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2015 13 Número GUILLERMO VILLA CASTAÑEDA (JOSÉ MARÍA BRADOMÍN)

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201513Número

GUILLERMO VILLA CASTAÑEDA

(JOSÉ MARÍA BRADOMÍN)

Lic. Gabino Cué MonteagudoGobernador Constitucional del Estado de Oaxaca

Lic. Alonso Alberto Aguilar OrihuelaSecretario de las Culturas y Artes de Oaxaca

Lic. Guillermo García ManzanoDirector General de la Casa de la Cultura Oaxaqueña

Lic. María Concepción Villalobos LópezJefa del departamento de Promoción y Difusión

Lic. Rodrigo Bazán AcevedoJefe del departamento de Fomento Artístico

Ing. Cindy Korina Arnaud JiménezJefa del departamento Administrativo

C.P. Rogelio Aguilar AguilarInvestigación y Recopilación

Un personajeindeleble

Existen personajes que han dejado huella; voces que resuenan eternamente y letras de trazo In-deleble; tal es el caso de la obra de Guillermo

Villa Castañeda quien bajo el seudónimo de José María Bradomín, obsequió a Oaxaca un acervo lite-rario indispensable y de elegante estilo, tal como lo definen en sus comentarios prestigiados personajes de la cultura de su tiempo, como Alfonso Francisco Ramírez, José L. Bonnechi, Jacobo Dalevuelta y Vi-dal Álvarez Eviroix.

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“GUILLERMO VILLA CASTAÑEDA ocupa un sitio de honor en las letras oaxaqueñas. Profesor de lim-pia ejecutoria, se ha dado tiempo para investigar en nuestro pasado, descubriendo joyas de subidos qui-lates que amorosamente ha salvado del olvido.

Buena prueba de su labor benemérita son sus libros TOPONIMIA DE OAXACA y OAXACA EN LA TRADICIÓN, en los que hace gala de su saber depu-rado y profundo. No son un fruto de fácil improvisa-ción, sino resultado de arduos desvelos y de vastos conocimientos. Indispensables para el conocimiento de lo que es Oaxaca, deben estar en las manos de todo hombre culto, especialmente de nuestros jó-venes estudiantes. En mi biblioteca figuran en lugar distinguido, entre los libros más leídos y apreciados.

GUILLERMO VILLA CASTAÑEDA, poeta que ha cincelado magníficos e inolvidables poemas, nos ofrece ahora una nueva obra: CRÓNICAS DEL OAXA-CA DE HACE CINCUENTA AÑOS. He tenido el privi-legio de leer el manuscrito, deleitándome con la evo-cación de un ayer irremisiblemente sepultado entre el oleaje del tiempo.

Como artista consumado, fino psicólogo y acucio-so observador, el autor nos presenta cuadros, esce-nas y personajes de una vida provinciana que cada día nos parece más extraña a las costumbres que ac-tualmente se imponen con implacable rudeza. Nos habla de un mundo desaparecido, en que la cortesía y la elegancia de las formas se insertaban habitual-mente en el quehacer cotidiano. Claro que había sus sombras, pero éstas no alcanzaban la hondura del dramatismo.

Nos presenta una vívida visión del “Zócalo y los portales” de “Las antiguas casas oaxaqueñas”, de “Las calles y callejones”, de “Los barrios y las esqui-nas”, de “Las pilas viejas”, de “Los mercados” y de otros lugares de nuestra amada ciudad, amenizando su relación con abundancia de noticias interesantes y curiosas.

Nos invita a presenciar las “Fiestas tradicionales”, “Las diversiones populares” y los “Velorios”, trazan-do con mano maestra una serie de alegorías plenas de gracia y de colorido. Como escritor costumbrista, GUILLERMO VILLA CASTAÑEDA está en la línea de los grandes creadores del género.

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Vemos desfilar tipos del más variado linaje; unos amables, algunos grotescos, otros dignos de respe-to y veneración. Todos ellos representativos de una época, de una sociedad que está siendo modificada en sus estructuras fundamentales.

De algunas de sus páginas se desprende un vago perfume de melancolía, como de aquellos parques abandonados, en que sólo se escucha el quejido del viento entre las frondas: ni un paseante solitario, ni una pareja de amantes entre las luces del crepúsculo.

Pero no todo es resignación y recuerdos. A veces surge el comentario cáustico, la protesta viril, la re-flexión filosófica, que nos hace comparar lo que se ha ganado y lo que se ha perdido, lo que realmente hemos obtenido a cambio de sacrificios supremos y lo que nos falta por alcanzar. Y entonces la frase es un acto de fe en nuestros destinos.

El libro está escrito con emocionado amor para Oaxaca, con elegancia y pulcritud. Es un hermoso arcón de remembranzas. Leámoslo con fruición, re-cordando la frase de Marcial: “Poder disfrutar de los recuerdos de la vida, es vivir dos veces”.”

México, D. F., 1967 Alfonso Francisco Ramírez

“Quien no vuelve al pasado, quien no conoce el valor de su historia, quien no sabe aprovechar las ex-periencias y los consejos de los que le precedieron, ¡qué importa cuánto sepa y cuántos títulos ostente! … José María Bradomín ama, esa tradición y esa patria, y se siente estrechamente ligado a ellas. Es el cantor de Oaxaca, sobre todo de la ciudad, la que conoce palmo a palmo y la que ha vivido en su cuarta dimen-sión: el tiempo”.

¡Oh muy amada y noble y muy leal ciudad!¿Quién vivió los días de esa remota edad?¿Yo, que en cuatro siglos cuatro rencarnaciones,Y que, según el signo de mis transmutaciones,Si ayer quizá fui un monje asético y austero,Y luego un hijo de algo audaz y aventurero,Hoy vuelvo a ti haciendo una mitad acetaY aventurera otra… puesto que soy poeta!

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“Nada pinta tanto al cantor oaxaqueño como es-tos ocho alejandrinos que pertenecen al poema “Ava-tar” de su Solar Nativo. Este libro está dividido en tres partes. I.- Poemas vitales, II.- Poemas Líricos y III.- Poemas románticos. En todos ellos el autor llama con mano trémula al pasado, observa y escucha… a veces es la música que se cuaja en la tradición la que le inspira: es el Dios nunca Muere de Alcalá, otras, en el murmullo de la fuente, murmullo que es más bien una queja o, es un lamento más hondo en torno del ”viejo zócalo”. Un grito doloroso y repentino lo saca de sus cavilaciones y lo lleva a la amarga realidad. Ahora sus manos agitadas arrancan a su tiorba las notas ligeras y elegantes del romance…

-¡Malhaya Rosa la china!,¡Por tus amores me matan!un grito rompe el silenciode la noche, la barriada.Arriba, en el cielo, asomala luna su cara blanca…

José María Bradomín no gusta, empero, de los metros cortos. Sus dedos recorren con amplitud la escala musical. Sus elegías y sus odas son siempre de largo aliento. El alejandrino y el heroíco son sus metros favoritos, porque sirven más a su inspiración bravía y majestuosa.

La musa de Bradomín es también rusticana. Pero nuestro poeta no solo canta nuestro pasado, nues-tras tradiciones, nuestras bellezas y nuestros dolores, sino que rinde al par homenaje a los héroes epóni-mos y a todo lo que tiene para el oaxaqueño alto va-lor histórico.”

Oaxaca, Febrero 1955 José L. Bonnechi

“No presumo de haber descubierto a un positivo y auténtico poeta oaxaqueño, porque supongo que lo habrán leído en las modestas páginas del viril perió-dico “El Momento”, pero si censuro la injusticia que se ha tenido para este bardo, pues hace ya tiempo que debería ser el auténtico poeta de Oaxaca.

Va esta vez con un cordial saludo y como guirnal-da florecida de la sección a mi inmerecido cargo del

magazine, el bello canto a la bella Antequera “Ava-tar” canto en el que vibra el estro altísimo del poeta que vive en la soledad en las altas montañas de mi tierra, como un pájaro libre y feliz.”

Jacobo Dalevuelta Magazine “El Universal” México D.F. Mayo de 1946

“Todo nace de la tierra y todo vuelve a ella; el poe-ta que se aleja remontándose a las estrellas, algún día inexorablemente vuelve a la tierra, porque la tierra es la madre universal, la que en definitiva nos guarda en su seno y nos cobija con su manto maternal de cariño perdurable.

Quien canta a la tierra, al solar nativo, a la casita blanca, a la novia, a la fuente, a la verbena, al parque, a la tradición y al espíritu de la pequeña patria, está rindiendo el más fervoroso y cálido homenaje que en justicia puede prodigarse a esta sublime y noble idea: La Patria.

A ella dedica sus cánticos este poeta, “José María Bradomín”.

Vidal Álvarez Everoix Magazine “El Universal” México 1 de enero de 1947

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Guillermo Villa Castañeda (José María Bradomín)

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Carta devida

Nació en la ciudad de Oaxaca, el 2 de enero de 1910, en la casa hoy número 500 de las calles de Carlos María Bustamante, ubicada al costa-

do del templo de San Francisco. Sus padres fueron José María Villa, originario de Durango y Luz Casta-ñeda Rojas, originaria de Oaxaca y quien fue un gran apoyo en su travesía, aportando datos importantes sobre la ciudad, los cuales sirvieron para crear “Cró-nicas de hace 50 años”.

Realizó su instrucción primaria elemental en la Escuela “Peztalozzi”, ubicada en ese entonces en la octava calle de Hidalgo. La primaria superior la cur-só respectivamente, en el Colegio “Espíritu Santo”, fundado por el Sr. Canónigo D. Carlos Gracida, en la Escuela Porfirio Díaz y en la Escuela Anexa a la Nor-mal, establecida entonces en el edificio que ocupa el Monte de Piedad del Gobierno del Estado. Al termi-nar, en 1926 se dedicó al aprendizaje de la tipografía, en los Talleres Gráficos del Gobierno.

En 1927 ingresó a un curso especial para la prepa-ración de Maestros Rurales, mismo que funcionaba en la Escuela Federal “Tipo”, atendida por el Sr. Prof. D. Luis G. Ramírez. En mayo del siguiente año le fue expedido Nombramiento como Maestro Rural, asig-nándole como lugar de adscripción, la población de San Juan Guelavía, distrito de Tlacolula.

En el lapso que dedicó al aprendizaje de la tipo-grafía, trabó amistad con los representantes del sec-tor intelectual de aquellos días: la escritora Enriqueta Aragón, directora de la revista “Minerva”; la poetisa Teresa Luna Vargas; los también poetas, Juan G. Vas-concelos, Lino Ramón Campos Ortega y Francisco Leonardo Ramos; así con el erudito Lic. D. Pedro Ca-macho, dedicado al estudio de la arqueología. En el

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contacto con estas personalidades encontró estímu-los para el desarrollo de sus incipientes inclinaciones literarias y ensanchó sus conocimientos con las con-sultas que realizó en la Biblioteca Pública del Estado, en la Biblioteca de Catedral y en las relaciones que estableció con entrañables amigos de la infancia que cursaban estudios en el Instituto de Ciencias y Artes del Estado. Así, en cierta forma su preparación ad-quiere un carácter autodidáctico.

En 1929 inicia sus actividades literarias colaboran-do con algunos órganos periodísticos de la localidad: “La Opinión Popular” de Fortino Gómez Torrente-ra; “Libertad” de Efrén Chávez y más tarde en “Eco Estudiantil” de Ángel M. Saavedra y “Ex Alumnos” y “Cuadernos de Oaxaca” de Gonzalo Hernández Zanabria. En estos órganos aparecen los primeros poemas de la serie que años después integrarían el volumen “Solar Nativo” y “Lira Dispersa”, en el que se halla condensada toda su producción poética. Estas colaboraciones son ya firmadas con el pseudónimo José María Bradomín.

Sus actividades literarias toman otros derroteros ante los problemas sociales y políticos que se viven en la entidad y a lo largo de toda su vida, arreme-terá valerosamente contra los actos negativos de la Administración Pública; sus ideas se difunden en “El Momento” y “El Hombre Libre”. Algunos trabajos li-terarios, principalmente Leyendas Oaxaqueñas, son publicados en la revista “Jueves de Excelsior”.

Realiza estudios en el Instituto Federal de Capa-citación del Magisterio y en 1952 obtiene el Título de Profesor de Educación Primaria. El apostolado de los maestros rurales le dio la oportunidad de conocer todos los rincones del estado, trasladándose de un lugar a otro a pie y en raras ocasiones a caballo, pues en aquella época no se contaba aún con los medios de transporte ni con las vías de comunicación actua-les.”

De 1958 a 1961 trabaja en San Juan Bautista “La Raya”, en donde realiza labor social y educativa. Este conocimiento se ve reflejado en sus obras, crítica eti-mológica “Toponimia del Estado de Oaxaca” (1955) y “Monografía del Estado de Oaxaca” (1972). Por su gran colaboración educativa en esta población, en diciembre de 1989, se inaugura la biblioteca que lleva su nombre “Guillermo Villa Castañeda”.

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Ya para esas fechas, los artículos y colaboraciones en los periódicos comienzan a ceder el paso a la inte-gración de una obra congruente, de sentido definido.

Siendo porfirista de hueso colorado, debido a la gran admiración que le tenía a este inigualable per-sonaje, en 1959 forma parte del comité pro-traslado de los restos del Sr. General Porfirio Díaz en Oaxaca.

En 1960 escribe “Oaxaca en la tradición”, “Cróni-cas” en 1976 dedicada a Doña Luz Castañeda Rojas, quien aportó referencias consignadas en dicho es-crito, “La gran incógnita” en 1977 (estudios sobre los vestigios arqueológicos encontrados en Mitla y Mon-te Albán), “Tradiciones y Leyendas Oaxaqueñas” y “Solar nativo” en (poemas), “Villa de Santo Domingo Nexapa” en 1989.

Por sus aportaciones al acervo cultural oaxaque-ño se hizo acreedor en vida a las siguientes distincio-nes: “El Chimalli de Oro”, otorgado por el periódico “El Imparcial”, el diploma “Solidaridad Comunitaria” otorgado por el periódico “Noticias”, la barra de Abogados le otorgó el reconocimiento “Diploma al Mérito” y la Sociedad Mexicana de Geografía y Esta-dística le otorga la distinción como socio. La escuela secundaria federal 2 ubicada en la colonia las Flores de la ciudad, haciéndole honor, se nombra como es-cuela “José María Bradomín”.

Don Guillermo Villa Castañeda muere el 17 de mayo de 1994 a la edad de 84 años, dejando a pre-sentes y futuras generaciones un gran legado sobre el devenir histórico y cultural del estado de Oaxaca en sus obras, de las cuales dejó varias inéditas, entre ellas: “Catálogo de hierros oaxaqueños” (recopila-ción gráfica de los enrejados coloniales, cuyo origi-nal fue entregado al H. Ayuntamiento para su impre-sión), “Efemérides del siglo”, “Diálogos filosóficos”, “Trapos al sol”, “El Porfiriato”, “Estampas de viaje” y “Quinientos años de historia”.

El 25 de abril de 2012, en el marco del 480 aniver-sario de la ciudad de Oaxaca, el Ayuntamiento ca-pitalino, en el teatro Macedonio Alcalá, reconoce su intensa actividad literaria y periodística, otorgándole el título de “Oaxaqueño Inolvidable”.

Beatriz Villa Martínez

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Una muestra de su talentoPERFIL LITERARIO

Guillermo Villa o José María Bradomín, hombre de letras y libros; peregrino incansable de los caminos oaxaqueños y sembrador de primeras letras en leja-nas poblaciones rurales. Su largo caminar por todas las regiones de Oaxaca, le proporcionó el conoci-miento profundo de usos y costumbres, de leyendas y tradiciones, de nomenclaturas y paisajes. Todo lo adquirido lo vertió en los libros que escribió –varios aun inéditos–, haciéndolos la razón y reflejo de su vida y la noble herencia que donó a las subsiguientes generaciones de lectores.

Guillermo Villa Castañeda, tomó su seudónimo José María Bradomín, del nombre de su padre: José María y Bradomín, de un personaje creado por Don Ramón del Valle Inclán. Y bajo este seudónimo su producción literaria fructificó una amplia producción literaria de la que podemos obtener algunos rasgos, que con las propias palabras de Bradomín, caracte-ricen su pensamiento y raigambre y nos permitan comprender y apreciar su tránsito por las letras oa-xaqueñas, tan poco promocionado y reconocido.

Más que cronista o historiador, se consideraba poeta y así nos lo dice en “Avatar”: ¡Oh sí, amada Antequera! Cuatro siglos después, vuelvo a ti, reen-carnado en poeta esta vez, para darte –tal reza la vieja profecía–, solo a ti las primicias de esta lira mía. Tal vez por eso se desdoblan mis cuarenta cancio-nes, que guardan, atrayendo viejas evocaciones, en su anticuado ritmo, pretéritos reflejos, sabor a vinos rancios y olor a infolios viejos.

En “¡Versos tenues!... ¡Versos leves!... se califica: Yo no sólo en la agria cumbre de mi estro tormentoso, sé a mis pies uncir el rayo o afinar el vendaval; sé también pulir la gema del poema luminoso donde el alma finge el trémolo de una tiorba de cristal. Tam-

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bién sabe de las blandas armonías el verso mío, en donde vuelto un arrullo llega el odio a doblegarse; tal de la cumbre más alta rueda una lágrima: el río, y el mejor templado acero llega a arquearse sin que-brarse.

Estos versos, versos tenues, versos leves, versos blondos, son quizá los que más amo porque en sí lle-van impreso el recuerdo de mis íntimos instantes, los más hondos, el recuerdo de unas manos o el recuer-do de algún beso. Por eso es que yo he pulido, como un brujo lapidario, los zafiros y las gemas coruscan-tes de estos versos; donde a modo de un sagrado relicario, voy guardando los recuerdos de mis amores dispersos. Por eso es que yo he miniado las brillantes vaciedades de estos versos leves donde se desgra-na el corazón, y va el alma, toda llena de recónditas saudades, transmutándose en la gasa de una nítida oración.

Al solar nativo, siempre le cantó con notas de nostálgico romanticismo: “¡Oaxaca!... en la penumbra misteriosa que hace siglos te envuelve, mis ojos de poeta contemplan lo que ahora sólo en las tradicio-nes perdura y que yo hago vibrar en mis canciones en donde, resumiendo cuanto de ti hay de santo, te hago ofrenda del alma que se escapa en mi canto. Por tu vetusto ambiente que evoca el coloniaje, como tras de la vaga penumbra de un miraje, desfilan a mis ojos las borrosas siluetas de los tiempos ya muertos, que en las ansias secretas de mis anhelos, vierten ese perfume vago de las reminiscencias, que son siempre un halago para todas las almas que, como yo, han vi-vido prendidas al recuerdo del tiempo que se ha ido.

Realizó sus estudios primarios en las escuelas Pestalozzi, Porfirio Díaz, Anexa a la Normal y Cole-gio del Espíritu Santo. Al terminar este nivel de es-tudios, la endeble posición económica de su familia le impidió continuar estudiando. Aprendió el oficio de tipógrafo que desempeñó en los Talleres Gráficos del Gobierno del Estado. De sus limitaciones econó-micas comentó en “El Mendigo”: Por la rúa populosa que desata el derroche de sus luces feéricas, tala-drando la noche va la sombra misérrima de mi triste figura saboreando el mendrugo de su pan de amar-gura y rumiando sus sueños de incongruente locura… siento el vértigo del gentío que se agita, su incesante hormigueo por la larga avenida mientras lleva arras-trando mi figura precita –mendicante noctámbulo de las rúas de la vida–, el zurrón de su trágica soledad

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infinita, y mis ojos, solo hechos a mirar en la sombra, parpadean cegados por el deslumbramiento feérico, que miente bajo mis pies, alfombra de áureas luces, cubriendo el embaldosamiento de espejeantes mo-saicos que van multiplicando mis gesticulaciones.

Y arde la vía opulenta de luces parpadeantes bajo intensos reflejos de roja incandescencia, y cruza un torbellino de mujeres galantes, y mis manos elevan, con su muda elocuencia, su implorante demanda de socorro, tremantes… y mis ojos, que un golpe de luz ofusca y ciega, van en vano buscando alguien que nunca llega.

Y en “La Orgullosa Pobreza”, se autonombra Ca-ballero de la Orden de la Inopia: Arrastrando voy mi vida de paupérrimo trovero, cubierto con los andrajos que me ha dado la pobreza, como un rey lleno de ha-rapos o un hidalgo pordiosero, la escasez y la Miseria son mis timbres de nobleza. Tal mi mesa, aunque no escasa, siempre ha sido mal provista, pero nunca mis alforjas del metal de mis ensueños, porque vivo a la manera de un mendigo diamantista que labrando va las piedras rutilantes de sus sueños. Caballero de la Orden de la Inopia, voy cruzando por la vida, orgu-lloso de mi heráldico abolengo, con la frente en alto donde mi divisa va ostentando su leyenda desafiante: “¡Nada pido y nada tengo!”.

Por mi orgullo y por mi propia dignidad y mi de-coro que manchados nunca han sido con villanos procederes, engreído nunca he sido, como muchos, por el oro, es tan sólo el oro para traficantes merca-deres. Mercaderes que si es cierto que el estómago han hartado, y disfrutan a su antojo de sus cuan-tiosos caudales, sólo viven vegetando, sin haberse imaginado tan siquiera, el mundo de los pordioseros de ideales. No me importa que carezcan mis bolsi-llos del luciente metal, en el que de muchos el orgu-llos se mantiene; para mí es mayor orgullo el poder alzar la frente con orgullo más legítimo ante todo el que lo tiene.

Son mis pares en nobleza los mendigos andrajosos que bajo de sus harapos van rumiando sus dolores, o hilvanando sus ensueños con los ecos misteriosos e inoidos y profundos de las voces interiores. Si mi mesa, aunque no escasa, siempre ha sido mal provis-ta, no por eso he lamentado mi paupérrimo destino, porque vivo a la manera de un mendigo diamantista que labrando va las piedras de su sueño adamanti-no. ¡nada tengo y nada pido! Por mi orgullo y por mi

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propia dignidad y mi decoro, la pobreza no me pesa. ¡Caballero he sido ungido de la Orden de la Inopia; la escasez y la miseria son mis timbres de nobleza!.

Al mismo tiempo que ejercía su segunda profe-sión, la de profesor rural, comenzó a escribir artículos contra los actos negativos de los servidores públicos para los periódicos El Momento, El Chapulín, Omega, Hombre Libre, EL Universal, La Nación y Jueves de Excelsior, que igual le publicaban sus primeros ver-sos y leyendas y costumbres oaxaqueñas. En 1928 imparte enseñanza en San Juan Guelavía, Distrito de Tlacolula como profesor rural. De las labores perio-dísticas escribió: “El Periodista”. Paladín de la Jus-ticia, del Derecho Caballero y a la vez esclarecido Campeón de la Verdad, es la brega su elemento, su deber es lo primero, su divisa la defensa y el bien de la sociedad. Él no tiene las marciales arrogancias del soldado, ni en su cinto el acero el fulgor se ve lucir, pero tiene el mismo espíritu combativo y denodado, el mismo ímpetu y la misma decisión de combatir. Él no sabe del estruendo colosal de los cañones que vo-mitan la metralla en hirviente tempestad; pero sabe del estrépito y las recias vibraciones de las prensas, que son himnos de Justicia y Libertad.

Él no sabe de la sangre ni con ellas se ha mancha-do, ni jamás del homicidio se ha enfrentado ante el horror, sólo sabe del esfuerzo generoso y elevado y alto y noble que despliega su misión de orientador. Él conduce, él orienta, él abriendo va senderos y en-cauzando las conciencias noblemente siempre va; él cruzado de la idea, marca y fija derroteros, y afiliado de los débiles a la causa siempre está. Hay mengua-dos que la noble profesión del periodismo en objeto de vil medro han llegado a trastocar, disputándose en la cloaca de su abyecto servilismo, la pitanza que les echa quien los llega a alquilar.

Pero quien así tal medra, empuñando un incensa-rio y doblándose en zalemas de mezquina adulación, ¡periodista nunca ha sido!… sino un triste mercenario que protesta a cualquier amo vergonzante sumisión. Periodista verdadero es quien nunca se arrodilla, el que no ostenta en el cuello las señales del dogal; el que nunca ha claudicado, ni se vende, ni se humi-lla, ni resiste las presiones infamantes del bozal. ¡ese es el periodista! ¡el que piensa libremente! El que así como fustiga, también sabe enaltecer, y prefiere, a la vergüenza de callar cobardemente, el presidio o a las manos de un sicario perecer.

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Su afán de mejorar constantemente su nivel cul-tural y social, lo lleva a inscribirse en el Instituto de Capacitación del Magisterio donde obtiene el título de profesor de educación primaria en 1952 y ejerce el magisterio en diversas poblaciones de las regiones del Estado. Este continuo peregrinar enseñando las primera letras, le permite conocer a fondo la geo-grafía oaxaqueña así como costumbres, tradiciones, festividades y personajes tan variados como los pue-blos que recorrió, experiencias que plasma en varios de sus libros. Pero también en su poética vemos el reflejo o el recuerdo de estas experiencias como en “La Costa Chica”: ¡Costa Chica! galana concreción del miraje de las mil y una noches del trópico salvaje que finge a la mirada una visión de fiebre surgida del deli-rio de alucinado orfebre que va esbozando raros pai-sajes febriscentes sobre de sus sabanas tórridamen-te ardientes. Tierra alegre y galana de luz y colorido, que el mar, enamorado, asedia con rendido afán, ante sus plantas desatando las violas, arrulladoramente, de sus sonoras olas, mientras en sus espumas de en-cajes y alamares le ofrece una diadema de nupciales azahares, y el mágico presente de perlas ormuzinas que fingen sus millones de gotas cristalinas.

Cacahuatepec, perla de la región costeña; Tutu-tepec, Chacahua, desposada que sueña mecida con arrullos de tropical hamaca; Jamiltepec de lejos su caserío destaca como una perspectiva de arábigas mezquitas. ¿Son sus indias morenas, acaso, sulamitas de miliunanochesca leyenda musulmana? Pinotepa finge una visión de aldea africana en las redondas chozas que a redor apiña la “negrada” que vive siem-pre en perpetua riña, con una sugerencia de junglas lujuriantes, rebaños de avestruces, manadas de ele-fantes, liturgias fetichistas, ritos de antropofagia, y primitivas fórmulas de sortilegio y magia, porque esa raza –ébano vivo de Cafrería– sorbió por las raíces de su genealogía, a un tiempo que la lumbre del sol ecuatorial, la influencia de un oscuro atavismo ances-tral.

La costumbre de celebrar al Santo Patrono del pueblo con solemnidades religiosas pero también con festejos profanos, es usual en muchas de nues-tras poblaciones. Bradomín nos relata en “Agua Fuer-te”, una de esas costumbres, heredada de los espa-ñoles, pero con un fuerte sabor provinciano: ¡Día del Santo Patrono! El pueblo está de fiesta. Los cohetes disparan su sonora ballesta; las bandas dan al viento

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sus acordes; ufanas voltejean sus bronces sonoros las campanas y, bajo el toldo de oro del luminoso día, las caras y los pechos rebosan alegría: alegría que pre-gonan los clásicos “estrenos”, que florece y se anima en los rostros morenos, que brilla en los colores vivos de los percales, y en los rebozos nuevos, que son fi-nos dogales de amor, y, al fin, rotundamente, sobre el rústico ruedo se desata en un gesto de arrojo y denuedo con que, haciendo derroche de un alarde suicida, va el indio frente al bruto jugándose la vida, entre bravas faenas que menudean, prolijas, y remata el arco iris de luz de las cobijas.

¡Fiesta de sangre! ¡fiesta de luz y de color en la que el indio pone religioso fervor! No es la fiesta elegante de los cosos taurinos. Es esta epopeya de músculos cetrinos donde, audazmente, el indio de cabellera hirsuta lucha a brazo partido contra la fuerza bruta. A la mitad del ruedo de rústicos horcones, irguiendo, amenazante, los agudos pitones, espumeantes los belfos y bramando, impaciente, el toro aguarda. Salta audaz y ágilmente sobre la arena un indio. En actitud bravía avanza hacia la bestia. El tamboril porfía. Urge un clarín la acometida. Y luego, entre nubes de polvo se precipita el ciego coraje de la bestia que ataca, exasperada, y deja un ágil pase del sarape, burlada.

Súbito, por los aires, con zigzagueante trazo, silba y se desenvuelve la serpiente de un lazo. Es impelido el bruto, sujeto, hacia el corral, y mientras muge bajo la presión del “pretal”, de un ágil salto el indio se le encarama al lomo. El toro brama, salta, se contorsio-na, como si en esas sus tremendas contorsiones qui-siera todo él dislocarse. Y, jinete en la fiera empitona-da, firme va el indio suspendido. Y al fin brinca a la arena, una vez que ha rendido del bruto la indomable cuanto porfiada saña. Por la plaza, expectante, que contempló la hazaña, un gran grito de triunfo exul-tante se vierte: es el grito del indio que cabalgó a la muerte.

La nota romántica no puede faltar al poeta y Bra-domín la cultiva asiduamente en su libro “Lira Disper-sa”, con versos apasionados, nostálgicos o de pro-funda saudade como en “Te vi pasar, amor…”: Te vi pasar amor. Fuiste en ese minuto en mi dolor, como la nota suave, trémolo palpitante de las gorjas de un ave. Ella era blanca, blanca. Me daba su blancura la impresión de sentirla virginalmente pura; era su ca-bellera de un rubio desvaído, como oro diluido sobre un vellón de seda; me miró largamente, con su mira-

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da leda, y su boca –amapola que bajo el sol se irisa-, esbozó el leve trazo de una leve sonrisa.

Quise seguirla. ¡Acaso ella fuera el último celaje de mi ocaso! Mas no lo pude. En vano asir quiso mi mano con intento tardío su figura inasible, inasible y lejana como un sueño imposible. ¿Porqué no habré llamado la divina quimera, demandando en un grito: - No te vayas, espera.?

Así pasaste, amor. En la imprecisa forma de esa mujer que vertió su sonrisa de luz sobre de mí. Así te vi cruzar. ¡quien sabe hoy hasta cuando volverás a pasar!.

Trabajador asiduo y constante, ocupó su tiempo en escribir sus libros y coleccionar sus recuerdos. Frecuentó a sus contemporáneos que se dedicaban, como él, a resguardar la cultura oaxaqueña y con-tinuó escribiendo hasta sus últimos días, cuando la incertidumbre del porvenir, le llevó a preguntarse en “Interrogación”: ¿Por qué manos profanas se verá, cuando muera, deshojado este libro donde yo he re-sumido mi pasado, que enciérrase en él a la manera del perfume en la urna cuya esencia ha absorbido?

¡Qué será de éste libro, donde va la quimera de mi vida hilvanando su impalpable tejido, cuando yo en él imprima la cadencia postrera y deambule en la eterna soledad del olvido?

¡Oh mi libro, que acaso morirá profanado, o tal vez al olvido se verá relegado, sin mostrar el tesoro palpi-tante que encierra! ¿no es mejor, por ventura para él –me pregunto- cuando al último sueño yo me rinda, que junto con mi cuerpo repose bajo tierra?

Vale comentar que la mayoría de sus libros publi-cados, eran ediciones de autor, y que distribuía per-sonalmente con los amigos libreros de esta ciudad, lo que le permitía vivir modestamente, siendo “Ca-ballero de la Orden de la Inopia”, y orgulloso quijote luchando con los molinos de viento de la injusticia y cantando con inspiración al suelo nativo y a la Dulci-nea del ensueño.

RA. 2015

Las citas arriba transcritas fueron tomadas de los libros Solar Nativo y Lira Dispersa publicados por José María Bradomín en la ciudad de Oaxaca, Oax., en 1982.

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TIPOS POPULARES

El ambiente social del Oaxaca de ayer tuvo que estar a tono, naturalmente, con el medio natural, como enmarcado, diríamos, por este; formaba par-te de la sencillez ambiental en que se desenvolvía, o quizá, era complemento o reflejo de la misma, pues-to que la influencia del medio natural actúa de un modo decisivo en la manera de ser del individuo; de aquí la sencillez de la vida social de aquellos días, sin complicaciones, sin afectaciones, sin la tremenda zozobra de los actuales tiempos en los que el vene-no de una literatura morbosa y criminal, el ambiente miasmático de la política, el alza cada vez más cre-ciente de los artículos de primera necesidad y los impuestos, el estado de inseguridad en que se vive y, por si todo esto no fuera suficiente para colmar el plato de las calamidades locales, los amenazan-tes nubarrones de las explosiones nucleares cerni-dos sobre el futuro de la humanidad, los conflictos bélicos allende los mares y las convulsiones político sociales que sacuden a nuestro hemisferio, deprimen y empequeñecen el espíritu y lo hunden en esa an-gustiosa sensación de duda y desconcierto en que naufraga el hombre actual y a la que, por fortuna, pudieron sustraerse nuestros abuelos.

Sí, por fortuna, nuestros abuelos nunca vieron en-turbiarse el tranquilo y diáfano remanso de aquella edad de oro con los revueltos sedimentos de las pre-ocupaciones actuales, ni aun en los días borrascosos de la Revolución, y muy lejos estuvieron de sospe-charlas; supieron participar sin exaltaciones ni apa-sionamientos en las actividades sociales y políticas de su tiempo, comentar y analizar con igual mesura, ya en el seno del hogar o bien en el fraternal ambien-te de los “cenáculos” de barriada, los acontecimien-tos nacionales y locales –porque entonces maldita la cosa que nos importaba lo que estaba sucediendo en el Celeste Imperio o en el Congo, puesto que al fin de cuentas ni nos iba ni nos venía en el gallo–, y divertirse siempre dentro de la más sana disposición de espíritu, riendo con la infantilidad común a las gentes sencillas, de las gracejadas de Pancholín, los jocosos lances de Mambrun y los arranques atrabilia-rios de doña Ricardita, o bien de las excentricidades y ocurrencias de otros tipos más, célebres también, que fueron en ese tiempo pasto de habladurías, pla-

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tillo de comidillas o simplemente blanco de la mofa general, como el conocido licenciado Manitas, el Ti-burratas, Juan Borlacas, Barriguete, el Mata perros municipal, y el joto Marcelino, aun cuando hubo otros cuya popularidad no descansaba precisamente en los inconsistentes cimientos del ridículo, sino en la personalidad conquistada con su relevante ejecuto-ria, como el famoso Pico de Oro y el no menos cé-lebre Juan España, personaje éste casi legendario cuya memoria se remonta a la primera década del siglo, pero cuyas hazañas en los días a que nos referi-mos corrían de boca en boca y eran comentadas con visos de palpitante actualidad.

Aquellos tipos hoy aquí recordados, si no fueron producto de la época, sí singularizaron ésta, con sus excentricismos, sus manías, su explosiva irritabilidad, las “puntadas” producto de su incurable cuanto ino-cua vesania y aun los detalles de su indumentaria. Y si la ciudad tenía entonces una estructura muy ori-ginal y muy propia, aquellos tipos llegaron a tener una personalidad no menos interesante y peculiar, y una popularidad que se extendía a todas las esfe-

Guillermo Villa Castañeda (José María Bradomín)

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ras y sectores sociales, desde la del peladito hasta la del de la clase acomodada, pues a este propósito recordamos que nada menos don Octavio Figueroa y don Maximiliano Reimers (propietario el uno de “La Primavera” y el otro de la mercería y ferretería “El Gallo”) no desdeñaban tomar la copa con Pancholín, en la cantina de “el Edén”, ¡claro! Como no iban a ser tan populares aquellos tipos si en cada calle y a la vuelta de cada esquina aun las personas respetables solían divertirse a su costa, ya llevándoles la corrien-te o aplicándoles el consabido remoquete.

Y entre éstos, entre quienes en esos días llegaron a escalar las cumbres de la popularidad, señalaremos a Mambrún, al indicado Pancholín, a doña Ricardita, a don Alfredito y a María Antonieta, de quienes ya nos hemos ocupado en otra parte.

Pero esto no obsta para que volvamos a ocupar-nos de Mambrún porque, indudablemente, fue el tipo popular por excelencia, aun cuando esa popularidad le resultaba al buen anciano la más pesada de las cruces, debido a aquella irascibilidad de carácter que la tonadilla que se le silbaba y la mención del singu-lar apodo hacían explotar en forma tormentosa y a cada paso, pues aquel buen viejo no podía transi-tar en santa paz por cualquier calle de la ciudad sin que de algún zaguán, ventana o accesoria, y a veces desde las azoteas, partiera el estribillo aquel que lo sacaba de sus casillas, y como en tanto y mientras trataba de localizar el lugar de donde había partido aquel insulto musicado, ya en el extremo opuesto o bien en la siguiente cuadra le estaban silbando nue-vamente, Mambrún se volvía loco, yendo de un lado a otro, tratando inútilmente de dar con el autor del desacato, retirándose al fin, furioso, ante la inutilidad de sus pesquisas, no sin antes tomar venganza del agravio con reiteradas mentadas de madre que hacía extensivas a cuantos vivieran en la cuadra.

Como es fácil suponer, las tribulaciones sufridas por el anciano dieron origen a toda una serie de jo-cosos lances e incidentes que llegaron a formar un capítulo especial en el regocijante acervo anecdótico de aquellos días. Y de los tantos y tan variados inci-dentes que componen el célebre anecdotario mam-brunesco, recordamos el siguiente, poco conocido, suscitado por un grupo de jóvenes de la buena so-ciedad, cierto día domingo en que estos se hallaban en al esquina de la Alameda, esperando el paso de las muchachas que saldrían de la Catedral al termi-

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nar la misa de doce. Es el caso que aquellos petime-tres, al observar que don Agustín iba a pasar frente a ellos, comenzaron a hacerse guiños de inteligencia entre sí, desde luego para malorearlo, y en el mo-mento en que el anciano pasaba junto al grupo lo sa-ludaron con mucha afabilidad y cortesía, llamándolo por su nombre de pila y descubriéndose cortésmen-te ante él. Pero Mambrún ya estaba escamado. Y en vez de contestar al saludo tan política como melosa-mente dirigido, deteniéndose ante ellos se les quedó mirando inquisitivamente, y notando la inequívoca expresión de malicia en sus semblantes, les espetó iracundo:

–Miren jóvenes: orita soy don Agustincito… ¿no…? Pero como ya sé que cuando yo vaya a media cuadra ya no seré don Agustincito sino Mambrún, por ade-lantado vayan y tiznen a su madre…

Tipo muy popular también, pero entre las clases alta y media de la sociedad oaxaqueña de aquellos días, lo fue el célebre licenciado Manitas que vivía en la casa de “El Rinconcito”, de propiedad suya, misma que se halla en el rincón formado por la última calle del 5 de Mayo y Constitución, donde ha existido un pequeño jardín. Tal mote le venía porque no sabe-mos bien a bien si de nacimiento, o debido a algún ataque de congestión, andaba con una o ambas ma-nos encogidas, pero lo cierto es que tal sobrenom-bre era el distintivo de aquella relevante personali-dad burlesca cuya popularidad estaba cimentada en sus irrefrenables inclinaciones a las faldas, tanto que, como vulgarmente se dice, ni un palo de escoba con enaguas habría escapado al contumaz asedio de aquel digno predecesor de Clavelito –otro sujeto por el mismo estilo, quien siempre tuvo a flor de labio el decir galante o el piropo para celebrar la gracia de las féminas que le salían al paso–; por tal razón era ya invariable su asidua concurrencia al Zócalo, o su aparición frente a las puertas de Catedral todos los domingos al terminar la misa de doce, de riguroso guante blanco, enfundado en un holgado levitón ya completamente en desuso, con un jazmín prendido en la solapa, el lustroso bombín ligeramente ladeado y el inseparable bastón al brazo.

Pero igualmente solía frecuentar otros rumbos de la ciudad, paseando la calle, o como se decía en esos días, “haciéndole el oso” a alguna dama o atisban-do el paso de alguna fámula a la que, seguramente considerando que “a falta de pan buenas son tortas”,

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no desdeñaba hacer objeto de sus donjuanescos ga-lanteos. De manera que aquel señor abogado se pa-saba muy buenas horas del día y otras tantas de la noche midiendo la cuadra en toda su longitud, o bien montando guardia en una u otra esquina, en espera de que la dueña de sus pensamientos compensase con su aparición en la ventana, y por lo menos con una “vista de ojos” su paciente espera y sus desvelos, espera ésta que en más de una ocasión se prolon-gaba mucho más de la cuenta, pues sucedía que no faltaban féminas con un buen sentido del humor, dis-puestas a divertirse a expensas de aquel impenitente pisaverde a quien, engatusándolo con cualquier falsa señal de inteligencia y atrayéndolo con el señuelo de una probable entrevista, naturalmente nunca conce-dida, lo mantenían de plantón hasta las dos o tres de la madrugada.

También de aquellos días data la memoria de dos sujetos no menos populares que para el beaterío de las barriadas representaban la negra piedra del es-cándalo, pero no así para el sector de borrachitos empedernidos que los consideraban como entraña-bles y fraternales camaradas del gremio. Estos eran el Padre Chanito y el Padre Fermín, dos señores sa-cerdotes cuya recalcitrante incontinencia los convir-tió en objeto de público ludibrio y fue motivo tam-bién para que en varias ocasiones fueran a dar con su vacilante humanidad al “Chero” pues en aquellos días la ley si era pareja y aplicada sin distinción de personas o categorías sociales y, por lo tanto, pese a su condición de sacerdotes, se vieron sometidos al mismo tratamiento correccional, enrolados en la fila común y obligados a empuñar el pico y la pala para cumplir los días de condena en obras públicas. Aquellos dos conocidos sacerdotes, pues, debido a su incontrolable inclinación a la bebida frecuentaban a diario las tabernas de la ciudad, hasta las de más ínfima categoría, donde eran cordialmente recibidos por los peladitos y “calzonudos” que también se con-gregaban para hacerle los honores a los “amargos”.

En llegando al figón, y como una especie de ritual profano y religioso, comenzaban por bendecir los potes y garrafones de aguardiente y, acto seguido, a trasegar beatífica y concienzudamente las copas que les obsequiaban con tal motivo. Y como esta operación se repetía de changarro en changarro, su-cedía que a la media docena de bendiciones ya sus paternidades comenzaban a hablar en griego y un

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poco más tarde se encontraban midiendo la pared en toda su extensión, cogidos del brazo para pres-tarse mutuo apoyo y entonando a todo pulmón no precisamente los salmos penitenciales, para dar al fin con su humanidad en tierra, de donde eran re-cogidos por el rondín o el apostado y conducidos a la comisaría más próxima, pues entonces, además de la actual de Aldama, existía otra en las calles de Reforma, en la parte posterior de la antigua cárcel de Santa Catarina, aparte de las correspondientes a las Agencias Municipales del Marquesado, Xochimilco, Jalatlaco y la Trinidad de las Huertas.

No menos amplia pero por conceptos y motivos de muy diversa y peculiar índole, fue la popularidad que alcanzaron don Alfredito Heredia, un tal Loaeza, apellido que el vulgo pronunciaba “Loaiza” y un dicho Marcelino, que gozaron reconocida fama de jotos y cuya condición de invertidos daba pábulo, en aquel entonces pues en la actualidad éstos han abundado mucho más de la cuenta, a la mofa general y era platillo de regocijantes comentarios, sobre todo tratándose del último, que llevó a los extremos su condición de afeminado, como en seguida lo veremos. Don Alfredito Heredia era un sujeto de complexión delgada, casi un alfeñique, no mal parecido e invariablemente vestido de blanco, desde los zapatos hasta el sombrero; de carácter afable y decidor, y a veces bromista; en el ambiente familiar o social solía cantar generalmente el “Tipití” y otra cancioncilla que debió haber estado en boga a principios del siglo y que contenía el siguiente estribillo: “Levántate Juana y enciende la vela, y mira quien anda por la cabecera”. Aquel don Alfredito era de muy buena familia y, por consiguiente, bastante bien relacionado entre los diversos sectores sociales de la ciudad, distinguiéndose como ferviente devoto del Sagrado Corazón y principalmente porque siempre andaba a caza de jovencitos que no hubiesen hecho aun la primera comunión o no hubiesen sido descolados con el sacramento de la confirmación, de los cuales se convertía inmediatamente en padrino. Y como sus relaciones sociales y su ferviente religiosidad eran dos eficaces auxiliares para la consecución de sus cristianos propósitos de descolar inconfirmados, don Alfredito llegó a contar ahijados a docenas; pero sucedió que, a la postre, no faltó quien le hubiese masticado el trigo, poniéndose en claro que aquellos tan frecuentes como solicitados padrinazgos sólo

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eran el pretexto de que echaba mano aquel jotico para reclutar chichisbeos inducidos a satisfacer sus inclinaciones equivocas, por lo que a partir de aquel momento se comenzó a llamarlo, entre irónica y festivamente: don Alfredito el de los “ahijaditos”.

En cambio, el joto Marcelino, no fue gente que quisiera negar o por lo menos rebosar su irregular condición sexual; al contrario, se conducía abierta-mente ni más ni menos como si se tratase de una fémina, dedicándose a todas las actividades y que-haceres propios del sexo débil. Pero la cosa no pa-raba allí, y esto era precisamente lo que presentaba el lado cómico de la conducta de aquel sujeto, sino que llevaba sus aberraciones al grado de sentirse pe-riódicamente encinta y, cumplidos los nueve meses de aquel embarazo simulado con un bulto de trapos sobre el vientre, el candoroso Marcelino, recluido en sus habitaciones y asistido por la comadrona, entre pujidos y berridos de aparente dolor, verificaba su alumbramiento de mentirijillas, dando a luz un mu-ñeco de celuloide. Aunque la farsa no terminaba ahí sino que continuaba con el bautizo. Y aun cuando éste, como el parto, era asimismo simulado, no lo era, en cambio, la rumbosa celebración organizada por Marcelino con tan fausto motivo y a la que nadie po-nía reparo en asistir puesto que se consideraba, no sin cierta lógica, que ni los deliciosos mamones ni la exquisita nieve que eran obsequiados con proverbial largueza, tenían nada que ver con la conducta equí-voca del anfitrión.

Pero no toda la popularidad de que gozaron estas y las demás celebridades de aquellos días tuvo como denominador común ese sentido de humorística fes-tinación aquí descrito, sino que sujetos hubo que la adquirieron por haber sido unánimemente detesta-dos debido a las ingratas actividades que ejercían, encontrándose fichados en el índice de la repulsa general los “corchetes” municipales o cobradores de los mercados, los gendarmes “rebajados”, la “comi-sionada” o encargada de vigilar la prostitución clan-destina y todo aquel sujeto de poca o mucha monta que desempeñara algún cargo en la administración pública o que se dedicara a ejercer la lucrativa indus-tria de la política, pues gracias a su hoy ya extingui-do espíritu levantisco, el oaxaqueño de aquellos días jamás pudo ser sujetado por la coyunda de la dema-gogia administrativa, y de aquí que mantuviera en un concepto abierta y manifiestamente despectivo

a todos los políticos y especialmente a los sirvientes inferiores de la administración a quienes se calificaba de “mantenidos del gobierno”.

Y de los tipos de esta guisa recordamos particu-larmente a dos: uno era Juan Borlacas, encargado de cobrar el arbitrario impuesto de la “capitación”, todavía en vigor en aquellos días, y el otro un sujeto chaparro, rechoncho, prieto y un tanto patizambo, apellidado Barriguete, encargado de administrar ve-neno a los perros callejeros e ir a tirarlos al muladar. Estos dos tipos eran profundamente aborrecidos en Oaxaca; el primero por la contumacia, digna de me-jor causa, que ponía en el requerimiento del pago y el apremio con que lo demandaba, pues se plantaba en la puerta de las casas o de los talleres y no se re-tiraba de ahí hasta no haber hecho efectivo el cobro. Y el segundo porque –como sucede con todas esas gentes mezquinas de intelecto y más aun de espíritu que resultan mas papistas que el Papa al sentir en las manos unos cuantos pelos del poder público–, extra-limitándose en aquellas sus repugnantes funciones de mata perros municipal, no sólo administraba “yer-ba” –como se le llamaba a aquella clase de veneno– a los perros vagabundos, sino a cuanto can encontra-ba en su trayecto, inclusive a los que, por el hecho de mostrar collar o hallarse echados a la puerta del do-micilio de su dueño, no debían ser comprendidos en aquellas implacables purgas caninas, de manera que al ver venir a Barriguete, todo mundo se apresuraba a sujetar o esconder a sus animales, saludando, de paso, la aparición del mata perros con una andanada de los más liberales calificativos.

José María Bradomín Crónicas del Oaxaca de hace 50 años Oaxaca, Oax. 1976 Págs. 235-241.

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