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De las portadas al olvido Pasados más de cien días desde el seísmo, Haití si- gue siendo una región devastada donde las enfer- medades y la malnutrición han tomado el mando. La inminente temporada de lluvias, los huracanes y la corrupción institucionalizada amenazan la vida de cerca de 800.000 desplazados. Además, la ayuda in- ternacional no parece suficiente para mantener la frágil estabilidad del país más pobre de América. Texto y fotografías: MANU BRABO HAITÍ

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De las portadas al olvido

Pasados más de cien días desde el seísmo, Haití si-

gue siendo una región devastada donde las enfer-

medades y la malnutrición han tomado el mando. La

inminente temporada de lluvias, los huracanes y la

corrupción institucionalizada amenazan la vida de

cerca de 800.000 desplazados. Además, la ayuda in-

ternacional no parece suficiente para mantener la

frágil estabilidad del país más pobre de América.

Texto y fotografías: MANU BRABO

HAITÍ

La ruta 48 comienza a perderasfalto y a llenarse de bachesen la salida de Jimaní, la últi-ma villa dominicana antes deentrar en Haití. Decenas de

pequeños estraperlistas, con sus cargassobre las cabezas, zigzaguean a lo largode una kilométrica hilera de trailers y demiles de toneladas de ayuda humanita-ria que se dirigen hacia el centro logísti-co de Puerto Príncipe. Moto-taxis, tap-taps, mercaderes y cambistas de dudosareputación deambulan en un aparente“nada que hacer”, mientras decenas demilitares dominicanos y cascos azulesintentan poner orden en ese anárquicoir y venir en el que se ha convertido elpaso fronterizo de Mallepasse. Son las11.30 horas y la mayoría de conducto-res cargan en sus miradas el cansancio de

una espera que dura ya más de 5 horas.Pese a las facilidades ofrecidas por el de-partamento de Inmigración dominica-no –hace tiempo que no se exige visadopara cruzar la frontera en dirección a latragedia–,todo se atasca y ralentiza en elservicio de aduanas de Haití, que no semuestra tan permisivo con la ayuda des-tinada a su propia hecatombe.

Mari Sol es la representante del con-voy de ayuda que Mudha (Movimientode Mujeres Dominico-Haitianas) envía auno de los orfanatos de Leoganne,ciudadque fue el epicentro del seísmo.Su oscu-ro rostro mezcla impotencia y mal hu-mor y,desde hace más de una hora, rebo-ta frenética de un extremo al otro de lagendarmería, con los formularios deaduanas enrollados en una mano y el mó-vil en la otra, a la espera de que el emba-

jador haitiano en Santo Domingo atien-da su llamada. No hay manera de cruzarporque, aunque parezca mentira, «lasmedicinas han dejado de ser ayuda prio-ritaria», explica una oronda funcionariade gesto serio e inflexible.Atrincheradatras una mesa de oficina,se lleva a la bocauna cucharada de arroz con habichuelasyno da su brazo a torcer.El convoy no pa-sará hasta que no abandone el materialmédico que transporta. «Los medica-mentos deben venir firmados y selladospor el Ministerio de Sanidad», insiste.

Ni Mari Sol ni el resto de represen-tantes de organizaciones humanitariaspueden dar crédito, aunque tampoco lesdejan demasiado tiempo para mostrar suindignación. Otra cucharada y la funcio-naria ordena a un gendarme que expulsede la sala a los cooperantes.

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«El ministerio de Sanidad se hundiócon el terremoto y no funciona desde el12 de enero. Cuando tengamos esa do-cumentación, nos pedirá la firma delPapa», repite, indignado, Walter Ra-món, uno de los representantes delconvoy de Cruz Roja Dominicana,mientras golpea con el dedo los foliosdel formulario. «Aquí mismo hay unaoficina del Ministerio, pero no está elfuncionario y ni siquiera se nos facilitasu teléfono de contacto», protesta otrorepresentante que prefiere permane-cer en el anonimato.Al final, logran ha-blar con el embajador de Haití en Re-pública Dominicana, pero tampocosirve de nada. Alega que está atado depies y manos. Definitivamente, las me-dicinas no pasan, por lo que Mari Soltiene que resignarse,dar media vuelta y

abandonarlas en un almacén de Jimaní.Por lo menos, las ropas y el material es-colar que completan la carga podránllegar a su destino.

Una vez dentro de Haití, en una pe-queña estación de servicios de La Sour-ce, a 5 kilómetros de la frontera, ungrupo de transportistas dominicanosconfirma la sospecha: la única firmaque faltaba en los formularios es la queel secretario del Tesoro estadounidenseimprime en los billetes de cien dólares.

LLeeooggaannee:: eell eeppiicceennttrrooEl pasado 12 de enero se hundieron

entre el 80% y el 90% de los edificios dela ciudad de Leogane, según los datosde la ONU.A día de hoy, la gran mayo-ría de los 140.000 habitantes de estaciudad casi borrada del mapa vive bajo

el control de la fuerzas armadas cana-dienses, rescatando lo que puede de losescombros, hacinada en campos dedesplazados y privada de su todavía in-cipiente pero principal fuente de in-gresos: el turismo.

El camino que lleva hacia la costa–donde se encontraban los complejosturísticos de la ciudad– es hoy un regue-ro de humildes casas hundidas entreplataneros y refugios de latón y plásticosobre las cunetas. Un lugar a donde to-davía no ha llegado esa ayuda que aliviaalgo a Puerto Príncipe, la capital.Las pa-trullas canadienses, armadas hasta losdientes pero sin ninguna ayuda efectiva,vienen y van en dirección a la playa y elsonido de los helicópteros sobrevuela lazona a cada minuto sin perturbar apa-rentemente la vida de sus habitantes.

Un enfermo mental en una calle destrozada en Leogane, epicentro del terremoto.

Un momento de una misa por los difuntos de la tragedia en la pequeña comunidad de CaIra, cerca de Leogane. Y panorámica de la barriada de Canape Vert desde la carretera de Delmas, en Puerto Príncipe.

Meses después,parecen ya acostumbra-dos a esta rutina de salir mal acompaña-dos de su abandono.

La pequeña comunidad Ca Ira, findel trayecto, era una villa tradicionalhaitiana anclada en algún tiempo muyremoto.Por aquí no viene mucha gentede la ciudad,menos aún occidentales, ylas centenarias costumbres de sus ante-pasados africanos y el vudú marcan loscomportamientos y la estructura de suaislada sociedad. Entre los pequeñosclaros del bosque tropical que bordeala costa se desparraman los esqueletosde decenas de sencillas casas de made-ra que hablan de esa vida primitiva ysencilla. Raquíticos cerdos y escuálidasgallinas, sustento del día a día, campana sus anchas entre las ruinas. A su alre-dedor, los innumerables críos de la zo-na juegan con sus cometas, hechas deplástico y ramas, junto al improvisadocampo de desplazados en el que cercade doscientas familias sobrevivenmientras reconstruyen su pequeño yaislado paraíso.

Jean Tus,de 40 años, llegó a este lugarel 15 de enero,tres días después del terre-moto.Él es haitiano y de niño emigró consus padres a Estados Unidos, donde hoy

trabaja de cámara para una televisión lo-cal de Chicago.Su familia es de una aldeano muy lejana, a unos 5 kilómetros si-guiendo la ruta que se dirige hacia GrandGoave. Actualmente, como él mismoasegura,sus raíces se han hundido en estacomunidad hasta sentirse uno más. «Vol-verme ahora a mi casa y dejarlos así seríaalgo inmoral,por lo que me quedaré mástiempo», confiesa. ¿Cuánto tiempo? Elsuficiente como para convencer a unequipo de médicos estadounidenses parahacer una campaña de vacunaciones enla zona. El aislamiento y las condicionesde vida de esta población hacen que eldengue y la malaria causen estragos cadaestación de lluvias, y ésta que se avecinapromete ser mucho más agresiva.

Son las 12.30 horas y Jean Tus seacerca a una improvisada iglesia levan-tada bajo la frondosa vegetación quecubre las ruinas de cuatro cabañas.Trascharlar con el pastor, la misa se inte-rrumpe y Jean toma la tribuna para ex-plicar a la parroquia el procedimientopara la vacunación que se llevará a caboal día siguiente. Al término de la cele-bración religiosa, casi toda la congrega-ción se encuentra formando un largahilera frente al campo de desplazados.Allí, uno por uno irán apuntando sunombre y edad, para dejar constanciade aquellos que están dispuestos aaceptar la ayuda que se les ofrece. Por-que en estas comunidades tan aisladasno todos se fían de las bondades quetrae el hombre blanco.

Amanece en el campo de desplaza-dos de Ca Ira. Al igual que el día ante-rior, casi toda la comunidad aguardareunida la llegada de los doctores. El es-tado de ánimo es de alegría generaliza-da.Ancianos, mujeres y niños forman elgrueso del grupo, pues la mayoría de loshombres se afana en arreglar sus tiendasy en recoger las pocas cosas de utilidadque aún permanecen en sus casas. JeanTus parece intranquilo, pero hay un bri-

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La imagen de hoy

es menos cruda y

mediática, pero hay

un poso enorme

de incertidumbre

Un grupo de personas recicla materiales de una casa destruida cerca de Cham du Mars, en Puerto Príncipe. Un soldado estadounidense vigila la entrega de ayuda humanitaria en el barrio de Cité Militaire y (abajo) imagen de un funeral.

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llo de satisfacción en su mirada. La sati-facción de saber a su comunidad un po-co más segura para afrontar la tempora-da de lluvias.

EEll lleennttoo ddeessppeerrttaarrPoco o nada queda ya de las casas con

reminiscencias coloniales, de los paseosporticados o de aquellas iglesias con in-fluencias francesas que hacían de Puer-to Príncipe una ciudad hermosa, pese ala pobreza e inestabilidad crónica quenunca ha logrado arrancarse. Hoy, cua-tro meses después de la tragedia, suscuatro millones de habitantes viven in-mersos en la sofocante nube de polvoque se levanta de los escombros.En cadacalle, en cada esquina, se levanta unpuesto de venta de cualquier cosa, des-de teléfonos averiados hasta el “aguasal”de las entregas de ayuda humanitaria.Las montañas de basura arden o se pu-dren a la vera de cualquier solar venidoabajo, y cada casa destruida se convierteen puesto de trabajo para unos ciudada-nos que tratan de extraer, desesperados,cualquier material útil. Por lo general,hierros, maderas o muebles mutiladosque serán destinados a la urgente mejo-ra de sus nuevos hogares en los camposde desplazados que se extienden por to-da la urbe. La temporada de lluvias seacerca y el temor a las riadas y a las epi-demias espolea a la población a haceraquello que sus gobernantes aún no hansabido hacer: tomar las riendas de la re-construcción.

Cerca del destruido palacio presi-dencial,un grupo de chavales del campode desplazados de Champ de Mars seafana por extraer una gran viga de ma-dera de los escombros de un edificio mi-nisterial, como todos los edificios públi-cos, vedado al reciclaje.El olor acre e in-cisivo de los cuerpos sin vida que aúnpermanecen allí inunda la escena.Algu-nos de los muchachos, los que por suedad aún no sirven para tan duro traba-jo,vigilan desde fuera la llegada de la Po-licía;otros muchos se arrastran entre losmuros y los hierros retorcidos ignoran-do los riesgos de un nuevo temblor. Laexplotación de estas minas de escom-bro, siempre en grupo, está regida por laley del más fuerte. En el momento en elque otro grupo osa acercarse al paupé-rrimo botín, se marca el territorio a pe-

Un niño carga con agua en el paso de Mallepasse, frontera con República Dominicana.

Mujer e hijos aseándose entre los escombros. Y (abajo) un hombre cargando con carbónvegetal, principal fuente de energía en Haití, en el mercado de Leogane.

Un niño pasea entre las ruinas del orfanato tras el baño, en Leogane. Y (abajo), un soldado brasileño patrullando Cite Soleil.

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dradas y estacazos. En esta ciudad, co-mo en tantas otras afectadas por el seís-mo, el día a día se ha transformado enuna lucha individualista por la conser-vación.Aquí, el valor de la vidas ajenasse cotiza a la baja.

El Hospital Universitario, uno delos pocos hospitales públicos de PuertoPríncipe, también cedió a los envites dela tierra aquella tarde. Pese a su robustaestructura, son muy pocos los pabello-nes que siguen en pie y casi todos estáninservibles. Solamente uno, aquél alque se derivan los casos más urgentes,permanece operativo. Todas las demásáreas, desde ginecología hasta pedia-tría, están ubicadas en la veintena detiendas de campaña que se esparcenpor lo que un día fueran los aparca-mientos y los jardines. El equipo deprofesionales que allí trabaja, mortal-mente golpeado por la tragedia, tam-bién se ha reducido en un gran númeroy sus puestos se ven ahora cubiertospor decenas de voluntarios, nacionalesy extranjeros, desbordados por el grannúmero de afectados y la escasez demedios con los que trabajan.

Alain Morel cursaba el último añoen la facultad de Medicina hasta que launiversidad se vino abajo.Ahora es vo-luntario en el hospital y ayuda en loque puede dentro del área reservada a lamaternidad,en realidad una gran tiendade campaña con capacidad para 18 ca-mas y un porche con el suelo forrado decartones donde descansan las embara-zadas.Ataviado con una bata azul y unauscultador,Alain trata de pasar la revi-sión a una de las pacientes,pero no es fá-cil escuchar los sonidos del organismocuando a tu alrededor alguien chilla,presa del dolor de las contracciones.«Es-tamos volviendo a los índices de los años90», se lamenta refiriéndose a la mor-tandad neonatal. «La situación es de ex-trema necesidad».Madres y recién naci-dos apenas pueden permanecer unashoras en el hospital y, cuando se van,suelen volver a un campo de refugiados«donde las condiciones de higiene po-nen en grave riesgo la salud de ambos».

Amanece en Puerto Príncipe, ycientos de personas se agolpan sobreuno de los cruces del Bulevar ToussaintLouverture,no muy lejos del aeropuer-to internacional. El nerviosismo marca

los rostros y miradas de todos los queallí esperan y, al dibujarse en el hori-zonte los primeros camiones, los gritos,los golpes y los empujones comienzana subirse de tono hasta formar una granmasa de histeria, en la que los peor pa-rados son los de siempre: ancianos y ni-ños.Hoy es día de reparto de comida enel distrito de Cité Militaire, al noroestede la ciudad, y pese a la presencia deuna compañía de Rangers estadouni-denses, se hace difícil mantener a rayael instinto de supervivencia de tantosseres humanos. «Si no estuviéramosaquí, ya se habrían echado encima delcamión, pisándose unos a otros y sindar tiempo a abrir las puertas», comen-ta el Sargento Gaettah con una indife-rencia rayana a la crueldad, mientrassus muchachos tratan de sacar de la filaa todo aquél que no cuenta con carti-llas de racionamiento.

La entrega de hoy poco tiene que vercon las que aún se realizan en zonas deacceso más difícil.Allí, aún pueden ver-se esas grandes montañas humanas derostros asustados y desconsolados. Allí,la gente aún se aplasta presa de la deses-peración y las madres pelean como leo-nas con sus críos a la espalda por lo quetoque, pues la mayoría de las veces nitan siquiera se sabe qué hay dentro delos fardos. La imagen de hoy es menoscruda y menos mediática, pero hay unposo enorme de incertidumbre. Las mi-radas de los que aquí esperan hoy irra-dian cansancio y desesperación, las ba-rrigas hinchadas de los niños hablan deuna desnutrición mucho más antiguaque el seísmo y el orden aparente es fru-to de una ocupación militar, no tan bienvista desde aquí dentro.

“La unión hace la fuerza”, reza labandera de Haití. Frase que encierrauna gran paradoja, casi una broma demal gusto, en este país cuyos gobernan-tes fueron los primeros en dar la espan-tada tras la tragedia. Un país en el queun 10% de la población posee más del80% de la riqueza y en el que más deseis millones de pobres sobreviven gra-cias a los parches de la ayuda interna-cional.Un país, el más pobre de Améri-ca, en el que cada individuo se ve obli-gado a mirar a su propio ombligo, posi-blemente inflamado por la malnutri-ción.

Aspecto actual de una de las avenidas de Puerto Príncipe. Abajo, una mujer haciendo cola en un reparto de ayuda humanitaria y un paciente recluido en el psiquiátrico Mars & Kline.