gran gatsby cambios2 - popular libros · ta muy superficial para expresar el extraño contras-te,...

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Francis Scott Fitzgerald El gran Gatsby Traducción de José Luis López Muñoz ALFAGUAR A H

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Francis Scott Fitzgerald

El gran GatsbyTraducción de José Luis López Muñoz

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«Ponte el sombrero dorado, si eso ha de con-moverla; si eres capaz de saltar muy alto haz-lo también, hasta que exclame: “¡Enamoradosaltarín, enamorado del sombrero de oro, ten-drás que ser mío!”.»

THOMAS PARKE D’INVILLIERS

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Capítulo I

Cuando era más joven y más vulnerable,mi padre me dio un consejo en el que no he deja-do de pensar desde entonces.

«Siempre que sientas deseos de criticar a al-guien», me dijo, «recuerda que no a todo el mundose le han dado tantas facilidades como a ti».

Eso fue lo único que dijo, pero como siem-pre nos lo hemos contado todo sin renunciar porello a la discreción, comprendí que su frase encerra-ba un significado mucho más amplio. El resultadoes que tiendo a no juzgar a nadie, costumbre queha hecho que me relacione con muchas personasinteresantes y me ha convertido también en vícti-ma de bastantes pelmazos inveterados. Las perso-nalidades peculiares descubren en seguida esa cua-lidad y se aferran a ella cuando la encuentran enun ser humano normal, y por eso en la universidadse me llegó a acusar injustamente de hacer política,porque estaba al tanto de las penas secretas de jó-venes alborotadores que eran un misterio para otros.Yo no buscaba casi nunca aquellas confidencias:con frecuencia fingía dormir, o estar preocupado,o adoptaba una actitud hostilmente irónica cuandoalgún signo inconfundible me hacía prever que unarevelación de carácter íntimo se perfilaba en el hori-zonte; porque las confidencias de los jóvenes, o almenos los términos en los que las expresan, suelen

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ser plagios y estar viciadas por evidentes supresio-nes. Suspender el juicio conlleva una esperanza in-finita. Todavía temo perderme algo si olvido que,como mi padre sugería de manera un tanto esnob,y yo repito aquí con el mismo espíritu, la concienciade las normas básicas de conducta se reparte de ma-nera desigual al nacer.

Por lo que, después de haber presumido demi tolerancia, he de confesar que tiene un límite. Elcomportamiento puede estar fundado sobre roca oen terreno pantanoso, pero más allá de cierto puntome da lo mismo cuál sea su base. Cuando volví dela costa Este el otoño pasado noté que deseaba ves-tir al mundo de uniforme para que adoptara de unavez por todas algo así como una «posición de fir-mes» moral; no deseaba más desenfrenadas excur-siones con privilegiados vislumbres del alma hu-mana. Tan sólo Gatsby, el hombre que da título aeste libro, quedaba al margen de aquella reacciónmía: Gatsby, que representaba todo aquello quedesprecio sinceramente. Si la personalidad es unaserie ininterrumpida de gestos que tienen éxito, nohay duda de que había algo espléndido en él, cier-ta exaltada sensibilidad ante las promesas de la vida,como si estuviera conectado a uno de esos compli-cados mecanismos que registran terremotos pro-ducidos a quince mil kilómetros de distancia. Esasensibilidad no tiene nada que ver con la floja im-presionabilidad a la que se procura ennoblecer lla-mándola «temperamento creador»: el de Gatsby eraun don extraordinario para la esperanza, una dis-ponibilidad romántica como nunca he hallado enotra persona y no es probable que vuelva a encon-trar. No; Gatsby demostró su valía al final; fue lo

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que se cebó en él, el sucio polvo que levantaron sussueños lo que provocó durante algún tiempo midesinterés por las penas infructuosas y las alegríasalicortas de los seres humanos.

Durante tres generaciones mi familia ha sidouna de las más distinguidas y acomodadas de estaciudad del Medio Oeste. Los Carraway tienen al-go de clan, y existe la tradición de que descende-mos de los duques de Buccleuch, pero el verdade-ro fundador de nuestra rama de la familia fue elhermano de mi abuelo, que llegó aquí en 1851,mandó a un sustituto a la Guerra Civil, e inició elsaneado negocio de ferretería que mi padre regen-ta en el día de hoy.

Nunca llegué a ver a este tío abuelo mío,pero se asegura que me parezco a él, sobre todo aun retrato suyo bastante realista colgado en el des-pacho de mi padre. Terminé mis estudios en Yaleen 1915, exactamente un cuarto de siglo despuésque mi progenitor, y, poco más tarde, participé enaquella demorada migración teutónica a la que sedio el nombre de Gran Guerra. Disfruté tanto conel contraataque que regresé a los Estados Unidos lle-no de inquietud. En lugar de ser el cálido centrodel mundo, el Medio Oeste me pareció entoncesuna especie de deshilachado borde del universo,de manera que decidí trasladarme al Este y meter-me en el negocio de los bonos. Todas las personasque conocía estaban en el negocio de los bonos, ysupuse que podría dar de comer a una persona más.Mis tías y mis tíos lo discutieron como si estuvie-ran eligiéndome un internado, y finalmente dijeron:

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«Bueno..., que vaya», con expresión muy seria y du-bitativa. Mi padre se comprometió a pagarme losgastos durante un año y, después de posponer el via-je varias veces, en la primavera de 1922 me fui al Es-te con la intención de quedarme allí para siempre.

Lo más práctico era encontrar alojamientoen Nueva York, pero hacía mucho calor, y yo aca-baba de dejar una tierra de amplias zonas con cés-ped y amistosos árboles, de manera que cuandouno de mis jóvenes colegas propuso que alquilára-mos juntos una casa en las afueras, me pareció unaexcelente idea. Fue él quien encontró la casa, unbungaló con paredes de cartón y azotado por loselementos que costaba ochenta dólares al mes; pe-ro en el último momento su empresa lo mandó aWashington, y yo me fui solo al campo. Tenía unperro —al menos lo tuve unos pocos días hasta quese escapó—, un viejo Dodge y una finlandesa que mehacía la cama, me preparaba el desayuno y mur-muraba para sus adentros sabiduría nórdica juntoal hornillo eléctrico.

Me sentí bastante solo durante un día odos, hasta que, una mañana, un individuo que lle-vaba allí aún menos tiempo que yo me detuvo enla carretera.

—¿Cómo se va a West Egg? —preguntó conaire desvalido.

Se lo dije. Y al echar de nuevo a andar notéque ya no me sentía solo. Era un guía, un explo-rador, uno de los primeros pobladores. Sin darsecuenta, aquel sujeto me había otorgado el derechode ciudadanía.

De manera que con la abundante luz del soly el estallido en los árboles de las hojas nuevas, que

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crecían tan deprisa como las cosas en las películas,tuve de nuevo la familiar certeza de que con el ve-rano la vida empezaba otra vez.

¡Había tanto que leer, por una parte, y tantasalud que aspirar del aire renovado, dador de vida!Sobre práctica bancaria, crédito e inversión en va-lores, compré una docena de volúmenes que desta-caban sobre la estantería —en rojo y oro— comomonedas recién acuñadas, y que prometían desve-larme los espléndidos secretos que sólo conocíanMidas, Morgan y Mecenas. Y tenía además la de-cidida intención de leer otros muchos libros. En launiversidad me había interesado bastante por las le-tras —un año escribí una serie de editoriales tansolemnes como ingenuos para el Yale News—, yahora iba a reincorporar todo aquello a mi vida paraconvertirme de nuevo en el más limitado de losespecialistas, el «hombre de cultura amplia». Esto esalgo más que un epigrama, porque, en realidad,a la vida se la contempla con mucho mejores re-sultados desde una sola ventana.

Fue una casualidad que hubiera alquiladouna casa en una de las más extrañas comunidadesde Norteamérica, situada en esa esbelta y bulliciosaisla que se extiende al este de Nueva York, y dondeexisten, entre otras curiosidades naturales, dos extra-ños accidentes geográficos. A unos treinta kilóme-tros de la ciudad, una pareja de enormes huevos,idénticos en la forma y separados únicamente poruna mal llamada bahía, se adelantan para introdu-cirse en la extensión de agua salada más domesticadadel continente americano: ese enorme y húmedo co-rral que es el estrecho de Long Island. Las dos for-maciones no son perfectamente ovales —al igual

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que el huevo de Colón, los dos se aplastan por elextremo en contacto con el suelo—, pero su granparecido debe de ser una perpetua fuente de confu-sión para las gaviotas que los sobrevuelan. Para losbípedos implumes aún resulta más llamativa su dese-mejanza en todo menos en forma y tamaño.

Yo vivía en West Egg, el..., bueno, el me-nos elegante de los dos, aunque sea ésa una etique-ta muy superficial para expresar el extraño contras-te, que tiene bastante de siniestro, entre ambos.Mi casa estaba en el extremo mismo del huevo, asólo cincuenta metros del estrecho de Long Island,metida con calzador entre dos enormes residenciasque se alquilaban a doce o quince mil dólares portemporada. El edificio de mi derecha era una cons-trucción colosal desde cualquier punto de vista:imitaba fielmente a algún ayuntamiento de Nor-mandía, con una torre a un lado, asombrosamentenueva bajo su rala barba de enredaderas sin hojas,con una piscina de mármol, y con veinte hectáreasde jardines y zonas de césped. Era la mansión deGatsby. O, más bien, puesto que yo aún no cono-cía al señor Gatsby, era una mansión habitada porun caballero con aquel nombre. Mi casa era unaofensa para los ojos, pero una ofensa de reducidasdimensiones, y nadie se había fijado en ella, por loque disfrutaba de vistas al mar, de una panorámi-ca parcial del jardín de mi vecino, y de la recon-fortante proximidad de varios millonarios: todopor ochenta dólares al mes.

Al otro lado de la insignificante bahía bri-llaban los blancos palacios del elegante East Egg, yla historia del verano empieza de verdad la nocheen que me trasladé hasta allí en coche para cenar con

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Tom Buchanan y con su mujer. Daisy era primalejana mía, y a Tom lo había conocido en la uni-versidad. E inmediatamente después de la guerrapasé dos días con ellos en Chicago.

El marido de Daisy, entre otros talentos at-léticos, había sido uno de los mejores extremos defútbol americano en la historia de Yale: una figuranacional en cierto modo; una de esas personas quedestacan tanto a los veintiún años, aunque sea en uncampo muy limitado, que todo lo que sucede des-pués en sus vidas tiene el sabor amargo del de-sencanto. Su familia era enormemente rica —in-cluso en la universidad sus posibilidades económicaseran motivo de crítica—, pero ahora había dejadoChicago para instalarse en el Este con un lujo que lecortaba a uno la respiración; se había traído de LakeForest, por ejemplo, una cuadra de caballos de polo.Costaba trabajo creer que una persona de mi gene-ración tuviera dinero suficiente para una cosa así.

No sé por qué habían venido al Este. Pa-saron un año en Francia sin ningún motivo par-ticular, y luego se dejaron ir de un sitio a otroen busca de los lugares donde se jugaba al polo ydonde la gente hacía profesión conjunta de rique-za. Esta vez se habían instalado definitivamente,me dijo Daisy por teléfono, pero no me lo creí. Yono tenía acceso al corazón de mi prima, pero estabaconvencido de que Tom seguiría vagabundeandosiempre, en busca, algo nostálgicamente, de las es-pectaculares emociones de algún irrecuperable par-tido de fútbol americano.

Y sucedió que un cálido día ventoso, a úl-tima hora de la tarde, fui en coche a East Egg paraver a dos viejos amigos a los que apenas conocía. Su

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casa era aún más suntuosa de lo que había imagi-nado, una alegre mansión colonial en rojo y blanco,estilo rey Jorge, que dominaba la bahía. El céspedempezaba en la playa y corría hacia la puerta prin-cipal, situada a unos cuatrocientos metros, saltan-do sobre relojes de sol, senderos enladrillados yjardines encendidos; y cuando por fin alcanzaba lacasa ascendía por la pared en brillantes enredade-ras como llevado por el impulso de la carrera. Lafachada quedaba interrumpida por una hilera depuertas ventanas, con destellos de oro reflejado yabiertas por completo a la tarde ventosa y cálida.Vi a Tom Buchanan, con traje de montar, de pieen la galería, con las piernas separadas.

Había cambiado desde los años de Yale.Ahora era un hombre de treinta años, corpulento,de pelo pajizo, con un gesto duro en la boca y airedesdeñoso. Los ojos, llenos de arrogancia, ocupa-ban un lugar destacado en su rostro y creaban laimpresión de que Tom iba siempre echado agresi-vamente hacia adelante. Ni siquiera la eleganciaafeminada de su ropa de montar conseguía ocultarla enorme fuerza de aquel cuerpo: Tom parecía lle-nar las resplandecientes botas hasta poner tiranteel cordoncillo superior y, bajo la chaqueta de telafina, se apreciaba el movimiento de una gran masamuscular cada vez que uno de sus hombros cam-biaba de posición. Era un cuerpo capaz de grandesesfuerzos, un cuerpo cruel.

Su voz, áspera y bronca, aumentaba la im-presión de displicencia que producía su figura. Ha-bía en ella un toque de desprecio paternal, inclusocon la gente que le caía bien; y había personas enYale que lo odiaban con toda el alma.

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«Vamos, vamos, no pienses que en este asun-to mi opinión es definitiva», parecía decir, «por elhecho de que sea más fuerte y más hombre quetú». Pertenecíamos a la misma asociación univer-sitaria, y aunque nunca fuimos amigos íntimos,tuve siempre la impresión de caerle bien y de quebuscaba mi aprecio, con una intensidad bruscay desafiante, muy propia de su carácter.

Hablamos unos minutos en la galería aúniluminada por el sol.

—Este sitio no está mal —dijo, mirandoinquieto de aquí para allá.

Me hizo girar cogido del brazo, me indicócon la otra mano extendida la fachada principal, eincluyó también en aquel gesto un jardín italianosituado a un nivel inferior, una enorme rosaledade perfume intenso y penetrante, y una motora deproa muy chata, que se balanceaba con el movi-miento de las olas mar adentro.

—Pertenecía a Demaine, el del petróleo—me hizo girar de nuevo, con brusca cortesía—.Será mejor que entremos.

Cruzamos un vestíbulo de paredes altas has-ta llegar a un espacio de un luminoso color rosa-do, unido a la casa por los extremos mediante dosmiradores que creaban una sensación de fragili-dad. Las ventanas estaban entreabiertas y su blan-cura resplandecía sobre el césped del exterior, muybien cuidado, que daba la impresión de invadir unpoco la casa. La brisa atravesó la habitación, hin-chando los visillos, semejantes a banderas descolo-ridas, en un lado hacia el interior del cuarto y enel otro hacia afuera, y luego los retorció para levan-tarlos hacia el techo, que parecía una barroca tarta

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nupcial; después agitó un tapiz de color vino, crean-do ondulaciones como las del viento sobre el mar.

El único objeto completamente inmóvil quehabía en el cuarto era un enorme sofá en el que dosjóvenes estaban encaramadas como si se tratara deun globo cautivo. Ambas iban de blanco, y sus ves-tidos se agitaban y llameaban como si la brisa aca-bara de devolverlas al punto de partida después deun breve vuelo en torno a la casa. Debí permane-cer inmóvil unos momentos escuchando el resta-llar de los visillos y el chirrido de un cuadro con-tra la pared. Luego se oyó el ruido violento de lasventanas traseras al cerrarlas Tom Buchanan, conlo que el viento aprisionado perdió su fuerza, y losvisillos y los tapices y las dos muchachas descen-dieron lentamente hasta el suelo.

A la más joven no la conocía. Estaba echa-da en su lado del sofá, completamente inmóvil ycon la barbilla un poco alzada, como si mantuvie-ra algo en un equilibrio muy inestable. Si me viocon el rabillo del ojo no lo demostró en absoluto;de hecho, casi llegué a murmurar una disculpa porhaberla molestado entrando en la habitación.

La otra muchacha, Daisy, hizo intención delevantarse —se inclinó ligeramente hacia adelantecon expresión decidida—, pero en seguida se echóa reír, con una absurda risita llena de encanto; yotambién reí y avancé hacia ella.

—La alegría me ha dejado sin fu-fuerzas.Rió de nuevo, como si hubiera dicho algo

muy ingenioso, retuvo mi mano unos momentos,me miró a los ojos y aseguró que no había nadie enel mundo a quien tuviera tantas ganas de ver. Erauna manera muy suya de hacer las cosas. Me indicó

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con un murmullo que el apellido de la equilibris-ta era Baker. (He oído decir que los murmullos deDaisy no tenían otro objeto que lograr que la gentese inclinara hacia ella; una crítica improcedente queno disminuía en lo más mínimo su encanto.)

De todas formas, los labios de la señoritaBaker se agitaron, me hizo una inclinación de ca-beza casi imperceptible, y en seguida volvió a su po-sición primitiva: el objeto que mantenía en equili-brio se había tambaleado un poco sin duda alguna,dándole un susto. De nuevo subió hasta mis labiosuna disculpa. Lo cierto es que casi cualquier demos-tración de autosuficiencia provoca en mí un tribu-to de asombro.

Miré de nuevo a mi prima, que empezó ahacerme preguntas con su voz grave, que tenía unno sé qué de conmovedor. Era el tipo de voz queel oído va siguiendo mientras sube y baja, como sicada frase fuera un conjunto de notas que no vol-verá nunca a interpretarse. Su rostro era triste yencantador, con rasgos llamativos —ojos llenos deluz y boca apasionada—, pero había una emociónen su voz que los hombres que se habían enamo-rado de ella no lograban olvidar: una necesidad co-mo de hablar cantando, un «Escucha» susurrado,el convencimiento de que había hecho cosas alegresy estimulantes hacía muy poco y que otras igual-mente alegres y estimulantes estaban listas para lapróxima hora.

Le dije que había pasado un día en Chica-go mientras venía hacia el Este y que una docenade personas me habían dado recuerdos para ella.

—¿Me echan de menos? —exclamó exta-siada.

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—La ciudad entera está desolada. Todoslos automóviles llevan la rueda trasera izquierdapintada de negro en señal de luto, y de noche seoyen gemidos inacabables por toda la orilla dellago.

—¡Qué maravilla! ¡Volvámonos, Tom! ¡Ma-ñana mismo! —luego añadió sin venir a cuento—:Tienes que ver a la niña.

—Me encantaría.—Ahora duerme. Tiene tres años. ¿No la

has visto nunca?—No.—Bueno, debes verla. Es...Tom Buchanan, que había estado pasean-

do inquieto por la habitación, se detuvo y me pu-so una mano en el hombro.

—¿A qué te dedicas, Nick?—Estoy en el negocio de los bonos.—¿Con quiénes?Se lo dije.—No he oído nunca hablar de ellos —repli-

có terminantemente.Aquello me molestó.—Oirás —le contesté con brusquedad—,

si es que te quedas en el Este.—Por eso no te preocupes; me quedaré en

el Este —exclamó, mirando a Daisy y luego otravez a mí, como si esperase que dijéramos algomás—. Sería un cretino integral si viviera en otrositio.

En aquel momento intervino la señoritaBaker con un «¡Claro que sí!» tan repentino queme sobresalté: eran sus primeras palabras desde millegada. Sin duda se quedó tan sorprendida como

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yo, porque bostezó, y con una serie de hábiles y rá-pidos movimientos se puso en pie.

—Se me ha dormido todo el cuerpo —sequejó—; no sé el tiempo que llevo tumbada en esesofá.

—No me mires a mí —replicó Daisy—.Llevo toda la tarde intentando que te vengas con-migo a Nueva York.

—No, gracias —dijo la señorita Baker endirección a los cuatro cócteles que acababan de traer,procedentes del office—; estoy entrenándome muyen serio.

—¡Entrenándote! —Tom apuró el cóctel deun trago como si tan sólo fuera una gota en el fon-do de la copa—. Nunca entenderé cómo consigueshacer las cosas que haces.

Me quedé mirando a la señorita Baker, pre-guntándome qué era lo que «conseguía hacer». Re-sultaba agradable contemplarla. Era una muchachadelgada, de pechos pequeños, que caminaba muyerguida, y acentuaba además esa postura echandolos hombros hacia atrás como un alumno de aca-demia militar. Sus ojos grises, algo entornados, paraevitar el reflejo del sol, me miraron con curiosidadcortés, reflejo exacto de la mía, desde un rostro lán-guido, encantador, descontento. En aquel momen-to se me ocurrió que la había visto antes en algúnsitio, a ella o una fotografía suya.

—Usted vive en West Egg —hizo notardespreciativamente—. Conozco a alguien allí.

—Pues yo no conozco a una sola...—Tiene que conocer a Gatsby.—¿Gatsby? —preguntó Daisy—. ¿Qué

Gatsby?

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Trabajo
Cuadro de texto
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).

«Concibo todos mis relatos como si fueran novelas; exigen una emo-ción especial, una experiencia especial: así que mis lectores, si los hay,

saben que cada vez encontrarán algo nuevo.»FRANCIS SCOTT FITZGERALD

Todo el brillo imperecedero del autor de El gran Gatsby aparece en es-tas cuarenta y tres obras maestras, que incluyen clásicos como «El ex-traño caso de Benjamin Button» o «A tu edad». De los primeros rela-

tos que capturan la atmósfera de los años veinte, hasta los últimos, quepueden leerse como una reflexión sobre los excesos de su juventud.

Por primera vez en un único volumen, una colección esencial, un mo-numento a una de las grandes voces de la literatura estadounidense.

«Tienen los mundos de Fitzgerald un temblor de inestabilidad, de felicidad que viene y va pero nunca vuelve. Es el placer y el dolor

de la fugacidad de las cosas.»JUSTO NAVARRO

«Fitzgerald tenía una de las más raras cualidades que pueden darse encualquier tipo de literatura… la palabra es encanto. ¿Quién lo tiene

hoy día? No se trata de escribir de un modo preciosista, o con un estilosencillo. Es una especie de magia tenue, controlada, exquisita.»

RAYMOND CHANDLER

CUENTOS REUNIDOSFrancis Scott Fitzgerald

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