guillermo prieto, alma - ciudad de méxico 1992.pdf

32
CIUDAD DE MÉXICO, 1992 Alma Guillcrmopricto Este corazón sangrante, picante, conquistado, cstrujado, tostado, molido, licuado, tnezclado. Como todos saben, sólo es posible afirmar que una fiesta mexi- cana ha sido un verdadero êxito si allá por la madrugada, cuando casi todos se han ido, siguen abrazados en algún rincón un gru- pito de amigos íntimos —que a lo mejor se acaban de conocer— apoyándose unos contra otros y llorando a moco tendido. Las actividades que en otros países se consideran festivas -las charlas y las conquistas, y hasta el bailoteo que puede culminar en un amanecer amnésico en una cama ajena- son aqui meros prelú- dios o desviaciones de la meta principal, que es el llanto y la libre y suntuosa manifestación dei dolor. Un autêntico celebrante de la fiesta mexicana por lo general avanza por un sendcro que em- pieza en los cuentos colorados y pasa por los arrebatos de ter- quedad y las confesiones a lengua de trapo, hasta culminar en un derroche final de lágrimas absolutorias, todo lo cual podría llevar a cualquier observador ajeno a este voluptuoso ritual a concluir que el fin de fiesta esencial mexicano no se puede dar sin alcohol. Mentira. No se puede dar sin la música ranchera. Se puede llorar admirablemente con poca ayuda dei trago, pero el borracho que empieza a gimotear sin benefício dei canto produce sólo lágri- mas medíocres. Llora por autocompasión. El hombre o la mujer que, con unos cuantos tequilas entre pecho y espalda, estalla en llanto a los acordes de una ranchera -«La cama de piedra», por 93

Upload: mr984

Post on 10-Dec-2015

21 views

Category:

Documents


1 download

TRANSCRIPT

CIUDAD DE MÉXICO, 1992

Alma Guillcrmopricto

Este corazón sangrante, picante, conquistado, cstrujado, tostado, molido, licuado, tnezclado.

Como todos saben, sólo es posible afirmar que una fiesta mexi­cana ha sido un verdadero êxito si allá por la madrugada, cuando casi todos se han ido, siguen abrazados en algún rincón un gru- pito de amigos íntimos —que a lo mejor se acaban de conocer— apoyándose unos contra otros y llorando a moco tendido. Las actividades que en otros países se consideran festivas -las charlas y las conquistas, y hasta el bailoteo que puede culminar en un amanecer amnésico en una cama ajena- son aqui meros prelú­dios o desviaciones de la meta principal, que es el llanto y la libre y suntuosa manifestación dei dolor. Un autêntico celebrante de la fiesta mexicana por lo general avanza por un sendcro que em- pieza en los cuentos colorados y pasa por los arrebatos de ter- quedad y las confesiones a lengua de trapo, hasta culminar en un derroche final de lágrimas absolutorias, todo lo cual podría llevar a cualquier observador ajeno a este voluptuoso ritual a concluir que el fin de fiesta esencial mexicano no se puede dar sin alcohol. Mentira. No se puede dar sin la música ranchera. Se puede llorar admirablemente con poca ayuda dei trago, pero el borracho que empieza a gimotear sin benefício dei canto produce sólo lágri­mas medíocres. Llora por autocompasión. El hombre o la mujer que, con unos cuantos tequilas entre pecho y espalda, estalla en llanto a los acordes de una ranchera -«La cama de piedra», por

93

ejemplo—, llora por la tragédia dei mundo, por una madre, por un padre, por nuestro sueno útil de felicidad y amor. Llora por la vida. Una pena tan grandiosa trae bajo cl brazo su propia reden- ción y -beneficio colateral— su gloria deja poco campo para la vergüenza al día siguiente.

Ahora que México está tapizado de Kentucky Fried Chic- kens, Dennys y McDonalds y que la Coca-Cola es la bebida nacional; ahora que hasta los oficinistas más humildes están en- cadenados a sus taijetas de crédito y a las mensualidades dei carro; ahora que el presidente Carlos Salinas de Gortari aprobó el Trata­do de Libre Comercio de Norteamérica, o TLC, que promete unir comercialmente a México con sus vecinos dei norte, queda poco campo para el sufrimiento redentor en la vida dei ciuda- dano común. En el centro de la capital, oscurecido por el smog, o en la monstruosa y monótona periferia, al ciudadano promedio en un día promedio le preocupa mucho más ganarle al tráfico, cubrir la hipoteca, checar taijeta. El progreso ha Uegado a Méxi­co en forma de devastación, en parte ecológica, en mucho esté­tica. La vida es acelerada, el agua puede estar envenenada y las nuevas tortillas industriales saben espantosas. Entre los adornos favoritos para el hogar se encuentran los perritos de porcelana y las rosas de plástico, y para los dos tercios de la población que vi- ven confinados en las ciudades el esparcimiento generalmente consiste en un par de horas con la última comedia americana importada o con una de las telenovelas locales. Ya casi nadie sabe lo que es vivir en un rancho o morir de pasión y sin embargo, cuando de definir la mexicanidad se trata, el gênero ranchero, con sus odas al amor, al paisaje campirano y a la muerte antes que la deshonra, sigue siendo el rey.

Es una música híbrida. Cantadas casi siempre con el acompa- namiento de un mariachi, las rancheras generan tcnsión al con- traponer la formalidad clásica de las trompetas y los violines al aullido de su canto. Las letras de muchas de las canciones más conocidas -«Cielito lindo», digamos- incluyen versos heredados de Espana desde tiempos de la Colonia. Muchas de las muletillas retóricas —«carita de arrebol», «ojitos de estreUa»— son espanolas también. Fero cuando las rancheras retornan obsesivamente al tema de la muerte y la destrucción, el alcohol y la derrota, y el

94

cantante iza su corazón maltrecho para que lo miren bien, o le pide a las piedras dei campo que le griten, está sangrando de una herida que es puramente mexicana.

La raiz mítica de la música ranchera está sembrada en el cora­zón de la ciudad de México, en una plaza bronca rodeada de sórdidos cabarets e imponentes iglesias centenárias. La plaza lleva el nombre de Giuseppe Garibaldi (revolucionário italiano dei siglo xix), pero la estatua axial es la de José Alfredo Jiménez (1926-1973), que seguramente le cantó más a las lágrimas, al alcohol y a las mujeres que cualquier otro compositor de ran- cheras. La estatua de José Alfredo lleva traje de mariachi, porque era el que se ponía para cantar, y porque la plaza es el cuartel ge­neral de docenas, si no es que centenares, de hombres que son mariachis también, y que recorren la plaza a todas horas dei día y de la noche, cantando las canciones de José Alfredo y otros com­positores a quicn esté dispuesto a pagar por escucharlas.

En tres de los costados irregulares de la plaza hay enormes cantinas, y un tianguis de comida donde se vende birria toda la noche, guiso picante que consumen los sábios para evitar o para curar la cruda. En el centro disonante de la plaza hay un enjam- bre siempre en movimiento de músicos vestidos de mariachi y de trasnochadores de ojos borrosos. Los celebrantes pasean, le aúllan a la luna, se abrazan con los demás o se reúnen en torno a un grupo de mariachis para cantar con ellos, adoptando poses retadoras para acompanar la letra. Los mariachis corren tras los clientes, juegan damas con tapas de ccrveza, tiritan en el frio de la medianoche y, 30 o 40 veces por noche, se desganitan cantan­do. Deambula entre la multitud un vendedor de toques, ofre- ciendo una caja pintada y equipada con dos cables de corriente programable a aquellos que, a cambio de un par de dólares, quieran poner a prueba su resistência a la electricidad. Un ma- nojo de extranjeros rubios aplaude y le sonríe a los mariachis que acaban de tocar para ellos, y los mariachis sonríen también, por­que los turistas pagan mucho. Los propietarios dei puesto P-84 de la gigantesca Central de Abastos, que se dedican a la venta de guayabas al por mayor, piensan que los turistas son muy divertidos.

Chuy Soto y sus socios vendedores de guayaba llegaron aqui hacia las ocho de esta noche de llovizna y ahora, transcurridas

95

cinco horas, han alcanzado esa etapa eufórica, tartamudeante, en la que el espíritu lleva invariablemente a un mexicano a buscar metáforas extravagantes y cantar las glorias de su país. Un mon- toncito de vasos de plástico y botellas vacías marca el punto donde el grupo de Chuy ha estado festejando, y el cantante dei mariachi que los ha estado acompanando casi ha perdido la voz, pero Chuy y sus amigos están llenos de vigor. «Venimos aqui a cantar, y luego después de un rato nos salen las emociones, <;no? Y lo mexicano», dice Chuy, bizqueando y frunciendo los lábios mientras lucha por concentrarse. Un adolescente me jala dei codo, con los ojos acuosos y lleno de ansias de compartir sus pensamientos, pero no logra emitir una sola frase coherente, y desaparece. Uno de los socios guayaberos de Chuy está tratando de bailar con una muchacha regordeta -chaparrita cuerpo de uva— a la que acaba de conocer, pero la aprieta demasiado y ella lo rechaza. Su amiga está cantando con el mariachi (el nombre se refiere tanto al conjunto como a sus integrantes), quizás por quinta vez una canción llamada «Dos almas», pero ahora no lo­gra que nadie la escuche y se aleja, zigzagueante y ofendida. El afabilísimo Chuy le sigue explicando la mexicanidad a mi acom­pahante, que es peruano. «Un mexicano siempre tiene el cora- zón abierto y lleno de música», balbucea, pero un amigo suyo que escupe leperadas y tiene en general una visión más filosa dei mundo, se interpone. «Un mexicano sabe que la vida no vale nada», declara.

El cantante Ismael Gutiérrez y su grupo cobran 25 mil pesos,1 o unos ocho dólares, por canción, pero le offecieron a Chuy y a sus amigos un precio de mayoreo después de serenatearlos con 30 rancheras. Eso quiere decir que por una noche excepcional de trabajo ininterrumpido cada miembro dei Mariachi Real de Potosí, como se llama el conjunto de Gutiérrez, saca unos 30 dólares. El grupo es pequeno, y no de primera. Hay solamente uno de cada uno de los componentes esenciales de un mariachi:

1. A ntigiios pesos. V einticinco m il pesos de antes hoy serían vein tic inco n u e - vos pesos, un poco m enos de dos euros. E n 1993 a la m oneda m exicana se le q u i- caron tres ceros con la in tendem , según el B anco de M éxico, de «facilitar la co m - prensión de grandes cantidades de d inero , facilitar las transacciones y log rar un em pleo más efic ien te de los sistemas de co m p u to y registro contable».

96

un violín, una guitarra, una trompeta, un guitarrón, una vihuc- la y el cantante Gutiérrez. Como tantos músicos que mantienen un terrenito o un negocio de familia en província, Gutiérrez viaja a la capital desde su estado natal -San Luis Potosí, en este caso- más o menos cada 15 dias, y se instala en uno de los des- conchados edifícios en los alrededores de la plaza, donde hay una fila tras otra de literas —hasta de cinco en alto- en los viejos cuartos de techos elevados. AJlí Gutiérrez se procura ocho horas diarias de sueno, para conservar la voz. Allí también guarda su traje, tan esencial para su oficio como cualquier instrumento musical.

En los tiempos de antes, cuando todavia no existia el cine mexicano, los mariachis se vestían como lo que eran: músicos campesinos. Pero cuando la industria cinematográfica mexicana empezó a producir películas musicales, allá por los anos treinta, los mariachis con traje de indio -calzón y camisa de manta blan- ca, y sombrerotes de petate- se veían demasiado ordinários, y al- guien decidió colocarles el elegante traje criollo dei charro.2 Sus componentes básicos son un sombrero de fieltro de ala ancha, una chaqueta negra corta y ajustada, y pantalones negros cenidos con doble costura sobre la pierna. Para presumir, los charros adornaban las costuras con incrustaciones de bronce o de plata y con vistosos bordados. El Hollywood mexicano conservo los adornos y bordados y les metió color. La mayoría de los maria­chis de Garibaldi usan traje negro con costuras de plata, pero ahora lo hacen para significar que son freclance, lo que quiere de- cir que si un cliente se acerca a un tocador de guitarrón, diga­mos, para pedirle una canción, el músico tiene que armar un conjunto con los otros músicos de negro que anden sueltos por ahí. Ismael Gutiérrez ocupa un escalón más alto en la jerarquía: pertenece a un grupo formalmente constituído, y todos los miembros de su Mariachi Real usan sobrios trajes azul cobalto. Gutiérrez —timbón, platicador, caballeroso y equipado de unos notables bigotes de manubrio- se ve reconfortante en su atavio, como un personaje de las películas de antes.

2. Véase la noca 4 d e la página 36.

97

Gutiérrez pertenece a un mariachi establecido, lo que le hapermitido capear un vendaval que ha azotado Garibaldi desdeprincipies de ano: la construcción de una nueva línea de metro,que ha cerrado la principal vía de acceso a la plaza y disminuidotan drásticamente el número de clientes potenciales que en unanoche de viernes la proporción de mariachis y trasnochadoresparece ser casi de uno a uno. Gutiérrez y sus compaheros handescubierto las ventajas de las taijetas de negocios (las suyas llevanel número de telefono de un pariente más próspero). Las repartenpor los edifícios de oficinas cercanos y entre clientes conocidos, ycon eso han logrado compensar la perdida de su clientela ambu- *lante. Esc no es el caso dejesús Rosas, un músico freeiance. Aun- que toca lo que sus colegas llaman «una muy bonita trompeta», por el momento solo puede sonar con entrar a un conjunto o conseguir trabajo fijo con los mariachis que tocan dentro de las grandes cantinas que dan a la plaza, como el famoso Tenampa. Rosas tiene apenas veinticinco anos, pero ha estado tocando en Garibaldi desde que se fue de casa, hace más de una década. Antes era muy solicitado porque toca bien, se sabe un montón de can- ciones y tiene una afabilidad particular, a la vez alerta y cortês, amable pero muy reservada, que los mexicanos aprecian mucho. Ahora los tiempos andan maios, pero es terco. Mientras decenas de mariachis de menor temple se enfrentan a la crisis dei metro enfilando hacia el Paseo de la Reforma, a unas cuantas cuadras, para buscar clientes entre los carros que van de paso, Rosas, a quien el recurso le parece completamente indigno, sigue en Ga­ribaldi. «La plaza está aqui», dice, pero esto significa que antes de mediodía ya la está recorriendo, con su trompeta cuidadosamen­te enfundada en un parchado estuche de vinilo, tratando de com­pensar con largas horas de trabajo los clientes que ha perdido.

El metro de México es un logro inmenso: hoy por hoy, es una de las redes de tren urbano más largas dei mundo; permite que millones de personas, que tienen que atravesar la mancha urbana de punta a punta todos los dias para ir al trabajo, lleguen a tiempo; no se derrumbó -ni siquiera se cuarteó- durante el terre­moto que devasto gran parte de la ciudad hace siete anos; es lim- pio y funciona bien. Sin embargo, su expansión ha llevado a la quiebra a docenas de propietarios de tiendas a lo largo de las

98

obras de la nueva vía, y tiene al borde de la desesperación a los mariachis de Garibaldi; no obstante, si todo funciona de acuerdo con el plan oficial, una vez que se inaugure la estación, en 1993, Garibaldi se verá inundado por los devotos de las rancheras y el ingreso de los mariachis se normalizará. Gutiérrez no cree que esto vaya a ocurrir, porque la gente que se puede dar el lujo de un mariachi anda en carro. Fero es el tipo de promesa que los gobernantes de México le hacen todo el tiempo a sus súbditos últimamente: los tiempos son duros, y exigen un sacrifício pa­triótico, pero el país se está modernizando, y cuando llegue la modcrnidad, traerá grandes benefícios.

La palabra dei momento es «modernidad», y aunque casi nadie sabría definiría, hasta la gente de Garibaldi reconoce su presen­cia en sus vidas. La modernidad es lo que hacc que el mariachi Guadalupe González -un honibre que se ufana de cumplir re­gularmente con la obligación tradicional de pegarle a su mujer («Extraha si no lo hago», explica)- le dé la bienvenida al metro que no le gusta a Jesús Rosas. «Hay que modernizarse», le ad- vierte a Rosas, citando el imperativo actual. La modernidad es lo que hace que Rosas se sienta incômodo cuando sus mayores ha- blan de pegarle a la mujer, y es también lo que hace que otros mariachis jóvenes terminen su práctica de rancheras y sintoni- cen en seguida una estación de rock, para desconsuelo de Rosas. La modernidad es el impulso que guia el más reciente esquema comercial de las agencias de viajes, que consiste en llevar auto- buses llenos de turistas a Garibaldi para que les toquen músicos que están bajo contrato con la agencia, en vez de dejar que los turistas deambulen por la plaza como antes, hasta dar con un mariachi que les simpatice. Antes, dice Guadalupe González, los mariachis de primera, como él, podían tocar la tradicional serenata ranchera frente a la ventana de una casa donde hubiera fiesta, para después hacer gala de su versatilidad tocando boleros, polkas y hasta cha-cha-chas para que bailaran los concurrentes. Ahora, gracias a la modernidad, los mariachis tocan su serenata y los despiden, y la fiesta continua al son de una banda de rock, un conjunto de cumbia o, peor aún, uno de esos rimbombantes

99

órganos electrónicos con ritmos y efectos de sonido programa- bles. La modernidad, como se la entiende aqui, significa rapidez y alta productividad y el tipo de análisis de costos que termina en un órgano electrónico en vez de media docena de mariachis simpatiquísimos pero sedientos. Ahora que los ministros de Eco­nomia de Canadá, Estados Unidos y México han firmado la ver- sión final dei propuesto Tratado de Libre Comercio, se supone que la llegada de la modernidad a gran escala es inminente. Los términos dei TLC estipulan que en 15 anos después de su aproba- ción desaparecerán todos los aranceles y las barreras comerciales entre los tres países. En efecto, esto significa que el continente se volverá un mercado único y gigantesco, y los funcionários dei gobierno proclaman ya los beneficios que vendrán: enormes dosis tônicas de inversión extranjera que harán rugir la econo­mia. Los que tienen menos poder en este país tienen iniedo de verse desplazados de su trabajo por un sustituto electrónico, como les está pasando a los mariachis. Fero una corriente sub­terrânea de mayor inquietud y duda, que se refleja en los infini­tos chistes privados, las referencias espontâneas al TLC en las conversaciones, las caricaturas v en alusiones veladas en la televi- sión, tiene que ver con algo más abstracto y profundo. Lo que la gente quiere saber acerca de Ia próxima embestida de la moder- nidad es qué tan mexicano es ser moderno. O mejor: ya que todo lo moderno viene de un cierto país grandote y poderoso que queda al norte, ;qué tan mexicano es parecerse a Estados Unidos?

No hay nada nuevo en este temor a la invasión cultural, por supuesto: México ha sufrido invasiones continuas de Estados Unidos en una u otra forma desde la guerra de 1847, que le costó al país la mitad de su território, y desde entonces la llegada de cualquier moda o adelanto tecnológico le ha servido a los pesi- mistas para anunciar la muerte de la tradición mexicana. El te­mor de Rosas de que el gênero ranchero esté agonizando no es nada original, pero no es paranoide. Es cierto que las estaciones de música de rock son cada vez más numerosas. Es cierto que las serenatas con mariachi son cada vez menos frecuentes. Esto no quiere decir que los contemporâneos de Rosas que tararean can- ciones de rock sean menos mexicanos que él; significa simple-

100

mente que su cultura está más fragmentada. La notable entereza anímica compartida por los habitantes de una ciudad que a veces se parece a la rcsaca dcl apocalipsis podrá o no deberle algo a la coherencia cultural, pero, como lo sabe cualquier adolescente latino de Califórnia, cuando se combina la fragmentación cultural con la desventaja social el resultado es ponzohoso. Para los nirios prodígio de Harvard y la Sorbona que integran actualmente el gobierno mexicano, sin embargo, la diversifícación de la cultura mexicana no está llena más que de promesas. El nacionalismo y la tradición son retardatarios, el cosmopolitismo es creativo, y lo que solía llamarse imperialismo cultural se conoce ahora como «el futuro inevitable».

La obsesión con la modernidad surge directamente dei presiden­te Salinas de Gortari. Tiene apenas cuarenta y cuatro anos, y es- taba mediando los treinta cuando, siendo secretario de Planea- ción y Presupuesto, concibió el plan que sacó a México de la crisis de la deuda externa y lo llevó a toda marcha a la privatiza- ción y a la liberalización de la economia. Es un «hijo dei partido» —un jerarca de segunda generación dei Partido Revolucionário Institucional, o PRI, que lleva la mayor parte dei siglo en el po­der. La revolución a la que se refiere el nombre duró de 1910 hasta -según como se cuente— alrededor de 1929, y en ella le hicieron la guerra a la dictadura de Porfirio Díaz campesinos in­dígenas, intelectuales urbanos y una burguesia sublevada y mo- dernizante, para después hacerse la guerra entre todos. Con el paso de los anos, los sobrevivientes de este juego mortal evolu- cionaron, hasta transformarse en lo que algunos consideran como los más astutos guardianes de un statu qtto desde el tiempo de los faraones. El sistema que perfeccionó el PRI ha resuelto con particular êxito un problema que la antigua Union Soviética, por ejemplo, nunca soluciono: aqui cada seis anos hay una trans- misión ordenada dei poder, en la que el presidente en ejercicio designa un sucesor metieulosamente entrenado, quien se presen- ta como candidato dei partido oficial en unas elecciones que casi nunca han sido cuestionadas. Las virtudes de la consiguiente «es- tabilidad monolítica» han sido durante anos tema predilecto de

101

los bardos dei sistema, y es verdad que durante las décadas en las que América Latina cstuvo convulsionada por la insurgencia, la estabilidad imperaba en el país gobernado por el Partido Revo­lucionário Institucional. A un conocido columnista le ha dado por escribir el nombre dei partido así: «R.I.P.», pero en realidad esto es un poco injusto, porque si algún gobierno en los últimos sesenta anos ha conmocionado el país a un grado que casi puede llamarse revolucionário, ése es el de Carlos Salinas de Gortari.

Como la glásttost, la cuasirrevolución de Salinas de Gortari se ha distinguido tanto por los câmbios que ha logrado como por la posibilidad que le ha abierto el país de câmbios aún mayores, casi inconcebibles. Salinas ha abierto el proceso electoral a contrin- cantes sérios de lo que alguna vez fueron partidos apenas simbó­licos de oposición, a pesar de que a duras penas triunfo en su propia elección presidencial —o hasta la perdió, según la oposi­ción. Pese a las acusaciones de fraude en esta elección y en otras a nivel estatal, ha abierto —cada vez más- el gobierno mismo, al obligar al PRI a reconocer las victorias de la oposición en tres elecciones para gobernador. Abrió también la tradicional estruc- tura de los sindicatos, controlada por el PRI, a lo que a algunos les parece una depredación implacable por parte de las companías transnacionales y a otros en relación plenamente capitalista. E in­cluso antes dei tratado había abierto al país a un intercâmbio comercial mucho más amplio con Estados Unidos. La apertura política se basa en la premisa de que el PRI puede enfrentar un desafio electoral limitado sin que esto signifique arriesgar el poder, y la apertura econômica en la creencia de que México puede contemplar y sobrevivir a un comercio sin barreras con una economia 25 veces mayor que la suya. Un camionero gran- dote y bigotudo con el que me puse a platicar una noche en el Tenampa, en Garibaldi, me dijo que ésa no era una esperanza razonable. «Yo soy dei norte, de Chihuahua -gritó sobre el es- trépito de los mariachis-. Y yo sé lo que es vivir cerca de Estados Unidos.» Senaló sus botas de vaquero, su sombrero tejano, sus jcatis. «Míreme la ropa, toda es dei otro lado, pero ^eso quiere decir que no parezco mexicano? En cuanto al comercio con los gringos, yo le digo que eso no tiene nada de nuevo. ;Se acuer- da de la fayuca?» Se estaba refiriendo a la mercancía de contra­

102

bando. «Siempre ha habido comercio entre México v Estados Unidos. Lo que pasa es que antes no era libre.» Se frotó el índice y el pulgar para indicar la coima de reglamento que había que pagar antes para traer cualquier cosa, desde esmalte de unas hasta carros. «Yo estoy a favor dei Tratado de Libre Comercio», declaro, y luego, para que quedara claro que no le faltaba patrio­tismo, llamó a un mariachi y junto con ellos me cantó «México lindo».

Pero como todo el mundo sabe, el norte no es «el México profundo», precisamente porque queda tan peligrosamente cer­ca de la fuente de toda contaminación cultural. El norte de los blancos es industrializado, optimista, abierto a la influencia ex- tranjera y nmcho más próspero que el sur indígena. Los nortenos cantan rancheras pero también tienen su propia música, que no es para nada atormentada sino más bien alegre y de compases inacentuados, pues se deriva de la polka. El ensayista Carlos Monsiváis dice que la música nortena es «la pista de sonido de la modernidad», y tal vez su creciente popularidad en todo el país sea indicio de que los mexicanos no nortenos ya no tienen ganas de vivir la vida como si no fuera otra cosa que un largo aprendi- zaje en el dolor. Quizás también sea cierto que ni los nortenos ni los demás mexicanos tienen por qué temer a un tratado que per­mite que las manufacturas extranjeras inunden la frontera, pero la pregunta de si la apertura econômica terminará por ahogar la cultura mexicana en salsa gringa no es dei todo ociosa -por lo menos no cuando uno entra a un Kentucky Fried Chicken a co­mer los primeros tacos tipo fast food que Taco Bell espera ven- derle a un mercado multitudinario en la Ciudad de México.

Tanto Kentucky Fried Chicken como Taco Bell son subsidiarias de Pepsico, y hace cinco meses, cuando Pepsico decidió que lo que le hacía falta a México era un taco gringo, escogió una de sus franquicias más exitosas de Kentucky Fried Chicken para el test-marketiug. Lo que se conoce aqui también como fast food -comida rápida- es un privilegio de la clase media: algo higiêni­co y ligeramente exótico que se come los fines de semana antes de salir con la familia al campo, digamos, o entre semana a la

103

hora de la comida, si el menu en la fonda de la esquina -sopa de fideos, arroz a la mexicana, albóndigas en chipotle y flan, por ejemplo— resulta demasiado banal. La franquicia de Kentucky Fried Chicken que está ofreciendo una muestra dei menu de Taco Bell se encuentra en un cruce muy transitado en un barrio de la clase media ascendente, y tiene hasta reproducciones de Rufino Tamayo3 en las paredes. Más o menos la mitad de los clientes, bien vestidos y sentados en sillas de madera torneada al estilo «típico», habían pedido el pollo hervido en aceite que es la especialidad de la casa, y el resto devoraban tacos y ttachos, ese dudoso aporte tex-mex a la gastronomia mundial. Le pregunté a una mujer bonita, muy maquillada, y a su novio qué platillo me recomendaban, y hablaron bien dei taco de carne deshebrada y, con menos entusiasmo, de las carnitas de cerdo. Las carnitas sa- bían a papel molido muy salado, salteado en grasa de pollo, pero el taco tenía mejor sazón, y las tortillas estaban sorprendentemen- te bien hechas. Los nachos -sobre los cuales, siguiendo instruc- ciones, había vaciado una sustancia amarillo cromo que tenía la consistência de una pasta de dientes— incomibles.

Cuando se les pregunta a los voceros de Taco Bell por qué los residentes de una de las grandes capitales culinárias dei mundo habrían de sentir falta de un fast food típico mexicano, responden que es porque en México no hay donde comer un taco limpio, econômico y rápido. Esto es una falsedad evidente e indica un esfuerzo sorprendentemente laxo por parte de los mercadotéc- nicos de la companía. Puede que los puestos mexicanos de tacos no se parezcan a un módulo espacial para la elaboración de alimentos de la NASA, pero hay muchas taquerías liinpísimas, todas son baratas y rápidas, y hasta en las cadenas de taquerías (hay varias, incluyendo una que está a unos cuantos metros dei Kentucky Fried Chicken) se ofrece un menú mucho más va­riado que el de Taco Bell: como mínimo hay tacos de chorizo, bistec, chicharrón y tinga, quesadillas de papa, de queso o de flor

3. R u f in o Tam ayo, de o rigen zapoteco. nació en O axaca en 1899 y p in to ajeno al m ensaje político de algunos de sus con tem porâneos com o D iego R ivera o Alfaro Siqueiros. N o obstante su profundo vínculo con el paisaje rural, m u rió en la C iudad de M éxico en 1991, do n d e un m useo que lleva su nom bre alberga su obra.

104

de calabaza, tacos suaves con rajas de chile poblano y hongos, y tacos fritos —«flautas»— de pollo con crema, cebolla picada y le- chuga. En el Kentucky Fried Chicken le pregunté a una pareja bien vestida, que había venido de los suburbios a recoger un bo­leto de avión, por qué habían decidido probar el menú de Taco Bell, y me dijeron que era porque, en efecto, el sitio era limpio, econômico y rápido. «Pero, <;la verdad?, me decepciono un po- quito», anadió la mujer. «No saben igual a los de a de veras. Lo que yo queria era una de esas tortillas grandotas que las fríen y las rellenan de ensaiada y jamón y queso Kraft y cuanto hay, como en Texas. Pero ya me dijo el gerente que pronto las van a empezar a vender aqui también.» Es decir, los tacos de Taco Bell se venden precisamente porque son gringos, y a juzgar por el tamano y el entusiasmo de la clientela, se están vendiendo muy bien.

Fui a ver el show de Astrid Hadad, la cantante posmoderna de rancheras, unos dias después de mi almuerzo en Taco Bell. Ha­dad se abrió paso hacia el diminuto escenario de un abarrotado bar pregonando los tacos que, decía, traía en la canasta que lleva- ba en el brazo. «jAquistan sus tacos! <;De qué los van a querer?», le preguntaba a la clientela. «Pos ora con esto dei Tratado de Libre Comercio hay tacos de hamburguesa, tacos de hot dogs, tacos de chili con carne...» Para sus presentaciones a Hadad le gusta pintarse los párpados de rojo fosforescente y hacer su entrada vistiendo un sostén cônico como los de Jean-Paul Gaultier. Entre canción y canción se lo arranca, y lo reemplaza con un gigantesco corazón de hule espuma correcto en todos sus detalles anatô­micos. Su espectáculo, que atrae a un público cada vez más leal desde hace cuatro anos, se apoya mucho en el valor nostálgico de la canción ranchera y en su cursilería intrínseca, pero no se explicaria su êxito sin su poderosa voz, que da el timbre perfecto para la ranchera, o sin su relación empática con el prototipo de la heróica protagonista de la típica canción ranchera: el mujerón de armas tomar que sin embargo sólo sabe de los sufrimientos dei amor. «Como si fuera un calcetín me pisas todo el dia», canta Hadad, y su público aúlla de regocijo y el ácido placer de sentirse identificado. En un frenesi de pasión mexicana, pregunta qué

105

hacer «con este corazón sangrante, picante, conquistado, estru- jado, tostado, molido, licuado, niezclado», y el autorreconoci- miento ante esta frase es tal que, la noche que la vi, un par de jóvenes se levantaron de sus asientos para ovacionaria de pie. Hadad había llegado al escenario de trenzas y vistiendo la falda bordada de lentejuelas que hace parte dei traje típico de la chi­na poblana. Ahora se soltó las trenzas, se arranco la amplia falda y revelo la parte inferior dei entallado vestido negro que lleva- ba por debajo. Se desprendió de un jalón el corazón de hule es­puma, dejando al descubierto un corpino stmpless de coctel, y se puso unos largos guantes negros. Reviso su imagen en un marco de espejo sin luna, e hizo el relato dei conocido mito de Quetzalcóatl, el rey-dios de Tula, y su rival Tezcatlipoca,4 o Es­pejo Humeante. «Tezcatlipoca le tiene envidia a Quetzalcóatl porque es güerito, y entonces decide emborracharlo con pulque. Quetzalcóatl se pone hasta atrás, en plena borrachera se coge a su propia hermana, y se levanta con una cruda espantosa. En ese momento lo agarra Tezcatlipoca y le pone el espejo para que se vea la cara. Horrorizado, Quetzalcóatl se larga a la playa y se monta en un velero, prometiendo que va a volver. Y vuel- ve, el dios güero, de ojos azules vuelve, y así», Hadad se relame lascivamente, «así descubrimos el placer de la penetración cul­tural.»

Sin maquillaje ni corazones, Hadad resultó ser una mujer ine- nudita de afilado rostro libanês (es un hecho curioso de la vida cultural de la nación que los mexicanistas más devotos suelen ser -como Hadad o Frida Kahlo- mexicanos de primera o segunda generación) y aire de intelectual. Cosa nada extraha, declaro que lo primero que la sedujo de las rancheras fue su quintaesencia mexicana. «Yo creo que tiene algo que ver con esa manera de sufrir que nos viene de los aztecas», explico. «No es tanto nues- tra capacidad de aguantar el suffimiento (eso todo el mundo lo tiene), sino la forma que tenemos de aproximamos y regodearnos 7ten él. Creo que sólo los rusos nos igualan en eso. Y luego está el elemento dei machismo. Y no es que aqui los hombres les peguen

4. Q uetzalcóatl es el dios principal dei pan teón de la cu ltu ra azteca y Tezca­tlipoca su h c rin a n o gem clo. (Véase la no ta 4 de la página 128.)

106

más a las mujeres; me parece que los alemanes son los que tienen mayor número de mujeres golpeadas. [Es que el mexicano hace alarde! Obviamente eso me parece espantoso, pero soy absoluta- mente sensible a la canción mexicana, a su pasión. En estos tiem- pos en que todos ya somos tan sensatos y racionales la pasión es un lujo; creo que eso es lo que buscamos todos en las rancheras.»

Le pregunté a Hadad por que hace tantos chistes en su espec­táculo sobre el Tratado de Libre Comercio, y por qué la gente se ríe tanto, y dijo que es a causa de la enorme aprensión que sien- ten. Recordo que hasta la mayor leyenda dei cine mexicano, Maria Félix, había tomado la insólita decisión de hacer una de- claración pública en contra dei TLC, advirtiendo que podría llcvar al desplome de los valores nacionales -para no hablar de las fabricas. Hadad, al igual que casi todos los que le tienen pavor al tratado, dice francamente que no tiene idea de su contenido. «Pero me parece obvio que no fuimos nosotros —los chiquitos— los que redactamos las cláusulas», advierte. «El gobierno se emo­ciona horrores hablando de todas las maravillas que nos van a llegar como resultado dei tratado, pero yo digo: ^Cuáles? Hasta donde alcanzo a entender, lo único que realmente va a pasar es que nos vamos a parecer cada vez más a Corea dei Sur y menos a nosotros mismos.»

Esto, en efecto, fue precisamente lo que uno de los brillantes nuevos intelectuales de Salinas de Gortari me describió hace poco como su mejor esperanza: si la deuda externa de México sigue estable, si sus trabajadores siguen aceptando aumentos sala- riales por debajo de la inflación, si la política monetaria y la in- flación misma continúan bajo el estrecho control dei gobierno, llegará aqui suficiente inversión extranjera «para convertir a este país en Corea dei Sur, o hasta en Taiwán».

No va a ser fácil. En la última década los planificadores de la economia mexicana lograron salvaria dei abismo, pero eso no quiere decir que el país goce de rebosante salud. Hace ya diez anos que el mundo supo que México estaba al borde dei desas­tre, cuando el secretario de Hacienda anuncio que el país no po­dría cumplir el calendário de pagos de la deuda externa. Hoy, la

107

deuda dei sector público ha bajado dei nivel máximo alcanzado en 1987, de 81 mil millones de dólares, a 74 mil millones, y el conjunto de la deuda pública privada representa sólo el 29% dei producto interno bruto. (Todavia en 1986 representaba el 78%.) El frente interno presenta un panorama más contradicto- rio. El sector obrero tendría que recibir un aumento salarial de por lo menos el 30% tan siquiera para recuperar el ascético nivel de vida que tenía al comienzo de la crisis, pero no existe la posi- bilidad de tal aumento, en parte porque al gobierno le interesa mantener los salarios a niveles que resulten atractivos para el ca­pital extranjero, y en parte porque son demasiadas las industrias, grandes y pequenas, que de por sí van camino a la bancarrota. Sean cuales fueren las causas dei colapso industrial, son muchas las asociaciones empresariales que le están echando la culpa de sus aflicciones a la enorme ola de importaciones estadounidenses que llegó con la política de desarancelización, y que temen que­dar rebasados por la competência extranjera. En todo caso, parece ser que una política salarial inclemente, recortes severos al presu- puesto y restricciones estrictas a la emisión monetaria son las únicas medidas capaces de impedir la inflación de 100% anual y más que padecen tantos países latinoamericanos.

Para Salinas de Gortari y sus asesores econômicos no hay sino una salida de este laberinto econômico, y es el Tratado de Libre Comercio. Hablé dei tratado con el novelista, historiador y direc- tor de revista Héctor Aguilar Camín,5 tal vez el más sobresaliente de los intelectuales salinistas. El último mandatario mexicano que gozó de la lealtad de semejante conjunto de intelectuales fue Lá­zaro Cárdenas, quien nacionalizo la industria petrolera en 1938 y practicaba un fervoroso nacionalismo de izquierda que sus suce- sores honran de dientes para afuera. Los teóricos dei salinato6 se destacan no sólo por sus elevados coeficientes mentales y sus doctorados de lujo, sino también por una vociferada indepen­dência de los lastres dei nacionalismo. A Aguilar Camín, por

5. D irec to r de la revista Nexos cuando apareció (1979), una publicación v in ­culada al escrito r C arlos Fuentes.

6. G o b ie rn o de C arlos Salinas de G o rta ri (1988-1994), qu ien asum ió el p o ­d er eras unas elecciones fraudulentas y se conv irtió en u n o de los presidentes más odiados de la h istoria de M éxico.

108

ejemplo, lo tiene sin cuidado el hecho de que el tratado le abra las puertas al capital de inversión extranjera. El nivel de vida de los mexicanos no va a aumentar, me dijo, si no se logran crear por lo menos veinte millones de nuevas fuentes de ingreso, y esto no va a suceder con el capital disponible en el país. Al otro lado de la frontera se piensa que el TLC es una amenaza poten­cial a las fuentes de trabajo de allá, pero Aguilar Camín lo ve como una garantia clave de estabilidad econômica y, por consi- guiente, política, en un país que podría exportar dos veces el número actual de indocumentados (y de drogas) si no mejora la situación.

«Si no se firma el tratado, van a caer las expectativas de inver­sión, y si cae la inversión y se llega a un déficit presupuestario muy alto habrá que devaluar la moneda. Ya no hay mucho que se le pueda recortar al presupuesto sin provocar un enorme ma- lestar social. Y si llega a haber una devaluación, aunque sea mo­derada -digamos que dei 20%-, va a tener un impacto político devastador; se daria otra vez la fuga de capitales al extranjero, y un clima empresarial totalmente desestabilizado.»7 En efccto, la ratificación dei TLC es tan importante para el clima empresarial que la Bolsa Mexicana de Valores, que tan sólo el ano pasado fue el mercado de valores de más rápido crecimiento dei mundo, ha estado perdiendo puntos constantemente desde junio, en gran parte como resultado dei nerviosismo por la posible elección de Bill Clinton a la Casa Blanca. Se pensaba que su administración rechazaría el tratado, pero una vez que Clinton habló a favor dei TLC la Bolsa volvió a subir.

El tratado que anhela Aguilar Camín, con todos sus tecni­cismos arancelarios y comerciales, es un nicho muy diferente

7. En d iciem bre de 1994. d iecinueve dias después que C arlos Salinas de G or- tari dcjara su cargo co m o presidente dei G obicrno» la m oneda m exicana padeció una devaluación h istó rica y M éx ico qu ed ó sum ido en una trem enda crisis eco ­nôm ica de repercusiones devastadoras. In te rn ae io n a lm en te se con o c ió con el nom bre de «Efecto Tequila», aunque en M éxico se le llamó «el e rro r de diciembre». U na de sus consecuencias fue la im posición gubernam en ta l dei rescate bancario , dei que d eb ie ron hacerse cargo los ciudadanos. Eso p rovoco , p o r ejem plo, que una parte dei C olectivo G arzón, que reunia a gente que no pu d o pagar los nuevos intereses, se cosieran los lábios y los párpados c o m o protesta con tra las m edidas gubernam entales.

109

al fantasma que espanta a Astrid Hadad y a Mana Félix, y Aguilar se removia de impaciência cada vez que yo soltaba algún término como «imperialismo cultural». «Más nos americanizamos, más nos asusta la idea», dijo. «Pero el hecho es que esto ya es parte dc nuestro paisaje y de nuestro modo de ser. La elite es bilin­gue, el 10% de nuestra población vive en Estados Unidos, y las tribulaciones de Woody Allen y Mia Farrow son como un pro­blema de familia para nosotros. Nuestros mayores escritores se criaron leyendo a los autores estadounidenses. Puede que Esta­dos Unidos sea, como tíi preguntas, el enemigo, pero también es nuestra gran oportunidad, y aunque pienso que con el tratado vamos a tener más disputas que nunca con Estados Unidos, por lo menos van a ser por cuotas de tomates y de escobas y no sobre esa retorcida retórica que durante anos nos ha estado haciendo decir cosas fantásticas e idiotas como “Ellos tienen la técnica, pero nosotros la civilización” . En los anos setenta se produjo un cambio retórico fundamental; antes México era “orgullosa- mente tercermundista” , pero ahora queremos pertenecer al primer mundo.»

Aguilar Camín, tan brillante y cosmopolita y allegado al poder, no parece ser dei tipo que gravita hacia la controvérsia. Pero, en su papel como supervisor y coautor de un recién revisado libro oficial de historia para las escuelas primarias de México, ha provo­cado la mayor conmoción que se haya visto sobre las intenciones modernizadoras dei gobierno de Salinas de Gortari. El escândalo comenzó a fermentar en las páginas culturales de la prensa una se­mana antes de mi reunión con Aguilar Camín, y muy pronto pasó a las primeras planas.

La creación de un nuevo libro de texto se anuncio a comien- zos de ano como parte de una reforma educativa a la que se le dio el recibimiento a bombo y platillo que se le otorga a las grandes iniciativas presidenciales: hubo decretos, ceremonia de firmas, artículos adulatorios en la prensa y una sucesión de los que aqui se conocen como discursos de adhesión (en los que el orador se amarra con presteza a la iniciativa y a sus previsibles benefícios). Aguilar Camín y una flotilla de intelectuales de primera línea se

110

pusieron a trabajar. En agosto, maestros, padres y periodistas abrieron el nuevo texto -profusa y alegremente ilustrado- y des- cubrieron una historia patria que era sutil y radicalmente distinta a la que ellos habían aprendido en la escuela. El cura Miguel Hidalgo, cuyo encendido llamado a las armas y a la independên­cia en 1810 es piedra de toque de toda emoción nacionalista, se menciona de paso. La dramática guerra con Estados Unidos se presenta con eufemismos tranquilizadores. Emiliano Zapata, el líder sureho de la revolución agraria mexicana, finalmente traicionado y asesinado en 1919 por los revolucionários norte- nos, aparece no como un campesino puro y heroico sino como líder de una de tantas facciones que buscaban el poder. Las gene- raciones anteriores habían aprendido que el dictador Porfirio Díaz, quien llegó al poder en 1877, fue culpable de genocídio contra la indomable nación de los indios yaquis, y que gobernó tirânica e inflexiblemente a favor de una pequena cúspide blanca que vivia dei sudor de una paupérrima niayoría india. En los nuevos textos resulta que el execrado dictador -cuyo terco amor al poder llevó directamente a la revolución que el PRI honra en su nombre- a lo mejor no era tan mala persona. «El largo gobierno de Porfirio Díaz creó un clima de paz y estimulo el crecimiento econômico dei país», concluye la sección dedicada a él. «Su gobierno disminuyó las libertades individuales, con­centro el poder en unas cuantas manos y frenó el desarrollo de la democracia.»

Aguilar Camín no es el único acadêmico modernizante que ve al villano favorito dei PRI como un dictador progresista que creó la infraestruetura que hizo posible el México dei siglo xx. Pero es el único que se lleva tan bien con un presidente cuyo gobierno provoca comparaciones con el de Díaz: «Don Porfi­rio» se inicio en la política como partidário dei liberal Benito Juárez, pero luego gobernó a favor de una minúscula élite con­servadora. Salinas de Gortari, por su parte, le ha dado la espalda al partido que lo llevó al poder. Actualmente lo está «refundando» con políticas que a veces son anatema para la vieja guardia, y muy dei agrado de la oposición más peligrosa al PRI, la dei con­servador Partido Acción Nacional, que también está a favor de la rehabilitación de la imagen de Porfirio Díaz. Una década des-

111

pués de que José López Portillo,8 en el transcurso de una pataleta, nacionalizara la banca, Salinas la ha vuelto a privatizar. La piedra angular de la revolución, la ley de reforma agraria, que le otorgó tierras comunales con carácter inalienable -los llamados ejidos- a millones de campesinos (y que mantuvo a la mayoría en la mi­séria) se ha modificado para permitir que los campesinos ven- dan la tierra. Nunca, desde los tiempos dei porfírismo, se habían relajado tanto las restricciones legislativas a la inversión extran- jera. Aunque estas son medidas de evidente sentido común, la izquierda y el sector tradicionalista dei PRI han puesto el grito en el cielo, porque les ofende la ideologia que en ellas traspare- ce. Fero la rehabilitación de Forfirio Díaz en el libro gratuito de texto de historia le ha producido escozor aun a aquellos que no se ocupan nunca de la política. Y esta indignación no se debe primordialmente al hecho de que Díaz fuera un dictador -el PRI con el que conviven y al que hasta apoyan los mexicanos no tiene mucho de democrático. Ni es tampoco nada más por­que Díaz presidiera una sociedad que sentia todavia más despre- cio por sus miserables que la actual. Es más bien porque, aunque Forfirio Díaz nació en una familia mestiza y pobre en el tradi- cionalísimo estado de Oaxaca, en términos de su impacto en la sociedad siempre se le ha visto como un desmexicanizador. Mo­dernizo al país, pero con dinero extranjero. Convirtió la capital en una de las ciudades más lindas dei mundo, pero la affancesó. Como dice el texto, logró 30 anos de estabilidad, pero lo hizo enfundado en un uniforme de general de opereta. Fodría pare­cer absurdo —o revelador de una patética inseguridad- que a un país entero le provoque alarma leer algo bueno sobre Díaz o co­mer en Taco Bell, como si por ello se fueran a volver menos me­xicanos. Pero el hecho es que el nacionalismo sigue siendo el gran punto de encuentro de una sociedad que de lo contrario podría estar tan trágicamente escindida como cualquier otra de América Latina. No es en la casilla electoral sino en el Zócalo, ce­lebrando la Independencia rodeados de mariachis y banados en

8. José López Portillo (C iudad de M éxico, 1920-2004) fue el presidente de M éx ico de 1976 a 1982 y reanudó las relaciones d iplom áticas con Espana tras la m uerte de Franco.

112

confeti, donde la gran masa dei pueblo se siente ciudadana. Es en la cocina, en la que humildes empleadas preparan manjares para los hijos de la clase media donde los mexicanos se foijan una iden- cidad común. Es en Garibaldi, desgahitándose con una ranchera, donde descubren la igualdad un camionero y un chico ttice.

Volé de la capital a Tijuana, una vasta plancha de concreto ar- diente que brota en medio dei desierto fronterizo dei norte mexicano, y que puede ser considerada bien como el espanta- ble y vulgar resultado de un siglo de penetración cultural, o bien como el producto vital y desafiante de 100 anos de resistência cultural. A sólo unos kilometros de San Diego, Califórnia, Tijua­na es la capital dei spanglish, de las villas miséria y de los mexican curiós de gusto más atroz. Pero, pese a todo, sigue siendo com­pletamente mexicana. No la separa de Estados Unidos más que una línea imaginaria, y sin embargo a este lado de la línea mane­jar un carro se vuelve un acto creativo, el ambiente callejero se vuelve más animado, se reciben sobornos y los peinados de salón son prodigios arquitectónicos. Me pareció que Tijuana era un buen lugar para presenciar una función de Juan Gabriel,9 el pro­lífico compositor y cantante que es el heredero más improbable que pueda imaginarse dei manto de José Alfredo Jiménez, el rey de las rancheras.

A Juan Gabriel le gusta cantar en los palenques, o galleras, que son parte esencial de las ferias de provincia. Cuando llegué al palenque de Tijuana, al filo de la medianoche, unas trescientas pcrsonas cstaban viendo la última pelea, sentadas en semicírculos ascendientes de concreto en torno a una pequena arena circular.

9. Juan G abriel nació en Parácuaro, M ichoacán , en 1950 y antes se llainaba A lberto Aguilera Valadez. A unque hoy es c o n o c id o com o el D ivo de C iu d a d Ju á - rez. C u a n d o era un n ino in te rnaron a su padre y su m adre se qu ed ó sola con n u e - ve hijos. Su patrona le recom endo en tonces q ue m andara a Juan G abriel a una «es- cuela de m ejo ram ien to social» de C iu d ad Juárez, donde el D ivo vivió desde los cuatro hasta los trccc anos. Edad en que se escapo para dedicarse a la m úsica. H oy ha vendido más de cien m illones de discos y es au tor, en tre otras, de la canción «N oa N oa», que fue m uy popu lar en Espana y cuyo n om bre hace referencia a un bar de C iu d ad Juárez. D esde su página w eb m anda este saludo: «El abrazo más fuertc a todas las divinas personas, con toda la edad que tengo».

113

Dicen los que saben que se juegan cientos de miles de dólares cada noche en un palenque de esta categoria, pero yo sólo vi a media docena de hombres munidos de lápiz y libreta, que gara- bateaban dos o tres cosas cuando recibían alguna misteriosa senal dei público, mientras los dos entrenadores se paseaban por el coso exhibiendo los gallos de la próxima contienda. Al cabo de unos minutos desaparecieron los hombres de las libretas y los en­trenadores soltaron en la arena a los dos gallos, que llevaban na- vajas amarradas en las espuelas. Los gallos se lanzaron al combate espuelas por delante, mientras el público observaba tenso y casi sin respirar. Minutos más tarde uno de los animales yacía con las tripas por fuera, deshaciéndose en espasmos. El otro fue procla­mado vencedor en medio de un desganado aplauso. Sin perder un momento, entraron los técnicos de Juan Gabriel.

Los instrumentos que colocaron en la arena -un órgano eléc­trico, un piano, una batería- no son los que uno normalmente asocia con la música ranchera, pero Juan Gabriel tampoco es un típico cantante de mariachi. Para empezar, es norteno; y peor, de la frontera, de Ciudad Juárez, donde pasó la adolescência en un orfanato. Cuando primero irrumpió en la conciencia dei gran público, a principios de los setenta, los radioescuchas a veces confundían su contralto con el de una mujer. Su amaneramiento extravagante se volvió tema de chistes groseros. Rehúye las entre­vistas desde que un libro amarillista escrito por un supuesto confi­dente suyo dio pie a una voraz especulación sobre sus preferencias sexuales. Y sin embargo, en esta nación de machos militantes, Juan Gabriel ha llenado el Palacio de Bcllas Artes —el Carnegie Hall de México. Vive en Estados Unidos, en Los Angeles, usa percusión electrónica y esa peculiar variante dei coro femenino conocido como backttp singers (lo que en otras épocas se conoció en América Latina como coritos Coniff) y escribe canciones que no hablan jamás de borracheras ni de mujeres traidoras. A pesar de todo esto, hoy en día, cuando a un hombre en Garibaldi le da por el trago y por desnudar su alma, la música de acompanamiento invariablemente incluye canciones compuestas por Juan Gabriel.

El printer, desgarrado, acorde de una ranchera se abrió paso junto con Juan Gabriel por entre la cacofonía dei palenque. Des­de la gradería le contesto un rugido, y en ese rugido había un

114

clamor de sangre. El público ya no era el mismo: los que ahora ocupaban las gradas eran en su mavoría grupos de mujeres, cua- rentonas y alborotadas, felices de haber dejado al marido par- queado en casa. Fero también había muchas parejitas, y la con- traparte de las chorchas femeninas: bandas de amigotes, muchos de ellos ensombrerados. En la primera fila, detrás dei borde de concreto de la arena, se habían instalado unas cuantas parejas privilegiadas y sus cuates solteros; sombrerudos todos, de camisa abierta para lucir mejor las grandes cadenas de oro que les ador- naban los anchos pescuezos. Llevaban tequila y cerveza, y habían colocado las botellas cuidadosamente en el borde. En las grade- rías, las mujeres proclamaban a gritos su amor por Juan Gabriel; aqui y allá, los sombrerudos gritaban también, pero no por amor. Gritaban «jmarica!» y «jjotón!» una y otra vez y luego, en vista de que el querúbicojuan Gabriel ha adquirido un poco de barriga junto con las canas de la madurez, improvisaron otro in­sulto que evidentemente les encanto: «[Estás embarazado, mari- cón! jVete a tu casa!». Los gritones habían pagado entre 40 y 60 dólares por darse este gusto y Juan Gabriel, al recorrer lenta­mente el palenque para agradecer los aplausos de la mayoría, agradeció también esa generosidad con una reverencia ligera y graciosa antes de empezar a cantar.

Su música es prueba de que la ranchera ha cambiado tanto como México, y que al cambiar, ha sobrevivido. Las backttp sin- gers de Juan Gabriel esa noche eran dos negras de minifalda, a la vez flacas y curvilíneas, que entraban con el refrán cuando corres­pondia, pero con acento inconfundiblemente gringo. Parado en­tre ellas y su banda electrónica, Juan Gabriel cantó e hizo pirue­tas al compás de músicas que son parte de su vasto repertório en el gênero pop. A veces, al subrayar el ritmo con algún contoneo particularmente esplêndido, enloquecían por igual los machos y las mujeres, aunque por razones distintas. La tanda de canciones jacarandosas se alargo bastante, pero por fm Juan Gabriel se de- tuvo y empezó a entonar una ranchera de las de a de veras, una canción de amor danado, de abandono y de dolor, en la que el compositor le hace promesas abyectas a su amor perdido. Si algu- na vez la causa de su desventura quisiera volver, cantaba, «me en­contrarás aqui, en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la

misma gente. Para que tú al volver, no encuentres nada extrano, y sea como ayer». A partir de la segunda estrofa no tuvo necesidad de cantar, porque el público estaba entonando los versos con la reverencia extasiada con la que se canta un himno. «Se me olvi- daba que ya habíamos terminado. Se me olvido otra vez», cantó el público, «que sólo yo te quise». Le eché una mirada a dos de los sombrerudos de la primera fila, armados con sus botellas de te- quila, que minutos antes habían sonreído malevolamente cuando Juan Gabriel llegó a contoneárseles en la cara, y que sintieron la necesidad de protegerse de este asalto cuadrándose el sombrero y cruzándose de brazos. Ahora estaban cantando.

Se bambolearon doce sombreros de charro a la entrada dei pa- lenque, y al ver llegar a los mariachis el público les gritó la bien- venida hasta enronquecer. Los adornos dorados de sus pantalones color venado centellearon, y también las trompetas. Formados en fila, los músicos se acomodaron los instrumentos y el aire se llenó de la desgarrada sonoridad dei mariachi. Juan Gabriel, cantando ahora sobre lo difícil que es olvidar, ya no estaba joteando. Los sombrerudos estaban recargados uno contra otro, meciéndose al compás de la música, al igual que el resto dei público. A mis espaldas, se calló el último gritón. Sin pausas, Juan Gabriel enhe- bró un huapango con un par de sones. Sin hablar una palabra, pasó directamente de una canción a otra e hiló largos popurrís, mientras las chicas dei corito se dejaban oír de tanto en tanto con un par de trinos. Después se retiraron de la tarima, y las siguió la banda. Solo por fin con los mariachis, Juan Gabriel espero las primeras notas de una canción que empieza: «Podría volver...», y al reconocerlas el público chilló en un arrebato de dolor exta­siado. «Aunque me digas que hoy sin mí tu vida es triste, eso debiste haber pensado antes de irte», dice la letra de la que tal vez sea la más perfecta de las mil y una rancheras dedicadas al in- claudicable orgullo dei perdedor. «Juré que nunca volveré, y no volveré.» Aqui y allá, los oyentes aullaban como si les acabaran de frotar una sal particularmente sabrosa en la herida. «La vida es una herida. Yo soy una herida. Qué carazos, aguanto todo», can- tabajuan Gabriel. En la primera fila, los dos sombrerudos se veían inmensamente felices, y a punto de inaugurar el llanto.

116

El 29 de abril de 1992, a pesar de haber visto las grabaciones de un videoaficionado, un jurado compuesto mayoritariamente por ciudadanos blancos absolvió a cuatro policias que habían golpea­do al joven negro Rodney King. Tras el veredicto, miles de per- sonas salieron a la calle a protestar y saquearon tiendas, provoca- ron incêndios y perdieron el control sobre una situación que acabo con la muerte de más de cincuenta personas. «Historia completa de la guerra dei 92» evoca lo sucedido aquella noche.

118

pasado en M alvinas y esta m em ória se aduena casi p o r com pleto de la tram a. La absurda em presa de recuperación de Ias islas rem ite a la em presa absurda de la m odern izac ión tal com o la p ian teaba la d ic tad u ra argen tina , absu rdo dei que deja constância el d iário dei m ayor X, jefe de un cen tro de d e tenc ión c landestino y m ás tarde jefe de un reg im ien to en M alvinas. La novela se tran sfo rm a en un m u n d o claustrofóbico en el que todo llcva la m arca indelcb le de las islas. El final dei texto p one en ab ism o la estratégia de la narrativa de G am erro en general. A gobiado p o r los recuerdos, Felipe in ten ta d o rm ir arru llado p o r un cuen to de hadas. Se tra ta de la fábula de una princesa que se conv ierte en sapo y que sólo va a salir dei m u n ­do de los sapos c u an d o rea lm en te ap ren d a a apreciarlo . C ad a m a- nana se desp ierta creyendo que p o r fin ha logrado querer el lugar y se ha p ro d u c id o la m ctam orlosis, pcro al ab rir los ojos ve su piei escam osa y se en cu en tra con su esposo-sapo d u rm ie n d o babean te a su lado. C o m o dei m u n d o de la fábula, dei m u n d o claustro fó­bico y asfixiante d e la ficción d e G am erro no se puede salir. Las novelas refieren unas a o tras en u n laberin to especular. D esde que su p ro p io pasado aflora d e en tre los testim on ios falseados en Las islas Felipe está “c o n d en ad o a reco rdar” (475); y d e esta condena a recuperar la h isto ria su rge E l secreto y las voces\ y E l secreto y las voces nos lleva a E l sueho dei senor jttez; y todas desem bocan en las dos novelas sobre la m ilitância de los seten ta. Las narrac iones de G am erro crean u n m u n d o a u tô n o m o y cerrado— m in ia tu ra , po r o tra parte , dei m u n d o real— en el que los escenarios se rep iten , en el que hay siem pre trcs m o m en to s (fines dei siglo x ix , los setenta y los noven ta dei siglo xx) que se a luden en tre sí y p o r el que los personajes deam bu lan sin salida.

C u a n d o en 1978 el ejército a rgen tino com ienza, en vísperas dei C e n te n ário , la reiv ind icación d e la cam pana al desierto , D avid V inas escribe en el destierro m exicano índios, ejército y jrontera. Su in ten c ió n queda expuesta desde el pró logo: m ostrar cóm o la ú ltim a d ic tad u ra m ilita r puede ser leída com o u n a con tin u ació n de la tarea de Ju lio A rg en tin o Roca; cóm o los índ ios de fines dei siglo an te r io r p refiguran a los desaparecidos d e este. La analogia de V inas tiene, com o to d a analogia, u n tercer e lem en to q u e sirve para establecer el v ínculo: la m o dern izac ión . A un siglo de d is­tancia, el régim en m ilita r y la república q u e se consolida a fines dei x ix p ro p o n en un proyecco estatal c im en tado en la en trada al m ercado in te rn ac io n a l com o via de m odern izac ión . C ivilización,

171

progreso, occiden te ; Ias m ism as figuras concep tua les pueb lan los dos discursos e in stan a la hom ogeneización in te rn a , aun a costa de la e lim inac ión física. C o m o H e rn á n V idal, V inas rastrea al rom an tic ism o los orígenes d e esta ideologia. Así, el Estado liberal inaugu rado p o r Roca es la im p lem en tac ió n (au n q u e defectuosa) dei p rog ram a de S arm ien to , A lberd i, Echeverría y la generación dei 37 ; un p rogram a que se n u tre en una p rim era instancia d e la conqu ista dei desierto y que en ese sen tido e n tro n ca con la línea de la co lonización espanola. Vários anos m ás tard e V inas expan­de la recta cronológica: los a rtícu los que co m p o n en M enem ato y otros suburbios rep iten la idea y p ro p o n en que el m enem ism o es la cu lm in ac ió n dei proyecto q u e surge en los albores dei Estado a rgen tino . El T eatro C o ló n , el K avannagh y Puerto M adero ; tres em blem as q u e rem iten unos a o tros com o espejos. U na vez m ás, la búsqueda de inserción en el c ircu ito econôm ico global a expensas de la ex d u sió n social. En este sen tido , el neoliberalism o m enem is- ta dev iene la cu lm inac ión dei liberalism o dei x ix .

La idea de V inas an tic ip a una línea de lectu ra de la h isto ria a rgen tina que se ha vuclto casi un lugar co m ú n desde al m enos m ediados de los noven ta— una lectura q u e se e n c u en tra de hecho en la base de lh e U ntim ely Present, el ya canôn ico libro de Idelber Avelar en el que la afirm ación de que las d ic tadu ras fueron Ias gestoras de la transic ión dei E stado al m ercado sostiene los análisis textuales. El m ejo r índ ice de su p reem inenc ia es tal vez la certeza con la que Santiago C olás afirm a en Postm odernity in L atin A m eri­ca {Posmodernidad en Am érica Latina) q u e la h isto ria a rgen tina se resum e en el en fren tam ien to de dos fuerzas opuestas: la que— ali- nean d o a Rosas, Yrigoyen y Perón— se construye en oposición a una m in o ria conservadora v incu lada con el capital in ternacional, y la q u e basa su id en tid ad en el m odelo econôm ico de agro-expor- tación q u e nacc a fines dei x ix y q u e encarna en la ú ltim a d icta- d u ra cuya co n tin u ac ió n lógica es el neoliberalism o m enem ista . La po tência d e la afirm ación radica m enos en su c o n te n id o — al que pod ría objetársele en p rirne r lugar que una de las fuerzas se define sólo p o r oposic ión a la o tra , com o si careciera de p rogram a pro- p io— que en la certeza de su un ivocidad . Esta lectu ra de la h isto ria no es una lectura sino la h istoria; no es una posib ilidad sino la ú n i­ca. N i siquiera hacc falta aclarar fuentes o especificar perspectivas; p o rta la leg itim idad dei consenso colectivo.^

172

refugiarse en el cam po. Pero al igual q u e D a h lm a n n , el personaje p rinc ipal dei c u e n to d e Borges, el abogado Pereda viaja hacia la p am pa cargado de expectativas literárias y nostálgicas que se quie- bran u n a vez que llega al lugar. D e hecho, m ás que a la pam pa, el lector d e B olano sien te q u e ha sido tran sp o rtad o al cen tro de una novela de A ira. Los gaúchos no an d an a caballo , sino que van en bicicleta o haccn dedo. Los paisanos no cstán in teresados en batirse a duelo en una pu lpería y prefieren en cam bio jugar al M o- nop o ly o d iscu tir even tos deportivos. Y la p am p a , en vez de una tierra fértil llena de riquezas naturales, es un cam po estéril d o n d e los pocos an im ales que qu ed an no logran rep roducirse y donde, en lugar de vacas pastando , hay u n a plaga de conejos que devora cu an to tiene a su alcance.

Influ ídas tal vez p o r el idcologem a que circula el discurso social dei m o m en to o quizás obligadas po r las referencias tem porales que se deslizan en la tram a, las lecturas de ME1 gaúcho insufrib le” se deciden po r una in te rp re tac ió n alegórica. A través de u n a reescri- tu ra dei texto d e Borges— reescritu ra a su vez dei p oem a de H er- nán d ez— el cuen to de B olano a lude a las transfo rm acioncs en la “esencia” a rgen tina después dei 2001 (C orra l), sugiere la necesidad de refo rm ular los orígenes después dei colapso d e la econom ia y la po lítica (Faverón P atriau), y u tiliza el tóp ico dei viaje a la p am pa com o una estratégia que p e rm ite m ostrar la inestab ilidad de la nación a rgen tina (A m ícola) y el su rg im ien to d e una “sub jetiv idad post-esta ta l” (F igueroa 157) q u e ha q u ed ad o al m argen de las ins- tituciones públicas. D espués d e la crisis dei 2001 y en m edio dei caos a rg en tin o , “El gaúcho insufrib le" se lee, al igual q u e “El Sur,” com o un gesto an tinacionalis ta . C o m o en el cu en to de Borges, la vuelta al cam po (que es en realidad una vuelta a Ia trad ic ión literá­ria) a ten ta c o n tra el nacionalism o a rgen tino al p o n e r de m anifiesto la co nd ic ión discursiva y artificial de la id cn tid ad nacional.

C ada uno de los e lem en tos de “FJ gaúcho insufrib le” sostiene esta lectura. D e hecho , es el p rop io n a rrad o r qu ien cruza su relato con el de Borges (“ [Pereda] recordo , com o era inevitab le, el cuen ­to E l Sur, de Borges, y tras im aginarse la pu lpería de los párrafos finales los o jos se le hu m ed ec ie ro n ” [24]) y qu ien b rin d a todas las pistas necesarias para que el lector vea en el viaje a la p am pa una alegoria de la crisis nacional: “En pocos d ias A rgen tina tuvo tres presidentes. A nadie se le o cu rrió pensar en una revo lución , a n in - gún m ilita r se le o cu rrió la idea de encabezar un go lpe de Estado. Fue en tonces c u an d o Pereda decid ió volver al cam po” (20). Sin

174

em bargo , si se a tien d e al cariz m eta lite rario y cranslingüístico dei Sur de B olano, pod ría decirse q u e el tex to da un paso m ás allá dei gesto de Borges y am plia los alcances de la alegoria. En el cuen to dei 20 0 3 la p am pa no es so lam en te , com o en el de 1944, una cifra s im bólica dei nacionalism o , sino una cifra s im bó lica de una fo rm ación ideológico-discursiva com ple ta , de to d o un sistem a de en u nc iab ilidad (de ah í que la pam pa no sea perc ib ida , com o Io era en Borges, com o una construcción literaria , sino com o una construcción m eta tex tual). Es en este sen tid o q u e “El gaúcho in- sufrib le” funciona com o una alegoria dei p resen te de enunciac ión : una alegoria que excede la crisis a rgen tina dei 2001 para rem itir a la refo rm ulación dei cam po cu ltu ra l q u e se lleva a cabo en toda la región d u ran te los noven ta y q u e tiene su p u n to d e eclosión en el 2 0 0 1 . Esta am pliac ión tem poral y geográfica explica p o r q u é el texto está escrito en “ lenguaje A nagram a” y no , com o uno espe­raria, en espanol riop latense. A tender a esta d iferencia de m atices (en vez de un discurso nacionalista , to d a una fo rm ación discursiva; en vez de una alegoria nacional, toda una alegoria regional) m e parece crucial a la hora de e n ten d e r Ias im plicacioncs ideológicas de la reem ergencia co n tem p o rân ea dei pasado fundac ional, y el m o m en to transic ional que el 2001 m arca en el itinerário de esta reem ergencia.

I

En el suclo, apoyado cn el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos anos lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o Ias gcncracioncs de los hombrcs a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera dei tiempo, en una eternidad. Dahlmann registro con satisfàcción la vincha, el poncho de ba- ycta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos de] Norte o con entrerrianos, que gaúchos de csos ya no qucdan más que cn el Sur ... Desde un rincón, el viejo gaúcho extático, en el que Dahlmann vio una cifra dei Sur (dcl Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Em como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. (Borges, “El Sur" 528-29)

Vuelvo a c itar la escena cen tral d e “El S ur” p o rq u e creo q u e es acá d o n d e m ejo r se p o n e en juego la d iferencia con el cu en to de

175

Copyriyhtetí Material

Capítulo cinco

Bolano. La anécdota cs conocida: cn 1939 Juan Dahlmann, sin- tiéndose “hondamente argentino” (525)» emprende un viaje (real o alucinado: da igual en este caso) a la estancia que heredó de sus an- tcpasados. En cl viaje no sólo recorre la geografia de la patria, sino que también, como él mismo sospecha, avanza hacia el pasado. Un pasado épico, literário, nostálgico, hecho de duelos y cuchillos, y con el tono de ciertas estrofas dei Martin Fierro. Un pasado que cobra forma en esa figura “fuera dei tiempo, en una eternidad” con la que se encuentra en la pulpcría. Es en esc gaúcho vestido con su traje típico— ese gaúcho extático, atemporal como una piedra, inmóvil como una cosa; ese gaúcho que está en realidad disfrazado de gaúcho—que Dahlmann rcconocc una cifra dei Sur; un Sur que él pasa a encarnar cuando acepta la daga y se somete a un duelo que sólo puede acabar con su muertc (que es, por transitividad, la muerte dei Sur).

Las fechas que se deslizan en el cuento son, como cada palabra en la narrativa de Borges, clave para la interpretación dei gesto final con el que se cierra el texto. Junto con Dahlmann, cuyo abuelo llegó a la Argentina en 1871, se bate a duelo ese pasado “más antiguo y más firme” (526), ese Sur en mayúsculas, que hace dei gaúcho, de la pampa y de algunas estrofas dei Martin Fierro el centro de la épica nacional. Con la muerte de Dahlmann muere cierta exaltación nacionalista de la patria que tiene su punto de an- clajc en los discursos dcl Centenário cn los que Leopoldo Lugones orquesta la canonización definitiva dei poema de Hemández. Que ese duelo— que esa muerte dei nacionalismo— ocurra en 1939 no cs casual. El ano 1939, cl comicnzo dcl nazismo, marca un punto de inflexión en la obra borgeana: de la poesia al cuento, de la épica nacional a la literatura universal, dei nacionalismo al criollismo, de la pampa a las orillas. Con el duelo dc Dahlmann, como sugicrc Emílio Renzi en Respiración artificial, Borges clausura el siglo xix, y plasma su rechazo a una dcfinición nacionalista dc la identidad argentina.9 Escrito en 1944 (inmediatamente después dei golpe de estado de 1943 y en pleno ascenso dei peronismo) este gesto anrinacionalista no puede no lccrsc como un gesto político, un gesto a través dei cual Borges proyecta (paradójicamente) el deseo de una literatura que sea un espacio autônomo, una utopia post- nacionalista y post-política (Dove).

En su estúdio sobre la construcción dei Sur en la cultura argen­tina, Eva-Lynn Jagoe enumera cuatro representaciones típicas: el

176

Sur com o un e sp ad o de po tencial m odern izac ión , de gran u tilidad para el E stado y sus proyectos de civilización y cxpansión; el Sur com o un e sp a d o vacío y solitário (“dcsertizado”); el Sur com o un sitio d e gestación d e la im a g in a d ó n liceraria; y el Sur com o un lu­gar en el que experim en tar la fina lidad de la m u erte . C ad a una de estas representaciones— que m ás de una vez se co m b in an , se cru- zan o se co n trad icen — vuelve posib le una dcfin ición p articu la r de nación (13). A hora b ien , si el Sur dei cuen to de Borges representa un tipo de d iscurso nacional específico (el dei nacionalism o épico dei M artin Fierro vía L ugones), el dei cu en to de B olano no rem ite a una represen tación particular, s ino q u e condensa (y desplaza) todas Ias represen taciones a las q u e alude Jagoe.

Así, Pereda llega a la estancia gu iado p o r la prom esa de explo ta- ción d e la ticrra . M ien tras en B uenos Aires todo colapsa, hay diez tipos de m o n ed a y la gen te com ún apela a las ollas com unes para echarse algo en el estôm ago , en la estancia no faltará— piensa el abogado— algo que com er y será posib le usar ganado y tierra para em pezar algo de provecho. Pero ya desde el p rin c ip io el personaje se en fren ta con la im posib ilidad dei p royecto m aterializada en la plaga de conejos: “Vacas, g ritaba, <dónde están?” (44). La pam pa dei cuen to es un páram o estéril que frustra cualqu ier deseo de m o- d e rn id ad — frustrac ión que en cu en tra su ep íto m e en los gaúchos que , en lugar de trabajar la tierra, lib ran in te rm inab les y u tópicas partidas de M onopoly . El cam po , lejos de ser el reservorio de la riqueza estatal y el espacio po tencial de una fu tu ra m o d ern id ad anclada en la en trad a al m ercado in te rnac ional com o lo sonaron los in te lectuales y estadistas dei siglo x ix, es un despojo auxiliado po r una O N G espanola q u e llega al Tercer iM undo con fines asis- tencialistas. El m ism o desp lazam ien to se lleva a cabo en relación con la desertización dei espacio. C u a n d o Pereda llega a la estación de tren m ás ccrcana a la estancia, su p rim era im presión cs sarm ien- tina: “En el desierto , p o r o tra parte , no se veia nada, una en o rm e e inabarcab le ex tensión de pastos ralos y g randes nubes bajas que hacían d u d a r de que estuvieran p róx im os a un p ueb lo” (23 ). Su p rim er encu en tro con el cam po se n arra desde el tóp ico dei espacio vacío, so litário y desértico; un tóp ico que se qu ieb ra enseguida, ni b ien el abogado em pieza su cam in a ta y descubre un h o m b re d u r- m iendo fren te a un m acctero con flores de plástico y unos edificios destarta lados con un “ligero aire de civilización” (26). Y es que la pam pa dei cuen to no es un sitio vacío al m argen de la c iudad ,

177

Capitulo cinco

sino un cspacio corrom pido por una civilización dccadcnrc, sobrecargado de los resíduos de Ia capital. Los paisanos son una vez más el mejor ejemplo en este sentido: más que gaúchos cam- pcstrcs, observa Pcreda, parccen compadritos portcnos criados en Villa Luro, migrantes que provienen de una Buenos Aires plagada de hospitales psiquiátricos y barrios miserables. Tampoco es Ia pampa el sitio para experimentar Ia finalidad de la muerte, como le ocurría a Dahlmann en “El Sur.” Aunque Pereda fantasea con la honra dc un duelo a cuchillo, con cifrar su destino cn una pulpería descobrida, los gaúchos rehúyen sus desafios, como si ei duelo fuera una práctica que les resultara absolutamente ajena: “los viejos rctroccdicron temerosos y le preguntaron, por Dios, qué le pasaba, qué le habían hecho ellos, qué mosca le había picado” (45). De hecho, el duelo y la muerte final—más adelante voy a volver a esto— se realizan bien lejos de la pampa, en plena calle Corrientes, en el corazón de la capital.

Pero el carácier condensador dei Sur de Bolano, en el que todas las representaciones se aglutinan y desplazan, se pone sobre todo de relieve en la manera en que funciona como sitio de imaginación literaria (la tercera de las representaciones enunciadas por Jagoe). La pampa de “El gaúcho insufrible," más que un sitio de gestación para la imaginación literaria, es un sitio previamente construído por la imaginación literaria. Es, como observa Gustavo Faverón Patriau, un pastiche dc la tradición literaria rioplatcnse (373). Cada uno de los eventos de la trama (el arribo a una esración fan­tasma, el intento de duelo, la llegada a la pulpería), cada uno de los componentes dei relato (los concjos, cl hombre que nunca se baja de su caballo, el overo rosado) y cada una de las imágenes que se intercalan en la narración (la llanura vacía, el viaje en tren, los ninos dc rasgos aindiados) provienen dc algún texto reconociblc de la literatura rioplatense. Son elementos calcados de Borges, de Antonio di Bcnedetto, de Santiago Dabove, dc Rodolfo Wilcock, de Julio Cortázar. La pampa de “El gaúcho insufrible” no es un sitio para la creación literaria, sino que se encuentra ya de por sí toda hecha de literatura. Es una construcción puramente intertex- tual, totalmente metaliteraria.10 Si, como dice Jagoe, cada una de las representaciones dei Sur vuelve posible un discurso nacional específico, en el texto de Bolano la condensación (y el desplaza- miento) de todas las representaciones posibles hace que el Sur no sca una representación particular, sino un sistema de representa-

178