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1 JUAN GUTENBERG SU VIDA Y SU OBRA JUAN OLLER XAUS INTRODUCCIÓN DE ALFONSO ROPERO EPÍLOGO DE ELISEO VILA

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JUAN GUTENBERG

SU VIDA Y SU OBRA

JUAN OLLER XAUS

INTRODUCCIÓN DE ALFONSO ROPERO

EPÍLOGO DE ELISEO VILA

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ÍNDICE

Introducción: Gutemberg y la Reforma - 3. Capítulo I. Patricios y burgueses - 15.

II. En una mañana de Marzo de 1397 - 18. III. Maguncia en llamas - 21. IV. De patricio a burgués - 26. V. El primer proceso contra Juan Gutenberg - 32. VI. Gutenberg en Maguncia - 35. VII. Año 1440 - 9. VIII. El socio y prestamista Juan Fust - 42. IX. Eloisa - 48. X. El segundo proceso de Juan Gutenberg - 51. XI La imprenta de Fust y Schoeffer - 55. XII. El último esfuerzo de Juan Gutenberg - 60. XIII. Noches de terror en Maguncia - 65. XIV. El amor nace entre tintas, letras y pergaminos - 69 XV. Ni paz en los sepulcros - 77.

Epílogo - 85. Bibliografía – 87.

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INTRODUCCIÓN

Página de la Biblia impresa por Gutenberg La azarosa vida del inventor Cada nuevo invento contribuye a una expansión de la vida humana. Desde el dominio del fuego y el invento de la rueda hasta los chips e Internet la experiencia del ser humano ha crecido de un modo inimaginable, y aunque la naturaleza humana continúa siendo la misma en sus instintos básicos, esa otra parte que lo diferencia de los animales y lo aproxima a Dios, a saber, la cultura, el acto creador por el que se relaciona con el entorno, con sus semejantes, sus sueños y temores, no deja de crecer en un gigantesco intento de conocer, de dominar, de suplir a sus necesidades más humanas de relación y comunicación. Los grandes inventores en muchas ocasiones han sido como los primeros navegantes españoles que arribaron a América, no sabían la tierra que pisaban. Johann Gutenberg no podía ni imaginar la revolución que iba a representar su invento. Él simplemente se limitó a recibir unos conocimientos sobre el arte de la impresión y a mejorarlos, con el tesón incansable de un buen artesano. No sabemos qué le pasó por la cabeza, que ambiciones activaron sus pasos cuando decidió no conformarse con hacer las cosas como se venían haciendo desde antiguo y se propuso cambiar el rumbo de trabajo

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tipográfico. En esto reside la chispa que enciende el genio: curiosidad, afán de superación, tesón. En el plano material Gutenberg deseaba hacer un buen negocio. Lo pedía la época. Pero como el hombre es siempre más que él mismo, la certeza de encontrarse ante algo nuevo, el deseo de mejorar lo recibido, que siempre es un impulso espiritual, no material, le arrastró más allá de sus ambiciones. No sabemos mucho de su vida social, cuánto menos de su vida interior. Hasta el nombre por el que es conocido, Gutenberg, no corresponde al de su padre, Friech zum Gensfleisch , sino al que adoptó por su lugar de nacimiento. Gutenberg significa “montaña buena” y a veces en latín se le tradujo por Mons bonus, por eso en la crónica de Maguncia, que le atribuye el invento de la imprenta, se le llama Juan Bonemontano, o sea, Gutenberg. Tampoco sabemos el año exacto de su nacimiento. Se le sitúa entre 1393 y 1405, esto es, el 1400, fecha acertada sin duda, en cuanto premonición de una nueva centuria que iba a modificar la historia por venir. Tampoco se tiene información cierta de su muerte, estableciéndose que el hecho ocurrió probablemente a fines de 1467 o a comienzos de 1468. Las principales fuentes que nos informan sobre su vida y actividad son las actas y los documentos respecto a juicios en los que se vio envuelto y que culminarían con la traición de sus últimos socios, que habrían de despojarlo de su invento y llevarlo a la ruina. El año 1434 ya nos lo encontramos preso por deudas, toda su vida está recorrida por dificultades económicas, sin propiedades, ni título de ciudadanía, ni cargos públicos. Por regla general la vida no suele tratar demasiado bien a los grandes benefactores de la humanidad, acosados casi siempre por la escasez, las deudas y la ingratitud. La riqueza y la fama en vida no están siempre de parte del genio, del artista, del creador. No en el caso de Gutenberg, quien en vida y por causa de sus problemas económicos tuvo que ceder su imprenta a sus socios Johannes Fust y Peter Schöeffer, que se comporta como si el invento fuera suyo. Una hipótesis sostiene que los personajes mencionados conscientes del inmenso valor comercial de invento, se pusieron de acuerdo para traicionar a Gutenberg y arrebatárselo. Ni después de muerto se calmó la situación. Bien por vanidad nacional o por el prurito de veracidad, a Gutenberg se le ha disputado la originalidad de su invento, puesto que algunos otros impresores parecen haber trabajado con tipos móviles antes que él. Tal es el caso del holandés Laurent Janszoon Coster, hacia 1440. No existe un solo libro con el sello, firma, colofón o pie de imprenta con el nombre de Gutenberg, sin embargo, consta por documentos notariales y contratos, que fue el quien dio el paso definitivo en el arte de imprimir, gracia a la innovación que introdujo en la fundición de los tipos y al nuevo tipo de tinta utilizada. Los inventos no caen del cielo como frutos maduros y perfectos, tampoco nacen de nada, sin precedentes que señalen el camino, ni pertenecen exclusivamente a la ocurrencia de una sola persona1. Como todo trabajo de 1 “EL invento casi nunca es la obra exclusiva de un solo inventor, por muy grande que pueda ser su genio, y como es el producto de los trabajos sucesivos de innumerables hombres, trabajando en tiempos diferentes y a menudo en diversas direcciones, el atribuir un invento a una sola persona constituye simplemente una manera de hablar” (Lewis Munford, Técnica y civilización, vol. I. p. 158. Altaya, Barcelona 1998).

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investigación Gutenberg pasó muchos años improvisando, probando, inventando y reinventando los tipos móviles, experimentando la desazón de los fracasos antes de alcanzar éxito, y éste de escaso valor en lo que respecta a la mejora de sus condiciones de vida. Se cree que al final de su vida, Gutenberg quedó parcial o totalmente ciego y que fue acogido por el elector Adolph von Nassau quien le proporcionó los medios necesarios para vivir, alcanzando a apreciar la prodigiosa difusión e importancia de su invento. La transformación operada por la imprenta Al igual que ocurre con tantos otros inventos que han contribuido a la formación del mundo moderna, China se encuentra en el origen. Nada menos que el siglo VI los chinos ya imprimían mediante la técnica de xilografía utilizando pequeños bloques de madera con caracteres incisos. Aunque laborioso, supuso un gran avance respecto a las copias manuscritas. Un vez grabado el bloque podía ser utilizado de un modo mucho más rápido y cómodo, evitando además los errores introducidos por los copistas. El problema es que se necesitaba mucho tiempo para grabar cada bloque, y sólo se podía utilizar para una obra. La xilografía fue introducida en Europa por los turcos, sirvió en especial para la difusión de imágenes devotas, naipes y estampas. En el siglo XI, los chinos inventaron también la impresión a partir de tipos móviles, lo que representó un avance revolucionario sobre el primitivo sistema de impresión en bloques. La impresión mediante caracteres o letras sueltas implica la posibilidad de ordenarlas en cualquiera combinación o modelo, y de utilizarlas una y otra vez para imprimir distintos libros, en tanto que los bloques grabados servían únicamente para reproducir el mismo ejemplar o página determinada. Los primeros tipos móviles fueron fabricados de arcilla y goma líquida que endurecía al fuego, y su inventor parece haber sido el herrero Pi Sheng, hacia 1045. Sin embargo, hicieron muy poco uso de este invento, debido a que el enorme número de caracteres o ideogramas de su escritura, entre 2.000 y 40.000 caracteres diferentes, lo que hacía prácticamente inabordable la utilización de este sistema. Los tipos móviles, fundidos en moldes de cobre, fueron inventados independientemente por los coreanos en el siglo XIV, pero también los consideraron menos útiles que la impresión tradicional a base de bloques. Los europeos contaban a su favor con un alfabeto compuesto por un pequeño número de letras, lo que hace que el invento de los tipos móviles resultara muy atractivo para ellos. Europa estaba lista para el acontecimiento. Las ciudades que habían comprado su libertad a los señores empobrecidos por las Cruzadas alcanzan su apogeo; los sabios de Bizancio, que huyen de los turcos, traen a Occidente el gusto por la antigüedad; florece el comercio y prosperan los puertos de la Liga Hanseática, y también los de Barcelona, Marsella, Génova y Venecia. Hay una verdadera sed de conocimientos. Se adquieren manuscritos por todas partes, pero no es suficiente. Antes de la imprenta la producción de libros dependía de la laboriosa obra de los monjes medievales que, con inmensa paciencia, copiaban a mano los escritos sobre duros pergaminos. Los libros escaseaban y eran costosos de adquirir. Gutenberg, ciertamente, no inventó los tipos móviles, existían desde hacía largos años, pero fue él quién supo fabricarlos con facilidad y precisión,

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perfeccionó así el invento y lo hizo eficaz. Es cierto que el otro candidato al gloria de la invención de la imprenta, Laurent J. Coster, sacristán de Harlem, había tallado en madera caracteres móviles, con los que imprimió varios libros escolares, pero estos caracteres de madera se estropeaban fácilmente por los bordes, Gutenberg consiguió sustituirlos por metal, gracias a una aleación de antinomio y de plomo particularmente resistente, poco más o menos los que se usan todavía. No sólo innovó en cuanto a lo tipos, también en cuanto a las tintas. Mientras que los impresores orientales utilizaban tintas solubles en agua, Gutenberg empleó desde un principio tintas diluidas en aceites, para así evitar la formación de óxido en las planchas metálicas. No obstante, el invento más geniasl de Gutenberg fue la prensa de imprimir. En Oriente, las impresiones se conseguían sencillamente oprimiendo el papel con un trozo de madera contra el bloque entintado. ¿Cómo se le ocurrió a Gutenberg la idea de la prensa de imprimir? Gutenberg vivia en una zona de viñedos –Hesse Renana y Palatinado en la actualidad– y probablemente se inspiró en las prensas de vino utilizadas por los agricultores para aplicarlas a la impresión. Pero no fue fácil convertir las prensas de vino en una una prensa de imprimir, la fijación de la platina, evitando que girara, fue el gran invento de Gutenberg.2 Las primeras prensas eran de tornillo, pensadas para transmitir una cierta presión al elemento impresor o molde, que se colocaba hacia arriba sobre una superficie plana. El papel, por lo general humedecido, se presionaba contra los tipos con ayuda de la superficie móvil o platina. En ellas trabajaban dos hombres, mientras uno imprimía, el otro entintaba la forma. La invención de la imprenta hubiera resultado impracticable, también en Europa, sin la combinación de los nuevos elementos añadidos a los antiguos por Gutenberg. El arte de la fabricación de papel, otro invento debido a los chinos alrededor del año 105 de nuestra era y mantenido en secreto durante siglos, pronto fue conocido en Asia y llegó a España por mediación de los árabes, quienes establecieron en Játiva (Valencia) la primera fábrica de papel europea. A partir del siglo XI se extendió por toda Europa. Hacia mediados del siglo XV, ya existía papel en grandes cantidades, hecho a partir de ropas de lino reciclado. Como alguien ha dicho, el papel no era necesario para la invención de la imprenta, pero la imprenta no hubiera tenido valor comercial sin el papel. Antes de la introducción del papel en Europa, los libros se escribían sobre pieles especialmente preparadas para tal efecto, llamadas vellum o pergamino. Era un buen material pero resultaba demasiado caro, como todo lo que hasta entonces tenía que ver con la producción de libros. Además tenía un inconveniente. La escritura sobre pergamino podía ser borrada o enmendada, sin que se conocieran los raspados, mientras que sobre el papel de lino, por su transparencia, las enmiendas quedaban visibles y resultaban compro-metedoras. Para la impresión de la Biblia Gutenberg utilizó papel importado de Caselle en Piamonte (Italia), uno de los centros más importantes de la fabricación de papel de la época, pero también uso vellum para algunos ejemplares. De las 48

2 Haidelberg News, Número 253, 2005, Perspectivas: Museo Gutenberg, Alemania.

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copias todavía existentes de la Biblia de Gutenberg, doce de ellas están impresas en vellum, en este caso piel de cordero. Todos estos avances tecnológicos introducidos por Gutenberg simplificaron la producción de libros, convirtiéndolos en objetos relativamente fáciles de confeccionar y, por tanto, accesibles a una parte considerable de la población. De manera que, como bien dice Carl Grimberg, “los veinticuatro soldaditos de plomo de Gutenberg partieron de Maguncia a la conquista del mundo”3. Pronto la edición de libros alcanzó cifras astronómicas para la fecha, en 1500 ya había veinte millones de libros en 35.000 ediciones, uno por cada cinco habitantes. El número de imprentas aumentó rápidamente durante esos años. Para el año 1500 ya había imprentas en 245 ciudades europeas, especialmente las que contaban con universidad. La imprenta llegó a España en la década de los setenta, y se supone que el primer libro español se imprimió en 1471, aunque este hecho no está documentado. Sí se sabe, en cambio, con seguridad, que al año siguiente el alemán Johann Parix imprimió en Segovia el Sinodal de Aguilafuerte, que pasa hoy en día, a falta de datos sobre otros, por ser el primer libro impreso español. Contiene las actas de un sínodo celebrado en ese pueblo perteneciente a dicha provincia y diócesis. Hacia 1473 la ciudades de Barcelona, Zaragoza y Valencia ya contaban con sus primeras imprentas, a ellas se sumó Sevilla en 1477. En Italia la primera imprenta se fundó en Venecia en 1469, y hacia 1500 la ciudad contaba ya con 417 imprentas. En Francia la imprenta se establece en 1470, a instancias de la Universidad de la Sorbona cuyos profesores invitaron a tres maestros alemanes a trabajar una serie de textos latinos necesarios para la institución. Hacia 1500, solamente la ciudad de París contaba con 70 imprentas. En los Países Bajos fue introducida por el impresor belga Colard Mansion (1475). En 1476 William Caxton, alumno de Mansion, llevó la imprenta a Inglaterra. A América llegó con los españoles que se desplazaron para la exploración, conquista, evangelización y administración de los nuevos territorios incorporados a la Corona de Castilla. El lombardo Juan Pablos se desplazó a México como regente de la primera imprenta en el Nuevo Mundo, también llegaron Esteban Martín y Juan de Estrada, traductor e impresor de la Escala espiritual de Juan Clímaco, el primer libro publicado en América (1539). La maquinaría se había puesto en marcha y la revolución que propiciaba era imparable. Se puede considerar que la imprenta es uno de los avances más importantes del ser humano, gracias a la cual la difusión de ideas y conocimiento se difundía a todos en todas partes. Providencial o circunstancialmente fue un alemán, Johann Gutenberg, el que preparó el camino para el éxito de otro alemán, Martín Lutero, que se benefició considerablemente del invento su paisano. Las imprentas llevaron a las calles su lucha contra el papa con sorprendente velocidad. En poco tiempo las 95 tesis de Lutero estuvieran a disposición del pueblo simultáneamente en toda Europa occidental (1517), y lo que no hubiera pasado de una discusión académica entre teólogos locales se convirtió en una contienda nacional, con repercusiones internacionales. No tiene nada de extraño que al propio Lutero le gustara brindar por el invento de maese Gutenberg: “La imprenta es el más

3 Carl Grimberg, Descubrimientos y reformas, p. 327. Ediciones Daimon, Madrid 1982.

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grande y excelso regalo que Dios da al pueblo para la causa del Evangelio, y para la última labranza antes de la extinción total”. Sin la imprenta el movimiento de Reforma de Martín Lutero habría sido imposible. De la Biblia de Gutenberg a la Reforma Desde que Gutenberg comenzara en Estrasburgo a hacer experimentos sobre el arte de imprimir (1440), hasta que empezara a imprimir la Biblia pasaron doce años (1452), y otros cuatro más hasta ver terminada la obra completa. No sorprende que durante este largo proceso de inversión sin apenas rendimientos inmediatos acrecentara a sus deudas, terminando por ser embargado y verse privado de la imprenta que lo hizo famoso, que quedó en mano de sus acreedores, quienes con la venta de la Biblia aumentaron en cinco veces su inversión inicial. Entre 1455 y 1500 se encargaron más de doscientas ediciones de la Biblia. Debido al prestigio de lo antiguo, los profesionales de la cultura desdeñaron el libro impreso, a pesar de sus ventajas como instrumento para la difusión de la cultura. Bibliófilos tradicionalistas como Federico de Urbino se hubiera avergonzado de admitir un libro impreso en su biblioteca. Se consideraba que los libros producidos por las maquinas era menos valioso que los manuscritos copiados artística y pacientemente en los conventos. Esto explica el desliz de Gutenberg y su socio Fust, que les pudo salir caro. En su deseo de amoldarse en la medida de lo posible a la edición manuscrita de libros, Gutenberg imitó en todo la forma de estos. Empleó letras góticas parecidas a las de los manuscritos, dispuso el texto en dos columnas por página, decoró cada página con orlas e iniciales pintadas a mano y utilizó piel en lugar de papel para hacer pasar sus libros por manuscritos4. Este ardid hizo que se descubriera el fraude y tanto Gutenberg como su socio estuvieron a punto de ser condenados a la hoguera. Los inquisidores, sin embargo, no encontraron pruebas suficientes para condenarlos y por ello es que en la actualidad existen en el mundo cuarenta y seis ejemplares de la primera Biblia que imprimieron. Según un testigo contemporáneo, Enea Silvio Piccolomini, la primera edición de la Biblia constó de 158 a 180 copias. Fue el primer libro que se imprimió tras la invención de la imprenta de tipos fundidos. El texto de esta Biblia corresponde al de la Vulgata latina. Conserva toda la belleza de los manuscritos a la vieja usanza, pero representa la primera noticia de la modernidad. La Biblia de Gutenberg suele ser conocida también por el nombre de Biblia de Mazarino, pues el primer ejemplar del que se tiene noticia fue descubierto en 1760 en la biblioteca propiedad del célebre cardenal francés Julio Mazarino. Consta de dos volúmenes tamaño gran folio, de 324 y 319 páginas, respectivamente. Es llamada igualmente Biblia de cuarenta y dos líneas, por el número de filas de que constan las dos columnas con las cuales está diagramada. Se considera uno de los libros más hermosos publicados en el mundo. La primera piedra ya había puesta y resistido la prueba. Sólo diez años después, en 1466, se aprobó en Estrasburgo la impresión de la primera Biblia

4 El libro impreso adquirió la fisonomía actual durante el primer tercio el siglo XVI en Italia y en Francia con la adopción definitiva de las escrituras romana e itálica y el abandono de la gótica.

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en lengua vernácula, en este caso alemán, para alcanzar al creciente número de personas alfabetizadas, pero sin entendimiento del latín. El ejemplo cundió rápido, en 1477 ya se vendía en Venecia una versión en italiano; en 1477 en holandés, y en 1500 había treinta ediciones vernáculas en seis lenguas. “Estas Biblias tuvieron un efecto político inesperado. Conferían estabilidad a las lenguas en que se imprimían, reforzando así la unidad —y el poder de los gobernantes— de cada comunidad lingüística. Entre 1478 y 1571, y pese al hecho de que Estonia, Letonia, Lituania, Gales, Irlanda, el País Vasco, Cataluña y Finlandia estuvieron incluidas en la esfera de influencia económica de otras comunidades lingüísticas más potentes, pudieron mantener y aun afianzar su identidad nacional gracias a disponer de sus propios versiones de la Biblia. Las lenguas en las que no se imprimió la Biblia desaparecieron o quedaron reducidas a dialectos provinciales, subordinadas a la lengua política o económicamente dominante en su área”5. La circulación de miles de ejemplares de la Biblia en el idioma del pueblo, hizo posible que muchos cristianos pudieran tener acceso directo al contenido de la misma, sin tener que limitarse a los sermones del párroco. Aumentó el prestigio de la palabra escrita, “las palabras se las lleva el viento”, la palabra impresa causaba una mayor impresión, es como si los caracteres dibujados sobre un papel confirieran vida y autoridad a las cosas representados por ellos. Como siglos más tarde ocurrió con el invento de la televisión, parece que quien no sale en este medio, no cuenta ni existe. A estas alturas considero conveniente hacer una observación. A muchos puede sorprenderles la difusión de la Biblia en el idioma del pueblo antes de la Reforma, pues, según la creencia popular, la introducción de la Biblia en lengua vernacular en la Iglesia es un logro de Lutero y del resto de los reformadores; que antes de ellos la Biblia sólo era accesible en latín, que es tanto como decir que estaba cerrada al pueblo, pues sólo los clérigos y hombres de letras podían entender esta lengua. Alemania, que era unos de los países mas avanzados de su día, tenía en circulación no menos de catorce ediciones de toda la Biblia en el alemán superior e inferior y una en dialecto suizo durante las últimas décadas del siglo XV y las primeras del XVI, todas traducidas de la Vulgata. Una comparación cuidadosa de estas versiones impresas en el idioma vernáculo, demuestra que las primeras ediciones fueron producciones independientes, pero a medida que las ediciones fueron sucediéndose el texto se asimiló gradualmente hasta que llegó a surgir la Vulgata alemana que se usó indistintamente por los adherentes a la Iglesia medieval y por los que disentían de ella. Su popularidad se muestra que sin bien la mayoría de estas versiones quedaron desplazadas en su mayoría por la traducción de Lutero, de ninguna manera fueron anuladas por completo. Los anabautistas, por ejemplo, retuvieron la versión de la Vulgata alemana hasta mucho tiempo después de la publicación de la versión de Lutero, y estas Biblias alemanas de la prerreforma se encontraban en uso casi 200 años después de la Reforma6.

5 James Burke y Robert Ornstein, Del hacha al chip, pp. 153-154. Planeta, Barcelona 2001. 6 T.M. Lindsay, La Reforma en su contexto histórico, pp. 164-165. CLIE, Terrassa 1985.

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Pero la imprenta no sólo acercó la Biblia al pueblo, sino que hizo accesibles también multitud de libros de espiritualidad, especialmente la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, que alcanzó una difusión extraordinaria7, y otros libros de notables místicos, que ejercieron una influencia saludable, al tiempo que revolucionaria, sobre una cristiandad cansada de los papas del renacimiento, más semejantes a señores de la guerra que a los representantes del sencillo y pacífico Jesús de Nazaret. La lectura produjo un aumento genuino de la religiosidad popular, que pronto cayó en la cuenta de la disparidad entre las cualidades espirituales de los primeros discípulos y apóstoles de Cristo y los obispos y pastores de la iglesia entregados a intereses mundanos y de poder. Los altos cargos de la Iglesia alemana estaban monopolizados por la aristocracia, con los habituales abusos de simonía y nepotismo escandaloso. Además de disfrutar pingües rentas y de ocupar muchas tierras que el pueblo, cada vez más numeroso, necesitaba, solían gobernar también los correspondientes territorios con derechos sobre la vida o a muerte de sus pobladores. En estas circunstancias, la Iglesia fue totalmente incapaz de ofrecer paz, consuelo e ilustración a un mundo angustiado y a la vez despierto a la necesidad de un cristianismo no ritualista sino interior por la lectura de la fuerte tradición mística de un Eckhart o un Tauler. El mismo Lutero estaba muy influido por la teología mística germana. La erudición humanista, por su parte, exigía reformas doctrinales conforme a un estudio más exacto de la Biblia y de los Santos Padres. Erasmo, con su edición crítica del Nuevo Testamento griego (1516) y sus glosas sobre palabras tan fundamentales como ecclesia y presbyter, sirvió para poner de manifiesto la enorme diferencia que había entra la Iglesia primitiva y la Iglesia de entonces. El fácil acceso a la adquisición de libros produjo una tremenda transformación espiritual en todas las capas sociales de la sociedad, renovando el interés por la teología en cuanto principal preocupación intelectual del hombre producido por la Reforma, no sólo el erudito, sino también el campesino y el ama de casa. Los reformadores protestantes supieron aprovechar al máximo el don de la imprenta para esparcir sus ideas por todos los rincones de Europa, abiertamente o de contrabando. Wittenberg, pequeña ciudad en la que vivía y enseñaba Lutero, se sumó a las ciudades alemanas con tradición impresora, y allí, en el corazón del movimiento protestante, Melchior Lotter, hijo de un importante impresor de Leipzig, montó su taller de imprenta. En 1520 imprimió el manifiesto de Lutero titulado A la nobleza cristiana de la nación alemana, del que hizo 4.000 ejemplares, vendidos con tal rapidez que pronto alcanzó 15 ediciones. Lotter también imprimió, en 1522, la primera edición de la traducción del Antiguo Testamento hecha por Lutero e ilustrada con 21 grabados en madera de Luchas Cranach. La primera edición constaba de 5.000 ejemplares, su éxito fue tal que para 1546 se habían hecho 400 ediciones. Aprovechando el tirón, otro impresor, de nombre Hans Luft, también se estableció en Wittenberg e imprimió la primera edición de la Biblia completa traducida por Lutero, de la cual llegó a imprimir 100.000 ejemplares en cuarenta años. El éxito de venta de los escritos de Lutero, contando manifiestos,

7 La edición príncipe de esta obra está fechada en 1473, dos años después de la muerte de su autor, y antes de terminar el siglo XV se habían hecho de ella noventa y nueve ediciones.

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sermones y opúsculos polémicos, fue tal que se calcula que durante el siglo XVI se llegaron a vender unos dos millones de ejemplares8. La Reforma había encontrado su vehículo ideal para difundir sus ideas y llegar allí donde era combatida a sangre y fuego. De golpe, las autoridades se dieron cuenta que la imprenta era una arma de doble filo, porque hacía más efectiva la disidencia y la propaganda contraria a la creencia tradicional. El tremendo volumen de letra impresa representaba una amenaza potencial y gravísima para la estabilidad y el conformismo social. La Iglesia católica reaccionó frente a este diabólico ars artificialiter scribendi de Gutenberg, prohibiendo en 1559 las traducciones vernáculas de la Biblia, hechas por protestantes desde los idiomas originales del hebreo y el griego, e imponiendo la censura a la publicación de libros. El negocio de la impresión era rentable, pero se volvió peligroso a causa de las luchas entre católicos y protestantes. Algunos impresores importantes fueron ahorcados por imprimir libros peligrosos para las ideas reinantes. Carlos V prohibió leer la Biblia en versión distinta de la Vulgata latina y amenazó con fuertes castigos a los que imprimieran, copiaran o leyeran obras de herejes. Algunos impresores de los Países Bajos pagaron con su vida las publicaciones que hicieron a favor de la Reforma: Adrián van Berghen (1542), Jacob van Liesvelt (1545) y Nicolás van Oldenborch (1555). También universidades como la Sorbona y las de Lovaina y Colonia lucharon denodadamente contra los libros con doctrinas heterodoxas. En París, por ejemplo, el Parlamento, de acuerdo con la Sorbona, ordenó la quema de libros de Calvino y otros herejes (1543). Fueron muchos los impresores franceses que huyeron a la Ginebra protestante por motivos religiosos. Religiosidad, lectura y progreso social La estrecha vigilancia a que fue sometida la impresión de libros por parte de la Iglesia católica, la aparición, a raíz del Concilio de Trento, de la Sagrada Congregación del Índice, cuya misión era la confección de una lista o índice de libros prohibidos a los fieles, acabó produciendo la decadencia del libro al final de la centuria en los países fieles a Roma. En las comunidades protestantes, por contra, se desplegó un afán de alfabetización con vistas a que cada creyente pudiera leer por sí mismo la Palabra de Dios. Hay quien se quejaba que “ahora todo el mundo quiere leer y escribir”. En los países católicos se volvió peligroso ser hombre de letras, y se alimentó el prejuicio popular de que la lectura de libros es insana, hasta el punto de volver loco al que la ejerce, como le ocurrió al bueno de don Alonso Quijano, conocido por Don Quijote de La Mancha, prejuicio que, por otra parte, tiene un precedente en la actitud del procurador Festo frente a los misioneros cristianos del primer siglo: “Estás loco, Pablo; las muchas letras te vuelven loco” (Hechos 26:24). Los países que abrazaron la Reforma protestante propiciaron el culto al libro impreso. Las autoridades protestantes fomentaron entre sus súbditos un sentimiento de cultura e identidad nacional gracias al nuevo sentido de la historia y de la religión generado por la imprenta. La Holanda calvinista, mal dotada por la naturaleza, de clima ingrato, vientos fuertes, inviernos duros,

8 Véase Hipólito Escolar, Historia del libro, pp. 318-324.

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escasa superficie terrestre conquistada al mar, se coloca a la cabeza de la civilización cultural y mercantil, de modo que este período ha sido calificado por los propios holandeses como su Siglo de Oro. Le sigue Inglaterra, Suiza, Escandinavia. Escocia, sumergida en un pasado semibárbaro, sobresale por sus universidades como la Atenas de Europa, gracias a la labor iniciada por John Knox y sus seguidores9. Frente a los santos ejemplares del catolicismo, representados con un crucifijo en la mano, o con un rosario, los principales artífices de la Reforma y sus predicadores, aparecen invariablemente con un libro en la mano, las Sagradas Escrituras, que justifica e identifica el sentido de sus vidas y de sus empresas. Contraste notable que ha sabido captar magistralmente el catedrático de la Universidad Pontificia de Salamanca, Olegario González de Cardenal, cuando dice: “La imagen del humanista o del reformado, con la cabeza enhiesta y el libro fuertemente cogido entre su mano, es el símbolo de la nueva época y del acceso individual a la verdad de Dios desde la propia conciencia, leyendo directamente en el libro la revelación de Dios a la propia vida sin necesidad de iglesia que lo interprete. El libro se convierte así en el arma del individuo frente al poder, de la libertad interior frente a la autoridad exterior, de la conciencia que interpreta por sí misma frente al sacerdote o letrado que imponen desde fuera una interpretación. Aprender a leer, se convirtió sobre todo en una necesidad para tener acceso a la revelación de Dios y con ello a la libertad de conciencia, y desde ambas a la soberanía frente a todos los poderes de este mundo, que quieren dictar impositivamente la verdad”10. El cambio de hábitos culturales y religiosos produce igualmente un cambio en la economía y el comercio, que también se desplazaron del Sur al Norte, en un memorable cambio de geografía histórica que se traslada de los países mediterráneos a los del báltico. “El servicio particular del protestantismo fue unir las finanzas a la vida religiosa y convertir el ascetismo apoyado por la religión en una empresa para la concentración en bienes terrenos y progreso del mundo. El protestantismo descansó firmemente en las abstracciones de la imprenta y el dinero”11. Lutero pidió a los consejeros de las ciudades alemanas que no repararan en esfuerzos ni en dineros para establecer buenas bibliotecas en edificios adecuados, compaña que fue apoyada por Melanchton. Como consecuencia surgieron pequeñas bibliotecas en las iglesias y a las bibliotecas municipales que empezaron a crearse en Alemania en el siglo XV se sumaron otras, como las de Ulm, Magdeburgo, Lindau, Nuremberg, Augsburgo y Hamburgo. El duque Julius de Brunswick Wolfenbüttel (1568-86), que al hacerse cargo del ducado declaró el luteranismo religión oficial, fue fundador de esta notable biblioteca, que fue aumentando con el paso del tiempo y llegó a contar con un famoso bibliotecario, Gottfried Wilhelm Leibniz12.

9 Estudiantes procedentes de toda Europa y muchos de América, marchaban a estudiar a Escocia “atraídos por las universidades reformadas de Edimburgo y Glasgow” (Alan Bullock, La tradición humanista en Occidente, p. 58. Alianza Ed., Madrid 1989). 10 Olegario González de Cardenal, “El libro en las religiones”, en La cultura del libro, p. 204. Ed. Pirámide, Madrid 1983. 11 L. Munford, op. cit., p. 58. 12 Hipólito Escolar, Historia de las bibliotecas, p. 221. Ed.Pirámide 1985.

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En 1686 la Iglesia luterana, apoyada por el Estado sueco, emprendió una amplia campaña de enseñanza de la lectura, para que todos los fieles puedan “aprender a leer y a ver con sus propios ojos lo que Dios ordena y manda a través de su sagrada Palabra”, que refleja a la perfección el sentir y el espíritu de la religiosidad evangélica. De ahí que el clero de las parroquias se encargue de la obra de alfabetización; de ahí que se hagan exámenes periódicos, con motivo de las visitas parroquiales, para verificar las capacidades de lectura y los conocimientos catequísticos de los fieles Escocia está entre los primeros de la Europa que saber firmar, por lo menos respecto de los varones el país. Según los testimonios recogidos en 1742 por el pastor evangelista de Cambuslang, la parroquia epicentro de la renovación religiosa o avivamiento que conmueve entonces a la Iglesia de Escocia, todos los fieles, hombres y mujeres, cuando son interrogados sobre su libro religioso, declaran que han aprendido a leer; aunque solo el 60 por ciento de los varones y el 10 por ciento de las mujeres indican que saben escribir. Los países protestantes no son sólo los que más leen, también están en cabeza de la Europa que tiene el libro en propiedad. En los inventarios que incluyen libros a mediados del siglo XVIII en las ciudades protestantes de Tubinga, Espira y Francfort, constituyen respectivamente el 89, el 88 y 77 por ciento del total de inventarios. Es grande, por tanto, la diferencia respecto de las ciudades francesas de la zona católica, ya sea la capital (en la década de 1750 solamente el 22 por ciento de los inventarios incluyen libros) o las ciudades de provincia (en nueve ciudades del oeste francés, el porcentaje es del 36 por ciento en 1757-1758; en Lyon, es del 35 por ciento en la segunda mitad del siglo). En cambio la diferencia es pequeña respecto de otras tierras protestantes —incluso mayoritariamente rurales— como, por ejemplo, las de América. A finales del siglo XVIII, el 75 por ciento de los inventarios en el condado de Worcester (Massachusetts), el 63 por ciento en Maryland y el 63 por ciento en Virginia señalan la presencia de libros —lo cual manifiesta una buena progresión en relación con el siglo precedente, durante el cual, en esas mismas regiones, el porcentaje era sólo del 40 por ciento. La frontera religiosa resulta decisiva para diferenciar dos tipos de relación con la propiedad privada del libro. Nada mejor para mostrarlo que la comparación de las bibliotecas de las comunidades en una misma ciudad. En Metz, entre 1645 y 1672, el 70 por ciento de los inventarios de los protestantes indican libros, contra solamente el 25 por ciento de los inventarios de los católicos. Y la diferencia es siempre muy acentuada cualquiera que sea la categoría profesional que se considere: el 75 por ciento de los nobles reformados tienen libros, pero sólo el 22 por ciento de los nobles católicos están en el mismo caso, y los porcentajes son del 86 y del 29 por ciento en las profesiones relativas a la justicia, del 88 por ciento y del 50 por ciento en las profesiones médicas, el 100 y del 18 por ciento entre los que desempeñan cargos públicos menores, del 85 y del 33 por ciento entre los comerciantes, del 52 y del 17 por ciento entre los artesanos, del 73 y del 5 por ciento entre los burgueses y del 25 y del 9 por ciento entre los jornaleros y los trabajadores agrícolas. Los protestantes, que cuentan con el mayor número de propietarios de libros, son también los que más libros poseen: los reformados miembros de profesiones liberales tienen, por término medio, tres veces más libros que sus colegas

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católicos, al igual que los comerciantes, artesanos y titulares de cargos públicos menores; y, entre los burgueses, el avance es aún más fuerte, con bibliotecas calvinistas diez veces más provistas que las de los católicos13. Con el tiempo, la imprenta hizo posible no sólo la transmisión de un acrecentado cuerpo de conocimientos, sino que modificó sustancialmente la psicología de los pueblos respecto al poder y la autoridad de la palabra impresa, dando lugar a nuevas formas de religión y relación social. ALFONSO ROPERO BERZOSA Editor General de CLIE

13 Roger Chartier, “Las prácticas de lo escrito”, en Historia de la vida privada, Dirigida por Philippe Ariès y Georges Duby, tomo 5. Taurus, Madrid 1991.

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I

PATRICIOS Y BURGUESES

- Buenos días, Federico - Buenos, maestro Hans. Federico Gensfleisch era uno de los patricios de Maguncia, la ciudad alemana a orillas del Rin. Últimamente había contraído matrimonio con una mujer rica de la misma ciudad, Elsa Weirichin zum Gudenberg, hermosa y encantadoramente seductora. Elsa había aportado con su dote la casa solariega de los Gudenberg en Maguncia. Maestro Hans era uno de los burgueses de la ciudad, espía de su propia clase social y protegido de los patricios. Durante años, burgueses y patricios andaban a la greña. Era la lucha de una clase social contra otra, desesperada en algunos momentos, con fases sangrientas otras. Los burgueses en armas habían encendido la guerra civil hacía unos meses; la paz de ahora era sólo una tregua. ¿Hasta cuándo? Nadie podía decirlo. Los patricios defendían sus posiciones de privilegio; los burgueses, en cambio, no se daban por satisfechos. El ambiente estaba cargado de odios. - ¿Creéis, amigo Hans, que volveremos a tener guerra? Hans no contestó. Tenía la costumbre de meditar sus palabras, y en ese momento necesitaba esa pausa mental. Federico le miraba fijamente, queriendo escrutar en los ojos del espía lo que las palabras no decían. - Decid, Hans: ¿qué sabéis? Me interesa. Elsa va a ser madre y por nada del mundo quisiera que su vida se viera perturbada. Vos sabéis que los burgueses me odian, que en la anterior revuelta me salvé por verdadero milagro. - No sé nada de cierto - contestó Hans con titubeo -. Rumores, muchos: toda Maguncia está llena de rumores. Es posible que un día, un día cualquiera, nos despertemos con sangre. Los burgueses no están satisfechos; en casa de Schaab se conspira, y se dice incluso que se ha fijado fecha para asaltar el palacio del Elector. - El Elector es hombre enérgico y hará un escarmiento. Hans no contestó. Su actitud taciturna no inspiraba mucha confianza a los patricios, pero hasta aquel momento no tenían ninguna queja de sus servicios. Se había portado bien en la última revuelta: gracias a su oportuno aviso, los Gudenberg pudieron salvar sus vidas. Si Federico estuvo en peligro, fue por su terquedad en esperar hasta última hora: no creía en el triunfo, aunque fuese momentáneo, de los burgueses. Y cuando vio la turba, ebria de sangre, que arrastraba por las calles los cadáveres mutilados de los patricios cogidos prisioneros, fue cosa de segundos que no cayera en poder de la chusma revolucionaria. Por un subterráneo del palacio Gudenberg logró escapar junto con Hans y su amada Elsa. Aun pudo oír los gritos de los que asaltaban su casa. Se mordió los puños de rabia. No era hombre que se entregase fácilmente. No lo sentía por la pérdida material de lo que dejaba atrás, sino

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porque la casa de los Gudenberg no era de su patrimonio, sino lo más apreciado por su esposa, porque en ella nació su Elsa como antes habían nacido sus antepasados. -Perdonad, Hans, si odio a los de vuestra clase -dijo Federico, dando una cariñosa palmada a su amigo. Hans no contestó: se limitó a matar una sonrisa que apenas nació a flor de sus carnosos labios. Bajó la mirada y durante unos segundos estuvo como preocupado jugando con un papiro que intentaba sostener encima de la mesa. - Odio a los de vuestra clase porque ellos me odian. Pero a vos, Hans, a vos no os odio. Sería un crimen odiaros. Jamás podré odiaros. No olvido, ni lo olvida mi esposa, que nos salvasteis la vida; esto no se paga nunca... ¡Gracias! Y con la exclamación, Hans mostró, junto con una leve sonrisa, sus ojos como bañados en lágrimas. Al parecer, las palabras de Federico le habían conmovido. - Soy vuestro amigo, Hans. Hoy mismo voy a preocuparme de vuestro caso. Es justo que el Elector tenga en cuenta vuestros servicios. No pagaréis contribución: los Gudenberg son oídos en el palacio del Elector. Hans, por toda contestación, besó la mano de su amigo. Federico quiso impedirlo, pero no pudo. - No, no ¡esto no! -dijo Federico cariñosamente -. Vos me habéis salvado y yo sólo os prometo unos beneficios que no tenéis. Un Gudenberg no promete en vano: no pagaréis contribución. - Contad con mi lealtad. Os he servido y os serviré siempre -contestó Hans sin levantar la mirada de la mesa. - Ahora se trata -añadió Federico bajando la voz, como temeroso de ser descubierto- de conocer los planes de los que se reúnen en casa de Schaab. No podemos confiarnos. Prevenir a tiempo es ganar la batalla sin derramar ni una gota de sangre. La lección de la última revuelta no se ha dado en vano. Estuve a punto de caer como cayeron tantos de los nuestros. Los burgueses no son ya unos pobres diablos a quienes se puede dejar gritar, de vez en cuando: son una fuerza que a veces lo arrolla todo. - Yo creo que por ahora no hay peligro. Se dice que quieren nombrar a Donald consejero, y nada más –se limitó a contestar Hans. - ¿Nada más? Donald es el enemigo, el jefe, el burgués con talento que conduce a los suyos. Fue un error no quemarlo cuando teníamos todo el poder en nuestras manos. Federico notó que sus palabras habían afectado a Hans, quien al fin y al cabo era burgués, y por lo tanto, en el fondo, partidario de Donald. ¿Quién era Donald y qué pretendía? Era el jefe de los burgueses frente a los patricios. Hombre culto, enérgico, de facciones duras y de complexión física recia, se imponía con sólo unas palabras. En las reuniones en la trastienda de Schaab, cuanto proponía era ley para los suyos. Dirigió la última revuelta y se le perdonó la vida porque la victoria de los patricios fue indecisa desde los primeros momentos. Quizás el Elector hubiera aplastado a la turba, pero la duda hizo temblar a la clase dominante. Se pactó una tregua. La paz era semilla de una nueva guerra. Los burgueses veían que los patricios no tenían la fuerza de antaño y no se sentían

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satisfechos. ¿Qué pretendían ahora? Nada menos que elevar a Donald al cargo de consejero. - La hoguera es necesaria, Hans - dijo Federico acariciándose la barba como queriendo suavizar sus propias palabras -. Es necesaria; no comprenderlo así es una locura. Lo dije entonces, y no se me escuchó. Van a pagar muy cara su tozudez. ¿Tozudez? No: su cobardía. ¡Cobardes! Eso es lo que fueron entonces los que votaron la tregua. Yo no la voté. ¿Querían guerra? ¡Pues guerra! No podemos quedar burgueses y patricios en pie y a un mismo nivel. Entre una y otra clase hay un abismo, y este abismo siempre existirá. Hans escuchaba el discurso de su amigo sin hacer ningún comentario. Había desenrollado el papiro y examinaba una xilografía estampada. - Ya veo que no me prestáis atención - dijo Federico poniendo su mano suavemente en el hombro de Hans. Hans, como despertando, levantó sus ojos y sonrió maliciosamente. - Conozco vuestras ideas -añadió-. No sois hombre que cambiéis. Es mi orgullo sentirme y saber ser patricio. Hans, creyendo ver una alusión a su felonía, ya que se fingía adicto y entusiasta de su propia clase mientras la traicionaba, se turbó y enrojeció. Federico, poniendo su mano sobre la de Hans, le dijo: - Es mi orgullo sentirme y saber ser patricio. Lo he dicho y lo repito Hans, pero ser patricio no es ser burgués. Si yo lo fuera, jamás mancharía mi conciencia juntándome con los asesinos. La felonía es a veces un timbre de gloria. Os podrían llamar traidor a los vuestros, pero vos, Hans, en la traición halláis vuestra propia dignificación. Si no fuera así no entraríais en mi casa, ni un Gudenberg estrecharía la mano de un Hans. Para mí, para mi esposa, para mis amigos, vos, Hans, sois un patricio. -No merezco tanto -dijo confuso el burgués. -Merecéis más. ¡Ojalá todos los patricios fueran tan nobles como vos! La traición nos ha llevado a esta vergüenza de que ni en el palacio del Elector nos hallemos seguros. Ya lo visteis en la tregua. Se pactó con el enemigo. ¿Y los que murieron? ¿Y los que vieron sus palacios destruidos? Todo se echó al olvido. No ¡no! A esto no hay derecho. Voté la guerra y no me arrepiento. El fuego, la muerte… son dolor, pero no hay resurrección sin calvario. Hubiéramos salido fuertes de la prueba, y hoy vivimos en agonía. ¡Qué espantosa agonía! Ahora tiemblo como un niño, y no es cobardía, Hans, no es cobardía. No he conocido la cobardía. En el peligro me siento fuerte, y ahora temo. Mi mujer, mi Elsa, mi adorada Elsa, va a ser madre. ¡Que venga en paz el hijo esperado! No concibo la alegría de un hijo en el ruido de la lucha; es un rayo de sol en la tempestad, pero sólo un rayo y yo ansío la felicidad de un cielo puro en la paz de la tierra. Hans, tú has de investigar; tú, mi amigo de siempre, has de decirme si puedo quedarme en Maguncia. Después..., después..., una vez nacido mi hijo, otra vez a la lucha, otra vez fuerte, otra vez al frente de los míos. Pero ahora, ¡santo Dios!, una tregua. ¡Una tregua ahora sería mi felicidad!...

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II

EN UNA MAÑANA DE MARZO DE 1397...

Marzo de 1397. En casa de Federico es día de gran fiesta: ha sido bautizado "el pequeño", como cariñosamente le llaman sus padres. Un niño, un precioso niño, ha venido a alegrar la vida de Federico y Elsa en el palacio de los Gudenberg. La flor y nata de los patricios de Maguncia está reunido en el banquete para celebrar la alegría de los padres felices que han hecho cristiano a su pequeño. - Brindo por vos, Elsa, y por ti, Federico, para que Dios os conserve la gloria de este hijo - dijo Daniel Falk, uno de los patricios más insignes en la vida maguntina. Elsa y Federico se sentían felices, y así se mostraban. Ella sonreía, con esta sonrisa divina de las madres y que sólo las madres tienen; él acariciaba con la tierna mirada a la mujer adorada que lo era todo en su vida y que le había dado lo que más apreciaría desde aquel momento: un hijo. Un hijo al que los padres ya soñaban en un hombre, en un patricio, en un continuador de la tradición de la casa solariega. - Yo espero que "nuestro pequeño" será un día estampa viva de nosotros, que nos sentiremos orgullosos de él - dijo, sonriendo satisfecho, Federico. Y añadió-: Elsa es una mujer divina, es una madre ideal; sabrá moldear "nuestro pequeño", hacerle hombre. Elsa ha esperado tanto el momento de ser madre, ha pensado tanto en su deber de madre, que tengo una fe ciega en ella. Te entrego mi hijo, mujer -y al decir esto dirigió la más dulce de las miradas a su esposa. Ella no contestó. Un rictus en sus labios reflejó la honda emoción de su alma, esa emoción que a veces es llanto, pero que llanto o sonrisa, siempre es placer del espíritu, la dicha más pura, una bendición de Dios para los buenos. Federico, levantando su copa de vino del Rin, dijo: - Patricios, amigos: la vida es breve; pasar por ella sin la alegría de un hijo. Sería como no dejar huellas en el camino: vivir en vano. Y ni yo ni mi Elsa hubiéramos querido vivir en vano. Al levantar mi copa brindo por ti, mujer, y por el fruto que tu seno me ha dado. Bendita seas y que Dios proteja al que amamos más que a nosotros mismos. Que lo haga fuerte y que lo haga bueno, noble y digno, que jamás sea vilipendio de nuestro nombre, sino orgullo de todos nosotros. No deseo nada más, porque sé que esto es desearlo todo, porque para los padres no hay orgullo mayor que el orgullo de mirarse en un hijo. Y entonces, levantando los ojos al cielo como en oración, como en éxtasis, exclamó: - Dios de bondad, ¡gracias! Gracias, sí, porque me habéis dado cuanto os he pedido, cuanto os hemos pedido en estos eternos nueve meses de la

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gestación: un parto feliz y un hijo. Gracias, Señor. Es tan poca cosa una palabra que a veces no es nada y a veces lo es todo. En mi ¡gracias, Señor!, hay toda la más honda expresión de un alma. No sabría deciros más, Dios de bondad, ni creo que sea necesario deciros más. Vos veis nuestras almas y sabéis que tanto en la de mi esposa como en la mía reináis en reino de amor y de adoración. Luego, dulcemente, con voz apagada por la emoción, abrazando con la mirada a todos sus amigos, añadió: -A vosotros, amigos, mis buenos amigos de siempre, en la alegría y en el pesar, en el triunfo y en la desgracia, os dejo a mi hijo si un día llegáramos a faltar. Nos pertenece a todos; los hijos de un patricio son nuestros hijos; jamás permitiremos que un huérfano de unos amigos nuestros tenga que descender a la vileza de ganarse el pan con su trabajo manual, como un vulgar burgués. Esto no sería una desgracia, sería un vilipendio para todos. Los patricios de Maguncia no ofenderemos jamás a Dios con una ingratitud y un olvido de nuestros deberes de clase. No os pido un juramento de protección para mi hijo. Pedirlo sería una ofensa y no la merecéis. Sin embargo, al terminar de hablar Federico, se levantó Juan Teófilo Fichte, el patricio más anciano, y en nombre de todos exclamó: - En el nombre de Dios, juramos amar y proteger a tu hijo como si fuera un hijo nuestro. Elsa y Federico no musitaron ni una palabra. Los ojos dicen a veces más que las palabras, y ahora era así. Elsa, más débil para contener sus afectos, bajó la frente para disimular las lágrimas que brotaban de sus ojos en silencio. Eran lágrimas de alegría y no de dolor, lágrimas que rejuvenecen como rocío de vida. Federico, fuerte en su ternura, pudo contener el torrente de emociones que pugnaban por salir afuera. Hubiera querido dar testimonio de la honda gratitud por el juramento que había prestado en nombre de todos Juan Teófilo Fichte. Pero no supo decir nada. ¿Para qué? El silencio es también un lenguaje, un lenguaje sin palabras; cuando queremos expresar el hondo cariño que sentimos por un hijo adorado, un beso, un solo beso, es todo un poema de ternura. Un beso es también el más sincero testimonio del hombre y de la mujer en sus amores; el lenguaje de las hondas emociones no es la palabra, sino el gesto, la mirada, la sonrisa, las expresiones tristes o alegres del rostro. Y así hablaban a sus amigos, Elsa y Federico en una mañana de marzo de 1397. Allá, en el piso primero de la mansión, entre ricas telas, descansaba dulcemente un delicioso muñeco de carne. ¿Un ángel? Para Elsa sí lo era. ¡Un ángel! ¿Qué reservará el destino al hijo amado? ¿El olvido? ¿La gloria? ¡Ah! Si en aquel momento la madre cariñosa y el padre feliz hubieran podido leer el porvenir por concesión divina, ¡qué felicidad!: - Tu hijo será, mujer dichosa, un hombre afortunado, el mayor entre los mortales. Vuestro hijo recibirá la inspiración de Dios para dar a los hombres el mayor de los tesoros, el Arte de las Artes: ¡la imprenta! Así se habría leído en el libro del porvenir. Pero Elsa y Federico, mortales como todos, sin la inspiración divina, sólo veían en su hijo lo que se ve a través de los ojos del cuerpo, lo que ven los padres en sus hijos: la carne de su carne, la felicidad de su felicidad, el tesoro mayor de su tesoro. Los ojos del alma hacia

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lo lejos estaban ciegos. Sólo Dios sabía el camino de gloria que seguiría el pequeño patricio de los Gudenberg, al que un día el mundo entero veneraría en eterna de gratitud: - ¡Gloria a ti, noble ciudadano de Maguncia, Juan Gutenberg! ¡Gloria a ti, inventor de la imprenta! Éstas son palabras de la Humanidad a través de los siglos. Elsa y Federico eran ya demasiado felices para que Dios les diera por añadidura la suprema felicidad de conocer el mañana... Y eran tan dichosos, que al morir el día no olvidaban nunca, en su fe cristiana, el deber de elevar los ojos hacia El que Todo lo Puede para testimoniarle, en la filigrana de una oración, la gratitud honda y sincera de sus corazones de padres bañados por la sonrisa del hijo amado, sano y alegre, imagen de su imagen.

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III

MAGUNCIA EN LLAMAS

- Mi buen amigo Federico, no veo, la salvación en nada -decía Juan Teófilo Fichte, quien exponía la grave situación de Maguncia en aquellos momentos. - Madre, no temáis, se exagera -añadió un joven de veintitrés años, abrazando cariñosamente a Elsa. Al verlos así, unidos madre e hijo, nadie hubiera dudado ni por un momento que aquellos dos seres se adoraban. Elsa había forjado, como saben hacerlo las madres, un hijo bueno, y el hijo la idolatraba. Bien sabía él que los burgueses odiaban a sus padres. ¿Por qué? El odio y el amor existen y a veces no se sabe cómo nacen. Maguncia estaba dividida en dos bandos: a un lado, los burgueses contra los Gudenberg; en el otro, los patricios al lado de los Gudenberg. Pero el hijo no decía a su madre toda la verdad. Es tan piadosa y buena la mentira cuando con ella se hace el bien, que ya no es mentira, que no tiene ya el agridulce de la falsedad. Juan, que así se llamaba el hijo, no quería amargar a su madre. - Temo por ti, hijo mío -dijo Elsa, con el temor tan propio de las madres que no se acostumbran a creer que sus hijos son ya hombres y pueden andar por el mundo solos-. Temo por ti, "mi pequeño". - Pero, mujer - contestó riendo Federico -, ¿cuándo vas a dejar arrinconado este "mi pequeño" que ya no cae bien en un hombretón como Juan? - Para mí será siempre "mi pequeño" - añadió Elsa, besando en las mejillas a su hijo. - Las madres, Federico -dijo Juan Teófilo Fichte-, no se conforman a perder a sus hijos, y para no perderlos, se figuran que son eternamente niños. La mía me llamó siempre por mi diminutivo, y cuando estaba enfermo, lo decía con tanta ternura, que el diminutivo caía sobre mi alma con la dulzura de una cascada de besos... - Nosotras amamos de otra manera, amigo Fichte -replicó Elsa mirando afectuosamente a su hijo, que respiraba salud por todos sus poros-. Los amamos como algo tan nuestro, siempre niños, que hacerlos hombres es perderlos. Los queremos niños, siempre niños, y como niños los tratamos y los amamos. Para mí serás, hijo mío, el pequeñín de hace más de veinte años atrás, cuando vi por primera vez la luz de tus ojos en el dolor y la alegría del nacimiento. Dolor en lo físico, que para ser madre, hijo del alma, toda mujer ha de pasar su calvario; y alegría en el espíritu, porque tampoco nadie como una madre puede saborear el placer de ver junto a su seno lo que más adora. Los hombres soñáis con los hijos grandes; las madres los queremos siempre niños. - ¡Ah, Elsa! Tú no puedes detener el paso del tiempo -dijo Federico en tono amoroso-. Nos hacemos viejos; es triste hacerse viejo, pero es ley que se cumple en todos y en todo. Y al declinar, al llegar al ocaso, los hijos nos acompañan, ellos ascendiendo la cuesta de la vida hacia la plenitud, nosotros descendiéndola hacia el fin. Veintitrés años atrás, en aquella mañana de marzo

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de 1397 en que hicimos cristiano a Juan, éramos nosotros tan felices como ahora, ni más ni menos que ahora, pero sobre nosotros había veintitrés años menos. ¿Tú sabes, Elsa, lo que representan veintitrés años menos? Representan una parte de vida sin vivir, un hijo que empieza a dar sus primeros pasos. Hoy pesan ya estos veintitrés años. Las ilusiones, el amor que nos profesamos, no han muerto, porque cuando ilusiones y amor han muerto, la vida no es ya bella. Pero han envejecido. Son otros, son tan viejos como nosotros: descienden también la curva hacia el fin. El hijo continúa siendo adorado como entonces, pero el hijo no es ya un niño, sino un hombre. Un hombre que va a soñar, a querer, a luchar, como nosotros lo hicimos; un hombre que ha de ir solo y al que no podemos ni debemos acompañar en su ruta. Así es nuestro Juan, Elsa, así es: ¡un hombre! Ya no es "nuestro pequeño". Pronto será él el que nos acompañará en la vida, en esta vida en que el principio y el fin se tocan, en que niñez y vejez se parecen como el rocío de la mañana al rocío de la noche, como una gota de agua a otra gota de agua... - Padre, ¿por qué pensar en esto? Vosotros sois jóvenes siempre -dijo afectuosamente Juan, abrazando a sus padres y besando a ambos, empezando por la madre, a la que adoraba profundamente. Y añadió-: Y tú, madre, para mí jamás envejecerás. Tu rostro ha quedado estampado en mi alma con la luminosidad eterna de mi niñez, cuando al empezar a darme cuenta de las cosas, te veía siempre a mi lado con tus labios junto a mi rostro, con la sonrisa que me detenía el llanto y me hacía exclamar: ¡madre, madre mía! -Luego, dirigiéndose a su padre, que escuchaba embobado la ternura del hijo, añadió-: Y tú, padre mío, no serás para mí otro que el hombre enérgico y bueno que he hallado a mi lado desde mí infancia. Federico y Elsa habían envejecido físicamente. Él continuaba con su energía, pero su alma no tenía ya aquella arrogancia que le hizo temible entre los burgueses de Maguncia; ella siempre había sido mujer temerosa, temblando ante el porvenir, y más aún cuando podía estar en peligro su hijo. ¿Había en realidad peligro? ¡Sí, lo había! ¡Y mucho! El porvenir reservaba para los patricios la dura prueba de la destrucción, el fuego, el ultraje y el destierro. Los burgueses se habían unido, guiados por el talento de un Donald, y eran una amenaza que había llevado el desasosiego en el ánimo de los patricios de Maguncia. Federico continuaba con su intransigencia. No quería dar nuevos cargos a los burgueses, porque sería quedar en minoría en el Consejo del Elector. Bastante habían transigido en los últimos años, tanto que era ya demasiado tarde para detener el alud que se echaba encima. Los burgueses no se contentarían con un cargo más o menos. Querían dominar a los patricios, y era suicida no dar la batalla. Con la batalla podrían vencer o perder; sin la batalla la derrota era segura. Un mes más tarde del encuentro entre Federico y Juan Teófilo Fichte, la situación empeoró rápidamente. Y un día, en septiembre de 1421, a las cinco de la madrugada, una patrulla de vigilancia en el palacio de Daniel Falk fue atacada y asesinada por unos cincuenta burgueses. Era la señal. Dos de los

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asesinos fueron detenidos. Los patricios pidieron justicia en el palacio del Elector. - Señor, es necesario un escarmiento - pedía Federico Gensfieisch al Elector, desoyendo los consejos de algunos patricios que consideraban más acertada una transigencia -. La hoguera será el mejor castigo para estos asesinos. No todos los burgueses la merecen, porque también hay burgueses dignos en Maguncia, pero si nos mostramos débiles, no habrá burgués que no se una al alud contra nosotros. Y entonces estaremos perdidos. Aun podemos salvarnos. La deliberación duró siete horas. Pronto se supo en Maguncia que el tribunal había condenado al suplicio a los dos prisioneros y luego a la pena de muerte, y que Federico había sido el patricio más intransigente de todos. La pena del suplicio se cumplió en los sótanos de la mazmorra de Maguncia. El interrogatorio para conocer los nombres de los complicados en el movimiento que preparaban los burgueses no dio resultado. Los prisioneros se encerraron en un dramático mutismo, y cuando látigo del verdugo desgarraba sus carnes, quemadas por el fuego o abiertas por los garfios de los potros del tormento, no salía de aquellas bocas secas por la sed y el odio feroz ni una palabra acusadora, sino la blasfemia, la maldición y la amenaza. Cinco horas después de las torturas, les esperaba otro suplicio, definitivo: la hoguera en la plaza pública de Maguncia. Los preparativos se habían hecho ante una multitud iracunda. Las patrullas de la guardia habían mantenido el orden a duras penas. Al ir a sacar los prisioneros de la mazmorra, una voz gritó: ¡A ellos! ¡A ellos! ¡Muerte a la guardia! ¿Quién era? Pues ni más ni menos que maestro Hans, el burgués a sueldo de los patricios, que al ver a éstos en peligro, se lo jugó todo a la carta contraria para hacer olvidar su traición. ¡A ellos!, gritaron miles de voces. Y como una tempestad, miles y miles de burgueses, convertidos en fieras por el odio más feroz, se olvidaron de que eran hombres y despertó en ellos la bestialidad más espantosa. Lloviznaba. Todavía no habían llegado los verdaderos fríos de septiembre, pero el día estaba triste, como asociándose al dramatismo de la vida en aquella ciudad alemana. Empezó la matanza. A las dos horas de la revuelta quemaban ya doce palacios de los patricios. En el de Juan Teófilo Fichte, una patrulla de burgueses había saciado sus ansias de venganza ultrajando a una de las hijas, Eleonor, después de asesinar a su padre. En el palacio de Daniel Falk, las turbas lo destruían todo. Mientras tanto, más de mil burgueses empezaban el asalto a la mansión de los Gudenberg. Federico vio ya desde el primer momento que era inútil toda defensa, pero esperaba... ¿Qué podía esperar? ¿Un milagro? Los milagros no son para los momentos de prueba que llegan a los hombres como castigo por sus desvíos. Los patricios no habían sido siempre puros. Ante el tribunal de Dios deberían responder algún día de los abusos de poder. La revuelta -quién sabe- bien podía ser un castigo. Castigo o no, la revuelta era tremendamente espantosa. ¡Odio, odio, odio! Y junto al odio, el suplicio, el ultraje, la muerte infamante. -¡Salvaos, pronto, salvaos! No perdáis ni un minuto. ¡Pronto! - gritó Federico, dirigiéndose a su esposa y a su hijo.

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Elsa y Juan titubearon. Veían el peligro y no querían dejar solo a Federico. Sabían que aquello representaba la muerte. - Obedecedme - rugió Federico -. Al paso subterráneo; pronto, pronto... - ¿Y vos? - preguntó llorosa la madre. - Sí. ¿Y vos, padre? - añadió el hijo. - Yo vengo también... Pero primero dejadme. Hay un canalla a quien veo entre la chusma... Dejadme: vendré... Madre e hijo obedecieron. Conocían a Federico y sabían que era inflexible en sus decisiones. La turba había asaltado ya el palacio y lo destruía todo a su paso. Por un alminar, la voz de Federico se impuso en la algarabía: - ¡Oíd! ¡Oíd! El que os capitanea, maestro Hans, es un traidor. Os vendía y nos ha vendido ahora a nosotros. ¡Es un traidor! - rugió. - ¡Falso! ¡Miente!- gritó Hans al ver mil rostros iracundos y mil armas en amenaza. - Podéis odiarme, pero en Maguncia nadie duda de la palabra de un Gudenberg –rugió de nuevo Federico desde el alminar. No: en Maguncia nadie dudaba de la palabra de un Gudenberg. La indecisión que las palabras de Federico produjeron en los asaltantes, fue inclinada contra Hans al gritar una mujer de la turba: -¡Muerte a los traidores! Y sin esperar otra inducción, el cuerpo de Hans quedó verdaderamente cosido a puñaladas y lanzado luego a la hoguera. Una vez más se repetía la historia: la muerte vil es para los traidores, y Hans, el espía, lo perdía todo en la última carta jugada. Federico aprovechó los minutos y desapareció rápido por el subterráneo. Horas después, junto con Elsa y su hijo Juan, lograba salir de la ciudad. Maguncia estaba en llamas Los burgueses habían triunfado, y con la revuelta, acababan de escalar al poder. Durante años los patricios tendrían que vivir en el destierro; Juan Gutenberg, que así se transformó su nombre de Gudenberg, volvería años después a Maguncia para dar a la ciudad que le perseguía, la mayor gloria: ¡la invención de la imprenta! Los Gudenberg, tan olvidados, que se veían ahora lanzados de su palacio en llamas y de su ciudad en armas contra ellos y los de su clase, volverían un día, mejor dicho: volvería tan sólo uno de sus representantes, el joven Juan, que huía con únicamente lo puesto al lado de sus padres. Huía de ser patricio y volvería para ser burgués. ¿Burgués? ¿Un Gudenberg burgués? ¡Así sería! ¡Ironías del destino! Pero Juan, el patricio perseguido, pisado casi por la muerte, dignificaría a la clase que deseaba matarle, enaltecería a los que arruinaban a los suyos. Un Gudenberg, el joven Juan, catorce años más tarde ensayaría un invento secreto. La imperiosa necesidad de ganarse el pan de cada día en el destierro, despertaría en él un nuevo Arte para reproducir libros, más práctico y rápido que la copia de manuscritos en los escritorios. Y este nuevo Arte sería la imprenta, modesta en sus primeros ensayos, pero luego suficiente como para poder imprimir la Biblia como lo hizo Juan Gutenberg, siendo la maravilla de su siglo y de todos los siglos. Sin la revuelta de Maguncia, ¿habría sido Juan Gutenberg un burgués?

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La pregunta queda sin contestación. El destino tiene sus rutas marcadas y Juan Gutenberg siguió la suya. Y en el dolor del destierro, como en un crisol de purificación, el patricio se convirtió en hombre de oficio, y el hombre de oficio en inventor. ¡La imprenta estaba en gestación! El siglo de Juan Gutenberg sería el más glorioso de la Humanidad, y un nombre quedaría esculpido en el granito de la historia.

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IV

DE PATRICIO A BURGUÉS - Vuestra historia es muy interesante. - Mañana la continuaremos; ahora a trabajar. Hablaban Martín Chemnitz, burgués de Estrasburgo, y Juan Gutenberg, el patricio huido de Maguncia, quien, refugiado en aquella ciudad alemana se ganaba el sustento construyendo chucherías que luego vendía en las ferias. La vida era dura y amarga. Muchos días se ganaba lo justo para mal comer, y en otros ni a esto se llegaba. Pero Juan Gutenberg era un hombre de fe, y muertos sus padres, que no pudieron sufrir el destierro, la fe hizo milagros. El mayor milagro era que el joven patricio de un día, que conoció el esplendor de su palacio en Maguncia y el amor de sus padres, a quienes adoraba, pudiera resistir los embates de la desgracia sin caer desfallecido. Había heredado la bondad y la ternura de su madre Elsa, y la terquedad, energía y constancia de su padre Federico. Estas virtudes venían a ser un contrapeso. La ternura sola es a veces un estorbo en la vida, pero la ternura, unida a la energía, resulta siempre un conjunto que hace a los hombres buenos y decididos al mismo tiempo. Así era Juan Gutenberg al hallarse solo en la vida. - Sois un hombre hábil, Juan - dijo Martín Chemnitz examinando una de las últimas chucherías construidas -. Al veros trabajar así, nadie diría que en vuestra juventud habíais sido un patricio... - Lo que os demuestra - contestó Juan Gutenberg estrechando afectuosamente a su amigo Martín - que los patricios no somos unos inútiles como arman los burgueses. En la desgracia sabemos también ganarnos el sustento. - Vos sois una excepción - contestó Martín -. Muchos de los patricios expulsados de Maguncia se mueren de hambre. Y prefieren eso a trabajar. El trabajo manual, en el que vos sois un maestro, es un estigma para ellos. - Sólo hay un estigma en la vida, amigo Martín - dijo sonriendo Juan Gutenberg-, y es ser un inútil. La vida nos enseña muchas cosas. Nunca sospeché que podría ser yo tan hábil como decís que soy… y, ya veis, al llegar el momento de tener que ganarme el sustento como un burgués, la vida me ha demostrado que tengo en mí condiciones para triunfar por mi propio esfuerzo. Y no me siento nunca satisfecho; siempre ansío un más allá, una mayor perfección. Estoy seguro que no voy a ser toda la vida un burgués miserable, hazmerreír de los chiquillos que se agolpan en torno a mi mesa de chucherías. Ambiciono triunfar, un triunfo debido no a la intriga, sino a mi propio esfuerzo, el más meritorio de todos los triunfos. - Tenéis una fe ciega en vos mismo - contestó Martín -, pero esto no basta, Juan, para triunfar. Vos bien lo sabéis; me consta que lo sabéis. Lo interesante en vos es que a una fe inmensa en las propias fuerzas se une un talento sin par.

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- Exageráis, mi buen Martín - dijo Juan dando unas palmadas cariñosas a su amigo -; exageráis. Soy un hombre como hay tantos en Estrasburgo; lo que sucede es que no me conformo, y esto es lo interesante. No conformarse con la suerte del presente es lo esencial para avanzar. Es posible que uno se estrelle, pero aun así, siempre será más meritorio que quedarse detenido. Tengo muchos planes. ¿Ilusiones? ¡Quizás sí! Pero ambiciono, y quien ambiciona lucha, y la lucha es la base del triunfo. - He visto vuestro último juguete - dijo Martín -. Es ingenioso, nadie puede negarlo. Domináis la mecánica como pocos. ¿Por qué no os dedicáis a otras cosas más provechosas? - Sueño en ello, Martín - le contestó Juan Gutenberg -, pero la necesidad de vivir me obliga a la construcción de las chucherías. Me falta capital para emprender algo de más enjundia; sin capital no puede hacerse nada de provecho. Martín no contestó. Luego, dándose una palmada en la frente, dijo: - ¡Puedo ayudaros! -¿Vos?- respondió Juan Gutenberg en un tono zumbón. - No os riáis. Yo no, porque soy pobre, pero conozco un pariente lejano de mi esposa que puede ayudaros económicamente. Es uno de los burgueses más ricos de Estrasburgo. Sin duda que si le hablara mi Luisa, le haría caso. - No me gusta mezclar las mujeres en estos asuntos - dijo Juan Gutenberg - Parece muy poco serio. - ¡Bah, bah! Esto son escrúpulos de niño - arguyó, riendo, Martín-. Lo interesante es conseguir el fin propuesto. Los medios, mientras no sean deshonrosos, son aceptables. Yo hablaré a mi esposa del asunto. Confiad en mí. - Ya sabéis que confío en vos, pero francamente, me hubiera gustado triunfar solo- contestó Juan Gutenberg. - Y solo triunfaréis. Dejar dinero no es ningún mérito; al fin y al cabo no será más que una especulación, porque mi pariente, el platero Abrahán Fabert, si deja en vuestros ensayos unos puñados de gulden, será para obtener otros más. No suelta un gulden si no tiene la seguridad de que va a lograr una cosecha de dinero. Es un judío, todo un judío... - Pero, ¿y si fracaso?- contesto Juan Gutenberg con un tono que revelaba turbación y duda en el éxito do sus planes... - Caray, amigo - le dijo amistosamente Martín -, si fracasáis, mala suerte. Pero yo no creo que fracaséis. No lo creo porque estos pequeños juguetes vuestros revelan un dominio excepcional de la mecánica. El hombre que sabe hacer estas cosas, puede hacer también otras muchas. - Me confundís con vuestra confianza. Esto me obliga a pensar muy bien vuestra oferta -contestó Gutenberg. - Mirad - dijo Martín -, hoy hablaré a Luisa de vos y ella se encargará de informar a Abrahán Fabert de vuestras condiciones para el trabajo. Mañana sabré si Luisa piensa ser vuestra abogada en este asunto. Si ella no tiene inconveniente en defenderos y apoyaros, contad con el dinero. - Tengo veinticuatro horas para meditar lo que me proponéis - contestó Juan Gutenberg- Es tiempo suficiente para tomar una decisión. - Os conviene el apoyo que os propongo-dijo Martín.

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Aquel mismo día, Martín Chemnitz expuso a su esposa Luisa las habilidades de su amigo y la necesidad de que fuera ella la que hablara a Abrahán Fabert para un préstamo. Todo de momento salió a pedir de boca. Luisa no conocía personalmente a Juan Gutenberg, pero sí por referencias de su esposo, quien siempre le elogiaba. A la mañana siguiente fue a la tienda de Abrahán, en el centro de Estrasburgo. - Hola, Luisa - dijo como saludo el joyero al ver a su parienta. Abrahán era, moral y físicamente, todo un tipo de judío. Vivía soltero en un piso modesto, pero se aseguraba que era uno de los burgueses más ricos de Estrasburgo, prestamista a un interés ilegal, pero muy reservado, de modo que esta cualidad le hacía persona grata a los que a él acudían. - Esperad un poco, Luisa. Pronto termino con un cliente y os atenderé. Mientras tanto, examinad mi colección de vajillas, que ya sé que os gusta mucho. - No os preocupéis por mí - contestó Luisa -. Sé entretenerme en vuestra casa. El judío se marchó y no volvió hasta tres cuartos de hora más tarde. Sin duda trataba de algo referente a préstamo, ya que el cliente, para no ser visto, salió por la trastienda. - Bien, bien - y al exclamar así iba frotándose las manos acompañando la acción con una sonrisa -. ¿Puedo saber, Luisa, qué os ha traído por mi casa? - ¿Veros? - contestó ella con un guiño malicioso. -¡Bah, bah!, tonterías. Vos siempre tan coqueta - dijo el judío, a quien no desagradaba la zalema de la parienta. Luisa era una de estas mujeres que se detienen durante años en la mitad de su vida y parece que el tiempo transcurre dejándolas de lado. Ella estaba bien formada, llena de carnes, y tenía los ojos juguetones y maliciosos. No vestía con lujo, pero tampoco con pobreza. Había llevado al matrimonio una dote decentita y sabía administrar. Malas lenguas aseguraban lo que nadie podía afirmar, guiándose más en el carácter zalamero y coquetón que en hechos ciertos. El judío conocía las murmuraciones; las creyera o no, en más de una ocasión tanteó el asunto para ver si era cosa fácil, y siempre halló, entre risas y bromas, una repulsa. En esto Luisa era maestra consumada. Sabía rechazar sin ofender, y en cada pretendiente desairado, no dejaba la agrura del desengaño, sino un amigo que se creía con derecho a volver algún día al ataque. Abrahán Fabert escuchó a su parienta al parecer con atención, mas cuando Luisa hubo terminado, no sabía en realidad lo que le había dicho. Tenía los ojos puestos en ella y el pensamiento en algo inconfesable. Al solterón le atraía la idea de una aventura, pero estaba escrito que aquella mujer no era para él, como no fue para otros hombres que desearon lo mismo. - Decíais...- dijo Abrahán en una pausa. - Ya veo que no habéis prestado atención a mis palabras - le contestó Luisa sin un deje de reproche. - Sólo sé que queréis dinero. - Ya sabéis lo suficiente - dijo Luisa sin abandonar su pícara sonrisa -. Vos lo tenéis y a otros les falta. - ¿Y quién es el amigo? - No es amigo mío; no penséis mal, que yo sé leer en vuestros ojos lo que no dicen las palabras -contestó Luisa.

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- ¿Y vos queréis que preste dinero a un desconocido? Luisa, no sois buena conmigo; esto es querer llevarme a un mal negocio. Luisa sonrió burlonamente. Conocía muy bien a Abrahán, mucho mejor de lo que le conocían los demás. Había frecuentado mucho en otros tiempos la casa de sus padres, y su madre le había hablado varias veces de las riquezas de la familia de su pariente, un verdadero lince en toda clase de negocios de usura y especulación. - Por lo menos decidme el nombre de la persona a quien va destinado mi dinero. Creo, Luisa, que a esto tengo derecho. No es costumbre dejar los gulden a ciegas. - Desde luego, tenéis un derecho - contestó Luisa -. Seguramente vos habréis visto unos juguetes muy ingeniosos en la feria de la plaza. El hombre que los construye es el que necesita el dinero y se llama Juan Gutenberg. -¿Juan Gutenberg? - exclamó Abrahán con manifiesta violencia. - Le conocéis - dijo Luisa al ver la actitud de su pariente. - No le conozco, pero sabed algo que es esencia: para este hombre mi bolsa está cerrada. Y que no se cruce en mi camino porque pondría toda mi influencia contra él. - Bromeáis o queréis negarme lo que os pido de un modo que revela el juego - dijo Luisa ante la incongruencia de las palabras de su pariente. - No bromeo, Luisa; no bromeo - contestó de malhumor el judío. - Decís que no le conocéis y, en cambio, amenazáis - comentó Luisa, intrigada -. No me negaréis que esto es incomprensible. -¡Quizás! Pero sabed algo que ignoráis. Abrahán Fabert hizo una pausa. Luego, lentamente, como si meditase cada una de las palabras que iba pronunciando, dijo: - En Maguncia había un hombre malo, un hombre que odiaba a los burgueses; este hombre se llamaba Federico Gensfieisch. Se casó con una patricia, de la casa de los Gudenberg, una muchacha muy bonita, Elsa. Del matrimonio nació el hombre para el que me pedís apoyo. - ¿Y qué hay de malo en ello? - dijo Luisa sin comprender las palabras de su pariente. - No me interrumpáis - contestó Abrahán-. No he acabado todavía. El judío hizo una pausa. Quería ser breve y meditaba las palabras para ahorrar las innecesarias. - Mi padre – continuó - estaba ligado con un hermano nuestro en religión y raza, a quien todos conocían por maestro Hans, por una amistad honda de muchos años. Este hombre, que había prestado excelentes servicios a la casa de los Gudenberg en Maguncia, fue traicionado por el padre del hombre para quien ahora me pedís apoyo y nuestro hermano Hans murió horriblemente. ¡Horriblemente, sí! Su cuerpo fue mutilado con salvajismo, y cuando mi padre, junto con hermanos nuestros, quiso recoger los restos de Hans, encontró sólo un montón de huesos calcinados: la hoguera había destruido su cuerpo. Esto no se perdona, Luisa. Hemos jurado no amparar a nadie de los Gudenberg durante tres generaciones... Luisa no quiso insistir. Únicamente lamentaba el tiempo perdido en casa de su pariente. No creía la historia, pero aun de ser cierta, sabía bien que Abrahán había dicho sólo una parte de la verdad. Los judíos eran odiados porque se

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dedicaban a la usura y a la especulación; de vez en cuando el populacho asaltaba sus tiendas y se entregaba al placer de la venganza sin que las autoridades reprimiesen enérgicamente los desmanes. El elector, los patricios, los burgueses y la plebe odiaban a esa gente sin escrúpulos que comerciaban con la miseria de los demás. Si maestro Hans murió como había dicho Abrahán, alguna de las suyas habría hecho, comentó Luisa para sus adentros. Al salir de la tienda del judío, se acordó de un amigo de su casa, el burgués Dritzehm. Así que luisa acudió a él. Dos días después, Juan Gutenberg tenía que agradecer a la esposa de su amigo Martín la amistad y apoyo de un hombre que reconocería el valor de los ensayos del patricio maguntino. Esta vez, Juan Gutenberg tampoco fue muy afortunado. En la Navidad de 1438 la muerte le arrancaba de su lado al buen amigo Dritzehm. ¿Qué había construido Gutenberg? Nadie lo sabía. ¡Era un misterio! Corrió por Estrasburgo la noticia de que el maguntino había inventado algo verdaderamente excepcional. Un día, en casa del juez Juan Locke, se vio el primer proceso contra Juan Gutenberg. No sería la última vez que lo llevarían a los tribunales.

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V

EL PRIMER PROCESO CONTRA JUAN GUTENBERG Al conocer Gutenberg a Dritzehm, firmó con él un contrato. En él se decía que al morir uno de los firmantes, los herederos percibirían una cantidad como indemnización, pero nada más. A los hermanos de Dritzehm, influenciados por los rumores que corrían por Estrasburgo de que Gutenberg había inventado algo que mantenía secreto, la codicia les impulsó a pretender que el maguntino les admitiese como socios. Pero Gutenberg se negó: nada le obligaba a ello y tenía demasiada fe en sí mismo como para tolerar que otros participasen en los beneficios. - Juez Locke, yo soy esclavo de mi palabra; si lo soy de mi palabra, lo soy más de mi firma - dijo Juan Gutenberg en el proceso-. Nunca prometí a los herederos del que fue mi socio darles participación en mis empresas. Ellos lo saben bien. Pero ahí está el contrato. Ni en sus artículos, ni en el espíritu de sus artículos, puede existir una duda. Tened la seguridad, señor Juez, de que si a pesar de este contrato, yo hubiera pronunciado de palabra lo que afirman los herederos del que fue mi socio, yo no dudaría ni un momento en romper este contrato. Los hombres demuestran serlo incluso en los pequeños detalles y un Gutenberg, señor Juez, no los olvida nunca. He aprendido la lealtad y la honradez en la escuela de un hombre bueno, combatido y odiado, pero para mí señor Juez, para mí y para muchos, lo más sagrado después de Dios: mi padre. - Pensad, señor Juan Gutenberg, que a este tribunal se os lleva también por dedicaros a actividades secretas. ¿Podéis contestar a una pregunta? - dijo el juez en tono amistoso. - Hacedla, señor Juez - dijo Juan Gutenberg -. Quizás pueda contestaros, quizás no. El juez Juan Locke hizo una pausa. Evidentemente meditaba cómo obligaría al procesado a contestar. En la sala había un silencio absoluto. Los vecinos de Estrasburgo se interesaban por aquel proceso, que se salía de la vulgaridad de la vida normal en los tribunales, a pesar de la aparente vulgaridad del asunto. - ¿Para qué habéis construido una prensa en casa del que fue vuestro socio? Juan Gutenberg titubeó unos momentos. Luego dijo: - Señor Juez. Cuando formamos sociedad con Dritzehm, juramos sobre los Evangelios mantener secretos nuestros trabajos. Yo no he jurado nunca en vano, y es mi deseo, señor Locke, mantener el secreto. No es una desconsideración a este tribunal; no la veáis en mis palabras. - Señor Juan Gutenberg- contestó gravemente el juez -, soy cristiano antes que juez, y no seré yo quien os obligue a romper un juramento. Libre sois de mantener o no el secreto. La opinión del juez no satisfizo a la sala. Juan Locke impuso rápidamente el silencio. Y añadió: - Podéis suponer, señor Juan Gutenberg, que este secreto os perjudica. Venís de Maguncia y os habéis amparado en una ciudad que pueden desconfiar de

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vos y de vuestro trabajo. No sois un ciudadano de Estrasburgo. Nada tengo contra vos ni contra vuestra familia, pero me consta que tenéis enemigos. ¡Muchos enemigos! Juan Gutenberg miró la sala. Evidentemente, entre los que la llenaban pocos estaban a su favor. El nombre de su madre, Gudenberg, era conocido entre los burgueses de Estrasburgo y no podía granjearle muchos amigos. Pero aun así, él estaba dispuesto a mantener el juramento El juez añadió: - Sólo una pregunta, señor Juan Gutenberg, y ésta podéis sin escrúpulos contestarla porque no roza vuestro juramento - Si es así - dijo Gutenberg - tened por seguro que contestaré. El juez, afectuosamente, con tono de amigo más que de magistrado, le preguntó: - Esta prensa que habéis construido, ¿no es una arma contra la seguridad de la ciudad? Juan Gutenberg no esperaba evidentemente la pregunta. Sonrió de momento sin decir palabra alguna. El juez añadió: - Señor Juan Gutenberg, pensad que muchos os creen un revolucionario. - Señor Juez - contestó gravemente -, jamás me metí en política. Si mi padre luchó en defensa de los patricios, yo, ya lo veis, soy burgués y con los burgueses vivo. No me hagáis la ofensa de la sospecha de que puedo ser un traidor. Los Gutenberg han luchado noblemente, y noblemente han vencido o han caído. Yo no mancillaré una tradición honrada. Os doy mi palabra, señor Juez Juan Locke, que jamás he pensado en perturbar la paz de esta noble ciudad de Estrasburgo. Que descansen tranquilos mis amigos y enemigos. Doy mi palabra que nunca he puesto mi trabajo al servicio de la política, ni de burgueses ni de patricios. Ni lo he hecho, ni pienso hacerlo. Juan Locke escuchó atentamente las palabras del procesado. Luego dijo: - Escucharemos ahora a los testigos de los que os acusan. Yo no quisiera molestaros, pero es la ley. Era evidente que el juez sentía simpatía por el procesado. Los burgueses de Estrasburgo le habían dado el cargo, pero era hombre partidario de la tradición patricia. Además, Juan Gutenberg, cortés en el trato, amable en sus palabras, de cara bondadosa dentro de unas facciones enérgicas de hombre luchador y decidido, no despertaba odio, no podía despertarlo en nadie. Pero en el fondo de todo aquello y de todo lo que en el transcurso de su vida le sucedería a Juan Gutenberg, había unas manos ocultas: las de los judíos. Habían declarado la guerra a los Gudenberg durante tres generaciones. No olvidaban que un Gudenberg fue su enemigo en la ciudad de Maguncia. Uno de los primeros testigos fue el judío Abrahán Fabert. - Señor Juez - dijo Abrahán en su declaración -, este hombre es peligroso. Su prensa ha sido desmontada. ¿Por qué? Para que nadie supiera su secreto. ¿Qué interés puede haber en ocultar una prensa? Aparentemente ninguno. Conocemos millares de prensas en nuestras ciudades para prensar uvas, y una prensa similar era, aparentemente, la de Gutenberg y su socio. Algunos de mis amigos pueden demostrar que les ha comprado plomo para la fundición. Todo esto es muy sospechoso, demasiado para que creamos en la lealtad de este

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hombre. ¿Una prensa? ¿Plomo? ¿Para qué? Nadie puede sospechar para qué se ha construido un artefacto así y para qué se ha adquirido el plomo. Algunos vecinos me han asegurado que se ha trabajado de noche sin permiso de la autoridad. El juez Juan Locke escuchó a más de diecisiete testigos; sólo tres de ellos fueron voces amigas. Los demás, o eran judías, o estaban a sueldo de los judíos. Otro juez hubiera fallado contra Juan Gutenberg. Juan Locke falló a favor. Aquel día se jugó la carrera. También a él le declararían la guerra los judíos de Estrasburgo. Años después Juan Gutenberg, asfixiándose en el ambiente enemigo de Estrasburgo, volvió a la ciudad de sus padres. Pobre, pero no vencido. Maguncia iba a ser el centro de sus luchas. Un Gutenberg la inmortalizaría. Se aproximaba la fecha única, solemne, grabada en piedra blanca, en que Juan Gutenberg estamparía por vez primera. ¡La victoria es sólo para los hombres de fe!

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VI

GUTENBERG EN MAGUNCIA - Vuestro padre jamás os hubiera perdonado la traición que cometéis. - No veo nada malo en mi trabajo. Antonio Fichte, hijo del patricio Juan Teófilo Fichte, recriminaba a Juan Gutenberg, el hijo de los Gudenberg, la vileza de haber descendido a burgués. Pero Juan, al llegar a Maguncia de nuevo, pobre, tan pobre que no poseía ni lo más indispensable para el sustento diario, no dudó ni un solo momento que era necesario trabajar como había hecho en Estrasburgo. ¿Trabajar? ¿En qué? ¡En lo que fuera! Primero vivir, y luego, resuelto este problema que no admite pausas, de nuevo a la ilusión de siempre, al invento que le absorbía todas las ilusiones, todos los afanes. Juan Gutenberg tenía una fe ciega en que le llegaría el triunfo. ¿Cuándo? No sabía cuándo, pero lo interesante en esto es que creía en el triunfo, y creer en algo, no dudar nunca, marchar con paso firme hacia un fin, es esencial para no caer vencido. - ¿Decís, Antonio Fichte, que ser burgués es una vileza? - preguntó Juan Gutenberg con ironía contemplando sus ropas en mal estado. - Para un hijo de patricio, sí -le contestó con orgullo Antonio Fichte. - Pues perdonadme, pero yo no veo vileza alguna en no querer ser un pordiosero. Me gano honradamente el sustento y tengo el orgullo, el bendito orgullo, de no acudir a las puertas de los amigos de mi casa implorando protección. Para mí no habría humillación mayor. No he descendido tanto ni descenderé jamás a tanto. Antonio Fichte, que había heredado de su padre Juan Teófilo Fichte, el amigo de los padres de Juan Gutenberg, el orgullo patricio y el hondo desprecio a los burgueses, no contestó. Indudablemente, no podía comprender aún por qué un descendiente de los Gudenberg al llegar a Maguncia pobre se negaba rotundamente a vivir como un patricio, despreciando el trabajo manual y amparándose en la clase noble que no le cerraba sus puertas. Después de una pausa, Juan Gutenberg, poniendo la mano en el hombro de su amigo, le dijo: - No podéis comprenderme. ¡Pienso tan diferente! Para mí no hay vileza alguna en el trabajo manual. Para mí, precisamente, la gran nobleza del hombre está en el trabajo. Y mientras pueda, jamás aceptaré una limosna. No quiero ofender a nadie, y mucho menos a los que deseáis protegerme por ser hijo de patricio. Os digo a todos gracias, mas no acepto. Dejadme vivir como yo he resuelto vivir. Nuevamente Antonio Fichte escuchó sin dar contestación. Luego, le dijo: - Juan, tú no debes hacer esto. Nos humillas a todos. Piensa que tu padre pertenecía a los patricios Gensfieisch, una casa antiquísima de Maguncia, y que tu madre era una Gudenberg. Usas el nombre de tu madre y ello te obliga, Juan, a mantenerte digno de la tradición patricia. Tus padres jamás te perdonarían este desvío.

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Juan Gutenberg se quedó pensativo unos momentos. El recuerdo evocado de sus padres en aquella ciudad de su juventud dorada, ¡cuántas emociones hizo desfilar rápidamente por su mente! Luego, con tono digno y resuelto, contestó: - Jamás me perdonaría una ofensa a mi santa madre; llevo un apellido y sabré honrarlo. Lucharé, amigo, para que el nombre de Gudenberg quede grabado en Maguncia y más allá de Maguncia sin una mácula. ¿Cómo? ¡Trabajando! Antonio Fichte hizo un movimiento de disgusto, y Juan continuó: - Voy a demostrar a mis amigos, a los que por lo menos fueron amigos de mi padre y de mi santa madre, que sé ser digno de mis antepasados. Voy a demostrar a los burgueses que desprecian a los patricios, que un hijo de patricios va a dignificar el trabajo con uno de los inventos mayores que ha podido concebir el hombre. Al oír la palabra invento, Antonio Fichte, que conocía los rumores que acompañaban a Juan Gutenberg desde Estrasburgo, replicó: - Ya sabemos en Maguncia que trabajas secretamente. ¿Un invento? Ve con cuidado Juan. No ignoramos que en Estrasburgo fuiste procesado y por aquí se te acusa de dedicarte a artes de brujería... Al oír aquello, Juan sonrió: No esperaba esa contestación por parte de su amigo. - No es ningún secreto mi proceso de Estrasburgo -replicó sonriendo-. No lo es tampoco que trabajo secretamente. Ambas cosas no quiero ni me interesa pasarlas en silencio. Pero si todos saben esto, todos han de saber también que el juez Juan Locke falló el pleito a mi favor. -Locke era tu amigo, Juan. - replicó rápidamente Antonio - No es cierto - dijo Juan Gutenberg dignamente. Antonio, ante el tono grave de Juan, no insistió. - No es cierto - continuó Juan Gutenberg -. El juez Locke no falló a mi favor por ser un amigo mío, como malévolamente te han hecho creer y han hecho creer a muchos, sino por ser un hombre justo. Antonio, tomando la mano derecha de su amigo, le dijo afectuosamente: - No he querido ofenderte, Juan. ¡Todo lo contrario! Quisiera verte entre nosotros como corresponde a tu nombre. Veo que no me comprendes. - Te comprendo, mi buen amigo, pero yo he decidido vivir de otra manera- le contestó Juan con el mismo tono amistoso-. Tengo otro orgullo, y que me perdonen mis padres si no pienso como ellos ni como piensan los descendientes de los que fueron sus amigos. ¿Patricio? Pero, ¿cómo voy a aspirar a ser patricio si no hallo otra vida más digna que el trabajo? ¿Cómo voy a vivir en la holganza, en la intriga, en la política de clase, si ninguna de estas tres cosas me interesa? Antonio escuchó, y se tomó algún tiempo para comentar: - Quizás algún día te arrepientas, pero será ya tarde -dijo con afecto-. Si desprecias la protección que te ofrecemos, jamás podrás rectificar. Para nosotros el Juan Gutenberg hijo de patricios habrá muerto. El otro Juan Gutenberg burgués no nos interesa. No te haremos ningún mal, pero tampoco ningún bien. Seguirás tu vida al margen de la nuestra y nos olvidaremos de que hayas vuelto a la ciudad de tu padres, en la que ellos lucharon tanto para enaltecer a la clase de la que tú desiertas.

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Juan Gutenberg, sin intentar convencer a su amigo, pero sí con ánimo de defender su criterio, le replicó: - Como patricio sería un Gutenberg como tantos han sido en la casa de mi madre o un Gensfieisch sin pena ni gloria en la casa de mi padre. Yo aspiro a algo más. Tengo fe en que un día mi nombre será respetado, en que podré vivir como patricio por mi propio esfuerzo. Mientras así no sea, déjame vivir mi vida sin criticarme. Yo no os hago mal alguno, aun cuando creáis todo lo contrario. Me encierro en mi vivienda y trabajo, pero nadie sabe que existo. Si todo sale como pienso, día vendrá en que mi nombre se elevará por encima de esas miserias de clase, por encima de burgueses y patricios, para proclamar algo que vale más que todo esto, algo que está por encima de todo esto, el fruto del esfuerzo al servicio de una idea en beneficio de la humanidad de hoy y de mañana. Antonio Fichte no comprendía a Juan Gutenberg. Las últimas palabras las había pronunciado con verdadera exaltación. ¿Qué quería decir? ¿Tan grande era su trabajo que pensase de aquella manera en la gloria? Dudó de él. ¿No estaría loco? Le miró fijamente y Juan Gutenberg comprendió sus dudas: - No me extraña que dudes de mi razón - le dijo Juan, sin un deje de amargura o de reproche -; no me extraña. No eres el primero que duda de mi cordura al oír mis palabras a medias. Pero, amigo, yo he de mantener en secreto cuanto hago, y no puedo ser más explícito en ellas. Y después de una breve pausa, con una sonrisa irónica, continuo: - Quizás sí que he enloquecido; puede ser. Pero loco o cuerdo, para lo que voy a intentar es igual, nadie ni nada me detendrá. Los patricios me cerráis las puertas y me negáis la protección. ¿Qué os he hecho? ¿De qué me acusáis? ¿Por qué soy un paria para vosotros? ¿Por qué decís que deshonro el nombre de Gensfieisch de mi padre y el de Gudenberg de mi madre? Antonio Fichte iba a contestar, pero Juan Gutenberg, lo cortó con un gesto: - Mejor no digas nada - y suavizó el tono para que las palabras no fueran muy tajantes -. Sé lo que piensas de mí y basta. No eres tú sólo: sois todos. Ni en Estrasburgo, ni ahora en Maguncia, he hallado un patricio que me comprenda y me ampare. Desisto ya de intentarlo porque es en vano, y necesito el tiempo para mi trabajo. Día vendrá en que me comprenderéis, porque, sabedlo, el mundo marcha aprisa y estos burgueses a quienes despreciáis como seres inferiores, van a tener el poder en sus manos, y cuando lo logren, proclamaran que si vosotros sois patricios por la sangre, ellos lo son por el trabajo, que también es un título. En muchas ciudades alemanas, los burgueses imponen su criterio y llegan a los cargos de responsabilidad. No se les puede cerrar ya el paso. A mí pues, burgués, y no es para mí una vergüenza serlo, no me detendréis tampoco. No vengo a disputaros el predominio en la política; mi camino es otro; mis ambiciones otras también; pero mi camino sólo lo siguen los burgueses, porque, como ellos, lucho y trabajo, con afanes de gloria, sin descanso, no sólo para ganarme el sustento o conquistar la fortuna, bienes de la materia, sino para dejar a los que me sigan algo más útil que un título: el triunfo del espíritu. Antonio Fichte, se sonrojó y exclamó:

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- No puedes ser mi amigo, Juan Gutenberg. No comprendo bien todas tus palabras, mas aun así, no cabe duda que te has envilecido, que has descendido mucho, que de lo alto de tu nombre ilustre te has hundido en el anónimo de un burgués cualquiera. Esto, Juan, es descender, es ir de más a menos, de la luz a la sombra, del bien al mal, porque, quieras o no, te has unido a los que un día combatieron a los tuyos y os echaron, como nos echaron a todos los que patricios éramos, de la ciudad amada, de nuestra Maguncia. Juan Gutenberg aceptó el reto que encerraban las estas palabras. Y tajante, sin suavizar la expresión, le dijo: - Yo no me uno con asesinos. Aquellos que asaltaron los palacios y asesinaron y se embrutecieron con todas las pasiones en la orgía del fuego y la sangre, aquéllos no son ni han sido jamás mis amigos. Podían ser burgueses, aunque no digo que lo fueran, pero para mí eran chusma, y la chusma no es burguesa ni patricia, sino el excremento de la humanidad. Yo me uno sólo con los que trabajan, con los que luchan, con los que piensan y estudian. Éstos sí que son mis amigos. ¿Burgueses? Pues, burgueses. ¡Qué importa! Y ahora, escucha -le dijo con tono de amigo-. Eres libre de cerrarme la puerta de tu palacio y de tu amistad; no me ofenderé. Pero escucha: Hoy, sin un gulden, me siento feliz. He ascendido mucho, mucho. El patricio inepto de ayer tiene un cerebro que piensa y unas manos que ejecutan lo que el cerebro dicta. ¡Bendito sea Dios que tan gran tesoro me ha dado! Y Antonio Fichte, encerrándose en su orgullo de clase, sintiendo un profundo asco hacia el trabajo manual, miró de arriba abajo y de abajo arriba al descendiente de los Gudenberg, y exclamó: - ¡Blasfemas, Juan Gutenberg! ¡Blasfemas!

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VII

AÑO 1440 - Es muy bello este pergamino, mi señor Juan Gutenberg. -dijo un muchacho espigadito de unos catorce años, de ojos vivarachos que revelaban una inteligencia despierta. Trabajaba en unos sótanos de Maguncia, encerrado catorce horas diarias en una leonera llena de trastos que no comprendía para qué servían. Era el aprendiz de Juan Gutenberg. - Escucha bien, muchacho - le dijo paternalmente Gutenberg -. Escucha bien. Si algún día olvidas el juramento que hiciste al entrar en estos sótanos, el castigo de Dios será horrible. ¡Horrible! Juan Gutenberg, más por el tono que por las palabras mismas, infundía continuamente en el ánimo del muchacho el temor al castigo divino si revelaba algo de cuanto veía, si faltaba al juramento que ante la imagen de Cristo y sobre los Santos Evangelios le hizo pronunciar al admitirle al trabajo. Luego, al ver que su oyente, su pequeño oyente, iba a llorar, Gutenberg, le agarró cariñosamente las manos, como un padre y le dijo sonriendo: - Hijo mío; yo sé que tú jamás hablarás de esto; si te lo digo es porque te quiero, porque no quisiera verte en pecado mortal por haber faltado a un juramento. Tú no has de decir nada a nadie de cuanto veas de lo que aquí se hace. Lo has prometido, lo has jurado que así lo harás. No lo olvides, pequeño. Y el aprendiz, que no comprendía nada de todo aquello, que sólo sabía que había hecho un juramento en aquellos sótanos obscuros y húmedos ante la imagen de un Cristo y un libro abierto, dijo medio lloroso: - Mi señor Juan Gutenberg. Yo no digo nada a nadie, ni nadie me ha preguntado qué hago aquí. Entro cuando todavía está oscuro y salgo ya de noche: nadie me ve. - Y tus padres, los Bode, ¿no te preguntan nada? -interrogó cariñosamente Juan. - Nada, señor. Mi padre es carnicero y mi madre lavandera. Tienen demasiado trabajo como para preocuparse de mí y de mis cosas. Saben que no estoy golfeando, que estoy con vos, y basta. Juan Gutenberg se dio por satisfecho. Luego, tomando un pergamino, le preguntó: - ¿No sabes leer? - Un poquito, señor -¿De verdad? - exclamó Juan Gutenberg, asombrado, pues en aquellos tiempos muchos príncipes no sabían lo que sabía el aprendiz. - He sido monaguillo en el convento de los frailes de San Pablo - contestó con evidente satisfacción el pequeño. - ¿Y los frailes han sido tus maestros? - Sí, mi señor Juan Gutenberg. Tomando al muchacho, lo levantó un poco en actitud cariñosa, y le dijo:

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- Has de bendecir todos los días a los frailes, pequeño Bode, porque ellos sí que te han dado un gran tesoro. ¡Saber leer! No comprendes seguramente, mi pequeño, lo que esto significa, lo que esto puede significar en tu vida. A mi lado te haré un hombre de provecho. Desde hoy me siento yo también un poco padre tuyo. Luego, besándole, exclamó: - Ven, hijo, mira. Y desenrolló un papiro: - Para escribir este papiro un hombre ha tenido que invertir muchas horas, y luego sólo ha obtenido un único ejemplar. Otros hombres han copiado lo que el primero ha hecho, y también han tenido que pasar horas y horas en el lento trabajo. Mirándole fijamente, Juan le dijo: - ¿Me comprendes, hijo? El muchacho, abriendo más los ojos que le brillaban por la confianza que merecía, contestó: - Sí, mi señor Juan Gutenberg; sí, le comprendo. Juan Gutenberg, satisfecho de la alegría del muchacho, lo acercó con cariño paternal y continuó: - Pues bien, hijo; tú estás aquí para hacer en un día muchas copias sin pluma de estos papiros y pergaminos. El muchacho abrió la boca como embobado, y Juan Gutenberg, sonriente, añadió: - Te extraña, ¿verdad? Pues así va a ser. Ya verás cómo de esta prensa van saliendo escritos. El muchacho se puso a reír, secundado por su maestro. - ¿No lo crees? - preguntó Gutenberg-. Pues sí - continuó-, de esta prensa van a salir libros. Evidentemente, el pequeño no tomaba en serio las palabras de su maestro. "Pero, señor" se decía por sus adentros, "¡qué bromista es mi amo! ¡Salir libros de una prensa de uvas! ¡Esto sería un milagro!" El muchacho, monaguillo en el convento de los frailes de San Pablo, había estado alguna vez en el escritorio monacal. Él sabía bien que los libros no se hacían con una prensa, con un prensa-uvas como el que había adquirido su amo. Además, era un prensa-uvas al que había cambiado algo, un inútil trasto viejo. No, no; no es posible, se decía el muchacho. Los libros se hacen de otra manera, leyendo uno y escribiendo otros. Así si que se hacen libros... Así los hacen los frailes, y ellos sí que saben de estas cosas... Juan Gutenberg comprendió las dudas de su aprendiz y le dijo: -¿No me crees? El muchacho sonrió, y vergonzoso, con el temor de ofender, contestó: - Bromeáis, mi señor Juan Gutenberg. Por toda contestación, Juan Gutenberg se llevó a su aprendiz a un rincón del sótano y mostrándole unos pedazos de madera, le preguntó, sonriente: - Dime, ¿qué ves? El muchacho examinó atentamente los pedacitos de madera, y luego, seguro de no equivocarse, contestó: - Son letras. ¡Letras de madera!

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Juan Gutenberg sonrió. - Sí, pequeño, son letras - le dijo -. Letras que con un cuchillo he ido grabando pacientemente. Y luego, sin añadir palabra alguna, tomó aquellas letras, atadas por su base con un bramante, las sujetó mejor en un cuadro de madera, les dio un poco de tinta negra hecha con hollín y aceite, distribuyéndola mediante unas pelotas de trapo, puso un trozo de pergamino, humedecido antes, sobre las letras, bajó el pisón de la prensa, y... al levantarlo y sacar el pergamino... -¡Milagro! ¡Milagro! - gritó estupefacto el aprendiz. Juan Gutenberg reía como un niño. - ¿Ves como salen libros del prensa-uvas? - le dijo paternalmente. El pequeño, estupefacto aún, sin comprender si estaba en la casa de Dios o en la del diablo, miraba asustado el pergamino con las letras estampadas. ¡Era verdad! Su señor amo hacía salir escritos en lugar de vino de un prensa-uvas. Aquello era un milagro o una brujería. Entonces Juan Gutenberg puso sus manos en los hombros del aprendiz, y le dijo: - Pequeño Bode, acabas de presenciar algo que no comprendes. ¡Y no me extraña! Ni yo mismo, que lo he hecho, me doy exacta cuenta de su importancia todavía. Pero sospecho que acabas de contemplar algo grande. Vendrá un día en que tú verás mi nombre venerado, y otros verán el tuyo también. Así lo sospecho, así lo deseo. Y luego, tras pronunciar una breve oración dando gracias a Dios, Juan Gutenberg tomó el pergamino estampado y durante un largo rato, en silencio, lo examinó. El pequeño Bode no decía ni hacía nada. Estaba junto a su amo, quieto, con la impresión de estar ante un momento importante, sin comprender por qué. Hasta aquel momento aquellos trastos no le habían dicho nada, aquellos pedazos de madera, aquellos botes de aceite y hollín, y menos aún aquel viejo prensa-uvas. Era natural: todo ello estaba lleno de vulgaridad en unos sótanos oscuros y húmedos como una celda de mazmorra. Y, sin embargo, en su alma ahora sentía el pequeño Bode el aleteo de la emoción. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué el milagro del pergamino con letras salido del prensa-uvas? Año 1440, año de los sótanos de Maguncia, leonera de trastos viejos, año del ingenio de un hombre y del asombro de un niño, pasó a la historia por aquella noche en que, humildemente nació un invento que cambió el mundo: la imprenta. Siglos después, palacios inmensos en lugar de sótanos obscuros; máquinas gigantes en lugar de un tosco prensa-uvas; un ejército de hombres en lugar del maestro Juan Gutenberg y del pequeño Bode, continuarán el milagro de imprimir libros.

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VIII

EL SOCIO Y PRESTAMISTA JUAN FUST

- Nunca hubiera dicho, pequeño Bode, lo que cuesta un negocio así. ¿Tú te creías que estos trastos inútiles, como a veces dices, no gastaban nada? Sí, sí, mi pequeño; sí que gastan. Tanto que sin una ayuda no podemos continuar... Juan Gutenberg estaba preocupado por su economía y la continuidad de su invento. ¿Descorazonado? No; no había tal cosa. Pero sí empobrecido. Un negocio, aun estando en unos sótanos, exige dinero, y sin él es negocio muerto. El maestro todavía no había hecho nada definitivo; todo habían sido ensayos, meros ensayos. Para imprimir un libro necesitaba el capital que durante años había buscado y que al fin parecía que iba a hallar. - Hoy vendrá a esta casa un señor a quien recibiremos con todos los honores. Quizás será mi socio - dijo Juan Gutenberg a su aprendiz. - ¿Tendré otro amo, mi señor Juan Gutenberg?- le preguntó el aprendiz con un tono que revelaba cierto desagrado. - Sí; desde luego - le contestó el maestro. De momento el aprendiz no dijo nada; se pasó la mano derecha por la cara copio si fuera un hombrecito meditando gravemente. Juan Gutenberg, en su bondad, lo comprendió: -¡Ah!, pequeño, ya veo que esto no te agrada. Dímelo con sinceridad, ¿verdad que no te gusta? El pequeño Bode, que amaba a Juan Gutenberg como si fuera su padre, no se atrevió a decir lo que pensaba. Juan Gutenberg acarició a su aprendiz y le dijo: - Vamos a ver, ¿por qué te disgusta esto? El niño sonrió, miró a su maestro a los ojos, y temeroso de no expresar lo que quería, contestó: - Mi señor Juan Gutenberg, durante años hemos estado solos y os he tomado cariño... Juan Gutenberg no lo dejó terminar. Al expresarse así su aprendiz, se le nublaron los ojos y la emoción se le agolpó. Desde aquel día, y con mayor motivo que antes, Gutenberg tendría en su taller no un aprendiz, sino un hijo, y el pequeño Bode se acercaría al maestro con amor filial, viendo en él a un padre. Luego, Juan le dijo al aprendiz: - Dentro de unos momentos recibiremos la visita de un señor. Es muy bueno y no te tratará mal. Además, no tiene por qué. Juan Gutenberg contempló a su pequeño amigo, y viendo que hacía un gesto de desagrado, continuó: -Sí, claro, comprendo que es desagradable. Yo también hubiera querido trabajar solo contigo. Eres muy bueno y te portas muy bien, pero quiero hacer algo grande y necesitamos dinero. El niño, a media voz, le replicó:

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- Mi señor Juan Gutenberg; la semana próxima mi padre os pagará la mensualidad del aprendizaje. El maestro sonrió ante la inocencia de su aprendiz. Cariñosamente le dijo: - Gracias, pequeño, por tus preocupaciones, pero necesito algo más de dinero. El pequeño Bode, queriendo a todo trance solucionar el asunto sin admitir otro amo, añadió: - ¡Ah!, mi señor Juan Gutenberg. Yo diré a mi padre que os pague más. Sí, sí; vos merecéis más. Aquí, junto con vos, paso catorce horas diarias, con vos parto el almuerzo y la merienda, también aprendo a ser hombre. Esto merece unos gulden más. Hoy hablaré a mi padre. Juan Gutenberg, con tono paternal, sin deseo de reprender al pequeño por sus preocupaciones, le dijo: - No hagas esto, Bode; no lo hagas. El niño miró a su amo con los ojos medio cerrados y mordiéndose los labios: era evidente que le desagradaba no poder solucionar el asunto a su gusto. Juan Gutenberg, sonriendo, pues se sentía complacido ante el afecto que le demostraba su aprendiz, añadió: - No digas nada a tus padres, porque no vale más lo que yo te enseño - Caramba, mi señor Juan Gutenberg; ¡ya lo creo que vale más lo que me enseñáis! -contestó rápido el chiquillo. -¡No, no! ¡Exageras, pequeño! - replicó cariñosamente el maestro. El niño sonrió, y animado por el tono de Juan Gutenberg, que le daba confianza, continuó: - Junto a vos he aprendido a leer... - Tú ya sabías leer; tus maestros fueron lo hombres buenos y sabios del escritorio del convento de San Pablo - replicó Juan Gutenberg. - Sabía poco, pero ahora sé mucho más, y no sólo es esto, empiezo a conocer el trabajo de grabar letras. ¿De quién lo he aprendido? ¡De vos, mi señor Juan Gutenberg! Escribir una letra lo pueden hacer muchos; grabar una letra en un trozo de madera, esto es ya mucho más difícil. Juan, sintiéndose halagado, le preguntó: - ¿Te gusta hacer letras? -¡Mucho! ¡Mucho!- contestó el aprendiz evidentemente emocionado. Juan Gutenberg continuó: - Pues, mira, pequeño; mira... Y le señaló unos pedazos de metal. - ¿Ves este metal? - ¿Para qué sirve? - Con este metal vamos a fabricar letras. El niño, al parecer, no le agradaba dejar el oficio de grabador de letras de madera. ¿Para qué lo había aprendido si ahora lo tenía que dejar? El maestro comprendió que su aprendiz no estaba muy convencido. Y cariñosamente añadió: - ¿Te gustaría hacer letras de metal? Mira, pequeño, primero he hecho unos cuños y en ellos echaré luego metal fundido. ¿Ves estos trozos de madera? El aprendiz los examinó y exclamó: - ¿Qué letras son? Sonriendo, el maestro replicó:

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- No son letras, mi pequeño, son unos cuños de madera para poner luego el metal fundido. - Me parece que estas letras no serán tan bonitas como las de madera que tenemos - dijo el aprendiz tornando un tono de entendido que hizo gracia a Juan Gutenberg. El maestro, para inspirarle más confianza, le dijo: - ¿Tú crees? - ¿Letras de metal? Ya verá, maestro, como no serán tan bonitas como las letras de madera. Estaban en este coloquio maestro y aprendiz, cuando alguien llamó con los nudillos en la puerta del sótano. Al oírlo Juan Gutenberg susurró al oído del mozalbete: - Nuestro nuevo socio, pequeño Bode. -Luego añadió-: Recíbele bien. Ya verás como es un buen señor... El maestro se apresuró a abrir y entró un hombre de mediana edad, de ojos pequeños y vivos, de nariz aguileña y labios carnosos. Su poblada barba daba al conjunto de la cara una expresión de dureza que no trataba de disimular con el gesto ni con el tono de las palabras. - Pasad- dijo Juan Gutenberg. Eran las primeras horas de la mañana y la luz que entraba por el ventanillo era muy escasa. - Tened cuidado - dijo el maestro acompañando al visitante cerca de la prensa-. Todavía se ve poco y podéis tropezar. Luego, señalando al pequeño Bode: - Mi rapazuelo, señor. Dirigiéndose al aprendiz, le dijo: - Vete un poco a tomar el aire que hoy hará muy buen día. Tienes dos horas de permiso. Cuando veas que el sol toca los balcones del primer piso de la casa de enfrente, vente que quizás te necesitaré. El muchacho, respetuoso, besó la mano de Juan Gutenberg e hizo luego lo mismo con el visitante. Juan Gutenberg le acarició; el visitante no dijo nada ante la acción respetuosa del pequeño. Luego, Juan Gutenberg, con orgullo de padre más que de maestro, añadió, una vez el muchacho cerró la puerta: - Es un hombrecito muy inteligente. El visitante, que no era otro que un rico burgués de Maguncia, Juan Fust, hermano del conocido platero maguntino Jacobo Fust, arguyó: - No me gustan los niños mezclados en estos asuntos. Replicó, con tono muy respetuoso y suave, Juan Gutenberg: -¡Ah!, amigo mío, no le conocéis. Es todo un hombre: reservado, trabajador, respetuoso, bueno y muy inteligente... Juan Fust, secamente, sin dar importancia a los elogios de Juan Gutenberg, le contestó: - Vos sois quien tenéis que tratarle, no yo. Pero a mí no me gustan los chiquillos cerca de las cosas serias y reservadas como ésta.

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Juan Gutenberg no creyó prudente replicar. En silencio fue acompañando a su visitante, quien lo examinaba todo. En aquel momento tenía en sus manos una hoja de pergamino estampada. - No es una obra perfecta - se apresuró a decir el maestro. - Bien se ve que no lo es- contestó secamente el visitante. Juan Gutenberg quiso disculparse, pero Fust lo cortó secamente: - Me gustan más los pergaminos escritos. No se gana nada con vuestros procedimientos. Comprendo, sí, que sería una solución poder hacer libros como vos proponéis, pero estáis todavía muy lejos de poderlo lograr. Las letras quedan mal alineadas y unas están más entintadas que otras; esto es muy feo; tenéis vos mismo que comprender que es muy feo. No sería negocio presentar un libro así; nadie lo querría. Juan Gutenberg, algo molesto por la crítica, replicó: - Todo se irá perfeccionando. Las letras de madera es difícil alinearlas bien y ahora estoy trabajando en hacer letras de metal. Creo que serán mejores para lograr una impresión más perfecta. El visitante examinó los cuños de madera que había construido Juan Gutenberg y las letras fundidas. Con un gesto demostró que no estaba muy satisfecho. Juan Gutenberg lo comprendió, y le dijo: - ¿Tenéis que hacer algún reparo? Juan Fust, sin levantar la vista de los cuños de madera, contestó con su tono habitual, seco y molesto: - No creo que sea práctico emplear cuños de madera. Mi hermano Jacobo conoce fundidores que quizás podrían darnos una solución. Es necesario transformar todo esto si me decido haceros un préstamo. Francamente, no estoy muy convencido, pues es arriesgado poner dinero en negocios que no inspiren confianza... Juan Gutenberg, molestado por el tono despectivo del prestamista, contestó: - Yo os he pedido 800 gulden oro y respondo con mi trabajo, con la prensa, el pergamino y los enseres. No tengáis miedo. Cobraréis el interés de vuestro dinero. Más si no lo creéis así, nada hemos hablado. No penséis nunca que deseo engañaros. Me ofenderíais y yo no merezco ni la duda ni la ofensa que encierra la duda. Comprendió el prestamista que no era prudente seguir con el mismo tono y, meloso, contestó: - No, no os ofendáis; creo en vuestro trabajo y en vuestra honradez. Y para demostrároslo os dejaré los 800 gulden oro. Haremos un contrato en el que responderéis de este dinero con el taller; no es mucho lo que vos ponéis para responder... Juan Gutenberg, rápido, le atajó: - ¿Creéis vos que no es mucho? ¡Estáis en un error! - Quizás sí, pero así a primera vista no creo que haya aquí nada que valga los 800 gulden oro que os dejo - contestó el prestamista, volviendo al mismo tono de indiferencia de antes, que exasperaba a Juan Gutenberg. - No digáis esto, porque no se trata de lo que pueden valer la prensa, las letras y la tinta. Claro, esto no vale los 800 gulden oro que vais a prestar. Pero, ¿y mi

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trabajo?, ¿y los libros que haré? Todo esto vale mucho; es una fortuna, señor Juan Fust. Y luego, con tono emocionado, añadió: - Creedme, señor Fust, que he pasado por trances difíciles en mi vida. Mas nunca he sentido la amargura, la honda amargura, que me han producido vuestras palabras. Todas mis ilusiones, toda mi fe, todas mis noches pasadas en vela, hoy las tengo que valorar, y ya veis, vos mismo creéis que no valen ni para garantía de 800 gulden oro que vos, sin duda, ganáis a veces en un instante, en una hora. ¡Es triste! ¡Tenéis que reconocer que para mí esto es muy triste! Había cifrado en este trabajo las mayores esperanzas. ¿800 gulden? ¡Ah!, una miseria. Yo soñaba con la gloria; sueño todavía con la gloria. Quisiera poder llegar a ella con mi propio esfuerzo, pero veo que no es posible. Por esto acudo a vos. Tened un poco de fe, que yo tengo mucha. Ayudadme con vuestro préstamo. Para vos 800 gulden oro nada significan y para mí lo significan todo. Había tanta emoción en las palabras de Juan Gutenberg que Juan Fust no se atrevió a seguir con su táctica de prestamista basada en la indiferencia y el desprecio para demostrar que al dejar una cantidad no se hace un negocio sino un favor, para que no se tenga de agradecer, sino de ser agradecido. - Ya os he dicho que estoy dispuesto a haceros el préstamo y os he fijado las condiciones. No hablemos más de ello porque no quiero molestaros ni ofenderos. Juan Gutenberg examinó el pergamino que le mostró Juan Fust, quien ya antes había redactado el documento, prueba evidente que estaba interesado en hacer el negocio. Luego firmaron ambos, y así acabaron las formalidades del primer préstamo, de la primera hipoteca, sobre el invento de Juan Gutenberg. Salió Juan Fust de los sótanos, y al despedirse, dijo sonriendo: - Ahora, a trabajar. - Deseos y voluntad no faltan; si Dios me da la salud que hasta ahora no me ha negado - contestó gravemente Juan Gutenberg-, tenéis seguros vuestros intereses. Juan Fust, sonriendo, replicó: - No; no lo digo por esto. Juan Gutenberg, sin perder la digna actitud anterior, contestó: - Pues yo si; comprendo que vos penséis en vuestros intereses y yo pensaré en ellos más que vos. Para mí vuestro dinero es sagrado, y como decís que la garantía que os ofrezco vale muy poca cosa, no quiero que hagáis un mal negocio. Sería verdaderamente una lástima que lo hicierais. Juan Fust miró fijamente al maestro para conocer si había ironía en sus palabras. Luego, le contestó: - Ya pasaré algún día a veros. - Esta es vuestra casa- dijo Juan Gutenberg. Luego añadió, invitándole a entrar de nuevo-: Hay algo que os recuerdo, y no debéis molestaros: el juramento que me hicisteis de guardar secreto el pacto y sobre cuanto aquí se hace. Juan Fust, con su habitual tono áspero, replicó: - Habéis tratado con un hombre, y un hombre no jura en vano. -Luego, añadió-: Si a vos os interesa mantener secreto vuestro trabajo, a mí me interesa más

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que a vos, pues mi dinero está más seguro sin el peligro de la competencia. Así, pues, no hablemos más de ello. Se despidieron ambos. Durante media hora estuvo Gutenberg solo entregado a sus meditaciones. Luego, llegó el aprendiz. Al verlo entrar, el maestro demostró gran alegría. - ¿Te has divertido?-le preguntó. - No mucho - contestó muy serio el muchacho. El maestro sonrió y le acarició la cabeza, y le dijo: - ¿Te gustaría ir un día de pesca? El muchacho, que nunca había pescado, pero que había visto los peces en el Rin, contestó rápido: - Debe ser muy bonito, mi señor Juan Gutenberg. - No te pregunto esto. Te digo si te gustaría. El muchacho, sin atreverse a una afirmación, contestó: - ¡No sé! ¡Me parece que sí! Y Juan Gutenberg, acariciándole la cara, le dijo: - Ah, picaruelo. ¡Ya lo creo que te gustará! Vamos a cerrar el taller y pasaremos unas horas en el Rin. Hoy es día de fiesta para nosotros dos. ¡También debemos tener nuestras alegrías! Media hora después, el aprendiz, cargado con los paquetes de la comida, y el maestro, con los utensilios de la pesca, iban por las calles de Maguncia en dirección al Rin. Así celebraba Juan Gutenberg su primer trato con Juan Fust.

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IX

ELOÍSA - Te he llamado, Eloísa, porque quiero hablarte de algo muy serio y muy trascendental para tu vida. No eres ya una niña, sino toda una mujer y es necesario pensar en tu porvenir. Mi misión de padre me obliga a ello. Tú has de ayudarme porque yo sólo ansío tu felicidad. Los padres queremos siempre la felicidad de los hijos, y como tenemos experiencia, podemos ser un excelente guía en vuestra vida. Lo que sucede es que a veces los hijos se nos adelantan en su afán de ir solos por los caminos de la vida. Eloísa no comprendía nada de cuanto le decía su padre Juan Fust. Era una muchacha no muy bella, pero simpática, con los encantos de una juventud sana, de unos diecisiete años que representaban un poco más. Había pasado de un salto de la niñez a la pubertad. Sin darse cuenta ni sus mismos padres, la niña de ayer era una mujer. ¿Había tenido ya su primer amor? ¿Había amado o amaba Eloísa? Esto es lo que quería saber Juan Fust de una manera discreta. Las mujeres son muy reservadas en sus afectos y se requiere mucha habilidad para sondear sus almas. Eloísa había sido hasta hacía muy poco, una niña. Sus juegos y sus amistades de hacía poco eran, por consiguiente, adecuados a su edad. Juan Fust, en realidad, se había preocupado muy poco de ella; tenía otros afanes, los afanes del dinero, para perder el tiempo en educar, en vigilar a una hija. Esto son cosas de mujeres, y confió siempre en su esposa Berta. Madre e hija sí que se comprendían, pero el padre en este caso no confió a nadie su secreto. Era una misión muy delicada la suya y tenía empeño en triunfar. Las mujeres, se decía por sus adentros, tanto lo pueden arreglar todo como pueden estropearlo. Luego de una pausa, y tomando la mano derecha de su hija, con un tono muy suave, nuevo en Juan Fust, siempre de mal humor en su hogar, añadió: - Eloísa, te digo todo esto porque si algún día piensas en tener novio es necesario que me consultes. La muchacha se sonrojó. Bajó los ojos y nada contestó. Juan Fust no sabía cómo interpretar aquella actitud. ¿Se habría adelantado su hija a sus planes siguiendo un camino diferente del que él deseaba que siguiese? Sería lamentable, porque él estaba dispuesto a no fracasar, y la hija pasaría por el dolor de abandonar ilusiones y retroceder el camino recorrido en sus afectos. Para Juan Fust sería mucho más grato no tener que imponer su autoridad. Hasta aquel momento ningún plan tenía respecto a su hija; pero desde su contrato con Juan Gutenberg, ampliado luego con un segundo préstamo que ataba de pies y manos al maestro, las cosas habían variado mucho. Juan Fust, con su visión de lince en materia de negocios, comprendía que Juan Gutenberg tenía entre manos algo verdaderamente excepcional, algo que llegaría a valer una fortuna. Y con ánimo de judío, asesorado por judíos, que odiaban a muerte al maestro, planeó algo indigno, para lo cual necesitaba la

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colaboración de su propia hija y de uno de los más expertos grabadores de Maguncia, Pedro Schoeffer. - Eloísa -dijo cariñoso dirigiéndose a su hija, e hizo una breve pausa como meditando sus propias palabras. -Eloísa - siguió luego, meloso y sonriente - convendría que pensases en casarte. La muchacha levantó la cabeza, sorprendida, y sólo replicó: - Pero, padre... Juan Fust, con el mismo tono, añadió: - Sí, hija mía, me interesa que aceptes por esposo a uno de los hombres más inteligentes de Maguncia, al grabador Pedro Schoeffer. Evidentemente, por la actitud dubitativa de la muchacha, ésta hacía en aquel momento un esfuerzo mental para recordar aquel nombre. - No te es desconocido -dijo el padre-. Le has visto más de una vez en la tienda de mi hermano Jacobo. Entonces fue cuando Eloísa recordó el nombre y la figura de Pedro Schoeffer. Evidentemente, lo había visto más de una vez. Y la muchacha se preguntó por qué el padre le proponía aquel matrimonio inesperado con un hombre con el que no había cruzado ni siquiera una palabra. Desde muy pequeña, Eloísa había sido educada en la escuela de la obediencia. En su casa se hacía la voluntad del padre; Juan Fust no toleró nunca, ni siquiera en las nimiedades de la vida, la más ligera discusión de sus planes. Él proponía y a él se le había de obedecer. ¿Cómo iba ahora Eloísa a discutir con su padre si le agradaba o no el matrimonio propuesto? Ella no estaba enamorada de nadie, porque todavía no se había detenido en su vida en pensar en el amor. Pero aun así, pero aún sin otro hombre en sus afectos, sentía en su alma algo que se rebelaba contra la proposición paterna. Y es que ella se veía humillada al ver que su padre, sin titubear, la consideraba como un negocio más entre los muchos que continuamente planeaba. Juan Fust comprendió la lucha interna en su hija y quiso desvanecer la nube de tristeza que se apoderaba de ella. - Dime, Eloísa, con franqueza, sin temor alguno, ¿habías pensado en algún otro hombre?- preguntó cariñosamente el padre. La muchacha se sonrojó. Titubeó unos momentos y luego contestó: - No, padre; no he pensado nunca en esto. La expresión de Juan Fust demostraba bien a las claras que le satisfacía saber que no había otro amor como obstáculo. Siendo así, ¿qué duda podía caber que iba a ser mucho más fácil realizar el plan que se había propuesto llevar a cabo para apoderarse de la imprenta de Juan Gutenberg, una vez contraído el matrimonio? Necesitaba la colaboración técnica de Pedro Schoeffer; con ella iba a resultar fácil substituir al maestro. A la mañana siguiente, el grabador fue presentado a la hija del prestamista y los esponsales se celebraron seis meses después. Juan Fust y su yerno Pedro Schoeffer iban a cometer una infamia: dejar a un pobre viejo que había luchado tanto para vencer y triunfar, sin el fruto de su trabajo. Aun más: lanzar por Maguncia la noticia de que el inventor de la nueva técnica había sido el grabador Schoeffer.

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Pero Dios es justo y el nombre de Juan Gutenberg no cayó en el olvido.

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EL SEGUNDO PROCESO DE JUAN GUTENBERG - Sí, reconozco la maestría de Pedro Schoeffer como grabador, pero la invención del tipo de metal fue idea mía. Es triste que mis socios me discutan lo que ellos saben que es indiscutible; cuando Juan Fust y Pedro Schoeffer entraron en mi taller, la idea de estampar libros era ya algo más que una idea: era una realidad. ¿Por qué, señor juez Boheraave, se me discute esto? ¡Cuánta maldad en los hombres! ¡Cuánta perfidia! Nunca sospeché tal cosa de los que yo consideré mis amigos, y como amigos fueron tratados. Les abrí los brazos, les revelé el secreto de mi invento, y cuando ya tienen la experiencia, me lo quieren quitar. Así se expresaba Juan Gutenberg ante el juez Boheraave en la sala de Justicia de Maguncia. Como acusadores estaban sus socios. Bien claramente se veía que Pedro Schoeffer sentía en el fondo de su conciencia ciertos escrúpulos por aquella acción indigna, pero, hombre débil y ligado a Juan Fust por lazos de parentesco desde su matrimonio con Eloísa, no hacía más que seguir los dictados de su suegro. El juez Boheraave comprendía todo el drama de aquel hombre que después de luchar durante años, cuando ya tenía el triunfo en sus manos, se veía desposeído de todo, lanzado a la miseria. - Con la ley en la mano, nada más puedo hacer lo que ella me dicta - dijo el juez a Juan Gutenberg-. Tenéis un contrato, debéis, con los intereses, 2.026 gulden, y sólo hay dos caminos: o pagar o responder con el taller, los enseres, el pergamino y el papel impreso y sin imprimir. Si no podéis pagar, forzosamente el taller tendrá que pasar a ser propiedad de Juan Fust. Juan Gutenberg comprendía bien la situación jurídica en que se hallaba el juez. Pero a pesar de ello, insistió de nuevo: - Señor juez Boheraave, no os hago ningún reproche; no puedo hacerlo, sino todo lo contrario. Os debo las mayores atenciones. Sin embargo, mi drama es tan hondo en mi vida, que veo desplomarse mis mayores ilusiones. Pensad, señor juez, la honda tristeza que me embarga en estos momentos. Se me despoja de todo con evidente mala fe. Reconozco que debo 2.026 gulden, que de ellos he respondido con el taller y la producción, pero yo podré pagar dentro de poco. Hace ya meses que estamos trabajando en la estampación de la Biblia; podremos vender el libro mucho más barato que los salidos de escritorio, y esto representará, con el tiempo, millares y millares de gulden. No pido que me condonen cantidades que debo; pagaré hasta el último gulden. El juez se dirigió a Juan Fust: - Vos tenéis que decir si retiráis la acusación. Creo en la palabra de Juan Gutenberg. Desciende de una familia ilustre, de gran prestigio en Maguncia, contra la que nadie puede levantar el dedo acusador. Esperad unos meses más, el tiempo necesario para terminar la estampación de la Biblia. Entonces os será fácil cobrar.

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Juan Fust, con aspecto compungido, contestó: - Bien quisiera, señor juez, poder complacer a mi socio, pero es lo cierto que necesito la cantidad que me debe; sí la necesito. Huelga indicar que no puedo hacer ningún nuevo préstamo, y sin un nuevo préstamo, ¿cómo va a terminarse un libro para el que se necesitan todavía unos 500 gulden? Lo negocios de mi hermano no van muy bien, señor juez, y los míos han ido en los últimos tiempos de mal en peor. Y después de una breve pausa continuó: - Para mí es muy triste, señor juez, tener que proceder así. No hay mala fe en todo ello; no creo conveniente ni oportuno continuar un negocio que se va tragando continuamente un gran capital. ¿Qué resultados se han logrado en los dos últimos años? Tenemos la Biblia a medio terminar y estoy asustado del dinero que se ha necesitado ya y se necesita aún. Si hubiera sospechado estos resultados, no hubiera comprometido mi capital en una empresa así. No se trata ahora de esperar, que también esperaría, sino de gastar más y más aún. No es esto todo; me duele decirlo porque voy a molestar a mi socio: he perdido la confianza en Juan Gutenberg. Y sin confianza no podemos seguir ni un minuto más juntos. La sociedad que habíamos formado ha de quedar disuelta; mis conclusiones son: o se me entrega la cantidad prestada o pasa a mi poder el taller con sus enseres y la producción hecha. Contratos son contratos y e necesario hacer honor a la firma… Juan Gutenberg se levantó airado, y señalando a su socio exclamó: -¡Lo que pedís es una infamia! - Es la ley - contestó Juan Fust con fingida humildad y empleando un tono conciliador. - Quizás sí; seguramente sí, pero bien sabéis que, a pesar de ser la ley, cometéis una infamia. Al quitarme la imprenta me quitáis la vida, me hacéis un mal incalculable. Yo no merezco este trato. No quiero suplicaros clemencia porque veo bien que todo sería inútil. ¿Decís que vuestros negocios van mal? ¿Decís que los negocios de vuestro hermano van mal también? ¡Un poco de pundonor, señor Juan Fust! Todo Maguncia sabe que sois rico, que nadáis en la abundancia, que para vos y vuestro hermano los 2.000 gulden que os debo no son nada, absolutamente nada. Entonces, ¿por qué procedéis así? Lo habéis dicho ya; lo he oído bien, pero habéis mentido. Vos no necesitáis mi dinero; vos queréis expoliarme. La ley os ampara, Juan Fust; Dios no os amparará... Juan Fust al oír las últimas palabras de Juan Gutenberg, se levantó para contestar. Gutenberg, con actitud más airada todavía, exclamó: - No, Juan Fust, no; vos no debéis hablar. Permitidme, señor juez, que me defienda, porque este derecho yo sé que no me lo vais a negar; yo sé, señor juez, que vais a escucharme hasta que, fatigado, haya dicho mi última palabra. Sois bondadoso conmigo y no sé cómo agradecerlo. La emoción, la ira, la desesperación, extenuaban a Juan Gutenberg más que las palabras. Reposó unos segundos; luego, bien dignamente, alta la cabeza y con actitud grave y solemne, exclamó, dirigiéndose a Schoeffer: - Os perdono, Pedro Schoeffer; vos no sois capaz de hacer lo que hacéis sin vuestro ángel malo, sin este hombre que os ha dado su propia hija Eloísa para teneros más sujeto a sus ambiciones. Os conozco bien; hemos estado

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demasiado tiempo juntos para que no haya podido saber que en el fondo sois un hombre bueno. Por esto os digo: vuestra conciencia no os dejará tranquilo por haber despojado a un anciano de sus bienes, o por lo menos, por haber contribuido a este inicuo despojo. Pedro Schoeffer, que hasta aquel momento no había dicho ni una palabra, contestó a su maestro, al parecer sinceramente. - Lamento, mi buen Juan Gutenberg, todo esto; sin embargo, tenéis que comprender que yo nada puedo hacer, pues no es a mí a quien debéis el dinero. Entonces, Juan Gutenberg llevó la argumentación por otros caminos: - Lo verdaderamente triste en este asunto es que no sólo pretendéis quitarme la imprenta, sino incluso la gloria de haberla inventado ¡Esto es una ignominia! Lamento tener que hablar así, y en una sala de justicia, pero aun me expreso débilmente para llevar al ánimo del señor juez la enormidad de vuestra actitud. Entonces, cambiando el gesto y la voz, continuó casi suplicando dirigiéndose a Pedro Schoeffer: - Vos nada podéis hacer porque no es a vos a quien debo el dinero. Lo habéis dicho y yo soy el primero en reconocerlo. Pero, ¿quién puede negaros que tenéis influencia en la casa de un hombre cuya hija es vuestra esposa? No os imploro piedad; os pido tan sólo un poco de compasión; sólo un poco. Haced cuanto podáis, no por mí, sino por mis afanes y mis ilusiones, por todo lo más sagrado que hay en mi vida: los frutos de mi trabajo de años. Sois un hombre hábil; lo reconozco. Incluso os diré que en la fundición de letras me ganáis en arte y perfección. Pero, ¿por qué vais pregonando por la ciudad y fuera de ella que vos y Juan Fust sois los verdaderos inventores de la imprenta? Vosotros no habéis inventado nada del procedimiento; lo habéis perfeccionado, pero nada más. Perfeccionar nunca ha sido crear: yo he creado y vosotros habéis perfeccionado. Los unos somos complemento de los otros; yo necesito vuestro capital, o el del vuestro suegro, y vosotros necesitáis mi experiencia. Hizo una pausa Juan Gutenberg en su perorata. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su frente; sentía un ahogo que cada vez se apoderaba más de él; sin duda que, de estar solo, hubiera llorado como un niño. Luego, lenta, pausadamente, continuó: - ¡Dios os perdone el mal que me hacéis! No dijo nada más. Se sentó y bajó la frente como en profunda meditación. Sabía que de aquella sala iba a salir despojado de cuanto más apreciaba en su vida. Había hecho cuanto humanamente estaba en su mano para defenderlo, pero comprendía que el juez, siguiendo los dictados de la ley, nada podía hacer en su favor. Había firmado un contrato y esto obligaba a compromisos que en aquel momento no podía cumplir. El juez Boheraave intentó, por última vez, una conciliación. Dirigiéndose a Juan Fust, le dijo: - Señor, os ruego que antes de tener que dictar sentencia intentéis llegar a un acuerdo. Sería muy conveniente que hicierais un esfuerzo. Pensad en la amargura de este hombre digno que todo lo pierde por una cantidad de dinero, no diré insignificante, pero sí que no está al nivel de la garantía y, sobre todo, de lo que la garantía significa para el buen vecino de esta ciudad, el señor Juan

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Gutenberg. Vos podéis, creo, llegar a este acuerdo. Con el deseo de no perjudicar, os ruego que hagáis este esfuerzo. Juan Fust miró al juez primero, luego a Pedro Schoeffer y a Juan Gutenberg. No dijo nada, y se limitó a contestar con un signo negativo. La sentencia quedaba escrita ya. Juan Gutenberg salió de aquella sala con un peso en el alma que le envejeció en minutos. No era el mismo. Gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas y lloraba como un niño. ¡Señor! ¡Señor! ¡Qué cruel destino el de Juan Gutenberg! Primero una juventud pasada en el fragor de la lucha y de los odios entre patricios y burgueses; luego, el destierro, y con el destierro, el hambre; más tarde, la enemistad de los de su clase por haber pasado a burgués y ganarse el sustento con el trabajo manual, lo más indigno para un patricio o un descendiente de patricios. Lucha con judíos enemigos de su casa; proceso de Estrasburgo; otra vez en Maguncia; trabajo durante años enterrado en unos sótanos; miseria, dificultades y más dificultades; contrato con Juan Fust, y cuando todo se ha vencido, cuando ya se empieza a imprimir la Biblia, cuando ya se hacen cálculos sobre las ganancias que proporcionara su venta, el ave de rapiña alarga las uñas, extiende sus alas, levanta el vuelo y se lo lleva todo. ¡Todo! ¡Absolutamente todo! La imprenta, los enseres, el pergamino y el papel, y, sobre todo, la idea, aquella idea luminosa que Dios puso en la mente privilegiada de Juan Gutenberg... Juan Fust, y sobre todo Pedro Schoeffer, indudablemente más digno, por lo menos de momento, el yerno y el suegro, vieron pasar a Juan Gutenberg sin intentar ni siquiera mirarle en la cara. Todavía les quedaba un mínimo de dignidad humana... El maestro sí que les miró. ¿Con desprecio? ¿Con asco? Es difícil decir lo que encerraba aquella mirada bañada de lágrimas y de una honda tristeza. Aquella mirada era de despedida. Jamás volverían a ser amigos, ¡Jamás! La bondad, la lealtad, la nobleza, se separaban del judío prestamista y del yerno unido a los negocios del suegro con algo no muy digno, como el matrimonio por conveniencia. ¿Qué pensaba Juan Gutenberg en aquellos momentos? ¿En el mañana? ¡Quizás sí! Pero el mañana también fue cruel. ¡Se olvidó del maestro! Durante años y años, siglos enteros, pocos pensaron en el maguntino que dio al mundo el nuevo Arte; luego, ya en el siglo dieciocho, se despertó en la conciencia del hombre el deber de la gratitud. Hoy se levantan monumentos al hombre occidental que concibió la idea de imprimir libros.

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XI

LA IMPRENTA DE FUST Y SCHOEFFER - Debemos perfeccionar el entintado - decía Juan Fust, examinando un pliego de la Biblia. - De esto se va a encargar Mentel: conoce bien esta técnica de manejar las balas distribuyendo por un igual la tinta en el molde. Ha sido uno de los mejores discípulos de Juan Gutenberg y queda a nuestro servicio- comentó Pedro Schoeffer. Suegro y yerno dirigían ahora la imprenta después del despojo. Continuaban la estampación de la Biblia empezada por Juan Gutenberg. Habían decidido organizar la venta de los libros montando algunas oficinas distribuidoras. Se estaban, ultimando los contratos con dibujantes y grabadores; unos, para iluminar la Biblia, esto es, para dibujar las iniciales y darles color, imitando así los trabajos de los escritorios; los otros, para las láminas de las ediciones que estaban en proyecto. Juan Fust, pasados unos días del despojo, y después de un simulado cierre del negocio, volcó en él una parte de su fortuna. Y de nuevo, con parte del personal de Juan Gutenberg, volvió a estampar. Pedro Schoeffer reemplazó técnicamente a Juan Gutenberg. Y lo hizo mejor, puesto que era un buen artista, tenía muy buen gusto, grababa muy bien, y con el afán sin duda de pregonar un día que aquella técnica era suya, perfeccionó lo hecho por Gutenberg. Tenía a su favor la fortuna del suegro, lo que precisamente le faltaba al maestro, agobiado continuamente por contratos de hipoteca y la falta de capital. Pasaron varios meses. Un día, Juan Fust regaló al yerno un magnífico anillo, y le dijo, al ver el asombro de Pedro Schoeffer: - Os lo habéis ganado. Hoy hace años que os casasteis con mi hija, hoy hace años que entrasteis a mi servicio, y hoy terminamos la Biblia. ¡Estoy satisfecho de vos! Pedro Schoeffer, examinando la joya, musitó: - Quizás es demasiado valioso el regalo. Me he limitado a trabajar, a ganarme el sueldo que me estipulasteis. Juan Fust, afectuosamente, le replicó: - Lo sé, pero sin vos, mi buen yerno, yo nada hubiera hecho de esta imprenta. ¿Qué sé yo de fundir letras? Y, en cambio, vos las fundís maravillosamente. ¿Qué sé yo de manejar la prensa? Vos sois un maestro prensista. ¿Qué sé yo de manejar las balas? Vos conocéis todo este trabajo a la perfección. A vos os lo debo todo. Esta joya no es ni un grano de la gratitud que merecéis. Al ver la satisfacción de Pedro Schoeffer, Juan Fust continuó - Sabed algo que os alegrará. Hoy vienen varios libreros a ver vuestra obra, a ver estas magníficas Biblias, que expondremos en la joyería de mi hermano Jacobo. En Maguncia, en otras ciudades, no se habla de otra cosa más que de vuestro invento.

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Al oír la palabra invento, Pedro Schoeffer se sonrojó. Un poco de pundonor todavía quedaba en su alma. Juan Fust, fino observador como prestamista que era, lector de lo que expresaban el rostro y los ojos, replicó: - Sí, amigo mío, sí; vos sois el inventor de esta técnica. Nadie ha de conocer el proceso que se celebró a puerta cerrada, y si Juan Gutenberg pregona otra cosa, ¿quién va a creerlo? Nadie sabía lo que hacía en los sótanos; así pues, decidme, ¿quién puede disputaros la gloria de haber inventado este procedimiento? Vos mismo no dudáis ya que nadie os puede disputar esto. Hizo una pausa. Notó que sus palabras resonaban bien en el alma de Pedro, y continuó: - Además, interesa a nuestro negocio que así sea. Para todos mis clientes vos sois el inventor y yo vuestro socio capitalista. El talento y el dinero se han unido. Nos esperan días de gloria. Nos aguarda una fortuna. Han salido agentes de Maguncia en dirección a las principales ciudades de Europa para propaganda de la Biblia estampada, que venderemos algo cara para ganar pronto mucho más de lo que habíamos pensado al principio. - Tened cuidado en fijar el precio - objetó Pedro Schoeffer-. Si resulta muy cara, podemos quedarnos con parte de la edición sin colocar, y entonces no hay negocio o el negocio es mísero. Juan Fust se rió. Comprendía que su yerno era un maestro en su especialidad, el grabado y la estampación, pero un aprendiz en el comercio. Amigablemente le contestó: -¡No, no! ¿En dónde veis el peligro? Pensad por un momento que no tenemos competencia; los escritorios jamás podrán vender como nosotros venderemos. Su producción resulta siempre más cara, mucho más cara que la nuestra. Pedro Schoeffer hizo un gesto de convicción y se limitó a contestar: - Yo no entiendo de esto. Para mí el taller, para vos, la venta. Juan Fust, con evidente satisfacción, abrazó a su yerno mientras exclamaba: -¡Muy bien dicho! Esta sí que es una sociedad perfecta, con dos columnas sólidas. No podemos fracasar. La suerte nos sonríe, yerno: ¡El mundo es nuestro! El prestamista soñaba ya en la fortuna; el yerno, como artista que era, en la gloria. Dos días después empezaba la venta de la Biblia estampada en casa del hermano de Juan Fust, el platero Jacobo. - Pero si es un libro escrito- exclamaba el librero Bishof examinando los dos tomos de la Biblia. Pedro Schoeffer, sonriendo, rectificaba: - Fijaos bien que no es así. Las iniciales son pintadas a mano, pero lo demás no es escrito, sino estampado. Bishof, examinando atentamente los libros, exclamó: - Evidentemente, hay algo en estos libros que se separa de los que salen de los escritorios. Juan Fust, con mal disimulado orgullo, añadió -¡Es nuestra gran obra, señor! -¿Un invento vuestro?- preguntó el librero fijándose en Fust. Juan Fust, mirando al suelo, replicó a media voz y titubeando: - No, no; mío no. He contribuido a él, pero me ha ayudado mucho mi yerno Pedro.

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- ¿Vuestro yerno? ¿Tenéis un yerno inventor? Juan Fust, señalando a Pedro Schoeffer, hizo un signo afirmativo. - Es para mí un honor conoceros, señor- exclamó el librero Bishof estrechando afectuosamente la mano de Pedro. Tras una pausa, continuó: - Supongo que iréis perfeccionando vuestra obra. ¿Queréis que os sea sincero? Os ruego que no os ofendáis. Somos amigos y no está de más una opinión. Creo que no gustarán tanto vuestros libros como los que salen de los escritorios. Juan Fust, como buen vendedor que era, exclamó, rápido, sin dejar decir una palabra más: - Los escritorios trabajan hoy muy mal. Su producción cada vez es peor. Yo tengo en mi biblioteca muchos libros llenos de erratas y muy mal escritos. - No os discuto esto porque es la verdad- dijo el librero -, y a mí me gusta confesar las cosas tal como son. Precisamente me han devuelto tres Biblias del escritorio de los benedictinos de Francfort por haber muchas erratas. Por lo visto el copista era muy torpe o estaba muy distraído. - Los monjes juegan con su prestigio- dijo Fust-. Los escritorios monacales están muy lejos de producir con la perfección de antes. Quieren escribir mucho y lo hacen mal. - Pero vosotros podéis caer en los mismos defectos -dijo Bishof. - No; nosotros repasamos muy cuidadosamente las pruebas, y una vez empezamos el trabajo, todos los libros que luego hacemos son exactamente iguales. Y mostrándole una Biblia, continuó: - ¿Veis este punto un poco caído?; pues así está en todos los libros. Es un signo mal fundido del que nos hemos dado cuenta al final de la estampación. Puede que tengamos una errata, que estará en todos los libros; mas si no hay ninguna en el primer ejemplar, ninguna habrá tampoco en los siguientes. -¡Prodigioso! -dijo el librero. - Creedme, señor, exclamó Juan Fust; haréis un buen negocio adquiriendo ejemplares para vuestras librerías. - Desde luego, voy a firmaros un contrato de compra. Lo que más me interesa es esta gran ventaja de que todos los ejemplares son iguales. Es un problema continuo el que tengo con los libros escritos; hay copistas muy inteligentes y cuidadosos, pero hay otros, la mayoría por desgracia, que se saltan párrafos, que oyen o interpretan mal al lector y ponen palabras equivocadas. Luego preguntó: -¿Son dos tomos? Juan Fust, mostrándoselos, le dijo: - Sí, dos, señor; el primero tiene 324 hojas; el segundo, 317, dispuestas en cuadernos de cinco pliegos. Como podéis ver, tienen 30 centímetros de altura por 28 centímetros de ancho, y la lectura está dividida en dos columnas. Las iniciales, fijaos qué hermosas son, han sido pintadas con oro y colores varios por artistas muy expertos. Cada página, excepto las diez primeras, contiene 42 líneas. - ¿Sólo habéis empleado pergamino?- preguntó el librero,

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- Hemos hecho dos estampaciones - contestó Juan Fust-. Una más cara en pergamino, y otra en papel para poderla dar mucho más barata. Se cerraron los tratos. Luego vinieron otros. Económicamente, el negocio no podía ir mejor. Y mientras unos se enriquecían indebidamente, el hombre que tenía en justicia el derecho a recoger aquellos magníficos frutos, se entregaba a la desesperación. Tenía cincuenta y cinco años, a duras penas podía comer. En unos días habían pasado por su vida dolores y sufrimientos, amarguras y desilusiones. Sentía el desaliento. ¿Volver a empezar? ¡Quizás sí! Pero entonces no era posible. Se sentía vencido para nuevamente emprender la lucha, aquella lucha que le había materialmente agotado. Juan Gutenberg salió de su casa para distraerse. Aún no había andado cien pasos cuando oyó que le llamaban. Era el platero Boehmer. - Señor Gutenberg, le dijo, ¿os habéis enterado de la gran noticia? -¿De la gran noticia?- preguntó Gutenberg extrañado -. ¿De qué noticia? Boehmer, riendo y dándole unas palmadas cariñosas, le dijo: - ¿En qué mundo vivís, señor Gutenberg? Juan Gutenberg, con un tono amargo, exclamó: - ¡Ay, señor Boehmer! Sabéis que mi peor enfermedad entre todas las que tengo es que nunca me entero de nada… - Debéis cuidaros. Ya no sois joven... pues veréis: toda Maguncia habla del gran invento del yerno de Fust, Pedro Schoeffer, de un arte de hacer libros que va a enriquecerlos. En casa del platero Jacobo hay libreros de varias ciudades examinando los ejemplares. Se venden más baratos que los libros escritos y no están mal. ¡Qué suerte ha tenido Fust con su yerno! Yo siempre dije que era un muchacho de provecho este Pedro Schoeffer. Se ve en su cara, en su aire, en su decisión, que es un hombre excepcional. El mundo es de los que valen, amigo Gutenberg. Nosotros a vivir como podamos: no todos podemos ser inventores. ¿No opina así? Juan Gutenberg no contestó, y con paso lento, arrastrando los pies como un viejo, desfallecido, sin vida en el alma, sin vida en el cuerpo, como un autómata, se apartó del platero sin ni siquiera despedirse. Contemplándole, Boehmer exclamó moviendo la cabeza: - Santo Dios, ¡cómo ha envejecido este hombre en unos días! Juan Gutenberg siguió andando hasta que se le nublaron los ojos y rodó por el suelo. Varios ciudadanos se aglomeraron, y en aquellos momentos, el librero Bishof se acercó al grupo: -¿Qué sucede?- preguntó. - Un pordiosero viejo desfallecido de hambre- contestó uno del grupo. Alargó unas monedas al que así había hablado, y dijo: - Cuando vuelva en sí, dádselas. El librero se permitió el lujo de una buena limosna porque estaba seguro de que en casa del platero Jacobo acababa de hacer un buen negocio adquiriendo los libros de Fust y Schoeffer, y por sus adentros, se dijo: - Así es el mundo, Señor; mientras unos se enriquecen, otros se mueren de hambre.

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Y luego pensó, despectivo: -¡A lo mejor es un vago que nunca ha trabajado!

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XII

EL ULTIMO ESFUERZO DE JUAN GUTENBERG - Conozco vuestra historia, vuestra amarga historia. Aún hay gentes buenas en Maguncia, gentes que os aprecian y están decididas a prestaros el apoyo que merecéis -dijo Humery, uno de los hombres más ricos de Maguncia, síndico y doctor. Había invitado a su mesa a Juan Gutenberg y, junto con su esposa Adelaida, le tributaban las atenciones más delicadas. Juan Gutenberg estaba decidido a empezar de nuevo. Hombre de fe, no había perdido aquellos entusiasmos de la juventud y de la madurez, y en la agonía de la vida, volvía a empezar, pero ahora con el apoyo de un capital y de una confianza sin límites. - Sabré ser digno de esta amistad y de este apoyo, y uno de mis primeros deberes será estampar vuestro nombre en el colofón del primer libro que salga de mi segunda imprenta- contestó Juan Gutenberg a la protección ofrecida por Humery. - No lo hagáis. Sois nuestro amigo y nuestro huésped. No nos debéis nada y a vos os debemos el honor, el gran honor, de que vengáis a esta casa. Y entonces, emocionado, añadió: - He encargado ya la construcción de la prensa según vuestros planos, la preparación de tintas con buen aceite Y excelente hollín y selectas materias colorantes, y han salido para el molino papelero de Holistein sirvientes míos con el encargo de que os preparen buen papel de trapos; también tendréis pergamino de buena calidad. No os faltará de nada. Mi fortuna, la fortuna de mi esposa y la de mi hermano Pedro, están a vuestra disposición. Hacednos el inmenso honor de aceptarlas. Tenemos la seguridad de que prestamos un buen servicio a la cultura, de que de vuestra imprenta van a salir libros de belleza sin igual, sin afanes de un mercantilismo indigno como el de Juan Fust, que ve en la imprenta no un arte, sino un medio más de hacer dinero fácilmente. Después de una pausa añadió: - En mi biblioteca tengo varios libros que deseo reproducir según vuestro procedimiento. Uno de ellos se titula " Joannis de Balbis de Janua summa quæ vocatur Catholicon Joannis". Es una gramática latina y una etimología en forma de diccionario. Os entregaré el manuscrito para que lo repaséis. El copista cometió muchos errores, para no perderse la costumbre de un lamentable descuido en la mayoría de los escritorios actuales. Juan Gutenberg, que se sentía fuerte otra vez al calor de una amistad sincera y de un apoyo eficaz, dijo: - No tardaréis, mi buen amigo, en ver pronto vuestra obra estampada. Trabajaré en ella con una fe sin límites y pondré todo mi valer al servicio de esta empresa. ¡Lo merecéis! Y entonces, animándose a sí mismo, bajo la influencia de aquellas manos amigas y de aquel hogar que le acogía con hondo cariño, dijo:

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- Yo perdí la fe; hoy la recobro. Me creía vencido y me veo victorioso. Gracias a vosotros, mis queridos señor y señora. No quiero ni pensar en el ayer: me lo quitaron todo. Pero hoy se me devuelve con creces. Dios es justo y no abandona a los limpios de corazón, de sentimiento noble y trabajo honrado. Perdoné en los días de miseria a los que a la miseria me llevaron, y hoy, al estar en esta casa, junto a los que me protegen, y me aman, bendigo a Dios porque me hizo pasar por aquella prueba. Sin ella no hubiera conocido la amargura de la deslealtad, pero tampoco esta inmensa y honda alegría de la sincera amistad. Humery, confidencialmente y haciendo una señal de inteligencia a su esposa, dijo: - Tengo mis planes, señor Juan Gutenberg; sólo los conoce mi esposa. Juan Gutenberg, con curiosidad muy natural en quien todo le parecía un sueño, preguntó: - ¿Qué planes? ¿Aún no me habéis favorecido bastante? Estoy satisfecho; nunca pensé en que de nuevo me viera junto a una prensa, rodeado de papel y pergamino, de tipos y botes de tinta. Entonces, Humery, riñéndole cariñosamente, le dijo: - Sí que os contentáis con poca cosa. - ¿Poca cosa?- replicó Juan Gutenberg-. No digáis eso. Y cambiando de tono, preguntó: - ¿Cuánto os cuesta instalarme la imprenta? Varios miles de gulden, sin duda. - El dinero no significa nada en la vida de un hombre como vos- replicó Humery. Y entonces Juan Gutenberg pensó que estuvo al borde de la muerte por el gran disgusto que le ocasionó la deslealtad de sus antiguos socios; si entonces hubiera tenido dinero, aquel dinero que tanto necesitaba y que ahora Humery, despreciaba, su vida hubiera tomado un rumbo muy distinto. Humery, fijo en su idea, replicó: - El dinero es quizás un medio para triunfar, pero sólo un medio. En cada ciudad hallaréis muchos hombres ricos, y, en cambio, ¿cuántos hombres sabios hay? Pocos, muy pocos. Esto nos demuestra, amigo mío, que la riqueza está al alcance de muchos; el talento, de pocos. No podemos, pues, comparar lo que muchos pueden lograr con lo que sólo muy pocos, los privilegiados, poseen. Hay una diferencia grande entre lo que vos poseéis y lo que tengo yo. Años después, Humery llevó a Juan Gutenberg al palacio del príncipe Adolfo de Nassau. En su corte hallaban protección los grabadores, pintores, escultores, literatos… ¿cómo no iba a ser bien recibido quien fue anunciado con todos los honores de inventor del nuevo arte de estampar libros? La imprenta entraba por primera vez en el círculo de las bellas artes, en un palacio de príncipe. Años después, los reyes serían amigos de los impresores, y éstos poseerían incluso escudo de nobleza... - El señor Juan Gutenberg, gloria de Maguncia- así fue anunciada la entrada del anciano en el palacio del príncipe Adolfo de Nassau. Juan Gutenberg no comprendía nada de todo aquello. Años atrás se le había negado todo, absolutamente todo: había salido de una sala de justicia despojado incluso de la idea de su invento. Había pasado días de soledad, de

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triste y dramática amargura. La desesperación no le abandonó durante meses. Mas luego surgió el amigo influyente de verdad, quien le ofreció un hogar, la mejor amistad, y cuanto dinero necesitaba, montó una nueva imprenta, trabajó de nuevo, publicó como obra cumbre el llamado "Catholicon", abreviando el título, y como epílogo de felicidad y grandeza, se abrieron las puertas del palacio del príncipe Adolfo de Nassau y se le recibió con todos los honores, proclamándole "gloria de Maguncia". Juan Gutenberg sintió en su alma el cosquilleo de la satisfacción del que triunfa. ¡Había vencido y se le proclamaba vencedor! El combate había durado años y años, pero ahora, en el ocaso de su vida, recibía solemnemente la corona del triunfo. Mentalmente, repitiéndose como un eco agradable el "gloria de Maguncia", se dijo: "¿De qué os ha servido, Juan Fust y Pedro Schoeffer, arrebatarme la imprenta y querer incluso apropiaros de mi idea? Ya lo veis, mientras vosotros sois unos simples mercaderes como hay tantos en todas las ciudades del mundo, a mí, oficialmente, se me tributan honores, se me eleva a la alta gloria del ciudadano insigne. ¡De nada os ha servido la deslealtad! Os dije un día: ¡Os perdono el mal que me hacéis! Hoy debería deciros: ¡Os agradezco el mal que me habéis hecho!" Al entrar en la sala de recepciones, vio que los caballeros, la nobleza y el talento, los literatos y los artistas de la corte maguntina, se inclinaban reverentes ante su paso, y al llegar al sitial en que se hallaba el príncipe, éste puso sus manos en los hombros del anciano, y le dijo: - Sentimos hoy la alegría inmensa de veros en este palacio y todos os consideramos huésped de honor. ¡Sois nuestro amigo y os rogamos que nos consideréis amigos vuestros! Juan Gutenberg, que no esperaba aquel recibimiento y aquellos honores, sintió la emoción más honda. Hubiera querido contestar y no pudo. A duras penas brotó de sus labios una sola palabra: - ¡Señor! Entonces el príncipe, levantando la voz y dirigiéndose a los presentes, exclamó: - Nobles, caballeros, artistas: Recibimos entre nosotros a uno de los hombres más insignes de todos los tiempos. No sé si os dais exacta cuenta de lo que significa su vida de trabajo. Se ha ganado el sustento con su esfuerzo manual. No nos avergoncemos de tener entre nosotros a un burgués. Desciende de patricios ilustres; sus padres lucharon por el honor de la clase, y él, al verse despojado de todo, no dudó en trabajar como uno de tantos de nuestros burgueses. Pero no se envileció, ni envileció tampoco al trabajo que ejecutaba. Sus manos, que obedecían a una mente prodigiosa, crearon algo que nos sirve para divulgar los pensamientos más bellos: crearon la imprenta. Después de una brevísima pausa, y dirigiéndose a Juan Gutenberg, continuó: - ¡Se os despojó de todo! ¡Fue una ignominia no evitarlo! Hoy nos rehabilitamos todos. En nombre de Maguncia os recibo en mis brazos y os nombro caballero. No habéis heredado título, no lo debéis al influjo ni al dinero; lo debéis, noble Juan Gutenberg, a vuestro trabajo, a vuestro talento. Y para que veáis que nos sentimos orgullosos de vuestro Arte, os rogamos que trasladéis aquí vuestras letras, vuestros botes de tinta, vuestro papel y pergamino y el taller será para nosotros, más que taller, templo.

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Juan Gutenberg no esperaba tanto. Había soñado con la gloria, pero esto sobrepasaba cualquier expectativa. "¡Gracias, Señor, gracias!", musitaba desde el fondo de su alma, porque hablar no podía. No le fue posible expresar de otro modo su gratitud al príncipe Adolfo de Nassau, que besándole las manos. -¿Qué hacéis, señor?- le dijo el príncipe paternal y cariñosamente. Luego bajó de su sitial y, colocándose a su izquierda, lo fue presentando a la nobleza y a los artistas de la corte maguntina. Corría el año 1465. Habían transcurrido veinticinco años que en 1440 un hombre y un niño trabajaban con un tosco prensa-uvas en un sótano de Maguncia. ¡Un cuarto de siglo! Y ahora la imprenta pasaba de la obscuridad a la luz, de la humildad de su origen al palacio de la nobleza. Así se reconocían los méritos de uno de los hombres más grandes que al pasar por el mundo han dejado huellas más profundas. Juan Gutenberg se sentía feliz. En el mejor de los libros estampados en esta segunda fase de su vida, en el "Catholicon", expresaba su alegría en un colofón que decía así: "Con la ayuda del Altísimo, por cuya voluntad se vuelven elocuentes las lenguas de los niños, y que revela con frecuencia a los pequeños lo que oculta a los sabios, se imprimió y acabó este libro insigne, Catholicon, en el año de la encarnación de Cristo de 1460, en la buena e ínclita ciudad de Maguncia, de la nación alemana, que la clemencia divina se ha servido favorecer sobre los demás pueblos de la tierra con luces de ingenio y dones de su gracia; este libro no se ha hecho con la caña, el estilo o la pluma, sino por el maravilloso ajuste, proporción y concordia de las partes y formas." En 1465 le recibía el príncipe, le nombraba caballero y le invitaba a trasladar la imprenta al palacio para allí contemplar la maravilla del nuevo Arte. Dos años después, no se sabe la fecha fija, Dios llamaba a su seno a Juan Gutenberg. Su último sueño fue un anticipo del paraíso. Murió rodeado de los que le querían: nobles, caballeros, discípulos. Una de sus últimas palabras fue para Humery, su ángel bueno: -¡Dios os bendiga! Ambos se abrazaron, y minutos después, Juan Gutenberg partía para el largo viaje hacia la inmortalidad. Todas las campanas de Maguncia doblaron a muerto. En la gran ciudad alemana se impuso un luto general. Sólo unos hombres se mostraban indiferentes al dolor de todos: eran los amigos de Juan Fust y Pedro Schoeffer, y sus discípulos. Los discípulos y amigos de Juan Gutenberg aceptaron el reto. Todavía no se había sepultado el cuerpo del maestro Gutenberg, que ya brotaban los primeros chispazos entre los partidarios de una y otra imprenta. Se despertaban odios pasados, odios feroces, que convirtieron la ciudad de Maguncia en un infierno en llamas, en muerte y destrucción al grito de una consigna: - ¡Mueran los impresores! La imprenta acababa de nacer y ya se levantaban en torno de ella tempestades de odio, ya brotaba el grito de muerte, cuyos ecos resonarían en las convexidades de la Historia más de una vez.

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Aún en vida de Juan Gutenberg, sus amigos y partidarios, que eran también amigos y partidarios del príncipe Adolfo de Nassau, lanzaron la consigna contra Juan Fust, Pedro Schoeffer y sus amigos. Y la consigna fue la llama que lo encendió todo. La prensa de Fust y Schoeffer fue destruida y de la imprenta nada quedó, mientras Maguncia ardía en estertores de agonía. Dos años después volvía a trabajar.

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XIII

NOCHES DE TERROR EN MAGUNCIA

- Juan Gutenberg vuelve a tener imprenta. - No podrá competir con la de nuestros amigos -comentaban el burgués Deker, amigo de Fust, y Diemer, librero de Francfort. Deker añadió: -Fust es hombre que entiende mucho del comercio de libros. Ha montado casa en París y la Biblia le ha dado un negocio estupendo. - En mi librería de Francfort- contestó Diemer, he vendido este año cuarenta Biblias y tengo que servir muchos pedidos más. Se unió a la conversación Unanue, político que había propuesto la utilización de la imprenta de Fust y Schoeffer para propaganda del príncipe Diether, enemigo del príncipe Adolfo de Nassau, el protector de Juan Gutenberg. - Os digo- manifestó Unanue - que sería un buen negocio si nuestros amigos pusieran su imprenta al servicio del príncipe Diether. No se arrepentirían. Honores, dinero, mucho dinero, lloverían sobre esta casa. - ¿Quién habla de dinero?- dijo Juan Fust sonriente, al entrar en la sala acompañado de Pedro Schoeffer. Luego, después de los saludos, Fust preguntó interesado a Unanue: -¿Qué decíais? Unanue, meditando sus palabras, pues de ellas dopen día el éxito o fracaso de su misión, exclamó: - Os vengo a proponer un buen negocio. - Os escuchamos sin pestañear- contestó, sonriendo, Juan Fust-. Decid, pues. Unanue continuó: - Sabéis bien que hay una rivalidad entre el príncipe Diether y el príncipe Adolfo de Nassau, como hay una rivalidad entre vuestra imprenta y la que le han instalado sus amigos a Juan Gutenberg. Al oír el nombre del inventor, Juan Fust y Pedro Schoeffer hicieron un gesto de desagrado. Unanue lo comprendió y no habló más de Gutenberg, pues lo que le interesaba era lograr el apoyo y colaboración de Fust. Pero añadió: - El príncipe Diether os ofrece cuanto queráis si imprimís en vuestro taller este escrito. -¿Qué dice el escrito? - dijo Juan Fust. Unanue, después de una pausa, leyó así: "Maguntinos: El Papa y el Emperador persiguen a nuestro príncipe Diether y amparan al príncipe Adolfo de Nassau, hombre indigno que nunca se ha preocupado por nuestra amada ciudad. No debemos tolerarlo." Juan Fust y Pedro Schoeffer, Deker y Diemer quedaron unos momentos pensativos. Schoeffer fue quien rompió el silencio: -Es peligroso.

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Pero Juan Fust añadió, rápido: -¿Peligroso decís? -¿No lo creéis así?- preguntó, extrañado, Pedro. Juan Fust, sonriendo, exclamó: - Hay que meditar la proposición. Nunca se me había ocurrido este negocio. Luego, para completar su pensamiento, añadió: - La Biblia nos ha dado una fortuna. Pero hacer una Biblia cuesta mucho. Creo que ahora con sólo unas palabras vendrá a esta casa una fortuna mayor. Unanue entendió fielmente el pensamiento de su amigo y a dónde iba. Satisfecho de ello, dio familiarmente unas palmadas en el hombro a Juan Fust. Este se limitó a contestar: - Ya hablaremos de ello. Es una proposición muy interesante la vuestra y vale la pena estudiarla. Pedro Schoeffer, que veía un gran peligro en todo ello, replicó: - Pensad que no necesitamos el dinero, que hoy estarnos muy acreditados en todas las grandes ciudades, que trabajan con nosotros los mejores calcógrafos y xilógrafos, y los más expertos dibujantes. Tenemos un conjunto de discípulos que nos ayudan mucho. Además de la Biblia, el "Salterio" se ha vendido muy bien, y preparamos otros libros. Diemer, el librero de Francfort, vino en ayuda de Pedro Schoeffer: - Yo opino que es peligroso emplear la imprenta para cosas tan diferentes de los libros como los pasquines políticos. Vuestro "Salterio" es una maravillosa obra de arte; Yo he vendido más de sesenta ejemplares en Francfort, y me consta que os elogian todos cuantos entienden en materia de libros. Pedro Schoeffer, para inclinar a su suegro a su favor, le dijo: - No podemos comprometer la estampación de la Biblia. - ¿Otra Biblia? - preguntó, curioso, Diemer. Pedro Schoeffer, al ver que Juan Fust no decía nada, exclamó: - Sí, amigos, otra Biblia. Y luego, humorísticamente, añadió: - Ya que Juan Gutenberg, amparado por los partidarios del príncipe de Nassau, vuelve a tener taller y ha estampado el "Catholicon", que presenta como la mejor obra que ha salido de la prensa, nosotros vamos a estampar una nueva Biblia. Será una obra de arte. Ya llevamos dos años trabajando en ella; hemos fundido nuevos tipos, que creo muy hermosos, como nunca se ha visto en la imprenta. Además, el ajuste será diferente: damos a cada página 48 líneas.* [*Pedro Schoeffer se refería a una de las Biblias más bellas de todos los tiempos, conocida luego por Biblia de Maguncia, o Biblia de 48 líneas; se supone que actualmente se conservan unos setenta ejemplares.] Diemer, comentó: - Juan Gutenberg es ya muy viejo para hacer grandes cosas; a pesar de la protección del príncipe de Nassau, no creo que pueda ser para vosotros un peligro de competencia. Juan Fust, como despertando, dijo en voz baja, aparentando no dar importancia a las palabras: - Veo las cosas muy diferentes.

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Pedro Schoeffer, acostumbrado a obedecer a su suegro, no replicó. Luego, Juan Fust continuó, dando a sus palabras una firmeza que no admitía discusión: - Opino que ha llegado el momento de escoger también nosotros nuestro partido. ¿No tiene Juan Gutenberg al príncipe de Nassau como protector? ¿Acaso ha dudado en ponerse bajo su amparo? Pues tampoco debemos dudar nosotros. Después de una brevísima pausa, añadió: - Pero hay un peligro, desde luego… Unanue, rompiendo el silencio que hasta entonces había mantenido, preguntó: - ¿Cuál, señor Fust? Sonriendo, Fust contestó: - Que vuestro señor, el príncipe Diether, está hoy en desgracia. Es más peligroso luchar así, pero no podemos escoger, porque el príncipe de Nassau protege a Juan Gutenberg. Tras unos segundos de silencio en la sala, Juan Fust continuó, con decisión en las palabras y en el gesto: - Discutamos la proposición. Veamos cuáles son las recompensas. Media hora después, el mismo Pedro Schoeffer componía el texto enviado por el emisario del príncipe Diether, y seis horas más tarde, soldados del bando del príncipe maguntino repartían ya el pasquín, atreviéndose a fijarlo hasta en las paredes de las mansiones de los partidarios del príncipe de Nassau. La ola de odio fue terrible. Se avisó a Juan Gutenberg y a sus discípulos para que se recluyesen en sus hogares, y se preparó la venganza. La consigna de los partidarios del príncipe de Nassau sería: ¡Mueran los impresores!, grito de guerra, de asalto y de pillaje. Por primera vez aparecía el pasquín político salido de la imprenta, y sus efectos eran la masacre y las muertes más horribles en una noche dramática para Maguncia. Los partidarios del príncipe de Nassau tomaron la ciudad al asalto. Era la trágica noche del 27 al 28 de octubre de 1462. Conocían el lugar en que estaban recluidos Juan Gutenberg y sus discípulos y también la imprenta de Juan Fust y Pedro Schoeffer y los domicilios de sus amigos y protectores… Todo fue arrasado. Delfik, jefe de un grupo de asalto, era el terror de la ciudad. -A ver, tú, enseña las manos- dijo a un pobre hombre que habían cogido sus soldados escondido en unos sótanos, cerca del taller de Fust y Schoeffer. El infeliz se las mostró, y al examinarlas, el jefe encontró las yemas de los dedos ennegrecidas por la tinta. - Así que eres un sucio perro impresor…-rugió Delfik El infeliz, llorando, balbuceó torpemente -¡No, no; no soy impresor...! ¡No lo soy!... -¿A qué te dedicas? –preguntó Delfik, sin creerlo. -A grabar, señor- contestó con voz apagada el desdichado. Los ojos de Delfik relucieron ferozmente un instante, antes de soltar una maldición y hundirle el puñal en el pecho. Luego, sacando el arma con indiferencia, dijo a sus soldados:

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- Cuando halléis a alguien con las yemas de los dedos quemadas por los ácidos y ennegrecidas por la tinta, no dudéis: es un impresor. Y ya habéis visto qué hacer con ellos: una puñalada y al infierno... Durante esa fatídica noche se persiguieron los impresores por toda la ciudad. Los que lograron escapar, huyeron de Maguncia, librándose así del juramento que habían prestado de no revelar el nuevo Arte. Pfister llegó a Bamberg; G. Zainer, a Augsburgo; Mentel y Eggestein, a Estrasburgo; Hoenwang y J. Zainer, a IJima; Zeil, a Colonia; Sveynheym y Pannartz, a Subiaco; Han, a Roma; Numeister, a Foligno; Juan de Speier, a Venecia; Lavanga, a Milán, y los discípulos predilectos de Fust y Schoeffer, Gering, Crantz y Friburger, a París, montando la imprenta en la Sorbona. De esta forma, el grito de "¡Muerte a los impresores!" aquella noche los esparció por el mundo, llevando con ellos los conocimientos sobre el arte de la Imprenta. Muchos acabaron por ir deambulando de ciudad en ciudad y de feria en feria, con su modesta imprenta en carros, entre títeres y charlatanes, como atracción máxima de grandes y chicos… - Hoy, a las cinco de la tarde, en la barraca grande de la feria, el maestro Zainer imprimirá el nombre de cuantos ciudadanos de Ulma quieran pagar un gulden para ello. ¡Es lo más prodigioso que se ha visto! -pregonaba el alguacil del municipio de Ulma, por las calles de la ciudad alemana, rodeado de curiosos y vagos. Y el carro del maestro Zainer, con su imprenta ambulante, se vio rodeado, como en tantas otras ciudades y ferias, por una turba de chiquillos, de mozas y hombres que contemplaban embobados cómo salían del tosco prensa-uvas sus nombres estampados en pedazos de pergamino... - Maestro Zainer, os haréis rico -exclamó un hombre, al entregarle su gulden, mientras sonreía satisfecho al ver su nombre en letras de molde. Así se conoció la imprenta, el Arte de Juan Gutenberg, en Europa, fuera de Maguncia: como mera atracción de feria, en carro de mano o en carro de mulas, entre títeres, chiquillos, mozas y curiosos.

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XIV

EL AMOR NACE ENTRE TINTAS, LETRAS Y PERGAMINOS

- Señor Enrique Bechtermünz, en nombre del príncipe de Maguncia, vengo a felicitaros por vuestro último libro. -¡Gracias, señor! No hago más que seguir el ejemplo que nos dio en vida Juan Gutenberg, mi querido pariente, que tuvo a bien dejarme corno herencia su taller de imprenta. - El príncipe os informa que vuestro taller honra a la ciudad de Maguncia y ha pensado concederos un premio en metálico y una condecoración. Enrique Bechtermünz, visiblemente impresionado por lo que le comunicaba el enviado de la más alta autoridad maguntina, saludó cortésmente, como si así quisiera testimoniar, con una ligera flexión de cabeza, su respeto y gratitud por la atención que con él se le tenía. - No merezco tan alta distinción. Me limito a seguir la voluntad de mi pariente, quien antes de morir nos dijo, a mí y a mi mujer, que cuidáramos con amor del taller que nos dejaba, que hiciéramos libros según su técnica y procuráramos hacernos dignos de la posteridad. - El príncipe - dijo el enviado - ve con agrado cuanto hacéis para dar el máximo prestigio al arte de estampar libros. - Es una lástima que haya empezado a trabajar demasiado viejo – le contestó Enrique -; pronto no podré dedicarme a esta labor tan grata para mí. - No parecéis viejo, señor - replicó el enviado -; todavía podéis seguir imprimiendo durante muchos años. Hizo una pausa; luego añadió: - Tengo entendido que el príncipe desea encargaros la estampación de un breviario. - Decidle al príncipe - se apresuró a contestar Enrique Bechtermünz - que servirle será un gran placer. Luego, con un tono amable, más de ruego que de exigencia, añadió: - Sería conveniente que le informarais del mucho trabajo que hay en este taller; es necesario que nos entregue el original lo más pronto posible para poder examinarlo con cuidado y preparar todo el material. - Así lo haré, señor. El emisario salió; Enrique se puso inmediatamente a seleccionar los originales para dar a cada uno de sus operarios el más adecuado a sus condiciones y capacidad. - ¡Marta!- gritó, acercándose a una de las puertas que daban al interior. Enrique esperó unos momentos. Luego volvió a insistir: - ¡Marta! - ¡Voy! -gritó desde una habitación interior la voz de una mujer joven. Unos minutos más tarde, se presentó una joven de unos dieciocho años, rubia, con dos ojos verdes como dos esmeraldas, lindos y pícaros. - ¿Qué hacéis? -le preguntó Enrique con indiferencia.

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La muchacha, sorprendida, no supo qué contestar. -¿Qué hacéis? -insistió Enrique. -Estamos preparando el aceite para la tinta. Enrique Bechtermünz la miró con cierta picardía. -¿Todavía? La muchacha se sonrojó. - Sí, señor; todavía. - Ya veo que tendrás que hacerlo sola. Alfredo Karr es demasiado joven para trabajar sin distraerse estando a tu lado... Marta, asustada por la idea de que la separaran de Alfredo, se apresuró a contestar: - Mi novio es trabajador, señor, muy trabajador... -¿Novio? -exclamó Enrique fingiendo sorpresa. La muchacha enrojeció se nuevo y no supo qué decir, por miedo a enfadar al señor Enrique. - No es nada malo que seáis novios, ni a mi me disgusta -dijo el maestro viendo el apuro de la joven-. Sois jóvenes y lo más natural y lógico ea que os queráis. Marta, rebosando alegría, se limitó a contestar: - Dentro de unos momentos tendréis la tinta preparada, maestro Enrique. -¿Habéis seleccionado el hollín? - Con mucho cuidado -contestó la muchacha. Luego, con cierto orgullo, añadió- No hay en el taller de Fust y Schoeffer nadie que sea tan hábil como Alfredo Karr para preparar la tinta. Enrique levantó la cabeza, y fijando sus ojos en la muchacha, se limitó a contestar: - Evidentemente. Marta, halagada por la afirmación del maestro, exclamó: - ¡El negro que estamos preparando os dejará muy satisfecho! - Lo interesante es tener tintas de un negro puro, de una tonalidad fija, de una belleza inconfundible -dijo Enrique, imperturbable. Luego añadió-: Reconozco en Alfredo Karr condiciones especiales para preparar las tintas. Es un trabajo muy delicado, pues sin buenas tintas es imposible hacer nada medianamente aceptable. Contenta, Marta comunicó a su novio lo que el maestro había dicho sobre él, y Alfredo, satisfecho, comentó: - Ya te dije que me tenía en mucha estima. - Sí, es cierto; pero te lo mereces. Alfredo miró a su novia, y sonriendo le dijo: - Para ti soy el mejor operario de Maguncia, ¿verdad? - Por supuesto-contestó ella rápidamente. - No todos lo creen así. Algunos dicen que Leitha, del taller de Fust y Schoeffer, es más hábil que Alfredo Karr. - Leitha es un envidioso y un antipático - replicó la muchacha. Alfredo Karr la miró. Aunque no dijo nada, su rostro mostraba una pregunta. Ella, fielmente, la leyó en sus ojos e insistió: - Un antipático, eso es lo que es. Alfredo, mientras iba agitando el aceite en un gran recipiente, le dijo: - Yo creía que pensabas todo lo contrario.

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Marta, viendo por donde iba la conversación, le preguntó secamente: -¿Y en qué te basas? Alfredo titubeó unos momentos antes de decir a modo de disculpa: - Os he visto hablar varias veces. -¡Bah! -dijo la muchacha, acompañando sus palabras con un gesto de menosprecio- ¡Hablar, hablar! ¿Qué significa esto? -¡Mucho! -contestó Alfredo en un tono un poco seco. -¿Mucho? -repitió asombrada Marta. -¡Sí, mucho! Luego, Alfredo, mirando fijamente a Marta, le dijo: - Tú trabajas en casa de Enrique Bechtermünz y no es muy bonito que vayas con un muchacho que está empleado en casa de la competencia. - No veo nada malo en ello - contestó la muchacha consciente de que la verdadera causa del reproche era otra muy distinta. - No digas esto, Marta. No es muy bonito que hables con Leitha. Luego, como si meditase sus propias palabras, añadió: - Estoy seguro que si lo supiera el señor Bechtermünz, no lo aprobaría. Su pariente Juan Gutenberg hacía jurar a los aprendices sobre los santos Evangelios que nada se revelaría de cuanto se hiciera en el taller. Hoy no juramos, pero... Marta, picaruela, sonriendo con un guiño malicioso, le contestó: - ¡Exageras! -¿No me crees? -preguntó, serio, el muchacho. Marta replicó: - Sí te creo. Pero no deja de ser una excusa muy bonita. A ti no te preocupa ni lo poco ni lo mucho que yo le pueda contar a Leitha sobre lo que hacemos en esta imprenta. ¡A ti lo que te pasa es que estás celoso! Alfredo Karr, tomándolo a mal, contestó agriamente: - Te digo que no es muy correcto que tú hables con un muchacho del taller de Fust y Schoeffer. Marta, el ver que su novio se tomaba las cosas por el lado serio, replicó cariñosa y coquetamente: -¡Tonto! ¡Ya te he dicho que me es muy antipático! Luego añadió: - Si me gustara su compañía, estaría en su taller: buscan una muchacha para mojar el pergamino y me han ofrecido el empleo. - Tú no irás, ¿verdad? -le preguntó rápidamente, temeroso de que se fuera. - Desde luego, no. Yo estoy muy bien aquí. El maestro es muy bueno. Alfredo Karr, dejando el trabajo, tomó por la cintura a Marta, la levantó un poco, y le dijo muy cerca de ella: -¡Eres muy mala! Ella, dejándose acariciar, replicó: - ¿Yo, mala? ¿Por qué? É1, mirándola con unos ojos llenos de cariño, le dijo: - ¡Qué bonita estás! En ese preciso momento, Enrique Bechtermünz entró en la sala. Comprensivo, contempló la escena durante unos segundos. Luego, para que los muchachos se dieran cuenta de su presencia, tosió prudentemente.

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Alfredo dejó rápido a la muchacha y, azorado, no sabía lo que se hacía, ni como disimular... Marta, encendida por el rubor, sin atreverse a mirar a su maestro, fingió que trabajaba en la preparación del hollín. Enrique Bechtermünz comprendió que sería mejor no preguntar, y salió de la estancia como si no hubiera visto nada. Durante unos segundos fingieron que estaban atareados. Ella fue la primera que escudriñó, y al ver que no estaba ya el maestro, dijo en voz baja: - ¡Ya no está! Al comprobarlo, Alfredo exclamó: -¿Qué habrá pensado? -¡Nada de malo! -y luego añadió, con cierto orgullo-: Somos novios, Alfredo. - En el taller no, Marta. Es necesario que el maestro no sepa que somos novios. - Ya lo sabe -contestó ella. - Lo sospecha, quizás, pero saberlo creo que no. Marta, sin dar importancia a las palabras, replicó: - Sí, lo sabe; yo se lo he dicho. Alfredo la miró con cierta sorpresa y pellizcándole cariñosamente la cara, le dijo: - Eres una charlatana. Ella comprendió el cariño que había en el reproche, y maliciosa, replicó: - Si a ti te gusta que lo pregone... Alfredo Karr miró a su novia. El silencio fue una afirmación. Ella, satisfecha al verse mimada, exclamó: -¡No soy una charlatana! ¡Fue sin querer! Hablando, hablando, le dije al maestro que éramos novios... - Y él, ¿qué te dijo? - Es muy bueno el maestro... De momento sonrió, y luego no dio ninguna importancia a mis palabras... Marta hizo una pausa. - No te creas que lo digo por decir. Por nada cambiaría el empleo, y no sólo por estar a tu lado, sino también porque el maestro es el mejor hombre del mundo. Con él se trabaja muy a gusto. Dicen que es tan bueno como su pariente Juan Gutenberg, que se vio perseguido y arruinado por Fust y Schoeffer. Alfredo le puso cariñosamente la mano en la boca, indicándole silencio. Ella, mimosa, le mordió uno de los dedos. - Es mejor no hablar de esto, Marta. - ¿Por qué? ¿Acaso no es cierto? - Sí, es cierto. Todo Maguncia conoce la acción indigna, pero Juan Gutenberg les perdonó antes de morir, y si él, que fue el ofendido, les dio el perdón, nosotros no debemos condenarlos. - Juan Gutenberg era un santo -replicó indignada la muchacha. Después, poniendo calor en las palabras, añadió-: ¡Muy bonito lo que hicieron y lo que hacen! La Biblia que aún venden es de este taller. La robaron... Alfredo Karr dándole una cariñosa palmada en la barbilla, le dijo: - No digas eso, Marta. - ¡Es la verdad! La robaron, la robaron y...

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- Piensa -la cortó el muchacho- que hubo fallo de un tribunal. - ¿Y qué? -preguntó, insolente, rabiosilla. Alfredo la miró unos segundos, y la halló más bella que nunca; cogiéndola por sorpresa, le dio un beso en la boca. Fue tan solo un instante, lo suficiente para que los ojos de ella brillaran fugazmente mientras un susurro, una leve protesta, se escapaba de sus labios: - Atrevido... Él, admirado de su propia acción, no dijo nada. Ella también guardó silencio. La situación se hacía algo embarazosa, cuando el maestro entró en la estancia. Al verlos aparentemente en pleno trabajo, sólo comentó: - ¡Qué extraño! Ella levantó los ojos, y con cierto embarazo abandonó la sala. Enrique Bechtermünz miró a Alfredo, y al ver que éste le rehuía la mirada, cogiéndole del brazo, para dar más confianza a sus palabras, le dijo: - Buena muchacha, ¿verdad? Alfredo se limitó a sonreír. - ¿Y guapa? Otro silencio a modo de afirmación. Entonces el maestro comentó: - Sé que sois novios y no me disgusta. Cuando ella entró en mi taller, ya supuse que acabaría esto así. Es muy natural. Por una poderosa ley de atracción mutua, la juventud busca a la juventud. Jóvenes sois y si os tomáis el oficio con cariño, algún día podríais llegar a constituir una familia de impresores. Luego, para dar más valor a sus palabras, añadió: - Cuando Juan Gutenberg me dijo que iba a legarme el taller, yo no sentía gran vocación por este noble arte. Pero desde aquel momento, al ver que iba a tener mis tipos y mi prensa, le tomé un gran cariño, y hoy, ya lo ves tú mismo, podemos competir con el taller de Fust y Schoeffer. - Desde la muerte de Juan Fust, el yerno ya no trabaja con tanta seguridad -comentó Alfredo. - Pues el yerno es un gran artista -contestó Enrique Bechtermünz-¡Un gran artista! - Indudablemente -afirmó Alfredo Karr. Y luego, para dar mayor fuerza a su afirmación, dijo: - El mismo Juan Gutenberg lo reconocía, según tengo entendido. - Mi pariente -añadió el maestro-, siempre me habló muy bien de Pedro Schoeffer, elogiándolo. - No lo merecía -contestó Alfredo. - Todo cuanto ha hecho ha sido inducción de su suegro, quien nunca gozó de muchas simpatías. - Un vulgar prestamista que llevó a la desesperación y a la miseria a vuestro pariente. ¡Aquello no tiene perdón! - Fust se arrepintió antes de morir -comentó Enrique Bechtermünz. - El arrepentimiento fue tardío. Dios no puede perdonar así toda una vida aplastando a los pobres. El calvario que pasó Juan Gutenberg, que en Gloria esté, no se expía con sólo unas palabras de arrepentimiento.

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Hizo una pausa. Enrique Bechtermünz se sentía satisfecho por el calor que su operario ponía en defensa de su pariente. - Lo mismo por lo que respecta a Pedro Schoeffer, añadió Alfredo. Ahora todo es afirmar a quien quiere escucharle, que él siempre quiso a Juan Gutenberg y que fue su suegro quien le llevó a los tribunales de Maguncia para quitarle la imprenta y la Biblia, ya medio impresa. - Y es cierto, muchacho -replicó el maestro Enrique. - Sí, lo es, pero también es cierto que Pedro Schoeffer fue pregonando, cuando Gutenberg no tenía imprenta, que él había inventado el arte de estampar libros. Luego aun comentó: - Pero a Schoeffer no le van muy bien las cosas. Se le marcharon los mejores operarios que tenía cuando hubo el asalto a Maguncia en aquella noche de terror, principalmente contra su imprenta y sus amigos. Además, ahora no vende tanto como antes. Si su suegro tenía una buena cualidad, era la de saber vender. Pocos le aventajaban en esto. Enrique Bechtermünz contestó: - Pedro Schoeffer es un gran artista y trabaja admirablemente bien. Pero los artistas no han sido nunca comerciantes. No se pueden tener todas las virtudes juntas. Sería esto pedir demasiado. En ese momento, Nicolás Bechtermünz, hermano del maestro Enrique no muy aficionado al trabajo, entró en el taller. -¿No decías que hoy iríais al Rin a preparar la tinta? - preguntó a su hermano En ese momento, Nicolás Bechtermünz, hermano del maestro Enrique no muy aficionado al trabajo, entró en el taller. -¿No decías que hoy iríais al Rin a preparar la tinta? - preguntó a su hermano. - Así lo habíamos planeado, pero a última hora hemos desistido por la inseguridad del tiempo. Luego añadió: -¡No habría ido mal el día de campo! Nicolás, que por voluntad de Enrique y por consejo da Juan Gutenberg heredaría la imprenta cuando su hermano muriese, no sentía mucha afición al arte de estampar libros. Su afición predilecta eran las mujeres. Tenía fama en Maguncia de ser un hombre peligroso y conquistador. En ese momento entró Marta. Nicolás, al pasar por su lado, le susurró algo que ruborizó a la muchacha. Inmediatamente, Alfredo Karr sintió una mezcla de celos y antipatía hacia el hermano de su maestro. - Es guapa la aprendiza-comentó Nicolás. Enrique Bechtermünz, para que su hermano frenara a tiempo sus pensamientos, le dijo: - Sí, muy guapa. Es la novia de Alfredo. Nicolás, sin inmutarse, contestó dirigiéndose a los jóvenes: ¡Bravo, muchachos! ¡Os felicito! Alfredo permaneció en silencio. Ella, avergonzada por la presencia de su maestro, exclamó únicamente: - Gracias. Como comentario final, Nicolás añadió bromeando:

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- Cuando os caséis, os regalaré una imprenta. Quiero que guardéis un buen recuerdo de Nicolás Bechtermünz... Entonces, el maestro y su hermano pasaron a la habitación contigua, en la que estaba el despacho. Al quedarse solos, Alfredo comentó: - Cuando nos casemos, Marta, tendremos imprenta. Mi tío ha prometido protegerme, y mi tío es hombre de palabra. Como lo ha dicho, lo hará. Ahora lo interesante es aprender mucho. - Tú sabes bien el oficio -dijo ella. - Tontina, qué voy a saber. Soy un aprendiz. Cuesta mucho ser un buen impresor -contestó Alfredo. - Maestro Enrique sí que sabe -dijo Marta con admiración. - ¡Tampoco! -¿Tampoco? -preguntó Marta con cierto asombro, creyendo que su novio bromeaba. - Como Juan Gutenberg, ¡sólo Pedro Schoeffer sabe producir! Todos los demás son discípulos que no llegan, y mucho falta, a la altura de Gutenberg. Nuestro Maestro heredó la imprenta y ha tenido que practicar mucho, pero aún no conoce los secretos de la técnica. Marta no podía comprender cómo se hablaba de secretos refiriéndose a un trabajo al parecer tan fácil: juntar letras, ponerlas en un cuadro, dar tinta, colocar pergamino o papel encima de ellas y hacer presión con la prensa. Y asunto concluido... - Sí, Marta, hay muchos secretos -repitió Alfredo al ver el escepticismo de su novia-. Yo los estoy estudiando, porque cuando tenga imprenta quiero ser uno de los mejores impresores de Alemania -concluyó con cierto tono de orgullo. - ¿Pero cómo puede ser tan difícil estampar? -preguntó Marta. Y luego añadió-: Yo creo que no cuesta tanto como dices… Alfredo Karr, por toda contestación, se limitó a sonreír. Ella, un poco molesta, añadió: -¿En dónde y en qué están las dificultades? - En muchas cosas que a primera vista no se comprenden -contestó él.- Verás: cuando uno ve componer, le parece que es muy fácil alinear las letras. Y lo es, si todo se limita a poner bien los pedacitos de metal. - ¿Lo ves? ¡Fácil! -dijo Marta, satisfecha. - Pero esto no es nada -replicó Alfredo-. Colocar letras por orden lo sabe hacer todo el mundo. Lo difícil es saber hallar la armonía en los blancos entre palabras y entre líneas, esto es, saber dar los blancos. En esto está el arte... Después de un breve silencio, continuó: - Además, el impresor ha de saber fundir, trabajar bien con los cuños, saber preparar adecuadamente las aleaciones de metal y sacar las letras bien pulidas y acabadas. Al contemplar la cara, algo asombrada, de Marta, le dijo sonriendo: - Ya veo que ahora no te parece tan fácil el trabajo de impresor. - Fundir letras me parece que es bastante difícil. No había pensado en ello -comentó Marta. - Esto no es todo: vienen otras dificultades. Una de ellas dar bien la tinta.

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Marta había aprendido muy pronto la difícil técnica de manejar las balas, o sea, las pelotas de trapo para dar la tinta y distribuirla por un igual sobre todo el molde. Por eso, Alfredo le dijo: - Todos parece que tenemos una habilidad en esta vida. Tú es innegable que dominas muy perfectamente el manejo de las balas. Tiene un gran mérito, más del que te figuras. Halagada, ella sonrió satisfecha. Alfredo añadió: - No te creas que carezca de importancia ni que sea vulgar tu trabajo. Te diré que todo el mérito de la estampación está precisamente en esto: en saber dar bien la tinta. Después de contemplarla por unos segundos mientras ella estaba atareada en agitar la mezcla de aceite y hollín, se acercó a su lado y le dijo cariñosamente: -¡Formaremos un matrimonio de impresores! Ella le miró con cierta sorpresa. Por toda respuesta, preguntó: -¿Cuándo? - ¡Dentro de muy poco! -contestó él. Y luego añadió-: ¿Te gustan mis planes? Ella, seria, como una mujer que sabía lo que quería, contestó: - Son mis sueños. ¡Te amo! La declaración sincera, espontánea, llegó al alma de Alfredo Karr, y la bañó de una intensa dulzura... Dentro de seis meses, la imprenta tendría el primer matrimonio consagrado al arte de estampar libros. Entre tintas, letras y pergamino había nacido el amor. Luego, al correr del tiempo, otros matrimonios se consagrarían a la imprenta y sus nombres pasarían a la historia.

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XV

NI PAZ EN LOS SEPULCROS... Año 1794. Las tropas de Napoleón recorrían Europa imponiendo su ley, la ley de la fuerza; su estrella les guiaba de victoria en victoria. A pesar de ello, Maguncia resistió y vendió muy cara y dignamente su derrota. Sólo después de un intenso bombardeo, acordó rendirse. Cuando los soldados de Napoleón entraron, hallaron la mayor y más espantosa miseria en algunos hogares. - ¡Desde luego, este sitio no es muy agradable para pasar la noche! -exclamó el soldado Rachel, que estaba de paso en Maguncia después del espantoso bombardeo. Él, como todos sus compañeros, formaba parte del ejército de Napoleón. - No te quejes; después de lo que hemos sufrido, esto es la gloria -le reprochó Luís Amboise, sargento de la misma compañía. Luego añadió-: Los maguntinos son verdaderos hijos de diablo. ¡Cómo se han resistido! - Tienen bien ganada la paliza que han recibido; es indudable que si nosotros hemos sufrido, ellos han sufrido mucho más. Después del ultimátum no aceptado, el bombardeo ha sido de los que impresionan. - En toda la campaña -dijo el sargento-, no había visto cosa igual. Y luego, con evidente orgullo de pertenecer al ejército triunfador de Napoleón, exclamó: - Habrán aprendido que es inútil resistirse a los soldados de Francia. Sargento y soldado se hallaban en un pajar semiderruido de una casa de las afueras de Maguncia. Llevaban una hora descansando cuando una infernal algarabía les despertó: - ¿Qué pasa, Rachel? -preguntó el sargento Amboise, sobresaltado. - No sé, sargento - contestó algo preocupado el soldado, quien no se fiaba de los maguntinos y temía caer en cualquier emboscada. Muchos de sus compañeros habían muerto apuñalados por la espalda. El sargento salió del pajar, pero volvió en un momento, diciendo sarcástico: - Es un grupo de soldados beodos que "juegan" con dos muchachas. Parecía furioso e indignado. Pero luego, tratando de serenarse, añadió con resignación: -¡Cosas de la guerra! Volvieron a descansar. Afuera, silencio absoluto. Por lo visto, el grupo ya se había alejado. A la mañana siguiente, mucho más animados tras el descanso, se dedicaron a recorrer Maguncia. - Esto parece una iglesia -dijo el sargento contemplando las paredes maestras de un edificio destruido por las balas y el incendio. - Oye, tú -gritó el soldado dirigiéndose a una muchacha medio alelada que andaba como sin rumbo. Pero la muchacha no se paró, como si no fuera para ella lo que alguien gritaba. - Oye -insistió el soldado.

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Ella se paró. Los soldados se habían acercado para sujetarla, pues daba la impresión de estar demasiado aturdida como para sostenerse en pie. Sin embargo, ella reaccionó al darse cuenta de quienes eran, y levantando la cabeza con orgullo, cerró los puños con rabia, y exclamó: - ¡Perros! - ¿Perros? -repitió el soldado, y le dio una tremenda bofetada que le hizo tambalear. El sargento impuso su autoridad y censuró ante la muchacha, que estaba llorando de dolor, la brutalidad de su compañero. - Me ha insultado; nos ha insultado, sargento… Entonces, el sargento, compasivo, comprendiendo que el odio que sentía aquella mujer había nacido de un profundo dolor, le preguntó: - ¿Por qué nos has insultado? Ella los miró con desprecio, con asco, con una repulsión que le salía de la boca sin ni siquiera intentar el disimulo: - No os he insultado -contestó. El soldado, furioso, rugió: - No lo niegues. - Lo niego -afirmó ella impávida. - ¡Pero qué...! El sargento, con un gesto, obligó al soldado a callar. Luego, queriendo ganar la confianza de la muchacha, le dijo: - Nosotros no queremos hacerte daño. Te hemos llamado para hacerte unas preguntas: no conocemos Maguncia. Ella, con un gesto de dignidad, contestó: - Yo no voy con franceses: ¡sería traicionar a mi patria! El sargento, como si no lo hubiera oído, dijo con completa indiferencia: - Nosotros te daremos hoy una parte de nuestro pan y de nuestro guisado si nos acompañas sólo una hora -después de unos segundos, añadió-: Nos gusta ver las ciudades que recorremos y tomar apuntes de sus bellezas. Yo soy impresor y te agradecería que me dijeras en qué lugar fue enterrado Juan Gutenberg. La muchacha no escuchaba. Sólo una idea llenaba su mente: si acompañaba esos soldados, podría comer por lo menos un día. Consideraba indigno de ella hacer tal cosa y se había propuesto no decir palabra alguna a los franceses, culpables de la muerte de sus padres durante el bombardeo, y de todo cuanto poseía. Sin embargo, la tentación, era grande. Por fin, las necesidades de la vida fueron más poderosas que el espíritu, que el odio... - Os acompañaré durante sólo tres horas – contestó -. No dispongo de más tiempo. Pero enseguida insistió, recelosa: - Pero, ¿puedo contar con lo prometido? - Desde luego, nos partiremos la comida. El sargento, hombre a quien la guerra, con todas sus miserias, no había curtido el corazón, contempló con piedad a la muchacha. Era de una belleza vulgar, pero todo su ser irradiaba una innegable simpatía. - ¿Qué te ha sucedido, muchacha? -le preguntó con cariño.

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Ella, reticente aún, empezaba a ablandarse ante la bondad del sargento. Así pues, contestó sincera: - Lo he perdido todo, señor. ¡Todo! ¡Mis padres y mi casa! El soldado le preguntó: - ¿Vuestros padres? - ¡Han muerto! -y no pudo contener las lágrimas al recordarlo. Todos guardaron silencio. Pero el resentimiento resurgió en ella, y preguntó con amargura: -¿Por qué habéis destruido nuestra ciudad? - Es la guerra -contestaron serios sargento y soldado. -¡Una guerra que merece el castigo de Dios! Luego añadió: - Toda Maguncia está de luto. Cada familia llora por sus parientes desaparecidos. Nuestros bienes materiales han quedado reducidos a la nada, pero lo que más duele, son los muertos. - También nosotros hemos tenido muertos -contestaron sargento y soldado. Ella, despectiva, exclamó: - Pero, ¿quién os ha llamado para que vinierais? Vosotros no tenéis derecho a quejaros de los muertos porque habéis sido los opresores. -Luego, con orgullo, añadió- ¡Maguncia es así, señores! No se rinde sin luchar, como otras ciudades por las que habéis pasado. Sargento y soldado nada dijeron. Comprendían el dolor de la muchacha que se encontraba sola, hambrienta, a merced de la soldadesca, en una ciudad intensamente bombardeada... El sargento fue el primero en hablar: - Seamos amigos- dijo, y había honda sinceridad en la voz y en el gesto. - Sí, podemos serlo - añadió el soldado. - Créenos -añadió el sargento-; nosotros, que hacemos la guerra, ¡la odiamos! Nos han arrancado de nuestros hogares y somos hombres, los que formamos el ejército, no sólo de Francia, sino de las más diversas partes de Europa. Dices que lo has perdido todo; nosotros lo hemos dejado todo, que en este caso dejar, sin ser igual, sin haber tanto dolor, se parece mucho a perder. Tu drama es también en parte nuestro drama. El sargento Luís Amboise miró fijamente a la muchacha: - ¿Podemos saber tu nombre? -preguntó. Ella levantó los ojos, llenos de una tristeza impresionante, como si por ellos se asomase el alma mutilada, sangrante, y contestó: -¿Para qué? Pero la pregunta quedó sin contestación: el sargento prefirió no decir nada. - Me llamo Berta - dijo después de un breve silencio. Empezaba a confiar en el sargento: a pesar de ser francés, parecía un buen hombre. Sargento y soldado, coincidiendo, exclamaron: - ¡Bonito nombre para una mujer! Ella sonrió involuntariamente y los tres se miraron. Comenzaba a unirlos una naciente simpatía. Charlaron un buen rato. En la ciénaga del odio, de la devastación, de la muerte, entre el soldado que destruye y la maguntina hambrienta, florecía la bella flor de la simpatía. No era un caso único; a través de los siglos se ha repetido,

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como proclamación de las eternas verdades de la vida. Al lado de la muerte, desdentada y horrorosa, palpita a veces la emoción más bella de la vida, en aquellos que han empezado por odiarse y terminan por amarse. Ella explicó a los soldados napoleónicos su existencia en los días del asedio: -¡Hemos comido de todo! ¡Incluso de lo más inmundo! -y luego añadió-: Estoy enferma y tengo hambre. Hambre… no era la única. En aquella Europa mutilada, millones de seres conocían el horror de la guerra, de la destrucción, de la miseria, de hambre. Viejos, mujeres y niños: nadie se salvaba del sufrimiento, del horror del hambre de los asedios, que a veces llegaba incluso a la locura de aprovechar la carne podrida de los muertos, después de haber agotado hasta lo más inmundo, hasta lo más repugnante. El sargento había oído esa palabra cientos de veces a su paso por Europa. Pero hasta ese momento, nunca se había dado verdadera cuenta de lo que esas seis letras significaban. - Rachel, ves a buscar tu guisado y el mío; procura reengancharte o coger el de algún soldado que te lo ceda por no comer en el cuartel. Di que estamos de servicio. Cuando Rachel se iba, el sargento añadió: -¡Y pide el pan de mañana también! Rachel obedeció de buen grado. Se sentía vil por haber abofeteado a la pobre Berta. Ya no le parecía tanta ofensa el verse llamado ¡perro!, despreciado y odiado por una mujer. "¡Perro!", se decía a si mismo el soldado, "no es una palabra tan fea como parece…" ¿Cómo podía haber sido tan impulsivo? Mientras tanto, a solas con el sargento, Berta se sorprendió empezando a querer aquél francés. Ambos se quedaron callados, mientras las miradas llenaban los espacios en blanco. En lo que pareció un momento, Rachel los interrumpió: había cumplido las órdenes de su sargento rápida y eficazmente. No se podía decir que el ejército napoleónico comiera bien, pero en aquella Europa hambrienta, sin pan, sin las primeras materias más imprescindibles lo poco que había era para los mimados, los predilectos, los soldados del gran Capitán. No comían bien, pero podían comer, ¡y esto sí que era un privilegio entonces! - ¿Judías otra vez?- exclamó el sargento, fingiendo asco, guiñando disimuladamente un ojo al soldado. -¡Prefiero no comer! - dijo Rachel, fingiendo también malhumor. Y ambos, sargento y soldado, excelentes camaradas, le cedieron a ella toda su comida... - ¿Y vosotros? -preguntó Berta. Rachel y Amboise se miraron, y como de común acuerdo, exclamaron: -¡Come tú hasta no poder más! Nosotros estamos hartos… El sargento añadió con cariño: - No comas aprisa; poco a poco, que no te haga daño… Ella enrojeció, avergonzada: tenía demasiada hambre como para atender formalidades. Comprensivo, el sargento dijo: - Mira, nosotros saldremos para ver estas ruinas por el lado este, en donde hay unas hornacinas que me interesan. Tú, mientras tanto, come hasta sentirte satisfecha.

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Sonrió ella con gratitud, y aquella sonrisa les pareció a ambos una caricia de bondad. - ¡Pobrecilla!- exclamó el sargento, alejándose. -¡Qué simpática y buena parece! -corroboró el soldado. Ella se quedó sola en las ruinas. Les vio marchar, charlando amigablemente, como buenos camaradas que eran, pero enseguida dejó de contemplarlos y empezó a comer. ¡Judías! Aquél era el más delicioso manjar que había probado en mucho tiempo. La comida caliente le hizo mucho bien, tanto que ya era otra, que se sentía otra. El sargento y el soldado examinaron las ruinas de lo que parecía una iglesia. ¿Dónde estaban? El corazón les decía que allí habían reposado los restos de hombres grandes. Luís Amboise, el tipógrafo, sabía por la historia que en Maguncia había muerto Juan Gutenberg, y ahora, sargento del ejército napoleónico, de paso por la ciudad alemana, deseaba rendir su último tributo al gran inventor. Pero, ¿en qué lugar estaría la iglesia de los frailes dominicos? Según las crónicas de la época, fue allí en donde Juan Gutenberg recibió sepultura. ¿Podrían ser aquéllas las ruinas de una iglesia? "Berta nos sacará de dudas", pensó el sargento. Dirigiéndose a Rachel, le dijo: -¿Tienes hambre? - Un poco, sargento -contestó, aunque rápidamente añadió-: Pero sin duda, ella tiene más. Amboise miró sonriendo a Rachel. - Hemos hecho una buena acción. - Así expío lo de la bofetada- contestó Rachel humorísticamente. Sargento y soldado tendrían que esperar un día entero para que en su campamento es dieran algo más para comer. Después de media hora, soldado y sargento volvieron al sitio en que habían dejado a la muchacha. Ella había comido poco, y estaba como dormida, apoyando el cuerpo en una pendiente formada por un montón de escombros. Ambos la contemplaron durante unos minutos. Sin duda que en otras circunstancias hubieran pasado por su lado indiferentes. Pero entonces, cruzándose en su camino entre montones de ruinas, hambrienta y enferma, la encontraban como imagen del dolor, merecedora de apoyo y defensa. Cuando despertó, Berta los miró con aquellos ojos verdes medio entornados, como aturdida. Al cabo de unos segundos, al reconocerlos, una sonrisa de extendió en su rostro: - ¡Ah, sois vosotros! - Has comido poco -observó el sargento. - Sentaos. Comeremos los tres -sentenció ella. Los soldados no se hicieron derogar. Como buenos amigos partieron el pan y el guisado, pero le dieron a ella lo mejor y 1a mayor cantidad. Comieron y charlaron. Luego, ella parecía otra. No estaba macilenta, sino con nuevos bríos en el cuerpo y en el alma, por haber comido y por la reciente y sincera amistad. Ella se cogió del brazo de ambos, a su derecha el sargento, y a su izquierda, el soldado. ¡Eran tres buenos camaradas!

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- ¿Has oído hablar de Juan Gutenberg? - le preguntó Luís Amboise. - No -contestó ella con sinceridad. -¡Qué raro! -exclamó el sargento con cierta sorpresa. Ella lo miró sonriente, extrañada: -¿Por qué? Luís Amboise quiso rectificar: - Te diré; no es raro... Me pareció... Como se trata de un maguntino ilustre... Pero, no es raro... Mas ella insistió: -¿Por qué? - Ha sido uno de los hombres más ilustres de Maguncia, y me figuraba que toda vuestra ciudad estaría llena de recuerdos dedicados a él -contestó el sargento. Ella, como queriendo recordar, exclamó, entre pregunta y admiración: - ¿Juan Gutenberg? -y se quedó un momento callada, como intentando recordar, para acabar concluyendo-: pues no, nunca oí este nombre. Miró al sargento y luego al soldado, y les preguntó como comentario, medio admirada: - ¿Sois franceses? - Sí. -contestaron. - Vosotros sabéis más que yo de mi ciudad. ¿Cómo puede ser? Hizo una pausa. Luego, con un simpático guiño, les dijo: - Habladme de Juan Gutenberg, el maguntino ilustre a quien vosotros decís conocer, a pesar de que venís de lejos, y que yo ni siquiera he oído nombrar a pesar de haber nacido en esta ciudad. Muy juntos los tres, empezaron a andar, mientras el sargento relataba cuanto sabía de Juan Gutenberg. Ella se sentía otra mujer. Horas antes, haciendo explosión el odio, les había llamado con rabia ¡perros!, y todo lo había olvidado ya. ¿Era posible? Aún sentía en su interior lejano murmullo de una acusación "¡Berta! ¡Berta! ¿Tú con franceses?" Pero acallaba la voz de su conciencia repitiéndose "Franceses, sí. Pero ¿acaso tienen ellos la culpa de esta guerra horrible? ¿Qué remedio les queda si les ha tocado ser soldados?" Pero en Maguncia no lo debían entender como ella lo entendía ahora. La gente que la conocía, la veía pasar con sorpresa. Ella en medio de dos soldados, cogida del brazo, muy juntos los tres... ¡Qué asco! ¡Qué ultraje! El sargento le habló de Juan Gutenberg. Así, fueron los soldados invasores de Napoleón los que, al reconstruir la ciudad más bella aún de lo que había sido, erigieron la primera estatua a uno de los hombres más insignes de la ciudad, Juan Gutenberg, al que todo Maguncia había olvidado ya. Berta escuchaba muy atenta. Cuando el sargento Amboise terminó su relato, ella le dijo admirada: -¡Sois muy culto! Luís Amboise apreciando la sinceridad de la muchacha, exclamó: - ¡No lo creáis! ¿Culto? ¡No hay tal cosa! Antes de ser movilizado, era tipógrafo en Lyon y me gustaba conocer la vida del hombre que había inventado la imprenta, mi arte y oficio, porque ambas cosas es a la vez... - Gracias a vos ahora conozco algo que ignoraba de mi propia ciudad, señor sargento -dijo ella. - No me llames "señor sargento" -dijo él-. Mi nombre es Luís.

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- Pues Luís, gracias por darme a conocer la vida de un maguntino ilustre -dijo ella sonriendo. - Y por cierto -añadió Luís- agradecería que me tutearas, Berta. - De acuerdo -convino ella. Luego, dirigiéndose al soldado, lo miró inquisitivamente-: ¿Y…? - Me llamo Juan, Juan Rachel. Y también me gustaría que me tutearas. Ella sonrió, y los tres continuaron andando y charlando. Berta les explicó que la iglesia de los dominicos de Maguncia, en la que según las crónicas, que muy bien conocía el sargento, había recibido sepultura Juan Gutenberg, no existía. Había sido destruida a cañonazos. ¿Y el cuerpo del inventor de la imprenta? Jamás se halló rastro de la sepultura. Los cañonazos de Napoleón levantaron entre cascotes las cenizas de Gutenberg y las esparcieron a todos los aires. ¡Ni en el sepulcro había paz para el maguntino ilustre! Pero Napoleón hizo algo más que destruir el sepulcro del inventor de la imprenta. Sacudió la conciencia de Europa, que tenía en completo olvido a Juan Gutenberg, y los soldados de Francia pidieron en las ciudades europeas un óbolo para levantar en una de las plazas de Maguncia un monumento al inventor de la imprenta, el primero. Luego, otras ciudades se acordaron de Juan Gutenberg... y nunca más lo olvidaron. Así pues, de alguna manera, los cañonazos sobre la tumba de Gutenberg fueron, paradójicamente, la salvación de su recuerdo. El sargento, al hallarse ya en las afueras de Maguncia, en dirección a su improvisada vivienda, el pajar semiderruido, preguntó a Berta: -¿Y tu casa? Ella triste, comentó: - ¿Qué casa? Todo lo que queda son escombros… El sargento, conmovido, le dijo: - Bajo mi responsabilidad, puesto que el reglamento nos lo prohibe, tú, Berta, te quedas con nosotros. El pajar es nuestra casa… Ella se ruborizó, y el sargento añadió: - Ahora seremos tres buenos camaradas, ¿sí? Berta sonrió. Se sentía segura en medio de aquellos dos jóvenes que horas antes había considerado despreciables, indignos, crueles, dignos de todo insulto y reproche lleno de odio y asco. Ellos se sentían felices al considerarse protectores de una mujer que habían encontrado sola, hambrienta, en las calles de Maguncia. Vivieron unidos durante tres meses. Pero un día llegó la orden de partir. La guerra tiene sólo breves paréntesis de calma. El sargento y el soldado dejarían en Maguncia la mitad de su vida. ¿Cómo decirle a Berta que iban a separarse? Pensaron comunicarle la noticia al mediodía, pero ni uno ni otro se atrevió. Les faltó valor. Así, llegó la última noche: de madrugada partía el regimiento. - Berta- dijo con voz apagada el sargento- nos vamos. - ¿Dónde? -preguntó ella, inocente. - Quiero decir Juan y yo… el regimiento tiene que partir mañana, a primeras horas de la madrugada. Ella se quedó sin palabras. Instintivamente, se abrazó a Luís y empezó a llorar. Le amaba.

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Él tomó su barbilla, le levantó cariñoso la cabeza, y le dijo forzando una sonrisa: - ¡No llores! Me estás poniendo triste… Berta quiso sonreír, pero no pudo. Entonces él, sacando fuerzas de su flaqueza, aparentando serenidad, le dijo sincero: -¡Te amo, mujer! Berta sonrió como nunca lo había hecho. No tenía palabras, pero tampoco hacían falta: su rostro, sus ojos hablaban por ella. Lo miró con intensidad, y escuchó como él le decía: - Ante Dios eres mi mujer. Te protegeré en lo posible. He arreglado los documentos para que cobres las tres cuartas partes de mi paga en el Gobierno Militar de Maguncia -tras una pausa, añadió-: volveré. Volveré contigo. Berta se sintió reconfortada: en su voz había firmeza y seguridad. El sargento partió hacia los caminos de Europa, con las águilas del Imperio. Tiempo después, los tambores del Imperio redoblaban en Maguncia, mientras las águilas de su ejército desfilaban: Napoleón inauguraba la primera estatua de Gutenberg en una plaza pública. Y por fin, el sargento volvió con Berta para seguir con ella el resto de sus días, ejerciendo su profesión en la tierra del inventor de su arte: la imprenta.

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EPÍLOGO

¿Llegó Juan Gutenberg a imaginar las repercusiones tecnológicas de su invento y el impacto social y espiritual que tendrían en el mundo aquellas costosas páginas de la Biblia impresas contra vientos y mareas en su tosca prensa instalada en unos sótanos de Maguncia? ¿Alcanzó, mientras se secaba fatigado el sudor de la frente tras repetidos y múltiples esfuerzos de subir y bajar la platina de su prensa, a soñar, siquiera por un instante, que en tiempos futuros enormes rotativas derivadas de su invento vomitarían de sus fauces miles de ejemplares acabados cada hora? ¿Qué sus revolucionarios tipos movibles serían sustituidos por tipos digitales, transferidos a planchas de offset insoladas electrónicamente desde una computadora? ¿O que reproducciones en color de las páginas de su Biblia circularían colgadas en una “red de redes” de computadoras denominada Internet, viajando instantáneamente de uno a otro rincón del mundo? Por muy visionario y soñador fue fuera el impresor alemán, es improbable que llegara a esto. ¡Sin duda que llegó a soñar más de una vez sobre el futuro de su invento, pero no tanto! Ni tan siquiera la posibilidad de las ingeniosas Linotipias, hoy obsoletas pero revolucionarias a principios del siglo XX, llegó a cruzar por su mente Y es que la realidad siempre ha superado a la fantasía a través de los siglos. De aquellos humildes sótanos de Maguncia han surgido inmensos palacios, talleres gigantestos, editoriales, librerías, bibliotecas abarrotadas de libros por todo el mundo, donde miles y miles de hombres estudian, escriben, componen, imprimen, editan, venden libros y periódicos. Internet y el correo electrónico, los chats y los blogs se han convertido en una fuente ilimitada de información compartida ¡Qué abismo entre las exclusivas y limitadas bibliotecas y escritorios monacales y la abundancia de información casi ilimitada que hoy en día está al alcance de todo aquel que desee acceder a ella! El mundo, desde el siglo XV, desde el invento de Juan Gutenberg, ha marchado aprisa, rápido, veloz, seguro de sí mismo, con paso firme hacia lo grande, hacia lo bueno y también hacia lo malo, porque bien y mal palpitan en un mismo ser, son parte de un mismo todo, son altos y bajos, contrastes que empujan, y aceleran formando las alas del progreso... La imprenta ha sido uno de los mayores bienes de la humanidad: extendió el conocimiento entre las gentes. Y aun cuando se diga que sirvió también para entender el error, que hay libros malos, el bien que de ella ha derivado, fue tanto, que cualquier juicio negativo es pálido reflejo que en nada amortigua la luz de la gloria que desde lo alto cae sobre el nombre de Juan Gutenberg. ¡La imprenta ha transformado el mundo! La Maguncia actual, considerada la ciudad de los medios de comunicación, ha honrado la memoria de Juan Gutenberg dedicándole un museo que abrió sus

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puertas por vez primera el día de San Juan de 1901 donde se recrean su prensa y su taller, y en una sala protegida por dos muros cortafuegos y pesadas puertas metálicas, tras el grueso cristal de una vitrina, con la humedad constantemente controlada, iluminadas por una luz tenue, se conservan dos ejemplares originales de la Biblia de Gutemberg, los dos primeros libros impresos en el mundo. El él tiene su sede la Asociación Internacional Gutenberg, fundada para el fomento del propio Museo así como de las investigaciones sobre Gutenberg. y fomentar las investigaciones sobre la historia de la impresión y del libro. (http://www.gutenberg-museum.de/index.php?id=29&L=1) Y el 1971, Michael Stern Hart, puso en los Estados Unidos lo que se conoce como “El Proyecto Gutenberg”, una inmensa biblioteca en Internet en la que se proyecta reunir en un futuro todos los libros del mundo que sean de dominio público o cedidos por sus autores, en todos los idiomas, y hacerlos así accesibles para que se puedan leer desde cualquier computadora en cualquier rincón del planeta. A finales del 2006 el proyecto cuenta ya con cerca de 20.000 libros disponibles en 40 idiomas, y a través del mismo se pueden descargar versiones de la Biblia en distintas lenguas, incluyendo nuestra querida Reina-Valera. (http://www.gutenberg.org/browse/languages/es) No, no es probable que Johann Gensfleisch zum Gutenberg, a lo largo de su atribulada y azarosa vida, alcanzara a vislumbrar la magnitud del impacto social de su invento. A imaginar la revolución cultural que había puesto en marcha con el simple movimiento del subir y bajar la platina de su prensa, y menos aún que cinco siglos después, la ciudad de Maguncia, honraría su nombre con un museo donde se reproduce su modesto taller. Lo que sí es muy probable que viniera a su mente, al pensar en el futuro, e incluso que repitiera una y otra vez con sus labios, porque las leería una y otra vez mientras imprimía, página a página, en su obra maestra, su Biblia de 42 líneas, fueron, sin duda, las palabras del profeta cuando afirma que:

«La hierba se seca y la flor se marchita, más la palabra de Dios permanece para siempre» Isaías 40: ELISEO VILA – Presidente de la Editorial CLIE

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BIBLIOGRAFÍA

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