεταβολή, por aplicar un concepto que
no puedo encontrar todavía en Platón, aunque era muy usual en el
lenguaje ordinario, por ejemplo, para el tiempo atmosférico. No hay
ninguna transición entre dormir y despertar. O se está «ahí» o no
se está «ahí», por ejemplo, se está consciente. Los fenómenos que
Heráclito tiene aquí a la vista son opuestos «totales», que demues-
tran ser lo Uno precisamente por la subitaneidad del cambio de lo
uno en lo otro. El que está despierto y el que duerme son uno y el
mismo, aquel que «está con vida». Pero cuando duerme es otro; de
un modo enigmático, no está «ahí», es como un muerto, y de quien
duerme muy profundamente decimos que duerme «como un muer-
to». Hay algo misterioso en la subitaneidad de este cambio, cuando
el que se duerme, de golpe, «ya no está». Esto también vale para el
comienzo del «sueño de la muerte», aunque éste sea un cambio
definitivo. Hasta aquí, me parece que este texto, abreviado epigra-
máticamente, no sólo suena a Heráclito, sino que es digno de él.
Es algo que cualquiera puede observar en cualquier momento sin
pensar nada por ello (άπείροισιν έοίκασι πειρώμενοι), en la vi-
gilia y el sueño, concibe el lo Uno sabio (εν το σοφόν) de la muer-
te y la vida.
Pero, ¿qué quiere decir la primera frase del fragmento (άνθρωπος
άπτεται...)? Ciertamente, que el hombre «domine» el fuego y se
dé luz a sí mismo es una antiquísima experiencia de la humanidad,
plasmada en el mito de Prometeo. Cierto es también que el en-
cenderse o prender tiene algo de milagroso. También se entiende
que el encenderse de las velas o de la lámpara de aceite demues-
tre la identidad de lo que hace arder y de lo que arde, de tal manera
que todo es fuego.
Pero ¿es eso todo una correspondencia entre el apagarse y
encenderse naturales con el sueño y la vigilia, la vida y la muerte
y el «arte» del uso del fuego? Clemente cita todo a causa del des-
77
pertarse y el despertar, y desde su fe cristiana, estaba mirando a
la resurrección, la promesa cristiana. Para ello, era preciso remo-
delar algo la sentencia de Heráclito, que claramente se había ci-
tado de modo auténtico, de manera que la sentencia άνθρωπος
εν εύφρόνη φάος άπτεται έαυτω, o bien había que entenderla
en sentido estoico, o bien, con el auxilio de la introducción por
Clemente de αποθανών, se desplazara hacia una referencia cris-
tiana. Ello le permitía al autor cristiano no sólo reconocer en
εύφρόνη (el «benévolo») una especie de testimonio semántico
de la participación en la φρόνησις (la «prudencia»), sino, directa-
mente, una especie de testimonio semántico de la fe en la resu-
rrección.
Pero ¿cómo se enlazaba el proceso en el propio Heráclito, la
analogía de vida y muerte, sueño y vigilia, con la primera senten-
cia? Que el hombre prenda una luz por la noche apunta a un uso
muy particular del fuego: «dar luz». Esto no corresponde a la si-
tuación del durmiente. Me parece que es también erróneo referir
una declaración universal como ésta sobre «el hombre» a la vida
onírica, tal como suponen muchos intérpretes con respecto al
αποσβεσθείς όψεις como si domináramos nuestros sueños igual
que el fuego que encendemos, en cuyo caso sería incomprensible
el énfasis del «sí mismo» (έαυτω). Es cierto que Heráclito contra-
pone muchas veces el mundo onírico y el mundo de la locura al
mundo común del día y de la razón. Pero en el caso de que haya
que mantener efectivamente el añadido αποσβεσθείς όψεις
-que sin duda apunta, por el contraste semántico con «apagarse»,
al «encenderse»-, dicho añadido ha de tener una agudeza particular.
Los ojos apagados —si es que eso es lo que ponía efectivamente
en la sentencia de Heráclito- le dan a la noche necesariamente un
sentido metafórico. Gracias a la luz que nos encendemos, no so-
ñamos por la noche, sino que podemos ver. ¡Eso es lo que hace-
mos cuando el hombre se despierta! La particularidad real del
«hombre» no es el soñar, sino el abrirse de esta luz interior que
llamamos «pensamiento» o «conciencia» (véase, por ejemplo, el
78
fragmento 116).75 Da igual que el añadido αποσβεσθείς όψεις
sea heraclíteo o haya sido añadido por un buen adivinador de los
enigmas heraclíteos como una ayuda para la solución: acierta con
el sentido.76
Encontramos así, a partir de aquí, un respaldo inesperado para
pensar conjuntamente el inflamarse, el automovimiento y el «alma».
Fuera lo que fuera la ψυχή en el pensamiento griego temprano, la
serie de declaraciones sobre el «alma» que hace Heráclito nos
obliga a no ver sólo en la ψυχή ese algo que vivifica, que se evade
con el último suspiro. Es imposible no escuchar los tonos socrá-
tico-platónicos, si bien Pitágoras y el camino de la anamnesis, que
redime de la rueda de los nacimientos, pueden haber jugado tam-
bién aquí.
Partamos de que lo que aquí se mienta no es la luz del sueño,
sino la claridad que llamamos «conciencia» —y desde luego que lo
es, como el despertarse repentino del sueño, un «volver-en-sí»
(¡έαυτώ!)-. Sólo entonces alcanza el lógos heraclíteo toda su
fuerza expresiva: el πυρ φρόνιμον que se inflama cuando vuelve
«en sí» (algunos necesitan un buen rato para despertarse) no es
aislamiento, cuando uno sale de la noche, sino el camino para par-
ticipar en el día común y el mundo común. Se adquiere en el
φρονεΐν y en el λόγος, y no se lo tiene, desde luego, en el delirio.
De este modo, toda la doctrina de Heráclito se enlaza con la
profundidad de estas analogías y proporciones en las que el fuego
y el alma, el agua y la muerte están entretejidos de un modo tan
peculiar; y sin embargo, a la vez, estas declaraciones rompen los lí-
mites de este entretejimiento, adoptando un carácter admonitorio
y exhortando al conocimiento.
Ciertamente, algunas de estas exhortaciones no parecen co-
rresponder a los criterios morfológicos del auténtico estilo heraclí-
75. Fr. 116: άνθρώποισι πάσι μέτεστι γινώσκειν έωυτοϋς καΐ σωφρονείν.76. Hólscher (Anfánglisches Fragen, págs. 156-160) considera el asunto del mismo mo-do, pero, a mi juicio, sigue tomando esta «Física del alma» demasiado literalmente —pero nocon la suficiente literalidad, cuando elimina de άπτειν el sentido literal de «tocar», impres-
cindible en la sentencia introductoria.
79
teo del que he partido. Pero, ¿no se debe ello, quizá, a un modo de
citar con tendencia a trivializar? Daré un ejemplo con el que, en dos
pasos, se puede quitar ese estrato de trivialidad. Es el fragmento
46: την τε οϊησιν ίεράν νόσον έλεγε και την όρασιν ψεΰδε-
σύαι: «Al figurarse lo llamaba epilepsia, y a la vista engañosa». Hoy
día se reconoce que hay que desprender la declaración sobre la
οϊησις del contexto epistemológico en el que aparece aquí. Hay
que devolverle a la palabra su sentido moral original, que no tiene
nada que ver con la δόξα de Platón.77 No me parece que haga falta
demostrar que el uso epistemológico de la palabra en Platón (Fe-
dón, 92a, Fedro 244c) no es, de ningún modo, el originario (véase
Eur., fr. 643). En cambio, el significado pragmático de οϊομαι «pre-
ver, presentir» hace natural comprender en Homero, οϊησις como
«delirio», delirante seguridad en sí mismo, como un optimismo cie-
go. A partir de aquí resulta que el objeto preferido de la delirante
seguridad en sí mismo es el propio yo.
Así, οϊησις se entiende como apreciación de sí mismo. ¿Quiere
Heráclito realmente hacer el glacial chiste de la epilepsia cuando
compara οϊησις con ella? Precisamente cuando se tiene presente
la expresión «epilepsia», que ha llegado a ser un término técnico, la
enfermedad sagrada, no hay que darle mucha importancia al caer
como tal. La «enfermedad sagrada» de la epilepsia contiene más
bien la connotación de que, frente a ella, son precisos el temor y el
cuidado del que la padece. Robar o hacer algún tipo de daño al que
haya sufrido un ataque suyo sería un sacrilegio.
Ahora bien, creo que Heráclito quiere decir aquí algo impor-
tante. El momento del temor y del cuidado se atribuye también a la
opinión que todos los hombres tienen de sí mismos. Hay un mo-
77. Así, en el fragmento 131 encontramos la palabra en el sentido que cabía esperar aquí:(έλεγε την) οϊησιν προκοπής έγκοπήν —por lo demás, en el más puro estilo gnómico—.También se halla atestiguada como «antigua» en: Joh. Damasc, Sacra par. 693e (véaseRodolfo Mondolfo, Leonardo Taran, Eraclito. Testimoníame e Imitazioni, Florencia, 1972,pág. 221 y sig.); también, por ejemplo, en Eurípides, fr. 270: δόκησις análogamente aHeráclito, fr. 17: όοκέουσι Naturalmente, esto no documenta el uso léxico de οϊησις (yCorp. Hipp. IX, 230, Littré tampoco es un verdadero testimonio).
80
mentó de delirio, de ciego cuidado de sí mismo, en todo hombre.
Se le puede llamar una enfermedad. Ir más allá de ella por medio
de la razón y la autocrítica, con ayuda de la razón común a todos,
conduciría a una apreciación correcta y sana de sí mismo. Desde
luego, esta «enfermedad» —en la medida en que lo sea— requiere
un cierto cuidado. Nadie puede soportar el no tener una opinión de
sí mismo (por modesta que sea). Joseph Conrad describió en su
Lord Jim la tragedia vital de un joven que, abrumado por la culpa,
pierde completamente esta opinión de sí mismo.
La paradoja de la sentencia no quiere proclamar únicamente,
desde luego, el cuidado de las ilusiones sobre sí mismo. Pero He-
ráclito ve correctamente el poder de las ilusiones que cada uno
tiene sobre sí mismo, igual que ve correctamente que el destino
humano no está troquelado por la guía de un daimon, sino por la
guía que uno lleve de su propia vida (ethos). Esto también lo dice
el fragmento 119: ήθος άνϋρώπω δαίμων. ¿No debía poner am-
bas cosas en el texto de Herácito, la desgracia de la locura y el
mandamiento del cuidado? Puede que pusiera (fr. 43 y, enlazando
con él, fr. 46): ϋβριν χρή σβεννυναι μάλλον ή πυρκαϊήν την
δε οϊησιν ίεράν νόσον έλεγε...
Quizá sea así. Como muchas otras cosas, correspondería sin
duda a la profunda mirada del psicólogo que era Heráclito. Es in-
negable que su estilo de pensamiento está mucho más cerca de la
agudeza y concisión de la sabiduría sentencial gnómica que de
la ciencia jónica. La confrontación crítica con ésta, expresada en la
teoría del fuego, produce sorprendentes declaraciones sobre la psy-
chéy su lógos. Que el fóoOsdel alma «se multiplique a sí mismo»78
tiene que ser visto —en mi opinión— conjuntamente con todas las
afirmaciones que distinguen a una unidad oculta detrás de los
opuestos como lo «Uno Sabio». No hay que presuponer aquí, al
estilo poscartesiano, la diferenciación «sustancial» de lo exterior y
lo interior; hay que reconocer la más simple de las observaciones:
78. Fr. 115: ψυχής εστί λόγος εαυτόν αϋξων.
81
que ψυχή es vida y que lo vivo, a diferencia de todo, es suma, que
llega a ser más porque algo se añade, «se» multiplica, «se» des-
pliega, «se» mueve y al final «se» busca. Este «se», que se halla en
toda «inversión» de uno y lo mismo, lo contrapone Heráclito al pen-
sar milesio de los opuestos. El encender-se del fuego, el mover-se
de lo vivo, el «volver-en-sí del que se despierta y el pensar-se del
pensar son manifestaciones del lógos uno que siempre es». Es al
misterioso «se» al que se dirige toda la profundidad de Heráclito.
De un modo inimitable, sostiene el centro único, que se le ha per-
dido a la reflexividad de la autoconciencia en el pensamiento mo-
derno: άπτεται έαυτω. ¿Es lo que se enciende «para sí mismo»?
¿O se inflama «por sí mismo», como la brasa en la chimenea? No
saber esto es lo «Uno Sabio».
Se comprende, a partir de aquí, cómo la pregunta platónica por
lo uno y lo múltiple podía reconocerse en las musas «tensas» de la
Jonia. La visión de Heráclito, según parece, miraba conjuntamente
la vitalidad, la conciencia y el ser. Precisamente, este cometido de
pensar junto lo que está separado de este modo era lo que se pro-
ponía Platón. El Fedón relata muy plásticamente esa historia que
comienza con el principio natural del «alma», que la vida no puede
ser sin cerrarse en un ciclo. Por eso, la naturaleza, con un retorno
rítmico, renueva la vida una y otra vez, de modo que no haya
muerte para ella. Pero esto es sólo un aspecto de la vida y el alma.
Está también la vida, para la que la muerte es algo porque un hom-
bre es otra cosa que un eslabón en la cadena de la vida que rueda
rítmicamente. La vida tiene memoria, de tal modo que se hace más
al «experimentar», «se» crece al recorrer el ciclo de la vida Tal es el
argumento de pensamiento en el Fedón. Sócrates le muestra a sus
amigos cómo el principio de la vida y este otro principio del «pen-
sar» y de la «anamnesis» son uno y, asimismo, igual de inseparables
que el devenir y el ser. (Anaxágoras supo unir ambas cosas.)
El mismo conocimiento lo encarna el mito del Fedro del as-
censo del alma y su caída. En este diálogo, ese verdadero maestro
del discurso poético y de la ironía especulativa, en el que Platón
82
estiliza e inspira a su Sócrates, hace consciente a su amigo, que
había seguido a la ligera el virtuosismo retórico, de que Eros es
otra cosa que ese cálculo de ganancia y disfrute que Lisias pre-
sentaba en su discurso. Pero antes de que la corriente de la ima-
ginación mítica inicie su fascinante carrera, Sócrates anticipa,
como una prueba: «Toda alma es inmortal». Y: «Todo lo que es alma
se ocupa de lo inanimado».79 ¡Véase cómo el alma se transforma
de pronto en principio del automovimiento! La historia que luego
se relata cuenta que este principio que gobierna todo el universo y
gracias al cual mantiene su orden el cielo tiene su lugar también
en el alma del individuo y, por cierto, en la unidad de «amar» y
«aprender». En la medida en que «aprender» es recuerdo de lo ver-
dadero, «anamnesis», todo participa de lo verdadero. Es claro que
éste es el gran conocimiento que Platón señala aquí-y lo llama
άπόδειξις (245c 4)—. El automovimiento es un verdadero milagro.
Mientras que cualquier otro movimiento es movido por algo y sólo
permanece en movimiento mientras es movido, lo vivo, que tiene
alma, se mueve por su propio impulso y está en movimiento mien-
tras esté con vida. Esto tiene su propia evidencia. Esta evidencia es
suficientemente fuerte para derivar de ella todavía una prueba de
la inmortalidad del alma. El mundo, esta gran estructura de orden
de movimientos astrales y terrestres, no se deja asociar de ningún
modo con el pensamiento del reposo. De ello concluye Sócrates
que aquello que es la causa de semejante automovimiento tie-
ne que existir siempre: el alma. Parece como si Platón cumpliera
aquí una expectativa que, como se dice en el Cármides (169a),
sólo pudiera cumplir «un hombre muy sabio», a saber, mostrar que
hay una δύναμις que va hacia sí misma y no hacia otra cosa.80 Se
mostraría entonces como el buceador delio que saca algo precioso
a la luz desde las profundidades de Heráclito.
79. Fedro, 245c 5: ψυχή πάσο αθάνατος. Fedro, 246b 6: ψυχή πάσα παντόςεπιμελείται του άψυχου.80. Sobre esto, véase mi estudio «Vorgestalten der Reflexión», en GW, vol. 6, págs. 116-128.
83
De este modo, Platón interpreta el ser del hombre en el gran
marco del acontecer cósmico, mientras que une los dos aspectos
del automovimiento y del lógos en la metáfora mítica. Aristóteles
intentó llevar a cabo esta unificación en su propia conceptualiza-
ción (κίνησις, νόησις, ενέργεια),81 y le siguió Hegel, el gran aris-
totélico de la Edad Moderna. Pero ¿no tenía Heidegger también ra-
zón cuando, preguntando por detrás de la metafísica, descubre a
Heráclito, en el que todo juega todavía entremezclado? ¿No podría
haber descubierto también la dialéctica de Platón, en la que se si-
gue jugando el juego de este pensamiento?
81. Sin embargo, también él se refiere a Heráclito: De an. A 2, 405a 25-28: τδ δεκινοϋμενον κινουμένω γινώσχεσθαι Pero también en 405a 5 se mienta a Heráclito(τισι πυρ).
84
El atomismo antiguo
En los tiempos de la desenfrenada carrera triunfal de la moderna
Ilustración científico-natural, la relación de la investigación cientí-
fica con su propia historia era de una peculiar indiferencia. Dicha
investigación veía su propia historia exclusivamente bajo la idea di-
rectriz de su propio progreso, lo cual significaba que cada estado
presente de la investigación contenía en sí todo lo que se hubiera
alcanzado de conocimiento positivo en la historia de esa ciencia.
De este modo, un estado de la investigación que perteneciera ya a
la historia sólo merecía que se le prestase atención desde el se-
cundario interés de la historia de la ciencia Para la propia ciencia
natural, no dejaba de ser una empresa en sí misma indiferente el
examinar la imagen científica del mundo en otros tiempos que aún
no tuvieran ésta o aquella idea y estuvieran, por tanto, atrapados
en unos errores ya superados. Podía ciertamente ocurrir que la in-
vestigación de historia de la ciencia diera ocasionalmente un im-
pulso a la investigación del momento presente, en la medida en
que volviera a arrojar alguna luz interesante para ese momento so-
bre unos problemas que hubieran ocupado a una época pasada de
la investigación. Pero tales casos no sólo eran extremadamente ra-
ros, sino que tampoco podían realmente empujar los intereses de
la investigación histórica, pues, por principio, se sostenía que el es-
tado presente de la ciencia había conservado todos los problemas
que su objeto le hubiera presentado alguna vez a ésta. Si acaso el
trabajo de investigación volvía a plantear alguna tarea, se trataba
únicamente de un casual olvido de los científicos.
Sin embargo, no cabe duda de que las restricciones que los
descubrimientos de la física más reciente han puesto a la mecá-
nica clásica han provocado un cierto relajamiento de estas condi-
ciones. La necesidad de renunciar a los fundamentos, aparente-
mente tan seguros, de la física clásica en el ámbito de la física
atómica favorece la posibilidad de colocar el origen de esta ciencia
clásica bajo otro punto de vista que el del progreso alcanzado; pero
favorece, también, en principio, la posibilidad de ver igualmente la
física moderna como un fenómeno históricamente determinado,
cuyo significado espiritual y de cosmovisión no se define única-
mente por la pura obtención de conocimiento.
Sin embargo, la investigación misma, que parece haber ayudado
de tal modo a la consideración histórica de la física clásica, está
muy lejos de haber extraído tales consecuencias para sí misma. An-
tes bien, ve en sus nuevos logros una activación obvia de su propia
ley de la vida: superar los errores por medio la investigación cientí-
fica y conservar solamente las verdades. Con lo que le reconoce a
la mecánica clásica su vieja e indiscutida validez dentro de sus pro-
pios límites, y cree que con la renuncia al espacio euclídeo y a la
idea de una determinación causal absoluta, junto con la prueba de
la imposibilidad de dar una visión intuitiva del modelo atómico, no ha
refutado tanto la ciencia newtoniana cuanto la interpretación de
ésta por el apríorismo filosófico de la intuición. De hecho, la cohe-
rencia de esta autointerpretación positivista se confirma con la co-
herencia del progreso de la investigación desde la mecánica clásica
a la nueva física. Sería confundir la situación ver en este desarrollo
posterior de la ciencia natural un mero extravío. El significado de
este desarrollo revolucionario de la física más reciente está preci-
86
sámente en que revela la ley de su vida y obliga de ese modo a la
conciencia filosófica a asumir con todo su peso la cuestión del sen-
tido ontológico de este conocimiento de la naturaleza, de sus pre-
supuestos espirituales y de sus pretensiones. En la renuncia de
principio a lo intuitivo, renuncia que parecía hacerse inevitable no en
la práctica de la investigación física, pero sien la interpretación teó-
rica de sus resultados globales, culminaba una matematización de
la naturaleza cuyos orígenes se hallan en los siglos en los que la
ciencia natural moderna se constituyó como el factor que determi-
naba esencialmente la cultura moderna.
Así que, por supuesto, no es ahora el interés de la investigación
de la naturaleza lo que motiva el interés por su historia. La investi-
gación como tal se desprendería sin escrúpulos de lo intuitivo del
ámbito de la astronomía y de los fenómenos atómicos que ella in-
vestiga, si no se viera con ello forzada a conceder que este nuevo
conocimiento no puede transformar de ningún otro modo la imagen
natural del mundo que parte de la intuición. Ciertamente, también la
ciencia newtoniana tuvo que renunciar a amplias zonas de fenóme-
nos de la naturaleza que permanecían reservadas a un procedi-
miento de consideración de la naturaleza que era esencialmente
descriptivo porque sobrepasaban las posibilidades de una explica-
ción mecánico-causal. Pero sí que significó, desde luego, una trans-
formación efectiva de la imagen natural del mundo bajo la forma in-
tuitiva de la mecánica causal, que alcanzaba su expresión vital más
poderosa en la existencia de la técnica. Su sentido espiritual y su
significado para el conjunto de la vida de la humanidad eran por sí
mismos obvios para cada presente. El nuevo giro, en cambio, con-
duce a consecuencias conceptuales que desgarran este contexto
tan obvio. Reproducirlo de nuevo es algo que difícilmente le toca
hacer, ni menos conseguir, a una «filosofía empírica».1 De este modo,
no es casualidad que haya aparecido un interés histórico por su
propio origen y que este interés tenga lugar dentro de su propia do-
1. Véase la revista Erkenntnis, y a la vez, Annalen der Philosophie (1930 y sigs.) (y el movi-miento de la «unity of science», extendido ya por todo el mundo).
87
nación de sentido y se base en el fundamento vital de sí misma
como ciencia. Nadie podrá decir hoy si esta tarea de su donación de
sentido no contribuirá también a determinar las líneas por las que
se mueva el progreso de la investigación.
Como es sabido, los comienzos de la ciencia natural moderna
están determinados por la productiva adopción y prolongación de
pensamientos antiguos, gracias a los cuales se destruyeron los fun-
damentos de la imagen de la naturaleza dominante, la imagen aris-
totélico-escolástica. Entre estos pensamientos antiguos ocupa un
lugar especialmente destacado la idea de átomo. Su renacimiento
resulta de la conjunción de los intereses de la investigación perti-
nente y del enfrentamiento crítico con la imagen cristiana del mundo
y la ciencia de la «Escuela». La fuente fundamental del atomismo an-
tiguo, el poema pedagógico de Lucrecio sobre la naturaleza de las
cosas, anatematizado a causa de su ateísmo, fue uno de los libros
más influyentes de la época. Poseemos una presentación, minuciosa
y de amplias miras, del significado del atomismo antiguo para el sur-
gimiento de la ciencia moderna en la gran obra de Kurd Lasswitz
Geschichte der Atomistik(Historia del atomismo).2 Falta en esta pre-
sentación, sin embargo, una consideración y una valoración del ato-
mismo antiguo mismo, y no es casualidad que sea así. La filosofía de
la moderna ciencia natural, de la que tomó Lasswitz los hilos con-
ductores sistemáticos para su investigación histórica, le ponía a ésta
un límite temporal. Sólo presenta la filosofía de la naturaleza de la
Antigüedad en la medida en que tiene algún efecto sobre la inci-
piente Edad Moderna El tacto historiográfico de este historiador fi-
losófico de la teoría atomista se acredita en que se mantiene dentro
de los límites que le plantea la idea directriz de un progreso con los
medios conceptuales de la investigación científiconatural.
De hecho, la imagen que la investigación histórica más reciente
nos da del atomismo antiguo está determinada del modo más ins-
tructivo en que considera indiscutible la validez del ideal científico
88
2. Reimpresión en la Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 2 vols, Darmstadt, 1963.
propio de la ciencia natural moderna. Ello se expresa en una curiosa
inseguridad acerca de su valor histórico, lo cual, a su vez, lleva a la
correspondiente inseguridad sobre lo que efectivamente era la doc-
trina del atomismo antiguo. Como es sabido, no poseemos ninguna
exposición completa original del atomismo antiguo que proceda de
la época en que floreció científicamente (los siglos ν y iv a.C.), sino
sólo de la época del epicureismo helenístico, un tiempo de menos
vigor científico. Las potencias contrarias al atomismo antiguo, ven-
cedoras en la filosofía de la naturaleza de Aristóteles, determinan
hasta tal punto la propia doctrina de la filosofía epicúrea de la natu-
raleza, que desfiguran en puntos esenciales su imagen del ato-
mismo originario de Demócrito y Epicuro,3 de modo que sólo pode-
mos reconocer en ella una fuente, no especialmente buena, para la
reconstrucción del atomismo antiguo. Por eso, más fiables que es-
tos partidarios algo fragmentados resultan ser los adversarios aris-
totélicos y sus comentaristas de finales de la Antigüedad. Pero, pre-
cisamente en este punto, la mirada histórica se hallaba sometida a
la prevención de que estos adversarios antiguos del atomismo eran
a la vez los grandes adversarios, ya superados, de la incipiente in-
vestigación moderna de la naturaleza Así que la investigación his-
tórica moderna, empujada por esta enemistad común con Aristóte-
les, ha puesto al atomismo antiguo en la misma línea que la ciencia
natural moderna y se ha inclinado muchas veces a reconstruir, a
partir de los escasos informes antiguos que tenemos, un sistema de
explicación de la naturaleza que contuviera ya los principios funda-
mentales de la investigación científica moderna.
A partir de aquí, a la consideración histórica se le planteó la cues-
tión inversa: ¿por qué esta actitud de la física antigua, que tan pre-
ñada estaba de futuro, quedó por debajo de la física aristotélica du-
rante dos mil años? Y cuando no se quería utilizar la evasiva de que
3. Pienso sobre todo en la teoría de la caída de los átomos, la cual, apoyada por la autori-dad de Zeller, burló durante mucho tiempo a la investigación y que aclaró A. Goe-deckmeyer. Véase Goedeckmeyer, Epikurs Verháltnis zu Demokrit, Strassburg (Diss.),1897.
89
el espíritu antiguo estaba demasiado cansado para desarrollar a par-
tir de este inicio del atomismo antiguo la física moderna, entonces se
buscaban los defectos internos de este inicio. Pero esto, a su vez,
ocurría de tal manera que se medía el atomismo antiguo según el
patrón de los progresos que la Edad Moderna había realizado a par-
tir de unos fundamentos aparentemente iguales. Así, se consideraba
que la imposibilidad histórica de una prolongación del atomismo an-
tiguo estaba en los fallos que tenía para poder llevarse a cabo, como
la carencia de una mecánica de choques. O se confiaba tanto en la
autoridad de Aristóteles que, en el estado del conocimiento natural
de entonces, se le reconocía a su física la preferencia por delante de
la física atomista, ya que ésta sólo podría tener futuro una vez que se
desarrollaran los métodos físico-matemáticos de la Edad Moderna.
De este modo, la apreciación del atomismo antiguo oscilaba
entre los extremos opuestos de una admiración sin reservas hacia
su modernidad premonitoria y el resuelto menosprecio de su peso
científico y filosófico. Esta oscilación en la valoración correspondía
a la concepción y reconstrucción de la doctrina misma. Es fácil
sospechar que ninguno de los dos extremos acierta con el verda-
dero estado de cosas. Pero sólo podrá arbitrarse efectivamente
esta disputa desde un suelo nuevo que sustituya por otra la pauta
común con la que se ha medido todo hasta ahora. Mas esta pauta co-
mún es la idea de la ciencia natural moderna, ante la que este ato-
mismo o existe o fracasa. Si se la construye de modo que existe, la
filosofía de Aristóteles es un extravío escolástico; si se la deja en
el estado de su conocimiento fáctico de la naturaleza, de modo
que fracasa, entonces la filosofía de Aristóteles es la posición, por
supuesto superada, pero relativamente superior, confirmada por el
veredicto del éxito histórico. Ahora bien, en el momento en que se
está dispuesto a dirigir la mirada a la unicidad histórica y a los pre-
supuestos espirituales de la física matemática de la Edad Moderna,
será preciso sustraerse a la pauta que esa física ofrece para valo-
rar el atomismo antiguo, y hacerse una imagen de esa «ciencia na-
tural» antigua a partir de lo que era en el conjunto de la filosofía de
90
la naturaleza en Grecia, y en tanto que un todo de interpretación de la
naturaleza y de la existencia.
El atomismo antiguo no es una hipótesis de investigación de la
ciencia físico-matemática, que tuviera que probarse por la explicación
exacta de la realidad empírica, y que sólo pudiera reivindicar su vali-
dez en la medida en que fuera imprescindible para esta explicación y
para la interpretación de los datos experimentales. Antes bien, es un
esbozo fundamental de la realidad verdadera, surgido de la pregunta
filosófica por el ser de la realidad efectiva4 Tiene su lugar, pues, en el
contexto del alba de la filosofía griega, que intentaba pensar el con-
cepto de naturaleza. La imagen mitológica del mundo, que entendía
los fenómenos de la naturaleza y el destino de los hombres desde el
decreto y la poderosa intervención de los dioses que gobiernan, co-
menzó a palidecer con el primer pensamiento sobre estos fenóme-
nos. Resulta sumamente significativo que a Tales, a quien se tiene
por el primer filósofo, se le atribuya la frase de «Todo está lleno de
dioses», es decir, en la naturaleza misma están las fuerzas que deter-
minan lo que pasa en ella y la existencia de los hombres en la natu-
raleza Cuando el atomismo de Demócrito reinterpretó esta frase (se-
gún parece) en la fórmula de un «ateísmo horrible», explicando que
todo estaba lleno de aquella última realidad invisible de un enjambre
de átomos,5 no hacía más que llevar hasta el final, de modo conse-
cuente, aquel pensamiento de la naturaleza. De Tales a Demócrito,
los «sabios» buscan la respuesta a la pregunta por lo que la naturale-
za sea: ¿qué es lo que permanece en este flujo incesante del aconte-
cer y del pasar, otorgándole reglas, orden y la confianza del retorno?
Ninguna de las respuestas que dieron los «físicos» a esta pregunta
es una tesis «física» en el sentido de la ciencia natural moderna.
Cuando suponían uno o varios elementos y unas fuerzas que actua-
ban dentro o fuera de ellos, que formaban a partir de ellos las figuras
4. Por supuesto, esto vale para ciertas formas del atomismo posterior. Véase Lasswitz, vol.1, pág. 401 y sigs, un hecho muy significativo para ilustrar los presupuestos metafísicos de
la ciencia natural moderna5. Véase Diels, Fragmente der Vorsokratiker, cap. 55 A 74,78 (citado en lo sucesivo como VS).
91
del mundo, lo que les guiaba era una intuición del ser verdadero de la
realidad, y se servían del conocimiento «científico-natural» del que
habían partido con unas generalizaciones analógicas peculiarmente
libres. Hay que prestar atención a esto cuando se plantea la pregunta
por la esencia y la intención del atomismo. Existe, ciertamente, una
enorme diferencia entre aquellas antiguas teorías de la materia que
creían interpretar la multiplicidad de los fenómenos por la condensa-
ción y la rarefacción de una materia originaria y la teoría «científica»
del atomismo, que fue la primera en hacer explicables los fenómenos
de condensación y rarefacción. Sin embargo, habrá que mostrar que
también el atomismo estaba dirigido por una interpretación global
originaria del ser y no por la mera aspiración a reforzar con una inter-
pretación racional aquellas doctrinas semimíticas de la materia ela-
boradas por los filósofos jonios.
Desde luego, lo que parece otorgarle una ventaja particular al
atomismo antiguo dentro de la especulación griega acerca de la
naturaleza es la radicalidad con la que atribuye todo el mundo de
las cualidades simplemente a la forma y movimiento de los átomos.
Que esta teoría parezca una anticipación premonitoria de la teoría
cinética de los gases es lo que la hace interesante a los científicos
de hoy. Pero también el historiador ha de ver en ella la cumbre y
culminación de la ilustración griega, pues superaba en simplicidad
y racionalidad a todas las teorías corpusculares de su época. Aun-
que en la teoría de los elementos de Empédocles -sobre todo en
su explicación de la percepción sensorial por los «poros» y «eflu-
vios»- y en el atomismo cualitativo de Anaxágoras puede recono-
cerse una proximidad con la imagen atomista del mundo,6 se echa
en falta en ellos la férrea coherencia con la que el atomismo ex-
pulsa de las realidades primarias del ser a todas las diferencias
cualitativas, y del concepto de orden natural a todas las fuerzas es-
pirituales. Así, las imágenes del mundo que proponen un Empédo-
cles o un Anaxágoras son menos un paso previo e intermedio ha-
β. Véase Walther Kranz, «Empedokles und die Atomistik», en Hermes, 1917.
92
cía las teorías de Leucipo y Demócrito que variantes más nebulo-
sas de juegos propios de la voluntad ilustradora de la época. Con
su cercanía a la teoría atomista no hacen sino aumentar la audacia
de ésta, que se proponía explicar a partir de un único supuesto
fundamental todas las formas de los sucesos en la naturaleza: el
surgir y perecer de los seres, su crecimiento y desaparición, las al-
teraciones cualitativas y los cambios de lugar.7 Cuando se observa
esta racionalidad del atomismo antiguo, no faltan ganas, de hecho,
de confirmarle a la ciencia natural moderna su derecho a invocarlo
como su precedente. Pero habrá que preguntarse si no se infringe
de este modo la ley vital del pensamiento griego del mundo, y si
algo extraño, aunque lleno de un futuro lejano, no está preanun-
ciando el final de la comprensión griega de la existencia.
Las reflexiones que siguen pretenden mostrar que, de hecho, es
esto lo que ocurre, y que precisamente ahí está el motivo de la derrota
de este atomismo antiguo. La interpretación del mundo desde una
mecánica atomista entra en una tensión interna con la concepción
específicamente griega del orden de la naturaleza, que también opera
en él, y esa tensión paraliza esa mecánica, dejándola al borde del es-
cepticismo. Sólo la alienación de los presupuestos de la ontología
griega en los comienzos de la Edad Moderna le abre a la idea de
átomo su marcha triunfal hacia la ciencia matemática de la naturaleza
El paso decisivo que dieron Leucipo y Demócrito fue una rup-
tura radical con la intuición natural y con el concepto filosófico de
cuerpo: la aceptación del vacío como un momento estructural in-
terno del mundo de los cuerpos. Aceptar el espacio vacío fuera de
todo el mundo de los cuerpos es, claramente, algo muy natural, e
igual de intuitivo y natural es (aunque los filósofos no hayan podido
pensar esta intuición) que cuando un cuerpo cambia de lugar tiene
que haber un espacio vacío como sitio por el que moverse. Pero de
ningún modo natural, además de contradecir todas las concepcio-
nes filosóficas anteriores del ser corporal, era la teoría democrítea
7. Véase Arist, De gen. et corr. A 2.
93
de que lo corporal mismo comprendía una acumulación de partí-
culas indivisibles impuesta por el espacio vacío. Ciertamente, esta
aceptación del vacío podía hacer efectivamente comprensibles los
fenómenos: cambio de lugar, condensación, rarefacción, crecimien-
to, etc. Pero cómo podía ser el vacío un ente, e incluso algo que
forma siempre y necesariamente parte del ser de las cosas corpo-
rales, era algo muy difícil de pensar con los medios que ofrecía el
concepto griego de ser formulado en la filosofía de Parménides.
La historia de la ciencia moderna confirma que eran las resisten-
cias arraigadas en el concepto de sustancia de la ontología griega
las que se oponían a la aceptación del vacío. Sólo la producción de
un vacío macroscópico por el experimento de Torricelli abrió el ca-
mino que habían mantenido bloqueado las objeciones antiguas
contra la existencia del vacío, o bien lo habían admitido única-
mente, y con vacilaciones, para espacios vacíos microscópicos
(como, por ejemplo, Galileo en sus discursos).
De hecho, la tesis atomista de que el vacío puede existir exac-
tamente igual que lo lleno no se ha pensado todavía hoy en todas
sus consecuencias ontológicas. El modo de ser de un esbozo ma-
temático, tal como lo presenta el espacio vacío, era también un
problema ontológico sin adarar en la filosofía moderna de la natu-
raleza, por mucho que la física matemática estuviera habituada a
calcular sin complejos con el ser del spat/um absolutum antes de
que, arrastrada por la investigación más reciente, se viera obligada
a plantear unos datos fundamentales (Grundgegebenheiteri) de
naturaleza matemática pero, ontológicamente, totalmente indeter-
minados.
¿Cuáles son, pues, las premisas fundamentales sobre las que
se construía la imagen del mundo del atomismo antiguo? La res-
puesta a esta pregunta nos muestra con toda claridad hasta qué
punto el atomismo antiguo seguía estando determinado por la on-
tología que se acuñaba en la idea de sustancia Con su aceptación
del vacío, no avanza en dirección hacia la abstracción matemática,
sino que socava la realidad de la experiencia sensible con un
94
mundo verdadero de cosas y procesos que poseen una intuitividad
propia, la cual se sustrae a nuestra observación. Al igual que todos
los filósofos griegos de la naturaleza, los atomistas presentaban su
imagen del mundo en la forma de una cosmogonía.8
El inicio de la formación del mundo no dice absolutamente
nada sobre la fuerza motora que la produce. En el universo hay va-
cío y lleno. Este vacío no tiene límites en el espacio ni en el tiempo.
La formación del mundo tiene lugar cuando muchos corpúsculos
de múltiples formas se separan de lo infinito, una reserva sin límites,
por así decirlo, de todo devenir del mundo, y se mueven entrando
en el gran vacío. Al chocar y apelmazarse, producen un torbellino en
vibración, el cual, aventándolo, junta lo igual con lo igual, haciendo
hundirse hacia el centro a los montones más grandes que se han
apelmazado, y expulsando los átomos más ligeros y sutiles, que se
disipan en el gran vacío, hasta que se forma una bola que se en-
vuelve, como si fuera una piel, de una especie de red de átomos
engarzados: comienzo de un sistema cósmico dentro del cual los
átomos más pesados se apelmazan para formar la tierra; los más
sutiles, los cuerpos celestes, etc.
De esta descripción cosmogónica resulta, para el ser de las co-
sas mismas, que lo que se muestra como la unidad de una cosa con
su figura es sólo una apariencia. En verdad, cada unidad son mu-
chas cosas, y una multitud no puede nunca convertirse en algo
efectivamente uno, igual que lo que es efectivamente uno, la unidad
indivisible de los átomos, nunca puede convertirse en muchos. Todo
lo ente es una mezcla de lleno y vacío, pero esto significa que el va-
cío, en tanto que es lo que mantiene todo separado, es la «causa»
propiamente dicha de las unidades con figura que aparecen, pues
sólo lo que se mantiene separado, un enjambre de átomos en el va-
cío, puede acoplarse para dar la unidad de una figura. Ahora bien, el
proceso de este acoplamiento obedece a leyes puramente mecáni-
8. Le debemos la explicación de la cosmogonía atomista a J. Hammer-Jensen (Archiv fürGeschichte der Philosophie 23, 1910) y a Eva Sachs (Philologische Untersuchungen 24,
1917). Véase VS 54 A 1.
95
cas. La constante movilidad de las partículas las pone en contacto.
El que, en virtud de este contacto, sigan estando juntas cuando no
vuelven a salir despedidas y separarse, tal como enseña la intui-
ción de los cuerpos «sólidos» —al contrario del movimiento ince-
sante que muestra la intuición de los átomos-, obliga a aceptar
una nueva premisa: que las partículas se diferencian por su figura
y su tamaño. Así pueden engarzarse unas en otras. Los átomos lisos
y pequeños pueden escaparse más fácilmente de quedar engan-
chados en estos coágulos, pero el apelmazamiento de los átomos
enganchados entre sí retendrá siempre consigo átomos lisos, y so-
bre todo, nunca se elimina del todo el vacío entre las partículas. El
cuerpo con masa es como una montaña de tipos de imprenta, sólo
que, como los átomos son tan diminutos, se tiene la impresión de
algo «sólido».9
E igual que la aparición de las cosas como unidades puede expli-
carse a partir de estas sencillísimas premisas del vacío y del tamaño
y la forma de los diferentes átomos, resultan también todas las pro-
piedades de estas cosas que aparecen a partir de la forma, situación
y posición de estos átomos; y todos los cambios que aparecen en es-
tas propiedades resultan de la mera recolocación de los mismos. Así,
el color resulta simplemente a partir de la reordenación de los áto-
mos, la gravedad de los cuerpos por la acumulación de átomos.
No cabe duda de que esta teoría significa un modo consecuen-
te y mecánico de explicación de los sucesos en la naturaleza en el
ámbito atómico. Sin grandes dificultades, pueden leerse en estas
descripciones las leyes fundamentales de la mecánica, como una
teoría de choques, de la atracción entre las masas, la ley de cau-
salidad, el principio de conservación de la materia, la conservación
de la energía, acción y reacción, la ley de la entropía, etc.10 Pero ya
veremos que no es por azar que Demócrito no llegara a formular
estos principios de una mecánica. Tampoco puede discutirse que
9. Véase sobre todo VS 55 A 37,38.10. L. Lowenheim, Die Wissenschaft Demoknts und ihr Einfluss auf die modernaNatuwissenschaft Berlín, 1914, lleva esto a cabo con una coherencia rayana en el absurdo.
96
a esta teoría universal de la mecánica atómica elaborada por De-
mócrito se le han asociado, en toda la línea del conocimiento de la
naturaleza de entonces, fecundas explicaciones mecánicas. Hay
muchas y elocuentes anécdotas y toda una plétora de prometedo-
res títulos de libros que testimonian el impulso investigador de De-
mócrito en busca de las causas mecánicas de todos los fenóme-
nos. Al parecer, decía que prefería encontrar una única prueba
causal para todo antes que llegar al trono de Persia (VS, fr, 118). Y
se convierte en investigador precisamente porque rechaza la ex-
plicación de que un fenómeno ocurra por casualidad. Si se sabe
mirar con la suficiente agudeza, siempre es posible encontrar una
causación vinculante." La fuerza triunfal del concepto mecánico
de causalidad, aliada con una reducción desconsiderada de todos
los datos cualitativos al mundo verdadero de las figuras del átomo,
hacen de la ciencia democrítea, según parece, un genuino modelo
de la ciencia natural de la Edad Moderna.
Pero este resultado nos obliga a meditar. Un filósofo griego que
haya vivido anticipadamente el ethos y el método de la ciencia mo-
derna requiere, todavía más que la propia ciencia natural misma,
una respuesta a la pregunta de qué significaba para él esta investi-
gación y este impulso cognoscitivo en el conjunto de su cosmovisión
filosófica, pues el juicio de la historia, que durante dos mil años le
concedió la victoria a los adversarios de este atomismo, no puede
demostrar nada a este respecto. Es correcto, seguramente, que la
audaz concepción de esta teoría atómica carecía de los recursos
para ser llevada a cabo en los detalles de la investigación: esta in-
terpretación mecánica global no tenía ningún conocimiento exacto
de la mecánica de choques, carecía por completo de un experi-
mento cuantitativo, carecía sobre todo de una matemática que hu-
biera madurado hasta las alturas abstractas de sus premisas fun-
damentales. Pero lo decisivo es que, sin embargo, reivindicara su
validez, por lo que todas estas constataciones, que desde el punto
11. Véase Arist, Fis, B 4.
97
de vista de la ciencia natural moderna significan otras tantas impo-
sibilidades de esta física atómica, degradándola a una especie de
fantasía raramente llena de acertados barruntos, obligan a poner en
primer plano la cuestión de sus motivos filosóficos fundamentales.
Nos aproximaremos poco a poco a esa cuestión, siguiendo es-
tas constataciones:
1. ¿Cómo demuestran los atomistas la existencia del átomo?
La intuición que los guía es que lo propiamente ente no puede
nunca no ser, o sea, que persiste sin alteraciones ni cambios. Pero
esto significa que tiene que haber algo que queda sin afectar por
la visible descomposición de todos los seres de la naturaleza. El ar-
gumento que Aristóteles aduce como fundamentación decisiva de
la idea de átomo12 suena muy «matemático»: más exactamente, re-
futa la exigencia matemática, que viene dada por el argumento del
continuo, de una divisibilidad por principio ilimitada, apelando a la
naturaleza de lo corporal. La divisibilidad se basa en el vacío; de
otro modo, sería una destrucción de la sustancia. Por ello, la divisi-
bilidad ilimitada hace que todo lo corporal perezca en lo incorporal
de un vacío puntual y sin extensión. Ello quiere decir que el ser de
lo corporal no sería otra cosa que vacío. Pero lo corporal es, en ver-
dad, lo lleno, aquello en lo que no hay ningún vacío, el átomo de fi-
gura indestructible. La idea de átomo, pues, es un postulado onto-
lógico y se revela como un intento de unificar el pensamiento del
ser de la teoría eleática de la unidad y las exigencias de la expe-
riencia de la naturaleza, al reconocer el verdadero ser de los fenó-
menos en la multiplicidad de pequeñas unidades invisibles.13
2. La indivisibilidad de los átomos es, pues, una exigencia fí-
sico-ontológica, no matemática. Los átomos son indivisibles porque
son sólidos, es decir, están libres de vacío. No es su diminuto ta-
maño lo que los hace indivisibles. No son unos pseudopuntos ma-
temáticos. Tienen diferentes tamaños, podría ser incluso que hu-
12. Arist. De gen. et corr., A 2, 315b y sigs.13. Véase VS 54 A 8 y nota 11.
98
99
biera átomos tan grandes como el mundo14 -lo único que lo ex-
cluye es la experiencia de que no han aparecido efectivamente—.
Es una pregunta muy discutida si a este atomismo físico le habría
correspondido un atomismo «matemático» (una construcción del
continuo del espacio vacío a partir de «puntos» extensos). El único
testimonio que podría hablar en favor de ello es el conocido pro-
blema de la descomposición de los conos con cortes paralelos, que
se ha interpretado incluso como un barrunto del principio infinitesi-
mal.15 Pero, para Demócrito, esto es un problema exclusivamente
«físico», esto es, también aquí podría ser —como en toda su mate-
mática— que Demócrito siguiera apegado al modelo físico, po-
niendo en juego su verdadera estructura atomista contra la exigen-
cia intuitiva del continuo. También este conocimiento «genuino» que
Demócrito contrapone al conocimiento sensible «no genuino», el
conocimiento «del entendimiento», era un conocimiento físico, y no
matemático ideal.16
3. Los atomistas consideraban ilimitado el número de átomos, a
causa de la ilimitada multiplicidad de los fenómenos que deben ex-
plicarse por ellos. Este principio abre el acceso a las fuerzas funda-
mentales de la concepción del mundo relativa a esta interpretación
de la naturaleza. Los átomos son innumerables. Aristóteles dice in-
cluso: «En cierto modo, los atomistas, igual que los pitagóricos, con-
virtieron todo en número» (VS 54 A 15), y de hecho, cada ente es
una pluralidad de átomos, esto es, un número. Pero ni este ser núme-
ro es el ser de las cosas, ni podemos contar ni conocer estos nú-
meros, pues el simple añadido o la reordenación de un único átomo
14. Véase VS 55 A 47, 43; Arist, De gen. et con., 326 A 28.15. VS 55 B 155 y la anotación de Diels.16. Es falso, pues, en el fondo, hablar de una matemática atomista, pero igualmente equi-vocado hacerlo de una genuina matemática del continuo. Simplicio, en Física 82,1, no tieneningún valor como fuente. El conflicto de su atomismo con la matemática, introducido porAristóteles contra Demócrito, viene a confirmar que Demócrito no conoció para nada unagenuina matemática que acompañara a su física (véase por ej. VS, fr. 11). La objeción deAristóteles transfiere el atomismo al nivel de problemas de la posterior matemática noéti-ca, y se refiere, por ejemplo, a la doctrina de las «líneas indivisibles» de Platón y Jenófanes.Está en lo correcto Erich Frank, Plato und die sogenannten Pythagoreer, Halle, 1923, pág.54. Véase sobre todo VS 55 B 11.
puede cambiar de modo decisivo toda la figura atómica en su as-
pecto exterior.17 El conocimiento genuino que penetra por detrás de
la apariencia sensible reconoce, pues, seguramente, que no hay nin-
gún azar, sino que todo tiene sus razones; pero él mismo no reco-
noce, en verdad, estas razones. Su logro es, más bien, únicamente,
transmitir a la observación de los fenómenos el infatigable impulso
de la investigación verdadera de las causas, impulso que reside en
que todo ocurre según un orden, todo ocurre de «por sí», dominado
por la misma necesidad mecánica. Lo que podemos reconocer de la
naturaleza es siempre, por supuesto, sólo el tosco contexto de las
conexiones causales que saltan a la vista, no el verdadero meca-
nismo de los átomos, que representa los procesos verdaderos.18
4. Por sí mismos, pues, obedeciendo a la compulsión de un mo-
vimiento en el que ya están desde siempre, los átomos se acoplan
para formar la efímera unidad de las figuras corporales. E igual que
las figuras de este mundo se están formando constantemente a par-
tir de los impulsos de los átomos, se están formando también otros
mundos, siguiendo las mismas leyes. No sabemos nada de ellos, cier-
tamente, y no podemos saber nada, pero, haberlos, haylos. Nada nos
autoriza a pensar que este mundo nuestro que conocemos haya sur-
gido de otro fundamento que el mecanismo sin sentido del aconte-
cer atómico. Pero este mecanismo ha de conducir en todas partes a
la formación de mundos en los que los átomos se acumulan. Es claro
que semejante interpretación del mundo tiene que entrar en una du-
rísima tensión con la experiencia natural del mundo como un cosmos
17. Véase VS 54 A 9.18. No hay ningún testimonio que demuestre que Demócrito supusiera nunca una mezclanumérica determinada de átomos de clases diferentes —como sí sabemos que hizoEmpédocles—. Cuando Aristóteles lo menciona como el primero, junto a Empédocles yantes de él, en haber tocado la definición de las cosas por esencias, el ejemplo del calordemuestra lo que ello quiere decir (Met 1076b 20). El fenómeno del calor se atribuyesiempre a la misma esencia verdadera, los átomos de fuego lisos y esféricos, esto es; adiferencias en la figura, y no en la cantidad de átomos. Allí donde las proporciones de lacombinación de átomos de diferente figura han de explicar un fenómeno —como la de los co-lores mezclados—, no se nombra ninguna proporción numérica. La constitución «aritméti-ca» del ser corporal, consistente en ser una Suma de átomos, no fundaba, pues, aritmé-tica alguna.
100
dotado de sentido y ordenado según un fin.19 Con el patrón de esta
comprensión natural del mundo se representa el gobierno de la ne-
cesidad como gobierno del azar. La figura del cosmos y el cosmos de
las figuras que llenan el mundo, precisamente porque descansan úni-
camente sobre una necesidad mecánica, no son otra cosa que un
(feliz) azar.20 Fue la filosofía ática la que extrajo esta consecuencia fi-
losófica de la explicación atomista del mundo, demostrando su per-
versión como cosmovisión y su insuficiencia fáctica. La «natura-
leza» que conocemos es un orden animado dotado de sentido y no
un azar que resulte de una compulsión ciega (Platón, Leyes, X).21 Es
más:22 la explicación de la naturaleza construida sobre los principios
fundamentales del atomismo no deja de ver en el padre, por ejemplo,
la causa del hijo, esto es, de reconocer a la «naturaleza» como activa
en este orden de la reproducción. Sólo del suceso, más lejano, de la
formación del mundo, en el que se produce el orden celeste, y de los
procesos de la naturaleza inanimada afirman los atomistas que sur-
gen por sí mismos («automáticamente»). El mayor logro de la filoso-
fía aristotélica de la naturaleza fue demostrar las deficiencias inter-
nas de la interpretación atomista de la naturaleza y encontrar su
expresión ontológica en la vecindad del «por sí mismo» y del azar.
En el pensamiento atomista de la naturaleza reside una deforma-
ción de la imagen natural del mundo orientada por las figuras de las
cosas y los seres, y con ello, un vaciamiento de sentido de todo acon-
tecer. La necesidad que todo lo domina, y según la cual todo sucede,
actúa como la causa sin sentido de una acción final que, sin embargo,
siesta dotada de sentido: el orden de la naturaleza Pero entonces no
es un poder originario de la naturaleza Lo que surge y sucede con re-
ís. Véase el significativo juego de palabras de Platón en el Timeo 55c, donde Platón de-clara que la doctrina de ios muchos mundos «infinitos» es una especulación «infinita»(άπειρος).20. Para esta conexión interna de mecanismo, adecuación a fines y azar, Véase sobre todoKant, Crítica del juicio, § 61.21. Véase las composiciones φύσις και τύχη, Prot, 323c; Leyes, 889a 5 y: κατά τύχηνεξ ανάγκης Leyes, 889c 1; en cambio, Platón: ψυχή ... διαφερόντως φύσει, Leyes,
892 c.22. Véase Arist, Física B 4 = VS 55 A 69.
101
gularidad no es obra del azar, pues lo azaroso es lo que hace apari-
ción en contra de las reglas y del efecto final esperado. De este modo,
el concepto de «por sí mismo», que en Demócrito es la expresión ex-
clusiva de una necesidad forzosa, el carácter de una causa excepcio-
nal frente a la regularidad viva de la naturaleza, esto es, el carácter de
lo que lleva ciegamente a un éxito que, por lo demás, suelen producir
la ley viva de la naturaleza o la intención consciente. Puede que esto
no sea una definición con sentido para una investigación de la natu-
raleza que siga consecuentemente una metodología mecanicista,
pero es la consecuencia que se extrae de la interpretación atomista
de la naturaleza, que nunca ha renunciado realmente a orientarse se-
gún el orden que se experimenta en el cosmos.
5. La línea en la que se articulan el transmundo verdadero de los
átomos y el mundo de la experiencia natural está en la percepción
sensorial. En la interpretación atomista de la percepción sensible se
muestra cómo la aceptación de los átomos fundamenta la realidad
efectiva de la apariencia de las unidades de figura y de las diferencias
cualitativas. Se encuentra aquí la doctrina de las cualidades primarias
y secundarias, tan decisiva para la filosofía moderna y su posición res-
pecto a las ciencias naturales. La premisa fundamental de que la
única realidad son los átomos y su movimiento a través del vacío hace
que todo el contenido de la percepción sensible sea únicamente una
apariencia Pero esta apariencia es, a la vez, lo verdadero tal como se
muestra La subjetividad de las sensaciones tiene su verdadero fun-
damento en el ser verdadero de la realidad, en los átomos. En la mul-
titud innumerable de los átomos que componen un fenómeno corpo-
ral se encuentran realmente todas las figuras atómicas que conducen
a las diferentes sensaciones variables y subjetivas. El mismo vino sa-
be dulce para uno y ácido para otro porque uno es efectivamente re-
ceptivo y permeable a estas figuras de átomo, el otro a aquéllas. Así
pues, el conocimiento puro nos permite aceptar, en todos los datos
sensoriales aparentes, la realidad única de los átomos y el vacío.
Por supuesto que determinamos el tamaño, la figura y la situa-
ción de los átomos al volver a transferir a éstos, por analogía, las pro-
102
piedades mecánicas de las cosas, que conocemos por nuestra ex-
periencia sensible. Y toda investigación propiamente dicha de las
causas en el ámbito del conocimiento natural se pone enjuego, de-
finitivamente, dentro de lo que más toscamente llama la atención en
las figuras que aparecen de las cosas. Por eso, Demócrito podía
completar su restricción crítica de la verdad de la percepción sen-
sorial por la anticrítica de los sentidos a la acción de la razón: «Tú,
pobre razón, ¿recibes los testimonios de nosotros y con ellos quie-
res vencernos? Tu triunfo es tu caída».23 El escepticismo de finales
de la Antigüedad no andaba, pues, tan desencaminado cuando, con
palabras como: «Que no podemos conocer cómo está hecha en ver-
dad cada cosa»,24 encontraban que los sentidos y la razón están
afectados del mismo modo. Y por esta resignación escéptica de la
ciencia democrítea de los átomos comprendemos que Aristóteles
no comete ninguna estupidez cuando una vez,25 frente a la interpre-
tación atomista de los cambios en la naturaleza, invoca a la expe-
riencia sensible, la cual ve que un todo cambia como todo. Pues, por
supuesto, los procesos de reordenación de los átomos con los que
Demócrito explica los cambios deben ser invisibles. Pero Aristóteles
tiene toda la razón: la descripción interpretativa de los procesos na-
turales mismos, tal como los experimentamos, para empezar, con
nuestros sentidos, nos propone otras formas completas de conce-
bir lo que sucede. Frente a la suposición de los átomos y su figura-
ción aritmética sumativa, esas formas representan la verdadera me-
tafísica de la naturaleza, pues el ser primario de la realidad no son
unas partículas aisladas y recíprocamente indiferentes que se aco-
plan y reordenan, sino las figuras. Y estas figuras no salen del cubo
de los dados del azar. Ellas —y no las «figuras atómicas originarias»—
son la unidad que regula los procesos que nos queremos explicar.
6. Desde la perspectiva del conocimiento de la moderna física
mecanicista, que restringe consciente y metodológicamente el con-
23. VS 55 b 125.24. VS 55 B 10; véase fr. 6-9.25. Arist, De gen. et con. A 9 327 a 15 y sigs.
103
cepto de naturaleza a lo se/Meen el sentido matemático de la palabra,
y que por ello sabe que todo progreso en un conocimiento preciso se
paga con la creciente pauperización de lo que hace la naturaleza ob-
jeto de conocimiento, Demócrito alcanza, desde luego, el honorable
rango de un ancestro temprano, y la visión del mundo de Aristóteles,
completa y unitaria, aparece como un dogmatismo paralizante de la in-
tuición. Quien, por el contrario, mira hacia las fuerzas de cosmovisión
que están operando aquí y allá, reconoce en la visión del mundo aris-
totélica el magnífico intento de conjurar por medio de una nueva for-
mación de la verdad más antigua la ilustración que Demócrito llevó a
cabo hasta el extremo de disolver todas las fuerzas que produjeran
una vinculación y formaran figuras. Un vistazo a los fragmentos éticos
de Demócrito (a los que, por supuesto, habría que limpiar de algún
añadido posterior) confirmaría que hemos enlazado correctamente los
fundamentos de concepción del mundo de su vigorosa energía inves-
tigadora con el pensamiento fundamental de su teoría atómica El ho-
rizonte abarcante del sentido común griego, tal como lo intentaron
restablecer más tarde Platón y Aristóteles, ya demasiado tarde, había
dejado de ser la certeza que sostenía a este espíritu férreo.
7. La fuerza contraria que actúa en la visión del mundo de Aris-
tóteles es de origen platónico. No es ningún sinsentido el que se
haya calificado toda la obra literaria de Platón como un único y gran
diálogo con Demócrito, y no le falta un profundo valor simbólico a la
anécdota antigua según la cual Platón quiso quemar los escritos de-
mocríteos, y si no lo hizo fue porque hubiera sido inútil, pues, de to-
dos modos, ya estaban demasiado difundidos. Pero ¿no fue el pro-
pio Platón —junto a Demócrito, y con no menos influencia histórica—
creador de una teoría atomista de la materia y los elementos? ¿No
está justamente su grandeza inimitable en que él mismo abarcó esta
verdad de la Edad Moderna? De hecho, la ciencia moderna no
puede reconocer en Platón menos que en Demócrito algunas anti-
cipaciones fundamentales de sus propios descubrimientos.26
26. Esto lo ha expuesto Eva Sachs (Philologische Untersuchungen 24, 1917), sobre todo,pág. 221 y sig. Véase Kurt Hildebrandt, Platón, Berlín, 1933, pág. 380 y sig.
104
Nos llevaría muy lejos mostrar con detalle el profundo instinto
que guiaba a la investigación de la filosofía antigua de la naturale-
za, que se mide con el patrón de la ciencia, cuando, a pesar de todo,
no veía en Platón, sino en Demócrito, el verdadero predecesor anti-
guo de la ciencia natural. La transformación que experimenta la idea
democrítea del átomo en el mito del Timeo podría poner de mani-
fiesto lo que confiesa de sí misma la ciencia mecanicista de la Edad
Moderna cuando se siente más profundamente ligada al atomismo
de Demócrito que al platónico. Las últimas unidades elementales de
Platón, a partir de las cuales piensa él que está construida la mate-
ria del mundo -y sólo esta materia, no el orden del mundo mismo-
son los triángulos. Pero el triángulo es la figura más sencilla en la
que se puede dividir a las figuras espaciales matemáticas. La acep-
tación de la indivisibilidad de estos últimos átomos triangulares se
basa en una indivisibilidad eidét/ca, pues la indivisibilidad es la esen-
cia del triángulo en el sentido de que a partir de él no resulta, por di-
visión, ninguna otra figura simple. Los átomos de Platón no son rea-
lidades últimas que resisten a la descomposición de las figuras que
aparecen y a la destrucción de todas las unidades formales, sino
que son las formas originarias de lo corporal mismo. Y no son figu-
ras casuales las que surgen de su composición, sino los «cuerpos
platónicos» regulares. Los triángulos atómicos no son la realidad úl-
tima de una posible escisión de lo corporal, sino los ladrillos origina-
rios de todo lo regular. Lo que alcanzan no es una disolución de to-
das las figuras visibles, sino la articulación intuitiva de la regularidad
de todo lo extenso. Por eso no existe el vacío en el mundo atómico de
Platón. La mecánica de la estructura atómica tiene el carácter de
una síntesis matemática, y no de un suceso que ocurra sin reglas y
compulsivamente. En esta transformación radical del concepto de-
mocríteo de átomo puede medirse la energía activa en Platón, que
vuelve a colocar la ilustración de la ciencia griega bajo la ley vital de
la interpretación helena de la existencia Lo que para Demócrito de-
bía explicar la verdadera realidad natural, la ciega necesidad del inex-
tricable acontecer atómico, encuentra en la creación mítica del mun-
105
do del Timeo, por una doble transformación, un derecho restringido.
Que el mundo sea, es el hecho de la construcción de acuerdo con
una matemática divina. Que en este mundo haya algo imperfecto y
sin reglas, que los sucesos terrenales carezcan de la perfección pu-
ra de la estructura cósmica -eso es el poder de la compulsión ciega
de la materialidad, que se configura a partir de los átomos- Pero in-
cluso esta configuración atomista de la materia permite reconocer
un preformación matemática. También en lo incognoscible gobierna
la ley de la figura y el número. Igual que la matemática que ordena
completamente estas proporciones visibles de los cuerpos del
mundo, esta matemática de la materia tampoco es el resultado de
una investigación que mida y calcule. Encaja en el plan fundamen-
tal según el cual se describe el mundo. Y si en este plan tiene la
existencia humana su lugar decidido, la ley del mundo fundamenta,
a la vez, la ley de la realidad humana de una comunidad estatal. Se
convierte en un orden que contrapone a todas las fuerzas disolven-
tes de un extenuante espíritu estatal la resistencia de una nueva
dignidad cósmica. Se confirman así, por la contraimagen de esta
fundamentación mística del mundo y del Estado, nuestros conoci-
mientos sobre los motivos filosóficos del atomismo antiguo.
Haría falta una presentación por sí sola para mostrar cómo, so-
bre la base de esta idea platónica del mundo, Aristóteles se convir-
tió no sólo en crítico del atomismo de Demócrito, sino también del de
Platón. Se reconocería entonces que esta crítica, decisiva durante
dos milenios, permaneció fiel a la interpretación platónica de la na-
turaleza, pero no a su pasión por el Estado, que le impelían a vincu-
lar, en lugar de expulsar, las fuerzas efectivas de peligros hostiles.
Cuando la investigación histórica moderna, bajo los preceptos
de la certeza de sí, propia de la idea moderna de ciencia, pasa de
largo ante los pensamientos de la naturaleza platónico-aristotéli-
cos para ver en Demócrito al precursor de la ciencia moderna, no
sólo comete un erraren lo que se refiere al conocimiento histórico:
al no cuestionar la validez del patrón de la moderna ciencia natu-
ral, se revelaba una renuncia a la filosofía en el sentido más alto.
106
Platón y la cosmología presocrática
«Las condiciones en las que se nos ha transmitido el conocimiento
sobre Sócrates son tales que el historiador pierde cualquier espe-
ranza de llegar a algún resultado fiable»: con esta constatación abría
Helmut Kuhn en 1934 el epílogo1 que justificaba su presentación de
Sócrates y se refería a continuación al concepto de historia origina-
ria desarrollado por Franz Overbeck, para fundamentar que él no in-
tentaba reconstruir el Sócrates histórico a partir de los dispersos
testimonios de una transmisión múltiple, sino investigar su efecto
sobre Platón y el surgimiento de la metafísica occidental para llegar,
no a su contingencia historiográfica (historiscH), sino a su realidad
histórica (geschichtlich). Cuánto se transformó la tarea del conoci-
miento en el caso particular de Sócrates puede justificarse, como he
intentado mostrar en otro lugar,2 por su significación general y de
principio. Pero, sin duda, esto vale para esa clase de realidades que
1. Helmut Kuhn, Sokrates, Munich, 1960, pág. 129. Mi recensión de esta obra enDeutsche LHeraturzeitung 57 (1936), págs. 96-100 (reimpresa en GW, vol. 5, págs. 322-326) da una idea de cuánto me impresionó hace decenios el pensamiento metodológicofundamental del libro de Kuhn.2. Wahrheit und Methode, Tubinga, 1960 (6 W, 1) (trad, cast: Verdad y método, Salamanca,Sigúeme, 1977), pág. 284 y sigs.
caen bajo la categoría del «inicio» y que sólo llegan a definirse a par-
tir de las consecuencias y de su final. Así, la frase de Kuhn citada
más arriba puede aplicarse sin modificación alguna, sobre todo, al
comienzo de la filosofía occidental en los primeros griegos. Lo que
fueron estos primeros pensadores, de los que conocemos por su
nombre a Tales, Anaximandro y Anaxímenes, no sólo no puede re-
construirse a partir de la transmisión más antigua o más reciente: la
imagen de la investigación y de sus progresos tiene en lo esencial el
aspecto de que las supuestas certezas se desmoronan una y otra
vez, y crece la medida de lo incierto. Y aunque, procedentes de un
tiempo ligeramente posterior, poseamos un trozo considerable del
poema de Parménides y una serie de sentencias de Heráclito, in-
confundiblemente originales, también estas mismas «fuentes» se
escapan en una descorazonadora y oscura incertidumbre, como sa-
be cualquier entendido sobre el problema de Pitágoras o el de los
órficos. Y si a lo largo del siglo ν se va abriendo lentamente una luz
en esta oscuridad, y tenemos ya una silueta fiable de Empédocles,
Anaxágdras o Demócrito, estamos, sin embargo, por lo que se re-
fiere a la transmisión presocrática, en la misma situación que vale
para el problema de Sócrates: Platón, con sus diálogos, y Aristóte-
les, con sus escritos para clase, que marcan para nosotros el inicio
de la transmisión literaria de la filosofía griega, impregnaron y for-
maron de tal modo la transmisión accesible de los presocráticos
que, a la altura de la crítica histórica y con sus medios, apenas tene-
mos perspectivas de vislumbrar con certeza otra cosa que la imagen
histórica acuñada por Platón y, sobre todo, por Aristóteles. Apenas
resulta posible aislar lo que a partir de aquí sea transmisión por com-
pleto libre de influencias -quizá podría nombrarse aquí en primer lu-
gar el gran extracto del poema de Parménides, pero incluso esta co-
pia, que Simplicio nos proporcionó con fidelidad, es una selección y,
como toda selección, tan influyente como sometida a influencias.
Sería errado, sin embargo -también en este punto-, creer que
tenemos que moderar nuestras pretensiones y que no hay ningún
otro camino abierto a la investigación. También aquí existe la posi-
108
bilidad de deducir el causante a partir del efecto, esto es, del modo
en que Platón y Aristóteles reflejan, explícitamente o no, la tradi-
ción presocrática para aprender algo de lo que fueron estos pri-
meros pensadores. Claro que, por supuesto, no puede evitarse un
primer conocimiento crítico: a saber, que no sólo hemos de negarle
crédito a la tradición aristotélica que subyace a Teofrasto y los do-
xógrafos, sino también a esa interpretación que domina todo el
pensamiento historiográfico y filológico de la modernidad -a pe-
sar de todo el antihegelianismo de la escuela histórica— y a la que
me gustaría llamar interpretatio hegeliana. Es cierto que su presu-
puesto obvio no es, como en Hegel, la comprensión total de la his-
toria a partir de su «lógica» interna -pero es igualmente cierto de
ella que cada uno de los pensadores y sus doctrinas están relacio-
nados entre ellos, que mutuamente se «adelantan», se critican,
combaten, de modo que una conexión comprensible lógicamente
ordena el diálogo de la transmisión.
Quizá la verdad general sea que allí donde sólo se puede llegar
a tener una transmisión a partir de los testimonios de los que vi-
nieron después, como en el caso de los presocráticos, no esté
dado este presupuesto. No sabemos, por ejemplo, si Parménides
conoció a Heráclito; no sabemos cómo era la «escuela» milesia, ni
si la diadoché que se nos ha transmitido es otra cosa que una
combinación posterior. No sabemos quién fue Pitágoras en reali-
dad. Y sobre todo: tanto la posición platónica como la aristotélica
respecto a los pensadores anteriores apenas prestan atención a la
ordenación temporal, y clasifica por puntos de vista sistemáticos.
Sobrestimaríamos nuestras posibilidades de conocimiento si qui-
siéramos reconstruir un decurso histórico con esta situación de la
transmisión, e intentáramos, como se hace a menudo, distinguir y
derivar a los pensadores y sus doctrinas unos de otros. Me parece
que la tarea que se plantea es la inversa, como lo confirman las
más recientes investigaciones en este ámbito: sólo los motivos y
problemas comunes que unen a todos prometen un acceso a es-
tos inicios que acierte con su realidad efectiva.
109
A esta tarea se aviene sobre todo el modo en que Platón veía
a sus «predecesores», pues él los veía a todos como una unidad
—con la única excepción de los eleatas—, y los bautizaba con un
único nombre, llamándolos los «heraclíteos».3 Es palmario que
esta forma de concebir la transmisión es una formación antitética,
que su motivo propiamente dicho es la aceptación positiva del
pensamiento eleático del ser por la doctrina de las ideas. Así, la
historia efectiva del pensamiento eleático será siempre un acceso
esencial a la doctrina eleática, y Platón está en la cumbre de la
misma.4
En cambio, las cosas son mucho más desfavorables en lo que
se refiere a los jonios, que precisamente por la antítesis eleática en
la que los coloca Platón, se funden con Heráclito y los que vienen
después. Si, a la inversa, quisiera uno, en el caso de los jonios, apo-
yarse en Aristóteles, que relegaba a la filosofía eleática por haber
cuestionado la κίνησις, y que valoraba positivamente la «filosofía
natural» jonia, se estaría entonces ignorando cuánto antipitago-
rismo y antiplatonismo opera en esta prehistoria aristotélica de su
meta-física (que, en lo esencial, es física). Como correctamente
estudiara Helmut Kuhn en su libro sobre Sócrates, ocurre que éste
representa, por su efecto sobre Platón, el origen de la metafísica,
aunque la «física» es en Platón una cosa curiosa. Pero, precisa-
mente, lo que hace de Platón un testigo incomparable de lo que
fueron los inicios de la filosofía es que llegó a su propia doctrina
apartándose socráticamente de esta tradición más antigua, o me-
jor dicho, en una respuesta consciente a esta tradición. Compren-
der su filosofía como respuesta significa alcanzar la pregunta que
se planteaba con el inicio temprano del filosofar griego. No hay
una posibilidad hermenéutica más densa y más inmediata que la
que se inaugura aquí: no se trata de la credibilidad de los testimo-
nios, sino de la propia posibilidad del pensamiento platónico. ¿Qué
3. Teeteto, 179d.4. Véase mi trabajo «Zur Vorgeschichte der Metaphysik·, en Anteile. Martin Heidegger zum60. Geburtstag, Francfort, 1950, págs. 51 -80 (GW, 6, págs. 9-29).
110
eran los presocráticos -en particular, qué eran los jonios- para
que Platón pudiera oponerles su Sócrates de este modo?
Si empezamos por aquí, el Timeo pasa a ocupar un lugar cen-
tral. Está compuesto de muchos estratos que se remontan muy le-
jos hacia atrás, porque así se lo requiere su propia tarea, y decla-
ran algo sobre los presocráticos de modo más inmediato que las
miradas retrospectivas, sin duda muy elocuentes, hacia los prime-
ros filósofos, que nos encontramos en el Fedón, en el Teeteto o en
el Sofista, y cuyas informaciones no podemos de ningún modo de-
satender.5
Por su propia existencia y estilo, el Timeo, no es sólo, tal como
se ha interpretado, un gran diálogo con Demócrito;6 sino que por lo
que él mismo es, ofrece un acceso histórico a toda el alba del pen-
samiento temprano. Como es sabido, Aristóteles, cuando hace re-
ferencia en su Metafísica a los diálogos platónicos, tiene presente,
sobre todo, el Timeo. Y pese a toda la crítica que le hace: que es un
conjunto de «metáforas vacías» con las que Platón interpretaba la
participación de los fenómenos en las ideas —metáforas vacías pro-
cedentes del ámbito de la techné para algo que no se basa en la
techné-, él mismo, en su teoría de las cuatro causas, sigue también
el modelo de la techné para captar conceptualmente lo que es un
φύσει όν. El Timeo no es ciertamente «la física platónica» a la que
siguiera y correspondiera la «física» aristotélica El Timeo es un mito,
una historia cuya credibilidad y cuya verdad no pretende ser la del
lógos. Pero, como en todo mito platónico, tampoco es ésta una fa-
bulación ajena al lógos y al saber, sino una proyección imaginativa
desde lo sabido en el lógos. Qué sea el eidos, cómo, fuera del ám-
bito de lo producible, el ser inteligible del eidos ha de determinar lo
visible, es lo que intenta decir Patón en la ficción del producir.
De hecho, parece que era una cuestión discutida entre los pla-
tónicos si la fabricatio muñe//que se relata en el Timeo quiere de-
5. Fedón, 96a y sigs.; Teeteto, 152 y sigs, 180c y sigs.; Sofista, 242c y sigs.6. Véase Erich Frank, Plato und die sogenannten Pythagoreer, Halle, 1923, pág. 118 y
sigs.
1 1 1
cir realmente cómo ha llegado a ser el mundo o si ha de interpre-
tarse como una construcción matemática impulsada por motivos
pedagógicos.7 El propio Aristóteles alude a ello y Proclo informa
del asunto con más detalle. Lo que nos inclina una y otra vez a no
interpretar literalmente que hay una producción del mundo es la
doctrina del Timeo de que el orden así estructurado va a ser eter-
no. La argumentación aristotélica contra la idea de engendrar algo
eterno es tan natural y encuentra correspondencias tan convin-
centes en Platón mismo que no queda más remedio que recurrir al
carácter mítico de la narración del Timeo.
Desde luego, lo mítico propiamente dicho de esta audaz e inau-
dita historia es que este mundo haya sido fabricado; y no que haya
nacido. Que entre los antiguos dominaban las representaciones de
que el mundo había llegado a ser es algo que no sólo se presupone
con suficiente claridad en la polémica aristotélica, sino que también
está, por ejemplo, en la presentación crítico-irónica de las narracio-
nes genealógicas de cuentos que encontramos en el Sofista,8 No
cabe, pues, ninguna duda de que nuestros informes sobre las doc-
trinas «cosmogónicas» de los jonios, especialmente de Anaximan-
dro, contienen en sí algo correcto. Sin embargo, una mirada al Timeo
instruye suficientemente acerca del sentido de estas cosmogonías,
pues todas culminan en la derivación del orden cósmico existente
que se mantiene por medio de una compensación automática
—mientras que la producción artificial del orden cósmico por el de-
miurgo del Timeo narra el orden surgido como una configuración
sólida de las armonías matemáticas en una realidad que no está li-
bre de resistencias-. No cabe duda de que la cosmogonía de los
primeros pensadores sólo estaba ahí por la cosmogonía misma.
Se dirá, por supuesto, que toda cosmogonía se relata por mor
de la cosmogonía misma. Está en la esencia de las cosas que la his-
7. Véase Plutarco, Moralia, De fato, 568c. La importancia de esta fiable tradición estriba enque las «desmitologizaciones» de algunos pasajes como Sofista, 243ab no llevaban a error,de modo que tampoco tomaban eso en serio.8. Sofista, 242c y sigs.
112
loria narrada del mundo sea la historia de lo que es ahora -en todo
su imponente orden y regularidad-. También las cosmogonías re-
ligiosas —de los órficos, los babilonios, los egipcios— tenían este
sentido. Sin embargo, constituye una diferencia esencial si una na-
rración cosmogónica informa desde el comienzo de muchas cosas
milagrosas, de un huevo, del eros o de la noche —modelos intuiti-
vos del milagro de la generación-, o si dichas narraciones, deter-
minadas y dominadas por la intuición de un final completo, explican
el devenir de este mundo a partir de las mismas fuerzas y proce-
sos que las dominan y constituyen visiblemente. Uvo Hólscher, que
investigó las influencias de los mitos orientales,9 resalta con razón
que ya Hesíodo no relata intuitivamente nada del estado originario,
a diferencia de las historias orientales del origen. «Lo que ocupa al
poeta no es cómo empezó el mundo, sino cómo está organizado»
(pág. 401).
Con ello, me parece, y bajo un análisis más agudo de su sen-
tido, no se anula para nada la vieja cuestión de si la cosmología o
la cosmogonía están al comienzo del filosofar griego, y precisa-
mente el Timeo muestra cuán desviado está este planteamiento.
Valga un ejemplo: cuando una y otra vez, en los informes sobre
Anaximandro, chocamos con la contradicción de que, por un lado,
se enseñe la imagen del ápeiron como «inicio» desde el que se se-
paran todos los opuestos, y por otro, el magnífico orden de com-
pensación en el que están dominados y atados los contrarios (de
modo que ni con la mejor voluntad del mundo puede dejar de dár-
sele la razón a Aristóteles cuando éste pregunta para qué hace
falta una reserva ilimitada del devenir del mundo, cuando un mun-
do tan equilibrado en sus opuestos —o la serie de tales mundos re-
levándose unos a otros— puede estar constituido por una y la
misma medida), me parece que esta contradicción, que todavía hoy
deja desamparada a la interpretación, vista lógicamente, no es muy
9. Hermes 81 (1-953) pág. 257 y sigs., 385 y sigs, reimpreso en Uvo Hólscher Anfán-gliches Fragen. Studien zur frühen gnechischen Philosophie, Gotinga, 1968.
113
diferente de la «eternidad devenida» que se describe en el Timeo.
La cuestión de la disolución del mundo, cuya ordenada constitu-
ción estaba seguramente en el centro de su doctrina, sigue siendo
algo oscuro para Anaximandro. ¿Es que había realmente una diso-
lución? ¿O es como en el Timeo? ¿Y no hay que ver entonces de
otro modo la transmisión de los «muchos mundos»?
¿No hay que reexaminar toda la cuestión, inspirados otra vez
por el Timeo? La doctrina de la pluralidad de los «mundos», de cu-
yos informes no hay duda, queda referida en general, de un modo
tan fatalmente contradictorio, a una sucesión en el tiempo porque
la simultaneidad se considera un exceso monstruoso frente a toda
experiencia e intuición, y que sólo se podía esperar del atomismo
de finales del siglo v.10
Examinemos, empero, esta doctrina por lo que se expone en el
Timeo." Aparece aquí un rechazo explícito de la doctrina de los
mundos plurales, más aún de los innumerables (άπειροι) κόσμοι,
o ουρανοί, y por cierto con una argumentación que ofrece algu-
nas dificultades. Es claro que el esquema platónico de la copia se-
gún un modelo (κατά το παράδειγμα δεδημιουγρημένος3ΐ3
2) no lo tiene tan fácil como Aristóteles para mostrar la «unicidad»
del mundo. Aristóteles podía apoyarse en la consunción de toda
materia, mientras que Platón tiene que demostrar primero de otro
modo la unicidad de nuestro mundo (Tim., 33a). Su argumentación
a partir de la copia del modelo de ser vivo perfectísimo, que abarca
todo lo vivo (παντεχές ζωον 31 b 1) está llena de problemas. No
se habla todavía nada de la materia Antes bien, Platón pretende de-
mostrar la unicidad de nuestro mundo a partir únicamente de ideas,
esto es, de relaciones esenciales. La unicidad del modelo, la idea
de un ser vivo que abarque a todos los seres vivos, se deriva de
10. Geoffrey Kirk, en Kirk/J. E. Raven, The presocratic Philosophers, Cambridge, 1957(Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, 1978), pág.121 y sigs. Charles Kahn,Anaximander and the Origins of Greek Cosmology, Nueva York, 1960, pág. 46 y sigs.Véase, sin embargo, Jula Kerchensteiner, Kosmos, Munich, 1962, que defiende con razónia impecable transmisión doxográfica, pág. 38 y sigs.11. Timeo, 31 a y sig.
114
modo lógico a partir de la idea del prototipo, del modo conocido
en que un segundo prototipo haría necesario el regreso a un ter-
cero que abarcara a los dos. Esto puede parecer evidente. Pero
tanto más difícil resulta que la copia tenga que ser sólo una. No en
vano forma parte precisamente de la estructura esencial del copiar
y de la imitación el que a partir de un prototipo sean posibles mu-
chas imitaciones. ¿Qué ha de significar realmente una semejanza
κατά την μόνωσιν (b 2)?
O mejor: si la fabricación del mundo visible con vistas a un
único prototipo debe hacer posible responder la cuestión de los
muchos mundos, ¿no hay que concluir de ello que para Platón no
parecía posible responder esta pregunta sin su historia mítica del
demiurgo? ¿Y no estaría refiriéndose aquí realmente a Leucipo y
Demócrito, a los que nunca menciona por su nombre? ¿Cuál es
entonces el rendimiento, para este argumento, del modelo de la
techné utilizado aquí? Éste: sólo en la perspectiva del todo se
piensa realmente la idea del todo, de lo abarcante como la unidad
que lo es todo. Esto corresponde perfectamente al modo en que,
en el Fedón, se demuestra la introducción de la hipótesis segura
del eidos con el ejemplo del dos —y subrayo: del dos—, que no
«surge» de la composición ni de la división, sino que es la unidad
del dos. Si es cierto, como H. Boeder12 hace creíble que lo sea, que
los primeros jonios llamaban al todo por el que preguntaban τα
πάντα, entonces, ya la denominación expresa la insuficiente com-
prensión de la unidad que estaba ligada a la representación de lo
omniabarcante. Que la representación del ápeiron como la exten-
sión ilimitada del ser, que no permite nunca llegar a un final (y en
este sentido espacial, cualquiera entenderá las palabras de Anaxi-
mandro, que no intenta defender una tesis previamente conce-
bida), deja inexpresada precisamente la representación del uno, el
todo, es algo evidente.
12. Heribert Boeder, Grund und Gegenwart ais Frageziel der frühgriechischen Philosophie,La Haya, 1962, pág. 23 y sig.
115
Así, el testimonio del Timeo parece anunciar una falta de prin-
cipio de los φυσικοί, y ello desde el inicio: Jenófanes y Parméni-
des, desde luego, no forman parte de esta serie, pero ello se co-
rresponde con que Platón viera en los eleatas a los precursores de
su doctrina de las ideas, y testimonian con ello de modo indirecto
la intuición que seguían los primeros jonios: la representación del
«por sí mismo», que distingue la emergencia y la existencia de
nuestro mundo. Puede que esto no tenga el sentido radical que co-
rresponde a la cosmogonía atomista. Pero, ¿no resulta la repre-
sentación de lo ilimitado como el arché, del estado de ser que pre-
cede a toda cosmogonía, que es como una reserva inagotable, muy
cercana a la representación de muchos mundos que «se despren-
den» de él, y aunque de modo sucesivo, sí de tal modo que cada
uno de ellos, como estructura que se mantiene, tenía consistencia
y existía así simultáneamente a los otros? ¿Sería eso realmente
imposible? ¿No es necesario, antes bien, que se quiera pensar
conjuntamente la doctrina de lo ilimitado con la doctrina de la com-
pensación de los opuestos? ¿No fue también un audaz e inaudito
pensamiento el que aventuró Anaximandro cuando pensó la «divi-
nidad» del ser ilimitado en lugar de la divinidad de los dioses ho-
méricos o hesiódicos?
Se añade a esto un motivo central del pensamiento más tem-
prano y que hay que desvelar otra vez desde Platón: explicar de
modo natural la situación de la Tierra en el centro del universo sin
recurrir a la figura mitológica de Atlas. En Platón, esto resulta en
que él se distancia críticamente de los primeros pensadores, que
suponían un nuevo atlas en la figura de torbellinos o cojines de aire
para la situación de la Tierra y en que él mismo quiere dar su ex-
plicación, sin necesidad de todo eso, a partir de la idea de bien: Fe-
dón 99c. Pero cómo se imagina eso lo dice clarísimamente el mito
del Fedón (108e): la όμοιότης del cielo, su ισορροπία, basta
para que la Tierra permanezca en el centro sin inclinarse. Ésta
vuelve a ser una descripción medio mítica, en la que resuena me-
nos una relación de equilibrio que un ideal geométrico de simetría
116
de tintes pitagóricos. Pero justamente esto resulta iluminador, pues
algo parecido leemos más tarde en Aristóteles como testimonio de
Anaximandro: lo que tiene su asiento en el centro, quedará en su
puesto a causa del όμοιότης (VS A 26). Por supuesto que apenas
puede seguirse este testimonio de Aristóteles, como, sorprenden-
temente, sostiene Kahn,'3 y menos aún con vistas a la autoridad de
Hipólito, quien argumenta de modo totalmente geométrico. En de-
finitiva, semejante «teleología geométrica» sólo se compadece se-
guramente, como en el pasaje del Fedón, con una representación
esférica de la Tierra. Pero, en el caso de Anaximandro, tenemos el
inequívoco testimonio de que le atribuía a la Tierra la forma de una
columna cortada, como el propio Hipólito informa por la doxogra-
fía (VS A 25). O lo uno o lo otro.
En lugar de sentido geométrico, pues, habrá que buscar otro
sentido originario en la tesis del όμοιότης que Aristóteles pre-
tende haber encontrado en Anaximandro. Pero esto sólo podía ser
una especie de imagen de equilibrio del tipo que Platón critica
como invento de un nuevo Atlas; por ejemplo, en los cojines de
aire, como en Anaximandro (A 20). Que esto era un motivo origi-
nario de la cosmología jonia es algo en lo que creo vislumbrar, de
hecho, una segunda prueba en Tales -aparte de la columna ses-
gada de Anaximandro-. Lo único que sabemos con certeza de Ta-
les es que ya le ha dado la vuelta a su doctrina del agua y otras, de
tal modo que la Tierra flota sobre el agua como un leño (VS A 14).
Podemos otorgarle autenticidad a este informe porque Aristóteles
lo critica: como si no siguiera siendo el mismo problema el de ave-
riguar cómo es que el agua, que sostiene (¡όχοΰντος!) a la Tierra,
permanece en su sitio sin venirse abajo. Lo que aquí se nos testi-
monia es, claramente, aquella όμοιότης en la que Aristóteles se
basa para separar a los jonios de los teólogos; es una observación
a la que Tales señalaba como a una «demostración»: la madera
flota sobre el agua, de modo que el agua, en cierto modo, empuja
13. Kahn, Anaximander and the Origins ofGreek Cosmology, pág. 76 y sigs.
117
siempre hacia arriba. Lo que llamamos «desplazamiento hidráulico»
es pensado claramente como un fenómeno de equilibrio maravillo-
samente natural: no es una όμοιότης de distancias geométricas
iguales, pero sí una ισορροπία —como también dice efectiva-
mente el Fedón—, una άντέρεσις, como se dice en la doxografía
para Anaxímenes, Anaxágoras y Demócrito (A 20). Anaxímenes,
según parece, utilizaba para sus cojines de aire una apode/xis no
menos ingeniosa: el agua en la clepsidra. De esto modo, por detrás
de la crítica y de la teología pitagórica de Platón atrapamos algo de
un motivo cosmológico permanente que opera en los jonios. En su
propia argumentación mítica, Platón deja traslucir a partir de la si-
metría algo de los antiguos cuando habla de ισορροπία. En ver-
dad, su propia cosmología teológico-eidética exige una argumen-
tación puramente geométrica: en lugar de un nuevo Atlas, había
que pensar el mantener-se-a-sí-mismo del todo.
El pensamiento metodológico fundamental que nos guía es,
como muestran estos ejemplos, que la respuesta platónica permite
precisamente reconstruir de este modo la pregunta que repre-
senta el pensamiento presocrático de que no tiene todavía a su
disposición el aparato conceptual adecuado que, a partir de Aris-
tóteles, determina todos nuestros testimonios. Bajo el mismo pun-
to de vista metodológico resulta también muy elocuente lo que
Platón lleva a cabo, oponiéndose explícitamente a la tradición pre-
socrática del concepto de psyché. La marcha escalonada de las
argumentaciones que presenta el Fedón platónico culmina en la
prueba de la inmortalidad por el eidos de la vida. Es la intelección
universal de los órdenes eidéticos lo que establece el paralelo entre
la incompatibilidad de psyché y muerte, de un lado, y la incompati-
bilidad de calor y nieve, de otro. Una argumentación curiosa. Cier-
tamente, el orden ontológico al que pertenece el alma se había de-
sarrollado por la esencia del ser matemático, pero al final, «alma»
quiere decir aquello que también buscaban los antiguos, sin poder
pensarlo realmente, a saber, la «naturaleza» de las cosas. Lo des-
cribe Sócrates en la conocida expectativa y decepción que le pro-
118
dujo el escrito de Anaxágoras. Ya aquí se hace visible la idea de
bien como lo que determina, en última instancia, todo verdadero
conocer. Sin esta idea del bien -y esto incluye: sin alma- no es
posible pensar la idea de physis. Esto es lo que le proporciona a la
psyché su posición central en el pensamiento platónico. Es la
esencia propiamente dicha de la naturaleza, tal como se presenta,
en particular, en el libro X de las Leyes. No puede llamarse natura-
leza al ciego verse forzadas a juntarse de las cosas, sino a la cons-
titución de las mismas, orientada hacia el bien: psychéy technées-
tán en lugar de lo mismo (892b 7). En esta concisión extrema se
podrá reconocer la contraposición frente al concepto atomista de
naturaleza de Leucipo y Demócrito. Pero también aquí, una vez
más, la concisión extrema del pensamiento de la naturaleza como
lo «por sí mismo» es un testimonio histórico-efectivo indirecto de lo
que los antiguos llamaban, sin poder pensarlo verdaderamente: el
orden, la constancia y regularidad del todo del ser. El modelo de
techné introducido por Platón hace esto visible.
A esto se añade una segunda cosa. Sin duda alguna, enfrentarse
con esa doctrina universal del movimiento que ofrece el Teeteto no
es un testimonio inmediato del pensamiento antiguo de los llamados
heraclíteos. Antes bien, esta doctrina universal del movimiento está
construida desde el concepto platónico de eidos y desde el con-
cepto de alma que viene dado con él. Platón empuja el pensamiento
más antiguo hacia una consecuencia radical que incluso a él le que-
daba muy lejos. Donde más claro se refleja esto, quizá, según nos ha
enseñado, sobre todo, Hermann Langerbeck,14 es en el modo en que
el alma se distingue de los sentidos, los cuales, por su parte, forman
parte del todo de movimiento que perciben. El alma conoce por
medio de ellos, es decir, es diferente de ellos y está abierta a la di-
mensión ontológica que es la única en la que se da todo lo verdade-
ramente ente. Sólo aquí gana el concepto de nous y de noesis su ar-
14. Hermann Langerbeck, «ΔΟΧΙΣ ΗΠΡΥΣΜΗ Studien zu Demokrits Ethik undErkenntnislehre», en: Neue philologische Untersuchungen 10(1935).
119
ticulación específica. Mienta ahora el conocimiento de lo verdadera-
mente ente, lo que se separa de lo captado en la aisthesis, lo que no
es propiamente ente, sino que siempre es de otro modo. Podemos
deducir de ello —y esto es seguramente uno de los conocimientos
más importantes sobre los presocráticos a los que podemos llegar
desde Platón— que no había para nada una contraposición esencial
de aisthesis y noesis, igual que no existía un concepto unívoco de
psyché en sentido platónico. Para la doctrina ontológica de Par-
ménides, esto no es menos importante que para la conexión de alma
y fuego que aparece en Heráclito.15
Pero, con nuestro hilo conductor metodológico, juegan un pa-
pel muy particular los llamados «diálogos eleáticos». Tanto el Sofista
como el Parménides le dan una posición superior a los de Elea,
aunque no tanto porque pongan en juego el concepto de ser de los
eleatas contra el heraclitismo universal, cuanto, más bien, porque
los eleatas van en estos diálogos más allá de sí mismos. Hay una
nueva dimensión del lógos, la socrático-platónica, que se revela con
los medios de los eleatas. Sin embargo, esto condiciona una trans-
formación de la doctrina eleática que, a su vez, permite extraer
conclusiones retrospectivas sobre la doctrina original.
Puede constatarse, para empezar, que el enfrentamiento con
la doctrina del ser de Parménides, tal como ocurre en el conjunto
de los diálogos platónicos, desplaza el acento del on al hen. Pero, de
este modo, el rechazo eléata de lo múltiple se transforma en la
aceptación dialéctica de lo múltiple y, con ello, en el concepto del
ser y de lo Uno, pues lo Uno es siempre lo Uno de lo múltiple. Mas
así se hace por fin efectivamente visible la esencia del lógos, pues
es la esencia del lógos ser en el modo de lo Uno no poner simple-
mente y únicamente lo por él puesto y dicho, sino que declara algo
desde él y lo hace así múltiple: lo separa de lo múltiple mentando,
sin embargo, lo Uno.
15. Véase mis trabajos posteriores sobre Heráclito en este volumen, págs. 31-84 y GW 7(«Hegel und Heraklit», págs. 32-42).
120
Exactamente lo mismo ocurriría con el concepto del todo. Tam-
bién éste es un concepto que, como el concepto de lo Uno, se ha-
lla implicado en la doctrina parmenídea y que sin embargo, no llega
a desplegarse como tal en todo su significado. Este despliegue
sólo lo realiza la dialéctica platónica, es decir, es ésta la que pone
al descubierto la dialéctica interna esencial que enlaza el concepto
del todo con el concepto de las partes.16 La argumentación del So-
fista, que analiza dialécticamente el concepto de todo y el con-
cepto de uno, refleja en negativo cómo el todo uno del ser parme-
nídeo aún se mantiene en la intuición y no deja caer ninguna luz
propia sobre toda la dimensión de onoma, lógos y sus implicacio-
nes dialécticas.
Cuán poco la dimensión del lógos que se revelaba con ello era
consciente de lo distinta que era del pensamiento anterior se
muestra muy claramente en la estructura del Sofista. Los concep-
tos vinculantes que lo sostienen todo, que constituyen al lógos
como lógos, el ser y el no ser, la identidad y la alteridad, cuyo en-
tretejimiento mutuo es lo único que hace posible al lógos, se hallan
junto a otros dos conceptos genéricos de índole y procedencia
muy distinta: el movimiento y el reposo. Ciertamente, también es-
tos conceptos se ofrecen aquí al análisis de la estructura del lógos,
en la medida en que sólo puede ser objeto de conocimiento algo
que sea inalterable, que esté en reposo; y el conocimiento, por su
parte, no es posible sin que se abran diferencias en el ser, esto es,
sin que tengan lugar la alteración o el movimiento. Bastante traba-
joso es, en este modo de la oposición heraclíteo-eleática que Pla-
tón construyó, llegar a formalizaciones de los momentos estructu-
rales del lógos—y bastante instructivo para nosotros en la medida
en que a partir de ello puede concluirse retrospectivamente cómo
los fenómenos del lógos, del conocimiento, del alma estaban toda-
vía, en el conjunto del pensar antiguo, indiferenciados de lo ente,
16. Sofista 244d y sigs. También debe considerarse platónica la aporía -¿de la enseñanzaoral?- que presenta Aristóteles, Física, A 2, 185b 11 -16. Véase, sobre todo, Filebo 14de.
121
esto es, de aquello que lo constituía como lo conocido del ser—.
Pero eso significa que la oposición de physís y psychéy, por ende,
tanto el concepto de physis como el de psyché, sólo pueden llegar
a alcanzarse desde el planteamiento platónico.
Si ahora miramos la discusión explícita del pensamiento anti-
guo que emprende el extranjero de Elea en el Sofista de Platón, y
la imagen histórica que puede captarse en ese diálogo de los pre-
socráticos pueden hacerse dos observaciones sorprendentes. Una
es que aquí encontramos por primera vez el tratamiento de la his-
toria de la filosofía que había llegado a hacerse dominante por me-
dio de Aristóteles y el peripatos. La imagen histórica de los peripa-
téticos que define la doxografía encuentra una acuñación previa
decisiva en el Sofista, cuando el extranjero pregunta por lo origi-
nariamente ente de tal modo que cuenta y enumera cuánto y qué
se ha aceptado como originariamente ente (Sof. 242c-243b). Es
éste un planteamiento que nos es familiar por Aristóteles y que
aparece, en particular, de un modo que aún habrá que discutir, en
el primer libro de la Física. La coincidencia existente aquí entre
Aristóteles y el esquema del Sofista permite hacer incluso proba-
ble, en mi opinión, que el Sofista copie un argumento conocido por
la enseñanza platónica, aunque ahora con tintes irónicos.17
Lo segundo que se hace visible precisamente por la descrip-
ción del Sofista concierne a nuestro viejo problema del ser y el de-
venir, la cosmogonía y la cosmología. Lo que el extranjero de Elea
objeta con irónico respeto ante los fantasiosos autores de genea-
logías es que estos ingeniosos narradores de nacimientos y nup-
cias eran demasiado buenos para procurarse la menor compren-
sión por parte de los de hoy. Lo que propiamente pueda querer
decir el ser que haya llegado a ser de esta manera no lo dijeron
nunca. Testimonio indirecto, me parece, de que todas estas histo-
rias del devenir, el engendrar y el emerger del ser, al servirse de los
17. La ironía del giro ήμΐν ώλιγώρησαν, Sofista, 243a 6, vuelve a aparecer literalmenteen Aristóteles, Met B 4,1000a 10, usada contra los teólogos. ¿Es una cita del Sofista o dePlatón?
122
esquemas teogónicos, no quería otra cosa, ciertamente, que hacer
comprensible el ser mismo —y que, sin embargo, precisamente por
eso hicieron que siguiera siendo incomprensible.
Parece, pues, una completa disyunción representada por los
conceptos de reposo y movimiento, y el extranjero pregunta -como
en el colmo de la perplejidad- cómo debe mostrarse el ser mismo
fuera de estos dos polos (Sof., 250d). No cabe duda de que es a
esta perplejidad respecto al ser a la que se refiere Heidegger en
Ser y tiempo. Pero, por supuesto, «Ser» no se refiere aquí a esa di-
mensión de la aletheia cuyo ocultamiento constituye, de acuerdo
con Heidegger, la esencia de la metafísica -«ser» quiere decir más
bien todo lo que es- que ha de estar o en reposo o en movimiento
—y señala a todo aquello de lo que decimos que es, esto es, al ser
que se encuentra en el lógos que no se deja captar en la oposición
de calma y movimiento.
También aquí podrá decirse que la transformación del con-
cepto eleático del ser siguiendo el hilo conductor del lógos no se
ha impulsado todavía hasta un aparato conceptual que sea ade-
cuado para ella. La pluralidad que ha llegado al ser y hace posible
el pluralismo de las ideas se basa por principio en el reconoci-
miento del no ser en el ser, pero este no-ser oscila en Platón entre
la categoría formal del ser-otro y la categoría no formal de la alte-
ración, vale decir, del movimiento. Mas éste es precisamente el
punto en el que Aristóteles, por primera vez, rompe la barrera eleá-
tica del ser hasta disolverla plenamente. Él interpreta el no ser en
el ámbito de las determinaciones de contenido de lo ente como
«ser por posibilidad», o bien, como la falta de aquello que consti-
tuye al ser pleno, esto es, el «todavía-no» del eidos.
Se muestra aquí el paso decisivo que da Aristóteles más allá de
las pitagorizaciones del Timeo. Reconoce que el orden de la natu-
raleza no está adecuadamente determinado si se piensa en él la
imagen de un cosmos inteligible dentro de algo indeterminado res-
trictivamente (la antigua pareja de opuestos del peras y ápeiron de
los pitagóricos). Lo que Aristóteles ve es, antes bien, que la oposi-
123
ción del no-ser-todavía y el pleno presente del eidos no es la opo-
sición abstracta de lo indeterminado y su determinación, sino que
el propio todavía-no pertenece a la esfera del eidos y representa,
en tanto que esteresis, un «aspecto» (Anblick) propio que presenta
lo ente, y que ese aspecto contribuye también a constituir el ser
propiamente dicho de la naturaleza. El modelo de techné se trans-
forma, entonces, de modo característico, en la medida en que, a di-
ferencia de la techné, el producto ya listo no es lo propiamente
ente, «en sí», como listo para el uso, sino lo que se encuentra en
estado de salir a la luz. Es naturaleza en cada una de sus fases. La
naturaleza, incluso si se la puede definir como producirse-a-sí-
misma, no es realmente techné. No es como el artista que a partir
de cualquier material -«apropiado», claro está- puede producir a
su antojo esto o aquello. También aquí vale que la materia «no es
todavía» la obra, pero este «todavía-no» es diferente del «todavía
no» de las cosas naturales que van progresando hasta la madurez
o cumplen el espacio de juego de su movimiento «natural». El mo-
do que tiene Platón de pensar el ser desde la techné no puede
cumplir esto plenamente. No es que la naturaleza «real» enturbie del
ser verdadero, como tiene que avenirse a suponer la figuración de
estructuras inteligibles en un medio resistente: es el ser de las cosas
mismas, tal como son desde su origen. Se reproduce así en Aris-
tóteles el sentido de la arché, de inicio y origen, que domina el alba
del pensamiento, en tanto que Aristóteles se distancia del modelo
de la techné de la fábula platónica. Sin embargo, retiene la forma de
concebir desde la techné y fuerza así dentro del alba del pensa-
miento temprano el concepto de hy'le, que es absolutamente ina-
decuado para este pensamiento.
124
La filosofía griega y el pensamiento moderno
La filosofía griega y el pensamiento moderno: he aquí un tema que
la filosofía alemana se ha planteado desde siempre. Se ha hablado
directamente de la grecomanía del filosofar alemán, y es seguro
que la expresión no es válida solamente para Heidegger o la es-
cuela neokantiana de Marburgo. También lo es para el gran movi-
miento del idealismo alemán, el cual, inspirado por Kant, por Fichte,
Schelling y Hegel, emprendió un retorno inmediato a los impulsos
de pensamiento de la dialéctica platónica y aristotélica. No obs-
tante, esta confrontación constituye, de modo particular, un reto
para el pensamiento moderno en un doble sentido. Por un lado, no
debería olvidarse nunca que filosofía griega no se refiere a filoso-
fía en ese sentido estricto que hoy día asociamos con la palabra.
«Filosofía» mentaba todo lo que tuviera interés teórico y, por ello
científico, y no hay duda de que fueron los griegos quienes, con su
propio pensar, dieron paso a una decisión que tuvo consecuencias
para la historia universal y decidieron el camino de la civilización
moderna creando la ciencia. Lo que distingue a Occidente, a Eu-
ropa, al llamado «mundo occidental» de las grandes culturas hierá-
ticas de los países asiáticos es, precisamente, esta irrupción del
querer saber que va asociado a la filosofía griega, la matemática
griega, la medicina griega y toda su curiosidad teórica. De modo
que la confrontación del pensamiento moderno con el pensa-
miento griego es para todos nosotros una especie de encuentro
con nosotros mismos.
En este pensamiento, el encontrarse en casa del hombre en el
mundo, la correspondencia interna entre el volverse de casa (hei-
mischwerderi) y el hacerse uno mismo de la casa (sich-heimisch-
macherí) que distingue al artesano, al experto, al creador de nuevas
configuraciones y formas, al technites, al hombre que domina una
técnica, significa, a la vez, encontrar un sitio propio. Para ello, es me-
nester encontrar el espacio libre que le abre la configuración en
medio de una naturaleza previamente dada, una totalidad del mun-
do ordenada ella misma en formas y configuraciones. Así, en el alba
griega, la filosofía es un hacerse cargo por el pensamiento de la
enorme situación de expósito del hombre en el ahí, en esa delgada
apertura de un espacio de libertad que el todo ordenado del ciclo
natural le permite al querer y el poder humanos. Pero precisamente
de esta situación de expósito se hace consciente el pensar,y es lo
que le lleva a plantear preguntas tan tremendas como: ¿qué había
en el inicio? ¿Qué significa el que algo sea? ¿Qué significa que no
haya nada? ¿Significa algo nada? Plantear estas cuestiones es el
comienzo de la filosofía griega, y sus respuestas fundamentales
son: physis, ser-ahí-desde-sí, en el orden del todo, y lógos, intelec-
ción e inteligibilidad de este todo, incluido el lógos de la destreza
humana. Pero, de este modo, la imagen griega de la filosofía se ha-
lla en las antípodas de la ciencia moderna, y no sólo como la pre-
cursora que abrió el camino a la capacidad y dominio teóricos. Es de
la confrontación entre el mundo comprensible y el mundo domina-
ble de lo que nos hacemos conscientes en el pensamiento griego.
Ésta fue la gran irrupción que comenzó en el siglo xvn con la
creación de la mecánica galileana, la reflexión de la nueva voluntad
y el nuevo camino de conocimiento por los grandes investigadores y
pensadores de esa centuria. El mundo se convierte ahora en objeto
126
de una investigación metodológica por el planteamiento de la mo-
derna ciencia experimental, concebida matemáticamente y que tra-
baja abstrayendo y aislando. Si se quiere dar una fórmula para esta
novedad, puede decirse que se trataba de una renuncia ai antropo-
morfismo de la consideración griega del mundo. Por magníficamente
simple y convincente que fuera la física de la tradición aristotélica,
que nos cuenta que el fuego va hacia arriba porque es su naturale-
za querer estar arriba y que la piedra cae hacia abajo porque está en
su sitio cuando está abajo -esta interpretación articulada desde el
hombre y su comprensión de sí mismo era, como sabemos, y no
puede ocultársele a nadie que pertenezca a nuestro mundo mo-
derno, un cubrimiento antropomórfico de la posibilidad de acceso al
mundo y de dominar el mundo por medio del conocimiento.
Si a la ciencia moderna no le mueve algún interés cualquiera
que seguir, sino la técnica, la forma, el hacer, cambiar, construir por
medio de su propio modo de acceso al mundo, entonces, la heren-
cia de la antigua filosofía sigue existiendo: en el hecho manifiesto
de que queremos considerar nuestro mundo como un mundo com-
prensible y no dominable, y nos sentimos forzados a considerarlo
así. Al contrario que el constructivismo de la ciencia moderna, que
sólo considera conocido y comprendido lo que puede reproducir, el
concepto griego de ciencia está caracterizado por la physis, por
el horizonte de la existencia, que se muestra desde síy regulada en
sí misma, del orden de las cosas. La pregunta que se plantea por la
confrontación del pensamiento moderno con esta herencia griega
es, entonces, hasta qué punto la herencia antigua ofrece una ver-
dad que se nos mantiene oculta bajo las particulares condiciones
de conocimiento de la Edad Moderna.
Si hay una palabra que nos muestre la diferencia que aquí se
manifiesta, es la palabra «objeto». En los extranjerismos «objeto» y
«objetividad»1 nos parece que es un presupuesto obvio del con-
1. Las palabras Objekty Objektivitát, de origen latino, suenan evidentemente como extran-jeras al oído alemán, a diferencia de Gegenstand, formada a imagenjteja palabra latina.(N. del t)
127
cepto epistemológico el que conocemos «objetos», es decir, que, en
el modo de un conocimiento objetivo, los llevamos a conocimiento
en su propio ser. La cuestión que nos plantea la tradición y la he-
rencia antiguas es la de hasta qué punto hay una frontera para esta
empresa de objetivación. ¿No hay una ¡nobjetualidad de principio
que, con una necesidad interna a la cosa, se sustrae al acceso de
la ciencia moderna? Quisiera intentar ilustrar con algunas pruebas
que, de hecho, el legado actual y permanente del pensamiento
griego es ser consciente de las fronteras de la objetivación.
Me parece que el ejemplo que nos puede guiar en este tema
es la experiencia del cuerpo. Lo que llamamos «cuerpo» no es,
desde luego, la res extensa de la definición cartesiana de corpus.
El modo de manifestarse el cuerpo no es la mera extensión mate-
mática. Se sustrae de modo esencial a la objetivación, pues, ¿cómo
sale la corporalidad al encuentro del ser humano? ¿No lo hace en
su estar enfrente y, por ende, en su posible objetividad, cuando es
una función perturbada? Se hace notar como la perturbación de
verse entregado a la propia vitalidad, en la enfermedad, el males-
tar, etc. El conflicto que se plantea entonces entre la experiencia
natural del cuerpo, ese misterioso proceso por el que uno no per-
cibe que se encuentra bien y sano, y el esfuerzo de dominar el ma-
lestar por medio de la objetivación, es un conflicto que experi-
menta todo el que se ve alguna vez en la situación del objeto, en la
situación del paciente tratado con medios técnicos. La compren-
sión que nuestra medicina moderna tiene de sí misma se expresa
cuando se quieren hacer dominables con los medios de la ciencia
moderna las perturbaciones, las rebeliones de la corporalidad con-
tra la objetivación.
En verdad, el concepto de «objetividad» y el de «objeto» son tan
extraños para la comprensión inmediata por la que el hombre se
intenta hacer un hogar en el mundo que los griegos no tenían nin-
gún concepto para ella, lo que ya es muy significativo. Apenas po-
dían hablar de una «cosa». La palabra griega que solían usar en
este ámbito era la palabra, no del todo extraña para nosotros,
128
pragma, es decir, aquello con lo que se está enredado en la prác-
tica de la vida, lo que no se opone y se enfrenta, pues, como algo a
superar, sino aquello en lo que nos movemos y con lo que tenemos
que ver. Ésta es la orientación que ha quedado marginada en el do-
minio moderno del mundo, estructurado por la ciencia, y en la téc-
nica fundada sobre ella.
Un segundo ejemplo -y tomo aquí uno particularmente provo-
cativo- es la libertad del ser humano. También ella tiene esa es-
tructura que califico de inobjetualidad esencial. Cierto es que esto
no se ha olvidado nunca del todo, y el mayor pensador que haya
habido de la idea de la libertad —me refiero a Kant— desarrolló con
toda conciencia, frente a la orientación fundamental de la ciencia
moderna y de su conocimiento teórico, precisamente la idea de
que la libertad no puede captarse ni demostrarse con las posibili-
dades teóricas de conocimiento. La libertad no es un factum de la
naturaleza, sino que, como él lo formulaba en una provocativa pa-
radoja, es un factum de la razón, algo que tenemos que pensar
porque no podemos comprendernos en absoluto si no nos pensa-
mos como libres. La libertad es el factum de la razón.
Sin embargo, en el ámbito de la acción humana no sólo existe
este caso límite de toda objetividad. Creo que los griegos estaban
en lo cierto cuando ponían, junto al factum de la razón, el estar so-
cialmente formados, el ethos. Ethos es el nombre que Aristóteles
encontró para ello. La posibilidad de la elección consciente y de la
decisión libre está soportada siempre por algo que ya somos
desde siempre -y no somos «objeto» para nosotros mismos-. Me
parece que uno de los grandes legados del pensamiento griego
para nuestro pensar es que la ética griega, basada en este funda-
mento de la vida vivida realmente, le dejaba un amplio espacio a un
fenómeno que apenas existe en la Edad Moderna como tema de
reflexión filosófica; me refiero al tema de la amistad, de la philía. Es
ésta una palabra que ha llegado a tener para nosotros una reso-
nancia conceptual tan estrecha que tendremos primero que am-
pliarla para saber qué es lo que se quería decir con ella. Quizá sea
129
suficiente con acordarse de la célebre expresión pitagórica: «Los
amigos lo tienen todo en común». En la reflexión filosófica, la liber-
tad es un título para la solidaridad. Pero la solidaridad es una forma
de experiencia del mundo y de la realidad social que no se puede
tener, que no se puede planificar por un apoderamiento objetiva-
dor, ni tampoco se puede producir por medio de instituciones arti-
ficiales. Pues, por el contrario, la amistad precede a todo posible
valer y obrar de las instituciones, de los órdenes económicos y ju-
rídicos, las costumbres sociales; los sostiene y los hace posibles.
El jurista no es el último en saber esto. Me parece que éste es el
aspecto de verdad que, en este caso, el pensamiento griego vuelve
a tener preparado para el pensamiento moderno.
Y luego, un tercer fenómeno, conectado con esto: me refiero al
papel que juega la autoconciencia en el pensamiento moderno.
Como es sabido, el auténtico eje del pensar moderno es que la auto-
conciencia posee el primado metodológico. Para nosotros, el cono-
cimiento metodológico es un proceso autoconsciente que ejecuta
cada paso bajo su autocontrol. Así, desde Descartes, la autocon-
ciencia es el punto en el que la filosofía se hace, por así decirlo,
con su última evidencia y le proporciona a la certeza de la ciencia
su última legitimación. Pero ¿no tenían razón los griegos cuando
veían que la autoconciencia es un fenómeno secundario frente a
la entrega y apertura al mundo que llamamos conciencia, cono-
cimiento, apertura a la experiencia? ¿No nos ha enseñado preci-
samente el desarrollo moderno de la ciencia a abrigar algunas du-
das respecto a las afirmaciones de la autoconciencia? Nietzsche
decía, frente a aquella duda radical de la fundamentación carte-
siana del conocimiento, que hay que dudar hasta el fondo. Freud
nos enseñó cuántas máscaras de las tendencias vitales se escon-
den en la autoconciencia. La crítica social y la crítica de las ideolo-
gías nos han mostrado cuántas certezas de la autoconciencia con-
sideradas obvias e incuestionables no son sino reflejos de otros
intereses y realidades. En breve: que la autoconciencia posea el
primado incuestionado que le atribuye el pensamiento de la Edad
130
Moderna es algo que puede, con justicia, ser puesto en duda. Tam-
bién aquí me parece que el pensamiento griego, en el magnífico
autoolvido con el que piensa el propio poder pensar, la propia ex-
periencia del mundo como el gran ojo abierto del espíritu, ofrece
una aportación principal para limitar las ilusiones del autoconoci-
miento.
A partir de aquí, observemos un último ejemplo, que va más le-
jos y que precisamente ha pasado a primer plano en la discusión
de la filosofía contemporánea, y al que, como los anteriores, sólo
con coerción y violencia es posible retener desde el concepto de
objetividad y de objetivación: me refiero al fenómeno del lenguaje.
El lenguaje es, me parece, uno de los fenómenos más contunden-
tes de inobjetualidad, en la medida en que un autoolvido esencial
caracteriza al carácter de ejecución del hablar. Hay siempre una
deformación técnica cuando la tematización moderna del lenguaje
ve en éste un instrumentarlo, un sistema de signos, un arsenal de
recursos comunicativos, como si estos instrumentos o medios de ha-
blar, palabras y expresiones, estuvieran preparados en una especie
de reserva y sólo hubiera que aplicarlos a algo con lo que uno se
encuentra. Aquí, la contraimagen griega es de una evidencia ava-
salladora. Los griegos ni siquiera tenían una palabra para decir len-
guaje. Sólo tenían una palabra para la lengua como órgano que
produce sonidos —glotía— y una palabra para lo que se comunica
en el lenguaje: lógos. Con lógos tenemos a la vista exactamente
eso a lo que el autoolvido interno del lenguaje se refiere de modo
esencial, el mundo mismo evocado por el hablar, elevado a la pre-
sencia, puesto en la disponibilidad y en la participación comunica-
tiva. En el hablar sobre las cosas, las cosas existen ahí; en el hablar
unos con otros se estructura el mundo y la experiencia del mundo
que tiene el hombre, no en una objetivación que, frente a la trans-
misión comunicativa de las intelecciones de uno a las inteleccio-
nes de otro, invoca la objetividad y quiere ser un saber para todo el
mundo. La articulación de la experiencia del mundo en el lógos, el
hablar unos con otros, la sedimentación comunicativa de nuestra
131
experiencia del mundo, que lo abarca todo lo que podemos inter-
cambiar unos con otros, forman una forma del saber que, junto al
gran monólogo de las ciencias modernas y su creciente acopio de
potencial de experiencia, representa todavía la otra parte de la ver-
dad. El tema de la confrontación de la idea moderna de ciencia con
el pensamiento de la filosofía griega posee, pues, una duradera ac-
tualidad. Pues se trata de informar, en el sentido etimológico, los
grandiosos resultados y logros técnicos de la ciencia empírica mo-
derna dentro de la conciencia social y la experiencia vital del indi-
viduo y del grupo. Sin embargo, esta información no sucede, en de-
finitiva, por los métodos de la ciencia moderna y su camino de
autocontrol permanente. Se ejecuta en la praxis de la vida social
misma. Tiene que recoger siempre en su responsabilidad lo que se
halla dispuesto en el poder del ser humano, y ha de defender los lí-
mites impuestos a la razón humana, y a los que ésta se opone con
su propio poder y temeridad. No hace falta demostrar que, en este
sentido, también para el ser humano de nuestros días, el mundo
comprensible, el mundo en el que se es de casa, sigue siendo la úl-
tima instancia, por más que la industria y la técnica modernas se
extiendan por todo el globo.
132
El concepto de naturaleza y la ciencia natural
Este tema concierne de manera particular a un investigador u e
eligió el mundo antiguo como uno de sus campos de investigación
más importantes; y concierne a nuestro presente, la era de la cien-
cia y del dominio de la revolución industrial. A la vez, da pie a la
duda de principio de si la ciencia griega es ciencia en el mismo
sentido en que lo son las modernas ciencias de la naturaleza. Cier-
tamente, hemos aprendido a ver el camino de la investigación en
la ciencia moderna como un tema histórico e incluso, desde Tho-
mas Kuhn, a hablar de revoluciones en la ciencia, en lugar de mero
progreso. El célebre libro citado, La estructura de las revoluciones
científicas, era introducido por su autor con la sorprendente moti-
vación de que la física aristotélica le había parecido un conjunto
tan evidente que la ciencia moderna, con todas sus revoluciones,
representaba una única gran revolución frente a la ciencia aristo-
télica. Por eso me atrevo a preguntar: ¿son ciencia las dos en el
mismo sentido? ¿Qué es ciencia aquí y qué es ciencia allí? ¿Hay
dos frentes de la misma ciencia, y puede haber una confrontación?
La pregunta se impone con doble urgencia desde que ya no
podemos limitar nuestra cuestión con el horizonte europeo, en el
que Europa reconocía y cuidaba su propia herencia griega. La
ciencia moderna es hoy una realidad planetaria. Partió, cierta-
mente, de Europa, pero no debe olvidarse hoy su influjo en las for-
mas de vida de otros entornos culturales. El legado griego, cuya
sucesión asumiera Europa con su cultura científica, se encuentra
puesto en el mundo moderno ante confrontaciones totalmente
nuevas desde que culturas que son mucho más antiguas que la
europea empiezan a vivir con los éxitos y las consecuencias de
la ciencia moderna. De modo que nuestra cuestión no va a depen-
der sólo de una confrontación que se remonta a la historia europea
y su giro moderno. Antes bien, no podemos pasar por alto que en
el trasfondo de esta cuestión se halla la confrontación de nuestro
propio mundo y su herencia cristiana con ámbitos culturales de
fuera de Europa, pertenecientes a otras tradiciones religiosas, con
las que empezamos a convivir. Por supuesto, es éste un tema mu-
cho más amplio, en el que incluso se pone a prueba la misión ecu-
ménica del mensaje cristiano. Tanto más importante sigue siendo
preguntarse por el origen de la ciencia moderna y sus comienzos
griegos. En aquel entonces no existía Europa. Y esa pequeña Gre-
cia, cuyo legado cultural llevamos con nosotros, era al principio so-
lamente una figura marginal, vecina de culturas tan grandes como
las de Egipto, Persia y Babilonia. Sólo en nuestro siglo ha llegado
a entrar en el campo de visión del hombre europeo el alba pre-
griega en toda su extensión y su riqueza de cultura y tradiciones.
Hemos ganado con ello un conocimiento muy esencial que concier-
ne al inicio de la filosofía en Grecia. Sabemos mucho, entretanto, de
la matemática y de la astronomía egipcias, y no menos de la mate-
mática babilonia; y en lo que se refiere a la astronomía, las huellas
de las más antiguas observaciones de estrellas ya en tiempos in-
determinados se hallan dispersas por todo el planeta. Bajo este úl-
timo punto de vista nos vemos incluso remitidos más allá de toda
tradición lingüística.
¿Significa esto que la ciencia es así de antigua, o hemos de
preguntarnos si no tiene la ciencia un sentido particular para no-
134
sotros, del cual se ha podido hacer, en definitiva, un destino euro-
peo, quizá incluso un destino de la humanidad? Además, no se
trata únicamente de los inicios de la ciencia. Pues es, a la vez, el
concepto de filosofía el que se halla hermanado con los inicios de
la ciencia griega. Apenas podrá nombrarse un indicio mayor de la
novedad de esta pregunta por un inicio de Europa que el signifi-
cado del alfabeto, cuyo surgimiento y desarrollo posterior se en-
cuentra íntimamente conectado con los inicios griegos. En este
ámbito, nos encontramos todavía al principio de la meditación. No
se trata aquí únicamente de la tradición escrita, que ha ampliado
nuestro horizonte desde que se descifró la escritura cuneiforme.
Se trata, sobre todo, de la rápida recepción y desarrollo del alfa-
beto, que inaugura la transmisión literaria de la cultura griega. Nos
vemos, pues, remitidos primero a la cuestión de cómo hayan pen-
sado los propios griegos sobre los inicios; y si hay algo que ilumina
su propia situación es, desde luego, la célebre respuesta que se
dice que Solón recibió en Egipto cuando quiso informarse allí de los
inicios, procedencia y pasado de esa cultura. Según Platón, le dije-
ron: «Vosotros, los griegos, sois siempre unos niños», tan despre-
venidos, tan desconocedores, tan inadaptados a los siglos y mile-
nios que se pierden en la oscuridad del pasado.
Preguntemos al maestro de los que saben, que es Aristóteles.
Él atribuye el inicio de la filosofía a la cultura de Mileto. Es, por su-
puesto, algo completamente incierto si el primero que, según Aris-
tóteles, practicó allí la filosofía legó un texto de su pensamiento
fijado por escrito. Al menos, sabemos aproximadamente cuándo
tomó impulso la cultura de Mileto, de qué manera está conectada
con la época colonial en la que toda la cultura mediterránea y sus
riberas se fueron poblando de colonias griegas y nuevas fundacio-
nes. Si pedimos ahora consejo a Aristóteles, nos las veremos en-
seguida con una prolongada cadena de transmisión, que llega muy
lejos. Es, sobre todo, la propia física aristotélica y sus comentarios
los que forma ampliamente los fundamentos de nuestro saber so-
bre los inicios de la filosofía. Está fuera de toda duda que la fijación
135
por escrito de la transmisión épica, esto es, Homero y Hesíodo, cae
ya en la época de la escritura. Las repercusiones de la lengua ho-
mérica y las repercusiones de las narraciones cosmogónicas de
Hesíodo contribuyeron incuestionablemente a determinar la cre-
ciente cultura urbana de la época colonial griega. A partir de en-
tonces, Aristóteles y la fuerza de su pensamiento que, unida a él,
formó escuela e hizo historia, siguen siendo no sólo la fuente de
nuestro saber, sino que significan también la tutela de nuestro
pensamiento.
Ciertamente, Aristóteles separó explícitamente a los primeros
«teólogos» del primero de los filósofos, Tales de Mileto. Pero Aris-
tóteles se había dotado de los conceptos bajo los cuales com-
prendió los primeros inicios de la ciencia y la filosofía. Así, cual-
quiera cree saber sin más que, según Tales, al principio era el agua, a
partir de la cual se desarrollaron los otros elementos, tierra, aire y
el calor que ilumina. Para explicar todo esto, Aristóteles introdujo el
concepto de materia, hy'le. Desde luego, esto es cualquier cosa me-
nos un esquema adecuado de la primera filosofía de Occidente.
Que Tales se hallaba rodeado de leyendas es algo que no podía
faltar, con toda las distinciones que le otorgó Aristóteles, y nunca
sabremos cuánto de todo esto está puesto a posterior/. Cómo en-
contrar el camino desde el primer inicio del universo con al agua
hasta el todo es algo sobre lo que apenas encontraremos una pista
para Tales en los informes aristotélicos. Lo más que suena es una
observación originaria que remite a la tesis del agua, y es que el
agua sostiene a la Tierra. Puede que haya aquí una genuina ob-
servación de que el agua significa el mar originario que sostiene la
tierra firme. Sostiene justamente todo lo que no es demasiado pe-
sado, de modo que puede flotar sobre ella. La viga de madera que
flota en el agua me parece una primera pista del enigma del equi-
librio que se intenta restablecer una y otra vez. Por mucho que se
empuje la viga hacia abajo, ésta vuelve a subir. Explico esto sola-
mente para encontrar un posible entronque con la preeminencia
del agua en el texto de Aristóteles, sin poner en juego el concepto
136
posterior de materia y la teoría de las causas de Aristóteles, que
queda todavía muy lejos.
Se comprende también de suyo que Tales, por lo demás, como
uno de los grandes sabios de Grecia, fuera distinguido en la tradi-
ción con las más diversas cualidades y méritos. Una anécdota de
sentido todavía polémico casa muy bien en el mundo de aquella
virtualidad inicial. Es la historia que cuenta que Tales se cayó a un
pozo seco y que una mujer tracia le ayudó a salir. La historia tiene
pies y cabeza cuando se supone que Tales se introdujo en el pozo
seco para observar las estrellas desde allí. Sin duda alguna, éste
era el medio de observación astronómica más preciso que era po-
sible entonces. Los pozos hacían en aquel tiempo de telescopios.
Sabemos, en todo caso, que el cielo había sido observado por to-
das partes, en las más diversas regiones de la Tierra.
Pero hay otro punto en el que tenemos que tomar en serio los
antiguos informes sobre Tales, a saber, los que se refieren a sus
conocimientos matemáticos. Está claro, en cualquier caso, que en
este campo era alguien que estaba aprendiendo: de los egipcios,
la agrimensura; de los babilonios, los casos hacía mucho tiempo
registrados de eclipses de sol y de luna. De modo que aquí pode-
mos anotar, cuando menos, un resultado seguro, y es que, frente a
la matemática egipcia y del Cercano Oriente, con Tales, el con-
cepto de prueba, el concepto de ciencia, alcanzó por primera vez
una distinción decisiva. La ciencia sólo es saber verdadero cuando
éste puede ser demostrado. No hace aquí al caso hasta qué punto
se hubieran cumplido ya entonces estas exigencias lógicas. Pero
parece algo asegurado que ni el saber superior de los egipcios ni
el de los babilonios se interesaron nunca por algo así como la de-
mostrabilidad de las constataciones matemáticas. A ellos les im-
portaba únicamente la aplicación práctica. Parece que, en este
punto, en Mileto se registra por primera vez un carácter científico.
La ciencia no consiste únicamente en el saber, sino, justamente
también, en necesidades lógicas tales como las conocemos en el
ámbito de la matemática.
137
Mucho más es lo que sabemos sobre el otro gran pensador de
Mileto: Anaxímenes. De él se nos ha transmitido incluso una sen-
tencia escrita, objeto, desde Teofrasto, de innumerables interpre-
taciones. Es la célebre sentencia sobre el nacer y el perecer, que
todas las cosas se dan mutuamente justa retribución según el or-
den del tiempo. La sentencia se hizo extremadamente popular en
escritores como Schopenhauer y Nietzsche. Como en el texto trans-
mitido faltaba el «mutuamente», podía entenderse la sentencia
como si lo individual, que se ha hecho individuo, hubiera de penar
por su individuación con su caída y regreso al infinito. Desde que
se restableció el texto original con el «mutuamente», la sentencia
no nos suena ya como la crisis romántica de la Ilustración y del
nihilismo en ascenso, sino como la verdadera esencia de la natu-
raleza. Todo vuelve a restablecerse una y otra vez en el retorno re-
gulado del día y la noche, o del verano y el invierno. Se anticipa aquí
por primera vez el sonido de lo que, seguramente, quisiéramos lla-
mar «naturaleza», porque existe aquí un equilibrio que vuelve a res-
tablecerse.
Nos llevaría muy lejos ocuparnos ahora de toda la doxografía
que existe sobre Anaximandro. Una sola cosa que podemos decir
con certeza, y es que Anaximandro enseñó tanto la cosmogonía
como la cosmología sin prescindir del paradigma de la Teogonia
de Hesíodo y, como ha mostrado U. Hólscher, según el modelo
oriental. Naturalmente que hay que evitar el usual malentendido de
que entre el agua de Tales y el aire de Anaxímenes, el ápeiron, lo
ilimitado o infinito hubiera significado una forma superior de abs-
tracción de la sustancia sensible. ¡Ello nos muestra tan sólo qué
inadecuado es el concepto aristotélico de hylé para la Escuela Mi-
lesia! Pero, en todo caso, el hecho de que aquí se haya desarro-
llado una cosmología en todos sus detalles nos acerca al punto en
que los problemas filosóficos del origen y el orden del mundo se
convierten en un reto para el pensar.
Éste es el nuevo paso que acometió la filosofía eleática y su
crítica a modos de representación tales como el surgir y el perecer.
138
Aquí, por fin, pisamos suelo firme, en la medida en que la diligencia
de Simplicio, uno de los grandes eruditos de la Atenas bizantina
antes de la disolución de la Academia, copió y comentó largos pa-
sajes del poema de Parménides. De todo el pensamiento anterior
al aristotélico y el moderno, es éste el más antiguo que se nos ha
transmitido y que sea reconocible en sus grandes rasgos. La ver-
dad es que, en todo caso, se trata sólo de un fragmento. Pero no
deja de ser la introducción, conservada casi por completo, a la gran
concepción de Parménides. Lo que venía después era, sobre todo,
el desarrollo de una física para los mortales, recomendada a éstos
por la diosa. De esta física sólo nos han quedado fragmentos. En
todo caso, hay que liberarse de la apariencia de que lo importante
fuera únicamente el primer fragmento conservado y que pudiéra-
mos reconstruir a partir de ahí toda la doctrina de Parménides.
Puede denominarse lógica u ontología a esta introducción al poe-
ma, e imaginarse quizá la continuación como una especie de cos-
mología. Pero de lo que se trata es justamente de eso que la diosa
pone en boca de los mortales, y por lo que se diferencia de los
otros grandes pensadores que habían desarrollado por entonces
su nueva imagen del mundo. A partir de aquí se hace efectiva-
mente claro cuál era la gran visión de Parménides, que «la diosa»
puso en su boca, pues aquí no se habla únicamente de la sabidu-
ría divina, que desecha todo no-ser como un sinsentido, esto es, no
sólo de la crítica al nacer y el perecer, y de la inconmovible pre-
sencia de la esfera bien redonda del ser. Antes bien, se habla con
ligero desprecio y no sin ironía crítica de la única forma posible de
imaginarse lo múltiple, a saber, de la contraposición del día y la no-
che, lo claro y lo oscuro, que constituyen la multiplicidad de los fe-
nómenos. ¡Y sin que haya que imaginarse por ello un ser o un no-
ser en transformación! Es la mera diferencia entre la claridad del
día y la oscuridad de la noche en la que las cosas aparecen de otro
modo. Con ello casa perfectamente la sentencia aislada de Par-
ménides, al que Aristóteles cita y que se nos ha transmitido como
el fragmento 16: «Y, según como sea en cada caso la mezcla de
139
sus miembros errabundos, será el entendimiento de que a los hom-
bres se dotó. Pues lo mismo es lo que piensa la naturaleza de los
miembros en los hombres en todos y cada uno: lo que percibimos
o pensamos, es el "más"».
No quisiera sacar unas consecuencias precipitadas, o inferir
correcciones que resulten de la lectura exacta del tránsito en Par-
ménides a la física de los mortales en Parménides tal como se pre-
senta en la introducción —y que es lo único que se nos ha conser-
vado- Pero, en todo caso, tenemos que poner los acentos en otro
sitio del que lo ponían Platón y Aristóteles; y hacerlo de tal modo
que la doctrina no contradiga directamente la referencia platónica
al pensar eleático de la introducción al poema, ni menos, tampoco,
la inferencia aristotélica de la posterior teoría corpuscular. Platón
lleva entonces al absurdo la doctrina de la unidad del poema en el
desarrollo de su dialéctica, como muestra el diálogo Parménides, y
Aristóteles ve en la «mezcla» el aspecto válido en el que Parméni-
des, Anaxágoras y Demócrito señalan en la dirección correcta. Di-
ferenciarse es separar-se.
Ahora bien, sin duda, también está el constante crecimiento de
las matemáticas, cuyos inicios encontrábamos en Tales y que, sin
duda alguna, Anaximandro había introducido en su cosmogonía y
su cosmología. Más difícil resulta la pregunta de cómo se relaciona
la transmisión pitagórica con esta ciencia incipiente de la natura-
leza. Es éste un tema tan complejo que tenemos que darnos por
satisfechos con el resultado que, por la postura de Platón, permite
reconocer una pista muy clara. La doctrina pitagórica de los nú-
meros parte de que la armonía que, en las proporciones de núme-
ros enteros, depende de la longitud de las cuerdas, da testimonio
del rango ontológico de los números en la teoría pitagórica. No
cabe duda de que, precisamente aquí, Platón da un nuevo paso
cuando, con su concepto de idea, supera la identificación simple
de número y ser y se aventura a dar el paso más allá de las verda-
des matemáticas, el paso a la idealidad del lógos y a la dialéctica,
sin volverse por ello un sofista. Siempre queda el número, con el
140
que Platón distingue al ser de la idea frente a toda pluralidad fe-
noménica. Pero tampoco la teoría platónica de las ideas ya desa-
rrollada ve ninguna necesidad, por así decirlo, de discutir cómo
participan realmente del ser de las ideas las cosas naturales en su
individualidad y multiplicidad. La participación de lo individual en la
idea no es, en absoluto, la verdadera participación en la que al-
canza su dimensión la dialéctica platónica de lo uno y lo múltiple.
Esto ocurre más bien en la relación de las ideas entre sí y es, por
tanto, lo que Platón tiene a la vista cuando habla del lógos. La dife-
renciación del ser matemático respecto al ser de las ideas es, pues,
imposible de conciliar con semejante identificación pitagórica y fue,
seguramente, el genio del Teeteto el que vino en auxilio de Platón,
brindándoles los vigorosos progresos de la matemática de enton-
ces, incluso de la estereométria. Ambas son «matemática pura»,
que es por lo que aboga Platón.
No hay que asombrarse, entonces, de que en los profundos
juegos míticos del Timeo se presente con toda claridad un puro sa-
ber matemático, con la ayuda del cual Platón le concede incluso
cierta nobleza a la teoría atómica. Es ésta, sin duda, la forma más
radical de teoría corpuscular. Era Demócrito quien la enseñaba,
pero Platón no menciona nunca su nombre. En el Timeo, todo tiene
figura matemática y todo se construye sobre la idealidad del ser
matemático de los llamados cuerpos platónicos. Sin embargo, la
teoría atómica es tratada sin contemplaciones como un conoci-
miento natural. Los triángulos se superponen unos sobre otros
hasta formar un paquete, ganando así una corporalidad natural.
Naturalmente, esto forma parte del ingenioso juego en el que se
interpenetran por todas partes la precisión científica y la ingenui-
dad infantil.
No puede olvidarse, pues, la posición clave del Timeo, como se
hizo en la Edad Moderna, a causa del éxito científico, en favor de
Demócrito, cuando la física de la ciencia moderna impuso triunfal-
mente la teoría atómica. El atomismo de Demócrito era cualquier
cosa menos matemático, como ya muestra claramente el concepto
141
de vacío. Y no es, por tanto, ninguna sorpresa que precisamente
las cabezas más productivas de la moderna física cuántica se apo-
yaran preferentemente en el Timeo. La verdad es que la moderna
, ciencia de la naturaleza que se llama física es algo completamente
distinto del concepto de physis de la doctrina de la escuela aristo-
télica. Tanto más cuanto que en ésta apenas puede hablarse de un
uso de la matemática en el modo en que la moderna ciencia de la
naturaleza ha convertido a ésta en su fundamento. Kant lo dijo muy
claramente: la naturaleza no es más que «materia sometida a le-
yes», y con ello quedaba correctamente calificada la figura com-
pleta de la física newtoniana.
La verdad es que no fue el Timeo de Platón, sino la física aris-
totélica la que dominó toda la Antigüedad tardía hasta que irrumpió
la Edad Moderna, y si se impuso realmente un concepto de natura-
leza fue porque la física aristotélica abarca la movilidad de todo lo
natural. Es fiel al modelo de la vida empírica humana el que también
el ciclo de la naturaleza esté pensado según el comportamiento
humano, que también se mueve desde síy hacia donde quiere ir: el
fuego hacia arriba a las estrellas, la piedra que cae hacia abajo, ha-
cia la tierra. La época dominada por Aristóteles produjo progresos
científicos en múltiples direcciones en tiempos del helenismo. Ha-
bía una compleja astronomía, que se había hecho necesaria para,
componiendo los movimientos circulares, ordenar a los astros erran-
tes, los planetas, en los sistemas astronómicos cíclicos de la Anti-
güedad. Consecuentemente, a los cometas no se los consideraba
estrellas, sino meteoros. Es claro que, de este modo, había algo de
evidente en una uniformidad entre la experiencia diaria de la vida y
la ciencia de la naturaleza, de modo que incluso con el Renaci-
miento, esto es, con la nueva acogida del mundo de cultura griego,
la incipiente investigación de la naturaleza no pudo desprenderse
del todo, ni en la astronomía ni en ninguna otra ciencia, de la uni-
formidad de esta imagen aristotélica del mundo.
En general, se cree que la Edad Moderna y su ciencia dieron un
paso decisivo con el giro copernicano. El canónigo de Thorn era,
142
ciertamente, un buen humanista y una cabeza inteligente, y adoptó
la revolucionaria idea de que no es el Sol quien da vueltas alrede-
dor de la Tierra, sino la Tierra alrededor del Sol. El engaño de los
sentidos lo documentaba Copérnico de un modo muy bello con ci-
tas de Virgilio. Pero la descripción misma de los movimientos de los
astros seguía estando para él dentro del viejo marco de la astro-
nomía antigua. Cuando la Iglesia, por consideración a la historia de
la Creación, se opuso a la revolucionaria idea de Copérnico, no iba
desencaminado del todo Osiander al explicar y defender el movi-
miento heliocéntrico como una inofensiva inversión matemática.
La imagen astronómica del mundo realmente nueva sólo se en-
cauzó con Kepler, y en ningún caso comenzó por las espectaculares
y gigantescas dimensiones del mundo astronómico. La revolución
propiamente dicha empezó más bien con la mecánica de Galileo.
Ésta podía parecerle al principio también a la Iglesia una diferen-
cia completamente inocente; hasta que Galileo, en el Diálogo so-
bre los dos máximos sistemas del mundo, tomó partido pública-
mente por la imagen copernicana del mundo.
En verdad, la audacia de Galileo consistió en afirmar que todo
lo que cae lo hace según las mismas leyes, y caería con la misma
velocidad si no existiera la resistencia del aire. La prodigiosa po-
tencia intelectual de Galileo pudo imaginarse la caída libre «en la
mente» (mente perceptió) de tal manera que la caída no dependiese
de aquello de lo que estuviera hecho el cuerpo que cae. En el va-
cío, un disco de plomo no cae más deprisa que una pluma. ¡Eso eraimposible de confirmar experimentalmente en la época! La autén-
tica y nueva audacia de ese pensar matemáticamente constructivo
que llamamos «ciencia moderna» consistía precisamente en dis-tanciarse de lo que aparecía a la vista. La matemática cambió así
su sentido funcional propiamente dicho. Ahora servía a la descrip-ción de los valores de medida con las que resultaba la cooperaciónconstructiva de los datos, de tiempo, espacio y aceleración. Éstasson las leyes de la caída libre, completamente independientes delpeso del cuerpo que cae. La abstracción matemática resultó ser,
143
entonces, el procedimiento que había de acreditarse cada vez más
en el dominio de las fuerzas de la naturaleza Una primera culmina-
ción la alcanzó Newton, quien superó la herencia antigua, a saber,
la separación total del mundo celeste y del mundo sublunar. Sólo a
partir de Newton hubo una única ciencia para el cielo y la tierra.
En la Antigüedad, se consideraba que la matemática era la
ciencia propiamente dicha, en la medida en que «la ciencia» no era
propiamente ciencia de la naturaleza y no estaba para nada supe-
ditada a la experiencia. Sólo en el helenismo tardío tuvo la escuela
aristotélica una influencia creciente en muchas disciplinas del sa-
ber. La filosofía misma perdió su validez general y se fue concen-
trando cada vez más, como un Sócrates inmortal, en la filosofía
práctica. Baste pensar en la Stoa y en la influencia de Epicuro.
Sólo con el neoplatonismo tardío y su repercusión en los padres de
la Iglesia, y bajo la inspiración, en parte, de la física aristotélica
transmitida por los árabes, la filosofía friega fue puesta al servicio
de la teología cristiana. Esto es lo que llamamos Escolástica y lo
que en la época del Renacimiento, del humanismo y de la Reforma
preparó la aparición de la nueva ciencia, sobre todo de la jurispru-
dencia y de la medicina. El progreso de la ciencia natural moderna
tenía por entonces menos lugar en las universidades. Los auténti-
cos investigadores no se encontraban en estas escuelas domina-
das por la Escolástica. Ni siquiera Leibniz, que fue quien abordó
la tarea, tan rica en consecuencias, de reunir la filosofía griega y la
ciencia de la Edad Moderna.
Puede entenderse, entonces, que en esta época de la Ilustra-
ción, en estas circunstancias, cuando la ciencia moderna iniciaba su
campaña triunfal, se hicieran muy pronto perceptibles los límites de
la nueva ciencia. Ya en el siglo de Descartes, Pascal hablaba de dos
formas del espíritu, del esprit de geometría y e\ espritde finesse. En
la conciencia científica de la época, la Geometría tenía claramente la
preeminencia. El propio jardín «geométrico» del siglo xvm no fue re-
levado hasta más tarde por el «jardín inglés», más cercano a la na-
turaleza. Y así, bajo el progreso técnico de las ciencias, la filosofía
144
de la naturaleza se vio progresivamente expulsada de la conciencia
filosófica. Esto sigue siendo así todavía hoy, y se hace muy palpable
por el modo en que se llama a la ciencia en otras lenguas. La pala-
bra alemana para ciencia, Wissenschaft, hace doscientos años, no
era todavía la unívoca expresión que es hoy para referirse a la nueva
ciencia. De algo que se sabía porque uno se había enterado de ello
podía decirse: «Sí, tengo ciencia de ello» (Ja, ich habe Wissenschaft
davorí). En cambio, en el mundo anglosajón, la palabra «science»
sólo puede aplicarse a la ciencia natural, y nada más. Lo que en ale-
mán llamamos «ciencias del espíritu» (Geisteswissenschafteri) se
llama en otros sitios humanities, y en Francia, letíres. La verdad es
que se trata de penosos sucedáneos que, a diferencia el concepto
alemán de ciencias del espíritu, reconocen la posición de monopo-
lio de las ciencias de la naturaleza
Pues ocurría que era el concepto de método el que convertía a
la ciencia en ciencia, como aparece en el título del célebre escrito
de Descartes Discours de la méthode. Este nuevo concepto de
ciencia encontró su coronación en Newton, con el título de Philo-
sophiae naturalis principia mathematica. No era, en verdad, «filoso-
fía» en el sentido que nosotros le damos, sino una física extendida
a todo el sistema solar. Encontró su justificación filosófica en la Crí-
tica de la razón pura de Kant que «machacó» con su crítica la «me-
tafísica dogmática». Pero, para el propio Kant, no era ésta la parte
decisiva de su filosofía Consistía ésta, antes bien, en una refunda-
mentación de la metafísica, pero sobre un nuevo suelo, el postula-
do de la libertad. Sin embargo, en la historia del siglo xix, la reasun-
ción del kantismo sólo tuvo en consideración la Crítica de la razón
pura. Ello le otorgó a ésta una posición de preferencia que hizo que
la filosofía moral de Kant apenas recibiera atención fuera de Ale-
mania, y siga encontrándose hoy día con prejuicios infundados.
Lo mismo vale para el idealismo alemán en su conjunto. En la
terna de Fichte, Schelling y Hegel, se dedicó, en la estela de Leib-
niz y Kant, todo un sistema omniabarcante de filosofía, bajo el título
que Hegel eligió, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, a la tarea
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de abarcar la totalidad de las ciencias. Schelling ya había reincor-
porado la filosofía de la naturaleza, como prueba física del idea-
lismo trascendental, a la filosofía, y Hegel le siguió en este em-
peño. A pesar de ello, la filosofía de la naturaleza fue olvidada
rápidamente (quizá demasiado rápidamente) a lo largo del siglo
xix, bajo el impulso de la investigación científica. En todo caso,
la época de la ciencia de la naturaleza o de la historia no fue
una época para la filosofía. Resulta bastante significativo que, en
la época poshegeliana, la conocida distinción entre ciencias de la
naturaleza y ciencias del espíritu se convirtiera en un tema recu-
rrente, y que, como «teoría del conocimiento», quisiera fundamen-
tar a las ciencias filosóficamente.
Con ello he llegado al punto en el que la pregunta por la con-
frontación de ciencia de la Antigüedad y ciencia de la Edad Mo-
derna se vuelve ya cuestionable como tal pregunta. Pues se trata
de dos conceptos de ciencia muy diferentes, en los que no creo
que se pueda verificar una distinción conceptual en lo que toca al
concepto de naturaleza. Las ciencias de la naturaleza, tal y como
se han desarrollado, no conocen propiamente ningún concepto de
naturaleza, debido, simplemente, al concepto de método de la
cientificidad moderna, concepto que hace cuestionable la aplica-
ción a la diferencia entre ciencias de la naturaleza y ciencias del
espíritu.
Hasta aquí, mi exposición del trasfondo antiguo de la idea euro-
pea de ciencia, por medio de la cual ha llegado la cultura universal
de Europa a dominar el globo entero. Se ha intentado proclamar
una y otra vez la unidad de la ciencia frente a estas diferencias, tam-
bién para la situación actual del problema al que está dedicada
nuestra discusión. Si se considera solamente el estado de la física
moderna, reconocemos sin duda en ella la herencia antigua, con-
sistente sobre todo en el desarrollo de la matemática. Por otro
lado, sin embargo, el concepto mismo de naturaleza apenas ha
sido un tema como tal en las ciencias. El que la crítica de Rous-
seau a la Ilustración y su orgullo racionalista fuera oída en toda
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Europa se considera, más bien, un episodio de la historia cultural
centroeuropea. El romanticismo alemán se convirtió en el núcleo a
partir del cual recibieron las ciencias del espíritu su acuñación más
específica. En Hólderlin encontramos este verso: «La naturaleza ha
despertado ahora con la violencia de las armas». Apenas se habrá
vuelto a oír algo asía mediados de nuestro siglo. Sólo el nuevo flo-
recimiento de la tecnocracia y de la burocracia que la acompaña
ha llevado, como reacción a la revolución industrial, a retomar el
concepto de naturaleza, que todos conocemos con el eslogan eco-
lógico de «protección de la naturaleza». La principal disciplina de
las ciencias de la naturaleza, a la cual nunca podremos eliminar
de la situación científica, sigue siendo, en nuestro siglo, la física, la
teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Los problemas límite
de la ciencia cuantitativa eliminaron en ella, con su exhaustiva for-
mulación matemática de la física, los últimos restos de intuitividad.
Lo que aparece ahora en lugar del concepto filosófico de natura-
leza filosofía son ecuaciones de simetría.
Nuestra tarea será discutir si la situación de las ciencias de la
naturaleza de hoy, bajo sus nuevos acentos, puede producir una
nueva confrontación con la herencia antigua de la ciencia. Hasta
cierto punto, podría esperarse hoy algo así de la bioquímica, que ha
puesto en el centro de la investigación problemas que asociamos
al concepto de physis, de naturaleza viva que crece. Pero podría
ser que tanto en la desacreditada filosofía de la naturaleza como
en el recuerdo del concepto antiguo de physis se hicieran visibles
nuevos horizontes de problemas, de modo que tendremos algo
que aprender. Lo que no se puede esperar, desde luego, es que
por englobar la dimensión temporal y la evolución del universo
vaya a disminuir la oposición entre ciencia de.la naturaleza y cien-
cia del espíritu. Ocurre lo contrario. Desde que sabemos cada vez
más, con un interés nuevo, de la historia del universo y de process
y real/ty, nos hacemos conscientes, con claridad nueva, de la plena
alteridad del mundo de saber perteneciente al mundo de la vida,
erigido sobre la memoria, el recuerdo y la transmisión, y con ello,
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de las llamadas ciencias del espíritu. En ellas vuelve a hacerse vivo
una y otra vez el legado religioso y filosófico de nuestra cultura oc-
cidental.
Pero, en un cierto sentido, no debería considerarse esta alte-
ridad de las ciencias del espíritu como una contraposición directa
a las ciencias de la naturaleza. En las ciencias del espíritu no se
trata de sueños románticos. No debería olvidarse que es la natura-
leza misma las que nos ha conducido a la fuerza hacia la cultura. Y
por ello sigue siendo válido que no podemos sobrevivir sin la cultura
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Procedencia de los textos
Introducción: Fue escrita para esta edición.
«Sobre la transmisión de Heráclito» (1974). Impreso por primera
vez en: Sein und Geschichtlichkeit. Festschrift für Karl-Heinz
Volkmánn-Schluck, Francfort del Meno, 1974, págs. 3-14.
Reimpreso en: Hans-Georg Gadamer, Gesammelte Werke, vol.
6: Griechische Philosophie II, Tubinga, 1985, págs. 232-241.
Con el título: «Del inicio en Heráclito». © 1985 J. C. B. Mohr
(Paul Siebeck), Tubinga.
«Estudios heraclíteos» (1990). Conferencia leída por primera vez
en la Academia de las ciencias de Heidelberg el 11 de febrero
de 1984. Impreso en Hans-Georg Gadamer, Gesammelte
Werke, vol 7: Griechische Philosophie III. Plato im Dialog, Tu-
binga, 1991, págs. 43-82. © 1991 J. C. B. Mohr (Paul Sie-
beck), Tubinga.
«El atomismo antiguo» (1935). Primera impresión en Zeitschrift für
die gesamte Naturwissenschaft, 1 (1935-1936), págs. 81-95.
Reimpreso en: Hans-Georg Gadamer: Gesammelte Werke, vol.
5: Griechische Philosophie I. Tubinga, 1985, págs. 263-279. ©
1985 J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga.
«Platón y la cosmología presocrática» (1964). Primera impresión
en Epimeleia. Festschrift für Helmut Kuhn. Munich 1964, págs.
127-142. Reimpreso en Hans-Georg Gadamer, Gesammelte
Werke, vol. 6, págs. 58-70. Con el título de «Plato und die Vor-
sokratiker». © 1985 J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga.
«La filosofía griega y el pensamiento moderno» (1978). Primera
impresión en: Festschrift fürFranz Wieackerzum 70. Geburts-
tag. O. Berends (comp.) (etalia). Gotinga 1978, págs. 361-365.
Reimpreso en: Gesammelte Werke, vol. 6, págs. 3-8. Con el tí-
tulo de «Plato und die Vorsokratiker». © 1985 J. C. B. Mohr
(Paul Siebeck), Tubinga.
«El concepto de naturaleza y la ciencia natural», en el Co/loquim
philosophicum. Annali del Dipartimento di Filosofía 1 (19947
95), págs. 9-22. Con el título: «Der Natur Begriff bei den Grie-
chen und in der modernen Physik», © 1994,1998 Hans-Georg
Gadamer.
Los textos fueron revisados por el autor para la edición alemana.
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