guia misteriosa de valladolid

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En la Guía misteriosa de Valladolid hemos dado cita a sesenta pequeñas historias, leyendas, tradiciones, que se han ido interrelacionando con la identidad de la ciudad. Todas tienen un denominador común en el misterio, algunas por su dimensión sobrenatural, milagrosa, fantástica, imaginativa, pero todas ellas nacieron con un afán didáctico.

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Page 1: GUIA MISTERIOSA DE VALLADOLID

GUÍA M

ISTERIO

SA DE VALLAD

OLID

La editorial de Urueña S.L.

La editorial de Urueña S.L.

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Guía misteriosa de Valladolid [ 271

CAPÍTULO I. VALLADOLID EN SU NOMBRE

0. Yo soy de Valladolid. Ah…, entonces eres pucelano 9

CAPÍTULO II. ENTRANDO EN LA CIUDAD DESDE EXTRAMUROS

1. Las sombras de un cementerio decimonónico y el Santuario del Carmen 21

2. Los cementerios de los otros credos 30

3. La Casa de la Inquisición en la parroquia de San Pedro 32

4. El clavo milagroso y ausente del Cristo de la Espiga 36

5. Los sonidos de ultratumba en las Claras 38

6. Convento de Santa Teresa: una huerta plagada de ermitas 42

CAPÍTULO III. EN EL ESPACIO “REAL”

7. El reloj de la Pasión 48

8. Los seres fantásticos en el Colegio de San Gregorio 50

9. La reja del bautizo del Príncipe 54

10. Las visiones de un niño que quería ser poeta 59

11. Una Virgen aparecida en el Prado de la Magdalena 65

CAPÍTULO IV. EN EL ESPACIO DE LA ANTIGUA

12. La Zapatona 70

13. El modelo en una hija que agoniza y una iglesia de regalo 74

14. El Cementerio afamado por El Buscón de Quevedo 76

15. El Cristo de la Antigua: un “contundente” testigo de un crimen 80

16. El peligro de sentarse en el Sillón del Diablo 82

17. La deuda del Almirante: la Capilla de la Universidad 86

CAPÍTULO V. LOS EXTRAÑOS MUROS DE LOS CONVENTOS

18. Reinaré en España 92

19. Los espías del colegio de ingleses 97

20. Una Virgen partida por las guerras de religión 101

21. La ermita de un Santo milagroso 104

22. La Virgencilla milagrosa del Prado de la Magdalena 107

23. Calle Colón: la errónea morada del Almirante 109

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CAPÍTULO VI. LA CATEDRAL INACABADA: ¿UN TEMPLO DE SALOMÓN?

24. Los sueños y proyectos de Juan de Herrera 112

25. La Virgen del Sagrario nacida de las entrañas de una Catedral 118

26. La abandonada tumba de Pedro Ansúrez 123

27. El trágico y venturoso incendio desde Platerías 126

CAPÍTULO VII. LAS MIRADAS DE LA SEMANA SANTA

28. ¿Dónde me miraste? 128

29. El Lignum Crucis: la verdadera Cruz en una cofradía penitencial 132

30. El Santo Cristo de Limpias: una devoción importada en la Vera Cruz de Valladolid 136

CAPÍTULO VIII. LAS VIDENCIAS DE DOÑA MARINA

31. Calle del Rosario: la casa de Marina Escobar 144

32. La inspiración de la madre Cándida en El Rosarillo 151

33. La monja pintora de las brígidas: una tataranieta secreta de Fabio Nelli 155

34. Las infidelidades públicas de la marquesa de Valverde 157

CAPÍTULO IX. SIN QUE FALTEN LOS JESUITAS Y LOS HEREJES

35. Una historia policiaca en torno a un cuerpo incorrupto 162

36. El miedo a los jesuitas 165

37. Rótulo del Doctor Cazalla: la condena de la memoria 170

CAPÍTULO X. DE CRUCIFICADOS, VIRGENES Y MONJES ENIGMÁTICOS

38. La última morada de un imaginero 178

39. Los benedictinos: la lengua de los silencios en medio de fuertes medidas de seguridad 180

40. Los prodigios de un Cristo crucificado en una cepa de vino 183

41. La aparición de una patrona 188

42. El necesario milagro de Guiomar Niño 191

43. El doble milagro de la Virgen del Pozo y de la Cabeza 194

44. Iglesia de San Lorenzo: cementerios de los hijos de San José y de los cómicos 196

45. El Cristo yacente “expósito” 198

CAPÍTULO XI. LA PLAZA MAYOR: EL ÁGORA DE LA VIDA

46. Un cementerio de los ilustres de Valladolid: la leyenda del alcalde Ronquillo 202

47. La búsqueda del último lecho de Colón 210

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48. Fray Pedro, el Santo Regalado,

un franciscano de la Ribera del Duero 214

49. Los Orates de la Catedral 221

CAPÍTULO XII. EL MUNDO DE VENTURA PÉREZ

50. La calle Sierpe donde nació la devoción de la Valvanera 224

51. El bautizo de Pedro de la Costanilla 226

52. Rezar por el alma de una momia 228

CAPÍTULO XIII. HACIA LOS OTROS EXTRAMUROS

53. Una desconocida e imaginada “Niña Guapa” 236

54. Gaspar de Ezpeleta: un asesinato en los brazos de Miguel de Cervantes 238

55. El espacio misterioso del Campo Grande 241

56. La leyenda del Campo Grande 248

57. La “Sábana Santa” vallisoletana 251

58. Río de Olmos: la salvación del alma de Bernardino de Mendoza 253

59. La desconocida y milagrosa Virgen de Prado 257

60. Doña Eylo y el Puente Mayor 262

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CAPÍTULO I. VALLADOLID EN SU NOMBRE

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4 } Guía de los misterios de Valladolid

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Historias imaginadas de Valladolid { 5

Yo soy de Valladolid. Ah…, entonces eres pucelano.

El concepto de misterio no está siempre vinculado a lo sobrenatural o esotérico, sino a lo que nos es desconocido y resulta complicado, si no imposible, de expli-car desde la historia. El nombre de Valladolid puede pertenecer a esa categoría de conocimientos. Existen diferentes hipótesis para intentarlo abordar, no siendo ninguna de ellas una confirmación aceptada habitualmente1. Resulta, por otra parte, el nombre de una localidad, pueblo o ciudad una asignatura siempre pen-diente entre los profesionales que se enfrentan a su trayectoria y tienen que es-tablecer el origen de sus respectivas denominaciones. Todavía más complicado es saber, en nuestro caso, cuál es el origen del término “Pucela” y del gentilicio “pucelano”, aquel que tan popular y habitualmente es usado por los medios de comunicación, cada vez que no pueden repetir de manera constante la palabra “Valladolid” y “vallisoletano”.

Este lugar junto al Pisuerga carece de una prehistoria fecunda, de un pobla-miento intenso de hombres primitivos, de las distintas especies hasta llegar al homo sapiens sapiens, aunque no tenemos que pensar por ello que fuese un desierto en aquellas largas etapas. Tampoco fue una ciudad prerromana, vaccea, romana, visigoda, atacada por la belicosidad, después, de los musulmanes. El resultado del término, villa, ciudad, capital que ha sido Valladolid no tiene otro arranque que la reorganización del territorio que hizo el conde Pedro Ansúrez, un hombre de poder en el reinado de Alfonso VI de Castilla. Todo ello elimina cualquier posibilidad de leyenda acerca de su fundación, aunque intentos han existido. Además, nos impide pensar en seres mitológicos, santos apostólicos o en patronas esculpidas o pintadas de la mano de San Lucas, según ocurre en

1 Distintos autores han intentado sintetizar este tema tan complejo. Celso Almuiña, “Personajes vallisoletanos. El nombre de Valladolid”, en La Historia de Valladolid a través de sus personajes, Valladolid, El Norte de Castilla, 1996; PAZ

ALTÉS MELGAR, ¡Ay, Pucela!, Valladolid, editorial Cuatro y el gato, 2003.

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6 } Guía de los misterios de Valladolid

otros lugares. En Cádiz, por ejemplo, el escritor carmelita fray Jerónimo de la Concepción, en su obra “Emporio del Orbe. Cádiz Ilustrada” —perfecto ejem-plo del llamado género corográfico2—, afirmaba sin complejos que los gaditanos eran los descubridores de América; que los Reyes Magos en su camino hacia Belén habían pasado por esta ciudad y que, incluso, Jesucristo, descendía en su genealogía humana, de una mujer gaditana, siendo los habitantes de esta ciudad los que primero habían abrazado la fe cristiana, tras haber pasado Santiago por Cádiz y Sevilla y haber sido el primer obispo de la antigua Gades un discípulo directo suyo, San Basileo3. Sin llegar a estos extremos, el primer historiador de Valladolid —del que hablaremos enseguida—, citaba la obra de Pedro Antonio de Beuter, en la que se explica que cuando el papa San Clemente I, en tiempos del emperador Domiciano, envió a San Dionisio para que predicase la fe en Hispa-nia, éste repartió a algunos de sus discípulos por todas estas tierras siendo San Gregorio remitido a Toledo. Cuando pudo convertir a algunos paganos en discí-pulos suyos, éstos —nunca apóstoles o varones apostólicos—, serían a su vez enviados a la ciudad de Pincia, de origen vacceo e identificada por estos autores como Valladolid. No obstante, ninguna investigación ha podido documentar esta afirmación.

Por eso, no han faltado etimologías, explicaciones filológicas e históricas acer-ca del nombre de Valladolid. No podremos zanjar la cuestión, por tanto, y éste será el primer misterio, rumor o leyenda que dejemos sin desvelar, o mejor, al arbitrio del inteligente lector. Miguel Ángel Martín Montes, desde los datos apor-tados en su dedicación profesional como arqueólogo, es de los últimos que ha sintetizado la condición del nombre de Valladolid4. Nos recuerda que la primera vez que podemos ver escrito la denominación de aquella antigua villa del Esgue-va fue en 1088, en los días de Ansúrez, como “Valaolit”. En los escritos siguientes de los siglos XI y XII, la grafía del mismo fue variando, desde “Valleolit” en 1089, “Valleolide” en 1092, “Baladolid” en 1114 o “Valtolit” en 1170. Esta variación sobre un mismo tema ha motivado que se fuesen desarrollando distintas tesis acerca de su origen. Como en numerosos asuntos, tendremos que comenzar refiriéndo-nos a Juan Antolínez de Burgos, regidor vallisoletano del siglo XVII que escribió la primera “Historia de Valladolid”. Para Antolínez de Burgos, la procedencia era clara. Derivaba del que era mítico fundador de la ciudad el moro Ulit, el cual ha-bía realizado esta acción en los primeros momentos de la ocupación musulmana de la Península en el siglo VIII. Nos dice este historiador que se prendó de este lugar, “enamorado del sitio y asiento de este valle”. Por las condiciones geográ-ficas del terreno, estaríamos hablando de Valle de Ulit u Olit. Posteriormente,

2 Se dice del género corográfico, aquel que describe un país, una región o una provincia.3 Biblioteca Nacional (BN), Fray Jerónimo de la CONCEPCIÓN, Emporio de el Orbe. Cádiz Ilustrada, Amsterdam, Imprenta donde tiene la administración Joan Bus, 1690. Existe una edición posterior, introducida y editada por Arturo Morgado.4 Miguel Ángel Martín Montes, “Orígenes prehistóricos y arqueológicos de Valladolid”, en Javier BURRIEZA SÁNCHEZ

(coord.), Una Historia de Valladolid, Valladolid, Ayuntamiento, 2004, pp. 54-56.

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Historias imaginadas de Valladolid { 7

un nieto de este caudillo musulmán sería derrotado y muerto por el rey de León, Ordoño II. Se produce una cierta confusión entre el abuelo y su nieto homónimo. Además parece que el monarca leonés no fue el único que venció al señor de estas tierras.

Para celebrar este acontecimiento, la victoria leonesa, cuando el Valladolid del conde Ansúrez era lo que fue, junto a la Colegiata que este caballero fundó —la que sería futura Catedral— se levantó un monolito con la figura de un león, con un rey moro a los pies, con la siguiente leyenda en latín: “Ulit oppidi conditor”, “Ulit fundador de este lugar”. Ambos acontecimientos, la fundación por el moro y la derrota de mano del rey Ordoño pertenecen al terreno de la leyenda, aunque no la existencia de esa estatua que permaneció colocada en el atrio de la Iglesia Mayor —y, por lo tanto, sucesivamente trasladada con la misma— hasta que, en 1841, se hundió la torre catedralicia y con ella este pequeño monumento. Una versión ilustrada del siglo XVIII de la Historia de Antolínez no se olvida de incluir esta iconografía, la cual sigue recreando el primer historiador, cuando nos dice que servía para situar por encima de él, a las “mujeres mal entretenidas”.

Antolínez menciona también el testimonio de fray Gonzalo de Redondo, el cual habló de la presencia del caudillo castellano Fernán González, en lugar del leo-nés Ordoño. Éste pretendió encontrarse con Ulit en el propio núcleo urbano pero, para entonces, el moro había huido hacia Simancas. Pero, de nuevo, tenemos que preguntarnos, ¿de qué moro Ulit estamos hablando, el del siglo VIII o el del X? Como toda leyenda, existe una inconcreción cronológica. García-Valladolid su-braya que en la “Crónica del conde Fernán González”, se señala que el moro Ulit era el señor de estos territorios.

También se ha hablado de Valladolid como “ciudad de Walid”, otro de los pri-meros conquistadores árabes de la Península Ibérica en el siglo VIII. Una teo-ría puesta en marcha por José Valín aunque ahora, tras otros estudios, no la considera la más adecuada. Entonces, se apoyaba en fuentes sirias y jordanas, las cuales hablaban de la existencia de una batalla de “Balad Walid”. Balad es un término que servía para designar grandes ciudades. Esta de Valladolid era una zona regada por distintos ríos, interesante para los árabes. Precisamente, el califa que conoció la conquista de la Península se llamaba Al-Walid ben Abd Al-Malik, el cual mostró ciertas relaciones tormentosas con el caudillo de las campañas de Al-Andalus: Muza ibu Nasair. Antes de presentar cuentas ante el califa y llamándole éste a su presencia, Muza había realizado la campaña del Duero y habría establecido en estos lugares la llamada “Ciudad de Walid” —“Ba-lad Walid”—. Afirmaciones que son ratificadas por Asín Palacios, en su dicciona-rio de topónimos árabes de España. En sus páginas, hablaba de Valladolid como equivalente a “pueblo de Walid”. Narciso Alonso Cortés hacía también una refe-rencia a un códice árabe, en el cual, se mencionaba la muerte de la reina Catalina de Lancaster —viuda de Enrique III— en la ciudad de Valladolid, “escrita por los

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árabes como Baladualid, esto es, ciudad del príncipe moro Valid”. Sin embargo, Alonso Cortés se mostraba escéptico hacia esta hipótesis, aunque reconocía que el nombre de Valladolid podía sonar a árabe.

Aumentando las sugerencias, Juan Antolínez indica incluso, que el nombre de Valladolid derivaba del de “Valledelides”, pues este territorio era elegido por los jefes de los distintos pueblos prerromanos —como carpetanos o arévacos— para solucionar los contenciosos militares que existían entre ellos. Era un lugar ade-cuado para conseguirlo pues era llano y en él desembocaban diferentes cami-nos. Los ríos cercanos —la triada de Pisuerga, Esgueva y Duero—, han acercado siempre la raíz de “vall-“ a la consideración de “valle”.

Sin embargo, Antolínez de Burgos se mostraba rotundamente convencido que el primer nombre de la ciudad de la que era regidor, no era otro que Pincia, ci-frando su fundación en el año 290 antes de Cristo, según los datos que ofrece Ptolomeo: “se reconoce que era lugar principal; y también arguye lo mismo ha-berla puesto entre las famosas ciudades de Europa”. Para afirmar esto, Antolí-nez también dice habérselo leído a distintos autores. Además, él mismo aporta su testimonio personal cuando afirma haber contemplado el descubrimiento de sepulcros romanos en febrero de 1595, mientras se trasladaba el Hospital de los Desamparados junto a la parroquia del Salvador. No será el único resto ar-queológico del que Antolínez dice haber tenido noticia y desde los cuales aclara el origen primitivo de esta ciudad: “en el discurso de la conquista de estos reinos hecha por los moros —resume en el comienzo del capítulo 3º de su Historia—, uno de los capitanes de ellos llamado Ulit, enamorado del sitio y asiento de este valle, se quedó en él, y con las reliquias que de su destrucción habían quedado, le reedificó, y dejando el nombre antiguo de Pincia, tomó el de su reedificador”5,según hemos dicho antes.

El emperador Antonino Pío, sucesor de Adriano, mejoró la administración pe-riférica del Imperio, desentrañando las seis principales vías de comunicación de la Hispania citerior o provincia Tarraconense. El cuarto itinerario unía Asturica Augusta —la actual Astorga— con Pincia, a través de 106 millas o 197 kilómetros. Sin embargo, esta no es la distancia actual entre Astorga y Valladolid. Pincia se encuentra documentada, naturalmente, como una de las ciudades más im-portante del territorio de los vacceos. Históricamente, no podemos afirmar que Valladolid fuese la antigua Pincia, a pesar de lo que dijese, en el siglo XVI, el es-critor Fernán Núñez de Toledo y Guzmán, humanista vallisoletano y discípulo de Elio Antonio de Nebrija, llegándose a apodar como “el Pinciano”. No lo dudaron Ambrosio de Morales, Andrés de Poza y el siciliano Lucio Marineo Sículo. Todos estos autores se encontraban interesados en identificar el origen de la ciudad con los romanos. Tanto Antolínez de Burgos como José María Quadrado atribu-yeron la identificación Pincia-Valladolid a Alfonso Fernández de Madrid, arce-

5 Juan ANTOLÍNEZ DE BURGOS, Historia de Valladolid (1881), Valladolid, Grupo Pinciano, edición facsímil, 19…, pp.

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diano de la Iglesia Catedral de Palencia. Su obra recopilatoria de cosas notables de España se encontraba en el libro del doctor Gudiel, “Compendio de algunas historias de España”.

Quadrado advierte, sobre el mencionado “Itinerario” de Antonino, que Jeró-nimo Zurita ya había anunciado que Pintia no podía identificarse con Valladolid sino con una localidad cercana a Peñafiel. Efectivamente, fue una ciudad vacceo-romana que ocupó unas setenta hectáreas y que existió por espacio de mil años, hasta el siglo VII d.C., una centuria antes de la invasión de los musulmanes. Se hallaba a las orillas del río Duero, entre los actuales términos municipales de Pesquera de Duero y Padilla. Su conjunto arqueológico está declarado Bien de Interés Cultural desde 1993, aunque antes la Universidad de Valladolid estaba trabajando sobre él. El asentamiento más cercano a Valladolid de época romana tardía, es la llamada Villa de Prado, la cual otorga actualmente el nombre a un barrio de la ciudad, en el margen derecho del río Pisuerga y junto al arroyo del Caño Morante. Respondía a un asentamiento propio de la ruralización que se produce en el Imperio Romano, entre los siglos III y IV. Con todo, el diccionario de la Real Academia de la Lengua, cuando buscamos la voz “pinciano”, la continúa identificando con Valladolid, considerando que los naturales de la misma somos los “pincianos” aunque también advierte que esta “mansión romana” se vinculó erróneamente con la actual ciudad del Pisuerga.

Matías Sangrador y Vítores, un hombre de leyes que se convierte en el primer historiador “científico” de Valladolid, recopila las distintas hipótesis existentes acerca del nombre de la ciudad de la que es cronista, para ser publicados en el famoso “Diccionario Geográfico Universal”, editado en Barcelona: “mas no encontrando datos ciertos para efectuarlo, se paró”. El tema fue retomado por Sangrador en el que conocemos popularmente como “Diccionario de Madoz” y, más adelante, en su Historia de Valladolid, publicada entre 1851 y 18546, en dos tomos. No admitía como propio de un diccionario del siglo XIX, donde se mane-jaba la historia y la geografía con seriedad, que se pudiese hablar del nombre de Valladolid como de un campo para dirimir contenciosos o lides entre los pueblos. Tampoco podía aceptar que Valladolid derivase de “Vallis Oliveti”, o “Valle Oloro-so”, proporcionado por el fruto de los olivos, es decir, la oliva. En el latín, el tér-mino “olivar” se asocia con las voces “oletum”, “olivetum” y “olivarum”. El viajero Antonio Ponz apoyaba esta opción, llegando a lamentarse por la desaparición de los mismos de Valladolid. José Valín niega esa importancia de un cultivo como los olivos, tan incompatible con la dureza de los inviernos.

Igualmente, Sangrador no aceptaba las ideas de Rafael Floranes y del viajero Antonio Ponz en el siglo XVIII, cuando presentaban una latinización idealizada de este nombre. En realidad, Alonso Cortés advertía sobre el carácter erróneo del

6 Matías Sangrador Vítores, “Valladolid”, en Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar, por PASCUAL MADOZ, Madrid, 1849, t. XV, p. 581.

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gentilicio “vallisoletano”, pues no existió nunca una ciudad llamada “Vallisole-tum”, lo que es una latinización caprichosa de un nombre romance: “por lo cual —indica Alonso Cortés—, no debemos fijarnos en ella para la formación del co-rrespondiente adjetivo”. Se estaba dando por bueno un gentilicio de un topónimo que no era el correcto. Todavía más peregrina podía ser la teoría que lo vinculaba con el ámbito vasco, cuando se afirmaba que Valladolid podía derivar de “Valle de olaiz” o “lugar hermoso”.

Si hablásemos de Valladolid como “valle del olor”, éste podría ser bueno o malo. El primero derivaba de las plantas aromáticas, mientras que el segundo arrancaba de la insalubridad que, para los ciudadanos, eran los ramales del río Esgueva. Sobre las plantas aromáticas habló Rafael Floranes, afirmando que la forma “Valis Oletum” derivaba del verbo latino “oleo”, indicando que el nom-bre de Valladolid venía de la “olorosa superficie que debió tener este valle antes de comenzarse a cultivar”. La connotación más negativa de los olores venía del traslado de la Corte de Felipe III, cuando algunos poetas no habían aceptado la estancia del monarca en esta ciudad, afirmando incluso que una de las conse-cuencias de los malos olores era el deterioro de la salud de la Familia Real, especialmente de los infantes. Pero cuando esta consideración era formulada ya había transcurrido mucha historia de Valladolid.

Acercándonos a hipótesis más aceptadas recientemente, nos encontramos con la propuesta defendida por el profesor Ángel Montenegro cuando indicaba que Valladolid tiene en su nombre un origen latino-celta, como “Vallis-tolitum” o “valle de aguas”, hipótesis que convence ahora, mucho más, a José Valín. Mon-tenegro la argumentaba desde una dimensión lingüística, no aceptando el origen árabe del topónimo. No se puede considerar nunca que de “vallis” y “olid” po-drían resultar “Valladolid”, no pudiendo basar argumento alguno en la existencia de un personaje mítico y no histórico como era el moro Ulit. Así, la primera parte derivaba naturalmente del latín “vallis” y del sustantivo celta “tolitum”.

La segunda de las hipótesis también se fundamenta en argumentos filológicos, según formula César Hernández, catedrático de Lengua de esta Universidad. Eso sí, este autor negaba la propuesta de Montenegro, considerándola que poseía “algunas fisuras y numerosas dudas”. Él se basaba en un documento del Archi-vo de Simancas en la cual se hacía referencia a la labor repobladora efectuada por el obispo Cixsela desde Simancas, en la segunda mitad del siglo XI, donando una serie de tierras. Uno de los testigos que firma esa donación es el mozárabe llamado Holit. De esta manera, el profesor Hernández relacionaría el nombre de Valladolid con el primer proceso repoblador efectuado en el siglo X y, sobre todo, en la primera mitad del siglo XI. En la primera de las centurias discurre el reinado de Ordoño II de León, durante el cual es importante la labor de re-población efectuada por los mozárabes, es decir cristianos que han vivido en tierras de musulmanes. Una repoblación que los monarcas se la encomendaban

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a presbíteros de cierta relevancia. Por lo tanto, estaríamos hablando, histórica y filológicamente, como “Lugar o tierras de Olid”, “Balad Ulit”, “Valle de Olid” y, por lo tanto, como “Valladolid”. De esta manera, el nombre de la que habría de ser capital de Castilla y León, ya existía con anterioridad a la propia villa de Pedro Ansúrez, la villa del Esgueva, cuando habitantes de Cabezón se establecieron en este pago. Así, lo ha resaltado Amando Represa.

Mucho menos satisfactorio es la resolución del problema del origen de Pucela, tan coreado modernamente en los partidos de fútbol y en otros acontecimientos deportivos. Parece convertirse, al menos a priori, en un nombre o denominación de factura más reciente, más popular y carente de documentación alguna. Su frecuencia ha sido más oral que escrita, sobre todo en el siglo XX. Tampoco se muestra con claridad en lo que se refiere a su etimología. Podría venir de “puelli-cella”, jovencita o de “pullicella”, pulguita, e incluso del término catalán “ponce-lla”, virgen o doncella, consideración que ha rechazado César Hernández.

En el diccionario de Corominas, el término “poncella” hacía referencia a Juana de Arco y a las damas francesas. Pucela pudo entrar en el castellano como un ga-licismo. A mediados del siglo XX, se publicaba una fuente histórica del XV titulada “Crónica de don Álvaro de Luna, Condestable de Castilla, Maestre de Santiago”. Parece que en los días de influencia de don Álvaro sobre el monarca castellano, tuvieron lugar dos embajadas francesas, en las cuales se pedía ayuda para en-frentarse a los ingleses en lo que fue la Guerra de los Cien Años. En una de ellas, quizás en la de 1429, los partidarios franceses de Juana de Arco llegaron hasta la Corte vallisoletana de Juan II. En una carta dirigida al mencionado condesta-ble —don Álvaro—, le pedía que intercediese ante el Rey de Castilla para que los castellanos ayudasen a los franceses frente a los ingleses. Aquella misiva pudo causar un gran revuelo en la villa del Esgueva. El documento se había converti-do en una reliquia, escrita de puño y letra de la “Pucelle”, tanto en el ambiente cortesano como en el popular. Entonces, se encendió el deseo de ayudar a Juana de Arco, aglutinándose los partidarios de “La Doncella”. Liderados por Rodrigo de Villandrando, pudieron partir en una expedición de ayuda en torno a 1434. La carta nunca pudo ser encontrada. Luis Calabia, cronista que fue de Valladolid, concluye que la “Pucela” fue la “caudilla francesa”, mientras que “los de Pucela” eran los que la seguían.

César Hernández no se muestra partidario de relacionarlo con aquel aconteci-miento. Celso Almuiña indica que “Pucela” y los “pucelanos” es una “invención de nuestro siglo” y se refería al XX. Martín Montes recuerda la mencionada posibi-lidad de que se tratase de un galicismo que, procedente de una palabra anterior, se empezase a utilizar en el siglo XVIII, asociándolo más a los significados de doncella o pulguita, consideración última que le daría una connotación despecti-va y que le vincularía con los malos olores o la falta de salubridad. Joaquín Díaz ha apuntado la comercialización, a finales del siglo XIX o principios del XX, de

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los cementos de Eloy Silió, llamados “La pucelana”, los cuales obtuvieron una

repercusión tan importante a nivel nacional, que se identificó a la ciudad con este producto. En cualquier caso, en los años setenta, el término “Pu-cela” se generalizó en los citados ambientes futbolísticos y, sobre todo, entre los comentaristas deportivos.

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CAPÍTULO II

ENTRANDO EN LA CIUDAD DESDE EXTRAMUROS