hacia una nueva agenda del desarrollo en américa latina · ¿qué entendemos por desarrollo? ¿es...
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Fórum da Sociedade Civil na Unctad, em São Paulo, 14, 15 e 16 de junho de 2004
Um projeto Ibase, em parceria com ActionAid Brasil, Attac Brasil e FundaçãoRosa Luxemburgo
Hacia una nueva agenda del desarrollo en América Latina
Constanza Moreira
Después de dos décadas de aplicación casi irrestricta del modelo económico
emanado del Consenso de Washington, América Latina se encuentra hoy más
pobre y más vulnerable de lo que era entonces. Por más críticas que se le puedan
hacer al desarrollismo económico y al populismo político que caracterizaron a los
modelos latinoamericanos de la postguerra, lo cierto es que el liberalismo
económico no ha conseguido superarlo, al menos, en términos de los objetivos del
crecimiento económico. En efecto, el modelo liberal parece ser un fracaso, si
comparado con el legado del desarrollismo anterior, al menos desde el punto de
vista de sus logros económicos. Sin embargo, ni el desarrollismo ni el liberalismo,
han conseguido dar cuenta de la enorme deuda social de América Latina. Los
últimos años, además, parecen haber profundizado algunos aspectos de la
misma, en especial, en materia de empleo y derechos sociales. Pero más allá de
las consecuencias materiales de dos décadas de “reformas orientadas al
mercado”, el liberalismo económico ha tenido otra consecuencia, menos material,
y por ello, menos perceptible: haber abandonado el propio concepto de desarrollo.
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No es sólo reducirlo a un problema de equilibrio macroeconómico y crecimiento
del producto: es haberlo abandonado como concepto.
1.Desarrollo: la historia de un concepto
¿Qué entendemos por desarrollo? ¿Es posible pensar en un modelo de desarrollo
que haga del legado de la desigualdad y la pobreza el principal objetivo de la
política económica y no un objetivo subordinado a la meta de la estabilidad y el
crecimiento? ¿Es posible pensar un modelo de desarrollo que asegure
condiciones dignas de vida para todos y cada uno de los seres humanos? ¿Es
posible pensar un orden político donde las preferencias de los ciudadanos sean
prioritarias a los imperativos de la gobernabilidad que imponen los organismos
internacionales, el sistema financiero mundial o las presiones de los grandes
grupos económicos? El desarrollo político, social y económico deben ser tres
aspectos del mismo proceso, de la misma manera que los derechos políticos no
pueden ser disociados de los derechos civiles y sociales. Pensar integralmente el
desarrollo, a partir de una perspectiva de los derechos, es parte del debate a ser
colocado para esta reunión. Para ello, vale la pena que revisemos los conceptos
de desarrollo que tenemos, en términos de su propia historia: su historia como
concepto, y la práctica política específica de los países de la región.
El concepto de desarrollo ha salido de la agenda después de al menos tres
fracasos: el fracaso del impulso “modernizador”, la crisis del desarrollismo, y el
agotamiento del Estado de bienestar. Ultimamente, ha sido sustituido por el de
“crecimiento económico”. Y sin duda, esto es parte del problema, ya que las
últimas décadas en América Latina han mostrado que se puede tener crecimiento
económico y “recesión” social. Cuando el modelo de crecimiento es inequitativo y
excluyente, esta conclusión se sigue por añadidura. Así, no todo modelo de
crecimiento es un modelo de desarrollo en sentido integral. Se puede crecer con
exclusión, reproduciendo pobreza, violando derechos civiles, y multiplicando el
hambre. El Brasil y el Chile de la dictadura son buenos ejemplos de este tipo de
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crecimiento. ¿Qué entendemos entonces por desarrollo?
El diccionario de Bobbio define tres conceptos de desarrollo: el primero, clásico,
que vincula el desarrollo al crecimiento económico; el segundo, que plantea el
desarrollo como un proceso en el que son discernibles fases (nosotros seríamos
“subdesarrollados”, o en versión optimista: en vías de desarrollo); y el tercero, que
entiende el desarrollo como un cambio de estructuras.
El desarrollo como crecimiento económico es parte inseparable de la ciencia
económica, pero como dijimos antes, es una definición que segmenta el
concepto, y lo aísla de sus consecuencias políticas y sociales. Se puede tener
crecimiento económico sin desarrollo social (manteniendo una porción sustancial
de la gente excluida de los frutos del crecimiento económico), y sin desarrollo
político (básicamente, sin democracia).
En cuanto al concepto de desarrollo como “fases”, no es muy diferente del
concepto de modernización; aquél que concebía a las poblaciones indígenas
latinoamericanas como “el pasado del hombre”. En esta interpretación, los países
partirían de una economía primitiva o tradicional, atravesarían unos estadios
intermedios y finalmente llegarían a un nivel de desarrollo similar al de la moderna
sociedad industrial. El subdesarrollo serías uno de esos estadios intermedios, y
distintos autores han tratado de encontrar la explicación a su consolidación como
“tipo de desarrollo”, más allá de su carácter transitorio, basandose en algún factor
específico. Las teorías del capital humano (el subdesarrollo como consecuencia
de la insuficiente acumulación de nuestros países en capital humano,
especialmente educación); las teorías culturalistas (la herencia “ibérica” que
generó un tipo de sociedad donde los valores individuales no ayudan al
disciplinamiento de la mano de obra necesario para la meta del crecimiento), entre
otras, son ejemplos de esta concepción. A veces se piensa este proceso como
“trunco”, o incompleto: de esta forma, cuando se habla de Brasil como un “nic”
(new industrialized countries) abortado, se habla de un proceso incompleto, no de
la forma de un proceso.
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La tercera versión del desarrollo, y sin duda la menos ingenua de las aquí
mencionadas, es la del desarrollo como cambio de estructuras. Aquí se ubica el
grueso de la literatura latinoamericana sobre el tema, en especial las
contribuciones de la Comisión Económica para América Latinal: existen procesos
que regulan las relaciones económicas entre los países “centrales” y “períféricos”.
Nuestro “subdesarrollo” es funcional al desarrollo de otras regiones del mundo:
por eso no lo superamos. Cuando Fernando Henrique Cardoso, en el Congreso
Internacional de Ciencia Política del año 1991 se refirió a su propio teoría
dependentista, la declaró superada. Ahora ni siquiera se trata de dependencia,
afirmó: si no nos integramos al mundo vamos a caer en el agujero negro de la
historia. La globalización y sus ubicuidades habían tomado el lugar de la vieja
teoría de la dependencia, con sus dependencias asimétricas entre capital y
trabajo, y entre centro y periferia.
El ¿desarrollo? de América Latina como región, ha revelado, en sus distintas
fases, la propia historia del concepto. Primero, era la región del atraso y la
barbarie, destinada a procesar en poco menos de dos siglos, los cambios
modernizadores que las sociedades europeas habían superado ya hacía tiempo.
Modernizarse implicaba no sólo una dimensión material (expandir la
infraestructura, urbanizarse, alfabetizar a la población, y controlar su crecimiento),
sino un cambio de valores. Pero los procesos de modernización no fueron
acompañados del impulso industrializador de la vieja Europa, y los procesos de
modernización, que variaban de país a país, muchas veces quedaban truncados,
incompletos (países altamente urbanizados y con una industrialización mínima,
incapaz de absorver los contingentes de mano de obra que el campo expulsaba,
por ejemplo). Luego, comenzamos a pensarnos como “subdesarrollados”, hasta
que la aparición de las izquierdas desencantadas con el tipo de modernización
excluyente que se procesaba en América Latina, vió la necesidad de redefinir
nuestras relaciones de dependencia asimétrica con los países del “capitalismo
central”. Luego, las izquierdas y los movimientos sociales refractarios al impulso
“modernizador” que implicaba una cada vez mayor explotación en la mano de
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obra, fueron silenciadas, reprimidas y los golpes de Estado se sucedieron en
América Latina.
Muchas dictaduras, sobretodo en los países que habían sido pioneros en la
revolución (como Chile), implantaron el que ahora llamamos de “modelo
neoliberal”: desmovilización de la mano de obra, abolición de los derechos
sociales, reducción del rol del Estado, y apertura externa, Ello aseguraría el
crecimiento económico, decían. La desmovilización de la mano de obra era
necesaria para ajustar salarios y condiciones de trabajo al “capitalismo
competitivo”, la reducción del rol del Estado era necesaria para “incentivar al
mercado”, la abolición de los derechos sociales era fundamental para estimular la
inversión y el empleo, y la apertura externa permitiría el ingreso de los capitales
externos, al tiempo que haría que triunfaran los competitivos y se depurara el
ineficiente sistema industrial que se tenía.
Hacia inicios de los 90s el giro ya estaba dado, y la propia Cepal mostraba la
tibieza de su argumento “post-desarrollista” pregonando el “crecimiento con
equidad”. Para ello, no era necesario cambiar el modelo de acumulación vigente
(el del Consenso de Washington), sino impulsar políticas sociales. Palabras como
“política social” y “servicios sociales” comenzaron a ser usadas entonces, aunque
ya ni recordemos cómo ni cuándo, y por supuesto, tendieron a despolitizar el
lenguaje, de la misma manera en que se depolitiza el debate si yo, en vez de
hablar de “ciudadano”, hablo de un “usuario de los servicios sociales”.
2.Un breve repaso al desarrollo latinoamericano.
América Latina ha tenido un legado colonial que marcó desde el inicio la desigual
apropiación de los frutos del crecimiento económico. La explotación de las
poblaciones nativas, la concentración de la tiera en pocas manos, y los modelos
de acumulación basados en la explotación intensiva de la mano de obra sin
contraparte de derechos sociales, generaron desde el siglo XIX modelos
fuertemente excluyentes. Asimismo, la velocidad y el ritmo del proceso de
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modernización e industrialización fueron muy diferentes entre países. Mientras
que algunos se modernizaron e industrializaron en la primera mitad del siglo, otros
países conocieron procesos de industrialización acelerados y tardíos (como el
Brasil de los 70s), y otros, no completaron nunca estos procesos.
Los modelos de industrialización sustitutiva de la post-guerra, en algunos casos
relativamente exitosos (vale citar los países del Cono Sur en esta perspectiva),
fueron de la mano con una relativa ampliación de los derechos sociales, a
menudo de la mano de lo que fueron conocidos como “regímenes populistas”.
Pero los procesos de radicalización política de los 60s, y la crisis económica de
los 80s, truncaron estos procesos de crecimiento y desarrollo social, y volvieron a
colocar a América Latina como un continente signado al mismo tiempo por la
incertidumbre de su desarrollo económico, social y político.
En particular, la crisis de los años 80s y el legado autoritario, introdujeron la
“teoría” del “goteo”, según la cual sólo asegurando el crecimiento económico,
podía esperarse algún “goteo” de los frutos del mismo hacia los estratos más
pobres. Esto fue complementado con la idea que la única manera de imponer un
“ahorro forzado” a los países, era a través de la instalación de regímenes
autoritarios, que reprimieran fuertemente la demanda, y desmovilizaran a los
sectores afectados por las reformas económicas en boga. Nuevamente, la política
social fue relegada a un lugar subordinado a las recetas de política económica
que se impusieron en masa, producto de la crisis de la deuda, y de la “hegemonía
intelectual” del paradigma neoclásico.
El modelo económico privilegiado durante la década de los 80s y 90s en América
Latina y los procesos de reforma económica subsiguiente, implicaron la
eliminación o disminución de aranceles proteccionistas y subsidios internos,
redujeron el gasto público, privatizaron empresas y actividades estatales, y
desregularon los mercados financieros y laborales. Los costos sociales, como
muestra la evolución de la pobreza y la desigualdad en el período, fueron muy
altos. Sin embargo, las élites domésticas “compraron” el paradigma neoclásico, en
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parte porque estaban obligadas a ello, en parte por la legitimidad que comenzaron
a tener estos modelos: en cualquier caso, estos paradigmas ofrecieron “una
matriz teórica que permitía justificar los costos sociales en el corto plazo. Como
fuera dicho anteriormente, con el perverso ejemplo de la “teoría del goteo”, el
desarrollo social pasó a depender del crecimiento económico, por lo cual todos los
objetivos de corto plazo debían encontrarse subordinados a este principio
orientador del crecimiento.
Las recetas del Banco Mundial y los organismos multilaterales, frente a los
problemas de pobreza y distribución que enfrenta la América Latina de los 90s y
del presente, se redujeron a tres factores básicos, que se suponía tenían un
impacto decisivo sobre los niveles de desarrollo social: aumentar el crecimiento
económico, incentivar la “inversión en capital humano” (básicamente educación), e
instrumentar políticas sociales específicas para “proteger” a los sectores más
vulnerables.
Sin embargo, ni el crecimiento económico ni la “inversión en capital humano” son
posibles, si no se alteran los patrones distributivos de los modelos de desarrollo.
El efecto distributivo que tuvieron las estrategias para enfrentar la crisis de los 80
aparece como un factor tan determinante como la propia crisis, para explicar la
“recesión social” de esos años. Además, entre 1980 y 1993, el PBI per cápita de
estos países permaneció estancado, en tanto los niveles absolutos de pobreza se
incrementaron. Evidentemente, el “goteo” no funcionó.
El propio modelo de crecimiento fue excluyente: los efectos agregados de la
liberalización del comercio exterior, de la reforma fiscal y de las reformas del
mercado laboral, en el corto y mediano plazo, implicaron una caída del salario
real, un incremento del desempleo y una caída del salario mínimo: ello afectó los
ingresos de los más pobres, incrementó la desigualdad de ingresos y aumentó la
aumentar la pobreza.
Los efectos inmediatos de la liberalización del comercio exterior, fueron una caída
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del empleo y el salario. Los efectos de la reforma fiscal redundaron en una caída
del empleo estatal y de la inversión pública. Los efectos de la flexibilización del
mercado de empleo en contextos de ajuste y/o alta competitividad es la
disminución del empleo (dado que se facilita el despido) y los salarios (ya que
queda minimizada o derogada la aplicación de salarios mínimos y pautas
salariales sectoriales). Finalmente, la “resistencia política” a estos procesos,
desde los sectores organizados afectados por los mismos (como el sindicalismo),
fue mínima en contextos autoritarios, y fue notoriamente más reducida que en el
pasado, en aquéllos países que efectuaron el ajuste en democracia, dado que las
sociedades que emergieron de la dictadura, habían perdido los niveles de
cohesión y la capacidad organizativa que las habían caracterizado antes de los
golpes de Estado.
La crisis de Asia Oriental y de Rusia, el desplome de los precios de los productos
básicos, la volatilidad de los capitales externos, las crisis financieras recurrentes, y
el deterioro de la relación de nuestros países con los orgnismos crediticios
internacionales, han hecho “entrar” a América Latina al siglo futuro, por la puerta
trasera.
3.La media década perdida
América Latina se encuentra hoy clasificada como una región de “desarrollo
económico medio”, aunque su clasificación como región obscurece el hecho de
que existe una enorme heterogeneidad regional: los países latinoamericanos
ofrecen variaciones tan importantes en sus niveles de ingreso, que pueden
encontrarse algunos con un promedio similar al de los países desarrollados, y
otros con niveles de ingreso similares al promedio africano. El ritmo de progreso
económico de América Latina ha sido pobre si lo comparamos con los promedios
mundiales, las economías han sido casi siempre inestables y los patrones de
redistribución fuertemente regresivos, lo que hace ostentar a América Latina el
deshonroso título de la región más inequitativa del mundo. El nivel promedio de
ingresos per cápita de las economías de la región hoy es de menos de la tercera
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parte del ingreso per cápita de los llamados “países desarrollados”, inferior al de
los países del Sudeste Asiático, Medio Oriente y Europa del Este, y sólo supera al
del resto de Asia y a Africa.
Como resultado de las reformas emprendidas en América Latina en los noventa y
en línea con los dictámenes del consenso de Washington, América Latina retomó
la senda del crecimiento, y logró un control efectivo de la inflación, un mal que se
había vuelto casi endémico en algunos países. Sin embargo, la llamada “crisis de
los mercados emergentes”, el desplome de los precios de los productos básicos y
la volatilidad de los capitales externos, produjeron un desaceleramiento de la tasa
de crecimiento en muchos de los países afectados y cuestionaron la
sustentabilidad de los resultados obtenidos a través de las reformas. El impacto
de las crisis financieras de los países emergentes, ha sido determinante en este
escenario negativo
Más allá de la crisis financiera reciente, las reformas no produjeron los resultados
para los que fueran diseñadas. En primer lugar, los países no experimentaron una
recuperación económica tan importante y ésta hoy parece fuertemente jaqueada
por las crisis financieras de la segunda mitad de los noventa. De hecho la tasa de
crecimiento del producto bruto interno regional fue 50% menor que la que la
región había experimentado con anterioridad a la “década perdida” de los
ochenta. En segundo lugar, aunque la inversión externa creció y la tasa de
inversión tendió a recuperarse, no se tradujo en la dinámica de crecimiento
esperada, y reveló un patrón de dependencia acentuada frente a los altibajos del
financiamiento externo, en especial después de la gran inestabilidad de los flujos
de capital a partir del efecto "tequila". Los procesos de devaluación
experimentados en el Cono Sur a partir de la crisis asiática y la crisis rusa, así
como la crisis financiera experimentada en Argentina y Uruguay recientemente,
son una clara señal de esta dependencia.
El tipo de manejo macroeconómico colaboró a incrementar la vulnerabilidad de la
región a los flujos de capital, incrementó las crisis financieras nacionales y generó
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serios problemas de reestructuración de los sectores productivos. Uno de sus
principales dispositivos, la política cambiaria, ha sido responsable de los serios
problemas de ajuste que han enfrentado los sectores productores de bienes y
servicios comercializables en varios países, y de los ataques especulativos que
han acentuado la inestabilidad y los riesgos de crisis financieras. Las crisis
financieras nacionales en la década de 1990 han sido recurrentes en muchos
países, absorbiendo enormes recursos fiscales, y la década del 2000 presenta el
mismo patrón.
Si, como señala Stiglitz “la economía no es una ideología, sino el uso de la
evidencia disponible y la aplicación de la teoría” (y se pregunta: “¿qué evidencia
sugirió que liberalizar los mercados de capital en los países pobres resultaría en
un crecimiento económico más rápido”), cabe también preguntarse si las recetas
emanadas del Consenso de Washington no son hoy más una ideología que el
resultado de un análisis serio de nuestras economías y sus condicionantes. La
sustentabilidad del crecimiento de nuestras economías está más que puesta en
duda; las crisis financieras se han hecho cada vez más recurrentes, el déficit fiscal
aumentó, y algunas de las economías de la región más “prometedoras” (como
Argentina) están en situación de quiebra.
La tasa de crecimiento de mediano plazo ha caído sustancialmente desde la
segunda mitad de los noventa. A partir de 1997 –año récord desde un punto de
vista del desempeño macroeconómico- se debilita el proceso de crecimiento
económico en la región, para registrarse una media década perdida a fines de
2002. Como parte de este proceso, el coeficiente de inversión de 2002 (18% del
PIB) fue inferior al de fines de los años ochenta y el desempleo regional superó el
9% de la población activa, la tasa más alta registrada desde que se dispone de
mediciones comparables a nivel regional.
En los últimos tres años, la expansión del producto tuvo una marcada
desaceleración; la tasa promedio de variación del PIB apenas superó el 1% anual
y el producto por habitante decreció. La contracción de las economías como
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Argentina y Uruguay (con significativas caídas del producto) y el pobre desmpeño
de Brasil y México, dan buena cuenta de este resultado. Pero el resto también se
desempeñó mal (en 2002 sólo crecieron Perú, República Dominicana y Ecuador):
el escaso aumento de la demanda de EEUU afectó a los países en su “área de
influencia”: México, Haití, Panamá y República Dominicana; Chile y Perú se vieron
afectados por el deterioro de sus términos de intercambio; y las crisis financieras,
los movimientos especulativos, y las dificultades de acceder al financiamiento
internacional afectaron al Mercosur y a Bolivia indirectamente. En Ecuadro,
Venezuela y Colombia, la propia situación política interna emperó las expectativas
económicas en su conjunto.
La expresión “media década perdida” tiene que ver con la naturaleza de la crisis
que afecta a la región. La recesión en 2001-2002 y, por ende, la recuperación
esperada para el año 2003 contrasta en naturaleza y profundidad con las
anteriores crisis que afectaron a la región. El deterioro del crecimiento económico
en América Latina comenzó en 1998 y se profundizó y consolidó en el año 2000.
El ciclo de estancamiento y recesión ha sido más largo y profundo que en
episodios anteriores: existe un debilitamiento de varios factores productivos, y el
tiempo de recuperación de la economía después de un “bajón”, se ha multiplicado
por dos, en sólo diez años.
El repunte esperado para estos años no permite esperar un crecimiento por
encima de entre el 2% y el 3%. Con los niveles de desigualdad existente (y que
dos décadas de neoliberalismo sólo han consolidado) las metas sociales,
llamadas ahora “del milenio” estarán lejos de ser alcanzadas. Los estudios del
Banco Mundial y del PNUD señalan que se requiere un crecimiento “x” para
reducir la tasa de pobreza, dependiendo del padrón de desigualdad que exista.
Olvidan que es la propia base del crecimiento (es decir, el modelo de
acumulación) el que está impidiendo que los frutos del crecimiento puedan ser
aprovechados por todos. Si este crecimiento estimula la exclusión (por ejemplo,
de los pequeños campesinos), o la sobreexplotación de algunos (la mano de obra
no calificada), y no participan de él todos por igual (dada la tasa de desempleo
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estructural que el actual modelo de acumulación promueve), ninguna meta social
será alcanzada. El desarrollo social se volverá incompatible con el modelo de
crecimiento económico. A desigualdad igual o creciente, precarización del trabajo
y aumento de la desocupaciión, lo que está en cuestión es el propio modelo de
desarrollo latinoamericano. Y la “recesión social” parece un resultado inevitable
del modelo de desarrollo.
4.Desarrollo económico y desarrollo social: los resultados de dos décadasde liberalismo en términos del “desarrollo social”: empleo, pobreza,desigualdad
Tres variables tomaremos en cuenta para hablar de “desarrollo social”: empleo,
desigualdad (social y de género) y pobreza. Estas tres dimensiones están
intrínsecamente vinculadas entre sí, y con el modelo actual de desarrollo
económico.
Muchos estudios han señalado que más allá de la evaluación pesimista que
ofrece la región en términos de su desarrollo social, algunos aspectos “macro” hay
que destacar y no deberían ser olvidados en una evaluación. Así, estos estudios
señalan que la esperanza de vida aumentó en el período (de hecho, aumentó en
un año en el último lustro), se redujeron la tasa de mortalidad infantil y el
analfabetismo, y aumentó el acceso al agua potable y saneamiento.
Sin embargo, la propia Cepal señala que la mejora de estos indicadores no es
resultado de esta década sino la continuación de un proceso de más larga data
iniciado en los años ochenta. Asimismo, los promedios globales impiden visualizar
las enormes diferencias entre países y al interior de los países en términos del
desarrollo social. Así,m mientras en Costa Rica la esperanza de vida llega a 77
años, en Bolivia es de 61 años, en tanto que en Haití la población vive en
promedio tan solo 57 años. La población analfabeta de 15 años y más es del 3%
en Cuba, pero llega a 36% en Nicaragua, y a la mitad de la población haitiana. La
tasa de mortalidad de menores de cinco años en Hait (109 por mil nacidos vivos)
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es diez veces superior a la de Cuba, de 10 por mil.
Los caminos al bienestar están todos relacionados: los países con menor pobreza
y desigualdad, son los que tienen los mejores indicadores sociales (Chile, Costa
Rica y Uruguay): asimismo los países caracterizados por altos niveles de pobreza
e indigencia, como Bolivia, Guatemala y Nicaragua, registran las mayores
carencias sociales.
Asimismo estos logros son muy contradictorios con la tasa de crecimiento
sostenida de los países de América Latina al menos durante la primera mitad de
los 90, lo cual nos hace preguntarnos: qué desarrollo é esse? Finalmente, también
es contradictorio el legado social con la democracia: Cuba es un buen ejemplo de
esto. El desarrollo de la demcoracia en los países no-democráticos, no resultó en
un mejoramiento de las condiciones de vida.
Una de las dimensiones más clásicas del desarrollo social es la “pobreza”. Sin
condiciones básicas de vida, ningún ser humano podrá ejercer sus derechos más
elementales cívicos, y menos aún políticos. América Latina no sólo no ha
superado el legado de pobreza que le dejó la “década perdida” y en algunos
países, las más sangrientas dictaduras, sino que en algunos casos, este legado
se ha profundizado.
En “El Panorama social de América Latina 2003”, se evidencia un un deterioro de
la pobreza y la indigencia en América Latina en los últimos cuatro años. Los
valores de pobreza e indigencia están hoy más o menos en el mismo valor que en
1990 (48% y 19% respectivamenbte), pero además, habiendo experimenbtado un
descenso leve hacia el final del período de “bonanza” (1998-99), inmediatamente
se evidenció una recuperación de los niveles de pobreza, al comenzar el nuevo
siglo. Siguen existiendo, de acuerdo a estos cálculos, doscientos veinte millones
de pobres. De éstos, casi cien millones son indigentes; es decir, viven en la
pobreza extrema (representan casi la quinta parte de la población).
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Entre la población indigente se dibuja el mapa del hambre y la desnutrición. Más
del diez por ciento de la población latinoamericana está subnutrida, y el ocho por
ciento de los niños menores de cinco años, están desnutridos. Cincuenta y cinco
millones de latinoamericanos padecen algún grado de subnutrición. La mayoría de
estos indigentes se encuentran en países que producen menos alimentos que los
que su población requiere, pero en muchos casos, lo que ocurre puede ser
explicado por la falta de acceso de los indigentes a una sociedad rica en
alimentos. Parece imperdonable, ¿no? Pues estas desigualdades en el acceso al
consumo de alimentos aumentaron durante los años noventa. No es casual que el
primer gobierno “de izquierda” de América Latina, el gobierno de Lula, comience
su gestión con un “Plan de Combate al Hambre”.
Una dimensión menos “clásica” pero igualmente importante de la desigualdad
social es la desigualdad de género, que crece y se reproduce con la desigualdad
social, pero requiere una mirada específica, y por supuesto, un tratamiento
específico. Alrededor de la mitad de las mujeres mayores de 15 años no tienen
ingresos propios, y aunque la incorporación de la mujer al mercado de trabajo ha
aumentado, siguen existiendo muchas mujeres que no tienen autonomía
económica o financiera para tomar sus decisiones. Por otra parte, los cambios en
las relaciones familiares y conyugales, que determinan que la mujer quede a
cargo del hogar, han tenido impactos sobre el empobrecimiento de estos hogares.
Así, la pobreza va tomando “cara de mujer”. Dada la responsabilidad de
reproducción de la vida familiar y biológica que recae casi enteramente sobre las
mujeres (la maternidad, el cuidado de los niños, los viejos y los enfermos), y la
desigual apropiación de los bienes sociales por hombres y mujeres, la asimetría
tiene un lado trágico. Los niños de madres empobrecidas (en países como
Uruguay, la mitad de los niños que nacen, nacen en hogares pobres o indigentes),
serán la mano de obra del futuro, y reproducirán una sociedad más pobre,
material y culturalmente.
La otra dimensión “clásica” del desarrollo social es el empleo. Las
transformaciones en el mercado de trabajo en América Latina son muy profundas,
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e irreversibles en el corto plazo. El informe de CEPAL para América Latina
muestra que en la década, la evolución del empleo no acompañó a la de la fuerza
de trabajo ni al crecimiento del producto, con un consecuente aumento de la tasa
de desempleo, que se mantuvo en alrededor de 6% hasta 1993 y llegó al 10% al
final de la década. La absorción de la mano de obra se produjo principalmente en
el sector informal: la OIT observó que 85% de los nuevos puestos de trabajo
creados en América Latina y el Caribe se concentraron en actividades informales
en la década, y sólo una pequeña proporción de los empleos generados
corresponde a los sectores modernos de la economía: la gran mayoría
corresponde al sector privado de menor productividad relativa. El desempleo y la
precariedad laboral afectan a los sectores más vulnerables de la sociedad: a los
estratos de menores ingresos, a las mujeres y a los jóvenes.
El desempleo viene subiendo en América Latina, pero la “media década perdida”
agudizó esta tendencia. La crisis reciente se caracterizó, salvo excepciones, por el
aumento de las tasas de desempleo en los países de la región. La tasa de
desempleo regional se situó en 9%: en los países de América del Sur, y en el
Cono Sur, el aumento fue aún más pronunciado.
Finalmente, la cuarta dimensión del desarrollo social, y tal vez la más importante,
porque limita todos esfuerzos que una sociedad haga para el bienestar de todos,
es la desigualdad. La vieja y conocida desigualdad, de la cual nos hemos ocupado
bastante menos que de la pobreza, o del crecimiento, y gracias a la cual los frutos
de este último tendrán un impacto más que relativo sobre el primero.
Es la persistencia (y aumento) de la inequidad en el continente más desigual del
mundo, lo que debe constituir el principal motivo para sospechar de la “bondad”
de nuestro modelo de acumulación.
En los países latinoamericanos una cuarta parte del ingreso nacional es percibida
por sólo el 5% de la población y un 40% por el 10% más rico. El 10% de los
hogares con más recursos capta una proporción del ingreso total que supera, en
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promedio, 19 veces la que recibe el 40% de los hogares más pobres. En la
mayoría de los países la situación no mejoró, e incluso empeoró durante los años
noventa, pese a la relativa recuperación del crecimiento económico y al aumento
del gasto social, que fueron los mayores logros del período. Esta situación de
desigualdad tendió a agudizarse durante el último trienio de la década. Durante
este período, en sólo cuatro de los países hubo un incremento en el porcentaje de
los ingresos recibido por el 40% de los hogares más pobres; en los demás casos,
incluidos aquellos más equitativos, la situación empeoró o se mantuvo estable.
Medido por el índice de Gini, los países de América Latina con mayores niveles de
concentración del ingreso en la actualidad son Brasil (0,64) y Bolivia (0,61). Se les
ha unido un país que nunca fue el campeón de la desigualdad, pero a la cual una
década de “hacer bien los deberes” ha deteriorado irreversiblemente: Argentina
(0,59), cerca de Honduras, Nicaragua y Paraguay.
Entre el 2001 y el 2002, la mayoría de los países exhibe deterioros en su grado de
distribución del ingreso, si comparados con 1997: son muy pocos los casos que
muestran una menor concentración del ingreso que en ese entonces. Por lo tanto,
la “media décadda perdida” no lo fue sólo desde el punto de vista del crecimiento
económico: también fue un período de “deterioro distributivo” generalizado
.
En síntesis: el “estancamiento social”, por parafrasear la terminología
economicista, se transformó en una verdadera “recesión” social. El modelo de
crecimiento no fue un modelo de desarrollo social: no hubo “crecimiento con
equidad”, ni siquiera goteo (salvo la que registra la reducción de la pobreza y el
aumento del crecimiento en la primera mitad de la década, y que no se sostuvo en
el tiempo). Hubo crecimiento económico y “recesión” social. Pero esto no es
extraño: de la misma manera que la modernización económica no lleva
necesariamente a la democracia (y esto lo evidenciaron los fenómenos del
nazismo y el fascismo en la Europa de la primera mitad del siglo XX), tampoco
lleva a un sociedad más igualitaria, más justa, y que promueva una vida más
digna de sus seres humanos. Para que ello se produzca, es necesario hacer
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esfuerzos deliberados, muchos de los cuales podrán conspirar contra el
crecimiento económico, la libre capacidad de acumulación de los individuos, y
todas las libertades de un mercado que, para ser libre, ha menudo ha esclavizado
a los individuos (como lo muestran las “transiciones hacia el mercado” inicada
bajo dictaduras, como en Chile, Argentina y Uruguay).
El hacer “esfuerzos deliberados” para producir algo, pertenece al territorio de lo
político, de lo público, de lo colectivo. Es construír agenda, e imponerla. El modelo
de relación Estado-mercado que se suponía iba a tener un impacto positivo sobre
el crecimiento fue construído políticamente, más allá del Consenso de
Washington. Fueron las élites políticas domésticas las que “compraron” el paquete
reformista: sin su consenso, nada hubiera sido posible en un mundo que desde
hace un par de décadas, también se ha vuelto democrático. Una nueva agenda de
desarrollo deberá ser también construída políticamente, pero tal vez, para ser
“nueva” requiera el concurso de las voluntades que no fueron incorporadas
políticamente hasta ahora: la de los movimientos sociales, las de la resistencia
ciudadana, las del sindicalismo, la de los movimientos de mujeres, las de los
gobiernos locales, las de las Ongs.
5.La crisis de legitimidad de los sistemas políticos de la región: El impactopolítico del modelo de acumulación económico: la democracialatinoamericana en el banquillo
Durante la década de los noventa, se vivió, con cierto optimismo, la instalación o
reinstalación de los regímenes democráticos en la mayor parte de los países de la
región. Los años noventa fueron escenario de un proceso democratizador amplio
en la región, caracterizado por la reinstitucionalización de los derechos civiles y
políticos y la elección de las autoridades como base del funcionamiento del
sistema político.
Sin embargo, el último tercio de la década y, especialmente, los primeros años de
la década del 2000 levantan señales de alarma sobre el funcionamiento del
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sistema político en algunos países de la región. Tal es el caso de ciertas
transiciones presidenciales en los límites institucionales del sistema, como las que
caracterizaron el tránsito de De la Rúa a Duhalde en Argentina, o las destituciones
de Bucaram y Mahuad en Ecuador, o el tránsito de Fujimori a Toledo en Perú
(incluyendo, claro está, el propio “autogolpe” de Fujimori durante su primer
mandato en este país). El caso de Venezuela, se ha transformado en el caso más
paradigmático de este tipo de “transiciones”, y más allá de que el golpe de Estado
contra Hugo Chávez no haya prosperado, la situación política en Venezuela está
lejos de resolverse. Finalmente, la campaña de desestabilización protagonizada
por las “calificadoras de riesgo” en Brasil, ante el eventual triunfo de un partido de
izquierda en ese país, muestra con sobrada largueza la fragilidad propia de las
democracias en la región.
En segundo lugar, llama la atención la evolución de los indicadores de opinión
pública en la mayoría de los países, testeado a través de las encuestas de opinión
pública permanentes –Latinobarómetros- que se realizan anualmente. La
insatisfacción con la democracia ha aumentado desde 1996 en el promedio de los
países, y también han aumentado las preferencias por regímenes autoritarios
(aunque siguen siendo minoritarias), en países como Bolivia, Ecuador, Paraguay y
Perú. El dato más alarmante a este respecto es la confianza en las instituciones
del sistema político. Sólo la quinta parte de los ciudadanos entrevistados declara
confiar en sus partidos políticos, y poco menos de la tercera en instituciones como
el parlamento. En cambio, la Iglesia, el Ejército (en algunos países), o los medios
masivos de comunicación, concitan amplios márgenes de confianza entre los
ciudadanos. El descrédito de las instituciones políticas es alto y creciente. A ello
se suma la evolución que los latinoamericanos hacen de la corrupción en las
instituciones públicas. La gran mayoría de ellos creen que la corrupción ha
aumentado, o ha aumentado en forma significativa.
En tercer lugar, los indicadores de opinión señalan que la mayoría de
latinoamericanos cree que sus países se encuentran en mala situación
económica, que en generaciones anteriores se vivía mejor, que la pobreza ha
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aumentado mucho y que la distribución del ingreso es injusta. Tan sólo cerca del
10% de los encuestados de todos los países manifiestan que la situación
económica actual es buena o muy buena, casi un 40% la encuentra regular, y
prácticamente la mitad de la población la considera mala o muy mala. El
pesimismo es generalizado, como puede verse en el siguiente gráfico.
Para entender el vínculo entre crisis de legitimidad de las instituciones políticas,
pesimismo económico y reformas estructurales, es necesario entender que las
democracias “de la tercera ola” que se vivieron en los países de la región, fueron
de la mano con transformaciones profundas en el Estado y la economía. Estas
transformaciones distan de ser aceptadas por las poblaciones de los países,
quienes crecientemente responsabilizan a la clase política por sus resultados.
Asimismo, los elencos gobernantes que llevaron a cabo tales políticas, se
encuentran hoy cada vez más maniatados en los márgenes de maniobra
disponibles, para controlar sus propias variables económicas. El propio proceso
de globalización ha agudizado la incapacidad de los países de controlar las
variables económicas domésticas, y esto se ha convertido en una fuente de
debilidad de los sistemas políticos, con el consecuente desgaste de los gobiernos,
y la insatisfacción generalizada de la ciudadanía, de la que el colapso institucional
de Argentina es un buen ejemplo.
Ello no es ajeno al cambio en el rol del Estado que el espíritu reformista ha
preconizado. El decaecimiento de las instituciones públicas es en alguna medida
el resultado de ideologías “antipáticas” al Estado. En la mayor parte de los casos
en América Latina estos Estados ya eran endebles y se han vuelto mucho más a
lo largo de la década.
La debilidad de los gobiernos y del Estado en general se producen en un cuadro
de fuertes desigualdades sociales, altos niveles de pobreza, falta de densidad
democrática y desorganización creciente de la sociedad civil. Esta última se
expresa tanto en la creciente incapacidad de aquéllos grupos más afectados por
una década de reformas de actuar colectivamente en la defensa de sus intereses
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(y la desarticulación del movimiento sindical en aquéllos países donde fue
tradicionalmente fuerte es un ejemplo de ello), como en la incapacidad del sistema
político de representarlos, obligándolos a menudo a actuar en los límites del
sistema. Como resultado, se produce un proceso de distanciamiento y alienación
de la ciudadanía con el sistema político, una ciudadanía que se vuelve
crecientemente refractaria no sólo a la política, sino también muchas veces, a la
propia legalidad, como lo muestra el crecimiento de la actividad delictiva en el
continente en los últimos años. Los datos de las encuestas de opinión pública son
concluyentes en este sentido: los latinoamericanos no están satisfechos con los
órganos de gobierno.
Las democracias latinoamericanas distan de contar con un sistema político con
capacidad de representación de todos los intereses de grupos y sectores, y con
gobiernos que puedan ser controlados por sus ciudadanos. Todo ello supone un
sistema político robusto, y partidos políticos estables y legítimos ante sus
electores. Estos requerimientos están lejos de ser cumplidos en la mayor parte de
los países de América Latina. Pero, ¿puede consolidarse un sistema democrático
en el escenario de crisis económicas recurrentes como el que creemos se está
consolidando en la América Latina del siglo XXI?
Las democracias de la “tercera ola” surgieron con una enorme expectativa, y el
giro hacia el siglo XXI muestra hasta qué punto esas expectativas (en particular,
las de asegurarle una mejor vida a la gente) han sido frustradas, en especial en
estos últimos años, cuando las fragilidades de las economías de América Latina
están tan de manifiesto. La democracia no está nunca asegurada, y como
régimen de gobierno, es extremadamente inestable y frágil. No puede pensarse
separada de la economía; antes bien, hay que repensar esta última antes de que
la democracia se nos transforme en un concepto vacío, en una práctica estéril, o
ya no represente nada. Hay que repensar la economía para afirmar la
democracia. La satisfacción de los latinoamericanos, además, no se logrará sólo
con el recurso a “políticas sociales activas” (como los “progresistas” de los
organismos financieros multilaterales preconizan), sino repensando los modelos
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de acumulación, en la búsqueda de una alternativa de desarrollo menos
excluyente. Basta constatar cómo creció no sólo el producto sino el gasto público
social en la mayor parte de los países de América Latina en los noventa, y
observar, concomitantemente, el deterioro del mercado de trabajo y el aumento de
la desigualdad, para percibir la profunda asimetría que existe entre crecimiento y
desarrollo social y la enorme dependencia que tiene este último, del tipo de patrón
de crecimiento que se escoja como rector de la política económica.
6.Elementos para una nueva agenda del desarrollo
El informe sobre “El desarrollo de la Democracia en América Latina” editado
recientemente por PNUD (2004) llama la atención sobre los indisolubles vínculos
entre democracia, pobreza y la desigualdad. América Latina, sostiene el informe,
ha consolidado sus democracias en la última década, y los derechos políticos
están hoy vigentes en la mayor parte de los países. Sin embargo, en muchos de
ellos, los derechos civiles ni siquiera están vigentes en todo el territorio, y la
pobreza y la miseria impiden a grandes contingentes humanos de ejercer sus
derechos en forma libre.
Aunque la democracia electoral en la región se haya instalado, ésta muchas veces
carece de las garantías elementales para su ejercicio. Los modelos económicos
implantados, además, han erosionado algunas instituciones básicas para la
democracia, como el sindicalismo, por ejemplo, o al propio aparato del Estado. El
propio informe señala que los procesos de reforma económica y ajuste estructural
implementados en nuestros países, lo han sido a costa del sacrificio de millones
de personas, y prescindiendo del apoyo de la ciudadanía a los mismos. Se han
implantado aún cuando hubo hostilidad manifiesta de la población hacia los
mismos. En este contexto, las reformas estructurales de los noventa se han visto
acompañadas de un incremento de las libertades políticas efectivas, pero limitaron
los precarios derechos sociales y erosionaron la ciudadanía social.
Una nueva agenda del desarrollo tiene que comenzar por redefinir entonces, el
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propio concepo de desarrollo, y hacerlo desde la base, redefiniendo el concepto
de desarrollo económico. El desarrollo económico de los países no puede medirse
por el crecimiento y la estabilidad económica, sino por la situación de bienestar
generalizada de sus habitantes (algo a lo que el propio IDH apunta).
En segundo lugar, una agenda del desarrollo tiene que privilegiar el desarrollo
social como un componente inseparable del desarrollo económico, entendido
como un proceso destinado a proporcionar bienestar a los ciudadanos. El
concepto de desarrollo social no debe comprender sólo las dimensiones “clásicas”
con las que se miden logros hasta hoy: malnutrición, mortalidad infantil y materna,
esperanza de vida, educación básica (todos ellos indicadores que luego se
cuantifican para por ejemplo, diseñar el plan de las Metas para el Milenio).
Algunos elementos han faltado de esta conceptualización del “desarrollo social”:
empleo y desigualdad son dos de las ausencias más significativas. El empleo
tiene que ser hoy una dimensión esencial del desarrollo social, y el derecho al
empleo tiene que formar parte de cualquier agenda política. Asimismo, hay que
comenzar a considerar la desigualdad, e incorporarla transversalmente a todos
nuestros análisis. Sin un enfoque desde la desigualdad, los “promedios” de
acceso y uso de los servicios sociales nos dirán poco. Sin un enfoque desde la
desigualdad, la discusión sobre la pobreza quedará corta. Sin un enfoque desde
la desigualdad, se va a cifrar siempre las metas de reducción del hambre y la
pobreza al objetivo del crecimiento, sin entender que es nuestro propio modelo de
crecimiento el que está exigiendo la desigualdad.
Hace ya mucho tiempo que pobreza y desigualdad parecen haber dejado de
pertenecer a una misma discusión técnica y académica. Los estudios sobre
pobreza parecen tender a tipificarla como un fenómeno específico, que debe ser
combatida “técnicamente” a través políticas que estimulen el crecimiento
económico, la inversión en capital humano y la implementación de políticas
sociales eficientes. Cualquiera de los tres mecanismos son perfectamente
compatibles con las actuales políticas económicas que se aplican en nuestros
países. Sólo deben ser corregidas y mejoradas: los Estados deben ser menos
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corruptos, se debe buscar mayor articulación entre Estado y sociedad civil,
eliminar el clientelismo, y focalizar el gasto. Se olvida que el actual modelo de
desarrollo sólo tiende a incrementar o estabilizar la desigualdad, y no solamente al
interior de los países (entre aquéllos trabajadores que se cualifican y los que
permanecen como “analfabetos funcionales”, por ejemplo) sino entre países (que
se insertan exitosa o catastróficamente al mundo globalizado). La desigualdad no
se combate con mercado, se combate con Estado: no se combate con economía,
se combate con política.
En tercer lugar, está la dimensión del desarrollo político y de la vigencia de los
derechos civiles como inseparable del mismo. Cuando hablamos de desarrollo
político, no estamos hablando sólo de instituciones y partidos: también estamos
hablando de la gente. En América Latina las instituciones democráticas parecen
estarse consolidando en un número importante de países: pero no han alcanzado
aún una plena legitimidad ante los ojos de la gente. Como fuera mencionado
anteriormente, menos del veinte por ciento de los latinoamericano creen en
instituciones tan vitales para la democracia como los partidos políticos, o el
parlamento. Es que los partidos políticos se han preocupado más por gobernar
que por representar. Si las instituciones políticas enfrentan el descrédito de la
gente, es porque no han sabido canalizar la inmensa voluntad de participación
que han expresado siempre los latinoamericanos.
A menudo se habla de estrategias de “empoderamiento” de los pobres, como si
los pobres fueran unos seres pacíficos y sin voz. Se olvidan que desde el principio
de los tiempos, la resistencia de los pobres latinoamericanos siempre fue
manifiesta: se alzan los campesinos en Bolivia y Ecuador, continúa la guerrilla en
Chiapas, las izquierdas logran éxitos electorales en el Cono Sur, el movimiento de
los “Sin Tierra” hace sentir su voz a lo largo y a lo ancho de Brasil, los ex-
guerrilleros se incorporan a la arena política en El Salvador y los uruguayos votan
una y otra vez contra la privatización de las empresas públicas que sus gobiernos
promueven. Al mismo tiempo que los gobiernos suscriben acuerdos
internacionales donde la palabra “empoderamiento” se repite por decenas,
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reprimen o desmovilizan cualquier resistencia organizada a sus planes de
combate a la crisis, o de reconversión económica. Finalmente, los académicos
escriben sobre las “coaliciones de veto” a las reformas estructurales, no vacilando
en aconsejar estrategias que permitan “saltearlas”, “desarticularlas”, o
“desmovilizarlas”.
La dimensión del desarrollo político debiera incluír entonces no sólo una agenda
de consolidación democrática en el sentido estricto del término, sino una agenda
destinada a revitalizar y jerarquizar la participación y movilización ciudadana que
ya existe, y que los partidos políticos no canalizan.
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